Publicado en El Espectador, Abril 20 de 2017
“Los celos no
matan. El machismo sí”. El yerro es de Catalina Ruiz-Navarro, criminóloga
amateur que ignora a Eurípides, Shakespeare y toneladas de testimonios.
“Los feminicidas son
hombres cuya masculinidad tóxica, alimentada por nosotros, la sociedad y los
medios de comunicación… acaba con la vida de sus parejas y hasta de sus hijos”,
remata el sermón con simpleza y fatalismo.
Imperceptiblemente
se consolidó el diagnóstico comodín de los conflictos de pareja propuesto hace
décadas por feministas norteamericanas con enredos y relaciones con los hombres
muy peculiares, con tintes puritanos. Las sucesoras locales lo asimilaron sin
sentido crítico y lo repiten ante cualquier agresión machista. No calibran la
insolencia de su intromisión en disciplinas tan complejas como la criminología,
la psiquiatría o las neurociencias, ni mucho menos las nefastas secuelas de sus
afirmaciones y propuestas ligeras sobre la vida y el bienestar de sus
congéneres en un país no de gringos condescendientes que al ofenderse acuden a
un juez, sino plagado de mujeriegos celosos y agrestes como chimpancés.
En
1977 Marilyn French escribió Sólo para mujeres, novela que alcanzó ventas
millonarias y cuya frase más conocida –“Todos los hombres son violadores, y eso
es todo lo que son”- acabó siendo el legado más perverso del feminismo gringo,
un postulado falso y pendenciero que contaminó la lucha por la igualdad. Quince
años después, French publicó La guerra contra las mujeres, ensayo que profundiza
y amplía los peligros que enfrenta media humanidad. Con perspicacia y lucidez
señala como origen de los problemas el aparato reproductor femenino, que los
hombres envidian y buscan apropiárselo obsesivamente, “convirtiendo a las
mujeres en objeto de intercambio”.
Así,
de un plumazo, explica todas las guerras contra ellas: histórica, religiosa,
sexual, corporal (mutilación genital), institucional, educativa, judicial,
laboral, económica y hasta médica: al genocidio por control natal le suma la
cruzada contra las madres emprendida por investigadores científicos cuyo afán
por someterlas “los ha llevado a idear nuevas tecnologías” como la reproducción
asistida.
En el
arte no han faltado ataques: “el odio hacia la mujer en pintores como Picasso o
las representaciones de pequeñas niñas de Balthus… Los artistas se apropian del
cuerpo de la mujer. Las pintan con rabia, las idealizan, se ponen insípidamente
sentimentales (como Renoir) o se las apropian con fría superioridad (como
Degas), asaltando la realidad femenina y su autonomía”. Por eso French no
soporta los museos, menos si son franceses; se siente “agredida por la
escultura del siglo veinte que exagera partes del cuerpo femenino, sobre todo
los senos”.
Destaca
las escaramuzas personales de todos contra ellas. “La opresión femenina
descansa en hombres comunes, que la mantienen con una dedicación que cualquier
policía secreta envidiaría. ¿Qué otro sistema depende de casi la mitad de la
población para garantizar una política con absoluta confiabilidad?”. La clave
está en que no todos tenemos que usar la fuerza corporal para subyugar mujeres.
Saber que unos lo hacen es suficiente para amedrentarlas masivamente. Tampoco
se requiere violencia física: algún hombre puede rechazarlas en un trabajo,
pagarles menos, desearlas en la calle, despreciarlas por quedarse en casa o
celarlas por trabajar. En agresiones físicas, el abanico es amplio: el ubicuo
adversario “puede golpear o matar a la mujer que dice amar; puede violar
mujeres, a su pareja, conocidas o extrañas; puede abusar de sus hijas, nietas o
hijastras”.
Fuera
de la envidia obsesiva con la anatomía femenina, la doctrina universal para dar
cuenta de cualquier agresión, hasta el feminicidio, es simple: la mala
educación, pero sin responsabilidad de las mujeres. El lavado cerebral empieza
en la niñez. “A los hombres los bombardean con el mensaje de que los machos
reales dominan a las mujeres, o sea que controlan su comportamiento y pueden
abusar de ellas verbal y físicamente. Tan poderosa y penetrante es la fórmula
sobre la apariencia de masculinidad que un hombre en relación igualitaria con
una mujer puede adoptar una postura dominante hacia ella cuando esté frente a
otros hombres”. Con leves variantes, el sofisticado diagnóstico fue importado
por el feminismo criollo. Un novísimo aporte, igualmente útil para
intervenciones, es que los hombres ”no han podido asimilar” la liberación de
las colombianas.
Para
enumerar abusos, French sumó testimonios y datos dispersos de sociedades en
todo el mundo; la explicación sobre ese abanico universal de lacras parece
sacada de lo que ella pudo sufrir en alguna fraternidad como estudiante
universitaria. Para qué complicarse con Medea, Otelo, psicología, psiquiatría,
cerebro, etnografía, policías o fiscales: una velada etílica con deportistas en
Phi Beta Kappa basta para entender cualquier relación de pareja, y a los
verdugos de Rosa Elvira, Yuliana, Maribel, Claudia, Giovanna, Elcy, Yamile,
Nayis, y todos los machistas que por no tener vagina seguirán desafiando con
odio el “¡Ni una menos, ni una más!”