Publicado en El Espectador, Agosto 2 de 2018
Bocaccio, Giovanni. El Decamerón. Luarna Ediciones
Herlihy, David (1997). The Black Death and the Transformation of the West. Harvard University Press
La Peste
Negra de mediados del siglo XIV y las epidemias posteriores incrementaron de
manera colosal la mortalidad en lugares tan alejados como Inglaterra e Italia. En
1420 la población europea era apenas la tercera parte de la observada un siglo
antes. Por la ruta de la seda, la plaga iniciada en China llegó a Rusia y al
Mar Negro. En un avance de guerra biológica, descendientes de Gengis Khan
catapultaron cuerpos infectados sobre la muralla de una ciudad genovesa en
Crimea. De allí la peste alcanzó Constantinopla y Egipto saltando luego a
Mesina, Pisa, Génova, Venecia, Marsella y Barcelona. Pasó después a Inglaterra
para bajar por el Atlántico a Burdeos y Bayona.
Lo que
parecía una enfermedad tropical llegó al mar Báltico y a los puertos del norte
de Europa. Los testigos mencionan forúnculos, bubones y antrax en las víctimas
y por eso se generalizó la idea de peste bubónica, pero persisten dudas sobre
ese diagnóstico. A diferencia de lo ocurrido en China, en donde se reportaron unas
veinte mil ratas muertas, en Europa nadie habló de una epidemia animal que la
precediera. También sorprende la facilidad y rapidez con que se expandió aún en
invierno una enfermedad no transmisible entre seres humanos. Las excavaciones
arqueológicas recientes indican que la tasa de contagio fue demasiado alta para
ser causada exclusivamente por roedores.
Hay mayor
acuerdo y evidencia sobre las consecuencias de la peste que sobre sus causas.
La secuela más inmediata fueron las migraciones para evitar el contagio. El
retiro de diez florentinos a un refugio campestre relatado por Boccacio en El Decamerón ilustra esta reacción. “Ninguna
medicina era mejor ni tan buena contra la peste que huir de ella”, apunta el
escritor. La gente abandonaba su trabajo, prefiriendo satistacer sus apetitos:
“se volvieron laxos en sus costumbres y descuidaron sus quehaceres como si
esperaran la muerte ese mismo día”. Guillaume de Machaut, poeta francés,
lamentaba “las espléndidas granjas que quedaron sin arar”. Con la epidemia aumentó
la demanda por ciertas ocupaciones -sepultureros, médicos y sacerdotes- cuya
idoneidad sufrió un abrupto deterioro.
Un impacto evidente
fue el debilitamiento de la disciplina social y la cohesión. A largo plazo decayeron
la calidad del tejido social y la razón de ser de ciertas tradiciones
culturales. La peste implicó profundas divisiones entre los enfermos y la gente
sana; llevó a una súbita disrupción en la manera de enfrentar la muerte. En
épocas anteriores, la Iglesia había logrado atenuar el golpe de un
fallecimiento con rituales para mitigar el duelo. Hasta el siglo XIV los
arreglos funerales fueron cada vez más elaborados. Sin embargo, “con el
incremento en la ferocidad de la plaga, esas costumbres cesaron parcial o
totalmente y fueron reemplazadas por otras”, anota Bocaccio. El miedo al
contagio primó sobre el cuidado de los muertos, cuyos cuerpos empezaron a ser apilados
al frente de las viviendas. Los féretros dejaron de ser individuales. Evitar la
infección convirtió a los afectados en enemigos. Según un testigo, a los
enfermos “se les botaba la comida y la bebida al lado de la cama… Ni los
parientes ni los amigos se preocupaban por lo que pudiera ocurrirles”. De las
montañas apartadas venían rudos campesinos para enterrar en fosas comunes a los
muertos.
La repulsión
con los contagiados y agonizantes se convirtió en verdadero horror, “en el
sentido que la vida misma era una batalla desesperada contra el dominio de la
muerte”. Un ejemplo diciente de las macabras representaciones que se volvieron
comunes es la tumba del Cardenal Lagrange en Avignon, con una imagen de su
cuerpo desnudo, descompuesto y el siguiente epitafio: “polvo eres y en polvo te
convertirás, cadáver podrido, bocado y comida para gusanos”. La muerte se había
vuelto indómita, desprestigiando el cuerpo. Eso parecían reflejar las fiestas y
celebraciones que insólitamente empezaron a multiplicarse con la epidemia:
“comamos, bebamos y gocemos, que mañana moriremos” era la consigna.
Las orgías
que muchos testigos describen eran como la celebración de una breve victoria sobre
la muerte. Sólo así se entiende que un lugar usual para los desenfrenos fueran
los cementerios. El de Champfleur en Avignon, a finales del siglo XIV, se
convirtió en verdadera “zona roja”: un escenario de libertinaje y descontrol.
Las prostitutas se ofrecían allí mismo y “fornicadores y adúlteros buscaban
entre las tumbas”.
Bocaccio explica
por qué el desorden se consolidó: un perverso e impune carpe diem. “Con la gran aflicción y miseria, la reverencia a la
autoridad de las leyes divinas y humanas decayó… Todos podían hacer lo que
querían”. En situaciones extremas, la cultura es más frágil y desechable que
los instintos, hoy ignorados hasta el absurdo por idealismos empeñados en moldear
la naturaleza humana sin entenderla.
Alcibiades (2017). “Did Rats Bring the Black Death Plague in the Middle Ages ?”. Medieval History, Mar 25
Bocaccio, Giovanni. El Decamerón. Luarna Ediciones
Herlihy, David (1997). The Black Death and the Transformation of the West. Harvard University Press
Zahler, Diane (2009). The Black Death. Minneapolis: Twenty-first Century Books