Publicado en El Espectador, Marzo 15 de 2018
De Francisco, Margarita Rosa (2018). “El miedo a la mujer”. El Tiempo, Ene 4
Son pocas
las feministas que aceptan la biología o la etología, disciplinas
indispensables para entender la naturaleza humana.
Cuando la
psicología evolutiva divulgó la teoría sobre diferencias naturales en las
sexualidades, un argumento básico fue la comparación entre el óvulo y el
espermatozoide. “Lo que define el sexo biológico es el tamaño de las células
sexuales. Los grandes gametos femeninos son relativamente estables y vienen
cargados de nutrientes. Los pequeños gametos masculinos están dotados de
movilidad y nadan rápido”. Los primeros, muchísimo más valiosos, explicaban la
cautela femenina; los segundos, insignificantes, se asociaban con un
irresponsable y suicida gusto por la competencia.
Con el
reciente afán femenino por emular a los machos, los óvulos “luchan por ser los elegidos. La
diferencia con el esperma no es tan grande como suele creerse… En el caso de
las mujeres también hay numerosos gametos que libran una dura batalla interna para ganarse el derecho a engendrar”.
Lo anterior a pesar de que la producción de espermatozoides puede alcanzar
millones por hora y su tamaño es cientos de veces inferior al del óvulo. En
aras de la igualdad, da lo mismo zancudos que jirafas.
La enorme
inversión femenina no termina con los óvulos: siguen embarazo, lactancia y
crianza. En algunas especies -grillo mormón, caballo de mar o rana venenosa
panameña- el esfuerzo de las hembras es menor y los machos son más selectivos.
El sexo define diferencias anatómicas y fisiológicas pero también
predisposiciones distintas ante la reproducción.
A principios
del siglo XX, la bióloga Nettie Stevens trabajó en el zoológico donde Theodor
Boveri había recogido huevos de erizo para identificar cromosomas. Boveri
mostró que las células con cromosomas alterados no se desarrollaban normalmente
y que los determinantes biológicos del sexo se encontraban al interior de
estos. Stevens escogió un organismo simple, el gusano de harina, y encontró
que, de un total de 20 cromosomas, uno solo determinaba el sexo. En las hembras
había diez pares iguales mientras que en los machos dos no coincidían: uno era
más pequeño que el otro, pero definía el sexo. Stevens propuso una teoría
simple: el esperma puede ser de dos formas, masculino o femenino. Si el primero
fertiliza el óvulo, el embrión será macho, si no, será hembra.
Edmund
Wilson, colaborador de Stevens, llamó al cromosoma macho Y y al otro X. Así,
las celulas femeninas son XX y las masculinas XY. Un corolario de estos
hallazgos fue que si el cromosoma Y contenía toda la información para producir
un macho, entonces debería portar “genes de masculinidad”. Inicialmente, se
esperaba encontrar que decenas de ellos estaban implicados puesto que el sexo
conlleva innumerables características anatómicas, fisiológicas y psicológicas.
Se pensaba que era imposible que un sólo gen pudiera contener tanta
información.
La genética
mostró luego que el cromosoma Y es particularmente inhóspito para los genes. A
diferencia de todos los demás, el Y es un pobre solterón, sin pareja, que no
puede copiarse ni duplicarse y deja indefensos todos los genes a su cargo. Una
mutación en cualquier otro cromosoma puede repararse o copiarse; en el Y no
existe esa opción: “está marcado con los daños y las cicatrices de la historia.
Es el lugar más vulnerable del genoma humano”.
Como
consecuencia del permanente bombardeo genético, hace millones de años el
cromosoma Y empezó a desperdiciar información. Los genes valiosos para la
superviviencia fueron recombinados en otros lugares del genoma donde podrían
estar mejor protegidos. Ante la pérdida de información, el mismo cromosoma Y
fue achicándose hasta llegar a ser el más pequeño, “la víctima de la
obsolescencia planeada, destinada a una convalescencia solo masculina donde
puede desaparecer”.
La figura
utilizada hace décadas para destacar las precauciones instintivas de las
mujeres antes de permitir que sus
valiosos óvulos sean fecundados por minúsculos y desechables nadadores
compitiendo debe complementarse con la del pobre, atípico y solitario cromosoma
Y, esa minúscula cosita deleznable que acaba definiendo quien será hombre. “El símbolo
de la masculinidad es de todo menos fuerte y duradero”.
Tranquilzaría
pensar que esa deplorable combinación de millones de espermatozoides muriendo
en el intento con lastimosos cromosomas Y, chichipatas en vía de extinción, no
afecta la psiquis masculina. Camille Paglia, historiadora del arte y
darwinista, sugiere lo contrario: “la sexualidad masculina es inherentemente
maniaco depresiva. Los hombres viven en estado constante de ansiedad,
padeciendo el hormigueo de sus hormonas. Deambulan por el mundo buscando satisfacción,
con antojo y desprecio, nunca satisfechos. No hay nada en esa angustiosa
dinámica que las mujeres puedan envidiar”. La Paglia y Margarita Rosa de
Francisco, también lúcida feminista, entendieron bien ese “terror primario”,
ese atávico y visceral pánico varonil ante la sexualidad femenina, cuyo poder
“raya con lo mágico”.
* Facultad de Economía, Externado de Colombia
Abundancia, Rita (2018). “El himen como prueba de virginidad y otros mitos que desmontan estas dos noruegas”. El País, Ene 30
Buss, David (1994). The Evolution of Desire. Basic Books
De Francisco, Margarita Rosa (2018). “El miedo a la mujer”. El Tiempo, Ene 4
Mukherjee, Siddhartha (2016). The Gene. An Intimate History. Scribner
Paglia, Camille (1991). Sexual Personae. Art and decadence from Nefertiti to Emily Dickinson. Vintage