Publicado en El Espectador, Mayo 4 de 2017
Una mujer que nunca
tomó cursos de género logro que se proscribiera una droga con efectos
desastrosos sobre las embarazadas y sus hijos.
Durante la guerra
del Pacífico, las tropas norteamericanas luchaban contra los japoneses y la
malaria. Encontrar un sustituto de la quinina se volvió un propósito nacional.
Al departamento de farmacología de la Universidad de Chicago, donde trabajaba
Frances Odham Kelsey, llegó una extraña sustancia enviada por un veterinario tejano.
Debía funcionar pues ya la había probado en su secretaria y ahora pensaba
ensayarla en el ganado. El envío del infame machista tampoco sirvió. Finalizó
la guerra sin que se encontrara el anhelado sustituto de la quinina, pero
Kelsey sumó esa valiosa experiencia a su formación de bióloga, bioquímica y
farmacóloga. Supo que los conejos metabolizan rápidamente la quinina, las
conejas embarazadas mucho menos y los embriones nada. También constató que
algunas drogas atraviesan la placenta. Este aprendizaje le sirvió cuando, 15
años más tarde, trabajando en la FDA (Food and Drug Administration) tuvo que
evaluar un sedativo aparentemente inofensivo, la talidomida.
Bajo presión de la
farmacéutica que pedía aprobar de manera expedita una droga usada masivamente
en el resto del mundo, Kelsey se tomó todo el tiempo que estimó necesario. “Los
reportes clínicos eran más testimonios que estudios bien diseñados y
ejecutados” lamentaba. Cuando un médico inglés señaló ciertos efectos
secundarios, ella recordó cómo la quinina afectaba diferencialmente a los
conejos machos, hembras o fetos y sospechó que su peor efecto podría ser en
mujeres embarazadas. Poco después se empezaron a reportar nacimientos de niños
deformes en Europa. Se incrementaron los abortos espontáneos y las muertes de bebés.
Un obstetra alemán encontró que un alto porcentaje de las madres con problemas
habían tomado talidomida. A pesar de la protesta del fabricante alemán, la
droga, que se vendía sin fórmula médica, salió de circulación.
La terquedad de
Kelsey solicitando datos y pruebas impidió que la talidomida entrara al mercado
norteamericano. La implacable científica hizo mucho más que controlar una
sustancia peligrosa: cambió los procedimientos para hacerles ensayos a las
drogas. Gracias a ella, los países comparten de oficio información sobre
efectos colaterales. Años después de haber sido condecorada por John F Kennedy
como heroína nacional, investigadoras como ella enfrentarían progresivamente un
insólito contrincante que niega diferencias biológicas entre hombres y mujeres:
el feminismo de género.
Ha sido tradicional
que los ensayos preliminares de drogas en animales se hagan con machos. Siempre
se consideró que las hembras presentaban demasiadas variaciones hormonales que
introducían ruido en el análisis de los efectos. Ese prejuicio, casi
centenario, no tiene base científica sólida. En 1993 el NIH (National
Institutes of Health) ordenó que también hubiera mujeres en los ensayos médicos
humanos pero no hizo nada similar para impulsar la investigación equilibrada
con animales. El sesgo masculino -que ha venido en aumento y no es atribuíble a
la medicina patriarcal- es evidente en neurociencias, farmacología y
fisiología, donde los estudios con machos superan ampliamente aquellos con
hembras. Los trabajos con ambos sexos normalmente no tienen en cuenta esa
variable. “No se puede suponer que, más allá del sistema reproductivo, las
diferencias sexuales o no existen o son irrelevantes; a pesar de esto, una alta
proporción de los estudios no especifican el sexo y en los experimentos
realizados con hombres y mujeres es usual que la información no se analice por
separado”.
Solo en 2014 el NIH
empezó a exigir que las investigaciones con animales incluyeran hembras. Varias
académicas formadas en el feminismo de género rechazaron la directiva por
razones ideológicas: la investigación servirá para justificar un tratamiento
desigual hacia las mujeres.
Fue una suerte que
Frances Kelsey aprendiera sobre los efectos de la quinina sin incomodarse por reconocer
diferencias biológicas entre machos y hembras. Cuando en los años sesenta
siguió sus intuiciones, para concentrarse en el impacto de la talidomida sobre
las mujeres embarazadas y los embriones, también estuvo libre de presiones del feminismo
de género. Cordelia Fine, influyente psicóloga social que no quiere ni oír
afirmaciones como “los hombres tal cosa y las mujeres tal otra”, la calificaría
de farmacosexista. Militante radical, Fine decretó que no puede haber ciencia
contraria a la doctrina: “si los sexos son esencialmente distintos, entonces la
igualdad de oportunidades nunca llevará a la igualdad de resultados”. Toca
predicar que el sexo al nacer no importa, postulado alucinante que perjudica, a
veces fatalmente, a las mismas mujeres. Hoy el laboratorio fabricante de la
talidomida se hubiera aliado con grupos de presión feministas para defender la
salud igualitaria: los efectos secundarios solo en mujeres se consideran
discriminatorios, y esto no es política ficción.
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