Los diferentes regímenes de la prostitución

Las diferentes visiones sobre la prostitución a lo largo de la historia han influido y se han consolidado de manera también diferencial entre sociedades, de manera que, en la actualidad, dependiendo del país, las actitudes, y consecuentemente, el régimen legal frente al fenómeno, varía desde considerarla algo totalmente inaceptable en Suecia –“es la venta de una persona, por lo general vulnerable, y eso no se puede tolerar" - hasta el pragmatismo germano para el cual es algo que simplemente “existe y no se puede abolir”  [1] y que ha llevado que a las mujeres que voluntariamente ejercen esta práctica se les brinden los servicios de la Seguridad Social, pasando por las posiciones intermedias, como la española, que consideran prudente tomar ciertos elementos de cada uno de estos modelos. "La prostitución atenta contra la dignidad de la mujer, a la que trata como un objeto … (pero) … no se puede legalizar … porque desde 2003 se penaliza al proxeneta" (Declaraciones de Ana Botella, concejal de Empleo y Servicios al Ciudadano en el mismo congreso).

Wijers (2004) propone una clasificación basada en los cuatro regímenes que históricamente se han observado: el prohibicionista, el abolicionista, el reglamentarista y el laboral. Con excepción del último, todos los regímenes comparten su condena moral hacia la prostitución y buscan, bajo distintas modalidades y con diversa intensidad, controlar la actividad.

Para el régimen prohibicionista la premisa básica es que la venta de servicios sexuales es incompatible con la dignidad humana, constituye per se una violación de los derechos humanos de las mujeres, y por lo tanto es algo que debe tratar de erradicarse.  Desde esta visión se consideró en el pasado a la prostituta como una desviada o delincuente que debía ser reeducada o castigada. En la versión moderna del prohibicionismo, promovida por sectores feministas, se ha dado un giro para considerarla como una víctima que debe protegerse para ser reincorporada a la sociedad. Un ejemplo del modelo prohibicionista lo constituye en la actualidad la legislación de los Estados Unidos. Tres críticas se hacen de forma repetida a este enfoque: la primera es la falta de evidencia sobre los efectos reales de la prohibición sobre la incidencia del fenómeno. La segunda es que un efecto recurrente de la ilegalización ha sido el de una acentuada clandestinidad y un mayor poder para los intermediarios, las mafias, y altos niveles de corrupción entre las autoridades encargadas de la vigilancia. La tercera, relacionada con las anteriores, es la carencia de información y consecuentemente la pobreza del diagnóstico sobre el fenómeno que al proscribirse del régimen legal también sale de las estadísticas.

Los acuerdos internacionales y, consecuentemente, la legislación de buena parte de los países en la actualidad se basan en el modelo abolicionista, que deja de penalizar la prostitución en sí misma para centrarse en las actividades del entorno, ejercidas por personas que se lucran de quien vende servicios sexuales. El término que procede del movimiento para la abolición de la esclavitud en el siglo XIX. Se considera la prostitución como una forma de esclavitud sexual o trata de blancas, como se denominó en sus orígenes. Se abandona la idea de desviación de las prostitutas para tratarlas como víctimas de una actividad que se piensa existirá siempre que haya personas que la promuevan y sobre las cuales debe centrarse el esfuerzo legal. Se considera la prostitución como una forma de violencia contra la mujer y “se rechaza cualquier distinción entre consentimiento y coerción en la medida en que la prostitución se concibe como algo forzado por definición”. Se han hecho dos críticas básicas a este enfoque. Uno, que transforma a las prostitutas en objetos más que sujetos de derecho. En particular, al quitarles toda responsabilidad sobre sus vidas, las infantiliza, les quita la libertad -en abierta contradicción con los avances logrados en la situación de la mujer  (Wijers (2004) p. 212)- y excluye del debate político a las organizaciones que promueven los derechos de las prostitutas. Dos, aunque no se pueda penalizar a la mujer que la ejerce, la prostitución acaba siendo de facto ilegal, ya que como cualquier otra actividad requiere de algún tipo de organización y un mínimo de intermediarios de soporte. Así, se introduce una gran ambivalencia e incertidumbre legal, privando a las prostitutas medios básicos para garantizar unos ingresos. Una consecuencia es que, de nuevo, se favorece la actividad de las mafias que operan alrededor de la actividad.

Los principios abolicionistas con una dosis de pragmatismo –el convencimiento de que no es algo que se pueda erradicar- constituyen el tercer modelo, el reglamentarista, que percibe la prostitución ante todo como una amenaza a la salud y al orden público. Para proteger a la sociedad de este mal necesario se introduce un conjunto de controles y medidas administrativas, como el registro, la emisión de licencias o carnets, o los exámenes médicos periódicos, la localización de la actividad en ciertas áreas de las ciudades y, en algunos países, el cobro de tributos. Al igual que el modelo abolicionista se ha criticado el hecho que el reglamentarismo ignora los derechos básicos de la prostituta creando además, una brecha entre la prostitución legal y la ilegal. El tema del registro, por ejemplo, se considera discriminatorio con las mujeres inmigrantes.

El creciente protagonismo político de quienes venden servicios sexuales ha llevado al planteamiento de la prostitución como una actividad laboral más a la cual deberían aplicarse los mismos instrumentos –la legislación penal, civil y laboral-  utilizados para proteger a los trabajadores de las distintas industrias de eventuales abusos y violaciones de sus derechos. El argumento es que si entre las trabajadoras sexuales y los empresarios e intermediarios de la actividad mediaran contratos laborales y civiles se obtendría una mayor protección de derechos básicos adquiridos en el mercado laboral. Tal vez el país que más ha avanzado en esa líneas es Holanda. Con la ley que en el 2000 despenalizó la industria del sexo, se han “superado las barreras legales que impedían reconocer el trabajo del sexo como una actividad laboral legítima y (se) confiere a quienes la ejercen los mimso derechos laborales y protección que detenta el resto de las/los trabajadoras/es … La industria del sexo queda, pues, sujeta a la actual legislación laboral y civil”..  (Wijers (2004) p. 219). 

La complejidad del fenómeno de la prostitución es tal que incluso al interior del movimiento feminista se observan profundas divisiones en materia de diagnóstico y, por lo tanto, de lo que se debe hacer frente a tal actividad. Quienes definen la prostitución como dominación sexual y la esencia misma de la opresión de la mujer se enfrentan con quienes, en el otro extremo, mantienen que se trata de una opción de trabajo por la que una mujer puede optar de manera voluntaria. No faltan las sugerencias de que se trata de un movimiento realmente emancipador de la mujer. “Todo lo que he aprendido y lo que se sobre cómo ser mujer lo he aprendido de mi trabajo en la zona … La conquista de la libertad de las mujeres pasa a través de la conquista de la independencia económica y la prostitución es un medio para conseguirla … Después de muchos años de trabajo en este oficio me siento muy fuerte como mujer, siento que tengo un gran poder con los hombres, y creo que es porque los conozco muy bien y puedo ver que son muy pequeños si los comparo con las mujeres” (Declaraciones de trabajadoras del sexo recogidas en Osborne (1991) pp. 33, 64, 65 y 88). El desacuerdo alcanza a tener implicaciones sobre la visión de las migraciones. Estos aparentemente irreconciliables puntos de vista se han institucionalizado en dos grandes alianzas transnacionales. Está por un lado, y con base en los EEUU, la Coalition Against Trafficking in Women (CATW) y, por el otro, la Global Alliance Against Traffic in Women (GATW) con sede en Tailandia que insiste en distinguir la prostitución voluntaria –o sea el trabajo sexual- del tráfico forzado de mujeres. La primera considera la prostitución como una clara violación de los derechos humanos, equivalente a la esclavitud y recientemente ha buscado, ante las Naciones Unidas, que se incluya tal actividad en las convenciones sobre trabajo forzado y esclavitud. La Global Allience, por su lado, busca que se considere la prostitución como una forma más de trabajo inmigrante y que se proteja a quienes la practican con la legislación laboral internacional. A nivel del debate dentro de las Naciones Unidas la CATW lleva alguna ventaja pues en el seno de este organismo ya se argumenta que la distinción entre prostitución forzada y voluntaria, uno de los puntos clave de GATW, es insostenible.

En el año 2000 se acordó el protocolo sobre tráfico de seres humanos en la ONU, definiéndolo como el “reclutamiento y transferencias de personas mediante amenazas o uso de la fuerza y la coerción, el fraude, engaño o abuso de poder para explotación”. El protocolo pide la penalización del tráfico y la protección de las víctimas y la concesión de residencia temporal o permanente en los países de destino. A nivel de la Unión Europea también ha estado presente el debate entre abolicionistas y defensores de la actividad como trabajo sexual.


[1] Declaraciones Gunilla Ekberg, asesora especial del Gobierno sueco en materia de prostitución y de Jürgen Wohlfarth, director administrativo del Ayuntamiento de Sarrebruck (Alemania), respectivamente, quienes participaron a mediados del 2004 en el Congreso sobre Ciudades y Prostitución realizado en Madrid. El País, Junio 17 de 2004.