Auge y ocaso de las mancebías

Junio 2013

Aunque Solón en Atenas y Calígula en Roma buscaron regular la prostitución con impuestos, en Occidente el esfuerzo por circunscribirla a ciertas calles o barrios solo se dio hacia el siglo XIII en la península ibérica.

Las referencias más lejanas a mancebías urbanas –burdeles oficiales en un espacio urbano delimitado, cerrado, tapiado y dedicado exclusivamente al sexo venal– provienen de Valencia y Mallorca. El modelo se extendió luego a la Península y a Europa pero fue en Andalucía donde se consolidó la más densa red de mancebías, que iban desde pequeños mesones semirrurales hasta barrios cerrados de prostíbulos.

Con matrimonio tardío para los hombres y un superávit masculino notable, las bandas de solteros violentos eran el dolor de cabeza de las ciudades medievales. Más que los “asaltos, amancebamientos y adulterios”, lo que realmente preocupaba a las autoridades eran las violaciones, incluso con víctimas jóvenes y menores de edad. Para las familias tal ataque eliminaba la posibilidad de casar a quien dejaba de ser virgen. Con frecuencia, la obligada venganza contra el agresor y sus parientes llevaba a sangrientas espirales de retaliaciones. La idea agustiniana del burdel como mal menor, como un seguro contra pecados más graves, permitió justificar una válvula de escape institucional para los aprendices, trabajadores, jornaleros, marineros y demás infractores potenciales solteros. Las primeras mancebías estuvieron orientadas a atender exclusivamente esa población de riesgo, prohibiendo el acceso a los hombres casados.

El control de la prostitución vino también como respuesta a la crisis que removió las estructuras feudales en las ciudades, con luchas callejeras, delincuencia, enfrentamientos entre facciones nobiliarias, crecimiento de los flujos migratorios desde el campo y un considerable aumento de mujeres dispuestas a vender su cuerpo. “Es la vinculación de la prostitución con la delincuencia y las epidemias la que induce al gran encierro”. La institución duraría cerca de dos siglos.

Las mujeres del torpe oficio se encontraban a menudo envueltas en escándalos, riñas, venganzas entre bandas o delitos contra los clientes. Aunque el oficio estaba legalmente permitido, el submundo alrededor era incontrolable. Particularmente amenazantes resultaban los rufianes que vivían de las meretrices en las ciudades. Se creía que las inducían violentamente al oficio desde jóvenes. Dadas sus habilidades y fiereza, estos chulos eran muy apreciados por los señores de la guerra para fortalecer el ala urbana de sus ejércitos. Así, la eventual pacificación del reino pasaba por romper esa perversa relación y eliminarla como fuente de reclutamiento.

No es simple coincidencia que los Reyes Católicos asumieran como instrumento de orden público la creación y adjudicación de las mancebías a sus aliados locales. En Andalucía los mismos monarcas propusieron a varias ciudades montar su mancebía y concedieron a belicosos caballeros el monopolio de la prostitución en sus territorios. Así, existían dos grandes grupos de estas antiguas zonas de tolerancia: las mancebías concejiles, que dependían directamente de los ayuntamientos y las señoriales, otorgadas como prerrogativa a una casa nobiliaria.

Fuera de contribuir al orden social, las mancebías concejiles suponían una sustanciosa fuente de recursos fiscales. Por lo general la gestión del burdel se le asignaba en alquiler al mejor postor y esos ingresos eran los más cuantiosos, líquidos y saneados de muchas arcas municipales. No siempre el ayuntamiento era el propietario de los inmuebles. Los hospitales, privados o religiosos, fueron titulares de un número considerable de inmuebles dedicados a la prostitución.

En Sevilla la mancebía se encontraba en el barrio Arenal, al lado del puerto. Estaba rodeada por un muro con una puerta única de acceso. Al entrar había un tablero con las ordenanzas redactadas por el Cabildo de la ciudad. Resumían las normas para el lugar administrado por un padre que le indicaba al visitante las ventajas de las distintas mancebas que atendían en sus boticas y cobraba por adelantado el precio oficial.

El padre estaba encargado de velar por el negocio y era responsable ante el Concejo por el mantenimiento del orden al interior. Para evitar incidentes, contrataba vigilantes y podía prohibir el ingreso de armas. Tenía que alojar a las prostitutas y suministrarles ropa de cama. Para evitar la explotación le estaba prohibido extenderles cualquier préstamo que pudiese impedirles abandonar el lugar. Ninguna taberna o mesón podía establecerse al interior de la mancebía.

A las mujeres era común exigirles no ser casadas ni oriundas del lugar, ni tener familiares cerca. Con dedicación exclusiva, descansaban obligatoriamente los domingos y festivos religiosos. Si salían del recinto debían ser discretas. Les estaba terminantemente prohibido mantener rufianes y mucho menos que fuesen, como solía ser habitual, alguaciles o empleados de la justicia.

Varias razones llevaron al declive de las mancebías y a su cierre definitivo. Por un lado, la dificultad para controlar el ejercicio clandestino del oficio en las calles, tabernas y mesones urbanos, así como para impedir las relaciones de las prostitutas con los rufianes. Otro factor fue el creciente maltrato y explotación de los padres, presionados por el afán recaudatorio de los propietarios. Se creó un círculo vicioso de represión, incentivos para trabajar por fuera de la mancebía, revalorización de la función protectora de los rufianes y mayor necesidad de controles.

Pero el elemento que más contribuyó al ocaso de la prostitución oficial fue la larga, tenaz e implacable campaña emprendida por los hermanos jesuitas. Retomando y volteando el argumento del orden social, señalaron las mancebías como focos de delincuencia y pasaron a la acción. Hordas de monjes convencieron mujeres para que dejasen el oficio, las acogieron en los hospitales, pagaron sus deudas, velaron por el cumplimiento estricto de las ordenanzas, consiguieron dotes para casarlas o fondos para comprar inmuebles y cambiar su uso, recordaron a nobles y autoridades la perversidad del negocio pero, también, se plantaron en los burdeles para colocar crucifijos, interrumpir, avergonzar, hostigar y amenazar a los clientes. A principios del siglo XVII, con una sofisticada mezcla de retórica, prédica benevolente, “tremendismo catequético”, activismo histriónico e incluso violencia física la Compañía de Jesús ganó finalmente la llamada guerra de las mancebías.