Publicado en El Espectador, Julio 21 de 2016
La corrupción sexual es particularmente
eficaz con militares y policías, en la guerra o en la paz.
Hace años estuve en un seminario
internacional de criminología en París. Aunque organizado por una entidad
académica, la asistencia de civiles era bastante inferior a la de coroneles y
generales de policía. Fue interesante aprender sobre políticas de seguridad,
pero la gran lección la recibí al final del evento, en la visita a un
"château" campestre. El viaje de ida -más de una hora- fue a la
colombiana: los buses que nos llevaban iban por la autopista en contravía,
escoltados por gendarmes en moto.
Ya en el castillo, me sorprendieron los
jardines, demasidado arreglados para un sitio no abierto al público. Tras el
discurso de bienvenida y un refrigerio en el gran patio, se abrieron las
puertas de caballerizas, establos y graneros, también impecablemente
mantenidos. Quedaron expuestos juguetes varios para reprimir revueltas urbanas,
desde cascos y escudos hasta tanques y helicópteros con cámaras de alta
resolución.
Después del almuerzo visitamos el
interior del lujoso palacete que no era residencia familiar ni museo. En una
habitación magníficamente decorada, con enorme cama doble, sofá, escritorio,
baño de mármol y hasta flores le murmuré a mi esposa: “ya entiendo, aquí
cierran los negocios”. El regreso a París fue menos pomposo, por la calzada que
tocaba y sin una parte de los asistentes. Los generales interesados en la
sesión más importante del seminario tal vez pasaron la noche en el chateau,
atendidos por relacionistas públicas de los fabricantes de armas.
En una escena del “Patrón del Mal”,
Pablo Escobar discute con Jairo Ortega la fiesta que piensa ofrecerle a Luis
Carlos Galán, justo antes de que los expulse del Nuevo Liberalismo; con
evidente torpeza, le pide que averigüe con los escoltas “si a él le gustan las
niñas”. Los del Cartel de Cali sí tenían esas habilidades, gracias a Alberto
Giraldo, su embajador ante los políticos. Los pormenores de cómo, desde 1979,
los Rodríguez Orejuela y sus socios “participaron financieramente en las
elecciones presidenciales” están relatados en las memorias del periodista,
donde aparecen sorpresas, como la ayuda al M-19 para la constituyente del 91,
tan celebrada en estos días. Es una lástima que el intermediario clave de los
arreglos que llevaron al proceso 8.000 no mencione su estrecha relación con
Madame Rochy, agente de prepagos con la que organizaba eventos financiados por
los capos caleños para, según ella, “pagarles favores y vueltas a los
políticos, congresistas, militares y abogados”.
Una velada memorable tuvo lugar en un
restaurante capitalino con “generales y altos mandos del Ejército, la Aviación
y la Policía”. Madame Rochy llevó varias pupilas y, para animar el ambiente
después de la cena, Giraldo salió a bailar: “levantando con toda confianza a
los generales a quienes les indicaba la chica que tenían como pareja”. No
contento con un ¡eh, eh, ehpa! tradicional, el anfitrión “dio la orden de que
todos se tenían que empelotar e inició la faena él mismo hasta quedar en medias
y calzoncillos”; después, “con las chicas también semidesnudas, comenzó a
bolear gorras de lado a lado, algunas recogidas del piso por mis niñas quienes
pasaron de un momento a otro a ser generalas”. Sólo uno de los asistentes se
negó a quitarse los pantalones y permaneció al lado de la Madame: “ayúdeme, yo
no quiero hacer esto, no me gusta. Yo bailo con usted”. Toda la noche, “me tomó
del brazo y no me soltaba”.
Hacer bailar sin ropa a unos generales
es una hazaña que no se logra con simple don de gentes. Pero tampoco tienen que
estar todos involucrados en algún entuerto: bastan unos pocos untados en la
cúpula para motivar a los demás. De esa reunión seguramente quedaron imágenes
comprometedoras, “priceless” para forjar nuevas alianzas. El cohibido militar que
no disfrutó el ágape fue tal vez el único blindado contra los oferentes, los
hermanos Rodríguez Orejuela. Por desafiar el espíritu de cuerpo, no lo habrán
invitado a más parrandas, ni a encuentros íntimos, en algún hotel de lujo o una
hacienda elegante como un chateau, con discípulas de Madame Rochy, no para
comprar artefactos bélicos, sino para algo tan simple y discreto como “laisser faire”.
Atenciones así, siempre apreciadas, son relativamente baratas, y no requieren
cuentas en paraísos fiscales; además, no dejan traza: las únicas huellas que
los generales trataron de borrar después del agasajo fueron las de colorete en
sus camisas. Si unos fiscales hubieran pillado in fraganti a Giraldo con sus
invitados, sólo habrían podido reprocharles el ruido a la madrugada, como hizo
varias veces el administrador del restaurante.
Serrano Zabala, Alfredo (2007). Madame Rochy. ¿Las Prepago?. Bogotá: Oveja Negra