Publicado en El Espectador, Febrero 19 de 2015
Nadie le puso atención al controvertido
senador cuando, al oponerse al matrimonio igualitario, reveló que lo irritaban los
gays pero no las lesbianas.
La homofobia asimétrica es tan
corriente como antigua. La pornografía, las revistas para hombres y el arte
erótico de muchas épocas y sociedades abundan en mujeres acariciándose o
besándose. La sexología experimental ha confirmado lo espontánea que es la
excitación de los hombres con una pareja de mujeres. Los higienistas decimonónicos
europeos señalaron la alta incidencia de bisexualismo entre las prostitutas,
una característica siempre apreciada en el mercado del sexo, entre libertinos y
en las fantasías masculinas, e incoherente con la supuesta lesbianofobia de los
hombres. Para encontrar la versión femenina de esa atracción por una pareja del
otro sexo hay que recurrir a alguna película excéntrica, como ‘Las Edades de
Lulú’ de Bigas Luna. Los choques frontales entre feministas y lesbianas con
travestis o trans confirman la disparidad de la aversión.
Por otro lado, las encuestas sobre
discriminación contra minorías sexuales en Europa muestran que las agresiones
reportadas por lesbianas son casi tan frecuentes como las de gays. Una
conjetura para esta nivelación por lo bajo de la tolerancia es que el activismo
LGBT, al aglutinar la homosexualidad masculina, tradicionalmente estigmatizada
y perseguida, con la femenina, inocua e incluso apreciada, acabó perjudicando a
las mujeres.
En el siglo XIX, muchas ciudades
europeas persiguieron activamente el travestismo. Esta cruzada contra la
feminización de los hombres precedió los juicios de Oscar Wilde, cuyos
problemas se iniciaron cuando conoció a Alfred Douglas, un joven poeta con
quien se involucró sentimentalmente. El padre de Douglas los amenazó y hostigó
hasta el punto de querer sabotear el estreno de una obra de Wilde, quien
decidió demandarlo. La primera parte del juicio se centró en unas cartas
enviadas por el denunciante, quien pudo sostener que no había nada reprochable
en ellas. Las cosas se le complicaron cuando la defensa hizo alusión a otras aventuras para las cuales el
vínculo intelectual era insostenible. Con una orden de captura en su contra, el
escritor renunció a la acción judicial. Poco después enfrentó dos procesos
penales, perdiendo el segundo. La ley utilizada para condenarlo, de 1885, fue
una reformulación de las que históricamente castigaban las prácticas que
repudia Gerlein.
Por la misma época, la cortesana francesa
Liane de Pougy se dedicaba a atender hombres poderosos manteniendo también apasionadas
aventuras con distinguidas mujeres. En París y Monte Carlo competía con la
Bella Otero por nobles y millonarios pero se escapaba a balnearios o al
extranjero con damas notables. Esas aventuras lésbicas, reportadas en los
medios, no le causaban trastornos con las autoridades o la opinión pública, ni
afectaban su oficio. Por el contrario, sus amantes varones mantenían “la
ilusión de, con un abrazo, arrancarle a Lesbos una presa deliciosa”. Grandes
magnates intentaban seducirla con joyas pero ella, en cuanto podía, se volaba
con su amada de turno.
Liane mantuvo un intenso romance con
Natalie Clifford Barney, escritora aristócrata gringa y provocadora lesbiana.
Conocida como la Safo de Washington, alguna vez fue invitada a la casa
presidencial y no le quitó los ojos de encima a la primera dama. Al final de la
cena le diría “¡ah, Señora Presidenta! si usted pudiera continuar presidiendo
la Casa Blanca no importa con qué presidente”. Esto ocurría tras varias décadas
de persecución a hombres homosexuales y travestis. Enviada por sus padres a
Paris, desde que llegó sedujo a la Pougy quien, inspirada en esa relación,
escribió la novela Idilio Sáfico,
otro de sus éxitos editoriales. Liane y Natalie asistieron a una obra de teatro
con Sarah Bernhardt a la que la actriz atrajo, como era habitual, “una cantidad
sorprendente de damas con pelo corto, chaqueta y cuello de hombre”. Las dos
amantes se sintieron demasiado femeninas y alcanzaron a burlarse de esas
jóvenes mujeres que fungían de varones sin incomodar al público, ni a la
prensa, ni a la policía.
Estas lesbianas abiertas y famosas
también fueron activistas. Para defender sus derechos nunca se les ocurrió hacer
causa común con los gays o travestis perseguidos en muchas ciudades por asuntos
que no las incumbían. Faltaban dos guerras mundiales, unos motines de drag
queens, la irrupción del SIDA y unas extravagancias del feminismo académico
norteamericano para que se formara esa bizarra y frágil alianza LGBT que
aparentemente ha resultado tan perjudicial para las L como ventajosa para los G
y las T.
REFERENCIAS
Chalon, Jean (1994). Liane de Pougy. Courtisane, princesse et sainte. Paris: Flammarion
Linder, Douglas (sf) “The Trials of Oscar Wilde: An Account”. University of Missouri Kansas City, UMKC School of Law
FRA (2012). “Survey data explorer - LGBT Survey 2012”. European Union Agency for Fundamental Rights