En las puertas del infierno

Capítulo de  CRIMEN E IMPUNIDAD. Precisiones sobre la violencia
 Publicado por CEDE (Uniandes) y Tercer Mundo - 1999


En cualquier lugar del mundo, y en cualquier ámbito –internacional, público, privado, familiar- las negociaciones, los diálogos, se inician con gestos de buena voluntad de las partes. En Colombia no. Con numerosas señales que invitan a las comparaciones con el pago de un rescate, los diálogos en Colombia se han iniciado con el amargo sabor de una de las partes demostrando su poder, legitimando la fuerza, recordando su causa, haciendo múltiples  exigencias y ofreciendo poco a cambio: la remota posibilidad de acabar con las amenazas.

Es difícil no establecer paralelos entre la tregua declarada recientemente por la ETA en España y las conversaciones de paz iniciadas en Colombia. Lo que más sorprende son las diferencias tan marcadas en las reacciones de la opinión pública española y las de la colombiana. Existe un abismo entre la cautela y el escepticismo español ante el ofrecimiento de una tregua unilateral por parte de un grupo derrotado y el optimismo, la euforia y la ingenuidad con que los colombianos, en distintos niveles, están acogiendo el simple ofrecimiento de sentarse a dialogar hecho por unas organizaciones armadas más fortalecidas que nunca.
El actual proceso de paz está precedido de imprecisiones, mitos, agendas ocultas y mentiras gordas. También hay un considerable acervo de experiencias mal asimiladas. En este capítulo, totalmente en contra vía del prematuro convencimiento de que por fin estamos cerca de alcanzar la paz, se quieren señalar algunos elementos que invitan a adoptar una posición más cautelosa ante los cantos de sirena. Que ni siquiera provienen de quienes detentan las armas. Ellos insisten y recuerdan que, por lo pronto, no van a abandonarlas [1]. La evidencia que se utilizará para apoyar los argumentos tratará de limitarse, siguiendo la corriente actual de “hacer borrón y cuenta nueva”, a lo ocurrido con posteridad a la puesta en marcha del proceso.
Con la lucidez que probablemente solo consiguen quienes están completamente a salvo de las amenazas, un periodista extranjero escribía hace poco cómo el “mesianismo autoimbuido de la guerrilla (colombiana) le hace creer que le está todo permitido”. Así parece ser. Ellos definen la agenda, ellos escogen con quien dialogan, ellos deciden el sitio, ellos ponen las condiciones. ¿ Que ofrecen a cambio ? Muy poco. Hay que reconocerles que así lo manifiestan.
No es fácil encontrar el ejemplo de alguna democracia contemporánea cuya situación actual consideremos deseable que haya surgido de unas bases tan confusas, contradictorias y carentes de principios.
Una elite intelectual y política, desconfiada y paranoica como pocas de sus fuerzas militares, se apresta a ofrecerle participación política, en derecho, a una curtida casta de guerreros a quienes ninguna autoridad, ni militar ni civil, ha logrado imponer restricciones. Las elites, de variado origen, de una sociedad supuestamente asfixiada por la estrechez de los canales democráticos están a punto de legitimar el poder obtenido por la menos democrática de las vías, la de las armas. Estratos favorecidos de una sociedad efectivamente agobiada por las desigualdades económicas se encaminan a permitir el blanqueo de gruesas y no muy bien distribuidas fortunas obtenidas con procedimientos criminales.
Los violentos, pero sobretodo sus apresuradas contra partes en la mesa de negociación, están logrando llevar al país por una senda de amnesia, falta de principios y plasticidad institucional que es difícil de asimilar con optimismo. Sería ingenuo no reconocer que se está empezando a cocinar un nuevo “caldo de cultivo” para la próxima generación de actores violentos. Los principales ingredientes de ese caldo son ya familiares. Son los mismos que facilitaron el infierno vivido por el país en las últimas dos décadas: un discurso ideológico y político ajeno a la realidad del país, un sistema perverso de incentivos bajo el cual paga incumplir la ley, ciertas castas políticas que no le rinden cuentas a nadie, con enormes prerrogativas respaldadas con la simple manifestación de las intenciones, una justicia que no toca a los poderosos y una sociedad civil, desinformada y manipulada, que paga  los platos rotos. Hay ingredientes novedosos en este nuevo caldo. Se abandonan, por parte del poder en ciernes, las pretensiones de legalidad, se acorta el trecho entre la fuerza bruta de las armas y el ejercicio de la autoridad y se hace más difusa, aún en el papel, la línea entre las conductas aceptables y no aceptables por parte de quienes detentan la autoridad política. 

EL CIELO DE LOS ELENOS
En forma simbólica, la presente etapa de las conversaciones con el ELN se inicia con el secuestro y posterior liberación –que se utiliza para lanzar la propuesta de una Convención Nacional de Paz- de dos funcionarios internacionales enviados por la OEA como observadores de los comicios electorales de Octubre del 97. Extraño país, en dónde un secuestro que no termina fatalmente para las víctimas, que venían a hacer el seguimiento del ritual democrático,  se percibe  como una concesión y un gesto de paz. 
Tres meses más tarde, en el ocaso del cuatrienio, el gobierno Samper firma con el ELN en España el pre-acuerdo de Viana, en el cual se comprometen las partes a iniciar un proceso de paz, que llevaría a la Convención Nacional propuesta por el grupo guerrillero y, eventualmente, a una nueva Asamblea Nacional Constituyente. Este pre-acuerdo se viene a pique debido al  manejo electoral que, según la comandancia del ELN, se le da al evento.
Sin que se sepa muy bien cómo, o escogida por quien, empieza a tomar cuerpo la Comisión Nacional de Paz. A mediados de Julio de 1998 se realiza en Alemania una reunión entre representantes del ELN y cuarenta personas misteriosamente seleccionadas pero supuestamente representativas de la sociedad civil.
No acababa de firmarse el que terminó llamándose Acuerdo de Puerta del Cielo cuando los miembros de la Comisión Nacional de Paz cometen el desliz -imperdonable bajo la extraña lógica colombiana-  de reunirse en Paramillo con otra de las partes en conflicto, los grupos paramilitares representados por las Autodefensas Unidas de Colombia.
En cualquier parte del mundo un diálogo para dar fin a un enfrentamiento armado buscaría sentar en la mesa de negociaciones a las partes de ese conflicto. En Colombia no. Para poder retomar el diálogo el nuevo gobierno tiene que minimizar el alcance de esta reunión con uno de los actores de la guerra, casi negar la existencia de los paramilitares, y avalar implícitamente la pretensión simplista de que estos grupos no son más que la continuación de los organismos de seguridad del Estado.
El Acuerdo de Puerta del Cielo contiene varios elementos que vale la pena destacar. Anuncia los nubarrones que se ciernen sobre el proceso de paz y muestra cómo, por el momento, en estas negociaciones se está negociando muy poco.
En esencia, en dicho acuerdo el ELN confirma que, como actor colectivo, se preserva el privilegio de estar por encima de la ley. La ley es para todos, menos para ellos, nos recuerdan con claridad los elenos. Continuando vicios seculares de las castas políticas se corrobora el viejo adagio: la justicia es para los de ruana. Hay algunos cambios, adicionales a hacer explícita la inmunidad. A diferencia de los regímenes anteriores, las prerrogativas se plasman ahora por escrito. Se disminuye la brecha entre lo que está permitido y lo que se dice que está permitido. Se está haciendo, de manera perversa, un acercamiento entre el país “de jure” y el país “de facto”.
Vale la pena transcribir, de este Acuerdo, los párrafos más reveladores del espíritu que anima, y contamina, estas conversaciones. “El ELN se compromete a suspender la retención o privación de la libertad de personas con propósitos financieros, en la medida en que se resuelva por otros medios la suficiente disponibilidad de recursos del ELN, siempre que –mientras culmina el proceso de paz con esta organización- no se incurra en su debilitamiento estratégico” [2]. En buen romance, aquí hay un chantaje colectivo. Lo acordado significa que los secuestros continúan, puesto que los secuestradores dejarán de hacerlo sólo cuando “alguien” les garantice los recursos que obtienen secuestrando y, además, de manera tal que no se merme su poder de intimidación.
A renglón seguido, se exige “la superación real de la impunidad de crímenes de lesa humanidad, tales como las desapariciones forzosas, las masacres, el genocidio y la tortura, que responda integralmente al espíritu del ordenamiento internacional sobre la materia” [3]. Así, sin el menor reparo, en el mismo texto que avala implícitamente el secuestro practicado por una de las partes en conflicto, se pide acabar con las desapariciones forzosas y la tortura, conductas que, por provenir de la contra parte, si se consideran criminales y ajenas al ordenamiento internacional. La presencia simultánea de estos dos párrafos no podía ser más lamentable: se consolida la idea de que la retención de personas es un crimen dependiendo de quien la practique.
Pero ahí no paran las exigencias en materia de política criminal. No es suficiente la severidad con los “verdaderos criminales”, también se deben eliminar algunas talanqueras, institucionales y legítimas, como la Justicia Regional, cuya vigencia no se debe prorrogar. Con una buena dosis de descaro, dada la perla de la continuación del secuestro, y las confusas y sangrientas relaciones que en las últimas dos décadas se han dado en el país entre la subversión y el sistema penal de justicia, se insiste en “la urgencia de recuperar para la justicia su eficacia, prontitud, imparcialidad y garantías procesales” [4].
La concepción de la situación de la violencia  en Colombia implícita – y en buena medida incómodamente explícita- en el Acuerdo de Puerta del Cielo coincide en lo sustancial con los principales elementos del discurso tradicional que, como se verá en detalle en otro capítulo, ha inspirado la acción, y la inacción, estatal en materia de violencia durante las últimas dos décadas. Peor aún, avanza en la corrección de algunas incoherencias entre el discurso y la realidad, en detrimento de lo que uno pensaría son unas instituciones democráticas. Da, como ya se señaló, el controvertible paso de legitimar el secuestro. En este pequeño documento de seis páginas se plasma de manera impecable la sabiduría convencional colombiana sobre la violencia.
En el fondo, se justifica y legitima la vía de las armas para el logro de objetivos políticos. Se reitera la noción de las causas objetivas de la violencia, aduciendo que el conflicto solo podrá ser superado con profundos cambios estructurales. Se destaca como elemento consustancial de la violencia –casi su causa principal- la represión oficial. Se hace énfasis en la supuesta validez de la lucha armada, que se demuestra con el simple enunciado de los problemas sociales. Se trae a colación la estricta observancia de derechos de segunda y tercera generación, o de conceptos de la ONU o de recomendaciones de Amnistía Internacional. Se manifiesta preocupación por las distinta etnias, el medio ambiente y la diversidad cultural en forma paralela con el mensaje, implícito, que se considera totalmente irrelevante el ordenamiento penal. Se hace necesario recordar, por ejemplo, que están prohibidos los homicidios –siempre que sean “deliberados” y “arbitrarios”.
Sólo una sociedad civil como la colombiana, amenazada y hastiada de los violentos, es capaz de mostrarse optimista y esperanzada ante concesiones tan pingües como las consignadas en el Acuerdo. Cabe preguntarse si no se estará cediendo demasiado de las averiadas instituciones a cambio  del  privilegio de sentarse a discutir con los alzados en armas los problemas seculares del país. Las perspectivas reales de un alto al fuego parecen, con base en lo que se ha hecho público hasta la fecha, bastante exiguas.

LOS TERRITORIOS DE LAS FARC
En forma también simbólica, el actual proceso con las FARC se inicia a finales de Agosto de 1996 con la toma de la base militar de Las Delicias y la retención de 60 militares por parte del Bloque Sur. Luego de capturar a 10 infantes de marina en el Chocó, las FARC plantean, como requisito para iniciar el proceso de negociación para la liberación de los soldados, el despeje militar de una zona al sur del país.
Después de largas conversaciones y en medio del lógico malestar de las Fuerzas Militares, se realiza el despeje en el Caguán, y a mediados de Junio del 97, al ser liberados los rehenes, las FARC lanzan su propuesta de despeje de cinco municipios en el Meta y Caquetá como requisito para sentarse a dialogar.
Dando cumplimiento a eventuales promesas hechas como candidato, a mediados de Octubre del 98, el Presidente Pastrana ordena el retiro de la fuerza pública de cinco municipios -Vistahermosa, Uribe, Mesetas, La Macarena y San Vicente del Caguán- en la zona de influencia de las FARC, por noventa días y reconoce el carácter político a la organización. Ambas decisiones se toman con la finalidad de “facilitar los diálogos entre el Gobierno y las Farc, que puedan conducir a un proceso de paz consolidado y firme”.
Tanto la posibilidad de despejar zonas, como de que esto sólo se haga cuando quienes actúan al margen de la ley tienen intenciones políticas, ya eran asuntos contemplados en la Ley 448 del 97. “El Gobierno nacional podrá acordar, con los voceros o miembros representantes de las organizaciones armadas al margen de la ley a las cuales se les reconozca carácter político, en un proceso de paz, y para efectos del presente artículo, su ubicación temporal o la de sus miembros en precisas y determinadas zonas del territorio nacional. En las zonas aludidas quedará suspendida la ejecución de las órdenes de captura contra éstos, hasta que el Gobierno así lo determine o aclare que ha culminado dicho proceso… La seguridad de los miembros de las Organizaciones Armadas al margen de la ley a las cuales el Gobierno les reconozca carácter político, que se encuentran en la zona, en proceso de desplazamiento hacia ella o en eventual retorno a su lugar de origen, será garantizada por la Fuerza Pública”.
Extraño país, este en dónde se requieren cerca de 42 mil kilómetros cuadrados para instalar una mesa de negociación y para que una de las partes se pueda sentir a salvo de unas Fuerzas Militares que, entre otras, han obedecido las órdenes  de despeje dadas por el poder civil. Aunque las negociaciones anteriores, con el M19 en Santodomingo (Cauca), con la Corriente de Renovación Socialista del ELN en Flor del Monte (Sucre) o la reciente reunión del ELN, con el gobierno y la sociedad civil en San Francisco (Antioquia) pudieron hacerse en medio de un territorio menos vasto, este parece ser el espacio indispensable “para conversar cómo se integra el resto de la comunidad a la sociedad instalada”. El cabildo abierto no debe entorpecerse con estrecheces territoriales.
Extrañas leyes, estas que ordenan a la Fuerza Pública garantizar la seguridad de las organizaciones al margen de la ley haciendo caso omiso del problema de la seguridad ciudadana en las zonas en dónde tales grupos operarán  sin restricciones.
Con base en los informes de prensa, lo que se puede intuir está empezando a ocurrir en esos municipios despejados va más allá de lo que uno pensaría son unas medidas de seguridad prudentes para adelantar un diálogo. El insólito y arriesgado experimento de ingeniería social que se está dando en estas regiones dista mucho de ser un simulacro convincente de democracia, o un ensayo persuasivo de las relaciones que, en la nueva Colombia, los ciudadanos quisieran tener con las autoridades, civiles o militares.
“Carlos Julio Bastidas, presidente de la junta de acción  comunal de Puerto Betania, cuenta que las normas que podrían exigir las Farc serían las mismas que ya se aplican en lugares tan recónditos como Guayacán: sólo cuatro cervezas por cliente y con cierre de bares a las doce en punto, porque la guerrilla, al igual que en la capital, también tiene su hora zanahoria … Y si esta medida sorprende, llama más la atención la posibilidad de que en los cascos urbanos de la zona a despejar se instaure una especie de Pico y Placa como la que funciona en Bogotá, y por la que los conductores capitalinos deben restringir con precaución su tránsito dos veces por semana…Aquí la restricción vehicular de las Farc opera desde hace un par de meses, pero sólo en las carreteras que comunican a San Vicente con alguna de sus 231 veredas. A las seis de la tarde, de domingo a domingo, no hay taxi ni particular que se mueva hacia esas zonas” [5].

Los giros verbales, el esfuerzo de los medios por esterilizar medidas dictatoriales, la desafortunada inclinación, para poder digerirlas, a compararlas con medidas tomadas por autoridades elegidas democráticamente encajan muy bien dentro del ambiente de “todo bien, todo bien” en el cual se está desarrollando el proceso pero, desafortunadamente, no concuerdan con lo que parecen ser las reacciones de los ciudadanos en las zonas despejadas. Incertidumbre e inseguridad parecen ser los sentimientos más generalizados. Sin poder descartar el  físico miedo y las ganas de huir.
“Pero la expectativa es mayor en el corazón de San Vicente del Caguán: el parque de los transportadores, donde se agolpó buena parte de los parroquianos de este municipio para tomar una decisión: largarse o experimentar los tres meses de despeje que se avecinan. “La noticia del despeje fue un verdadero boom para los habitantes, existe un poco de temor por lo que pueda pasar”, dice José Emil Medina, quien hace las veces de alcalde encargado .... El temor incluso se palpó en la misa de siete. El padre Miguel Ángel Serna se sorprendió a esa hora al descubrir que un número inusitado de feligreses había copado las bancas de la iglesia para escuchar lo que el párroco iba a decir al respecto. El miedo tiene razones fundadas. Para algunos, la época del despeje puede ser aprovechada por el paramilitarismo para encarar a la guerrilla en las cabeceras municipales, o por la misma insurgencia para cometer atropellos contra los miembros de la población civil que no simpatizan con su causa. Por eso, desde hace un par de semanas se presenta un disimulado éxodo que las autoridades no quieren reconocer de manera oficial, pero que tiene como principales protagonistas a los ganaderos del municipio. Para otros es motivo de desesperación. El anuncio del despeje es el campanazo de alerta para quienes quieren salir de la zona desde hace un buen tiempo. Ayer, las reservas de Satena, la aerolínea de las Fuerzas Militares, batieron todos los récords en este municipio al conocerse la información de que serían suspendidos en breve” [6].

¿ Por qué esa inconsistencia entre lo que debería ser nirvana, la posibilidad de acoger a los benefactores del pueblo para discutir y diseñar un nuevo país y el deseo manifiesto de salir cuanto antes de las zonas despejadas ?
La controvertible hipótesis según la cual la guerrilla es el vocero más autorizado del deseo de cambio de la población, que inspira confianza y brinda seguridad, es una de esas historias que logró imponer en el país la sociología ficción sin siquiera molestarse en corroborarla, o tal vez tratando de evitar que así se hiciera.
Es sorprendente que una decisión militar y política tan decisiva, en alguna medida tan irreversible, se haya tomado con tan poca información sistemática sobre lo que allí sucede y con un esfuerzo tan débil por hacer previsión de lo que pueda ocurrir.
Son demasiadas las concesiones mentales que se deben hacer para interpretar los testimonios con optimismo. Resulta claro que las dudas, la incertidumbre y el miedo no son un asunto exclusivo de unos cuantos pobladores atípicos. Alcaldes elegidos por votación popular, o sea que representan a la mayoría de la población, manifiestan inquietudes de muy grueso calibre.
“Los alcaldes de los cinco municipios del despeje … están a la expectativa de las directrices que el alto Gobierno les trace, para facilitar el proceso de paz con las Farc. Por ahora, aseguran, las dudas en torno a temas como la seguridad y el respeto por la población civil durante los 90 días que durará el despeje anunciado por el presidente Andrés Pastrana persisten … “Aquí estamos corriendo un gran riesgo porque hay muchos problemas. La atención está centrada en los cinco municipios del despeje y sus limítrofes, pero la verdad es que nosotros no sabemos qué vamos ha hacer. La población igualmente está desorientada y no sabe qué camino coger porque no existe la certeza de que se les respetarán sus vidas y sus pocos bienes”, manifestó el alcalde de Lejanías, Henry Beltrán Díaz. “La verdad es que nosotros estamos a la expectativa, ansiosos de saber qué es lo que vamos a hacer y qué podemos aportar. En lo que he hablado con los colegas de los municipios del despeje, me han comentado que lo único que quieren es que el Gobierno les diga qué tienen que hacer y qué garantías se van a tener”, añadió el burgomaestre. “Nosotros por acá lo vemos –el despeje– como un hecho importante e histórico, porque al fin y al cabo lo que se va a hacer es en beneficio de la paz que tanto anhelamos”, dijo Rodríguez,  secretario de Gobierno del municipio Uribe. Sostuvo que “todavía quedan muchas dudas por resolver. ¿Qué va a pasar los habitantes de la región, quien responde por sus vidas? ” [7].

Es complicado, con algo de coherencia y atención a los hechos, hacer compatibles las reacciones de la ciudadanía y estas declaraciones de los gobiernos locales con la eventual idea de un “poder militar” sometido a la autoridad civil. No es fácil asimilar que, en Colombia, esto se interprete como el camino que lleva hacia la paz.
En forma independiente de la discusión de si el despeje significa un sacrificio de soberanía, o de si ese sacrificio es justificable en aras de la paz, lo que sí parece pertinente señalar es que lo ocurrido alrededor de esta decisión contradice abiertamente dos postulados sobre los cuales está implícitamente basado el actual proceso. El primero es el del amplio respaldo popular de la guerrilla. Lo que sugieren estos testimonios es que la guerrilla colombiana se asemeja más a la figura del tirano que, atemorizando, impone sus puntos de vista que a la noble figura del rebelde que libera al pueblo de la opresión. Con lo que está ocurriendo en los municipios despejados, o con lo que acontece en el sur del Huila en dónde los mandatarios locales ven con preocupación cómo surge un nuevo y temible recaudador de tributos,  simplemente se corroboran viejas e incómodas historias de unas relaciones de la guerrilla con las comunidades muy alejadas de los idealizados guiones que le asignan la vocería del pueblo. El segundo supuesto que, de nuevo, se está desvirtuando con el despeje es el de unas Fuerzas Militares totalmente por fuera del control del poder civil. Sería muy tranquilizador, dentro de este proceso del diseño de una nueva Colombia, poder siquiera imaginar unas organizaciones armadas que cumplieran una orden de un civil elegido popularmente con la prontitud, el sigilo y la docilidad con que el Ejército Nacional está actualmente acatando la directiva presidencial de despeje de los municipios.
Desde un punto de vista puramente sociológico, por llamarlo de alguna manera, el experimento del despeje sería de sumo interés y utilidad, tanto para el desarrollo  posterior del proceso como para los que se tengan que emprender en el futuro. Si tan sólo se pudiera tener la tranquilidad de que quedará un registro objetivo y sistemático de lo que allí está ocurriendo. A juzgar por los reportes de prensa, ni siquiera de eso se puede estar muy seguro. No parece haber la intención de enviar a la zona de despeje antropólogos o sociólogos, o economistas, o médicos legistas, para que analicen lo que acontecerá en este insólito laboratorio social. Quedarán rumores, aquellos que nunca tienen la fuerza suficiente para rebatir los mitos. Los que siempre se podrán descalificar como provenientes de los enemigos de la paz. O quedarán visiones pasteurizadas por los medios. Porque se ha hecho explícito que en la zona  no se admitirán extraños, ni infiltrados, ni saboteadores. En otros términos, nada que pueda encarnar una opinión disonante.

EL TERROR ES EL TERROR
Extraño país, este en dónde en el mismo día se pueden leer, en el mismo periódico, las siguientes noticias [8]:
Noticia 1: El procurador general de la Nación, Jaime Bernal Cuéllar, en un video enviado a los medios de comunicación en Medellín, destacó la vocación de paz del Eln y la participación del Gobierno en el proceso: “Después de haberse logrado esta trascendental reunión, tengo que reconocer públicamente que el Eln tiene vocación profunda para lograr un proceso de paz, a través de un proceso de cambio social”.
Noticia 2: Las autoridades de Policía en el departamento de La Guajira informaron de la retención de al menos ocho personas en un falso retén de la guerrilla del Eln, más conocido como operación de “pesca milagrosa”. En el falso retén realizado el sábado pasado en la vía que del municipio de Villanueva conduce a La Jagua del Pilar en La Guajira, desaparecieron Gloria de Fajardo, esposa del gerente de Cicolac y presidenta de la Liga de Lucha contra el Cáncer en el Cesar; Nilsa Martínez, trabajadora de Cicolac; Mavi Valle de Gómez, esposa de un funcionario de Cicolac, y Luzmila Flórez, funcionaria del departamento de personal de Cicolac. Las señoras fueron retenidas junto a sus escoltas cuando se desplazaban en dos automóviles por la vía ya mencionada.

Un secuestro es un secuestro. Pero en Colombia se ha llegado, alrededor de esta conducta, rechazada sin titubeos y severamente sancionada en todas las democracias, a lo que se podrían llamar los eufemismos de segunda generación. El tránsito del secuestro a la “retención para financiar la lucha” se dio hace varios años, se consolidó y, como se deriva  del Acuerdo de Puerta del Cielo, parece ya legitimado con la rúbrica de la sociedad civil. Recientemente, da la sensación de que se estarían estirando un poco más los estándares morales para convertirlo en una especie de travesura, un acto baladí, un inofensivo juego con un coqueto nombre, “la pesca milagrosa”, en el cual la gente “desaparece”. Se podría llegar al punto de convertirlo, si nos atenemos a algunas opiniones oficiales, en un hermoso gesto que refleja una “vocación profunda” por la paz.
Es evidente que estos inofensivos giros verbales tienen una lógica y cumplen una función. “El lenguaje moldea los patrones de pensamiento sobre los cuales la gente basa sus acciones. Las actividades pueden asumir muy distintas apariencias dependiendo de cómo se denominen. Los eufemismos en el lenguaje proveen un mecanismo conveniente para enmascarar actividades reprobables y aún conferirles un aura de respetabilidad” [9]. Varios trabajos destacan el poder que tienen los eufemismos para desinhibir las conductas. Personas adultas, por ejemplo, se comportan de manera mucho más agresiva cuando se les da la oportunidad de atacar una persona si a los ataques se les da un rótulo deportivo que no haga alusión al término agresión [10]. Las palabras higiénicas, las expresiones paliativas, tienen un enorme poder para tornar respetable lo reprobable.
En este contexto, no parece accidental que un documento en el cual se legitima el secuestro se denomine Acuerdo de Puerta del Cielo. O que la primera reunión entre el Comando Central del ELN, el gobierno y la sociedad civil se haya llevado a cabo en el Valle del Río Verde, “una zona de hermoso paisaje, ubicada entre los municipios de San Francisco y Argelia en el suroriente antioqueño, … los “elenos” escogieron un sitio de clima caliente, rodeado de varias fuentes de agua al que sólo se puede acceder por aire y a pie, para presentar su propósito de paz en medio de la calma de la naturaleza” [11]. Con este escenario, ¿ quien se atreve a poner en duda las buenas intenciones,  la “vocación profunda” de paz, de los “elenos” ? Sin duda, las perspectivas de la paz cambiarían si se hicieran las reuniones en la caleta de un secuestrado.
Que el secuestro esté ahora recibiendo el nombre de un inofensivo juego en equipo tiene como consecuencia adicional la de diluir la responsabilidad personal en tales actos, lo que también contribuye a eliminar las barreras morales. Se puede hilar aún más fino: se trata del juego de la “pesca milagrosa” en el cual la víctima  no la escoge un delincuente sino que cae, desaparece, por efecto del azar. Ya no se trata de un acto planeado y estudiado en el cual se señala la víctima. Eso podría ser considerado un acto criminal. Aquí actúan fuerzas externas, la mala suerte, el destino. Nada que implique responsabilidad. Actores colectivos juegan a la “pesca milagrosa” empujados por la injusticia social como parte de su lucha por alcanzar la paz. 
La faceta sombría de estos juegos aparece, claro está, por el lado de las víctimas. Cualquiera puede ser retenido, o “pescado” y desaparecer. Basta transitar por alguna carretera y toparse con un retén. El esquema ya encuadra bien en la definición más clásica de terrorismo: la estrategia de violencia designada para obtener ciertos resultados inspirando miedo en el público en general [12]. Cuando la posibilidad de ser secuestrado en un retén recae sobre una proporción creciente de la población civil, y es impredecible, se generaliza un sentido de vulnerabilidad personal que facilita el logro de objetivos por parte de quien ejerce la acción. Esta circunstancia coincide con lo que la literatura denomina terrorismo.
La frecuencia y la facilidad con que se secuestra en Colombia y la virtual condonación de esta conducta por segmentos cada vez más amplios e influyentes de la opinión pública tienen consecuencias tanto sobre las reacciones de los secuestradores como de las eventuales víctimas. Para los primeros, se desvanecen progresivamente las barreras, legales o morales. Es más fácil retener que secuestrar, y todavía más sencillo jugar a la “pesca milagrosa”  que retener a alguien. Sobretodo cuando, como está ocurriendo en Colombia, son cada vez más numerosas las voces que se suman para comprender y hasta justificar tal conducta. Las justificaciones nobles, y el consenso social acerca de la moralidad de ciertas actuaciones es un abierto estímulo a que se sigan emprendiendo. La legitimidad que le otorgan las autoridades, cuando en el mismo día en que se divulga el secuestro de tres personas se hace público reconocimiento de la buena voluntad y el ánimo de paz de la agrupación responsable de los secuestros, consolida el círculo vicioso. Un ambiente laxo con los secuestradores terminará consolidando aún más esta práctica. De la misma manera que un ambiente laxo con los homicidas terminó convirtiendo a Colombia en uno de los sitios más violentos del planeta.
¿ En qué momento de unas negociaciones de paz se empiezan a llamar las cosas por su nombre y se distingue lo que es una conducta aceptada de una que no lo es ? ¿ Cual es el nombre que, en la nueva Colombia que se está empezando a diseñar, se le dará a la retención de personas ? ¿ Cuales serán las razones que harán válido un secuestro ? ¿ En qué momento la “pesca milagrosa” de hoy, tan trivial y aceptada, se convertirá en la desaparición forzada y la tortura, tan temidas ?
Un punto que vale la pena destacar  con relación a la privación de libertad de las personas, puesto que va en contra vía de lo que se está aceptando  implícitamente en este proceso, lo constituye el hecho que, de acuerdo con algunas encuestas, el secuestro es un incidente que está preocupando casi por igual a todos los segmentos de la población colombiana, en el campo y en las ciudades. La noción relativamente difundida en el país de que el secuestro es una especie de penalización a la evasión tributaria  impuesta por los grupos rebeldes a los miembros de la oligarquía rural  no concuerda con la poca evidencia disponible al respecto. Aunque, como cabe esperar, el secuestro es un delito al cual le temen ante todo los estratos ricos de la ciudadanía, la inseguridad que tal conducta produce entre toda la población, aún la urbana de bajos ingresos, no es despreciable.
La asimetría en la aplicación de la ley exigida por los subversivos pone de presente la incómoda y poco democrática pretensión de que se trata de colombianos especiales, “más iguales” que los demás. Si cabe alguna duda al respecto, baste con recordar la “tasa de cambio” propuesta para el trueque de retenidos:  dos a uno [13]. “En la nueva carta, fechada el 30 de septiembre en las montañas de Colombia, las Farc dan por hecho que el canje de 245 hombres de la Fuerza Pública por cerca de 450 guerrilleros (en fuentes cercanas al movimiento armado se ha filtrado que serán dos guerrilleros presos por cada policía o soldado retenido) debe hacerse antes de iniciar el proceso de despeje”.  
El dar por descontado que tienen prerrogativas, que estas están amparadas en la fuerza, y la aceptación social y la legitimidad que lograron los rebeldes para  lo que con mucho acierto se ha llamado la “forma más pura de hacer daño” [14], la toma de rehenes,  son los elementos que en mayor medida impiden ver con optimismo los desarrollos recientes. Si a eso se suma el innegable tono autoritario de varias de las intervenciones de los comandantes, no falta ser perspicaz para ver allí el germen de la tiranía. Nada que invite a mayores suspicacias que la autoridad excesiva enmarcada en buenas intenciones, en idílicos escenarios y con licencia para los abusos.
Se ha señalado que una de las más conspicuas características de los regímenes totalitarios en la historia ha sido, precisamente, el deliberado desprecio por la ley como una guía para las relaciones sociales. Respecto a la llegada de los nazis al poder, Hannah Arendt [15] recuerda como, para sorpresa de todos, no anularon la constitución del Weimar, que se esperaba sería su primer acto oficial. Weimar era sinónimo de corrupción, comunismo, traición. Era la trampa de las democracias occidentales y, sin embargo, la llegada al poder de quienes liberaban al pueblo alemán de su vergonzoso pasado, no se dio proclamando el fin de esta era y rescindiendo su símbolo, la constitución. ¿ Por qué ? Arendt argumenta que uno de los objetivos principales de cualquier régimen totalitario es la negación de la idea misma de la ley. Para no hablar de promesas o contratos que se cumplen. El poder despótico reside en la persona del soberano, quien supuestamente incorpora la voluntad del pueblo. Es esta voluntad, y no algo explícito y redactado en palabras coherentes e impresas, lo que exige obediencia y lealtad. 
Arendt va más allá y señala que es un error asimilar el estado totalitario a una burocracia monolítica, en dónde todos saben cuales son las líneas de mando. Eso también implicaría hacer explícitas las líneas de responsabilidad. Por el contrario, la autoridad en un estado totalitario, con excepción de la del líder, se define de manera muy vaga. La incertidumbre alimenta la inseguridad y la inseguridad, ese temor crónico de que se puede cometer algún error, es justamente lo que el estado totalitario induce entre todos. El terror está latente, pero ahí está. “En Alemania, la evidencia de esta estratagema la provee el hecho que cuando los Nazis alcanzaron el poder no se deshicieron de la vieja burocracia. En su mayoría, los oficiales quedaron en sus puestos. Pero otro sistema de administración se introdujo paralelo a la burocracia, el aparato del partido, creando un sistema dual de control, en el cual nunca era completamente claro a quien se debía obedecer a la hora de la verdad” [16].
No hace falta escudriñar el pasado de la guerrilla colombiana, o investigar sus relaciones con la población en sus áreas de influencia para encontrar ejemplos de su vocación totalitaria. Basta con repasar algunos incidentes recientes, que se han dado en el marco de unas negociaciones de paz, en un proceso que se pretende democrático y con quienes detentan el poder o representan a la sociedad en beneficio de la cual se han iniciado los diálogos. En primer lugar, es claro que cualquier proceso que se inicie con los subversivos colombianos es la incertidumbre misma. No se sabe cuando comienza, ni para dónde va. En cualquier momento, y por cualquier motivo, puede fallar. Cualquiera es susceptible de cometer errores que molesten a quien manda y lo hagan pararse de la mesa de negociación. Si quienes firman un pre-acuerdo lo hacen público, o si los representantes de la sociedad civil hablan con los paramilitares, o si el ministro de la defensa se atreve a comentar que está incompleta la lista de soldados y policías para el canje o si alguien se atreve a “hacer teoría” sobre el despeje sin contar con su opinión se considera, con molestia y disgusto, que se están “poniendo piedras en el camino de la paz”.  Tampoco son extraños en la actualidad síntomas que llevan a esa incómoda sensación de no estar seguro de quien es el que manda. O que muestran la existencia de ese extraño poder paralelo e informal. 
“Sería muy saludable saber en qué consiste el principio de autoridad si tenemos en cuenta lo planteado por las Farc donde confirma que no debe quedar ninguna autoridad, más que los alcaldes con los cuales nos reuniremos para acordar mecanismos propicios para ejercer el control de extraños, infiltrados, saboteadores y antisociales, etc” [17].

VENGANZA Y JUSTICIA PRIVADA: UN ELEMENTO DEL PARAMILITARISMO
El afianzamiento del terror, la progresiva aceptación social de los actos criminales, la difusión de responsabilidades, el oscurecimiento del vínculo entre las conductas y las consecuencias, los eufemismos … tienen un límite. Hay circunstancias en la cuales la “solución lingüística” simplemente desafía la credibilidad. El terror y el crimen producen víctimas que son impermeables a los juegos verbales. Los familiares de un retenido, o de alguien que desaparece en una ronda del juego de la “pesca milagrosa”, enfrentan la realidad de un secuestro. A pesar de todos los esfuerzos por esterilizar esa conducta.
El terror y el crimen provocan hastío y, en ausencia de justicia, conducen  -como lo muestra hasta la saciedad la realidad colombiana reciente- a la huida, o a esa perversa forma de justicia privada, la venganza.
Por alguna extraña razón, y en especial cuando buscamos la paz, nos sentimos más cómodos con la noción de olvidar y perdonar, por más ilusoria  que pueda ser, que con la realidad de la venganza. A pesar de que la relación entre venganza y justicia ha sido una preocupación milenaria de la religión, la literatura y el derecho, en el mundo moderno civilizado la noción de justicia es legítima y la de venganza no lo es. Pero el conflicto colombiano está cada vez más lejos del mundo moderno, o de los parámetros aceptados de civilización. Es el reino de las venganzas.
“El establecimiento de un balance entre las restricciones que permiten la vida en comunidad y el inextirpable impulso a tomar represalias cuando se ha sufrido un daño ha sido una de las principales tareas de la civilización” [18]. El lograr ese balance depende de manera fundamental de la confianza de la víctima en que alguien actuará en su nombre en contra de los victimarios. Las leyes penales no se diseñaron para eliminar el impulso a la venganza sino para, en alguna medida, contenerlo, y encausarlo de una manera consistente con la vida comunitaria.
Que la venganza, “la otra cara de la moneda de la reciprocidad” [19],  es un impulso primario, biológico, como lo es el afán por la justicia, es un hecho cada vez más reconocido por los estudiosos de nuestros ancestros. “Leyendo La Teoría de la Justicia, de John Rawls, no puedo dejar de sentir la sensación de que es una elaboración sobre temas ancestrales, muchos de ellos presentes en nuestros más cercanos antepasados, que una innovación humana … Es razonable suponer que las acciones de nuestros ancestros estaban guiadas por la gratitud, la obligación, la retribución [20], y la indignación mucho antes de que se desarrollara la suficiente capacidad de lenguaje para el discurso moral” [21].
Una posible medida del grado de civilización de una sociedad podría ser la distancia que media entre los individuos afectados por ataques de distinto tipo y la administración de la venganza bajo la forma de justicia. No es difícil elaborar un argumento a favor de la idea que, en el fondo, en cualquier sociedad, esta necesidad primaria, ancestral, emocional, por una retribución justa sólo se satisface cuando los agresores reciben un trato similar al que infringieron sobre sus víctimas. En la larga jornada hacia la civilización de las costumbres, hasta el siglo XVIII, los sistemas judiciales de occidente hicieron precisamente eso. Por muchos siglos, el mundo no sólo creyó en la venganza legalizada, si no que se aceptaba que esta fuera muchas veces bastante superior a los daños causados. La desproporción entre el crimen y el castigo, a favor del castigo era universal. En Francia, la pena capital podía ser impuesta, a discreción de un juez, para cualquier robo. En Italia, dejar de pagar una multa podía también conducir al cadalso [22]. En Colombia, en pleno siglo XX,  son innumerables los testimonios de comunidades que, hartas del crimen, contratan justicieros y vengadores que vienen a suplir las deficiencias en el suministro oficial de justicia, o de protección.
Con tan sólo aceptar la existencia de esa tendencia natural de los seres humanos, y en el agregado de las sociedades, a buscar retribución cuando se sufre algún daño, o a prevenirlo, se disiparía una de las imprecisiones más gruesas de las que contaminan el actual diagnóstico: la naturaleza de los grupos paramilitares. Se evitarían también costosos errores a la hora de buscar posibles remedios.
Es necio desconocer el riesgo que representa, para el contrato social que se empieza a negociar, la percepción de que la autoridad estatal no contribuye a encausar y tornar menos sanguinario este impulso de la venganza. El Estado colombiano no sólo ha sido incapaz de proteger a las víctimas de la violencia, el terror y el secuestro sino que, por añadidura, parece reconocerles ciertos privilegios a los agresores. Uno de estos, que sin duda invita a la búsqueda de justicia privada, es el de seguir secuestrando. Otro, el de tener la facultad para investigar internamente “los presuntos abusos cometidos por los guerrilleros” [23]. No son difíciles de imaginar las atrocidades que podrán tener cabida en lo que agrupaciones que consideran el secuestro una retención, o un juego, para el cual reivindican el derecho, consideran un abuso. Como tampoco es difícil de imaginar el grado de conformidad con la retribución por parte de las víctimas de tales abusos, para los cuales la sanción prevista en el Acuerdo de Puerta del Cielo se insinúa bastante alejada del principio de proporcionalidad: “los guerrilleros sospechosos de haber cometido u ordenado abusos, serán apartados de todo cargo de autoridad y de cualquier servicio que los coloque en condiciones de volver a cometer dichos abusos” [24].
No es prudente ignorar que el paramilitarismo en Colombia, independientemente de si tiene o no relaciones con los organismos de seguridad del Estado, constituye también una forma de venganza, de justicia salvaje, que inexorablemente resulta de la carencia de retribución ante las conductas criminales y las amenazas. La justicia oficial colombiana sencillamente no ha podido convencer a las víctimas de la guerrilla, que existen y son numerosas, de la capacidad estatal para imponer compensaciones por el daño causado. No todas las víctimas aceptan tal injusticia.
Las actuales negociaciones dan en materia de justicia un paso en falso adicional, como es el de tratar de legitimar la retribución desigual. Se ha señalado que esto, la retribución desigual, es uno de los elementos característicos de los sistemas legales totalitarios, en dónde la sanción se determina no sólo sobre la base de lo que una persona hace  sino que tiene en cuenta lo que esa persona es. Desde hace varios años, en Colombia se ha transitado el peligroso sendero de reprobar socialmente algunos actos cuando los cometen ciertas personas y condonar los mismos actos cuando los cometen otras. Por eso se han acuñado términos como “narcoterrorismo”, o “violencia guerrillera” que hacen alusión al agente que los comete y, en últimas, a las intenciones que inspiran tales actos. Como si eso aliviara el daño que producen esas conductas.
Cuando a un ambiente generalizado de impunidad se suma este ingrediente, el de las sanciones discriminatorias, se tienen dos consecuencias: los agresores buscarán alcanzar la categoría que conduce a un mejor tratamiento y las víctimas, desatendidas por las instancias oficiales, buscarán retribución, venganza, por la vía de la justicia salvaje privada.
No detectar en los incidentes de masacres elementos de retaliación, de escarmiento y de venganza e insistir en el guión, simplista y amañado, que tales conductas no son más que la prolongación de las herramientas represivas del Estado es desconocer una dimensión importante del fenómeno de los paramilitares. No es prudente desestimar, en el marco de este esfuerzo que se emprende para superar el conflicto, el papel de justicieros privados y vengadores que, entre otras muchas funciones, cumplen tales grupos. Los paras, la contra, son la otra cara de la moneda de la guerrilla y en la medida que esta aumenta su influencia aquellos representan a sectores cada vez más amplios de la sociedad. Pretender, como están haciendo en el actual proceso tanto los firmantes del Acuerdo de Puerta del Cielo, como las FARC, como sus voceros y simpatizantes, que bastará la voluntad y una orden del gobierno para desmontar estos grupos,  es una actitud miope, sesgada, con poco respaldo en la evidencia, y que puede conducir a costosos errores políticos.

LA GLOBALIZACION DE LA JUSTICIA
Una segunda cortapisa que le empieza a surgir a la retórica y a los eufemismos colombianos alrededor de la violencia ejercida por ciertos actores con motivaciones políticas viene de lo que se podría denominar la globalización de la justicia.
El pasado 17 de Octubre agentes del Scotland Yard, por orden de la justicia británica y atendiendo la solicitud del juez español Baltazar Garzón, detuvieron en Londres al ex-dictador y senador vitalicio chileno Augusto Pinochet. Las acusaciones que recaen sobre Pinochet tienen que ver con cuatro delitos, considerados gravísimos: genocidio, torturas, terrorismo internacional y desaparición de personas.
La demanda que condujo a la detención fue interpuesta por la Asociación de Fiscales Progresistas de España y aceptada por Manuel García-Castellón, juez de la Audiencia Nacional, en Julio de 1996. En la etapa sumarial, este juez alcanzó a acumular decenas de testimonios de víctimas de la dictadura, que alegan responsabilidad de Pinochet en la desaparición de cerca de 3000 personas entre 1973 y 1990. De estos, tan sólo 18 eran españoles. Desde las etapas iniciales del caso, se planteó, entre las autoridades, un álgido debate sobre la competencia española para investigar y juzgar estos delitos. El asunto ha girado en torno, primero, al interés de un país en perseguir unos hechos que han  ocurrido fuera de sus fronteras, por más graves que estos puedan ser y, segundo, a la capacidad de un Estado para inmiscuirse en “problemas políticos” de otro Estado que ya los ha dado por resueltos [25]. Por otro lado, la fiscalía española negaba la competencia de ese país y mostraba su desacuerdo con la tipificación  de los delitos hecha por los jueces García y Garzón.
En Septiembre de 1997, una resolución del Parlamento Europeo animaba a los jueces españoles a proseguir en su intento contra el ex mandatario chileno. La reciente actuación de las autoridades inglesas, en forma independiente del desarrollo posterior del caso, le ha dado un impulso a la novedosa tesis, esperanzadora para Colombia, de la validez de la persecución sin fronteras del terrorismo, el genocidio, la desaparición de personas y la tortura. “España está interesada en perseguir estos crímenes porque es miembro de una comunidad internacional que ha sido lesionada por ello, como demuestra la intervención británica. Más aún: España no sólo puede, sino que está obligada  a perseguir, juzgar y condenar a los culpables de estos crímenes. La pertenencia a una comunidad internacional con intereses comunes supone para España y para otros muchos países asumir compromisos en la persecución de crímenes contra la humanidad, aunque se hayan cometido fuera de sus fronteras, precisamente porque la justicia del país en que se cometieron no pudo o no la dejaron enjuiciarlos” [26].
Lo más interesante del caso es que la legislación que se ha aplicado es una mezcla entre las leyes internacionales  y los códigos del país del juez, en forma totalmente independiente de lo que pueda decir la legislación del país en dónde ocurrieron los hechos. Para el caso contra Pinochet, en cuanto al cargo de terrorismo internacional, se ha recurrido al Código Penal Español de 1944 y, léase bien, al Código de Justicia Militar, que define el terrorismo como “el intento de atemorizar a clases sociales o realizar actos de venganza utilizando armas susceptibles de causar daño a las personas” [27]. Para el cargo de genocidio, que según el Código Español se define como “determinados delitos contra la vida con el propósito de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso” y que por ende, y en opinión de los fiscales, no cubría los ataques contra adversarios políticos, el juez Garzón al parecer se atuvo a un informe de juristas invocando la legislación internacional que considera que dentro de este grupo cabe el exterminio de adversarios políticos. Por su parte, la Convención Internacional contra la Tortura de 1984 da competencia a cualquier Estado para perseguir delitos de tortura contra sus nacionales en el caso de que el torturador no haya sido castigado en el país donde se ha cometido el delito. En cuanto a la desaparición forzada de persona, a finales de 1992, la Asamblea General de la ONU declaraba la necesidad de incluir esta práctica dentro de los crímenes contra la humanidad y calificarla de crimen continuado, lo que la acerca a uno de esos “crímenes imprescriptibles (no susceptibles de “olvido”) frente a los que no cabe asilo, inmunidad diplomática ni cualquier ley interna destinada a impedir su ejecución o castigo. Porque el sujeto ofendido, la víctima en sentido amplio, es la propia humanidad” [28].
No sobra resaltar el alcance dado en esta ocasión al llamado principio de justicia universal  frente a una legislación interna, la chilena, meticulosamente diseñada para impedir la eventualidad de un incidente como el que acaba de ocurrir. Las inmunidades hechas a la medida tienen los días contados.
El caso de Pinochet ha sido recibido con júbilo por las organizaciones de izquierda y con recelo por los grupos de derecha tanto en Chile como en el resto del mundo. Es desafortunado percatar la existencia de reacciones distintas, de acuerdo con la posición en el espectro político, ante una decisión judicial. Más desafortunada sería la idea, como  sugieren algunos ante este caso, de una justicia de izquierda y una justicia de derecha. Pero aún ante esta última eventualidad, se puede concebir un equilibrio basado en la existencia de jueces con diversa inclinación política.
De todas maneras, la detención de Pinochet es pertinente y esperanzadora para Colombia porque muestra  que los eufemismos, las imprecisiones y los esfuerzos por empacar la realidad con la ideología pronto se van a estrellar contra la comunidad internacional. Muy pocos  jueces en el mundo se van a tragar enteros los malabarismos que se siguen haciendo en el país para esconder y esterilizar ciertos crímenes. Crímenes contra la humanidad.
Para quienes compartimos las ideas de Cesar Beccaria, en el sentido que lo pertinente de una conducta es el daño social que puede causar, y no las intenciones, o la bandera política, del agresor; para quienes no endosamos las sutilezas de la sabiduría convencional colombiana que avala unas intenciones y condena otras; para quienes abominamos tanto las desapariciones forzadas como los secuestros; para quienes consideramos que el proceso de construcción de un nueva sociedad no puede pisotear principios universales básicos, como la igualdad ante la ley, resulta reconfortante saber que las víctimas de los atropellos en Colombia por parte de criminales de izquierda, de derecha, de centro o al servicio del Estado tendrán, con este precedente, la posibilidad de acudir ante los tribunales de otros países, menos amenazados, menos sesgados y más sensibles a las víctimas y a los derechos que se violan que al discurso, conmovedor o atemorizante, de los agresores.
En la defensa por los derechos humanos y la persecución de los crímenes contra la humanidad, la comunidad internacional está dando pasos importantes quitándole terreno a la impunidad de la que, con diversos empaques, aún gozan muchos criminales. Criminales de guerra yugoslavos son puestos en la Haya a disposición del Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra; terroristas de la ETA son entregados por Francia a los tribunales españoles; responsables de matanzas en Burundi son juzgados en Tanzania. Ninguno de estos tribunales se deja confundir por el nombre con el que, en los distintos sitios, se cometen los atropellos. Mucho menos por la manifestación de las motivaciones de los agresores. 
La simple detención de Pinochet, y con mayor razón su eventual juicio, empieza a demostrarle a quienes cometen crímenes, amparados en unas islas de impunidad definidas por ellos mismos, que el mundo está decidido a investigarlos, perseguirlos y juzgarlos.

LOS DIVIDENDOS POLITICOS DE LA VIOLENCIA
Dentro del conjunto de problemas que plantea el inicio de negociaciones con los insurgentes  colombianos hay uno particularmente crítico, que al parecer ser está pasando por alto, y es el de los dividendos políticos de la violencia.
Para quienes en materia de política nos conformamos en el país con opinar, y votar, resulta evidente, y frustrante, que en la última década, la violencia con fines políticos haya demostrado ser una empresa particularmente rentable en Colombia. Para quienes han logrado llegar a posiciones de representación popular mediante la ardua consecución del voto ciudadano no debe ser muy estimulante constatar que una vía alternativa para alcanzar posiciones de poder habría sido la de tomar las armas.
Desde la accidentada historia de la extradición hasta la reforma política que se tramita actualmente -en dónde se contempla la definición de circunscripciones de paz, la consagración del derecho de gracia, o la posibilidad de traslados presupuestales para inversiones no previstas en el plan de desarrollo si estas contribuyen a la paz- pasando por la reforma constitucional del 91, con la que supuestamente se habían tendido todos los puentes para lograr la paz y por los cambios en la justicia penal militar, da la impresión, que resulta incómoda, que ciertas grandes decisiones que se han tomado en el país no se habrían tomado de no haber existido la presión, los atentados y amenazas, de quienes imponen sus puntos de vista a la fuerza.
En este momento, cuando la inclinación colombiana por los incentivos perversos –recompensar al que ocasiona los problemas a costa del que los sufre- parece estar tomando un nuevo impulso, el asunto de los dividendos políticos de la violencia cobra especial importancia. Se trata, otra vez, de una cuestión de principios, y de justicia.
Luciría inconsistente, e injusto, un sistema político que se diseña enmarcado en un discurso en donde se precia la apertura democrática, la participación de la población marginada, el  fin a la injusticia social si a lo que se llega, en últimas, es a una situación en la que queda en mejor posición política el violento que el pacífico. Si como dice y pregona el discurso, la violencia colombiana ha surgido de las desigualdades, de los privilegios, de la injusticia, no parece prudente ignorar los vicios inherentes a un sistema político en el cual el poder es proporcional a la capacidad de intimidar, atemorizar, o hacer daño. Más allá de las ideologías, de las legítimas aspiraciones, de las buenas intenciones, la realidad exige un sistema político equilibrado, basado en un tratamiento equivalente para individuos que estén en situaciones muy dispares.
Lo que permiten prever varios de los elementos del proceso que se inicia, al limpiarlos de la retórica y los eufemismos, es un sistema en dónde ciertas intenciones se consideran más nobles que otras, unas opiniones son correctas y otras no, y, lo peor, en dónde unas voluntades, sostenidas en las armas, pesan más que otras en las decisiones colectivas.  Y todo bajo el cómodo amparo de un régimen con garantías jurídicas y democráticas. Sin lugar a dudas, el mayor dividendo de la violencia política en Colombia ha sido esa ventaja esquizofrénica, ese triunfo por partida doble, la conquista de ese territorio liberado “que descansa sobre las garantías del sistema democrático, y vive bajo su amparo, al tiempo que niega tal democracia y arremete contra dicho sistema” [29].
Un segundo aspecto que resulta pertinente es el de las víctimas de la violencia. Salvo la preocupación por el acucioso problema de los desplazados, la discusión corriente se muestra  poco preocupada por quienes han sufrido las consecuencias del conflicto. De la lectura del Acuerdo de Puerta del Cielo, salvo la obligada y consabida alusión a los desplazados -para quienes se apoyará “su organización e interlocución para la defensa de sus legítimos intereses y necesidades”- se deduce que los familiares de los muertos, los secuestrados, o quienes viven bajo las amenazas y la extorsión son convidados de piedra en el actual proceso y están lejos de alcanzar la categoría de un “problema político” de envergadura. Pero esas víctimas existen, y son numerosas.
Algunos trabajos recientes muestran que, en los últimos años, cerca de la mitad de los colombianos se han visto afectados por el homicidio de alguien cercano. En algunas zonas críticas, que coinciden con lugares de conflicto, tal porcentaje supera las tres cuartas partes de la población. Lo que también muestran los datos, como se expone en detalle en otro capítulo, es que esos colombianos tienen mucha más información sobre la violencia que las mismas autoridades y que, en general, sus opiniones sobre las causas, y los autores, de la violencia no coinciden con la retórica y los eufemismos que enmarcan el actual proceso de paz. ¿ Qué piensan esos colombianos sobre las negociaciones en curso ? ¿ Por qué no se les tiene en cuenta ? ¿ Por qué ni siquiera se percibe un mínimo interés por conocer sus opiniones ?

¿ SINDROME DE ESTOCOLMO ?
“Ninguna pasión le roba a la mente su capacidad de raciocinio o de acción con tanta eficacia como el temor” [30].

A mediados de los setenta, en la ciudad de Estocolmo, tuvo lugar un incidente de toma de rehenes por parte de una banda de atracadores en un banco, que se prolongó por cerca de una semana y que condujo a una insólita situación en la que los rehenes empezaron a simpatizar con sus captores y a colocarse de su lado en su enfrentamiento con la policía [31]. Este es el incidente que dio origen al nombre del “síndrome de Estocolmo” que a partir de entonces se utiliza para describir el proceso mediante el cual gente cautiva desarrolla identificación y aún simpatía con sus victimarios a medida que convive con ellos.
El incidente de la toma de rehenes en Estocolmo tuvo varias características que han sido utilizadas para explicar el desarrollo, entre los rehenes, de la afinidad con los captores [32]. En primer lugar, la policía sueca, pensando sólo en su tarea de controlar a los atacantes, y sin mayor consideración por los rehenes, sitió el lugar, impidió el suministro de comida para forzar la rendición e introdujo gases en el recinto tratando de asfixiarlos. En este contexto, los atracadores actuaron como verdaderos protectores de los rehenes, defendiéndolos de las desafortunadas maniobras por parte de la policía sueca. La negativa de la policía a hacer concesiones terminó por enfurecer a los rehenes que acabaron culpando a la policía y responsabilizándola  por la situación. En forma hábil, el líder de los atacantes logró despertar entre los cautivos fuertes sentimientos de gratitud combinando salvajes amenazas con actitudes de aparente consideración.  A uno de los rehenes, por ejemplo, le informó que iba a abandonar el plan de matarlo para lograr concesiones de la policía y que, en lugar de eso, le haría un disparo en la pierna para que él fingiera estar muerto. Aún mucho tiempo después del incidente, este rehén continuaba expresando su gratitud, por la amabilidad del atracador. Tan sólo lo había herido. Otra de las rehenes también quedó eternamente agradecida con la consideración que tuvieron sus captores al tener en cuenta su claustrofobia y no obligarla a dormir en la bóveda. El gesto de magnanimidad consistió en atarle una soga de diez metros al cuello y dejarla salir, amarrada, del lugar donde mantenían a los demás rehenes. Los victimarios consolaban con frecuencia a los rehenes con manifestaciones de empatía, de identificación con sus angustias  y referencias a su sentido humanitario y a sus buenos sentimientos. El contraste con el tratamiento que estaban recibiendo por parte de la policía llevó a los rehenes a percibirlos como la parte inhumana y responsable  de la situación.
En síntesis, que el cautiverio induzca simpatía por los agresores depende de factores como las manifestaciones de solidaridad en medio de las amenazas, algunas muestras de compasión, el contraste con la actitud desconsiderada de quienes combaten a los captores y el consecuente papel de protectores asumido por quienes mantienen a los rehenes.
Dada la tendencia natural del debate sobre la violencia en Colombia, en dónde siempre son obligadas las referencias a los actores colectivos, resulta interesante establecer paralelos entre la situación vivida por los rehenes de Estocolmo y el drama colectivo colombiano alrededor del conflicto y de la paz. En este drama tienen papel protagónico tres personajes: el actor violento que amenaza, los organismos de seguridad del Estado que tratan, muchas veces con torpeza, de controlar las amenazas y la sociedad civil en medio que, aterrorizada, empieza a perder el norte, a convencerse de esa extraña metamorfosis que transforma los captores en protectores y a percibir a quienes combaten a los violentos como seres inhumanos sobre quienes, en el fondo, recae la responsabilidad de la situación.
Una dinámica similar se dio en el país cuando los narcotraficantes declararon la guerra, con recurso al terrorismo y a la amenaza, contra la extradición. Este último instrumento, diseñado para controlar a los atacantes, terminó siendo considerado el factor generador de violencia.
A diferencia de lo que cuentan los testimonios sobre el incidente de Estocolmo, en Colombia parecería además haber sectores poco inclinados a desaprobar los objetivos mismos de los violentos. Como cautivos suecos que, de partida, se mostraran de acuerdo con el asalto al banco.
Lo que más preocupa es que, al igual que los rehenes del banco asaltado en Estocolmo, parecen ser cada vez más los sectores influyentes de la opinión pública colombiana que sucumben ante la manifestación de los buenos sentimientos de los violentos -en medio de la intensificación de las amenazas- ante el reiterado contraste entre los pequeños inconvenientes que ocasionan y los horrores que podrían provocar, y ante la peculiar idea de que la sociedad debe pagarles para protegerse de sus propios desafueros. 
Que los organismos de seguridad del Estado colombiano son en buena medida responsables de la violencia que aqueja al país y que para alcanzar la paz uno de los requisitos sería debilitarlos es una de esas verdades a la colombiana que surgieron de la ideología, de situaciones idealizadas por la sociología ficción, de temores importados de otras latitudes y que, progresivamente, se impusieron sin que se sintiera la necesidad de contrastarlas con la evidencia. Lamentablemente están siendo legitimadas, desde las más altas esferas del Estado.
Extraño país, este en dónde un presidente que supuestamente representa los intereses de la derecha manifiesta públicamente que  “lo que vamos a vencer es el abuso de la función pública que conduce a la ilegitimidad y al colapso de la democracia” [33]. En esta declaración, no sólo hay un garrafal error político, hay una gran imprecisión.
En efecto, en las pocas encuestas disponibles [34] en las que se les ha preguntado a los colombianos sobre delitos con autoridades involucradas  que los hayan afectado se obtiene una incidencia inferior a la de cualquier otro ataque criminal, se encuentran proporciones de hogares afectados muy similares en el campo y la ciudad y, lo que más sorprende, se sugiere que los excesos de las autoridades están afectando más a los estratos altos de ingreso que a los segmentos populares de la población. Totalmente en contra del tradicional guión de unos organismos de seguridad represivos que atentan permanentemente contra los derechos humanos de la población rural marginada, esta evidencia coincide con las encuestas en las que se ha indagado acerca de los incidentes criminales que, en forma independiente de su incidencia, producen una mayor sensación de inseguridad entre la población. Lo que se encuentra es que el temor que causa la posibilidad de delitos cometidos por las autoridades es menor  en el campo que en las ciudades y también menor  en los estratos bajos de ingreso que entre las clases más favorecidas. Así, la escasa información disponible parece más consistente con los rumores sobre agentes de organismos de seguridad involucrados en delitos que afectan a las capas ricas de la población, como por ejemplo el robo de automóviles, que con el discurso de unos organismos de seguridad violando permanentemente los derechos humanos de los pobres. También se encuentra que, en todas las capas de la población, es mayor el temor que produce la posibilidad de un secuestro que la de un incidente criminal con las autoridades involucradas.
Otro punto que vale la pena destacar, y que corrobora las observaciones anteriores,  es que la confianza que tienen los colombianos en los organismos de seguridad aparece negativamente  asociada con su nivel económico. Además, es mayor entre los habitantes del campo que entre los sectores urbanos. En efecto, como se deriva de algunas encuestas recientes [35] es en los estratos más bajos del ingreso, y entre los habitantes del campo, en dónde los agentes de los cuerpos de seguridad estatales producen una mayor sensación de seguridad. Nuevamente, los guiones más difundidos, como el de  unas fuerzas armadas que defienden los intereses de las clases más poderosas y reprimen a los sectores populares parecen desmentirse con la evidencia. Lo que sugiere la poca información sistemática al respecto es que, por el contrario, los estratos pobres de la población se sienten más protegidos por la Policía y las Fuerzas Armadas que los sectores económicamente favorecidos de la sociedad. Sectores como los que firman acuerdos, o los que abundan en explicaciones sobre las causas de la violencia.  
En síntesis, y al respecto valdría la pena un esfuerzo por recoger mayor evidencia, la información fragmentaria y exploratoria con que se cuenta en la actualidad sugiere que no es toda la población colombiana la que sufre del síndrome de Estocolmo. Parecería ser un síntoma que afecta, ante todo, a sus auto denominados representantes.
Es innegable que en Colombia hay problemas de violación de derechos humanos. ¿ Cual es su verdadera incidencia ? Nadie lo sabe. Ni siquiera parece haber interés por averiguarla. Sería deseable, con el precedente que sienta la reciente detención de Augusto Pinochet, que estos casos se empezaran a ventilar en los tribunales internacionales para que se documenten, se investiguen y se detengan a los responsables.
Pero de la existencia de casos pasar a afirmar, como se hace con gran facilidad en el país, que la violación de derechos humanos responde a directrices institucionales, o que es la principal causa de la violencia en el país, hay un enorme trecho. Como todo lo que rodea la violencia colombiana, alrededor de los derechos humanos hay desinformación, manipulación y no pocos intereses ocultos.
Pero esta no debería ser una cuestión de opiniones. Alrededor de las relaciones de las fuerzas militares con la población colombiana hay afirmaciones que se hacen sin sustento que bien podrían formularse como hipótesis de trabajo para ser contrastadas. Con la evidencia disponible o con evidencia diseñada específicamente para este propósito. El por qué esto no se hace sigue siendo un enigma, otra de las inconsistencias  de la política colombiana en materia de orden público y de violencia que se siente aún más cómoda con las recetas de la ideología que con las sutilezas y complejidades de la realidad.
Uno de los grandes enigmas en torno al tema del conflicto armado en el país, es el de la extraña relación de la clase dirigente, de los medios de comunicación y de lo más representativo de la intelectualidad, con las organizaciones armadas, las legales y las  ilegales. No sería arriesgado apostar a que para un representante de estos segmentos,  escogido al azar, un militar produce mayor desconfianza, o físico temor, que un guerrillero. Esta conjetura es consistente con el hecho, observado, que cuarenta representantes -no propiamente escogidos al azar pero aceptemos, en aras de la discusión, que representativos de la sociedad civil- hayan firmado un documento en el cual, simultáneamente, se le hace el juego a la guerrilla con el secuestro, se condenan las desapariciones y se acepta implícitamente la idea de los paramilitares como extensión de los organismos de seguridad del Estado.  
Es fácil entender el recelo que produce en un civil una persona armada, con mentalidad y formación militar. Lo que resulta difícil de explicar es la asimetría de esa desconfianza, en contra de quien supuestamente representa las instituciones y el poder legítimamente constituido.
Uno de esos raros elementos en los que en Colombia coincide el discurso oficial con la realidad es el de la tradición civilista de la democracia. Desde las épocas de la independencia las dictaduras militares han sido pocas y efímeras. La última interrupción militar a los gobiernos democráticos se podría decir que se dio con la anuencia de los poderes civiles. Anualmente se producen en la cúpula militar varias bajas ordenadas por el poder civil. ¿ Por qué, entonces, esa desconfianza tan visceral y arraigada con los militares ? ¿ Por qué hechos que confirmen estos temores no surgen ni siquiera en una situación tan crítica, tan contraria al escenario bajo el cual son los militares los que mandan, como la de la reciente orden del despeje que, ante el mutismo de sus opositores, lo cumplen ?
“La imagen de los soldados que custodian el vasto territorio de las selvas del Caguán (Caquetá) comienza a desvanecerse. Los tres retenes militares que interrumpían el paso en la carretera que permite llegar a San Vicente del Caguán son cosa del pasado.
En medio del más estricto silencio, las tropas de la Brigada Móvil Número II y el Batallón Cazadores comienzan a replegarse” .

Si algo confirma el cumplimiento que se le está dando a la reciente orden de despeje de municipios, o el que se hizo a pesar de tener 70 hombres como rehenes hace más de un año es que los temores de un poder militar por encima de las autoridades elegidas son en buena parte infundados. En columna reciente, Alfredo Molano se lamenta de “una determinación inconsulta que explica las idas y venidas de generales colombianos a Washington y de militares gringos a Bogotá, y que se tomó a espaldas del gobierno civil”. Gran desventura. Los militares toman con el imperio decisiones contrarias al interés nacional a espaldas del poder civil. Pero esos mismos militares, al parecer en contra de sus más íntimas convicciones, de sus principios, proceden a despejar zonas de alto conflicto y complejidad en materia de cultivos ilegales. Algo no cuadra.
Como tampoco cuadra muy bien el optimismo que manifiestan, esos mismos intelectuales que le temen al ejército, con el poder militar que, ojalá no, tendríamos en la nueva Colombia.
¿ Alguien con un mínimo de objetividad puede ser optimista acerca de la “correlación de fuerzas” que se dará en los próximos meses en los municipios despejados entre los alcaldes elegidos por votación popular, los rebeldes y la ciudadanía ? ¿ Se podrá pretender siquiera tener información completa y veraz sobre lo que allí ocurra ? ¿ Como serán las relaciones de los armados con la prensa ? ¿ Se tendrá allí, por fin, un poder militar sujeto a las autoridades civiles ? ¿ Cómo será la “justicia penal militar” en esos noventa días ? ¿ Y al rebelde, quien lo ronda ?



[1] Jamás nos desmovilizaremos, han dicho con franqueza Nicolás Rodríguez y Pablo Beltrán. Dejaremos las armas cuando el Ejército Colombiano haga lo mismo, dice por su parte Galán.
[2] Artículo 9.
[3] Artículo 11
[4] Artículo 12
[5] “Las Farc, a un paso de tener a San Vicente”. El Espectador, Octubre 18 de 1998. Enfasis propios.
[6] “Temor y expectativa por el despeje”. El Espectador, Octubre 16 de 1998.
[7] “Temor y expectativa por el despeje”. El Espectador, Octubre 16 de 1998. Enfasis propios.
[8] El Espectador, Octubre 12 de 1998.
[9] Bandura (1990) pág 170. Traducción propia.
[10] Ibid, pág 170.
[11] “Valle del Río Verde: escenario de paz con el Eln”. El Espectador, Octubre 12 de 1998
[12] Es la definición propuesta por Bassiouni (1981)
[13] FARC Exigen Despeje Total, El Espectador, Octubre de 1998.
[14] En Schelling (1966)
[15] Arendt (1958)
[16] Rapoport (1995) pag 163
[17] Carta enviada por Manuel Marulanda al Presidente de la República.
[18] Jacoby (1983), pág 5. Traducción propia
[19] De Waal (1996) pág 160
[20] Que es precisamente el término políticamente correcto para denominar la venganza.
[21] De Waal (1996) pág 161. Traducción propia.
[22] Jacoby (1983)
[23] Artículo 15 D del Acuerdo de Puerta del Cielo.
[24] Artículo 15 F
[25] López Garrido, Diego y Mercedes García Arán (1998) “La Humanidad contra Pinochet”, El País, Octubre 20 de 1998. Pag 13. Ambos autores hacen parte de un grupo de juristas españoles que han elaborado un dictamen sobre el caso.
[26] Ibid. Enfasis original.
[27]  Artículo 261.
[28] Garrido y García (1998). Enfasis propio
[29] Aulestia, Kepa (1998) Crónica de un delirio. Madrid: Temas de hoy. Aunque la cita se refiere al caso de la ETA, es pertinente para los logros de la subversión colombiana.
[30] Edmundo Burke citado por Giraldo et al (1997)
[31] Ver D.A. Lang (1974)
[32] Bandura (1990)
[33] El Espectador, Octubre 18 de 1998.
[34] Paz Pública – CEDE. Trabajos de investigación en curso.
[35] CEDE - Paz Pública. Investigaciones en curso.