Contar los hechos

Alguna vez un amigo muy picaflor, ante mi pregunta de si no le aburría inventar cuentos cada vez que tenía un affaire, me dijo que el problema él lo había resuelto con una regla muy simple: “contar todo”. Ante mi incredulidad me aclaró que se trataba simplemente de contar los hechos, “fui a tal restaurante con fulanita” o “estuve en tal parte con sutanita”. Él incluso anunciaba sus planes con antelación: “mañana me reúno con menganita”. Si acaso tocaba aclarar el asunto, que nunca alcanza la categoría de mentira, y sólo si le eran requeridas por su esposa precisiones adicionales, simplemente adicionaba una motivación distinta de la del romance. “Cubierto en lo esencial, cualquier carajada sirve, uno nunca está fuera de base”. Para mostrarme la efectividad del método de la sinceridad fáctica, me contó de un colega suyo que había mantenido un affaire con una señora en su apartamento durante varios meses, visitándola por lo menos una vez a la semana, simplemente diciéndole a su esposa que le estaba ayudando a una cliente a poner al día la contabilidad. Y así todos tranquilos. “Si uno se atiene a los hechos, es imposible que lo lleguen a corchar en las explicaciones”.

No tengo ni idea si esta misma estrategia salió de las andanzas con varias mujeres a las que estaban acostumbrados sus líderes, pero claramente es la que han adoptado como grupo los del M-19 para escribir la historia de sus travesuras: cuentan los hechos y, ya cubiertos en lo esencial, les suman, textualmente, cualquier carajadita para explicar lo que nunca es verificable, el por qué lo hicieron. Y así, cual señora cornuda tranquila porque sabe perfectamente con quien y en donde estaba el marido la víspera, la ingenua opinión pública colombiana, orientada por unos medios encantados con esos muchachos, les ha creído a los del Eme a pie juntillas todas sus explicaciones, por alucinantes que puedan ser. En lo básico ya están cubiertos, y eso les da una gran seguridad en términos de credibilidad. Ellos no dicen mentiras. Y siempre pueden salir de apuros interpretativos con algo como “¿y cual es el escándalo? nosotros mismos hicimos eso público”.

Es útil ilustrar esta estrategia. Así pasó con las armas del Cantón Norte, con el tráfico de drogas, con sus encuentros con Pablo Escobar, con sus reuniones con los paramilitares en Puerto Boyacá o con sus citas con personajes oscurísimos de los servicios de inteligencia cubanos.

Para todos los hechos que, en realidad, han dado a conocer los del Eme con una gran frescura y sinceridad fáctica, hay uno, sin embargo, con el que sí quedaron fuera de base y es el de los preparativos para la toma del Palacio de Justicia.  Pero han logrado salir ilesos porque vendieron la idea, grotesca por lo ingenua, de que eso fue simplemente un error. Algo que ni siquiera se planeó en grupo. Fue, según algunos, un irresponsable impulso de los que participaron. Los demás, ni se enteraron. De haber sido informados, obviamente, habrían parado ese disparate.

La metáfora de la esposa ingenua y engañada para una opinión pública y unos medios seducidos por esos muchachos no podía ser más adecuada. Lo que se ha dado es algo como “a ese hombre lo quiero tanto, me hizo soñar de tal manera, que yo estoy dispuesta a creerle lo que me diga”. Lo más conmovedor es que cuando parecen caer en la mentira, pues lo que dicen no tiene ni pies ni cabeza, para confirmar si sí o no se les vuelve a preguntar. Así, por ejemplo, cada vez que se entrevista a Antonio Navarro, se le pide que confirme de nuevo si el sabía o no de la toma de Palacio. ¿Seguro que era para ayudarle con la contabilidad, Cuchis?


Es una especie de lo que Andrés Hoyos denominó el síndrome de Rosario Murillo, la esposa de Daniel Ortega que nunca se enteró por qué éste era tan querido con su hija. Para actualizarlo se podría denominar el síndrone de Anne Sinclair, que quedó convencida que el “apasionado romance varias veces” de DSK con una subordinada en el FMI había sido un asunto pasajero de una noche.