Publicado en El Espectador, Marzo 28 de 2019
A pesar del paralelismo en
estas ventas ambulantes, hay divergencias. Muchas prostitutas viven de su oficio,
ganan más que otras mujeres con igual educación y algunas alcanzan a amasar
fortunas. En la antigüedad hubo potentadas que financiaron guerras o murallas. Los
poetas han sido más modestos y nunca se han empeñado en desestimular su ocupación,
como sí han hecho célebres meretrices. Teodora, ex cortesana esposa del
emperador Justiniano promovió la primera gran restricción legal a la actividad
e invirtió ingentes recursos en albergues para disuadir y acoger mujeres
públicas. Siglos después, Marthe Richard, prostituta, aviadora y espía, impulsó
la campaña para prohibir los burdeles en Francia. Nadie imaginaría a William
Ospina proponiendo alcaldadas para que los poetas no vendan su obra, dejen de
escribir versos y respeten el espacio público.
William Ospina escribe sobre un poeta sancionado
por ofrecer su obra a transeúntes urbanos, un percance semejante al viacrucis
que sufren las prostitutas callejeras.
El traficante de poemas había instalado
su máquina de escribir en una calle al norte de Bogotá. Llegó un policía, lo
recriminó y lo condujo a donde le pusieron una multa de un salario mínimo
mensual. Ospina pide que no se la cobren y que nunca más perturben vendedores
de versos; lo apropiado sería disculparse, “rogarles que salgan a las calles
sin permiso, porque la poesía no tiene que pedir permiso”.
También por invadir espacios públicos sufren
atropellos las mujeres que ofrecen servicios sexuales, una
actividad legal en Colombia. Nadie perturba artistas ni meretrices por vender
su mercancía en un local, a domicilio o por internet. A las prostitutas se les
endilga, además, que afean el paisaje urbano. Recientemente, una alcaldesa se
quejaba: “no pueden ser la imagen de la ciudad. Cualquier extranjero que vea fotos
de esos sitios sabe que es Cartagena”.
Para destacar la torpeza de la reprimenda,
Ospina evoca los vínculos de los poetas con la gente en varias culturas:
rapsodas de la antigua Grecia, juglares medievales, palabreros de comunidades
indígenas. Según él, solo la imprenta “produjo la ilusión de que la poesía es
un ejercicio solitario de escritura y de lectura”. Estas alusiones también dejan
claro que con esas artes no se comerciaba.
La nostagia de la poesía como máxima manifestación
de la belleza y del sentimiento estético compartido colectivamente tal vez permitiría
mitificar ese pasado y llegar al extremo de ilegalizar su venta. Quienes
buscan que se prohíba la prostitución se basan, precisamente, en su rechazo a
que el sexo sea objeto de intercambio mercantil. Argumentan que esa transacción
indigna no puede ser consensual. La situación es bien insólita: tras la estigmatización
y represión a que fueron sometidas por siglos las mujeres que cobraban por
darles placer a extraños, algunas idealistas optaron por declararlas víctimas de
los hombres, en particular de sus clientes. Imitando a Suecia, con dudosos
resultados, se puso de moda en el mundo criminalizar la compra de sexo. Para
mantener despejadas e impolutas las calles, la policía que hostigó al poeta podría
perseguir a quienes pagan por versos pues sin demanda fenece la oferta, como
postula la economía abolicionista.
Poetas y prostitutas han mantenido
estrechas relaciones en distintas épocas. Lope de Vega vivía al lado de un
prostíbulo que visitaba con frecuencia. En el “Sentimiento de un jaque por ver
cerrada la mancebía” Francisco de Quevedo anticipó los problemas de invasión
del espacio público: el cabildo de Sevilla no tardó en solicitar al rey la
reapertura de los burdeles por “el estado de descontrol y los daños que
perciben sus vecinos”. Walt Whitman le dedicó un poema “a una simple prostituta”,
pidiéndole una cita para sentirse a gusto con él, “liberal y lujurioso por
naturaleza”. Charles Baudelaire se inició con Sara, quien le transmitió una
blenorragia. A ella le dedicó tres de sus “flores del mal”. Hubo poetas
orgullosos de su infección. Guy de Maupassant la consideraba un signo de
distinción. “¡Aleluya, tengo la sífilis, ya no tengo miedo de cogerla!”. Oscar
Wilde también la contrajo con una prostituta. Flaubert y Verlaine fueron otros
contagiados. La conmoción causada por el ascenso nazi tras el incendio del
Reichstag no impidió que Jacques Prévert visitara un prostíbulo en Hamburgo. Alfred
de Musset siempre buscó tener dominio absoluto sobre sus amantes furtivas
mientras que André Breton se obsesionó con Suzanne, a quien conoció siendo
novia de un amigo para luego mantener con ella una intensa relación que no
ocultó a su esposa: “no la amo, pero es capaz de poner en cuestión todo lo que
amo y mi propio modo de amar”. No sólo los poetas han visitado burdeles. Anaïs
Nin, poetisa no convencional, hizo que Henry Miller la llevara a uno. Sería
desastroso que las “autoridades competentes” conocieran tales vínculos:
buscarían detener preventivamente parejas que atenten contra la armonía urbana,
usando como indicio la compra de empanadas callejeras.
Álvarez, Pilar (2018) “Study: Prostitutes in Spain punished more than their clients”. El País, Nov 2
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Ospina, William (2019). “De la poesía como delito”. El Espectador, Mar 17
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Zafra, Enriqueta (2009). Prostituídas por el Texto. Discurso prostibulario en la picaresca femenina. Purdue University Press
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