Pocos violentos, mucho corrupto

Publicado en El Espectador, Abril 7 de 2016


La "pedagogía para la paz" que pretende aclimatar el acuerdo de La Habana es una propuesta capciosa y extemporánea, que las universidades bien podrían desatender.

Hace años, la academia sentenció que el grueso de la violencia eran las riñas callejeras. El controvertido diagnóstico, acomodado a la preocupación internacional por la “comprensión entre los pueblos”, acabó confundiendo el conflicto con una guerra civil: ciudadanos incapaces de diálogar deben aprender tolerancia. Con una variante cínica del “algo habrán hecho”, algunos  promotores de la convivencia rozan el cinismo: “todos los colombianos han sido víctimas y todos han sido victimarios”. Amalgamar distintas violencias con el conflicto no es simple despiste: se busca diluir la responsabilidad de esa franca minoría con la que se negocia. Los actores armados, aún sumándoles todos los políticos pendencieros y empresarios financiadores que los encauzaron, siempre han sido una proporción ínfima de la población.

Simultáneamente -reforzando otra explicación simplista del conflicto, la de la desigualdad- la corrupción rampante, generalizada y ubicua, se percibe como asunto de una reducida élite, lejana, casi forastera, de paraíso fiscal. El sobornable o sobornador potencial que todos llevamos dentro no desvela. En la universidad, he tenido cursos en los que la trampa era la norma, con reincidentes impunes y variantes del “usted no sabe quien soy yo” ante una sanción por fraude; pero nunca me han gritado o agredido estudiantes que necesitaran “educación para la paz”, una asignatura que faltó donde asesinaron profesores. En múltpiples entornos colombianos hay corrupción sin violencia, con diálogo, tolerancia,  hasta buenos modales. Para la muestra un Samuel, lánguido recordatorio de que las pedagogías prioritarias son otras: honestidad, integridad, apego a la verdad, respeto por lo público.

En el discurso del posconflicto la corrupción no inquieta, aunque sea prudente sumarle la modalidad pacificadora. Miles de víctimas esperando indemnización, con políticos y burócratas convencidos de que la paz justifica lo que sea, anuncian recursos asignados a dedo, y camarillas tachando por guerrerista a quien mencione controles. Eso sin contar eventuales beneficiarios como los pastores aliados de los Úsuga que “capacitan en derechos humanos a personas que buscan una paz duradera”.

Jonathan Haidt, psicólogo estudioso de los juicios morales, plantea que la aprobación o rechazo de ciertas conductas tiene menos que ver con argumentos y raciocinios que con intuiciones y emociones. Así, una “pedagogía de la honestidad” eficaz requeriría provocar indignación con los desfalcos estatales, poder asociar la corrupción con alguna vivencia negativa.

Las malversaciones de dineros públicos son más sofisticadas que un robo de banco, y con dolientes difusos. Entender sus costos y su mecánica, para ejecutarlas o detectarlas, requiere educación superior, y aportes de varias disciplinas. La universidad es el sitio idóneo para estudiarlas, y ayudaría infundir un rechazo visceral hacia ellas, más contundente que el de un “no desfalcarás” rara vez explícito. Para eso, siguiendo a Haidt, los universitarios deberían observar de cerca, untarse, sentir el impacto nefasto de la corrupción, por ejemplo con entrevistas a usuarios de un servicio público. Reportajes en el sector salud, o el de agua potable, les permitirían establecer vínculos entre el padecimiento de personas reales y la gente educada que las roba. Cualquier análisis posterior sería mejor asimilado. Estudiantes sensibles a los malos manejos, intolerantes con los deshonestos, tendrían un efecto multiplicador sobre amistades y familiares, similar al de escolares que hacen pedagogía medioambiental en sus hogares.

Más que reflexiones recicladas sobre la guerra, faltan investigaciones, estudios de caso y seminarios sobre las técnicas de defraudación, con cifras claras, trabajo de campo y discusión de opciones e instancias para evitar que delincuentes de cuello blanco se lucren ilegalmente con su diploma. También falta introspección y autocrítica, pues el cáncer manifiesto en entidades regionales y “de garaje” podría esparcirse, como la mermelada. No sólo universidades clientelistas gradúan pícaros: célebres corruptos estudiaron en instituciones prestigiosas, tardíamente empecinadas en llover sobre mojado con la perogrullada de que es mejor vivir en paz.

El conflicto armado rondó claustros universitarios. La Violencia anterior fue responsabilidad de una élite educada. Después, no causaron suficiente reprobación profesores y estudiantes que auparon la lucha armada, cuyo impacto se subestimó. Rebeldes urbanos sedujeron novias  y camaradas de aulas. Algo similar ocurrió luego con narcos o lavadores. Hubo algo de indiferencia con quienes apoyaron paramilitares financiados por sus familias. Nunca supe de talleres o seminarios deplorando a los Pepes. Con similar indolencia, ahora casi no preocupa que se gradúen numerosos especialistas en desvalijar al Estado. En la universidad no podemos lavarnos las manos socializando y condenando a destiempo una guerra cuando fenece. Fallamos ante la violencia de unos pocos por razones discutibles, y repetiremos el yerro si seguimos aceptando la corrupción de muchos egresados sin la más remota justificación.







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