Una cortesana versátil, insaciable, santa

Marzo de 2015

Cuando Liane de Pougy se casó en 1910 con el príncipe Georges Ghika, un periódico hizo alusión a los cuentos de hadas, aunque el matrimonio no encajara en esa literatura. Ella era quince años mayor, la aristocrática familia del novio no asistió a la boda y amigos de la cortesana consideraron que ella, una reina, retrocedía al volverse princesa.

Se rumoró una conquista con joyas de valor inestimable. En realidad Liane era mucho más rica y Georges, un caballero, había pedido separación de bienes. Cuarentona, con una fortuna bursátil, uno de los “hôtels particuliers” más elegantes de París, todavía atractiva y solicitada, Liane había seducido verdaderas instituciones de la banca, la industria, el espectáculo, la cultura, la diplomacia. Pero estaba harta: “el lujo, la gloria, el éxtasis, la embriaguez, fatigan pronto”. Por enésima vez había tratado de suicidarse, con barbitúricos en dosis ya calibrada. En la clínica donde se reponía estaba ese joven príncipe sensible, bello como Adonis y además poeta, que acababa de atentar contra su vida.

Los inicios de la relación fueron difíciles. El efebo no cesaba de hablar de sus conquistas. Fue malcriado e incumplido hasta que recibió la misma medicina. Ella lo citó en su mansión a las seis de la tarde para llegar a la medianoche. Transtornado, él imaginó lo peor: un accidente, otro hombre. Quedó curado y confirmó que no podría vivir sin ella. Con hazañas cotidianas en la cama, se instaló definitivamente en el palacete. Antes de la boda Liane fue breve confesándose: “padre, he hecho de todo, salvo robar y matar”. Le prometió a Georges no engañarlo nunca con otro hombre y él no le exigió renunciar a los placeres de Eva, Yulka, Natalie y las que aparecieran para “la ternura de los jueguitos, los jueguitos de la ternura”.

Fuera de una hipersexualidad manifiesta en ambos desde la infancia, no había muchos paralelos entre sus vidas. Con diez monarcas en los dos principados de Rumania desde el siglo XVII, los Ghika eran un linaje con ministros, generales, escritores y sobre todo diplomáticos. Georges era el consentido de su familia. En París vivía de las rentas enviadas por su tía, Nathalie de Serbia, que fueron suspendidas con el matrimonio.

Anne-Marie Cassaigne, Lyane, nació en 1869 en un pequeña ciudad de provincia. Conservadores y severos, sus padres parecían abuelos: al nacer la madre tenía 42 años y su esposo 57. Desde niña Anne-Marie entendió que un hombre “huele a cigarro” y prefirió el mundo femenino. Los domingos en misa contemplaba a una madame, “radiante, con cara fina de joven diosa” y al arrodillarse apreciaba sus piernas para sentirse en el séptimo cielo. “Siempre fui ardiente y me llamaron la atención las mujeres”.

Con sólo siete años se fugó de la casa para seguir a una equitadora de circo. Por sus arranques pasionales la internaron en un convento. Las monjas lograron una joven bien educada. Aprendió modales, compostura, cortesía y arte de la conversación. Siempre recordó con cariño a la Madre Bernadette cuyos cantos invocando a Jesús la dejaban extasiada y a la Madre Gasparine, profesora de literatura, idolatrada por todas las alumnas. Ellas fueron “los amores de mi joven corazón ferviente”. Sus compañeras admiraban sus audacias y sus deseos intensos. Una vez Anne-Marie declaró ser capaz de vender su alma por una caja de esquelas de colores, “para escribirles cartas apasionadas a mis preferidas”.

Hija y hermana de militares, para casarse no tuvo muchas opciones. Aún adolescente se unió a quien su madre describió como “un marido demasiado marido”. Nunca olvidó la brutalidad de la noche de bodas ni la inocencia y pureza irremediablemente perdidas con el matrimonio. Al año de casada nació Marco, su único hijo, a quien vio como “una linda muñeca viviente”, confirmando su escasa vocación maternal. Instalados en Marsella, la joven esposa se enredó con un marinero. El marido los sorprendió, enloqueció, les disparó, ella quedó herida, huyó de la casa y a pesar de que el agresor lloró como un niño pidiéndole que regresara, dejó su hogar para irse a París. “Fue por amor al lujo que abandoné a mi marido y a mi hijo”.

Joven, seductora, atractiva para hombres y mujeres, compartiendo habitación con alguien que vivía de sus encantos, Anne-Marie se volvió Liane de Pougy para aventurarse en el mundo de la galantería. Refinó su gusto y como a su leve androginia se sumaba una figura esbelta, fue muy apreciada en tiempos de mujeres rollizas. Con su coinquilina y las vecinas de calle, entre quienes estaba Valtesse, la Nana de Émile Zola, Liane aprendió los rudimentos del oficio. Esa época la recordó siempre con disgusto. “Pequeñas citas, apenas para comer. Banqueros barrigones, jovencitos, maridos y ancianos”. Se esforzaba con los hombres serios y se prestaba a todas sus fantasías, pero no se entregaba por completo. Sabía fingir y guardaba los suspiros sinceros para las damas. Yulka, aristócrata polonesa, se interesó por ella y la compartió con nobles centroeuropeos. Todo le parecía un juego y así conoció a Lord Carnavon, eminente egiptólogo y su primer contacto con el mundo académico e intelectual. “Era vicioso. Sin embargo me amó. Y fue un amante delicioso, atormentador, lleno de encanto y gracia cruel”. A sus 22 años, ya con fama de “gran horizontal”, podía exhibir más de cuarenta conquistas de primerísimo nivel. Un aristócrata había pagado una fortuna sólo por verla desnuda y ella se entretenía seduciendo gratis jóvenes gays para aventuras de una sóla noche.

A final del siglo, en París, San Petersburgo, Roma o Londres Liane era la reina del amor. Mantuvo una tenaz rivalidad con la Bella Otero, con quien competía abiertamente por amantes con vestidos, joyas, recepciones, muebles, obras de arte, servidumbre. Un golpe certero lo dio en el Palais Royal de Mónaco. Después de dejar entrar a la Otero recargada de diamantes, rubíes y zafiros, Liane apareció vestida de negro y sólo una rosa sobre su seno. Detrás de ella venía una criada exhibiendo más alhajas de las que su rival pudo lucir jamás.

Al casarse con el príncipe, Liane ya había publicado varias novelas con gran aceptación del público. Siempre autobográficas, contenían devaneos feministas: “soy un juguete de los hombres. En asuntos del corazón y los sentimientos, la mujer siempre termina perdiendo… ¿Por qué querer parecernos a nuestros enemigos?”. Uno de sus éxitos, Idilio Sáfico, es básicamente una condena del amor masculino. Había reducido su grupo de amigos a unos pocos intelectuales: Jean Cocteau, Colette, Max Jacob y Reynaldo Hahn, el amante de Marcel Proust quien facilitó varios encuentros y alguna correspondencia que llevaron al escritor a inspirarse en ella para su Odette de Crécy. Liane nunca abandonó el círculo de apasionadas féminas conocido como La Isla de Lesbos. Su relación más larga, de altos y bajos, fue con Natalie Clifford Barney, aristócrata y poetisa norteamericana muy sofisticada y con un impresionante harem: al presentarle a Mimy para que la reanimara de una pena, llevó una violinista para ambientar el encuentro. Con cualquier nueva mujer que la cautivara, endosada por alguna de sus amantes, Liane solía exclamar “¡es un don del cielo!”. Fue esa la expresión que utilizó al conocer, casi a los sesenta, a la Madre Marie-Xavier en el convento donde había estudiado. “Es uno de esos seres cuya mirada haría salir de la roca un manantial”. Se dedicó a las obras de caridad con entusiasmo y dedicación de cortesana. “Madre, cuando veo a estos pobres niños y pienso en mi vida devastada estoy dispuesta a envidiarlos”.


Su relación de casi veinte años con el príncipe había perdido brillo. Liane nunca le perdonó que se enamorara de la joven artista que se había llevado a vivir con ellos pero sólo para ella. Reconoció que gracias a Georges se había acercado a Dios: “lavó toda mi suciedad”. Al quedar viuda, Liane de Pougy encontró a su último señor y se hizo monja. El confesor declaró que había fallecido “muy cerca de la santidad”.