Publicado en El Espectador, Julio 11 de 2019
Con enorme variabilidad y notorias excepciones, a los hombres toca
domesticarnos, literalmente. Por fortuna hay una contraprestación atada a ese
esfuerzo: buscando civilizar salvajes la mujer puede aprender a gozarse ciertos
desórdenes. Que lo diga doña Flor con sus dos maridos.
Ser ordenada o despelotado son características personales poco estudiadas,
a pesar de sus muchas implicaciones.
Limpié mi taller de carpintería porque me tocó desocupar el sitio.
La acumulación de aserrín, madera, herramientas, tornillos.. era aplastante. En
la faena aparecieron esa pequeña pinza, la broca especial y un largo etcétera de
cosas que busqué por horas. Nunca hice cuentas pero fue mucho el tiempo gastado
rastreando utensilios y la plata botada reponiendo otros refundidos que luego
aparecían.
Mi esposa tiene taller de cerámica y vitrales que parece un
laboratorio. Cuando viaja se instala en la casa una plácida guachafita hasta la
víspera de su regreso. Mi hija adolescente, beneficiaria de esos vacíos de
autoridad, es la persona más desordenada que conozco, pero no me preocupa: es
algo pasajero.
Desde niño el desorden ha sido mi karma, recurrente frustración y
fuente de conflictos domésticos, nunca estudiantiles ni laborales. Dos de mis hermanas
son tan meticulosas que saben con mapa preciso dónde están las tijeras: mueble,
cajón y coordenadas interiores. Esa minucia no pudo ser aprendida. A pesar de
que nos sermoneaban a diario y por parejo con el reguero, los frutos del
zumbido fueron dispares, tal vez contraproducentes.
Volviendo a mi carpintería, ninguna mujer hubiera aguantado semejante
desorden. Con muchos contraejemplos cercanos, sigo pensando que ahí hay
factores innatos y uno es ser hombre, sobre todo en crudo. El mayor desastre
que he visto en una cocina -restos de comida durante semanas, con varias capas verdosas-
era de un profesor soltero, léase sin amaestrar, porque el orden también se
aprende. En mi taller recogí restos de unos albañiles jóvenes y despelotados
que contraté años atrás. Hace poco los reencontré y ahora terminan cada jornada
barriendo y organizando.
Para buscar evidencia sobre diferencias hombre mujer en aguante
del desorden se podrían comparar residencias estudiantiles, o preguntarle a
empleadas domésticas si prefieren que las supervise la señora o el señor.
Desconcierta que ese rasgo crítico para las parejas, por
conflictivo, despierte tan poco interés. Al ignorar diferencias congénitas,
politizar lo doméstico e infantilizar mujeres en sus antiguos dominios, el
feminismo renunció a entender el asunto. Como con los celos y la violencia machista,
al confundir natural con justificable e inmodificable, empantana eventuales
soluciones.
Entre amigas de mi mamá, cuando el empleo femenino era excepcional,
el peso del oficio hogareño sobre la mujer variaba con el tamaño de la familia,
el número de empleadas domésticas y hasta la personalidad de ambos cónyuges, factores
que chismosas congéneres analizaban una y otra vez. Si a esa diversidad se le
suman acuerdos y concesiones entre personas adultas que trabajan, como en cualquier
pareja contemporánea, resulta evidente la precariedad de la explicación
limitada al patriarcado. La sobrecarga femenina que persiste tercamente en la
repartición de quehaceres hogareños sigue huérfana de teoría. No se entiende
por qué el Síndrome de Diógenes, la absoluta incapacidad para limpiar y
ordenar, afecta más a los hombres en España y a mujeres solteras en los EEUU, ni
por qué un síntoma del de “cartera desordenada” en las mujeres es el déficit de
atención con hiperactividad. Una investigación con tamaño de muestra millonario
encuentra que son las mujeres las que se quejan de la limpieza en los
hospitales, siempre empeñados en ese objetivo. Nadie explica ese resultado.
Es probable que personas obsesivamente ordenadas o exageradamente
despelotadas terminen juntas para aguantarse mutuamente. Pero, conjeturo, las
mujeres jamás alcanzarán los vergonzosos extremos de dejadez masculina y pueden
terminar haciéndole la tarea a un zángano inmune al caos, personaje bien
distinto de un patriarca.
Intrigadas por los cambios hormonales y cerebrales que vivieron embarazadas
y lactantes, varias científicas, madres y feministas, han investigado la
intensa relación de las mujeres con sus hijos, una verdadera adicción que las militantes
sin prole, las más radicales, sencillamente no comprenden y probablemente por
eso sostienen que la maternidad es una construcción social. Garantizar la
supervivencia infantil explicaría la lucha maternal contra infecciones y
desnutrición con especial preocupación por la limpieza y la buena alimentación,
o sea las tareas domésticas.
Datos colombianos sugieren que el trabajo en el hogar es un paquete
amarrado a la responsabilidad crucial de la crianza: el que la asume hace todo.
Compartir esa carga debe ser la médula de la colaboración masculina, y la inducción
apropiada sería participar en el parto, cambiar pañales y aliviar el llanto del
bebé controlando el reflejo masculino de huírle a esa señal. Cantaletear con las
obligaciones, confundir pereza o encarte con voluntad política de dominación es
tan absurdo como ineficaz.
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