Junio de 2012
A finales del 2000 Wendy, una adolescente hondureña, fue violada en grupo por
pandilleros de la Mara Salvatrucha. Tras el ritual conocido como el trencito
los mareros decidieron hacer negocio y corrieron la voz que cobraban cincuenta
lempiras a quien quisiera tener relaciones con la muchacha.
El pasado diciembre la policía detuvo en Málaga a
una rumana que había firmado un contrato para venderle sus dos hijas a unos
proxenetas. Por cinco mil euros aceptó que fueran llevadas a España a prostituirse.
La
Veterana se graduó en un colegio
de monjas. Joven y virgen se casó con un señor bastante mayor que resultó
bígamo, le dejó un hijo y, ya separados, la seguía golpeando. Salió de Cali por
tierra hacia el pueblo donde trabajaba su hermana con el cura. En Medellín
Amparo -bonita, joven y puta curtida- se subió al bus y se le sentó al lado. Tras
veintitantas horas de charla, la decisión estuvo tomada. "El primer día
fue lo duro. Después no". Al hacerse al alcalde, al juez, dos médicos, un
comerciante y unos cultivadores supo que estaría en esas por el resto de su
vida.
Universitaria bogotana, Luisa empezó en un
video-chat. Le pagaban por desnudarse ante la cámara. De allí concertaba citas
por celular y ya con clientes pasó a trabajar en un lujoso burdel. “Si estoy
con un man que me gusta porque sí, ¿por qué no voy a estar con otro por plata?”.
Paula trabajó un tiempo como mula. Novia de un traqueto, le perdió el susto a todo, se metió en
“la cultura de ganarse la plata fácil” y comenzó a “tomarle gusto a los juegos
de sexo”. Una compañera le presentó unos tipos chéveres, de esos manes que le regalan plata a las amigas.
Para uno de ellos, congresista, trabajó como asistente. “Me come, pero porque
yo quiero que me coma. Porque no me choca. Porque es inteligente y tiene poder,
y porque es mi amigo. Pero no es que hagamos el amor e inmediatamente me
pague”.
A los travestis de élite La Chama los llama las
europeas. Viajan por el mundo y van a Medellín a darle vuelta a sus
familias y “a amarse con sus maridos”. Cual señora de clase alta, La Cris es educado y sensible. Ya no
hace parte de las profesionales ni va a Europa. Es peluquero y sigue queriendo
a su esposo. Pero no deja de tener relaciones furtivas con hombres que le
gustan y pagan bien. “Es que el amor va por un lado y el dinero por otro”. La Valeska sí vive en función del
billete. Ejerce la prostitución desde los 17 años cuando aburrido del maltrato
de su padre dejó la comodidad del barrio Laureles
para ofrecerse en Bogotá. Viajó por varios países acostándose con hombres.
Regresó a Medellín ignorado por la familia. Sólo su madre intentó redimirlo
montándole un salón de belleza con tal que dejara de avergonzarla vistiéndose
de mujer. Fue inútil. Comprendió que su hijo, sin remedio, “pertenecía en
cuerpo y alma al bando de la noche y la vagabundería”.
Decepcionada “por falta de recursos y creo que por
un poquito de falta de amor” de personas como el papá de su hija, María debutó
en el Copacabana. Una mujer muy hermosa
se le acercó en un parque. “¿Quiere trabajar en un casino?”. Al llegar, se dio
cuenta que era un night club. Pero
“me senté en la barra a pensar, a mirar a todas las niñas … No era tan
depravante como lo ví en el primer momento. No me pareció cosa del otro
mundo”.
Michelle, una rent
girl de Boston, sufría abusos del padrastro. Se fue a vivir con su novia
Steph, a quien habia conocido en una contra protesta ante una clínica de
abortos. La cautivó la manera como insultaba a los católicos. “No pasó mucho
tiempo entre que Steph me contara que era prostituta y yo la siguiera. Quería
probar cosas, de todo, especialmente cosas ilegales con un tinte de glamour”.
Pudo dejar sus dos trabajos. “Tenía tanto dinero y odiaba tanto a los hombres.
Sólo podía ser de esa manera, tenerles compasión me hubiera matado”.
En su Diario
de una ninfómana, Valérie Thasso, ejecutiva francesa, cuenta cómo luego de
perder la virginidad a los quince, para mitigar la culpabilidad quiso
experimentar, “no porque tuviera muchos deseos prematuros” sino por pura
curiosidad. Al final de la universidad, sabía que tenía algo especial con los
hombres. “Yo era una hechicera y me puse a buscar Merlines encantadores en
todos los rincones de la ciudad”. Creyendo que esa insaciable exploración era
un problema de comunicación decidió escribir su diario. “Hoy he visto a un tipo
en la calle, y sólo con dos miradas, decidimos hacer el amor … Ya no tengo
control sobre mi cuerpo. Me siento de repente perturbada, mi cuerpo pide a
gritos que le arranquen la piel para poder fundirse con este desconocido …
Repetir no me interesa. Prefiero encontrar a otro en la calle”. Entró a un
burdel a los treinta años, a raiz de su ruptura con Jaime. No le perdonaba
haberla dejado llena de deudas y “con una tripita que nunca llegó a crecer”.
Quiso descubrir ese mundo que había imaginado tantas veces. “Todavía no sé muy
bien si he venido por venganza, por asco hacia los hombres o más bien por falta
de cariño y autoestima y mis problemones económicos. Es una mezcla de todas esas
razones … A pesar de los nervios antes de encontrarme con el primer cliente,
tengo la sensación de haber hecho esto toda la vida”.
Poca gente pasa el umbral, pero son varias las vías
para llegar al sexo pago. A pesar de esta verdad de a puño, la doctrina es cada
vez más terca y descarada promoviendo una visión tan inverosímil como
improcedente: la prostitución siempre es forzada. ¿Cuántas personas venden su
cuerpo empujadas por la miseria, cuántas obligadas por proxenetas, cuántas
seducidas y abandonadas, cuántas huyendo del abuso, cuántas por morbo o
curiosidad, cuántas por arribistas, cuántas por la adrenalina, cuántas por
hipersexuales? ¿Cuántas Wendys por cada Valeska o cada Valérie? Nadie sabe, y
las respuestas no son obvias. Además de los antecedentes familiares o las
experiencias individuales, el entorno y la época influyen. No es lo mismo la
frontera de colonización o la cercanía a una base militar que una región
azotada por el conflicto o un centro fabril al que migran sólo mujeres.
Con indicios de un segmento de prepagos en franca
expansión, en Colombia no se conoce la dimensión de la actividad ni su
composición. Nadie comprende bien por qué se inician, por qué se mantienen o
por qué dejan la actividad y cada vez es mayor la influencia de quienes no les
interesa que se sepa. La industria del
rescate es ya una poderosa alianza multinacional de burócratas, periodistas
y ONGs que logró simplificar hasta el absurdo el diagnóstico, con más
prejuicios que la Iglesia, los viejos criminólogos o los médicos higienistas y
sin un mínimo esfuerzo por entender lo que ocurre, ni lo que piensan o quieren
las víctimas. Se pretende intervenir
un mercado sobre el que se sabe no sólo poco, sino cada vez menos.
La prostitución masculina no dispara las alarmas de
auxilio. Hay quienes defienden el derecho de un travesti a ejercer libremente
su sexualidad, incluso cobrando, y declaran imposible que una mujer haga lo
mismo sin atentar contra su dignidad y la de sus congéneres. Cual patriarca
victoriano, consideran que las prostitutas necesitan alguien -chulo perverso o
redentor ilustrado- que piense y decida por ellas; que les indique cómo es que
deben abordar esa delicada y trascendental cuestión de con quien, con qué
frecuencia y bajo qué condiciones pueden tener relaciones sexuales.
“No me arrepiento absolutamente de nada”, afirma
Valérie. Los momentos en el burdel “fueron unos de los mejores de mi vida, por
el simple hecho de haber conocido a Giovanni y haber encontrado esa mujer nueva
que soy ahora … Utilizar el sexo como medio para encontrar lo que todo el mundo
busca: reconocimiento, placer, autoestima y, en definitiva, amor y cariño. ¿Qué
hay de patológico en eso?”