Publicado en El Espectador, Enero 13 de 2016
Bessendorf, Anna (2015). From Cradle to Cane:The Cost of Being a Female Consumer. A Study of Gender Pricing in New York City. NYC Consumer Affairs, December
A las norteamericanas les cobran más
caro que a los hombres artículos similares. Este “impuesto de género” lo pagan
simplemente por ser mujeres.
Un almacén en línea, por ejemplo, vende
dos patinetas casi idénticas. La rosada, para niñas, cuesta el doble de la
roja, para niños. La oficina del consumidor neoyorquina comparó precios de 800
productos y encontró que las versiones femeninas eran más onerosas, sobre todo
en artículos para el pelo. El feminismo de género, ya incrustado en la
burocracia, impugna el sistema de precios que perjudica a las mujeres “desde la
cuna hasta el bastón”. El estudio sobre “gender pricing” lamenta el “costo de
ser mujer consumidora”. La hegemonía masculina somete a las mujeres hasta en el
shopping. Así quienes fijan mayores precios femeninos puedan ser féminas.
Para un profesor de Yale la estafa a
media humanidad se debe a que lo masculino es la norma, lo femenino la
excepción y por eso cuesta más. Una economista diría que tales asimetrías se
deben a que cualquier comerciante conoce o intuye la mayor disponibilidad a
pagar por ciertas mercancías de mujeres, hombres e infinidad de grupos de
personas y en mercados no competitivos -o sea casi todos- se apropia del
“excedente del consumidor”, el monto que tras un forcejeo desembolsamos antes
de quedarnos sin lo que queremos comprar. Este regateo es la historia del
intercambio desde siempre y en cualquier lugar. La muestra analizada en Nueva
York fue amañada y otra canasta de productos bien varoniles arrojaría el
resultado opuesto. Si en bicicletas o equipos de sonido sofisticados se
aprovechan de los hombres, las mujeres prefieren las joyas, ¿otro ardid sexista
para explotarlas?
En Colombia, con tanta acción estatal ineficaz
o corrupta, sería insensato pedir que se intervengan mercados para controlar
precios diferentes por artículos similares; sobre todo cuando esa desigualdad es
fácilmente evitable: basta no comprar el más caro, como hacen a diario millones
de personas. La feminista intuitiva que me crió ilustraría el argumento con un “no
seré la pendeja que pague el doble por una patineta rosada”, pero el feminismo
de género carece de ese sentido común, se asemeja al mamertismo. Ambos beben de
Marx y Engels; en su utopía la demanda es irrelevante y los precios “justos”
dependen solo de los costos. Para las prácticas oligopólicas, sin enredarse con
derecho de competencia, organización industrial y otras técnicas neoliberales, prefieren
enfatizar el dominio ancestral, bíblico, de los machos capitalistas. Así se
aclara que el cartel de los pañales viene de una tradición que se remonta a
Herodes: hacerle daño a las madres a través de sus hijos.
Amañada e incoherente, la teoría de
género no sirve para definir prioridades ni armar políticas funcionales; es un
imán para la burocracia arbitraria e intervencionista que se empantana en las
formas. Un síntoma de irrelevancia e inadaptación de la doctrina son sus escasas
seguidoras en un país de machos como Colombia, donde apenas una de cada tres
mujeres reporta alguna confianza en el movimiento feminista; por regiones y
estratos, entre más machistas los hombres es menor esa confianza. Incluso entre
universitarias bogotanas la aceptación es precaria, y decrece: sólo 15% avalan
las ideas feministas y 3% son militantes, con porcentajes bien inferiores entre
las estudiantes más jóvenes. Algo no está funcionando para ganar seguidoras. Ya
no basta declarar que se defiende a la mujer.
Sin desconocer los avances logrados en
la lucha por la igualdad, ni subestimar el trabajo que falta, sí sería útil
aterrizar estrategias desmenuzadas y adaptadas al país para enfrentar discriminaciones
y violencias específicas. El futuro del feminismo pasa por personas como María
Roa, focalizadas en un colectivo concreto de mujeres, no obsesionadas con la
heteronormatividad, las masculinidades o la sororidad. Por algo esta líder
empírica es la que expone en Harvard y moja prensa en el New York Times. “Hablemos
de Empleadas Domésticas” –título para un curso que debería dictarse hace años
en varias universidades- es la asociación que creó y coordina esta feminista no
enredada por la teoría de género, ni las cuitas de los gays, sino sensible a la
situación de un grupo delimitado de mujeres reales. Entre las habilidades
prácticas útiles para esas trabajadoras, me atrevo a sugerir que les enseñen a calibrar
la disponibilidad a pagar de los patrones, para cobrarles diferencialmente y
extraerles todo el excedente; lo de no comprar champús más caros por su empaque
o aroma de mujer es algo que saben hace rato, no son ningunas pendejas.
Bessendorf, Anna (2015). From Cradle to Cane:The Cost of Being a Female Consumer. A Study of Gender Pricing in New York City. NYC Consumer Affairs, December
ET (2015) “Lo que una líder de empleadas domésticas colombianas dijo en Harvard”. El Tiempo, Mayo 12
Londoño, Ernesto (2015). “A Maid’s Peaceful Rebellion in Colombia”, The New York Times, Dec 28
Paquette, Danielle (2015). ”Why you should always buy the men’s version of almost anything”. The Washington Post, December 22