Noviembre
de 2013
Una
de las más nefastas aplicaciones del principio del mal menor –según el
cual la prostitución previene las violaciones- fue el engranaje oficial que el
alto mando japonés estableció durante la segunda guerra mundial con mujeres de
toda el Asia para atender a sus tropas. Aunque inicialmente contaban con
prostitutas japonesas voluntarias, ante la rápida expansión militar optaron por
el reclutamiento forzado de jóvenes en varios países.
En
1995, Mun, una de las coreanas obligadas a atender los burdeles militares
nipones contó su historia a la escritora francesa Juliette Morillot. Se trataba
de una política oficial y abierta. Al colegio de Mun se presentaron para captar
voluntarias cuatro japoneses, dos de ellos con uniforme de la policía militar.
Cuando las promesas de trabajo utilizadas como señuelo dejaron de servir
recurrieron a la fuerza. A Mun la raptó un coreano que había ido con los
japoneses a su colegio. Varias de sus compañeras fueron secuestradas por
policías.
No
hubo escrúpulos en cuanto a edad o actividad de las víctimas. El grupo de Mun
era de colegialas, varias prepúperes y una menor de 11 años. “Cuando bajamos al
puerto cualquiera hubiera pensado que se trataba de una excursión escolar.
Algunas venían todavía en uniforme”. Les insistían que las llevaban a trabajar
como meseras, por lo que debían vestirse de manera especial. Un oficial las
acompañó a escoger sus atuendos. En la violación con la que iniciaron su nueva
vida participó incluso un médico del ejército, que se quedó con la menor de
ellas. Al poco tiempo ya estaban degradadas. “La primera semana de mi encierro,
recibí más de veinte soldados por día. No tenía sino algunos minutos después de
cada uno para lavarme y ya el siguiente empujaba la puerta. Después el ritmo se
aceleró y con el paso del tiempo me di cuenta de que los oficiales venían
menos y los reemplazaron soldados rasos. Más rústicos. Más jóvenes. Pero menos
exigentes. Les temía menos que a los de mayor grado pues no esperaban nada distinto
que mi pasividad y llevarlos a un placer que no duraba más de algunos segundos
para montarse y evacuar. Los oficiales, por el contrario, querían atenciones.
Algunos, tal vez nostálgicos de las geishas de su país hubieran querido
verme bailar o cantar. Servirles vino. Partían decepcionados de la
pobreza de mis talentos y como con la fatiga el brillo de mi belleza y la
atracción de lo nuevo no tardaron en desdibujarse, los oficiales pronto me
dejaron de lado a cambio de las nuevas cosechas más frescas de Corea”.
Aún se debate la magnitud de la
prositución militar japonesa. El historiador Yoshiaki Yoshimi estima en dos mil
el número de centros y hasta en doscientas mil las mujeres que con engaños,
compra o rapto llegaron de Corea, China, Taiwan, Filipinas e Indonesia para
atender en las casas de consuelo –comfort houses- con las que se
pretendía reducir la incidencia de violaciones, controlar la transmisión de
venéreas y recompensar a la tropa por los largos períodos en el frente. El
término comfort nada tenía que ver
con las deplorables condiciones en las que estas esclavas sexuales atendían a
los soldados japoneses, que se referían a ellas como baños públicos. El
impacto sobre las violaciones fue mínimo. Un militar declaró luego que “las
mujeres gritaban, pero no nos importaba si ellas vivían o morían. Éramos los
soldados del emperador. Tanto en los burdeles militares como en las aldeas,
violábamos sin titubeos”.
Algunos trabajos recientes sobre el
conflicto colombiano casi sugieren que en materia de prostitución forzada los
actores armados serían una especie de ejército nipón en pequeña escala. En Basta Ya, informe final del Grupo de
Memoria Histórica (GMH), no sólo se ignora el vigoroso comercio sexual jalonado
hace años por el narcotráfico, sino que se repite el guión que cualquier
manifestación de esa actividad es forzada y se da en paralelo con violaciones
generalizadas.
Una etnografía que el mismo GMH hizo
sobre el comercio sexual en El Placer, Putumayo, contradice la visión
doctrinaria que lamentablemente se adoptó para el informe final. Algunos
fragmentos de este minucioso trabajo de campo –que acabó siendo deformado y
silenciado- evidencian que no siempre, ni siquiera en todas las guerras,
la inducción al sexo venal es como
la de las colegialas coreanas raptadas por los japoneses.
En esta zona cocalera, primero bajo
control de la guerrilla y luego de los paramilitares, un sitio popular de
reunión era la fuente de soda, en realidad una especie de cantina. “Allí se
vendía licor y se bailaba. Los clientes eran hombres civiles y armados de
distintas edades atendidos por mujeres jóvenes. Muchas de ellas llegaron a la
zona como raspachines, cocineras o empleadas de servicio en fincas cocaleras o
laboratorios … La dureza de estas labores y la mala paga motivaron a las
jóvenes a la búsqueda de un trabajo “menos pesado”, de “buena paga” y donde tuvieran
otro tipo de interacción social dentro del casco urbano de El Placer. Muchas
encontraron en los puestos de fuentes de soda lo que necesitaban trabajando
allí como meseras. Para algunas de
ellas, este lugar se convirtió en la entrada al mundo de la prostitución”.
Un comandante entrevistado se refiere a
esas cafeterías como la “universidad” de las jóvenes. “Las peladas comienzan a
trabajar en las fuentes de soda, ya empiezan a compartir con los pelados que
salían: “Yo trabajo hasta tales horas y luego nos vemos para ir a la
residencia”. No eran trabajadoras declaradas, sino más que todo reservadas”.
Para las prostitutas ya establecidas, o
sea menos “ocultas o solapadas” que las meseras, el escenario tampoco concuerda
con la casa de consuelo descrita por
Mun. “Llevábamos las mujeres allá, iban sesenta o cuarenta ... Se armaban
carpas, se mataban dos o tres animales y se preparaba la comida ahí. Bailaban,
se bañaban y hacían sus necesidades”. Pese a la burda denominación utilizada
por el entrevistado para los encuentros sexuales, el ambiente descrito era de
fuente de soda temporal, de cantina campestre improvisada, pero definitivamente
no de baño público.