Publicado en El Espectador, Nov 8 de 2018
La hipócrita estigmatización de
la vagabunda transformada en víctima cambió de promotoras. En tiempos del “es
mi cuerpo, yo decido” como eslogan feminista sacrosanto, con obsesión por la
diversidad y supuesto respeto por cualquier orientación o práctica sexual,
iluminadas adalides coligadas con la caverna puritana insisten en proscribir encuentros
privados que les disgustan e indignan, así sean consensuales. Confunden mujeres
adultas y autónomas que deciden acostarse por dinero con niñas raptadas por
mafiosos, o indefensas campesinas abusadas por hijos de papi bogotanos.
Una de las costumbres más infames de
cierta élite bogotana hasta mediados del siglo XX era contratar jóvenes
campesinas como sirvientas para que los hijos de la familia se iniciaran
sexualmente sin temor al contagio.
En 1935, el médico salubrista
Laurentino Muñoz mencionaba “pobres seres indefensos, cándidos, a menudo
víctimas de los propios varones de las casas en dónde sirven; algunos padres de familia, pedagogos de
una fina ética sensible a las responsabilidades, aconsejan a sus hijos ejercer
la pretendida hombredad con ellas, carne de placer sin obligaciones… Los
propiciadores de esta unión brutal son al mismo tiempo quienes de esa manera
indigna quieren defender a sus hijos de las enfermedades venéreas”. Así, aprovechando
su posición privilegiada, “los jovencitos satisfechos trafican con el cuerpo de
sus servidoras”.
Para los patrones, el arreglo era casi más
cómodo que la esclavitud: total disponibilildad a cambio de alimentación y
alojamiento precarios, sin ninguna responsabilidad. “Cuando el abuso se divulga
demasiado ante el escándalo hipócrita de unas cuantas personas, la sirvienta
iniciada en la vida de los sexos sale a rodar de puerta en puerta buscando
colocación, ya sin conseguirla, porque, por lo general, sufre las consecuencias
de su humildad y de su ignorancia: lleva en sus entrañas el fruto de un amor
grosero, de un amor sin conciencia”.
Ni hablar de la opción aún clandestina
pero que entonces sí era severamente perseguida y castigada. “Si esta
desheredada, esta víctima de la brutalidad sexual, en un momento de
desequilibrio mental producido por el hambre, por la desnudez, por la falta de
abrigo, de lecho, extermina al hijo, vendrá entonces la justicia, el Estado, a
considerarla como a un ser irracional, como a una vergüenza de la especie;
nadie tiene para ella compasión, nadie intenta reconstruír la historia cruel de
su maternidad”.
Saturnino el sabio –según Germán Arciniegas “siempre en
sus juicios erguido hasta la intransigencia, y de una independencia
irreductible”- anotaba que “si en algún campo existe irresponsabilidad en
nuestro país es en el del sexo: abandono de los hijos, seducciones, comercio
con la ignorancia y la miseria con insensibilidad irracional. Los machos
colombianos viven vanagloriándose de su lascivia”.
Dos décadas después, Lucía Rubio de
Laverde también mencionaba la ignominiosa práctica, incriminando cómplices femeninas.
“Desgraciadamente a muchas de nuestras mujeres les cabe una parte de
responsabilidad en ese delicado problema. Madres hay que contratan para el
servicio doméstico jóvenes sanas y modestas con el oculto designio de que sus
hijos hallen esparcimiento sin peligros dentro de su propio hogar. Inician a la
joven en una carrera en la cual ya no se detendrá. Estas matronas seguramente
aprobarán que su marido frecuente las casas de diversión”.
Esta feminista temprana tenía claro que
el abandono tras la seducción llevaba a la prostitución. Por eso machacaba la
hipocresía de las élites. “La incitación a la caída es permanente, y universal
la condenación, pues para muchas de nuestras virtuosas damas, una madre soltera
es igual a una vagabunda… Las empleadas modestas se ven asediadas por los
patrones quienes cínicamente les ofrecen sueldo para todo. La pobre mujer que
ha sido estimulada a seguir la innoble profesión recibe todo el peso de la
culpa”.
Había sobradas razones para el temor de
las “familias bien” al contagio de sus señoritos. En 1928, una tesis de medicina
resumió los resultados del trabajo de campo realizado en la Casa del Estudiante:
tan sólo una cuarta parte de los entrevistados estaban “exentos de enfermedades
venéreas antes de los 25 años”. La “clase de mujer que los enfermó” la lideraban
las llamadas mujeres públicas (49%) seguidas de “numerosas sirvientas” (22%). El
bulto de los contagios (93%) ocurría con estudiantes borrachos que cerraban el
círculo vicioso con mucha más torpeza que decencia o conmiseración, expulsando
a la calle trabajadoras domésticas infectadas por ellos mismos.
El embarazo indeseado perdió
importancia como determinante del comercio sexual. La novedosa y torpe
expresión del clasismo es el invento sueco para rescatar prostitutas callejeras:
criminalizar a los clientes e ilegalizar la actividad, aumentando todos sus
riesgos, sobre todo la violencia y el abuso policial. Un verdadero bumerán que
perjudica a las supuestas beneficiarias de la represión, que ahora es taimada. Mientras
tanto, glamurosas escorts siguen atendiendo políticos y empresarios poderosos
en las urbes europeas, incluso en Estocolmo.
Arciniegas, Germán (1990). "Saturnino el sabio", columna “Hechos históricos”, El Tiempo, Jul 9
Muñoz, Laurentino (1935). La tragedia biológica del pueblo colombiano : estudio de observación y de vulgarización. Cali: Ed. América
Muñoz, Laurentino (1935). La tragedia biológica del pueblo colombiano : estudio de observación y de vulgarización. Cali: Ed. América
Olivos Lombana, Andrés (2018). Prostitución y "mujeres públicas" en Bogotá, 1886-1930. Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana
Rubio de Laverde, Lucila (1956). “La prostitución en Colombia”. Mito, Vol. 2, no. 11, p.346-347