Papa, laicismo y paz

Publicado en El Espectador, Septiembre 14 de 2017


Aún no se sabe de milagros, pero la visita del papa Francisco sí dejó algunas revelaciones.

Lo predecible eran testimonios como el de la mujer cuyo hijo fue secuestrado en 2006 por las Farc y aún no tiene noticias de él a pesar de haber visitado la zona veredal donde están los excombatientes del frente que se lo llevó. Su profunda fe católica la lleva a creer que la visita del papa traerá “arrepentimiento, perdón y reconciliación”, además de pistas sobre el paradero del rehén.

Expectativas así no fueron siempre religiosas. Como cuando dejamos de creer en el niño dios, o en Papá Noel, pero seguimos dejando una lista bajo el arbolito, por si acaso, mucha gente atea o agnóstica manifestó deseos por algún milagrito, que Su Santidad nos arregle este desastre.

El anticlericalismo dio paso al desbordado júbilo progre con el periplo. “¡Bienvenido, papa Francisco! Gracias por visitar a Colombia, un país católico que lo acoge con ilusión y fe, sumergido aún en un océano de odios del cual, justamente, usted viene a rescatarlo”. Paradójicamente, lo que se le pide al “querido papa” es silenciar a sus devotos tradicionales. Un vocero de esa “minoría grande”, el país no católico, espera que la presencia del ilustre huésped tenga algún impacto sobre “las deudas enormes, abrumadoras, de la Iglesia colombiana con la paz” y, nada menos, que le de un vuelco al papel de la mujer en nuestra sociedad. También con fe de carbonero se espera que Francisco deshaga “todo prejuicio que haya favorecido las divisiones, la corrupción y la violencia”. No podía faltar la plegaria de minorías sexuales que normalmente culpan a la Iglesia de sus desgracias: "solo queremos que el Papa inste al Gobierno a implementar una política LGBTI ". 

Los descreídos, contestatarios, marxistas, existencialistas, ex hippies y posmodernos descubriendo la esencia de la doctrina católica, que creían circunscrita al ideario de Uribe o Alejandro Ordóñez, también fueron una revelación. “¡Ni Dios, ni maestro!”, el eslogan de aquella revuelta estudiantil que en mayo del 68 anunciaba la muerte de la religión en las sociedades occidentales, súbitamente perdió vigencia, con el sumo pastor transformado en admirable político, en ambientalista extremo cuyo discurso “no tiene parangón”. Requeriría, eso sí, otro milagrito: cambiar su doctrina sobre el control natal.

A los convencidos de que las religiones son solo sinónimo de violencia por sus verdades absolutas, vale recordarles que la domesticación de guerreros y tiranos no empezó con un Contrato Social; fue un largo proceso en el que la Iglesia, entre otras a través del derecho, tuvo un efecto definitivo. En el Code Civil napoleónico la huella cristiana es evidente desde el lenguaje: obligación, compromiso, negligencia, culpa, dolo, vicios de consentimiento... Siguiendo una tradición que se remonta a La Ciudad de Dios de San Agustín, Max Weber, gran teórico del Estado moderno, destacó la importancia de un “espíritu” religioso como motor del capitalismo. Las feministas, que le achacan parte de sus cuitas a la Iglesia, y en particular a la institución matrimonial, olvidan que los canonistas atenuaron el yugo romano del pater familias y que el cristianismo temprano fue el primer paso hacia la igualdad de la mujer y el control de su sexualidad: por fin podían permanecer solteras si así lo decidían. Por algo fueron ellas “las primeras que se convirtieron y luego evangelizaron a sus familias” tan eficazmente que en el siglo IV el cristianismo ya era la religión predominante.  

Machacando que Francia sí es laica, Libération, el periódico de izquierda de mayor circulación en ese país, no se dignó mencionar en su resumen semanal la visita del pontífice a Colombia. En su lugar publicó una página entera sobre el mensaje de Darío Antonio Úsuga, alias Otoniel, líder del clan del Golfo, manifestando que ellos también quieren hacer la paz. La corresponsal en Bogotá llamó la atención sobre la aclaración del presidente Santos: no se debe confundir esa rendición ante la justicia con un eventual proceso de paz con ese grupo de mini carteles, los nuevos grandes traficantes. También menciona que alias Gavilán, número dos de la organización, fue abatido por las autoridades. Ese celebrado operativo, incontrovertible acción de guerra que de inmediato provocó el anuncio de retaliaciones, va en contra del mensaje papal, y de la retórica ingenua del posconflicto.

Lástima que Francisco no se quedara más tiempo para afianzar la contundente pero efímera paz que trajo su presencia. La vanguardia intelectual debio quedar con guayabo, despistada, fuera de base. En San Garabato, un pueblo del genial caricaturista mexicano Rius donde no había cura, las beatas se quejaban cuando muy ocasionalmente alguno las visitaba de paso: “¡es que así nos dejan no más picadas de divino ardor!”










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