Publicado en El Espectador, Mayo 3 de 2018
Causó indignación el falllo por la violación grupal de una joven en las fiestas de San Fermín, en España.
Para los jueces, la víctima de la banda conocida como ‘La Manada’ sufrió “abuso sexual continuado”; no hubo agresión, violencia ni intimidación, a pesar del “agobio y desasosiego que le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad, (haciendo) lo que los procesados le decían, la mayor parte del tiempo con los ojos cerrados”. La misma sentencia anota que los atacantes “se dirigían a la cámara de grabación, jactándose de sus acciones sobre la denunciante, a quien en ningún momento se le aprecia expresión de disfrute alguno, sino de hastío e incluso dolor”.
La resolución judicial de esta violación recuerda una sentencia de 2009 de la Corte Suprema de Justicia colombiana, divulgada por El Espectador en 2017, según la cual cuando la víctima no opone resistencia a su agresor hay consentimiento. El caso había ocurrido en 2007 cuando Dennis Lorena y Amalia salieron a la madrugada de un bar, cinco desconocidos las rodearon y uno de ellos manoseó a Dennis sin importarle que protestara; los delincuentes intensificaron las amenazas y las llevaron a un parque donde “las intimidaron, las empujaron contra una pared y les robaron sus teléfonos celulares y bolsos de mano”. Cuatro de ellos huyeron y el quinto amenazó con “chuzar” a Dennis para obligarla “a bajarle el pantalón y practicarle sexo oral” mientras tocaba los senos de Amalia. Le ordenó desnudarse pero tuvo que irse porque unos taxistas llegaron a ayudarla.
En primera y segunda instancia el caso fue fallado en contra del atacante; llegó a la Corte Suprema y le correspondió la revisión al magistrado José Leonidas Bustos. La defensa insistió que hubo consentimiento: “una mujer que va a ser accedida carnalmente entra en llanto, angustia, rabia, desesperación y hace lo imposible para evitar que se consume tal hecho”. Con la protesta de dos magistrados, Bustos aceptó esa peregrina tesis. “Si las supuestas ofendidas sostuvieron que el acusado no ejerció violencia física, no se entiende cómo Dennis Lorena Cortés accedió a quitarse el pantalón ajustado que llevaba la noche de los hechos… Tampoco se comprende la razón por la cual ninguna de las mujeres huyó, pidió ayuda o de cualquier manera intentó oponerse a la supuesta agresión y, por el contrario, Dennis Lorena atendiera sin oposición los variados requerimientos del procesado”.
En 1973, Kristin Ehenmark, cajera de un banco sueco se enamoró de Erik Olsson, el asaltante que la mantuvo retenida con sus compañeros por cinco días. La insólita reacción fue denominada síndrome de Estocolmo y desde entonces se utiliza para describir el vínculo emotivo que puede surgir entre una víctima y su atacante. “Los rehenes estaban de mi lado, me protegieron para que en ciertos momentos la policía no me disparara” recordaba Olssom. El término fue acuñado tras ese incidente de secuestro, pero también surge en otros contextos. En abuso infantil, violencia doméstica, proxenetismo o cualquier relación de dominación, puede darse la insólita reacción de aceptar, incluso apreciar, al victimario.
Siguiendo la rancia y desacertada lógica de Bustos y los magistrados españoles, que por la reacción de las víctimas consideraron inexistente la amenaza de agresión, si un rehén sufriera síndrome de Estocolmo, un secuestro se podría transformar en algo tan inocuo como una amigable invitación a quedarse al lado del criminal.
En ambos casos la justicia reconoció los hechos, les creyó a las víctimas, pero estuvo bien lejos de entender e interpretar adecuadamente su reacción ante el peligro. Los jueces están desactualizados en disciplinas comportamentales, en la comprensión de cómo funciona el cerebro. Siguen aferrados a la racionalidad del “code civil” napoleónico. La sanción prevista en la ley para cualquier ataque no puede depender de lo que hagan las víctimas. Así como el síndrome de Estocolmo no cambia la naturaleza ni la gravedad de un secuestro, ni debe disminuír la pena impuesta a los victimarios, en una violación, como señala Antonio Elorza, “no importaría siquiera que la víctima tuviese el complejo de Mesalina y gozara, ni que en sentido contrario sufriera una gravísima crisis psicológica por efecto de los hechos”, puesto que los agresores practicaron de manera consciente y eficaz la intimidación.
El descache del magistrado Bustos puede ser demasiado costoso en Colombia donde una fracción importante de los violadores lo son casi por casualidad, precisamente porque capitalizan el miedo que producen otras agresiones suyas, como el atraco. Al ser amenazadas con un arma para despojarlas de sus pertenencias, muchas mujeres víctimas se asustan de tal manera que los criminales aprovechan para atacarlas sexualmente: predomina en ellas el instinto de supervivencia, un asunto demasiado arcaico e irracional para interesar a juristas iluminados.
Para los jueces, la víctima de la banda conocida como ‘La Manada’ sufrió “abuso sexual continuado”; no hubo agresión, violencia ni intimidación, a pesar del “agobio y desasosiego que le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad, (haciendo) lo que los procesados le decían, la mayor parte del tiempo con los ojos cerrados”. La misma sentencia anota que los atacantes “se dirigían a la cámara de grabación, jactándose de sus acciones sobre la denunciante, a quien en ningún momento se le aprecia expresión de disfrute alguno, sino de hastío e incluso dolor”.
La resolución judicial de esta violación recuerda una sentencia de 2009 de la Corte Suprema de Justicia colombiana, divulgada por El Espectador en 2017, según la cual cuando la víctima no opone resistencia a su agresor hay consentimiento. El caso había ocurrido en 2007 cuando Dennis Lorena y Amalia salieron a la madrugada de un bar, cinco desconocidos las rodearon y uno de ellos manoseó a Dennis sin importarle que protestara; los delincuentes intensificaron las amenazas y las llevaron a un parque donde “las intimidaron, las empujaron contra una pared y les robaron sus teléfonos celulares y bolsos de mano”. Cuatro de ellos huyeron y el quinto amenazó con “chuzar” a Dennis para obligarla “a bajarle el pantalón y practicarle sexo oral” mientras tocaba los senos de Amalia. Le ordenó desnudarse pero tuvo que irse porque unos taxistas llegaron a ayudarla.
En primera y segunda instancia el caso fue fallado en contra del atacante; llegó a la Corte Suprema y le correspondió la revisión al magistrado José Leonidas Bustos. La defensa insistió que hubo consentimiento: “una mujer que va a ser accedida carnalmente entra en llanto, angustia, rabia, desesperación y hace lo imposible para evitar que se consume tal hecho”. Con la protesta de dos magistrados, Bustos aceptó esa peregrina tesis. “Si las supuestas ofendidas sostuvieron que el acusado no ejerció violencia física, no se entiende cómo Dennis Lorena Cortés accedió a quitarse el pantalón ajustado que llevaba la noche de los hechos… Tampoco se comprende la razón por la cual ninguna de las mujeres huyó, pidió ayuda o de cualquier manera intentó oponerse a la supuesta agresión y, por el contrario, Dennis Lorena atendiera sin oposición los variados requerimientos del procesado”.
En 1973, Kristin Ehenmark, cajera de un banco sueco se enamoró de Erik Olsson, el asaltante que la mantuvo retenida con sus compañeros por cinco días. La insólita reacción fue denominada síndrome de Estocolmo y desde entonces se utiliza para describir el vínculo emotivo que puede surgir entre una víctima y su atacante. “Los rehenes estaban de mi lado, me protegieron para que en ciertos momentos la policía no me disparara” recordaba Olssom. El término fue acuñado tras ese incidente de secuestro, pero también surge en otros contextos. En abuso infantil, violencia doméstica, proxenetismo o cualquier relación de dominación, puede darse la insólita reacción de aceptar, incluso apreciar, al victimario.
Siguiendo la rancia y desacertada lógica de Bustos y los magistrados españoles, que por la reacción de las víctimas consideraron inexistente la amenaza de agresión, si un rehén sufriera síndrome de Estocolmo, un secuestro se podría transformar en algo tan inocuo como una amigable invitación a quedarse al lado del criminal.
En ambos casos la justicia reconoció los hechos, les creyó a las víctimas, pero estuvo bien lejos de entender e interpretar adecuadamente su reacción ante el peligro. Los jueces están desactualizados en disciplinas comportamentales, en la comprensión de cómo funciona el cerebro. Siguen aferrados a la racionalidad del “code civil” napoleónico. La sanción prevista en la ley para cualquier ataque no puede depender de lo que hagan las víctimas. Así como el síndrome de Estocolmo no cambia la naturaleza ni la gravedad de un secuestro, ni debe disminuír la pena impuesta a los victimarios, en una violación, como señala Antonio Elorza, “no importaría siquiera que la víctima tuviese el complejo de Mesalina y gozara, ni que en sentido contrario sufriera una gravísima crisis psicológica por efecto de los hechos”, puesto que los agresores practicaron de manera consciente y eficaz la intimidación.
El descache del magistrado Bustos puede ser demasiado costoso en Colombia donde una fracción importante de los violadores lo son casi por casualidad, precisamente porque capitalizan el miedo que producen otras agresiones suyas, como el atraco. Al ser amenazadas con un arma para despojarlas de sus pertenencias, muchas mujeres víctimas se asustan de tal manera que los criminales aprovechan para atacarlas sexualmente: predomina en ellas el instinto de supervivencia, un asunto demasiado arcaico e irracional para interesar a juristas iluminados.
* Facultad de Economía – Externado de
Colombia
LV (2018). “Las 10 frases más impactantes de la sentencia a ‘La Manada’”: La Vanguardia, Abr 27
KR (2013) "Used and misused, the Stockholm Syndrome turns 40". KRMagazine, Aug 21
Laverde, Juan David (2017). “Controversia por un fallo sobre violencia sexual”. EL Espectador, Nov 25
Laverde, Juan David (2017). “Controversia por un fallo sobre violencia sexual”. EL Espectador, Nov 25
Elorza, Antonio (2018). “Crimen contra la mujer”. El País, Abr 28