Febrero de 2015
Es colombiana, vive en el exterior, se
acuesta con desconocidos, y le pagan por eso. “No lo hago por lucrarme
económicamente de ellos sino que es como mi hobby. Como al que le gusta cantar,
al que le gusta bailar, es una pasión”. En la cama nunca finge sino que se lo
goza. Voracidad y espontaneidad son la clave de su éxito. Es una de las más
solicitadas en su ciudad y cobra bastante por encima del promedio de mercado.
“Existimos personas que tenemos la ventaja de poner nuestra tarifa y ya deciden
ellos si nos pagan o no”. Tiene muchas menos faenas que sus colegas pues escoge
sólo las que la motivan. No dice cuanto gana pero anota que más que muchos
gerentes o “una persona que se quema las pestañas cinco o seis años” estudiando.
Al hacerlo con un nuevo amante, averigua antes cómo satisfacerlo: “empieza una
como a tratar de saber qué gustos tiene, qué te gusta que te digan, cómo te
gusta que te toquen”.
Se crió en una familia conservadora y
es la menor de ocho hermanas y un varón. “Me educaron con ciertos parámetros,
tenía que llegar supuestamente virgen al matrimonio, tenía que bañarme con ropa
interior porque la desnudez era pecado”. Sólo se ha operado los senos, pero
estuvo tentada a retocarse la cola. De pequeña sus hermanas la llamaban patito
feo y fue por llevarles la contraria que emprendió su camino hacia el sexo
pago. En una discusión familiar, una de ellas “me dijo es que usted es muy fea
y nunca va a poder ser modelo porque aquí la que es linda es otra. A mí se me
volvió un reto”. Perdió la virginidad siendo adolescente con un conocido de la
familia que abusó sexualmente de ella. Ese momento difícil no le impidió, años
después, aprender a disfrutar del sexo. “Mucha gente trata de enforcar la
profesión como un desahogo por lo que me ocurrió pero de hecho no, yo me sentía
atraíada (por mi oficio) antes de tener esa experiencia traumática. Para mí fue
algo que pasó, que lo superé, que hoy en día en realidad no me afecta”. Recuerda otra vivencia que, años antes
de ese doloroso incidente, cambiaría para siempre su visión del sexo. Tendiendo
la cama de su hermano encontró una revista erótica, “yo jamás había visto a
otra persona desnuda, y me pareció una imagen supremamente linda, quedé
enamorada. Yo pensaba, si a mi me dicen que la desnudez es pecado por qué aparecen unas personas desnudas acá y
aparte de eso teniendo una relación íntima”. Sin confesarle a nadie su nuevo
sueño de vivir del sexo empezó a modelar en vestido de baño, a escondidas de su
padre, y alcanzó a ser chica Aguila en dos ocasiones antes de emigrar.
A pesar de sus excelentes ingresos
sexuales, no vive del oficio. “Tengo una profesión que es polémica y que es
criticada y es censurada pero al terminar el trabajo soy una mujer que le gusta
el hogar, que le gusta ver televisión en su casa, que siembra jardín en sus
ratos libres, que cuida de sus mascotas, que le gusta cocinar”. Su esposo es un
empresario que la apoya incondicionalmente y le permite dedicarse al placer; la
secundó en su sueño de desnudarse para tener sexo con otros hombres, cobrando
por hacerlo, y ha sido esencial para no avergonzarse de su trabajo. “Me costó hacerlo porque de verdad lo
pensé muchísimos años. Pero después de que tomé la decisión me sentí
completamente segura. Jamás me arrepentí, ni me siento avergonzada, ni me
siento mal, ni me siento incómoda para nada”. Sus primeras experiencias fueron
tensas -el mal manejo del idioma les quitaba naturalidad- pero el esposo la
ayudó a superar obstáculos. “Cuando él me dice, empecemos a practicar porque si
lo va a hacer quiero que lo haga bien. Va a tener ciertas situaciones que son
complicadas, va a tener sexo con hombres que usted no conoce, que físicamente
de pronto no es el hombre que usted quiere, entonces necesito que esté preparada para eso”. Las inesperadas
sesiones de entrenamiento conyugal la entusiasmaron. “Cuando mi pareja fue
quien me dio ese empujoncito, pues dije aprovechémoslo. Si él es el que va a
dormir conmigo, me va a besar, me va a consentir después de llegar de trabajar
pues ya ¡qué carajo! El resto, ¡que se vayan al diablo!”
A sus 35 años, no tiene intenciones de
retirarse pero sabe que su cuerpo no aguantará así para siempre y empieza a
pensar en su futuro. Está considerando una línea de cosméticos eróticos, el diseño
de una marca de ropa y varias propuestas editoriales. “El sueño que la mayoría
de las niñas tenemos con el príncipe azul, con la profesión que queremos, a mí
básicamente se me cumplió todo”. En el gimnasio, ataviada con un body, mirada
lánguida y coqueto acento paisa anota que “el sexo sí es divertido, es algo que
no debe tomarse con tanta seriedad tampoco, se debe tomar con responsabilidad,
pero que sea un acto entretenido, divertido. Yo creo que ese tipo de momentos
hay que aprenderlos a disfrutar”.
Estas frescas reflexiones y la historia
son de Esperanza Gómez, la famosísima actriz porno colombiana que nunca quiso
utilizar apodo, porque “no tiene nada que esconder, ni de qué avergonzarse”.
Ahora es admirada en el exterior, en su país y hasta en su ciudad natal. Cuando
visita a su familia, en la calle la reconocen y le piden autógrafos que hacen
sentir verdaderamente orgullosa a su madre.
Con su vocación y sus dotes, Esperanza
podría ser una escort. Viviendo en los Estados Unidos, si fuera prostituta
seguramente Esperanza ya habría sido detenida, humillada y deportada. En
Francia su marido enfrentaría cargos por proxenetismo. En Suecia y en varios
otros países sería una víctima y sus compañeros de cama unos delincuentes. La
periodista española que la entrevistó no se habría mostrado tan curiosa,
jovial, atenta a los detalles y llena de asombro ante una carrera centrada en
el placer. De haber aparecido en un programa sobre tráfico de mujeres, sus
recuerdos íntimos, sus impresiones y opiniones personales habrían sido
aplastadas por el guión universalmente correcto, con una psiquiatra demostrando
que el culpable de esa vida fue el abusador y alguna académica energúmena
negando enfáticamente que una mujer sea capaz de elegir voluntariamente tal
destino. Sin la coartada del cine porno, jamás hubieran salido al aire
afirmaciones de una colombiana emigrante que, cual cantante, toma el sexo pago
con desconocidos como un pasatiempo y disfruta haciéndolo.
Es probable que como prepago esta
actriz triple X hubiese ganado menos. Lo verdaderamente insólito es que la
frontera entre el infierno femenino y una variante del estrellato sea tan
arbitraria y sutil. Una diferencia baladí, un par de intermediarios adicionales
en el flujo del dinero que recompensa el amor venal, logran transformarlo todo.
Que el productor de películas sea quien paga en lugar del parejo que también
recibe retribución bastan para blanquear una de las actividades más
estigmatizadas del mundo. También mágicamente, un grupo reducido de poderosos compradores
de servicios sexuales, el oligopsonio capitalista de la industria
cinematográfica, se convierte en un arreglo menos explotador de la mujer que la
competencia entre muchos clientes individuales, hombres del montón dispuestos a
desembolsar algo por subir fugazmente al séptimo cielo con una diosa del sexo.