Publicado en El Espectador, Diciembre 3 de 2015
Con una memorable columna, “Los
domingos son de rabia”, Tatiana Acevedo puso el dedo en una llaga tan vergonzosa
como silenciada: el clasismo con las empleadas domésticas.
Un recuerdo imborrable de mi juventud
es sobre ese “saber arquitectónico viejo, agazapado” de los “cuartos de
servicio” que menciona Tatiana. En la presentación de los planos de una casa,
el arquitecto, futura eminencia, anotó sin inmutarse que el área detrás de la
cocina era “para las vacas”, riéndose solo de su patético chiste. Ante pifias
así, la situación ha mejorado. Pero las especificaciones de esa zona de las viviendas
reflejan retroceso: el bárbaro de hace años al menos concebía “cuartos de
muchachas” aptos para personas.
Hay optimistas que ven en la evolución
del término, desde sirvienta hasta empleada, asistente o colaboradora, un
avance. Yo veo una corrección cosmética. La informalidad sigue, las condiciones
del internado que queda son objetivamente más precarias y, sobre todo, persiste
el trato paternalista, confianzudo, abusivo o displicente, a veces despectivo,
pero siempre malsano. El arreglo no es asimilable a un contrato laboral
moderno.
No faltó el comentario mamerto a la
columna: la explotación de estas mujeres sería como lo que “hacen nuestros
empresarios con sus trabajadores”. Gran confusión, eso no es proletariado. La disponibilidad
incondicional, a veces sin horario, el patronazgo colegiado, incluso infantil, la
relación servil, son peculiaridades del trabajo doméstico, no obrero. La actitud
de la izquierda hacia esas asalariadas siempre me ha intrigado. Para ellos no
existen como votantes y ni siquiera es obvio que las respeten. Nunca fueron
“camaradas” ni “compañeras”, simplemente las ignoran, aunque recurran a sus servicios,
no siempre con todas las de la ley. En una indagación informal de oficina
descubrimos que entre más a la izquierda, menor reconocimiento de prestaciones
sociales domésticas.
Desconcierta aún más tratar de enmarcar
estas mujeres en el discurso que reivindica los derechos femeninos. Se diserta
sobre igualdad, empoderamiento, estereotipos de género y se acepta sin chistar
que una mujer haga todo el oficio de la casa, el temido esquema patriarcal pero
reforzado con la familia sentada a la mesa mientras la responsable de cocinar come
aislada en su butaco; o sirve ocasionalmente plato recalentado para quienes
llegan tarde y borrachos. Estas escenas, casi montajes adrede promoviendo el
sexismo, no son anacrónicos, todavía ocurren con bochornosa frecuencia. Que
hayan disminuído no basta, deberían desaparecer.
Compartí el escrito con mi lista de
correos. Llegaron dos tipos de respuestas: varios “tiene toda la razón” de
residentes en el exterior y, más escasos, “las cosas han mejorado”. Salvo con
extranjeros o emigrantes, nunca es fácil hablar de la institución; a veces una
simple alusión genera molestia, como si hubiera ánimo de conspiración, más
grave que la intención de sonsaque. Hay un pequeño sector que se declara víctima
de la ayuda doméstica y estuvo representado en el foro de la columna por una
dama que hace alusión, entre un rosario de contrariedades, a la complicidad de
las empleadas con la delincuencia, un cargo que sería tan absurdo generalizar
como silenciar por completo.
El énfasis de Tatiana en la
arquitectura sugiere una intervención: negarle la licencia de construcción a
proyectos con habitaciones o baños palpablemente discriminatorios. La
reglamentación urbana, entrometida en mucho resquicio, no puede seguir permitiendo
tales esperpentos en el diseño de viviendas. Los pagos en especie y el uniforme
están en mora de extinción. El régimen laboral específico da mala espina. La figura
de interna, la más caduca y problemática, debería tener un sobrecosto salarial que
sume la imposibilidad de estudiar, la dificultad para emparejarse y secuelas mentales
como la adopción de roles de género y clase social por empleadas, patrones y
patroncitos.
El mensaje subliminal para menores que
conviven, crecen y se forman con ciudadanas que ven de segunda y mangonean a su
antojo es funesto, y sería insensato seguir desdeñando sus secuelas. Tal vez
así es como se aprende en Colombia la discriminación más protuberante, el
clasismo, que se potencia al revolverla con la de género. Sin mayor esfuerzo, a
domicilio, cotidiana, latente, queda interiorizada. Para que la tara no se
reproduzca y perpetúe calladamente, como nos pasó a muchos, lo mínimo es
convertirla en tema recurrente de discusión.
En sus anotaciones a la columna, Lira,
que fue interna “desde muy jovencita en casas de familia” y emigró a EEUU,
señala la diferencia con lo que ocurre allá. En mayúsculas, como gritando,
anota “AQUI NO HAY CUARTO Y BANIO DE SERVICIO. AQUI HAY HABITACIONES Y BANIOS
PARA LAS PERSONAS QUE VIVEN EN LA CASA”. Aún desde lejos, algunos domingos
efectivamente son de rabia.
Acevedo, Tatiana (2015). "Los domingos son de rabia". El Espectador, Nov 28.
Algunos comentarios son jugosos y complementan la columna. Vale la pena leer a Lira, que sabe lo que sufrió, a Karissa, pobre señora que uno no entiende cómo ha aguantado y a eradelhielo, irredimible.