Publicado en El Espectador, 22 de febrero de 2018
El reportaje
sobre las ex parejas de Nicolás Arrieta, adalid de redes sociales, ilustra la
época. Si de mí
dependiera, como medida elemental a favor de la juventud colombiana, mandaría a
ese patán a algún internado, mejor inglés, para que lo civilizaran y educaran. Dicho
esto, es vergonzosa la caja de resonancia mediática a cinco idealistas que se
enamoraron de ese malcriado y ahora buscan figurar como víctimas en un país recién
salido de la guerra.
Un legado
deplorable del activismo utópico es haber convencido a mujeres incautas de que
el mundo ideal es un derecho, que todos sus sueños se deben cumplir y, lo peor,
que no tienen responsabilidad sobre sus propias decisiones les salen mal: la
culpa recae sobre un sistema patriarcal que las ha sometido desde siempre.
Estamos
aprendiendo que una aventura individual incierta, compleja y fascinante, como
es buscar, iniciar y mantener una relación romántica y sexual satisfactoria,
tiene que funcionar bajo estándares idealizados, así se emprenda con quienes
anuncian a los cuatro vientos que serán un desastre. A ninguna mujer razonable
se le ocurriría acercarse a un adolescente ególatra que ofrece en redes
sociales un tutorial sobre “cómo torturar a tu ex”. La señal de alarma era incontrovertible:
“somos gente inmunda y horrible y disfrutamos con el sufrimiento de todos los
seres humanos, ¡ja! ¡ja! ¡ja!”.
Si una
ingenua joven decide dejar de ser virgen con semejante cafre, es un descaro
lamentar que el idilio no fue tan romántico como deseaba. Nadie puede subirse
en una montaña rusa exigiendo no sentir susto, o ennoviarse con un pandillero
pidiendo garantía de no correr peligro. Tampoco tiene sentido que una
adolescente espere recibir de un guache famoso el mismo tratamiento cariñoso que
le habrían dado los pretendientes tímidos que ella despreció precisamente por
ser comunes y corrientes, no estrellas. Las calamidades ya estaban
explícitamente anunciadas en la red. A una de las víctimas, Arrieta la
“penetraba sin estar lista y cuando le decía que me dolía no se detenía”. Otra
“era virgen cuando empecé a estar con él y me hacía sentir mal por eso”. A una
tercera le dijo que no creía que fuera virgen porque no sangró. De la cuarta se
burlaba porque “decía que yo era una persona aburrida y no alegre como antes,
que me faltaba sexo porque andaba deprimida”.
Aún más
insólito que este memorial de agravios de mujeres frustradas porque un
egocéntrico no actuó como el príncipe azul que imaginaban es el atractivo de
esos chismes para la prensa progre: entrevistas a profundidad, careo al
abusador y consulta a especialistas en género. Este trabajo de campo entre la
clase alta está en las antípodas del nulo interés que ese periodismo de
vanguardia, y el feminismo tradicional, han mostrado por Sara Morales y las
desertoras de las Farc asociadas en la Rosa Blanca. “Me llevaron a la fuerza a
los 11 años de edad… Yo salí a comprar el desayuno y en la tienda me abordan
dos personas armadas, me suben a un camión donde había unos 60 menores más”. A
los 15 días empieza el “asunto” de las violaciones. “Llevan niñas nuevas, es un
carnaval de carne, los comandantes escogen, miran, yo quiero a esta y a esta
para mi unidad”. A Sara Morales la sacaron para el frente donde sufriría una
década de ataques sexuales. “Me llevaron, me golpearon. Yo en ese momento
quería que mi mamá estuviera a mi lado”. Algunos comandantes obligaban a los
guerrilleros rasos a participar para que quedaran “untados”. Cuando en una
asamblea Sara Morales y una compañera denunciaron las violaciones “nos cogieron
de burlesco, de payasas, todos se burlaban de nosotras y aparte de eso me ponen
a bailar con el comandante que había hecho la violación, para que la
guerrillerada entendiera que no había ningún problema, ya eso había quedado
sanado”.
Supera mi
capacidad de comprensión que activistas supuestamente preocupadas por la
violencia sexual, que critican continuamente el nefasto silencio sobre esos
ataques, puedan ignorar tales testimonios, no solidarizarse con las víctimas,
ni indignarse porque los victimarios puedan quedar inpunes. La autoridad
intelectual y moral que les queda tras ese monumental descache se asemeja a la
del estridente youtuber.
El sesudo
periodismo de género nos aclara que Arrieta no cometió ningún delito y que lo
realmente grave es una violación. Ante todo, interesa machacar por el cambio de
un sistema que “permite o justifica la agresión sexual de las mujeres y que les
dice a los hombres que los cuerpos de ellas están para su satisfacción”.
Transformarnos a todos, buscar el esquivo nirvana, el hombre nuevo de cartilla,
en lugar de rescatar principios, focalizarse, definir prioridades y exigir
sanciones para quienes infringen el código penal con ataques sexuales que no
prescriben.
Bruckner, Pascal (1995). La tentation de l'innocence. Paris: Editions Grasset
Rincón, Juan Carlos (2018). “5 mujeres denunciaron al youtuber Nicolás Arrieta, luego las amenazaron de muerte”. El Espectador, Feb 17
Rincón, Juan Carlos (2018). “5 mujeres denunciaron al youtuber Nicolás Arrieta, luego las amenazaron de muerte”. El Espectador, Feb 17