La Mariposa y el Castor

Publicado en El Espectador, Abril 13 de 2017


Un abismo separa a Simone de Beauvoir de Minerva Mirabal, la feminista dominicana asesinada por Leonidas Trujillo en 1960.

Minerva y sus hermanas Patria y María Teresa, llamadas las Mariposas y ejecutadas por el sátrapa, simbolizan la lucha contra la violencia de género, pero también contra los dogmas y el totalitarismo. Sus cuerpos fueron hallados destrozados en un jeep hundido en un barranco. Las liquidaron con garrote y las metieron en el vehículo simulando un accidente.

De familia acomodada, profesionales, casadas y con hijos, las Mirabal defendían los derechos de la mujer más allá de las gabelas legales y burocráticas que aceptaban feministas cooptadas por Trujillo. Opositoras de la dictadura, las tres estuvieron detenidas, pero fue Minerva quien realmente irritó al caudillo. En un evento organizado para que bailara con él, de 58 años, la joven de 23 le frenó los avances, le recordó a un amigo comunista pidiéndole que “dejara tranquilo a ese joven tan inteligente y preparado", lo dejó plantado en mitad del salón y, encima, le espetó que detestaba su gobierno. Al día siguiente empezó el hostigamiento oficial a la familia. A pesar de las dificultades que enfrentó como enemiga del régimen, Minerva fue una de las primeras abogadas en República Dominicana. Para su segundo año de universidad misterioamente impidieron su reinscripción. Finalmente obtuvo el título pero no pudo ejercer porque le negaron la licencia.

En una historia novelada de las Mirabal basada en testimonios de su entorno, la escritora  Julia Álvarez, exilada, indaga sobre la rebeldía de Minerva. Un asunto crítico habría sido la infidelidad de su padre, con implicaciones devastadoras como el sufrimiento y encierro de la familia. En el colegio, Minerva oía historias sobre los excesos del tirano; estableció un paralelo con lo que ocurría  en su hogar y por eso dejó de respetarlo, como a su padre.

Otra feminista más célebre, Simone de Beauvoir -el Castor para su tutor y amante Jean Paul Sartre- también cuenta que los deslices paternales, iniciados con esposas de amigos, la marcaron para siempre. A los treinta y cinco años, su madre dormía con quien le ponía los cuernos y no la determinaba. En medio de frecuentes gritos y escenas, aún en público, la hija siguió queriendo con fervor romántico a ese hombre encantador, poniéndose de su lado. “No culpo a mi padre”, escribió años más tarde, sacando de esos recuerdos familiares una conclusión categórica: “en los hombres, el hábito mata el deseo”. Georges de Beauvoir se aficionó después a las prostitutas; era usual que Simone, al salir para el colegio, se lo encontrara con tufo volviendo del burdel. Esa rutina, anotaría luego, “fue suficiente para convencerme de que el matrimonio de clase media va contra la naturaleza”.

La Mariposa y el Castor también difieren radicalmente en sus relaciones con el poder y la democracia, que tampoco es un arreglo silvestre. Durante la invasión alemana en Francia, gracias a los contactos de Sartre, la prestante intelectual trabajó para una publicación colaboracionista. Sólo tras la liberación, cuando declararse comunista se volvió la mejor manera de fingir haber hecho parte de la resistencia, la famosa pareja abrazó las ideas marxistas para luego celebrar los regímenes totalitarios de China y Cuba.

Como les sucedió a estas mujeres, en Colombia la infidelidad paternal es la faceta del machismo que deja mayores secuelas. Este tema, siempre una tragedia doméstica mayor, preocupa bastante poco a feministas de vanguardia, que probablemente descalificarían a Minerva por mojigata. Ante un engaño matrimonial ventilado en los medios hace unos años, Florence Thomas recordó, inspirada en novelistas varones, que “el amor es nómada, precario, frágil, y el deseo es caprichoso, vagabundo y aventurero”. Nubes de mujeriegos, como Sartre, Trujillo, Enrique Mirabal y Monsieur de Beauvoir debieron apreciar el espaldarazo; las mujeres afectadas mucho menos.

En democracia, Minerva hubiera sido una profesional no académica ni burócrata, independiente, dedicada al trabajo y a su familia, defensora de mujeres en los juzgados, realista, poco trascendental, simpática y con sentido del humor: una Gisèle Halimi latina. No creería en la teoría de género ni sufriría con los micromachismos, tal vez no saldría a marchar el día de la mujer, pero tampoco silenciaría los abortos forzados de las Farc, como de pronto sí lo habría hecho por la paz la Beauvoir, faro intelectual del feminismo pero colaboradora del nazismo y seductora de alumnas para endosárselas a su hombre, otro ídolo de barro.

Muchas mujeres que no se limitan a predicar la igualdad y a divagar con un mundo mejor, sin dotes literarias ni pantalla mediática, rara vez moldean el discurso feminista. Se desperdician su energía, su pragmatismo para diagnosticar y enfrentar problemas de género concretos y, sobre todo, su ejemplo, que requiere principios inquebrantables, escepticismo con las doctrinas y rebeldía ante cualquier forma de tiranía.







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