Octubre de 2014
A las cortes errantes medievales, con sus
guerreros y servidores, las seguían una gran cantidad de mujeres “atraídas por
la codicia y el libertinaje”. Ellas y sus amantes, que vivían de la
prostitución, el robo y el juego, se conocían como ribauds. Estas “turbas degradadas” crecieron considerablemente con
las cruzadas, pero en tal desorden que fue necesaria una autoridad especial y
permanente para mantener un mínimo de compostura. Felipe II (1165-1223) logró
sacarles provecho organizándolas militarmente. Continuaron con los desafueros,
reclutando mujeres a su paso, pero el rey se libró del control cotidiano
aprovechando ocasionalmente su valentía y audacia como cuerpo élite de batalla.
Las puso bajo la dirección de un alto oficial de la corte, conocido como el roi des ribauds, algo como el rey de la
chusma. Este antiguo oficial, precedido de gran prestigio y respeto, contaba
con un carcelero y un verdugo para los juicios sumarios y la imposición de
multas. El cargo se tornó muy lucrativo pues además de la justicia privada
podía cobrarle impuestos a las tabernas y a las mujeres públicas.
Por la misma época, en la china de la
dinastía Song, los campamentos militares estaban siempre rodeados de burdeles,
una tradición de varios siglos, desde el período de Primaveras y Otoños
(722–479 a.c.) cuando el rey Goujian de Yue usó prostitutas para mantener el
ánimo de sus soldados. No se trataba de profesionales del sexo sino de mujeres
capturadas con el propósito de servir al ejército.
En la América precolombina los Aztecas o
Mexica construyeron un poderoso imperio con un ejército siempre renovado de
hombres comprometidos con la guerra. Progresivamente se aceptó que ciertas
mujeres actuaran como auianimes,
“alegradoras” o jóvenes de placer, para atender a los guerreros. Durante el
régimen de Ahuitzotl eran “mujeres públicas que pintaban sus caras con rojos y
amarillos brillantes y mascaban chicle”, expertas en artes amatorias que
cambiaban sus favores por valiosos regalos. El destino determinaba parcialmente
cuales jóvenes se convertirían en auianimes, que en principio nacían bajo la
influencia de ciertas divinidades, como Tlazolteotl, reina del sexo. Además de
la cara pintada se peinaban de manera distintiva. Provenían no sólo de la
población menos favorecida sino de los prisioneros de guerra. Se consideraban
útiles para satisfacer las necesidades sexuales de los guerreros y así prevenir
que se casaran antes de los veinte años, un matrimonio prematuro que debilitaba
al ejército. También podían servirle a los guerreros casados y con concubina
como recompensa por arriesgar su vida. Eran estos militares de mejor posición
los que les daban a las auianimes maquillaje, decoraciones para su peinado y buenas
joyas.
Los aztecas menospreciaban a las mujeres
viejas y solteras, pero con el aumento de la guerra su presencia empezó a ser
tolerada en los lugares en donde los guerreros buscaban reposo. Aunque las
auianimes de cualquier edad eran miradas con cierto desdén, se las honraba
cuando los guerreros las escogían como parejas de baile en algunas fiestas
importantes. En esas ocasiones especiales no usaban sus pinturas
características y al lado de los guerreros eran reconocidas oficialmente y
valoradas como miembros de la sociedad. Pero cuando contraían alguna enfermedad
venérea o la edad las debilitaba, el baile era un último homenaje ya que las
estrangulaban por la espalda. Con el crecimiento del ejército Mexica, la
participación femenina directa en las batallas disminuyó, y se hizo más común el
papel de acompañantes de las tropas, para cocinarles y cargar abastecimientos.
También ganaron importancia otras formas de apoyo a la guerra, como tener hijos
combatientes, ser esposas o compañeras sexuales.
Al igual que las veshya o ganika de la
India, se trataba de personas no sujetas a las normas y restricciones de las
mujeres de las clases altas. Bernardino de Sahagún las describe mostrando que
no se tratada de una actividad exclusivamente guerrera. “Tú eres alegre. Le
sales a la gente a su paso. Eres bulliciosa y desasosegada. Llamas a los
hombres con señas de la cara. Pones cara risueña a los hombres. Andas pescando
a los hombres. Eres mujer disoluta”. Los españoles nunca entendieron el valor
social asignado por los Mexica a las
auianimes. Siempre las vieron como simples prostitutas y las
consideraron una escoria. En los enfrentamientos con los conquistadores, las
auianimes también tenían un papel de mociuaquetzque
o sea de animadoras en las batallas. “¿Por qué retrocedes? ¿No tienes
vergüenza? Ninguna mujer se pintará de nuevo la cara por tí” les gritaban a los
soldados. Las enemistades existentes entre los grupos mesoamericanos antes de
la llegada de los españoles hicieron que la participación de las aborígenes en
la conquista fuera bien compleja. Algunas de ellas, bautizadas, se unieron al
enemigo del enemigo para combatirlo.
Las guerras contra los españoles, los
norteamericanos, los franceses y luego la revolución hicieron necesaria la
presencia de mujeres en los ejércitos mexicanos, como acompañantes de soldados,
cocineras, lavanderas, enfermeras, concubinas, prostitutas o esclavas sexuales.
El papel primordial de sirvientas se remonta a las prácticas militares de los
Mexica que contaban con contingentes femeninos para cargar suministros y
cocinar. El término soldadera fue
introducido por los españoles para designar a quien recibía la paga del
combatiente, la soldada. Las tropas
mexicanas no alimentaban a sus guerreros sino que les daban dinero para que las
soldaderas atendieran sus necesidades. El ejército francés trajo sus propias
acompañantes, las vivandières.
El papel de las soldaderas como guías,
correos e intérpretes fue fundamental pues podían desplazarse por territorios
hostiles con mayor facilidad que los varones. Fueron comunes las redes entre sirvientas
de soldados realistas para obtener información útil para los rebeldes. Un juez
se quejaba de que las mujeres “son uno de los mayores males que hemos tenido
desde el principio de estas guerras pues aprovechando su sexo son un
instrumento para seducir todo tipo de personas”. Muchas de ellas utilizaban la
jerarquía de las tropas –locales o invasoras- como mecanismo de ascenso social.
Por eso eran tan frecuentes las acusaciones de deslealdad y traición. La
regularidad de los sueldos constituía un poderoso imán para concubinas o
prostitutas y, como las rangueras de las FARC, las soldaderas de los oficiales
tenían mayor estatus.
Algunas soldaderas eran valerosas
combatientes. En la época colonial hubo un resurgimiento con tinte español de
las diosas de la guerra precolombinas. La aparición de Nuestra Señora de
Guadalupe, o María la Insurgente, tuvo lugar allí donde quedaba el templo
dedicado a Toci y Tonantzin, antiguas diosas de los Mexica.
Las aompañantes colombianas en la Guerra de
los Mil Días se conocen como Juanas, Cholas o Rabonas. Las razones para apoyar
a las tropas iban desde “la pasión política y el afán de lucro hasta los
caprichos del amor y el apego a la aventura”. Servían de apoyo logístico, como
mensajeras e informadoras, suministradoras de productos alimenticios y de
materiales bélicos y de sanidad, o como guerreras. “Marchando a la retaguardia
y algunas sin siquiera nexos de corazón o familia con los combatientes, los
curaban, alimentaban, consolaban y veían por sus ropas y sus armas”. Inevitablemente
se mezcaban con “las damas de la vida alegre que combinaban su papel de
meretrices con comercios ambulantes de baratijas y licor”. Sobre los retozos
amorosos de las acompañantes de guerreros, en La Venturosa, Ramón Manrique
anota que “cuando le restaba al trasiego un tiempesito, le gustaba a la juana
oficiar en el altar de la Venus mercenaria, cuya ara levantaba a la sombra
cómplice de un Payandé o en la ardiente arena de una playa”.