La maternidad de las prostitutas

En una sentencia (T-629/10) que será histórica, la Corte Constitucional defendió los derechos fundamentales de la señora Lais, una prostituta, al revisar una tutela contra el bar donde trabajaba. No es seguro que la sentencia se discuta mucho en Colombia. Pone en aprietos a sectores feministas que admiran esta instancia jurisdiccional pero, simultáneamente, se oponen férreamente a hablar de derechos laborales en el mercado del sexo. Allí, insisten, todo es forzado, sólo “tráfico de seres humanos con fines de explotación sexual”.
Sin terciar en el debate sobre la prostitución como trabajo, llama la atención lo que motivó la tutela: un embarazo. Lais quedó esperando, no abortó, le informó de su estado al empleador, este le dijo que siguiera laborando como de costumbre, pero ella le anotó que por ser mellizos era un caso de alto riesgo. La pusieron entonces a administrar el bar. Después, otro empleado asumió las funciones de Lais, le cambiaron el horario, y un buen día la devolvieron para su casa. Se trataba de una futura madre no primeriza. Así lo expresó ella en la tutela. “(Soy) madre soltera cabeza de familia a mi corta edad de 24 años, vivo en una pieza en el Barrio Jerusalén con mi hijo de dos años y medio”.
No queda claro en la sentencia si el padre de los mellizos es el mismo del hijo anterior. Lais anotó, que “el papá está en la cárcel”. Los mellizos habrían sido concebidos en una visita conyugal. Una ironía del caso, es que el padre del hijo de una prostituta en la cárcel es el escenario con el quesueñan algunas feministas para proteger a estas mujeres.
Lais encarna una figura que para el feminismo contemporáneo virtualmente no existe y desafía la dicotomía que le atribuyen al patriarcado: madre o puta. En Colombia, esta doble condición es común. En Bogotá algo como el 90-95% de las prostitutas registradas tienen hijos. Se sabe que por lo menos una de las guarderías del Distrito está informalmente especializada en hijos de prostitutas. O sea que Lais no es atípica. Por el contrario, la maternidad es un rasgo característico de las prostitutas colombianas. 
Una pregunta pertinente es dónde y cómo conocen las prostitutas a los padres de sus hijos. Sobre eso se saben cosas que el oscurantismo no ventila pues, como Lais, atentan contra la doctrina. Pero la cuestión es tan obvia como tratar de adivinar a quien le compraría un mecánico automotriz un carro de segunda mano. Entre los clientes de la prostitución existe un sistema de fidelizacióncuyo segundo nivel es el cliente especial, seguido del novio, después del amante y por fin delmarido. En Bogotá es con esos términos. Con el marido se tienen hijos, y esa es una eventual salida del oficio, tal vez la más buscada. Si el elegido no responde, se retorna al mercado para volver a intentarlo. El eventual padre, claro está, entre más solvente mejor. Cuando se percibe que es un muy buen partido, se toman atajos en el programa de fidelización. Brenda  relata que Rasguño “tuvo sus reinas, su gente de televisión, pero con las prostitutas se cuidaba mucho, todas eran unas bandidas que querían meterle un hijo”.
Sería arriesgado insinuar que existe un patrón tan regular y predecible para todas. En lo que hay que insistir es en la falsedad del dogma que, sin mayor evidencia para Colombia, postula que siempre son mujeres “engañadas y obligadas por los traficantes a trabajar en la prostitución en contra de su voluntad y en condiciones de esclavitud”. En el caso de Lais, la Corte Constitucional constató que, a pesar de su precaria situación, no había mafias, ni rufianes, ni amenazas. Todo informal, de palabra, despiadado, pero contractual. Es lo típico en el país y entre las compatriotas en Europa. Diez años antes de Lais, Alvaro Sierra hizo en El Tiempo un perfil de la Veterana, una “niña casi bien” de colegio de monjas que, convencida por Amparo en un viaje de bus, decidió irse de prostituta. Y lo fue por el resto de su vida. Tuvo amores, amantes, esposos e hijos. Nada de mafias ni sexo forzado; pura elección, si no racional, por lo menos instintiva, y de por vida.
La alta tasa de maternidad entre prostitutas podría ser una peculiaridad colombiana, o latina. Pero los romances de burdel ocurren en muchas partes. Entre prostitutas londinenses, el términotrabajo sexual se usa cuando el sexo es sin romance, o sea con extraños. Ahí no se dan besos, y es con preservativo. Pero no siempre ocurre así. También está el novio, o el sugar daddy, que pueden surgir de la misma clientela.
En España, el mismo dilema fue llevado a la pantalla por Fernando León de Aranoa en Princesas. Caye, prostituta madrileña, le confiesa a su colega dominicana Zule que añora no tener quien la quiera. Un día conocen dos hombres en un bar, y a la salida se preguntan si a esos los van a tratar como novios o como clientes.
Si viviera en Colombia, tal vez Caye diría que lo más duro de ser puta es no tener quien hable de tí como mujer adulta en la prensa, o en los informes de ONGs. Que te sigan tratando como menor de edad, que te ninguneen y pretendan rescatarte sin siquiera preguntarte lo que quieres. Y que las feministas se preocupen tanto por los trans, o por el aborto en condiciones atípicas, y tan poco por tus derechos, o los de la señora Lais, o los de decenas de miles de colegas, sin siquiera averiguar cuantas son.

La violencia en Colombia. Dimensionamiento y políticas de control


INTRODUCCION


"Incierto era ayer el número de víctimas que dejaron las incursiones de un grupo de autodefensas en Mapiripán (Meta).
Aunque en el casco urbano fueron hallados tres cuerpos sin cabezas y otros dos que no fueron identificados, los pobladores aseguran que cerca de 30 personas fueron sacadas de sus casas, mutiladas y arrojadas a las aguas del río Guaviare.
Según los habitantes, el grupo armado comenzó a matar a sus víctimas el martes y terminó el domingo.
A las 8 de la noche, obligaba a apagar la planta eléctrica que le suministra la luz a todo el pueblo. "Sacaban a la gente de sus casas y amanecían muertos. Nunca se escucharon tiros, porque los degollaban", dijo un poblador.
Esta incursión generó un éxodo de campesinos. El domingo, por avión, salieron de Mapiripán cerca de 200 personas. ..
Hasta el juez promiscuo municipal tuvo que salir de la región. El era la única representación de la justicia en dicho municipio, porque de la policía  lo único que quedan son las ruinas de una estación llena de maleza, que fue abandonada el 16 de enero de 1995, tras un ataque guerrillero". [1]

Este incidente, casi rutinario para la prensa colombiana [2], presenta varias facetas de la violencia colombiana que se pretenden destacar con este trabajo. Ilustra la incertidumbre acerca de la magnitud de la violencia. Muestra que en el país ya se está perdiendo la capacidad para contar los muertos. Sugiere que una fracción importante y creciente del fenómeno no encaja dentro del diagnóstico tradicional, el de una violencia urbana, ajena a los grupos armados y producto de la intolerancia. Señala un impacto devastador y cada vez más difícil de cuantificar, resaltando que los esfuerzos contra la violencia no se deben sustentar en análisis beneficio-costo. Pone de presente la total ausencia de autoridad estatal en algunas regiones en dónde quienes mandan son los grupos armados ilegales. Señala, en particular, la fragilidad de la justicia penal ante la violencia ejercida por los dictadores locales. Resalta las limitaciones de las políticas preventivas basadas en un mayor gasto público, sobretodo mientras el estado colombiano no recupere la autoridad y el monopolio de la coerción. Destaca la prioridad que debe recibir la tarea estatal de administrar justicia y sancionar a los homicidas.  

I - CRIMINALIDAD Y VIOLENCIA EN COLOMBIA

Al hablar de crimen, violencia o inseguridad, un aspecto recurrente es la incertidumbre acerca de lo que realmente está ocurriendo. El diagnóstico de estos fenómenos y el diseño de las políticas pertinentes se enfrentan desde el principio con un problema de observación y medición cuya gravedad parece ser proporcional a los niveles de violencia. Para que un incidente criminal quede oficialmente registrado se requiere que la víctima, o un tercero afectado, ponga una denuncia. Esta decisión no es independiente de la dinámica de la violencia. También se requiere que las autoridades le den a la denuncia el respectivo trámite y promuevan un proceso judicial. Tales actuaciones tampoco son ajenas a los niveles, o a los actores,  de la violencia. Es probable que el incidente sólo salga a la luz en alguna de las encuestas de victimización que, desafortunadamente, son esporádicas y no cubren todas las regiones. 
Por estas razones, para dimensionar la violencia, para detectar sus tendencias, es conveniente una evaluación crítica del mayor número posible de fuentes de información alternas, verificando su consistencia interna y su mutua compatibilidad. Tal ejercicio constituye el tema de esta sección, de la cual vale la pena destacar tres elementos acerca de la violencia colombiana. El primero tiene que ver con la variabilidad que se observa, en el tiempo y sobretodo entre regiones, en todos los indicadores del crimen. El segundo, responsable de la sensación de inseguridad generalizada en Colombia, es el de la fuerte dosis de violencia en los atentados a la propiedad y la alta letalidad de los ataques a las personas que lleva al país a destacarse por unas tasas de homicidio excepcionales. El tercero es el de la falta de asociación entre la delincuencia económica y la violencia que, con dinámicas independientes, parecen auto-reforzarse. Para la violencia económica el posible factor de reproducción  sería la delincuencia juvenil. Para la violencia homicida son claros los síntomas de epidemias locales que se retroalimentan. Este fenómeno, sumado a los patrones de localización de los diversos grupos armados que operan en Colombia, sugiere una asociación entre estos y la violencia más estrecha de lo que se ha venido suponiendo.

I.1 - EVOLUCION DE LOS HOMICIDIOS

Son básicamente tres las fuentes de información disponibles en Colombia acerca de la evolución de las muertes violentas durante las últimas décadas. Están en primer lugar, desde 1960 hasta 1996, los registros policiales de denuncias por homicidio. Se cuenta en segundo término con los datos de mortalidad por causas de defunción de las estadísticas vitales. Una tercera fuente, menos directa, la constituye la información acerca de los procesos penales por homicidio consignada en las estadísticas judiciales [3].
Como se observa en la Gráfica I.1, durante tres lustros, entre 1971 y 1986, las cifras judiciales sobre los sumarios [4] abiertos por homicidio captaron bien las variaciones en la información de la policía.
A partir de 1987, y como resultado de cambios en el procedimiento penal [5], los procesos judiciales por homicidio se alejaron de la evolución de las respectivas denuncias. Paradójicamente, mientras la violencia se desbordaba, la justicia penal colombiana investigaba un número cada vez menor de muertes violentas. La relación entre las cifras de denuncias de la policía y las de defunciones ha permanecido, por el contrario, bastante estrecha [6]. De acuerdo con estas dos fuentes, a partir de 1970 las tasas de homicidio [7] empezaron a crecer aceleradamente, alcanzando proporciones epidémicas a mediados de los ochenta. En el término de veinte años se cuadruplicaron las muertes violentas por habitante para llegar a principios de los noventa a niveles observables únicamente en países en guerra civil declarada. En la primera mitad de la presente década la tasa descendió continuamente para repuntar de nuevo en el último año.
Una verificación de las cifras totales de muertes violentas se puede hacer a partir de la información censal, con supuestos exógenos de comportamiento de algunas variables demográficas [8]. De acuerdo con los datos arrojados por los censos de población el subregistro en el total de defunciones en el período intercensal sería cercano al 18% [9].  Es imposible saber, con la información disponible, si el subregistro en las muertes violentas es similar al estimado para el total de defunciones [10]. De todas maneras, la cifra de homicidios de la Policía parece confiable tanto en tendencia como en sus niveles actuales, pues es consistente con la información de Medicina Legal. Para 1996 la tasa de homicidios colombiana sería entonces de 80 homicidios por cada cien mil habitantes.

I.2 - DIMENSION REGIONAL DE LA VIOLENCIA COLOMBIANA

Son tres las fuentes que se consultaron para aproximarse a la geografía de la violencia colombiana en la actualidad [11]. Para el período 1990-1995, se cuenta con información policial para los 1053 municipios del país. También al mismo nivel de desagregación se dispone de las cifras judiciales por delitos "contra la vida e integridad de las personas" [12] para los años de 1994 y 1995.  Está por último la información de "necropcias por causa de muerte", probablemente la fuente más confiable, que lleva Medicina Legal (ML) [13].
Los 124 municipios colombianos en los cuales ML ha establecido una oficina regional se han ido seleccionando en los últimos años con base en la "demanda" por servicios de necropcia y presentan en conjunto algunas peculiaridades que vale la pena destacar [14]. En primer lugar se trata de localidades con niveles de violencia  superiores a los observados en el resto del país. Con el 61.9% de la población, los municipios cubiertos por medicina legal (MCML) concentraron, en 1995, el 79.5% de las muertes violentas [15]. Para una tasa nacional de 88 homicidios por cien mil habitantes (hpcmh), el promedio en los MCML es de 106 hpcmh mientras que en el resto de los municipios es de 58 hpcmh. En todas las dimensiones de los indicadores de pobreza [16], los MCML muestran una situación más favorable que la del resto del país [17].  El ejercicio de ordenar los MCML de acuerdo con sus tasas de homicidio  y destacar los más violentos sirve para corroborar estos puntos. Se confirma, en primer lugar, que el grueso de la violencia colombiana está concentrada en unos pocos sitios [18].  Esta concentración de los homicidios en una pequeña fracción de las localidades no significa que deba considerarse la violencia colombiana, en términos per cápita, como un fenómeno exclusivo de las grandes urbes [19].  Entre los diez municipios más violentos del país sólo tres cuentan con una población superior a los 20 mil habitantes. Otra característica de las localidades con mayor número de muertes intencionales por habitante en Colombia es la de presentar indicadores de pobreza menos desfavorables que los del resto del país [20].
Las cifras sobre violencia de medicina legal son valiosas no sólo por ser las más confiables sino porque son las únicas que permiten avanzar en el diagnóstico  más allá del simple conteo de las muertes violentas.
En el conjunto de MCML tres de cada cuatro de las necropcias realizadas en 1995 tuvieron que ver con homicidios, de los cuales un 68%  fué resultado de un ataque con arma de fuego. Aunque en principio cabría esperar que, a nivel municipal, las diferentes causas de muerte contempladas en las necropcias [21] sean independientes entre sí es pertinente señalar la existencia de algunas interrelaciones [22]. Puesto que en los municipios más violentos las necropcias reflejan también una incidencia superior al promedio nacional para suicidios, muertes naturales y muertes accidentales [23] se puede pensar en la posibilidad de sesgos de clasificación que hacen que, en los lugares más violentos, parte de los homicidios queden registrados bajo otras causales [24]
Con relación  a las  diferentes  formas bajo las cuales se cometen los homicidios [25] cabe hacer algunas anotaciones. La primera es que, a pesar de que los homicidios con arma de fuego son los que presentan una mayor incidencia, y geográficamente están estrechamente relacionados con el total de las muertes violentas, la asociación entre estas dos variables no es uniforme a lo largo de la escala de violencia. Es justamente en los municipios más violentos dónde las muertes con arma de fuego se tornan un predictor casi inequívoco del total de los homicidios. La segunda anotación es que las demás modalidades de muerte violenta no son para nada despreciables en el país [26].  Así se dejaran de contabilizar las muertes con arma de fuego, las tasas de homicidio colombianas seguirían situándose entre las más altas del continente. El tercer comentario es que las distintas tecnologías del homicidio presentan incidencias que no son independientes entre sí. A nivel municipal, las muertes con arma cortopunzante están muy asociadas con los homicidios con arma de fuego. 
Comparando las cifras de las distintas fuentes sobre homicidios disponibles para 1995 se confirma que en Colombia los datos de la policía, aunque por lo general ligeramente inferiores a los de medicina legal, constituyen una fuente confiable de información [27].  Las cifras policiales sobre muertes violentas [28] en los municipios, en forma similar a lo que se observa para los datos agregados a nivel nacional, muestran bastante inercia. Esta capacidad de la violencia colombiana para persistir y reproducirse se puede captar por varias vías. En primer lugar, por la altísima asociación entre el número de muertes en un municipio en un año determinado y el número de muertes en ese mismo lugar en los períodos cercanos [29]. La segunda característica de estas correlaciones es que decrecen con el paso del tiempo [30].  Esta inercia también se percibe a través de la evolución de los homicidios en las localidades con mayor número de muertes, evolución que no presenta cambios bruscos de un año a otro.
Así, en la actualidad, el mejor predictor de la violencia en un municipio colombiano es el número de homicidios observado en ese mismo municipio en el año anterior.

I.3 - TIPOLOGIA DE LA  VIOLENCIA

Teniendo en cuenta el precario desempeño de la justicia penal colombiana en la tarea de investigar y aclarar los homicidios es poco lo que se sabe en el país acerca de los agresores, o de las circunstancias que rodean las muertes violentas. Con base en la información de Medicina Legal se pudieron obtener algunas luces acerca de los distintos "tipos de violencia" que se dan actualmente en Colombia [31] .
Un primer punto que vale la pena destacar es que el conocimiento acerca de las circunstancias bajo las cuales ocurren los homicidios es inversamente proporcional a la intensidad de la violencia. Como se puede apreciar en la Gráfica I.2, los datos de Medicina Legal por departamentos para 1996 muestran como el desconocimiento acerca de las causas de los homicidios es directamente proporcional a los niveles de violencia. En promedio, mientras que en los departamentos con tasas de homicidio inferiores a 40 hpcmh se conocen las causales en dos de cada tres de los casos, en los departamentos más violentos, con tasas superiores a 80 hpcmh -y en dónde ocurren la mitad de los homicidios colombianos- esta proporción baja a la mitad. En los lugares con niveles críticos de violencia hay una completa ignorancia alrededor de cerca del 80% de los homicidios. Una encuesta reciente [32] confirma esta impresión. A nivel nacional , con un 44% de hogares afectados por un homicidio [33], el 28% manifestó tener una idea acerca de los responsables  y un 13% consideró que el homicidio había sido aclarado por las autoridades. En las zonas de alta violencia [34], en dónde los hogares directamente afectados llegaban al 60%, tanto el conocimiento acerca de los autores (19%) como la proporción de homicidios resueltos fueron inferiores (6%).  
Las causales reportadas, tanto por medicina legal como por los hogares cercanos a  las víctimas, sirven para desvirtuar algunas ideas bastante arraigadas en el país acerca de la tipología de la violencia. Como se puede apreciar en la parte derecha de la Gráfica I.2, la noción de que la violencia colombiana es algo fortuito, causado por las riñas, parece pertinente únicamente para una pequeña fracción de los homicidios colombianos, precisamente los que ocurren en los lugares más pacíficos. En los departamentos más violentos, el atraco y los "ajustes de cuentas" desplazan a las "riñas" como principal causa de los homicidios y sugieren un escenario diferente al de la violencia accidental, o a la asociada con el alcohol, sobre las cuales se ha hecho tanto énfasis en el país en los últimos años. Resultados que tienden a respaldar esta impresión se obtuvieron a partir de las respuestas de hogares  que se han visto afectados por un homicidio cercano y manifiestan tener una idea acerca de la razón por la cual ocurrió ese homicidio. Mientras que a nivel nacional y en opinión de los hogares afectados, la riña como causal explicaba el 15% de los homicidios, en las zonas de alta violencia este porcentaje alcanzaba apenas el 8%, y en las zonas más pacíficas la cifra era del 24% [35]. En otra encuesta urbana [36], un 15% de los hogares lo atribuyó a problemas de convivencia, un 6% a cuestiones de alcohol o de droga, un 24% lo atribuyó a un atraco y un 30% a alguna forma de justicia privada. 

I.4 - LA VIOLENCIA NO JUDICIALIZADA

Para los municipios que cuentan con una oficina regional de medicina legal (MCML), el número de homicidios en 1995 es equivalente, en promedio, al 39% de las denuncias por ataques contra las personas que aparecen en las estadísticas judiciales. Para algunos de los municipios, sin embargo, se observa un faltante en las cifras judiciales, puesto que los homicidios registrados por Medicina Legal superan la cifra del total de atentados contra la vida reportada por la justicia. Es interesante observar cómo para este conjunto de municipios que presentan lo que podría llamarse "violencia no judicializada" la calidad de las cifras de medicina legal parece deteriorarse. En particular, las correlaciones extrañas entre las causales de muertes cobran mayor importancia. Comparando las estadísticas judiciales con la información de la policía aparece de nuevo, y en mayor escala, este fenómeno de la "violencia no judicializada" (VNJ).   Para 267 municipios, o sea para más de uno en cuatro, aparece el mismo faltante en las estadísticas judiciales con relación a los datos de la Policía Nacional [37].
En los municipios con VNJ, que por lo general son lugares violentos, se observa que las denuncias por habitante, en todos los títulos del código, son en promedio inferiores a las de los municipios en dónde no se presenta este fenómeno [38]. Por otro lado, en los municipios sin deficiencias evidentes en las estadísticas judiciales, aquellos sin VNJ, la violencia, medida por la tasa de homicidios y la de lesiones personales, es un predictor satisfactorio de la criminalidad denunciada. La existencia de una oficina regional de Medicina Legal en un municipio parece reducir la posibilidad de que se presente esta violencia no registrada por la justicia [39].

I.5 - LA CRIMINALIDAD URBANA EN LA ULTIMA DECADA [40]

El primer esfuerzo que se realizó en Colombia por aproximarse a la  llamada criminalidad real [41] fué un módulo de la Encuesta Nacional de Hogares realizado a finales de 1985. En las once ciudades incluídas en la muestra se concentraba cerca de la mitad de la criminalidad denunciada ante la Policía Nacional. Un módulo similar se realizó posteriormente en 1991 y en 1995 [42].
Del análisis de los resultados agregados de estas encuestas surgen los siguientes comentarios. El primero es que la evolución de la criminalidad en Colombia ha estado básicamente  determinada por la de los delitos contra el patrimonio económico [43]. Segundo, que los crímenes contra la propiedad habrían bajado drásticamente entre 1985 y 1991 para subir, en forma también marcada, entre 1991 y 1995 [44]. Los cambios en el  porcentaje de hogares afectados por algún delito [45] corroboran esta tendencia. En tercer lugar se debe destacar un importante aumento en los atracos, o atentados violentos a la propiedad, cuya incidencia se duplicó entre 1985 y 1995. Por último, se observa que los delitos contra la vida  presentan una evolución opuesta a la de aquellos contra la propiedad y se encuentran en la actualidad en niveles muy superiores a los de 1985 [46]
Así, como gran tendencia de la criminalidad urbana en Colombia durante la última década, se debe destacar la reorientación de los delitos hacia aquellos con un mayor recurso a la violencia.
De acuerdo con los datos de la última encuesta, durante 1995, un 15% de los hogares colombianos fueron víctimas de algún delito. La tasa de criminalidad en Colombia presenta importantes diferencias regionales [47]. El grueso de los incidentes reportados (90%) tiene que ver con atentados contra la propiedad. En segundo lugar de importancia se sitúan los delitos contra la vida e integridad de las personas (6%) [48].  Para sorpresa de cualquier colombiano, la incidencia de los delitos contra la propiedad en el país no es alta para los estándares internacionales [49]. La principal diferencia entre los ataques a la propiedad que sufren los colombianos con los de otras partes del mundo es su alto recurso a la violencia [50]. La incidencia de los delitos contra la propiedad está positivamente relacionada, por ciudades, con la de los atentados contra la vida. Dentro de los delitos económicos aparece una asociación entre los atracos y los atentados no violentos a la propiedad . En los delitos contra las personas, por el contrario, hay cierta sustitución entre el homicidio y las lesiones personales.  
Así, las cifras colombianas muestran para 1995 una criminalidad urbana con una gran heterogeneidad no sólo en niveles sino en características. Las ciudades en dónde más se atenta contra la propiedad no son aquellas en dónde la vida de los ciudadanos corre un mayor riesgo [51]. La violencia homicida es bastante independiente de la delincuencia económica [52].
Como fuente alternativa de información acerca de la situación criminal se cuenta en Colombia con los datos de denuncias  de la Policía Nacional. De acuerdo con estos datos, la tendencia de los ataques contra la propiedad [53] no coincide (1) ni con la percepción, generalizada en el país, que la inseguridad ha aumentado, (2) ni con la evolución de la violencia homicida, (3) ni con el comportamiento de ciertos delitos [54] que se puede pensar se registran de manera confiable. Un segundo punto de interés, y como se observa en la Gráfica I.3, lo constituye la gran diferencia, tanto en niveles como en tendencia, que se presenta entre las cifras que reporta la policía y las que se derivan de las respuestas de los hogares acerca del número denuncias que pusieron ante las autoridades. Acerca de los posibles orígenes de estas discrepancias, crecientes en el tiempo [55] el más relevante parece ser el de un progresivo subregistro de las denuncias por parte de la policía, sobretodo en los delitos contra el patrimonio económico.
La posibilidad de que las autoridades policivas hayan establecido un filtro para las denuncias que registran no necesariamente es perniciosa. Puede argumentarse, por ejemplo, que se ha considerado conveniente dejar de lado, aún de las estadísticas, los delitos económicos de baja cuantía. El hecho que el monto promedio de los ataques a la propiedad haya aumentado tendería a apoyar esta idea [56]. Los delitos reportados por la policía también pueden reflejar cambios en los procedimientos de registro, o en los recursos  dedicados a esa tarea [57].
Cuando, por otro lado, estadísticas criminales se utilizan para evaluar el desempeño de los organismos de seguridad  es fácil imaginar incentivos para no registrar, por ejemplo, los casos más difíciles de resolver, o para limitarse a aquellos en los que se ha tenido éxito en la identificación y captura de los implicados. En tal sentido es pertinente señalar la estrecha relación que se observa entre los delitos económicos registrados por la policía y el número de personas capturadas como presuntos implicados en este tipo de incidentes [58].  Lo que sugiere esta asociación entre las cifras de detenidos y las de los delitos registrados es que estos últimos parecerían haberse adaptado  a la evolución los primeros. Esta dinámica podría explicarse por la contaminación de los procedimientos policiales de registro con una de las principales perversiones de la justicia penal colombiana: su progresiva concentración  en los delitos con "sindicado conocido". En el marco de una justicia penal que, como la colombiana en las últimas décadas, ha venido dejando de lado la investigación de los incidentes criminales para los cuales se desconoce el agresor, no resultan extrañas unas estadísticas policiales de las que se han ido eliminando los delitos en cuya denuncia no se ha identificado al responsable.  
Con relación a los montos envueltos en los delitos económicos, y a nivel agregado, la tendencia general que señalan las cifras de las denuncias a partir de los ochentas podría explicarse de dos maneras. O bien se trata de unos registros policiales progresivamente concentrados en los delitos de mayor cuantía, o bien se trata del reflejo de una criminalidad cada vez más especializada en delitos de gran magnitud.
Lo que queda relativamente claro es que los datos de la Policía Nacional para la categoría de delitos contra el patrimonio  no parecen adecuados como indicadores de la criminalidad  [59].
En lo que hace relación a los atentados contra la vida los datos de la Policía Nacional muestran, en el agregado, un incremento sostenido entre 1964 y 1988 [60] y luego, partir de este último año, una relativa estabilización. Al desagregar estas cifras [61] aparecen ciertas tendencias que suscitan algunos comentarios.   En primer lugar, las lesiones personales, que durante la mayor parte del período constituyen más de la mitad de los atentados contra las personas, muestran una tendencia decreciente desde principios de los ochentas. Así, en la década durante la cual la violencia colombiana se hizo explosiva, la información sobre lesiones personales reportada por la policía muestra un continuo descenso. La caída en las cifras de lesiones personales es tal que, según estos datos, los ataques no letales contra las personas constituyen en la actualidad un poco más de la tercera parte de todos los atentados a la vida cuando a principios de los setentas daban cuenta de más de las dos terceras partes de ese total [62]. De todas maneras la información de la policía sobre lesiones personales parece verosímil [63] y estaría reflejando una creciente letalidad en los ataques contra las personas [64].
Una tercera fuente de información  acerca de la ocurrencia de incidentes delictivos en Colombia la constituyen los procesos que se abren para investigarlos y que, con base en información de los juzgados y de la fiscalía, se recopilan en las llamadas estadísticas de justicia, que constituyen  apenas una parte de la criminalidad [65]. Las estadísticas agregadas de los procesos penales en sus distintas etapas han sido analizadas en detalle [66]. Se ha encontrado que su evolución  en las últimas décadas estuvo determinada no sólo por los cambios en el régimen de procedimiento penal sino, además, por los criterios, informales y también cambiantes, que se fueron adoptando para decidir de cuales incidentes se hacía cargo el sistema penal. En particular se argumenta que lo que muestran las estadísticas sobre sumarios es una progresiva contaminación con el mal desempeño de la justicia en su labor de aclarar los delitos y atrapar a los implicados. Como ya se señaló, no parece del todo arriesgado suponer que esta contaminación de las cifras judiciales se haya extendido a los registros estadísticos de la policía, y aún al ánimo de la ciudadanía para elevar las denuncias.
Vale la pena analizar si la información judicial con datos de corte transversal, a nivel de municipios, es útil  para captar diferencias regionales en la criminalidad [67].  En particular, interesa estudiar la relación  entre los delitos que se denuncian y los sumarios que se abren. Lo que se observa, en forma sorprendente, es que las denuncias en los municipios contribuyen muy poco a la explicación de las diferencias en el número de procesos penales que se inician [68]. Por  otro lado, un buen predictor de las investigaciones formales que se iniciaron en cada municipio en 1995, es el número de sumarios abiertos en ese mismo municipio en el año inmediatamente anterior. Lo que estos resultados sugieren es que el sistema judicial colombiano parece estar operando a plena capacidad, con una gran congestión en sus servicios, por lo menos en lo que se refiere a las labores de investigación.
De esta manera, parece claro que la información judicial sobre sumarios no está captando adecuadamente las diferencias de la criminalidad entre los municipios. Lo que muestran estos datos es simplemente el número de casos penales, relativamente estable e independiente de la situación delictiva, que unos juzgados y unas unidades de fiscalía con exceso de demanda por sus servicios alcanzan a atender.

I.6 - LA PRESENCIA DE AGENTES ARMADOS

Una dimensión de la violencia particularmente difícil de medir y de cuantificar pero que sería imprudente ignorar para un país como Colombia es la que tiene que ver con los agentes armados que operan en buena parte del territorio nacional. En la actualidad, son básicamente dos las fuentes de información que se tienen acerca de las actividades de grupos armados en el país. Están por un lado los informes de inteligencia de los organismos de seguridad, a partir de los cuales (1) se ha construído la evolución del número de frentes y efectivos de la guerrilla desde los sesentas y (2) se pueden clasificar los 1053 municipios  con base en el criterio de si hay o no  hay "presencia" de alguno de los siguientes grupos armados : guerrilla, narcotráfico y  los llamados grupos paramilitares [69]
De acuerdo con esta fuente [70], tanto el número de frentes como los efectivos de la guerrilla han crecido continuamente durante las últimas dos décadas. En la actualidad [71] en más del 50% de los municipios colombianos se considera que "hay presencia" guerrillera, y en cerca de una cuarta parte de ellos se han detectado actividades de narcotráfico o actuaciones de grupos paramilitares [72].  El porcentaje de la población colombiana que vive en una localidad con  presencia guerrillera es del 79%. Para los narcotraficantes y los paramilitares, las cifras son del 55% y del 28% respectivamente. Unicamente el 15% de la población del país reside en municipios libres de la presencia de alguno de estos agentes. 
La segunda fuente de información, limitada a la actividad guerrillera, la constituyen los datos recopilados desde hace varios años por la Consejería para la Paz [73] acerca de las acciones ejecutadas por la guerrilla. Definiendo como criterio de "presencia activa" la ocurrencia de diez o más enfrentamientos por año se clasifican los municipios del país. De acuerdo con esta fuente, para 1994 en el 17% de los municipios colombianos, en los cuales habitaba más de la mitad de la población, había una "presencia activa" de los grupos guerrilleros.
Antes de entrar en el ejercicio, que se deja para una sección posterior, de analizar las interrelaciones entre la influencia de estos grupos y los indicadores de violencia, vale la pena preguntarse si su presencia tiene algún efecto perceptible sobre la disponibilidad, o la calidad, de la información sobre violencia. El análisis simultáneo de las distintas fuentes sugiere que sí. La información más sensible a la influencia de agentes armados parece ser la de los atentados "contra la vida e integridad de las personas" de las estadísticas judiciales. La probabilidad de ocurrencia del fenómeno, ya mencionado, de "violencia no judicializada" -que puede tomarse como un indicador de calidad de las estadísticas judiciales- se incrementa en forma significativa con la presencia de actores armados en los municipios [74] .

II - LOS COSTOS DE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA

En las últimas décadas ha surgido interés de la disciplina económica por el crimen y la acción estatal para combatirlo o prevenirlo. Básicamente, estos esfuerzos han estado orientados a introducir criterios de costo-beneficio en la asignación de los recursos públicos de las agencias encargadas de combatir o prevenir el delito.
Para Colombia, a pesar de la alta incidencia de la violencia y el crimen por cerca de dos décadas, los esfuerzos en esas líneas son recientes y falta todavía tiempo para abrirle paso a los criterios económicos en el debate sobre las prioridades de acción pública en materia de prevención y control de la violencia en Colombia [75]. Con el análisis que se presenta a continuación se espera ofrecer algunos elementos para enriquecer este debate. En particular, se presentarán tanto los alcances como las limitaciones del "enfoque económico de costos" como herramienta para el diseño de políticas públicas orientadas a reducir el impacto social de la violencia.
La información analizada sugiere varios puntos acerca de los costos sociales de la violencia en el país. El primero es que no parece prudente ignorar algunos efectos -como la pérdida del monopolio de la coerción, el impacto demográfico, los desplazados o el debilitamiento de la justicia penal- que, aunque  prácticamente incuantificables en términos económicos, deben recibir atención estatal prioritaria. Segundo, que mediante el uso privado de la fuerza se ha dado en Colombia en las últimas dos décadas una colosal repartición de la riqueza y una importante concentración de los recursos y del poder. Tercero, que en materia de política criminal no parece haber correspondencia entre las prioridades de acción pública durante los últimos años y los costos percibidos por los ciudadanos. Cuarto, que el incremento de la violencia, junto con la falta de acciones públicas realistas y efectivas, han generado una progresiva privatización de bienes públicos por excelencia como la seguridad y la justicia.  Por último, que fuera del impacto perceptible sobre el capital físico, humano y social un efecto más importante y difícil de medir se estaría dando a través de mayores costos de transacción y oportunidades perdidas.

II.1 - ALGUNOS  ELEMENTOS NO COSTEABLES

La violencia es la principal causa de mortalidad en el país, y se ha convertido en el mayor problema de salud pública [76]. La participación del 26% de la violencia en la carga de la enfermedad en Colombia es excepcional  [77]. Durante la pasada década se dió en el país, por causa de las muertes intencionales, un retroceso en el área de la salud pública [78].  
La violencia en Colombia ha tenido un considerable impacto sobre la situación demográfica[79]. El impacto se concentra en los hombres entre 15 y 44 años, grupo para el cual los homicidios constituyen más del 60% de las causas de muerte. Así, se ha agravado el problema de la sobre-mortalidad masculina [80]. En promedio, los hombres en Colombia pueden esperar en el momento de nacer, vivir cerca de 4 años menos por el sólo efecto del riesgo de morir por homicidio. La violencia ha alterado la fecundidad por efecto de las muertes femeninas prematuras y, sobretodo, por la viudez [81]. Se ha incrementado el nivel de mortalidad -medido por la tasa bruta- en un 18% . Para 1990 y 1994 se puede responsabilizar a las causas externas de un aumento en una cuarta parte de la mortalidad. Sumando el efecto de la menor fecundidad y la mayor mortalidad se dió, entre 1985 y 1988 una reducción del crecimiento poblacional de 1.54 por mil habitantes anuales. Para 1994 esta cifra continuaba en 1.15. La violencia ha incrementado considerablemente el número anual de huérfanos menores de cinco años [82].  
Aunque este sea uno de los efectos demográficos más difíciles de medir, la mortalidad por violencia podría ser una causa significativa de las migraciones internas e internacionales [83].  En la última década el fenómeno conocido como los "desplazados" no sólo ha persistido sino que, al parecer, se ha agravado en el país [84]. El número total de personas obligadas a cambiar de residencia por razones de violencia rondaría el millón [85]. No parece fácil, ni pertinente, tratar de reducir todos estos efectos a un porcentaje del PIB.
La tarea de justificar con análisis económico la prioridad que debe asignarle un estado a no perder su soberanía también sobrepasa la capacidad de esta disciplina. La teoría económica tradicional y, sobretodo, la economía como herramienta de soporte para el diseño de políticas, están basadas en el supuesto de que existe en cada sociedad una autoridad única que mantiene el monopolio de la coerción y que toma las decisiones públicas. En la actualidad, sería ingenuo adoptar sin reservas este supuesto para el país y desconocer que el estado colombiano ha perdido el control político y militar en vastas zonas o que un porcentaje no despreciable de las decisiones públicas, y privadas, se toman bajo la sombra de las amenazas. 
Algunos desarrollos teóricos recientes y una referencia acerca de cómo evolucionaron en Colombia los grupos que en la actualidad atentan contra la soberanía del estado pueden, sinembargo, contribuír a la tarea de establecer prioridades de acción pública. En síntesis, lo que los trabajos teóricos predicen es que cuando un estado abandona un territorio, o un mercado, surgen instituciones paraestatales, mafias, que llenan los vacíos de estado y establecen sus propias reglas del juego [86]. La experiencia colombiana es rica en ejemplos de  vacíos de poder  de dónde surgieron paraestados privados que mediante la acumulación del poder derivado del uso exitoso de la fuerza terminaron cogobernando. Los casos más prominentes, más no los únicos en Colombia, serían la guerrilla, los narcotraficantes y los grupos paramilitares. Aunque con objetivos iniciales radicalmente distintos [87] estas organizaciones se hicieron exitosas básicamente con dos elementos. Un amplio conocimiento de las instituciones, formales e informales, colombianas que les permitió aprovechar todas las fisuras del sistema -detectar los "vacíos de estado"- y, sobretodo, el uso permanente y sistemático de la fuerza. 
Los patrones de expansión, temporal y espacial, de la violencia en Colombia son consistentes con lo que se percibe ha sido la evolución y los movimientos territoriales de los grupos paraestatales en el país y la consecuente pérdida del monopolio del Estado Colombiano sobre la coerción.
La consolidación de paraestados en una sociedad tiene varias consecuencias sobre el desempeño del estado desplazado. La primera y más obvia es el debilitamiento de los aparatos de seguridad y justicia. Para Colombia la interrelación entre la violencia, los grupos armados y la administración de justicia es tan compleja, y ha sido tan ignorada, que vale la pena dejar su análisis para una sección dedicada en forma exclusiva a este aspecto.
Fuera de estos impactos de difícil cuantificación económica, pero sin duda los más pertinentes para orientar la acción pública, la violencia colombiana ha impuesto costos, ya más medibles, en términos de la distribución del ingreso y de la eficiencia económica. A continuación se resumen algunos [88].

II.2 - EL IMPACTO DEL CRIMEN  SOBRE LA DISTRIBUCION

El impacto más directo y visible del crimen es de índole redistributiva. Violando las reglas del juego que rigen el comportamiento del resto de la población un conjunto de individuos se apropia de recursos sobre cuya propiedad, en principio, no tiene ningún derecho [89].
La estimación del monto anual de los recursos que se transfieren en Colombia de manera ilegal, y que se resume en el Cuadro II.1,  sugiere varios comentarios.
El primero es que el monto, superior al 10% del PIB es considerable. El segundo comentario es que, en términos de los recursos transferidos, el narcotráfico ocuparía ya un modesto lugar después de las "rentas" de la riqueza que a lo largo de dos décadas se acumuló de manera ilegal, de los ataques a la propiedad del estado y posiblemente de los robos, fraudes y atracos que sufren los hogares y las empresas.  También vale la pena destacar el hecho que las transferencias ilegales en Colombia están lejos de ser un asunto exclusivamente penal [90]
Existen dos cifras sobre las cuales se sabe muy poco, y que seguramente están subestimadas en la estimaciones que se presentan, y son  las relacionadas con los ataques a la propiedad que sufren las empresas y con la corrupción estatal. Las tres encuestas de victimización disponibles en el país se han hecho a los hogares.  Un esfuerzo exploratorio para captar lo que pasa con las empresas [91] muestra que en la actualidad los ataques criminales constituyen un problema importante para el sector productivo colombiano [92] .
Hay varios elementos adicionales de índole redistributiva que vale la pena señalar. El primero tiene que ver con la concentración de exorbitantes ingresos ilegales en manos de unos pocos "agentes violentos exitosos". A pesar de todas las imprecisiones que se pueden dar en el cálculo de los patrimonios ilegales el simple ejercicio de estimar los órdenes de magnitud de las rentas que debe generar esa riqueza ilegal acumulada  arroja resultados interesantes. De acuerdo con estimaciones muy elementales sobre las grandes nuevas fortunas del país, los ingresos anuales no operacionales de los principales empresarios de la droga serían del mismo orden de magnitud de los ingresos de unos 200  mil colombianos. La alianza de dos o tres de ellos constituría una asociación con ingresos anuales superiores al presupuesto del ejército, o el de la policía, o el de la rama judicial. 
Para tratar de cuantificar el impacto de este fenómeno sobre los indicadores corrientes de distribución del ingreso se realizó el ejercicio de combinar los estimativos de estas rentas con la información de las encuestas de hogares de Bogotá, Cali y Medellín y analizar los cambios en el coeficiente de Gini que resultan al  incluír las diez más prominentes. Los resultados de este ejercicio son sorprendentes. Aún dividiendo por cinco los estimativos disponibles sobre las fortunas, el efecto regresivo de nuevas élites estaría anulando los avances que logró el país en materia redistributiva en las últimas dos. Si los estimativos existentes de las fortunas son ciertos el retroceso podría ser de un siglo. En el sector rural se realizó un ejercicio similar incluyendo los ingresos de la guerrilla en los cálculos  de distribución del ingreso basados en la encuesta rural del 95 [93] y suponiendo que estos están distribuídos equitativemente al interior de los grupos armados, lo cual parece un supuesto conservador en términos distributivos. Lo que se deriva de este ejercicio constituye otra de las grandes paradojas colombianas : el efecto real de la acción de los grupos supuestamente motivados por una mayor justicia social ha sido un retroceso de varias décadas en materia distributiva en el campo. Otra manifestación de esta dinámica la constituye la enorme  redistribución de riqueza que se ha dado en Colombia  mediante la concentración de la propiedad rural [94]. El deterioro podría ser de tal magnitud, y la atención que ha recibido el problema es tan poca, que bien vale la pena dejarlo planteado como area prioritaria de investigación en materia de política social.
La consolidación de las actividades criminales en el país ha tenido como efecto adicional una importante reasignación sectorial de los recursos en contra de los segmentos legales de la sociedad.
Como se observa en la  Gráfica II.1, los estimativos que se pueden hacer acerca de los ingresos promedios en las diferentes modalidades del crimen resultan ser varias veces superiores a los ingresos de trabajo al alcance de los colombianos que no optan por las carreras criminales .
La última anotación acerca del impacto redistributivo de la violencia es que algunos trabajos recientes indican que los mayores efectos negativos se estarían dando sobre los segmentos  más pobres de la población. Una encuesta realizada a nivel nacional muestra que aunque la proporción de víctimas de ataques criminales es mayor en el estrato alto, los estimativos de las pérdidas por parte de las víctimas son mayores, aún en términos absolutos, en el  estrato bajo [95]. La respuesta de los hogares ante los ataques también parece sensible al nivel socioeconómico [96]. En cuanto a la violencia rural, el sector más perjudicado sería el de los campesinos y el mayor impacto económico estaría representado en la reducción de la productividad y el abandono de las fincas [97].
Así, se podría estar dando una causalidad por mucho tiempo ignorada entre la pobreza y la violencia : por la incapacidad económica para suplir privadamente las deficiencias en los servicios públicos de seguridad y justicia los hogares de bajos ingresos serían más sensibles a las consecuencias de la violencia que aquellos de los estratos altos [98].  

II-3 - LOS EFECTOS SOBRE LA EFICIENCIA

Una consecuencia importante de la inseguridad que sienten los agentes en una sociedad la constituyen los recursos que deben dedicar a la prevención y al control de los factores que generan esa inseguridad.  Parte de ese gasto se hace en forma colectiva y parte lo asumen los agentes en forma privada.
Del análisis de la situación actual del gasto público en seguridad y justicia, y de su evolución durante la última década se desprenden algunos comentarios. El primero es que su nivel -actualmente 5% del PIB- no sólo es importante sino que además ha subido sustancialmente, sobretodo durante los noventas, cuando aumentó en cerca de dos puntos del PIB [99].
Acerca de la efectividad de ese gasto se ha avanzado en Colombia en la dirección de discutir el tema por parte de analistas externos a las entidades que demandan los recursos. En forma superficial, y contrastando con la información disponible sobre la situación criminal del país, se pueden hacer algunas anotaciones. La primera es que no parece ser esta un área muy adecuada para las comparaciones con supuestos patrones internacionales de gasto. Tanto la violencia como la magnitud del ataque a la soberanía del estado son bastante peculiares en Colombia. El segundo es que los hurtos, los robos y los atracos que sufren los hogares no sólo implican transferencias  considerables de recursos sino que están generando una alta sensación de inseguridad [100] y, además, constituyen el incidente que los ciudadanos consideran más probable que les ocurra [101]. A pesar de lo anterior no parecen estar recibiendo tanta protección, ni atención, por parte de la fuerza pública o del sistema judicial, como otras áreas que podrían estar causando un menor daño social. Paradójicamente el área que se percibe actualmente como prioritaria para el Estado Colombiano -la lucha antinarcóticos [102]- es aquella para la cual se tiene una idea más difusa sobre su impacto social y, además, aquella que se percibe como menos prioritaria por parte de los ciudadanos [103]. Por el contrario, los indicadores agregados acerca del desempeño en materia de control estatal de los homicidios no muestran signos de mejoría, ni se percibe que se le haya asignado a esta área crítica la prioridad que amerita. Por último, los cambios de prioridades implícitos en la composición del gasto en la última década [104] no parecen corresponder a la evolución de la criminalidad, o a una estrategia global de seguridad bien definida. Parece ser esta una de las áreas de la acción del estado que requiere de unos mayores niveles de coordinación entre distintas agencias que no se está dando en la actualidad y estaría generando grandes ineficiencias [105]. De todas maneras, en términos de la percepción de los ciudadanos colombianos acerca de la efectividad de este gasto, los resultados se pueden calificar de  precarios [106].
Con relación a la vigilancia privada, los datos disponibles acerca del personal dedicado a esa labor -en las empresas legales y reguladas- muestran un acelerado crecimiento desde 1980, en forma mucho más acelerada que el incremento de los efectivos de la Policía Nacional [107].  Sobre la evolución de otros grupos privados, informales o ilegales, de seguridad es poco lo que se sabe con certeza. Para el macro-actor armado conocido como los paramilitares, es razonable suponer que su evolución ha seguido de cerca la de la guerrilla [108]. Pero esta es sólo una dimensión, la rural, del fenómeno de la seguridad privada ilegal en Colombia. Testimonios disponibles sugieren la existencia, en los barrios populares de las grandes urbes, de toda una gama de grupos armados, generalmente jóvenes, que cumplen esa función [109]Los resultados de una encuesta realizada en áreas urbanas [110] tienden a confirmar este fenómeno : un 22% de los hogares manifestó que en su barrio había influencia de grupos armados [111].
Se percibe entonces en el área de la seguridad una tendencia perversa y es la progresiva privatización de este servicio. Acerca de las razones para el abandono de las instancias públicas en esta área existen algunas hipótesis.  Se puede plantear que ha sido la reacción natural a la inefectividad estatal derivada de una mala asignación de los recursos y en particular de un excesivo gasto militar en detrimento del policial [112] que, sumado a una falta de profesionalización, tanto del ejército [113] como de la policía [114] ha, por decirlo así, forzado a los ciudadanos a optar por soluciones privadas para sus problemas de seguridad.  También se puede pensar que se trata de la descentralización, informal y pragmática, de un problema que presupuestal y administrativamente se sigue manejando a nivel nacional cuando su naturaleza tiene un alto componente local. Ante la dificultad para atraer la atención de un ejército o una policía que dependen aún de la capital, las comunidades han decidido resolver localmente el apremiante problema de la inseguridad.  Los incentivos para la privatización y descentralización de la seguridad son más fuertes cuando existen vasos comunicantes entre los grupos armados y la delincuencia : si el grupo que protege un determinado territorio se sostiene con actividades criminales en otros territorios baja la presión financiera sobre la comunidad que recibe así protección subsidiada por víctimas extrañas al territorio. Bajo este escenario se han detectado en el país fenómenos de sobre-oferta de grupos armados que compiten, y se exterminan entre sí, para suministrar  servicios de protección a las comunidades locales [115].
En síntesis, el impacto social negativo de la privatización de la seguridad va mucho más allá de las consideraciones de eficiencia derivadas de su naturaleza de bien público. Cuando los grupos armados que garantizan la seguridad proliferan y se atomizan de tal manera que su territorio  se reduce al mínimo -por ejemplo al barrio- se llega a una situación en la que la seguridad en un lugar es precisamente el principal factor de violencia en los lugares aledaños. Este efecto se refuerza cuando los grupos han surgido, o mantienen vínculos, con el crimen organizado y cuando, como parece estar ocurriendo en Colombia, se consolida la aceptación social de quienes protegen una zona y delinquen en otras [116]. El efecto previsible de una situación como esta es el de una progresiva organización y concentración de las actividades criminales [117], una reducción de la pequeña delincuencia -por la virtual eliminación de sus actores- y unos altos niveles de violencia [118].
Acerca de los montos que efectivamente gastan los ciudadanos y las empresas en vigilancia, seguridad, reposición de los daños, físicos y humanos, causados por los delitos, y hasta en justicia penal privada, la información que se tiene es fragmentaria. Un estudio sobre las empresas de seguridad y vigilancia, urbanas y legalmente constituídas [119], estima en un poco menos de 1% del PIB los ingresos anuales de dichas empresas. Por otra parte, en la encuesta realizada en tres ciudades [120] se estima en cerca de U$ 80 dólares anuales el gasto promedio por hogar en protección de la propiedad [121]. Con base en estas dos fuentes se pueden estimar los gastos totales en seguridad privada legal en un 1.4% del PIB [122].
El segundo gran componente del impacto de la violencia sobre la eficiencia productiva tiene que ver con la manera como esta afecta las decisiones de inversión en capital físico, capital humano y el llamado capital social.
Con relación al tema del capital humano, falta estudiar en Colombia el impacto que seguramente han tenido las nuevas vías, informales e ilegales, de movilidad social sobre la demanda por educación. Sería ingenuo pensar que las decisiones de inversión en capital humano por parte de la juventud colombiana hayan sido inmunes al ejemplo de las carreras colombianas más exitosas durante las últimas dos décadas. Resulta revelador el hecho que los jóvenes piensen que en Colombia le va mejor a los "vivos", a los que tienen suerte y aún a los deshonestos que a quien trabaja o estudia [123] y que ante una gama de oficios, los jóvenes consideren que el de mayor probabilidad de éxito es, de lejos, el de narcotraficante[124]
Para el diagnóstico de la dinámica de la criminalidad urbana en Colombia resultaría inadecuado ignorar el impacto que, como "role models", han tenido los criminales exitosos sobre los jóvenes. Un dato que tiende a corroborar esta idea es el de los patrones de incidencia de la delincuencia juvenil en el país. Entre las ciudades de la encuesta de victimización de 1995, el número de delitos en los cuales intervinieron jóvenes menores de 18 años varía considerablemente, con relaciones hasta de doce a uno entre ciudades [125]. El punto interesante es que el ordenamiento de las ciudades de acuerdo con el número de incidentes con participación de menores es muy similar al que resulta de acuerdo con la tasa de criminalidad global, o la de los delitos contra el patrimonio económico. Estos datos son consistentes con testimonios disponibles acerca de procesos de aprendizaje y de transmisión oblicua de las percepciones acerca de las oportunidades delictivas de los criminales adultos a los jóvenes infractores.
Una forma especial de aprendizaje, que también se puede clasificar dentro de los efectos de la violencia sobre el capital humano, es la relacionada con la difusión de la tecnología de la guerra. La violencia colombiana, y en particular la asociada con los agentes armados ha tenido un efecto claro sobre la utilización de las armas de fuego [126].  Otro efecto perceptible de la violencia sobre el capital humano en Colombia tiene que ver con el impacto que ha tenido  sobre las posibilidades de utilizarlo, o de adquirirlo, al afectar a los trabajadores, o estudiantes, nocturnos [127].
En lo que hace referencia al capital social, son dos los elementos que, a nivel conceptual, se han considerado básicos para su configuración. El primero tiene que ver con los niveles de confianza que predominan en una sociedad [128].  El segundo tiene que ver con la facilidad con la cual la institución familiar "adopta" o "asimila" agentes extraños [129]. Aunque alguna literatura reciente ha señalado la relación negativa entre el capital social y la criminalidad [130], destacando el efecto causal de las deficiencias en el primero sobre la segunda no parece prudente ignorar que puede haber relaciones en ambas vías [131], e incluso asociaciones positivas [132]. Para Colombia la verificación de estas teorías es aún precaria, en buena parte por las evidentes dificultades en la medición del capital social. La información disponible no muestra, entre las zonas situadas en los extremos de la escala de violencia [133], diferencias significativas en los indicadores tradicionalmente asociados con el capital social. Ni en la manifestación explícita de la confianza hacia terceros [134], o hacia ciertas instituciones [135], ni en la preocupación por los problemas de la comunidad [136], o en la participación en reuniones y obras comunitarias [137], ni en la pertenencia a diversos grupos o asociaciones privadas [138], ni en la tendencia a aceptar extraños en el núcleo familiar [139]  se perciben diferencias significativas entre las zonas de alta violencia y el resto del país [140].
Hay sinembargo algunos elementos socio-culturales para los cuales si aparecen diferencias importantes entre las zonas más violentas y las demás. Está en primer lugar la participación en actividades religiosas, que parece fortalecerse con la violencia [141]. Está en segundo lugar algo así como la "calidad" del tejido social, en términos de su capacidad para rechazar la violencia y que, lamentablemente, muestra deterioro y acomodo a los mayores niveles de conflicto [142].  Está por último la participación en las llamadas Juntas de Acción Comunal, que sí resulta sensible a la violencia [143]
Acerca del sentido de la causalidad para esta relación negativa que se observa entre la violencia y la participación en una de las asociaciones comunitarias con mayor tradición en el país existe alguna evidencia que permite pensar en un efecto destructor de la violencia sobre vínculos y sistemas de organización  previamente establecidos [144].  Así, en las localidades asediadas por la violencia el efecto negativo del temor y la desconfianza sobre el capital social se estaría dando no sólo "en el margen", por la dificultad para crear nuevas asociaciones,  sino por el deterioro del acervo existente, o por la reorientación de sus objetivos [145].
Con relación al capital físico, varios trabajos econométricos realizados en el último par de años en el país coinciden en que la violencia está afectando en forma significativa tanto la formación bruta de capital [146] como el crecimiento de la productividad [147]. Estudios de corte transversal para explicar las diferencias de crecimiento entre países a nivel latinoamericano y en los cuales se incluye la tasa de homicidios como elemento explicativo tienden a confirmar estos resultados [148]. Con datos departamentales se ha encontrado que el crimen que más ha afectado la evolución regional de la productividad es el secuestro [149]. Así, en forma un tanto tardía, la disciplina económica comenzó a hacer eco a las opiniones de los empresarios colombianos en el sentido que bajo un ambiente de violencia, amenazas  y secuestros les resulta difícil operar.
Lo que no se sabe todavía muy bien es la manera como, a nivel micro, se está dando ese efecto. La parte más obvia, y sobre la cual existe información, es a través de los recursos dedicados a la labor de vigilancia y seguridad que se distraen de usos más productivos [150]. También se puede pensar en la reducción de algunos mercados [151]. Una encuesta realizada en Bogotá sugiere que la inseguridad estaría afectando más a las empresas grandes que a las pequeñas [152]. Así se estaría dando un importante obstáculo a la división del trabajo, a la especialización y por ende  al crecimiento.
En el Cuadro II.2 se resumen los principales rubros costeables del impacto del crimen y la violencia en Colombia [153].
Un efecto indirecto que, para terminar, vale la pena mencionar es el que se podría estar dando por la vía de los llamados costos de transacción. Se ha postulado [154] que esta fuente de ineficiencia -que surge no en la etapa de producción de los bienes sino en el momento del intercambio- depende en forma crítica de la información con que cuentan los empresarios y de la calidad de las instituciones, o reglas del juego [155]. No es difícil imaginar los efectos devastadores que sobre la calidad de estos dos elementos puede tener un ambiente caracterizado por la violencia, las amenazas, una justicia débil y unos actores armados poderosos. Resulta claro después de este breve esfuerzo por dilucidar los costos económicos de un ambiente violento, que una de las consecuencias de lo que está ocurriendo en Colombia  puede ser,  precisamente, que los agentes que toman las decisiones económicas tienen  poca información acerca de lo que realmente está ocurriendo y una mala idea acerca de cuales son las verdaderas reglas del juego. Cuando la incertidumbre sobre el pasado y el presente es tan alta, para qué hablar del esfuerzo, indispensable en la tarea de invertir, de dilucidar el futuro.

III - VIOLENCIA, AGENTES ARMADOS Y JUSTICIA PENAL EN COLOMBIA

Una de las preocupaciones recurrentes de la teoría económica del crimen ha sido el efecto de la justicia penal sobre las actividades delictivas. Se ha postulado que la probabilidad de ser capturado, y la de ser sancionado, son factores que afectan las decisiones de los criminales. Se ha dado por descontado que estas son variables  sobre las cuales el estado, perfectamente informado acerca de la realidad criminal, mantiene el control. Las teorías criminológicas son menos unánimes en cuanto a la efectividad del sistema penal sobre los comportamientos delictivos, pero aún las más escépticas suponen cierto grado de autonomía de la justicia penal. En ambos casos, se ha ignorado el efecto que las organizaciones criminales pueden tener sobre el desempeño del sistema judicial. Tal es el tema de esta sección, con la cual se pretende argumentar, con referencia al caso Colombiano, que la violencia, y en particular la ejercida por organizaciones armadas, puede constituírse en un obstáculo a la adecuada administración de justicia penal en una sociedad.
En la primera parte, muy breve, se rescatan los elementos de la literatura económica que sirven para enmarcar conceptualmente la noción de  endogeneidad del sistema penal de justicia.  En la segunda se trata de argumentar que en Colombia, en forma contraria al diagnóstico tradicional, si parece haber una relación estrecha entre la violencia homicida y la presencia de agentes armados. En la tercera se hace referencia a la evidencia disponible  acerca del efecto de la violencia, y las amenazas ejercidas por los grupos armados, sobre las distintas etapas de los procesos penales. Con información a nivel de los municipios colombianos, se busca rastrear el impacto que tienen los grupos armados y se sugiere que este se inicia con alteraciones en la disponibilidad y la calidad de la información  acerca de la violencia.

III.1 - PARAESTADOS, REGLAS DEL JUEGO Y MAFIAS

Son básicamente tres los cuerpos de teoría económica disponibles para analizar las interrelaciones entre la violencia y el funcionamiento de la justicia penal en una sociedad.
Está en primer lugar la idea, derivada de la llamada nueva economía política [156], de que la anarquía "hobbesiana" es una situación transitoria. Teniendo en cuenta la ineficiencia del desorden, alguien  impone las reglas del juego para el intercambio y la repartición del excedente que se genera con este intercambio. Está en segundo término la noción, promovida por la nueva economía institucional, que las reglas del juego, las instituciones, no sólo son endógenas sino que, además, pueden no ser contractuales, ni "productivas" en el sentido de que contribuyan siempre a la eficiencia económica. Por lo general, se señala una relación entre las reglas del juego imperantes y los intereses de los grupos más exitosos bajo tales reglas del juego. Así, aparece en estas visiones una posible explicación para la dinámica del sistema penal en una sociedad y es la que tiene que ver con su acomodo a los intereses y objetivos de los grupos más exitosos. Está por último, y a un nivel más aplicado, la teoría económica de las mafias. El vínculo de las mafias con las nociones del surgimiento del tercer agente  que define y protege los derechos de propiedad queda claro cuando se considera el rol estatal que juegan las mafias en algunas regiones, o en los mercados ilegales. La compatibilidad con las ideas de la nueva economía institucional se da a través de la observación que las mafias tienden  a buscar el debilitamiento y la infiltración de los aparatos de seguridad y justicia.
En síntesis, estas tres vertientes de la teoría  económica predicen que cuando un estado no cumple con sus funciones coercitivas básicas, por falta de presencia en un territorio, o en un mercado ilegal, surgen espontáneamente instituciones paraestatales que lo reemplazan[157]. Algunos de estos paraestados pueden quedar limitados a una escala familiar, o a pequeños grupos que ofrecen la estructura de autoridad necesaria para establecer algunas reglas básicas de interacción y para dirimir conflictos. Existe sinembargo la posibilidad de que entre estos paraestados aparezcan organizaciones privadas, las mafias, con el poder suficiente para imponer sobre regiones o segmentos de la sociedad sus propias reglas del juego y sus  mecanismos, generalmente violentos, para hacerlas cumplir. 
El control que logran las mafias sobre un territorio, o un mercado, se alcanza mediante el uso sistemático de la fuerza. Es la violencia, y posteriormente la amenaza y la intimidación, lo que permite controlar militarmente una zona, solucionar conflictos, ampliar mercados, capturar rentas, imponer tributos y, sobretodo, modificar las reglas del juego imperantes.
Así, una de las principales características de la violencia asociada con agentes armados organizados, es su capacidad para generar condiciones favorables a su reproducción. Esta dinámica se enmarca bien dentro del esquema propuesto por North (1990) del sendero institucional bajo el cual las organizaciones exitosas de una sociedad moldean las instituciones a su acomodo para ser cada vez más poderosas.
A nivel más específico, hay tres puntos de la literatura económica sobre mafias que vale la pena rescatar para aproximarse al análisis del desempeño de un sistema judicial ante grupos armados poderosos.
El primero, que ya se mencionó, tiene que ver con la tendencia de las organizaciones violentas a controlar territorios, geográficos o funcionales, y reemplazar parcialmente al estado, como administrador de justicia, en sus labores coercitivas y de resolución de conflictos. El segundo punto está relacionado con el hecho que las mafias se especializan en ofrecer servicios de protección -contra terceros, contra ellas mismas o contra las consecuencias de incumplir las leyes- [158]. Se ha señalado que esta protección se lleva a cabo mediante la coordinación y la centralización de las actividades de corrupción. El último punto tiene que ver con el reconocimiento que los principales insumos del negocio de la venta privada de protección son la violencia y la manipulación de la información [159].

III.2 - VIOLENCIA Y GRUPOS ARMADOS EN COLOMBIA

Extrañamente en Colombia se ha aceptado la noción de que los diversos actores armados que operan en el país son responsables de un porcentaje muy bajo de los homicidios y que el grueso de la violencia sería accidental, fortuita y estaría determinada por asuntos como las riñas o los problemas de alcohol y de convivencia. Esta idea, derivada en buena parte del  diagnóstico  realizado por los llamados violentólogos  [160] a finales de los ochentas tuvo una gran influencia sobre las políticas contra la violencia adoptadas durante la última década en las cuales brilla por su ausencia el eventual papel de la justicia penal en el control de la violencia.
En la actualidad parece cada vez más claro que este diagnóstico fué benigno en cuanto a la contribución del conflicto armado y del narcotráfico al número de muertes violentas. La evidencia reciente, la incongruencia conceptual entre la idea de una violencia fortuita y la fortaleza de las organizaciones armadas colombianas y el limitado alcance de las políticas inspiradas en ese diagnóstico hacen indispensable un replanteamiento del mismo. Los elementos, fragmentarios e incompletos, que se ofrecen a continuación están orientados a desafiar esa noción, tan arraigada, de que en una de las principales sedes mundiales de la industria de la droga y en medio de uno de los más prolongados conflictos armados -en la actualidad una verdadera guerra civil- la mayoría de las muertes violentas son un asunto de alcohol, de riñas juveniles y de intolerancia. Se pretende señalar que esa noción no sólo es extraña y contraria a las teorías corrientes sino que, además, riñe con la poca evidencia disponible.
En la actualidad lo único que se sabe con certeza en Colombia es que existe una gran ignorancia alrededor de un alto porcentaje de las muertes violentas que ocurren en el país. Se sabe, además, que el misterio alrededor de los homicidios está directamente relacionado tanto con la intensidad de la violencia  como con la presencia de agentes armados. Ante una situación tan precaria en materia de información, parece conveniente recurrir a una mayor consistencia conceptual, y a una verificación más precisa de las teorías con la evidencia disponible, para avanzar en el diagnóstico.
Thoumi (1994) ha señalado que la violencia es uno de los principales insumos de  las actividades relacionadas con las drogas, por cuatro razones : (1) es el elemento básico en la resolución de conflictos y se usa como garantía para el cumplimiento de los acuerdos, (2) se utiliza como barrera a la entrada de eventuales competidores, (3) es un mecanismo de protección de la propiedad obtenida ilegalmente y (4) se puede usar contra las autoridades para alterar las reglas del juego.  La incapacidad institucional colombiana para controlar la violencia pudo contribuír al surgimiento del narcotráfico en el país. La presión posterior que esta actividad, mediante amenazas y corrupción, impuso progresivamente sobre los sistemas de seguridad y justicia debilitó aún más las posibilidades del estado colombiano para controlar la violencia. Así, en un ilustrativo ejemplo de "captura" de las instituciones por organizaciones exitosas, se facilitó la consolidación del crimen organizado en el país.
Acerca del fortalecimiento de la  guerrilla, o de los grupos paramilitares, en Colombia se puede pensar en una dinámica muy similar. Los mismos argumentos señalados  para considerar la violencia como un importante insumo del narcotráfico se pueden utilizar para postular la existencia de una estrecha relación entre la violencia y la actividad guerrillera o paramilitar.
La asociación entre violencia y presencia de grupos armados se puede captar en Colombia por varias vías. En primer lugar, trabajos recientes [161] señalan una correspondencia geográfica entre la influencia de estos grupos y las tasas de homicidio a nivel municipal. En los últimos años la principal expansión de los grupos armados se ha dado en las localidades cafeteras del centro del país y en las zonas de colonización de frontera, el piedemeonte llanero, favorables a los cultivos ilegales. Ambas regiones, presentan altos índices de violencia.  En segundo término, los municipios más violentos del país se distinguen del resto por una mayor presencia de agentes armados. El 93% de los homicidios registrados en Colombia en 1995 ocurrieron en municipios en dónde se ha detectado la presencia de alguno de los principales grupos armados, más de las tres cuartas partes de las muertes intencionales ocurrieron en localidades en dónde confluyen dos o tres de estos agentes y únicamente el 12% de la muertes violentas sucedieron en sitios libres de la influencia de la guerrilla. En los 382 municipios colombianos ajenos a la influencia de grupos armados, con 4.8 millones de habitantes, se presentaron en 1995 un total de 1891 muertes violentas intencionales. Así, con una tasa de homicidios de 39 homicidios por cien mil habitantes, este subconjunto de Colombia se asimila más, en términos de violencia,  a los demás países latinoamericanos.
La correspondencia a nivel local entre violencia e influencia de grupos armados puede explicarse de dos maneras : o bien se trata de municipios dónde la falta de un estado que garantizara el orden permitió la consolidación de conductas ilegales, o bien se ha dado un desplazamiento violento de las estructuras estatales existentes. En ambos casos se puede concebir el surgimiento de un  paraestado que entra a suministrar los bienes públicos básicos : establecer nuevos derechos de propiedad y administrar justicia. Para cumplir esta tarea se necesita, obviamente, de una base impositiva. Los conocedores de la dinámica de la guerrilla, los paramilitares y otros grupos armados en el país, coinciden, a grandes rasgos, con la descripción de este escenario [162].
El argumento que se quiere ofrecer acerca de los vínculos entre la violencia y los grupos armados no equivale a decir, ni mucho menos, que la totalidad de los homicidios se pueden adjudicar a dichos grupos. Lo que se pretende es resaltar la importancia que tienen estos agentes como catalizadores y promotores del recurso a la violencia. Se puede pensar en tres tipos de influencia : (1) como ejemplo del éxito, económico y político, que se puede obtener a través de las armas, (2) por el debilitamiento de los organismos de seguridad y del sistema judicial y (3) por la difusión de la tecnología de la guerra. Antes de entrar a analizar en mayor detalle el efecto sobre la justicia penal vale la pena un paréntesis para señalar la evidencia disponible acerca de la asociación entre la presencia de grupos armados y la tecnología utilizada para los homicidios, que ha sido reconocida como un factor  asociado con la violencia. A pesar de la alta correlación que regionalmente se observa entre los homicidios con tecnologías primitivas y los cometidos con arma de fuego, la participación de estos últimos en el total muestra importantes variaciones por municipios [163]. Estas diferencias son difíciles de explicar con los distintos indicadores socioeconómicos disponibles [164]. Por el contrario, la presencia de grupos armados en un lugar, sí contribuye a la explicación de la técnica predominante para cometer los homicidios [165]. Por otro lado, la escasa información disponible sobre posesión de armas de fuego  es consistente con un escenario en el cual, en los lugares violentos, unos pocos agentes, mejor armados que el resto de la población, hacen uso repetido de sus armas [166].

III.3 - LA JUSTICIA PENAL COLOMBIANA ANTE LA VIOLENCIA

Para Colombia la presión de los grupos violentos sobre el sistema judicial durante las dos últimas décadas se puede empezar a corroborar con la simple lectura de prensa [167]. Ya en 1987, cuando 53 funcionarios judiciales habían sido asesinados, una encuesta realizada entre jueces señalaba su preocupación  por la inseguridad para los miembros de la rama [168]. El 25.4% de los encuestados manifestaba que ellos o sus familias habían sido amenazados por razón de sus funciones. Posteriormente las amenazas y asesinatos continuaron. Aún después de la época más dura de la guerra contra el narcotráfico los jueces se han visto más afectados por la violencia que el resto de los ciudadanos, inclusive de aquellos que residen en las zonas más violentas del país, o del personal de las fuerzas armadas [169]. Los jueces, a diferencia del resto de la población -que teme antetodo los atracos- se sienten más inseguros, y consideran más probable la ocurrencia, de incidentes como el homicidio o el secuestro [170]. En forma consecuente, los jueces como grupo social están más armados que el resto de la población [171].
Paralelamente parece prudente no ignorar la cadena de coincidencias que, en la última década, se han dado entre incidentes promovidos por los grupos armados y las modificaciones al régimen penal colombiano [172].
Con las cifras judiciales agregadas a nivel nacional se puede identificar una asociación negativa entre la violencia, medida por la tasa de homicidios, los grupos armados y varios de los indicadores de desempeño de la justicia penal. En las últimas dos décadas, la tasa de homicidios colombiana se multiplicó por más de cuatro. En forma paralela, se incrementó la influencia de las principales organizaciones armadas. En el mismo lapso, la capacidad del sistema penal para investigar los homicidios  se redujo a la quinta parte [173]. La proporción de homicidios que conducen a un juicio, que en los sesentas alcanzó a superar el 35% es en la actualidad inferior al 6%. Mientras que en 1975 por cada cien homicidios el sistema penal capturaba más de 60 sindicados, para 1994 ese porcentaje se había reducido al 20%. Las condenas por homicidio, que en los sesentas alcanzaban el 11% de los homicidios cometidos no pasan del 4% en la actualidad.
Con un efectividad tan precaria, parece claro que cualquier tentativa por controlar el homicidio basada en el aumento nominal en las penas contempladas en el código resulta bastante inocua. En efecto, cada diez años de aumento en el castigo que legalmente se impone a una conducta como el homicidio equivale a un incremento de tan sólo cinco meses en la penalidad esperada. Este es el elemento que, nos dice la teoría, afecta los comportamientos.
Estas asociaciones permiten dos lecturas. La tradicional sería que el mal desempeño de la justicia ha incentivado en Colombia los comportamientos violentos. En el otro sentido, se puede argumentar que uno de los factores que contribuyeron a la parálisis de la justicia penal colombiana fué, precisamente, la violencia y en particular la ejercida por los grupos armados.
Una particularidad de la justicia penal colombiana, que ha sido sugerida como explicación de su actual incapacidad para aclarar los homicidios [174], es la relacionada con su progresiva "banalización" : la tendencia a ocuparse de los delitos inocuos y fáciles de resolver en detrimento de los más graves, los difíciles de investigar y aclarar. Un análisis preliminar hecho a un conjunto de sentencias judiciales por homicidio tiende a corroborar la idea de que los pocos casos de violencia que se juzgan son de una naturaleza diferente, y menos grave que el grueso de los homicidios que se cometen [175]
En forma informal desde los setentas y con la oficialización del vicio en el procedimiento a finales de los ochentas [176], la investigación de los incidentes penales en Colombia se limitó a aquellos con "sindicado conocido" o sea a los delitos prácticamente resueltos desde la denuncia por parte de las víctimas. Sin duda, esta peculiaridad no sólo ha  condicionado las relaciones de los colombianos con su justicia penal -puesto que  dejan de acudir a ella cuando no conocen las circunstancias o los autores de los crímenes- sino que ha beneficiado a los criminales profesionales, aquellos con mayor capacidad para no dejar rastro de sus actuaciones, o para amenazar a los denunciantes. Por esta vía se ha fortalecido en Colombia el círculo vicioso entre desinformación e impunidad, recurrente en la literatura sobre mafias.      
Los datos de las encuestas de victimización disponibles en el país también son útiles para analizar, partiendo de las reacciones de las víctimas ante los hechos violentos, las complejas interrelaciones que existen en Colombia entre la violencia y la justicia penal. Muestran como, desde la base, las actitudes y respuestas de los ciudadanos están contaminadas tanto por las deficiencias de la justicia penal,  como  por  un  ambiente  de violencia e intimidación [177].
La sociedad colombiana se caracteriza no sólo por los altos niveles de violencia, sino por el hecho que los ciudadanos no cuentan con sus autoridades para buscar soluciones a los incidentes criminales. Aún para un asunto tan grave como el homicidio, de acuerdo con la encuesta realizada en 1991, más de la mitad de los hogares que habían sido víctimas manifestaron no haber hecho nada y únicamente el 38% reportó haber puesto la respectiva denuncia [178].
Dentro de las razones aducidas por los hogares colombianos para no denunciar los delitos vale la pena resaltar la importancia de dos. La primera, peculiar y persistente en las tres encuestas de victimización, es la de la "falta de pruebas", que es sintomática de la forma como el sistema penal colombiano ha ido delegando en los ciudadanos la responsabilidad de aclarar los crímenes [179]. La segunda es la del "temor a las represalias" que entre la encuesta de 1985 y la de 1991 duplicó su participación en el conjunto de motivaciones de los hogares para no denunciar.  Para la encuesta realizada en 1995 [180] el "temor a las represalias" aparece como un factor con buen poder explicativo sobre la proporción de delitos que se denuncian [181]. Por otro lado, el temor a las represalias como razón para no denunciar es más importante en las ciudades con mayores niveles de violencia homicida. Aparece entonces, para las ciudades colombianas, una asociación  negativa entre la violencia y la disposición de los hogares a poner en conocimiento de la justicia la ocurrencia de hechos delictivos. La incidencia del temor a las represalias como factor para no denunciar ha seguido, en las tres encuestas realizadas desde 1985, una evolución similar a la de la tasa de homicidios en el país.
La decisión de denunciar la comisión de un delito también se ve afectada por otros factores. En particular depende de si se conoce o no a los infractores, presentándose una proporción tres veces superior en el primer caso. Esta cifra corrobora la idea de que los colombianos acuden más al sistema judicial cuando los delitos no requieren de un mayor esfuerzo investigativo para aclararlos.
La información más reciente muestra las mismas tendencias. En las zonas más violentas, en dónde los ataques criminales son más graves y las víctimas estiman mayores los daños causados por los incidentes, el conocimiento acerca de los infractores y las circunstancias es menor, la tendencia a acudir  a las autoridades también es menor y el temor a las represalias como razón para no hacerlo es mayor [182].
Del análisis de la información a nivel municipal para 1995, el primer punto que vale la pena destacar es que la presencia de agentes armados en los municipios afecta negativamente la calidad de la información sobre violencia homicida. Un indicador elemental de calidad de las estadísticas sobre muertes violentas se puede construír con base en las diferencias que se observan entre las distintas fuentes. Para una fracción importante de los municipios colombianos, más del 25%, se observa un "faltante" en las cifras judiciales : los homicidios registrados por Medicina Legal, o por la Policía Nacional, superan la cifra del total de atentados contra la vida reportada por el sistema judicial. La probabilidad de ocurrencia de este fenómeno, que podría llamarse la "violencia no judicializada" (VNJ) [183] se incrementa en forma significativa con la presencia de guerrilla, narcotráfico o grupos paramilitares en los municipios [184]. Es interesante observar cómo para el conjunto de municipios que presentan VNJ aún la calidad de las cifras de medicina legal parece deteriorarse [185].
Por otro lado, la información disponible muestra que las estadísticas judiciales, desde su base de denuncias, son sensibles a la VNJ. En los municipios dónde se presenta este fenómeno, por lo general lugares violentos, se observa que las denuncias por habitante, en todos los títulos del código, son en promedio inferiores a las de los municipios en dónde las cifras judiciales son consistentes con las de las otras fuentes [186].
La asociación que se observa entre la VNJ, la presencia de agentes armados y los bajos niveles de denuncias se puede explicar de varias maneras que reflejan, todas, deficiencias en el funcionamiento de la justicia penal. Estas explicaciones son consistentes con un escenario bajo el cual los agentes armados, las mafias, venden servicios privados de protección, o de justicia.
Se puede pensar que el mismo factor, un agente armado, que impide la judicialización de la violencia sea un factor de control de las otras manifestaciones de la criminalidad. Se puede concebir la existencia de mecanismos de justicia penal privada que compiten con la justicia oficial.  Se puede imaginar un escenario bajo el cual algún agente armado protege a los delincuentes de las acciones de la justicia. También se puede pensar en que ese actor, haga que, por "temor a las represalias", los ciudadanos dejen de poner denuncias. Tampoco parece arriesgado pensar que en aquellas localidades en las cuales la fiscalía y los juzgados no registran todos los homicidios los ciudadanos perciban cierta inoperancia de la justicia que los desestimule a denunciar los incidentes criminales. Se puede, por último, concebir que el factor que origina la VNJ pueda también tener una influencia directa sobre los funcionarios policiales o judiciales que registran los demás incidentes penales.
El fenómeno de desjudicialización de la violencia afecta no sólo los niveles de la criminalidad registrada en las denuncias sino que, además, distorsiona la percepción que se tiene del efecto de los grupos armados sobre esa criminalidad [187]
La combinación de los efectos que se acaban de describir hace que, por ejemplo, en el municipio típico colombiano [188] la presencia de algún agente armado reduzca entre un 15% y un 25% el número de denuncias puestas ante la justicia. Este efecto es peligroso pues puede generar un círculo vicioso de misterio alrededor de las muertes violentas [189]. Es fácil concebir en Colombia la circunstancia de un municipio, controlado por un agente armado, con un alto número de homicidios, y en dónde la violencia ni siquiera salga a la luz de las estadísticas [190].
La influencia de los agentes armados sobre las cifras judiciales no se limita a su impacto negativo sobre los delitos denunciados. Dado un número de denuncias, la VNJ afecta negativamente la apertura de investigaciones formales o sumarios [191]. Visto de otra manera este efecto, la VNJ, junto con la tasa de homicidios, afecta negativamente el número de sumarios que se abren por cada denuncia. Para esta magnitud, que mediría la "capacidad investigativa" del sistema penal, ha sido señalada una asociación negativa con las tasas de homicidio a nivel nacional [192].
Se percibe también un efecto tanto de la violencia homicida como de los agentes armados sobre las prioridades implícitas de la justicia penal a nivel municipal [193]. Es precisamente en los municipios menos violentos, o sin presencia de agentes armados, en dónde la participación de los atentados contra la vida dentro de los casos de los cuales se ocupa la justicia es mayor.
Así, en forma consistente con el escenario de unas mafias que impiden que se investiguen los homicidios se encuentra una asociación negativa, estadísticamente significativa, entre la violencia en los municipios y el interés del sistema judicial por aclarar los atentados contra la vida. También se encuentra que la presencia de más de un agente armado en un municipio tiene un efecto demoledor sobre las prioridades de la justicia, en contra de los delitos contra la vida. Para tener una idea de la magnitud de este impacto baste con señalar que la presencia de dos agentes armados en un municipio tiene sobre las prioridades de investigación de la justicia un efecto similar al que tendría el paso de una sociedad pacífica a una situación de guerra [194].
Para resumir, el análisis de los datos sobre desempeño judicial, violencia homicida y presencia de los grupos armados en los municipios colombianos sugiere una historia interesante. El efecto inicial de los agentes violentos sobre el desempeño de la justicia penal colombiana se estaría dando a través de la alteración, en ciertos municipios violentos, en el conteo de los homicidios por parte de los fiscales y los jueces. La información disponible es bastante reveladora acerca de la génesis del misterio alrededor de las muertes violentas en el país : el sistema judicial. Los muertos empiezan a desaparecer de las estadísticas en las cifras que remiten los juzgados. Difícil pensar que si existe desinformación en cuanto al número de homicidios habrá alguna claridad acerca de las circunstancias en que ocurrieron las muertes, o acerca de los autores de esos crímenes.
Este primer desbalance entre lo que el sistema judicial registra y lo que realmente está ocurriendo estaría afectando las percepciones de los ciudadanos acerca de la justicia y su voluntad para recurrir a ella para denunciar todo tipo de delitos. Parece lógico el escepticismo de los ciudadanos con un sistema judicial que reconoce la existencia de un número de homicidios inferior a los que realmente ocurren. El fenómeno de baja denuncia que se observa ante la presencia de agentes armados puede, en principio, darse en forma paralela con una reducción o con un incremento en la delincuencia. Los datos no son contundentes al respecto pero sugieren más un escenario de aumento en la criminalidad.  Las respuestas de los hogares acerca de los factores que se cree afectan la delincuencia en sus regiones tiende a dar apoyo a la idea que los agentes armados contribuyen a la inseguridad [195]. Testimonios disponibles en el país permiten sin embargo sospechar que en algunas localidades los grupos armados entran a poner orden, reduciendo las tasas delictivas [196]. La presencia de más de un agente armado en una localidad  tiene ya un  efecto devastador sobre la justicia que parece convertirse entonces en una verdadera "justicia de guerra" bajo la cual el mayor número de muertes violentas conduce a un menor interés de la justicia por investigarlas, y mucho menos por aclararlas. En síntesis, los datos muestran que es por la desinformación alrededor de la violencia por donde parece iniciarse la influencia de los agentes armados sobre la justicia penal colombiana. A partir del momento en que la justicia, en sus estadísticas y seguramente en su desempeño, se empieza a alejar de la realidad se dan las condiciones para ese círculo vicioso de desinformación y oferta de servicios privados de protección en el que, nos dice la teoría, surgen y se consolidan las mafias. 

IV - CONCLUSIONES Y RECOMENDACIONES

Talvez la principal lección que puede ofrecer la experiencia colombiana en materia de violencia es que el agravamiento del fenómeno impone obstáculos crecientes tanto para su adecuado diagnóstico como para el diseño de políticas eficaces de control.
El desbordamiento de la violencia tiene varias consecuencias. En primer lugar surgen dificultades al nivel más básico de medición. Es cada vez más claro que en las sociedades en guerra se deteriora la contabilidad no sólo fiscal,  monetaria y de la actividad económica [197] sino aún la de los muertos [198]. En segundo término, pierden toda relevancia las teorías disponibles sobre la violencia que han sido postuladas, y contrastadas, en sociedades pacíficas. Por último, la valoración de los costos relevantes se torna casi imposible : empiezan a peligrar verdaderos intangibles colectivos. Bajo extrema violencia, el diseño y la puesta en marcha de las políticas se ven afectados no sólo por la precariedad del diagnóstico, por la dificultad para evaluar las diversas alternativas, sino por el simple hecho de que se va perdiendo claridad acerca de quien toma las decisiones públicas. 
Esta situación, límite, se ve normalmente precedida por una marcada desinformación alrededor de los actores y las circunstancias de la violencia y por una gran reticencia para abandonar las explicaciones tradicionales [199]. Ambos efectos se refuerzan : es precisamente la violencia que se ajusta a las teorías predominantes la que presenta menor misterio. Abundan los mitos, y en el área de la acción pública prima la confusión. Ante las señales de alarma sobre los crecientes costos de la violencia, se sabe que se debe hacer algo. El sesgo en el diagnóstico hacia la violencia fortuita orienta esfuerzos, infructuosos, en esa dirección. Se segmenta la lucha contra "las otras violencias" y se pierde  coherencia.  Este es, precisamente, el ambiente favorable al surgimiento y consolidación de las mafias en una sociedad. En medio de la desinformación, marginados de las teorías que ni siquiera los mencionan, amparados por las ideologías e impunes ante un sistema penal congestionado y banalizado aparecen y se fortalecen diversos grupos armados que son los que conducen esa sociedad por un sendero institucional cada vez más permeado por la violencia y cada vez menos capaz de controlarlos.
Es únicamente para los niveles bajos de violencia que los diagnósticos criminológicos predominantes, y las políticas públicas inspiradas en estos, adquieren plena relevancia.
En Colombia es innegable la existencia, en algunas regiones, de una verdadera guerra civil. Los reportes sobre masacres y choques armados muestran ya discrepancias entre la cifra oficial de muertos y los rumores acerca de la real, unas autoridades locales que se derrumban y una población civil que se pliega ante la dictadura de los violentos, o que abandona su territorio. La intensificación de los enfrentamientos, la fortaleza económica de las partes y la generalización de los procedimientos de "guerra sucia" permiten reponsabilizar al conflicto armado colombiano de un número no despreciable, y sobretodo creciente, de homicidios entre la población civil. Para las zonas en guerra, que no están limitadas a lugares aislados y entre las cuales caben algunos sectores urbanos, es poco lo que en términos de política se puede sugerir mientras el estado colombiano no recupere la autoridad y el monopolio de la coerción. Aunque parezca redundante hacerlo, vale la pena insistir en lo inocua y contraproducente que puede resultar la inversión de recursos públicos en regiones en dónde no se sabe quien decide cómo se asignan [200]. Una recomendación pertinente para estas zonas críticas es la de impedir que se deteriore la capacidad institucional para registrar los homicidios. La información disponible muestra la importancia que tienen las instancias ajenas al conflicto para el diagnóstico, y hasta el dimensionamiento, de la violencia. La sóla presencia de Medicina Legal en una zona determina la calidad de la información sobre criminalidad y hasta neutraliza la influencia que los agentes armados tienen sobre tal información. Un dato revelador acerca de la importancia del tercero neutral que saca a la luz pública lo que realmente está ocurriendo en una región la constituye el hecho que para los colombianos, sobretodo en las zonas de alta violencia, el personaje cuya presencia los hace sentir más seguros no es un policía, ni un militar, ni un fiscal o juez, ni otra autoridad estatal sino un funcionario de la Cruz Roja [201].     
Probablemente el grueso de los homicidios en Colombia ocurren todavía en esa zona gris en donde confluyen múltiples actores y diferentes dinámicas. El énfasis que se le ha dado en este trabajo a los agentes armados como generadores de violencia no pretende sustituír sino más bien complementar, y hacer más complejo, el diagnóstico predominante.
Imaginando un espacio continuo de violencias que se inicia con la accidental y casual -los muertos por riñas, alcohol e intolerancia- pasa por los atracos o los ajustes de cuentas y termina con los ajusticiamientos o masacres ordenados por agentes armados poderosos hay varias conclusiones y recomendaciones que se derivan de este trabajo.
La primera conclusión es que al aumentar la tasa de homicidios la violencia se aleja de la fortuita. Toda la evidencia disponible para Colombia corrobora esta impresión. Las pocas teorías aplicables a sociedades muy violentas también apuntan en la misma dirección : no existe tal cosa como una violencia generalizada que se perpetúe accidentalmente y de la cual no surjan grupos con un enorme poder basado en la fuerza que posteriormente acomoden las reglas del juego para consolidar ese poder [202]. Atando información de distintas fuentes es razonable pensar que en Colombia los homicidas son pocos y reincidentes. Se puede por lo tanto inferir que, independientemente de sus objetivos iniciales, son agentes que han ido acumulando poder.
Una recomendación que surge de esta primera conclusión es que las políticas públicas preventivas, generalmente asociadas con un mayor gasto social [203] deberían orientarse a las regiones en donde existe la certeza de que la violencia es fortuita, es decir a las zonas menos violentas. Son numerosos los municipios pacíficos de Colombia, libres de la influencia de agentes armados, con altos índices de pobreza, a los cuales se podrían canalizar recursos similares a los que en la última década han sido dedicados, con poco éxito, a la "rehabilitación" de zonas violentas. Como esta recomendación paradójica va en contravía de la lógica de darle prioridad a lo urgente se puede entonces plantear que las acciones preventivas en las zonas de alta violencia se hagan de tal forma que permitan evaluar rigurosamente la efectividad de las políticas. En particular parece razonable sugerir que la intervención esté muy focalizada regionalmente y que se vea precedida y acompañada de una detallada medición de todos los factores de riesgo y del diseño de grupos de control.  
La segunda gran conclusión de este trabajo es que, al aumentar la violencia, al alejarse de los incidentes casuales, se hace más difícil, y más necesaria, la actuación de la justicia penal. La evidencia, longitudinal y transversal, para Colombia muestra asociaciones negativas entre el desempeño del sistema judicial y la violencia, que sería ingenuo interpretar como un efecto causal en una única vía. Las teorías sobre el crimen organizado predicen mecanismos de retroalimentación entre la influencia de las mafias y la inoperancia de la justicia penal en una sociedad. En Colombia son innumerables los indicios que apuntan en esa dirección.
A nivel general, y para complementar la recomendación obvia que se deriva de esta conclusión, la de fortalecer la justicia penal, se pueden hacer dos anotaciones. La primera es que no existe en la actualidad  un problema de recursos. Son pocas las entidades públicas en Colombia que cuentan con el personal y la solidez financiera de la Fiscalía, entidad encargada de las labores de investigación criminal que es dónde, y en eso hay relativo consenso, está el cuello de botella -en cantidad y calidad- del sistema penal colombiano. La segunda, aunque parezca extraña, es que parece haber en Colombia obstáculos "de tipo político" para perseguir ciertos delitos y, en particular, ciertas organizaciones criminales [204]. Este factor intangible que está faltando, la "voluntad de hacer las cosas", es relevante no sólo a nivel macro, para coordinar las acciones de distintas agencias estatales que históricamente han mostrado desconfianza mutua y hasta rivalidad, sino también a nivel micro. La investigación criminal, la tarea del detective, es básicamente una labor artesanal cuyo principal insumo es la vocación y el deseo de hacer las cosas bien.
A un nivel más específico se pueden hacer algunos comentarios y sugerir  pautas generales de acción pública. En primer lugar, son evidentes las interferencias no deseables que se están dando entre la tarea puramente estadística de registrar lo que está ocurriendo, indispensable para el diagnóstico y el diseño de políticas realistas, y la labor judicial de aclarar los incidentes. En forma independiente de su trámite posterior, vale la pena avanzar en la dirección de tener una buena base de información acerca de los delitos, de las víctimas, de los agresores y de las circunstancias que los anteceden. La evidencia disponible para Colombia muestra que los ciudadanos cuentan con valiosa información acerca de la violencia, que no transmiten a las autoridades por los altos costos que implica la judicialización de los incidentes. Parecería entonces conveniente descargar a los organismos de seguridad y justicia de su responsabilidad de registro estadístico para transferirla a una instancia ajena a los procesos judiciales, y al conflicto. En la misma línea de argumentación parecería muy pertinente disminuír la relación de dependencia que tienen los médicos forenses con el sistema judicial. Este es un factor de vulnerabilidad de la información sobre la violencia que podría reducirse separando la función estadística de Medicina Legal de sus labores de soporte a las investigaciones criminales.
La segunda observación tiene que ver con los problemas, incontrovertibles, en los actuales mecanismos de selección de los incidentes de los cuales se ocupa el sistema penal colombiano. Como tantas veces se señaló a lo largo de este trabajo hay una inclinación natural de los fiscales a ocuparse de los asuntos banales y fáciles de resolver en detrimento de los más graves y socialmente costosos. Resulta indispensable atenuar la excesiva discrecionalidad con la que, informalmente, se deciden en la actualidad las prioridades en materia de investigación criminal. Al respecto parece sugestiva la idea de una instancia intermedia entre los ciudadanos y los fiscales, vinculada a la instancia sugerida para la labor de registro estadístico de los incidentes, que tenga en cuenta las prioridades de las comunidades en materia de seguridad e introduzca, en la medida de lo posible, criterios objetivos basados en el costo social de los incidentes, o en que tanto se quiere evitar  que se repitan, o en lo que se puede esperar, o tolerar, en términos de una solución privada a los conflictos. 
Como reflexión final, es difícil comprender que en una sociedad tan violenta como la colombiana parezca exótico, anticuado y hasta contrario a los principios democráticos recomendar que se fortalezca la justicia penal. Los mitos, las ideologías predominantes y hasta trabajos muy rigurosos [205] se han encargado de difundir en el país la noción de que ante la violencia las sanciones son ineficaces, y que por lo tanto la acción pública debe concentrarse en la prevención. Los numerosos jueces asesinados en el país, el ambiente de amenazas y de corrupción alrededor de los procesos penales, la ya muy bien documentada influencia de las organizaciones criminales sobre la legislación penal y, en particular, la colosal guerra contra la extradición  muestran, por el contrario, que las sanciones penales si son efectivas contra las mafias. De no ser así, no se molestarían en combatirlas. Para reforzar este punto, la necesidad de contar con una justicia penal que sancione a los homicidas, es pertinente anotar que uno de los efectos de los violentos, verdaderos dictadores locales, es precisamente el de desvirtuar la democracia. Como último argumento a favor de lo inaplazable que resulta enderezar el sistema penal colombiano  sirve recordar que, ex-post, la violencia le impone al estado la responsabilidad de suministrar justicia, aunque sea sólo para erradicar la venganza privada. Si esa obligación estatal de hacer justicia es tan nítida, tan legítima, tan incontrovertible ante la ocurrencia de cualquier homicidio específico, sea cual sea su naturaleza -desde la riña fatal entre dos amigos hasta una masacre como la de Mapiripán- resulta incomprensible esa capacidad colombiana para hacer que tal obligación se desdibuje y pierda relevancia cuando se agregan los muertos en tasas de homicidio y se llega al terreno de las políticas públicas.

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[1] "Incertidumbre sobre masacre en Mapiripán" , El Tiempo Julio 22 de 1997
[2] La noticia recibió menos despliegue en el principal diario bogotano que una foto del presidente haciendo las veces de odontólogo de la primera dama en la inauguración de un centro de salud y no ameritó la carátula de ninguno de los semanarios de mayor circulación.
[3] Tanto las estadísticas vitales como las de justicia están bajo la responsabilidad del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). 
[4] En Colombia se conoce como sumario la etapa investigativa, o de instrucción, de cualquier proceso penal que hasta 1991 era responsabilidad de los llamados jueces de instrucción criminal y en la actualidad llevan a cabo los fiscales. Es posterior a la denuncia y anterior al juicio penal, que ya se lleva a cabo bajo la responsabilidad de un juez.
[5] Cuando, por medio de un decreto presidencial (el 050 de 1987), se decidió limitar la apertura de  sumario a los casos en los cuales hubiera un  "sindicado conocido". Esta reforma vino a formalizar una de las peculiaridades de la justicia penal colombiana : la de darle prioridad en la investigación a los incidentes criminales que precisamente menos investigación requieren.
[6] En promedio, las defunciones por homicidio han sido iguales al 95.7% de las denuncias. La correlación entre ambas series es de 0.99. Para 1994,  último año disponible de ambas fuentes, las cifras coinciden.
[7] Definida como el número anual de homicidios por cada 100 mil habitantes.
[8] Este trabajo, junto con la estimación de los efectos demográficos de la violencia, lo realizó Giovanni Romero. Se empleó la técnica desarrollada por Hill (1987) que permite estimar, partiendo de tablas de vida modelo, las muertes ocurridas en un período intercensal. Los detalles de la metodología se exponen en el anexo.
[9] Se compararon los censos de 1985 y 1993. El cálculo realizado se presenta en el anexo. Este cifra es ligeramente inferior a la calculada en otros estudios, como Flórez y Mendez (1995) dónde se estima el subregistro en un 20%.
[10] En opinión de  demógrafos consultados, en "condiciones normales" cabe esperar que el homicidio presente un sub-registro inferior al de las otras causas de defunción por el hecho que es un incidente que interesa a varias instancias estatales. Para situaciones extremas, como la de un país en guerra, puede argumentarse que es precisamente el homicidio el incidente con mayor número de agentes, o con agentes más poderosos,  interesados en que no se registre.
[11] Las cifras sobre defunciones a nivel municipal, que hacen parte del sistema estadístico nacional, posteriores a 1991 no estaban aún disponibles en el momento de realizar este trabajo.
[12] Tal es el título del Código Penal Colombiano que incluye no sólo los homicidios sino las "lesiones personales" o sea los ataques no letales contra las personas. No fué posible obtener las cifras judiciales con un mayor nivel de desagregación.
[13] Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses.
[14] En un principio existía una oficina regional de Medicina Legal únicamente en las capitales de departamento. Al incrementarse la violencia, aumentando asó la demanda por servicios de necropcia se fueron estableciendo oficinas regionales en los municipios que más las demandaban.
[15] De las 160 mil muertes violentas intencionales que, según la información de la Policía Nacional, hubo en el país entre 1990 y 1995 un poco más de 113 mil, o sea el 71% del total, ocurrieron en alguno de los municipios cubiertos por Medicina Legal.
[16] Los indicadores de pobreza, tomados del Censo de Población, son para 1993.
[17] De acuerdo con los datos del último censo, un 35.8% de la población colombiana se encuentra por debajo del índice compuesto de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI). En los MCML este porcentaje es del 26% y en los demás municipios es superior al 50%. Mientras que en los MCML un 9% de la población vive por debajo de la línea de miseria, en el resto del país dicho porcentaje sube al 25%.
[18] Los 20 municipios más violentos del país, en dónde habita únicamente el 8.5% de la población dan cuenta del 28.8% de las muertes violentas. En cincuenta localidades, con el 22.6% de los habitantes, ocurren más de la mitad (51.1%) de los homicidios.
[19] Si bien es cierto que las tres grandes ciudades -Bogotá, Medellín y Cali- dan cuenta del mayor número absoluto de muertos, Medellín, que entre las ciudades es la más violenta, ocupa un modesto noveno lugar en el ordenamiento de los municipios colombianos de acuerdo con su tasa de homicidios.
[20] Mientras que, como ya se mencionó, un poco más de uno de cada tres colombianos se encuentra por debajo del índice compuesto de NBI,  en los diez municipios más violentos apenas uno de cada cinco habitantes se encuentra en tal situación. Para la población bajo la línea de miseria los porcentajes respectivos son del 14.9% y del 6.3%.
[21] Homicidios, suicidios, accidentes, muertes indeterminadas, neonatales y naturales
[22] En particular el homicidio, aún en términos per cápita, presenta una correlación positiva, cercana al 70% con dos de las otras causales de muerte -las accidentales y los suicidios- y entre el 28% y 42% con las otras causales.
[23] Sumado al hecho que  entre estas dos últimas categorías los datos muestran una correlación positiva y estrecha.
[24] No deja de parecer extraño que, a nivel municipal, un 75% de las variaciones en las tasas de muertes accidentales, un 62% en las de homicidios y un 59% en las de muertes  naturales se expliquen en función de las demás causales de muerte.
[25] Por accidente de tránsito, arma de fuego, arma cortopunzante y "otras" (asfixia, estrangulamiento)
[26] Los homicidios con arma blanca, por ejemplo, presentan, entre los MCML, una incidencia promedio de 18.1 hpcmh y alcanzan un máximo de 430 hpcmh. Para otras formas de muerte violenta (asfixia, estrangulamiento..) las cifras respectivas son de 7.9 hpcmh y 92 hpcmh.
[27] Con base en los datos de los 124 municipios para los cuales se cuenta con información de las dos fuentes se puede estimar en un 7% el sub-registro de las muertes violentas por parte de la Policía  Nacional. De todas maneras, vale la pena señalar que para los dos municipios -Mocoa y Apartadó- que en 1995 presentaron según medicina legal las mayores tasas de homicidio del país, la diferencia entre los registros de ambas fuentes es considerable.
[28] De acuerdo con los datos de la Policía Nacional entre 1990 y 1995 cerca de 500 municipios mostraron una tasa de homicidios, promedio para el quinquenio, superior a 50 hpcmh, 272 tuvieron una tasa superior a 100 hpcmh, 70 municipios presentaron un promedio de 200 hpcmh  o más y 24 localidades una cifra superior a los 300 hpcmh.
[29] Anteriores y posteriores. Para los 100 municipios con mayor número de muertes en el período 90-95 las correlaciones entre los datos de los distintos  años son siempre superiores al 90% y en algunos casos, entre dos años consecutivos, cercanas a la unidad.
[30] Con contadas excepciones, para cualquier año la correlación más alta se observa con los datos del año inmediatamente anterior o posterior y va descendiendo para los períodos más alejados. Esta tendencia permite restarle importancia a los factores culturales como factor de riesgo.
[31] La información,  a nivel de departamentos y para 1996, está basada  en los reportes de los familiares de las víctimas a los médicos legistas. Se consultaron directamente archivos magnéticos suministrados por Medicina Legal. Se agradece la colaboración de Andrés Fernández, Michel Formisano, Germán Pineda y de los funcionarios de Medicina Legal en Bogotá.
[32] Realizada a nivel nacional, urbano y rural, con una muestra de 2995 observaciones. ver  Cuéllar (1997)
[33] En dónde un 44% de los hogares se había visto afectado por un homicidio. Se consideraron afectados los hogares que respondieron positivamente a la pregunta : "alguna persona que Ud, o alguien de su hogar, conocía personalmente fué asesinada en los últimos 5 años ?" . Cuéllar (1997)
[34] En la encuesta se escogió una submuestra de 251 observaciones en 10 municipios que cumplían el doble requisito de ser zonas de alta violencia y sitios en dónde la empresa encuestadora consideraba que podía llevar a cabo una encuesta. Quedaron excluídos de la muestra, por ejemplo, municipios esmeraldíferos muy violentos porque allí, en opinión de la empresa encuestadora, "no hay quien lo proteja a uno"
[35] Cuéllar (1997)
[36] Realizada en Bogotá, Barranquilla y Medellín en febrero de 1997 en el marco de un proyecto sobre percepciones ciudadanas sobre la justicia. Los principales resultados se resumen en  Rubio (1997).   
[37] O sea que el total de las investigaciones preliminares por delitos contra la vida reportado por los juzgados o unidades de fiscalía es inferior al de los homicidios registrado por la Policía. En 131 de estos municipios el faltante se explica porque no hubo, en 1995, reporte de los juzgados al sistema estadístico nacional. En los otros 136 municipios   aunque se reportaron datos judiciales, la tasa de homicidios -según la Policía- es superior a la de  denuncias por atentados contra la vida -según las estadísticas de justicia-
[38] Las diferencias de medias son estadísticamente significativas.
[39] Solamente en un 6.4% de los MCML se observan tasas de homicidio superiores a las denuncias por atentados contra la vida remitidas por los juzgados. Para el total de  municipios este porcentaje es del 30%.
[40] La primera parte de esta sección es un resumen de los principales puntos de Rubio (1996b)
[41] En la literatura criminológica se conoce como "criminalidad real" el número de incidentes penales que realmente ocurren, así no se denuncien. Ver las definiciones de las distintas criminalidades en Rubio (1996).
[42] En la Encuesta Nacional de Hogares (ENH)  Nº 72 de 1991 (ENH 72) y en la Nº 90 de 1995 (ENH 90). En la ENH 72 se incluyeron sólo 9 ciudades . En la ENH 50 se entrevistaron 21.400 hogares, en las ENH 72 y ENH 90  la muestra fué de 17.203 y de 21.130 hogares respectivamente.
[43] En  las tres encuestas los delitos económicos constituyen una proporción superior al 80% del total de delitos, y en dos de ellas cercana al 90%.
[44] Entre 1985 y 1991, disminuyó en cerca de 10 puntos la importancia de los delitos económicos en la criminalidad global. Para 1995 su participación aumentó nuevamente pero de todas maneras fué inferior a la observada en el 85.
[45] Cercano al 20% en el 85, al 10% en el 91 y al 15% en el 95
[46] La desagregación de los delitos contra las personas en sus dos grandes componentes -homicidio y lesiones personales- sugiere que la caída entre el 91 y el 95 surge de una sobreestimación cercana al 50% de los homicidios en la encuesta de 1991, originada probablemente en la dificultad de estimar mediante una muestra eventos de rara ocurrencia.
[47] La tasa nacional es ligeramente superior a los 4800 delitos por cien mil habitantes (pcmh). Por ciudades, esta tasa varía entre 1000 y 12000 delitos pcmh y el porcentaje de hogares afectados entre un poco más del 5% y el 35%.
[48] El resto de los títulos del código penal : Delitos contra la libertad y el pudor sexual, contra la libertad, contra la familia, contra la seguridad pública, contra la integridad moral y otros títulos participan únicamente en el 4% de los hechos delictivos informados por los hogares.
[49] Para 1995, la ciudad colombiana más insegura, entre las once ciudades incluídas en el módulo de criminalidad de la ENH 90, , por ejemplo, mostró un índice de criminalidad muy similar al de la capital francesa, y los promedios urbanos en el país son del mismo orden de magnitud que los de  Francia, o los EEUU. Ver Mathieu (1995)  y las cifras del US Department of Justice reportadas por el Economist (1994)
[50] A nivel nacional el 40% de los delitos económicos se cometen de manera violenta y en  las distintas ciudades la proporción nunca es inferior al 25% y alcanza a ser cercana al 50%. A título de comparación, en Francia esta fracción es inferior al 3%.
[51] Ni siquiera se puede hablar de una mayor o menor tendencia hacia la violencia, que se presente de manera uniforme entre ciudades. No se perciben, por ejemplo, síntomas de una relación positiva entre la letalidad de los atentados contra la vida y la tendencia a utilizar la violencia en los delitos económicos.
[52] Por ciudades,  la tasa de homicidios se explica muy mal a partir de las otras modalidades delictivas. Además, es una variable con bajo poder predictivo sobre los otros tipos de conductas criminales.
[53] Un aumento uniforme entre 1960 y la  mitad de los setentas, un corto estancamiento hasta el inicio de la década de los ochentas y un posterior descenso, similar en magnitud y duración al aumento previo, durante los últimos quince años.
[54] Como el atraco bancario, o el hurto de automotores.
[55] Desde un 30% en 1985 a cerca del 50% en el 95. Ver una discusión en Rubio (1996)
[56] De acuerdo con la información de la policía, en términos reales el monto se multiplicó por cuatro entre 1985 y 1991 y por cerca de siete entre 1985 y 1995. En esa misma dirección apunta el hecho que en 1985 el monto envuelto en un delito económico en los registros policiales fué de más del doble de lo reportado por las víctimas en la encuesta de hogares. Para las encuestas de 1991 y 1995 no se dispone de información sobre los montos envueltos en los ataques a la propiedad.
[57] Las cifras, en tal caso, se verían afectadas por insuficiencias administrativas o de personal en los cuerpos policialesEsta hipótesis es consistente con la experiencia internacional que muestra, para distintos países, cambios importantes en las cifras de criminalidad derivadas de cambios en los sistemas de registro de la policía (ver Economist (1994)).
[58] Tanto a nivel agregado como para los distintos tipos del título "contra el patrimonio económico" se observa esta estrecha correlación entre delitos y personas capturadas. Cabe esperar que las estadísticas de  personas capturadas sean confiables puesto que  deben ser consistentes con las de otras agencias independientes -el sistema carcelario, o el sistema judicial-. Lo anterior no significa, sinembargo, que sean estos unos indicadores adecuados  de la criminalidad.
[59] Por lo general, se ha reconocido que la calidad de los registros policivos es directamente proporcional a la gravedad de los incidentes, a la determinación de las víctimas de llevar a cabo acciones judiciales y a la capacidad del incidente  para involucrar "terceros agentes" diferentes de la víctima y el agresor. Ver por ejemplo Zehr (1976)
[60] Período durante el cual, con una tasa promedio de crecimiento del 1.8%  anual pasan de 35 a 92 mil incidentes.
[61] De acuerdo con el tipo de incidente -homicidios, homicidios por accidente de tránsito, lesiones personales y lesiones en accidentes de tránsito.
[62] La calificación de la bondad de las cifras de la Policía Nacional en el caso de las lesiones personales es difícil por varias razones. En primer lugar, la relación entre la tasa de homicidios y la de lesiones personales puede ser respaldada con varias hipótesis diferentes, con consecuencias distintas acerca de la asociación que cabe esperar entre estas dos variables. Se puede, por ejemplo, pensar que tanto las muertes intencionales como las lesiones no letales son dos manifestaciones complementarias de una "violencia subyacente" cuyas variaciones son las que determinan la evolución de ambas variables. Bajo este escenario se debería observar una correlación positiva entre ellas. Se puede sinembargo plantear que la violencia homicida no es más que una intensificación, en términos de una mayor letalidad, de las lesiones personales y que por lo tanto son dos fenómenos que se sustituyen entre sí. En este caso podría esperarse una asociación negativa entre las cifras de estas dos manifestacioes de la violencia.  Para complicar aún más las cosas, también es válido plantear que las lesiones personales y los homicidios son dos fenómenos independientes, que responden a dinámicas propias, y que por lo tanto no tienen por qué mostrar incidencias dependientes entre sí. Probablemente en la realidad lo que se da es una mezcla de estos tres escenarios extremos.
[63] A pesar del hecho que también aquí se presenta la extraña asociación entre el número de incidentes reportados y el número de capturados. Si con los datos de la Encuesta de Hogares de 1995 se calcula el número de denuncias pcmh en cada ciudad para ese año, el rango de las cifras resultantes y el promedio para las 11 ciudades, parecen consistentes con los registros policiales entre 1970 y 1995.  En la misma dirección de otorgarle credibilidad a las cifras apunta el hecho que las lesiones personales es el típico incidente con "sindicado conocido" que, por despertar el interés del sistema penal, tiene buenas posibilidades de quedar registrado.
[64] Esta tendencia  podría ayudar a explicar la gran importancia que se le ha dado a los incidentes casuales, como las riñas, en el diagnóstico de la violencia colombiana.
[65] Teniendo en cuenta que sólo una fracción de los delitos se denuncia y que, a su vez, no todas las denuncias conducen a la iniciación de un proceso penal.
[66] Rubio (1996)
[67] En 1995 fueron puestos en conocimiento de las autoridades, en los juzgados y unidades de fiscalía de 832 municipios, un total de 537 mil delitos  de los cuales el 46% correspondían a ataques a la propiedad, el 22% a atentados contra la vida, el 4% a abusos sexuales, el 5% a atentados contra la libertad individual y un 23% a otros títulos . Estos hechos motivaron la apertura de 135 mil sumarios, cuya composición por tipo de incidente es bastante distinta a la observada para las denuncias. En particular, dentro de los sumarios baja a un 25% la parte que corresponde a delitos económicos y sube a la mitad la de los otros títulos. 
[68] Unicamente el 32% de la variaciones, entre municipios, en el número total de sumarios per-cápita que se abrieron en 1995 se explican por el total de casos penales que se denunciaron ante la justicia para investigarlos.
[69] Probablemente la mejor tipificación de lo que en Colombia se conoce con el nombre de paramilitares sería la de grupos armados privados dedicados a la lucha anti-guerrillera.
[70] En principio, cabe esperar que la información acerca de los grupos armados, sobre la cual es difícil tener algún tipo de verificación, esté sesgada hacia la sobre-estimación. Para los organismos de seguridad una opinión de "no presencia" es costosa puesto que puede ser rebatida por los hechos mientras que la opinión contraria no presenta mayores riesgos. Además, para la fuerza pública, la presencia de grupos armados puede convertirse en un elemento importante de negociación de recursos.
[71] La información acerca de la situación actual que aquí se presenta fué suministrada, durante el primer semestre de 1997, por el Ejército Nacional y la Dirección de Antinarcóticos de la Policía Nacional. Esta labor no hubiera sido posible sin la colaboración de Luisa Fernanda Charry, asistente de investigación del proyecto y quien realizó, como trabajo de grado, una buena geografía municipal de los agentes en conflicto. 
[72] En el 9% de los municipios operan simultáneamente los tres tipos de agentes, en el 36% no opera ninguno de ellos y en el 24% actúa únicamente la guerrilla.
[73] Organismo adscrito a la Presidencia de la República.
[74] Además, el hecho de que exista en el municipio una regional de Medicina Legal contribuye a que disminuya la probabilidad de que se observe ese sub-registro. Mientras que en un municipio sin Medicina Legal y libre de actores armados la probabilidad de violencia no judicializada es del 19%, la presencia de la guerrilla sube esta probabilidad al 35% y la de grupos paramilitares al 47%. Una regional de Medicina Legal hace que estas probabilidades se reduzcan al 3%, 7% y 11% respectivamente. El cálculo de estas probabilidades se basa en la estimación de un modelo Logit dónde la variable dicótoma dependiente es la Violencia No Judicializada (VNJ) y las independientes son la presencia o no de grupos armados en todas sus combinaciones y que haya o no una regional de medicina legal en el municipio.
[75] En la actualidad puede decirse que se ha logrado en Colombia un primer grado de toma de conciencia acerca de la magnitud del impacto social del crimen y por ende la necesidad de colocarlo en los primeros lugares dentro de las prioridades de acción estatal. Este avance se ha visto traducido en una importante inyección de recursos para la fuerza pública y la rama judicial.
[76] Las muertes por homicidio ocasionan más de tres veces la mortalidad de las enfermedades infecciosas y parasitarias y el doble de muertes de las causadas por enfermedades cardio-vasculares.
[77] Contrasta drásticamente con un 3.3% para América Latina y el 1.5% para el resto del mundoInstituto Nacional de Salud (1994) Boletín Epidemiológico 2 (4): 58-62 - Datos WHO Demographic Yearbook 1990
[78] Los avances que se lograron en materia de control de riesgos neo-natales, desnutrición, infecciones y otras causas, se anularon por causa del incremento en la violencia. De un escenario básicamente dominado, a principios de los ochenta, por el problema de la mortalidad infantil se pasó a uno completamente diferente en dónde los considerables  logros en materia de mejoramiento de la salud de los menores se vieron opacados, y superados, por los estragos de la violencia.
[79] Los datos que se presentan a continuación fueron tomados del trabajo, no publicado, Romero G (1997) "Demografía de la Violencia en Colombia" realizado  en el marco de este estudio y del INS(1991) "Accidentes y muertes violentas en Colombia. Un estudio sobre las características y las consecuencias demográficas 1965-1988" San José Marzo
[80] En Colombia, un hombre que se encuentre entre los 20 y los 24 años enfrentaba un riesgo de morir 4.5 veces mayor que una mujer para 1988. Para 1994, un hombre en este rango de edad tenía 6 veces más probabilidades de morir. Durante la década de los cincuenta la sobremortalidad masculina era tan sólo de 1.4.  Las diferencias por género son aún mayores en cuanto al riesgo de morir por causas externas. Para 1994 la sobremortalidad masculina se eleva vertiginosamente a partir del grupo de edad de 10 a 15 años, desde un riesgo tres veces mayor de morir, a doce veces mayor entre el grupo de 20 a 24 años.
[81] Entre 1985 y 1994 el número total de viudas se duplicó en el país. Se estima en más de 10 mil el número nacimientos que dejaron de ocurrir entre 1985 y 1988 por efecto de la violencia. En el año de 1994 dejaron de ocurrir más de 1.100 nacimientos por muerte violenta de hombres y mujeres.
[82] Para el período 1985-1988 se estimaba en 43 mil el número anual de huérfanos.  Para 1994 se estima en más de 73 mil el número de huérfanos, con un promedio de 4 años, por causas externas de mortalidad.
[83] Una investigación  reciente, señala que el 39% de los hogares colombianos cuentan con un familiar que se ha radicado en el exterior. Cuéllar (1997). Según la encuesta de hogares, que no incluye zonas rurales, para 1991 más de 100 mil familias habían cambiado de residencia en el quinquenio anterior  por motivos de violencia. .
[84] Para 1996 la Defensoría del Pueblo estima en 36 mil familias, unas 180 personas, la cifra anual de los desplazados, de los cuales más del 50% son menores de edad. ver "Cuatro hogares desplazados cada hora" El Tiempo Abril 4 de 1997.
[85]  Aún suponiendo que la cifra actual esté sobre-estimada y que la realidad corresponda a lo reportado en el 91 en la encuesta de hogares.
[86] Una exposición un poco más detallada de esta idea se ofrece en la próxima sección.
[87] La guerrilla con un "proyecto político", el narcotráfico con un objetivo empresarial y los grupos paramilitares con motivaciones de autodefensa.
[88] Una análisis comparativo del funcionamiento de las economías en guerra -Libano, Kurdistan, Afghanistan, Cambodia, Bosnia, Liberia, Mozambique, Sudán, Perú y Colombia- se encuentra en Jean y Rufin (1996). Un inventario muy completo de todos los posibles efectos de los conflictos sobre la demografía, la salud, la salud mental, la infraestructura, el medio ambiente, la organización social, la seguridad alimentaria, los sistemas estadísticos y, gran sorpresa, la macroeconomía se encuentra en Zwi (1996)
[89] Para efectos de comparaciones internacionales o a lo largo del tiempo, parece conveniente no limitarse a los incidentes contemplados en el ordenamiento penal  sino considerar, en forma más amplia, todas las transferencias ilegales de recursos.
[90] El monto de los recursos sobre los cuales algunos colombianos adquieren propiedad de manera ilegítima y cuya protección corresponde a instancias administrativas, civiles o laborales son de una magnitud  similar a aquellos cuya vigilancia depende de la esfera penal.
[91] Realizado en el marco de un estudio sobre "Costos de Transacción".  Ver los principales resultados en Rubio (1996a)
[92] En 1995, el 31.4% de las empresas encuestadas -256 empresas de secotres "no-transables" en la ciudad de Bogotá- fueron víctimas de un robo, el 27.3% de robos internos, el 18.3% de atracos, el 16.7% de estafas, el 13.6% de actos violentos, el 13.1% de amenazas, el 12.5% de solicitudes de soborno, el 8.6% de actos de piratería, el 4.0% de extorsión y el 2.8% de secuestro.
[93] Leibovich (1997)
[94] La concentración de la propiedad rural se ha dado no sólo como resultado de las compras de tierra con los ingresos del narcotráfico. Otra modalidad es la compra de propiedades desvalorizadas por efecto del conflicto armado y que se concentran en agentes armados con el poder para defenderlas y pacificarlas. Se habla en el país de terratenientes, armados, con varios millones de hectáreas. También se dice que el 50% de la tierra productiva está en manos de tan sólo siete mil familias con riqueza ilegal.
[95] Cuéllar (1997)
[96] Mientras en el estrato bajo un 52% de las víctimas manifestó no haber hecho nada y únicamente el 5% acudió a la justicia en el estrato alto estos porcentajes fueron del 34% y el 22%.  La información disponible para Bogotá también muestra importantes diferencias por niveles de ingreso en las consecuencias de un hecho violento sobre los hogares. Mientras que menos del 1% de los hogares en el estrato socio-económico más bajo pusieron en conocimiento de las autoridades el hecho violento del cual fueron víctimas, en los estratos altos más del 12% elevaron denuncia. En estos mismos niveles altos de ingreso, más del 6% de las familias procedieron a contratar vigilancia privada. Ninguno de los hogares de estrato bajo tuvo, o pudo tener, ese tipo de reacción. Por el contrario, en los niveles inferiores del ingreso, parece presentarse una mayor inclinación a responder por cuenta propia ante el hecho violento.Perczek (1996)
[97]  A estas conclusiones se llegó después de consultar a alcaldes de todas las regiones del paÌs. El 42 por ciento de ellos opinó que la inseguridad rural golpea con mayor  énfasis a los campesinos pobres, seguidos de los hacendados y los comerciantes de provincia. Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura IICA ver "Campesinos : el blanco de la violencia" El Tiempo Mayo 16 de 1996
[98] La evidencia acerca del efecto del nivel socioeconómico sobre la probabilidad de ser víctima de un hecho violento no es clara para Colombia, o bien se presentan importantes diferencias a nivel regional. Para Bogotá, y con base en los datos  de la  Encuesta Pobreza y Calidad de Vida  de 1991, Perczek (1996) reporta  que el 39% de las víctimas de homicidio eran miembros de hogares del estrato más bajo de la población, en los dos estratos más altos no se reportó ninguna víctima; el 100% de las víctimas pertenecían a  los estratos 1 a 4. A nivel nacional en la encuesta reportada en Cuéllar (1997) no se encuentran diferencias significativas por estrato en los hogares víctimas de homicidio.
[99] Los recursos destinados a la fuerza pública, que en la segunda mitad de la década pasada crecieron al 4.5% anual en términos reales, crecieron en los últimos tres años en un poco menos del 15% real . Para el sector judicial "los recursos destinados al sector muestran un incremento promedio por año de 7.38% en los últimos 25, destacándose que para los últimos cinco el aumento  real anual  llegó a ser en promedio cercano al  16%" Comisión de Racionalización del Gasto y de las Finanzas Públicas (1996) "Defensa, Seguridad Ciudadana y Gasto Público"  y "El Sistema Judicial y el Gasto Público" Mimeo - Bogotá  Mimeo - Bogotá
[100] A nivel nacional, en todas las edades y en todos los estratos socioeconómicos el delito que más hace sentir inseguros a los hogares es el atraco, o robo armado. Cuéllar (1997).
[101] En la encuesta realizada en Bogotá, Medellín y Barranquilla, La eventualidad de un atraco a mano armada -"imagínese que mañana, al salir de su casa, una persona armada le pide que le entregue su dinero y sus objetos de valor"-  es bastante generalizada. La gran mayoría de los encuestados (86%) lo considera probable o muy probable. Rubio (1997)
[102] Después de varios años de lo que se ha tratado de presentar al país como una gran cruzada anti-corrupción queda la impresión, por los resultados judiciales obtenidos, que se trataba en realidad de una extensión de la guerra contra las drogas a la arena de la política.
[103] En la encuesta a nivel nacional realizada en 1997, acerca de de la primera prioridad del país en los próximos años únicamente un 6% de los encuestados respondió que la lucha contra el narcotráfico. Por el contrario, la lucha contra la corrupción (16%), contra la guerrilla (15%) y contra la violencia (13%) se vieron sobrepasadas únicamente por la lucha contra el desempleo (17%) como prioridad. Entre los jóvenes la lucha contra la violencia (16%) es lo más prioritario después de la lucha contra el desempleo (17%). En las zonas de violencia  los más importante es la lucha contra la corrupción (19%) y contra la vioelncia (17%) aún por encima del desempleo (16%). La lucha contra la guerrilla (9%) y contra el narcotráfico (3%) son menos importantes que en el resto del país. Cuéllar (1997)
[104] En los últimos diez años se distinguen tres épocas en cuanto a las prioridades implícitas en el gasto global en seguridad y justicia. Entre 1985 y 1988 se observa una leve "militarización" de las prioridades  : la relación entre el gasto destinado a la fuerza pública y el del sistema judicial pasa de cuatro a cinco. De 1988 a 1993 se da, por el contrario, una marcada "judicialización" del gasto, ya que la relación entre el rubro de seguridad y el de justicia se reduce de 5 a 2.5. A partir de 1993 se revierte de nuevo esta tendencia y se recupera la prioridad para el gasto militar.
[105] Esta es una de las principales conclusiones a las que se llegó en el Seminarios de Estudios Estratégicos realizado en la Universidad de los Andes a lo largo de 1996 con representantes del ejército, la policía y la fiscalía.
[106] Una encuesta de opinión realizada a finales de 1996 mostraba que sólamente un 15% de los ciudadanos pensaban que la lucha contra el narcotráfico iba bien. Para la corrupción y la guerrilla el porcentaje era aún menor, 6%. Ver Revista Semana de Nov 5 de 1996.
[107] Mientras que en 1980 se contaba en el país con 2.5 agentes de Policía por cada vigilante privado para 1995 esta relación se había reducido a 1. Ospina (1996).    
[108] Los estimativos acerca del número de efectivos de los paramilitares son del orden de 10 mil hombres. Ver al respecto los trabajos, aún no publicados de "Paz Pública" de la Universidad de los Andes.
[109] Un diagnóstico muy completo realizado por la Corporación Región (1997) para Medellín muestra como la proliferación y atomización de la antiguas bandas y milicias ha llegado a tal punto que en la actualidad cada barrio popular de la ciudad cuenta con su propio grupo de jóvenes armados que cumplen toda una gama de funciones, desde la simple vigilancia hasta labores comunitarias e intermediación de recursos públicos, pasando por la limpieza social y el ajusticiamiento. Estos grupos constituyen una fuente importante de violencia y su único denominador común parecería ser su total desconfianza hacia los organismos de seguridad y justicia estatales.
[110] En Bogotá, Medellín y Barranquilla. ver Rubio (1997)
[111] Diferentes de la guerrilla, para la cual un 5% de los hogares reportaron influencia en su barrio.  reportó un tales como paramilitares, milicias, justicieros, grupos de limpieza social y otros. ver Rubio (1997)
[112] Sobretodo si se tiene en cuenta que el grueso de los problemas de inseguridad deberían ser resorte de esta última institución. Tal es la opinión de Ospina (1997). Como apoyo a esta noción se puede mencionar que el número de policías por habitante en Colombia es inferior al de países con problemas de criminalidad inferiores. Mientras que en Colombia se contaba en 1993 con 1670 policías por millón de habitantes, para Uruguay la cifra respectiva era de 7600, 4700 para Malasia, cerca de 3500 para Francia, Austria y Perú, 2500 para Australia y EEUU y un poco más de 2000 para Canadá, Suecia y Suiza. Datos tomados de Ospina (1996)
[113] Se estima que menos de la quinta parte del personal del ejército es profesional. Así la superioridad numérica del ejército  con respecto a la guerrilla en términos de personal con capacidad de combate no alcanzaría la relación de dos a uno.
[114] De acuerdo con Ospina (1997) el aumento reciente en el número de efectivos de la Policía se hizo casi exclusivamente con la incorporación de "reclutas bachilleres" o sea agentes no profesionales.
[115] Esta sería una peculiar y  extraña versión de las leyes económicas que predicen que la desregulación, privatización y  descentralización de los servicios públicos locales repercute en una mayor eficiencia en su suministro. Ver una detallada descripción de este fenómeno para Medellín en Corporación Región (1997)
[116] Este proceso ilustrado con un pragmático "por aquí, cada cual cuida lo suyo" está muy bien documentado para Medellín. Corporación Región (1997)
[117] "Los negocios duros están ya demasiado profesionalizados : el robo de bancos, la piratería, el "jalado" de carros y el secuestro exigen pertenecer a grandes redes que, al parecer, tienen monopolizado el negocio.. " Corporación Región (1997) pag 14.
[118] Los resultados de la encuesta de victimización de 1995 para Medellín, la ciudad colombiana en dónde en mayor medida se ha dado, y está mejor documentado, este proceso, corroboran esta situación : bajísimas tasas de criminalidad a los hogares y altas tasas de homicidio.  Ver Rubio (1996b)
[119] Ospina (1996)
[120] Bogotá, Barranquilla y Medellín. Ver resultados en Rubio (1997)
[121] Un 49% de los hogares manifiesta haber incurrido en gastos de "rejas y puertas de seguridad" por un valor promedio de U$230 . Un 19% ha hecho instalaciones de alarmas en vehículos o en viviendas por un valor promedio de U$52. Sólamente un 9% reportaron pagos por pólizas de seguro contra robo por un valor de U$ 103 durante el último año. El 29% hace un pago mensual por concepto de vigilancia o celaduría por un promedio de U$ 15  o sea U$ 180 por año. Si se supone que las rejas y puertas de seguridad se deprecian en 10 años, las alarmas en 5 y se amortizan ambas al 8% anual se obtiene un gasto anual por hogar, ponderado por el porcentaje de hogares que lo realiza, de U$ 81.  Estos estimativos están basados en la encuesta resumida en Rubio (1997)
[122] Se expanden los datos de la encuesta a nivel nacional para el sector urbano. Se supone además que la diferencia entre lo que los hogares gastan en servicios de vigilancia y los ingresos de estas compañías constituyen los gastos en vigilancia realizados por el sector productivo. Se supone además que la relación entre gastos de vigilancia y los otros gastos en seguridad (rejas, alarmas y pólizas) es similar para los hogares que para las empresas. De esta manera el gasto privado, urbano y legal, en seguridad sería ligeramente inferior a los U$ 1000 Millones por año. 
[123] En la encuesta de Cuéllar (1997) ante la pregunta "a quien cree usted que le va bien en Colombia" un 41% de los de jóvenes entre 18 y 24 años consideró que a los políticos, un 25% que a los ricos, 18% a los "vivos", 14% al que tiene suerte 17% a los deshonestos, 15% al que tiene contactos, 13% al que trabaja y 13% al que estudia y tiene un grado universitario.
[124] Ante la pregunta "a cual de estos oficios le va mejor en la vida" el 27% de los jóvenes encuestados consideraron que al narcotraficante, contra un 14% al empresario grande, un 18% al político, un 11% al médico, un 8% al cura, un 6% al abogado, un 5% al ingeniero, un 3% al contrabandista, un 2% al agricultor y un 1% al profesor universitario y al empresario pequeño. Es interesante observar como la diferencia entre el éxito percibido del narcotraficante y del empresario grande es mayor en los estratos bajos que en los altos. Para el contrabandista, también el éxito que se percibe aumenta en los estratos populares. Cuéllar (1997)
[125] Desde 250 delitos pcmh hasta un poco más de 3.000 delitos pcmh. Rubio (1996b)
[126] Regionalmente este relativamente bien documentada la asociación entre la presencia de agentes armados y el porcentaje de homicidios cometidos con arma de fuego. Por otro lado, para Medellín está muy bien documentado el efecto que tuvieron tanto los  narcotraficantes como los guerrilleros sobre las bandas juveniles en términos de suministro de armas y entrenamiento en su uso.
[127] A nivel nacional un 25% de los colombianos que trabajaban de noche manifiestan que han dejado de hacerlo por efecto de la inseguridad y un 14% de los estudiantes nocturnos ha dejado de estudiar de noche por la misma razón. Para los jóvenes el porcentaje de trabajadores nocturnos se redujo en una tercera parte por efecto de la inseguridad. La pregunta en la encuesta  hace referencia específica a actividades que se hacían antes y que ya no se hacen por razones de seguridad. Cuéllar (1997)
[128]  Fukuyama (1995) o Putnam (1994)
[129] Ambos elementos contribuirían a explicar las diferencias en la capacidad de asociación espontánea que se da en distintas culturas  y que, se cree, es un factor crucial en las posibilidades de desarrollo. Fukuyama (1995)
[130] Ver por ejemplo Cohen (1994) y para Colombia, Londoño (1996). Aunque no constituye su principal línea de argumentación la idea también la respalda Fukuyama (1995)
[131] No es difícil imaginar el impacto negativo que sobre los activos sociales que determinan el capital social, la confianza y la capacidad de asimilar extraños al núcleo familiar, puede tener un ambiente caracterizado por la violencia y la inseguridad. 
[132] Como por ejemplo la que se daría con un capital social "perverso" en el cual las redes, contactos y asociaciones están al servicio de las actividades ilegales. Ver un desarrollo de este argumento en Rubio (1997a)
[133] Las comparaciones que siguen se hacen con los datos de la encuesta de Cuéllar (1997) entre la submuestra definida como zona de violencia  y  la  menos violenta de las otras cinco zonas consideradas en la muestra. Estas zonas corresponden a la división regional del país que se utiliza en el sistema estadístico nacional. El criterio de mayor o menor violencia se tomó de acuerdo con la proporción de hogares afectados por un homicidio cercano en los últimos 5 años (60% en la zona más violenta, 44% a nivel nacional y 33% en la menos violenta) cuyo ordenamiento coincide con el porcentaje de hogares que consideran el homicidio como el delito más "común y frecuente" en su vecindad (14% en la zona más violenta, 4% a nivel nacional y 1% en la zona menos violenta). 
[134] A la pregunta "En términos generales. Diría usted que se puede confiar en la mayoría de las personas o que no se puede ser tan confiado al tratar con la gente" el porcentaje de hogares que consideran que si se puede confiar es del 11% en las zonas de alta violencia, del 9% a nivel nacional y del 6% en las zonas menos violentas. Cuéllar (1997)
[135] No se perciben diferencias importantes en la confianza que inspiran instituciones tan variadas como el ejército, la policía, el poder judicial, la prensa, la televisión, los sindicatos, los partidos políticos, el congreso, las grandes empresas, los movimientos ecologistas o los feministas. Cuéllar (1997)
[136] A la pregunta "qué tanto le interesan a Ud los problemas de la comunidad" el porcentaje de hogares que respondió "mucho" fué del 64% en las zonas de violencia contra 59% a nivel nacional y 58% en la zona menos violenta.  Cuéllar (1997)
[137] A la pregunta "en los últimos tres años ha participado en alguna obra realizada en su comunidad" un 30% de los hogares en las zonas de violencia respondió afirmativamente contra un 31% en las zonas menos violentas. Acerca de la participación, en el último año, en reuniones dedicadas a discutir problemas comunitarias los porcentajes respectivos fueron 26% y 31%.  Cuéllar (1997)
[138] Ante una lista de organizaciones se le preguntaba al encuestado si pertenecía, si era miembro activo y si había asistido a alguna reunión durante el último semestre. No se encontraron diferencias importantes  en las siguientes (se reporta la cifra referente a asistencia en zonas de violencia - zonas de menor violencia) : asociación de padres de familia (7%-7%); organizaciones de deportes, social o de recreación (9%-7%); organizaciones de ex-alumnos (2%-3%), organización artística, musical o cultural (3%-3%); sindicatos (2%-2%); asociación de agricultores o ganaderos (2%-2%); cooperativa (3%-3%); asociación de profesionales (1%-2%). Se encuentra una diferencia importante en las organizaciones religiosas (23%-11%) y una más leve en las juntas de acción comunal (3%-10%).  Cuéllar (1997)
[139] A la pregunta "viven en su hogar niños que no son suyos" un 37% de los encuestados en las zonas de violencia respondieron afirmativamente contra un 32% en las zonas menos violentas. Con otros grupos específicos si aparecen diferencias significativas : entre encuestados de la rama judicial el porcentaje fué del 17%, similar al de los miembros de las fuerzas militares.  Cuéllar (1997)
[140] Estos resultados no apoyan los reportados por Londoño (1996) quien encuentra una asociación negativa entre capital social y tasa de homicidios. Desafortunadamente no se presenta en dicho trabajo la metodología precisa para la construcción del indicador de capital social que permita evaluarlo y compararlo con los resultados de la encuesta que aquí se reporta.
[141] Mientras en las zonas de alta violencia se reporta un 30% de pertenencia a alguna organización religiosa en la zona menos violenta el porcentaje es del 14%. Además, en las primeras un 87% se considera miembro activo contra un 71% en las segundas. Un 23% de los encuestados en la zona de violencia asistió a algún oficio religioso en los últimos 6 meses contra un 11%  en la zona menos violenta.  Cuéllar (1997)
[142] Ante la afirmación "el uso de la violencia para conseguir metas políticas nunca es justificable" un 62% de los encuestados en las zonas pacíficas manifestó estar "totalmente de acuerdo" contra un 37% en las zonas de mayor violencia. Mientras en la zona más pacífica un 70% de los encuestados manifestó que "definitivamente no le gustaría tener de vecinos" a personas que hayan matado o robado en las zonas violentas este porcentaje baja al 63%. Para los narcotraficantes las cifras respectivas son del 45% y el 35%.  Cuéllar (1997)
[143] Para el nivel nacional el 10% de los hogares manifestaron pertenecer a una Junta de Acción Comunal (JAC), un 8% dijeron ser miembros activos y un 8% asistió a una reunieon en los últimos 6 meses. En las zonas de violencia los porcentajes respectivos fueron del 6%, 3% y 3% mientras que en la zona menos violenta las cifras resultaron ser del 11%, 10% y 10%. Las JAC son organizaciones con gran importancia en el sector rural (17% de participación contra 6% en el área urbana) y con mayor importancia para los niveles bajos de ingresos que para los altos (11% de asistencia en el eultimo semestre en los primeros contra 5% en los segundos)  Cuéllar (1997)
[144] Los testimonios recogidos por la Corporación Región (1997) en los barrios populares de Medellín muestran como en ese círculo vicioso bandas-justicieros-nuevas bandas, las organizaciones comunitarias preexistentes se han convertido en un claro objetivo militar. En medio de la guerra entre los grupos armados de distintos barrios surge una gran desconfianza por cualquier tipo de actividad comunitaria pues se teme que de allí puedan surgir nuevas alianzas, o iniciativas para acudir a las autoridades estatales. Una dinámica similar se ha detectado en las localidades atrapadas en la lucha entre guerrilla y paramilitares y en dónde cualquier iniciativa comunitaria es vista con recelo por ambos grupos.  
[145] Uno de los temas de seguridad más debatidos actualmente en el país tiene que ver, precisamente, con organizaciones civiles orientadas a participar en el conflicto y que han mostrado una gran dinámica. A principios de 1995 se autorizó la creación de las "cooperativas de vigilancia y seguridad privada"  (Convivir) que  pasaron de 36 en ese año a 444 a finales del 96. Se estima que cuentan con 25000 hombres. A pesar de tratarse de organizaciones civiles, legalmente constituídas, hay incertidumbre acerca de su verdadero alcance. Aunque en principio cumplen labores de recolección de información y de inteligencia su creciente disponibilidad de armas ha despertado inquietudes.
[146] En Rubio (1995) se propuso inicialmente la posibilidad de un impacto importante de la violencia sobre la inversión y la productividad de los factores. Con modelos y procedimientos estadísticos simples se corroboró esta inquietud. Un aporte de este trabajo fué haber despertado el interés de econometristas más sofisticados por la tasa de homicidios como variable explicativa. Bonell et al (1996) re-estimaron tres modelos de inversión  para Colombia previamente publicados entre 1976 y 1990. Luego de  (1) introducir  la tasa de homicidios dentro del conjunto de variables explicativas, (2) ampliar el período de observación  y (3) actualizar los procedimientos econométricos encontraron que la violencia contribuye a la explicación de la inversión y la afecta negativamente. Parra (1997) adiciona a las especificaciones tradicionales del acelerador y del costo de uso de capital de la función de inversión un indicador de capital humano y la tasa de homicidios. Encuentra que sí se observa un impacto negativo, y significativo, de la violencia sobre la inversión y  concluye que si la violencia en Colombia regresara a niveles normales para el patrón latinoamericano (25 hpcmh) la relación inversión/pib podría alcanzar niveles actualmente observables en países de alto crecimeinto (30%).
[147] En Chica (1996) se resumen los resultados de los tres trabajos econométricos realizados en el marco del Estudio Nacional sobre Determinantes del Crecimiento de la Productividad. En los dos que se inclinaron a considerar la violencia como uno de los determinantes de la productividad se encontraron efectos de la violencia y en uno de ellos se encontró una influencia tan robusta como la utilización de capacidad y el crecimiento del empleo. En un ejercicio puramente econométrico Fajardo (1996) encuentra resultados estadísticamente robustos que confirman un efecto negativo de la violencia sobre la productividad.
[148] En particular el hecho que la violencia afecta más las decisiones de inversión que las de producción. Corbo (1996)
[149] En el trabajo de Plazas (1997) en el cual se llega a esta conclusión se utilizaron series departamentales de homicidios de la Policía Nacional que pueden tener problemas puesto que no son consistentes con la serie nacional de la misma institución. Esto podría alterar la conclusión en el sentido que el secuestro tenga un mayor impacto que el homicidio sobre la productividad.
[150] Comparando la información sobre los ingresos de las compañías de vigilancia y el gasto de los hogares en seguridad se puede estimar que el 75% de los costos de la seguridad privada los está asumiendo el sector productivo.
[151] En particular son frecuentes las quejas de los empresarios nocturnos, del sector turístico y de los transportadores. En los testimonios de los habitantes de barrios populares es recurrente la idea que cuando un barrio se torna demasiado inseguro los proveedores dejan de abastecer el comercio local. Corporación Región (1997)
[152] Rubio (1996)
[153] Conviene aclarar que las transferencias calculadas en el Cuadro II.1 son en realidad costos privados, transferencias, cuyo monto seguramente no coincide con los costos sociales. Esta aclaración se hace puesto que es bastante corriente la idea, errónea, de que el tamaño de la industria del crimen guarda una relación directa con las pérdidas sociales que tal actividad ocasiona. Esta noción, bastante generalizada, está posiblemente basada en un supuesto discutible de Becker [1968] que plantea que las industrias ilegales son competitivas  y que por lo tanto lo que los criminales obtienen es equivalente a los recursos que invierten para el desarrollo de esas actividades y que se podrían dedicar a otros fines. Si se abandona este supuesto es fácil argumentar que lo que produce cualquier crimen constituye una pérdida únicamente para la víctima. Es un costo privado. Socialmente, son dos los efectos: una redistribución de la riqueza y, sobretodo, un debilitamiento de los derechos de propiedad que puede implicar, ese sí, unos costos sociales. Sinembargo, la magnitud de esos costos puede no guardar ninguna relación con el monto transferido.
[154] ver por ejemplo North (1990)
[155] La información es pertinente para las transacciones porque los individuos involucrados en ellas deben estar en capacidad de medir los atributos de lo que se está intercambiando. Cualquier transacción implica una alteración en los derechos de propiedad sobre el bien o servicio que se transa. Los agentes  tienen por lo tanto interés en conocer y  medir las características de las mercancías, en informarse acerca del paquete de derechos que está involucrado en el intercambio. Esta tarea es costosa. El segundo elemento que genera costos alrededor de las transacciones tiene que ver con la manera como se elaboran y se cumplen los acuerdos y los contratos que rodean un intercambio. Es precisamente de los problemas relacionados con la especificación de los derechos y con la medición de los atributos de lo que se está transando que surge la importancia de las reglas del juego bajo las cuales se realiza el intercambio. La economía neoclásica tradicionalmente ha supuesto que el marco legal, las costumbres, la cultura, las instituciones que soportan el intercambio son eficientes en el sentido de que contribuyen a minimizar los costos de transacción. Ver los resultados de un trabajo exploratorio en estas líneas en Rubio (1996a)
[156] ver por ejemplo Inman  [1985]
[157] Una formalización de esta idea se encuentra en Skaperdas y Syropoulos [1995]
[158] Gambetta y Reuter (1995)
[159] Gambetta (1993)
[160] Tal es el término con que se conocen en el país los integrantes de la comisión encargada de realizar un diagnóstico de la violencia en la década pasada. La parte más influyente de este diagnóstico se puede resumir en una frase  : "el porcentaje de muertos como resultado de la subversión no pasó del 7.51% en 1985, que fué el año tope. Mucho más que la del monte, las violencias que nos están matando son las de la calle". Ver Comisión de Estudios sobre la Violencia (1987)
[161] Ver por ejemplo los trabajos, próximos a publicarse, del Programa de Estudios sobre Seguridad, Justicia y Violencia de la Universidad de los Andes, Paz Pública.
[162] Para la guerrilla ver por ejemplo Peñate (1991) o Molano (1997). Relatos sobre los paramilitares se pueden obtener en Castro (1996). Uribe (1997) relata las historias de los esmeralderos y la Corporación Región (1997) ofrece testimonio sobre las bandas y milicias en Medellín.
[163] De acuerdo con las datos municipales de necropcias de Medicina Legal, para el total de municipios con oficina de Medicina Legal el promedio de homicidios con arma de fuego es  del 78% pero varía desde un 20% hasta un 100%.
[164] En principio, cabe esperar que en los lugares menos violentos, menos desarrollados, y menos urbanizados, se presente una mayor tendencia a utilizar las armas más primitivas. En forma extraña se encuentra que estos factores contribuyen  poco a la explicación de las diferencias observadas en la tecnología predominante para matar. Sorprende, por el contrario, que los indicadores de pobreza muestren una asociación positiva con la utiilización de armas de fuego y negativa con la de otras armas. Aunque el porcentaje de la población por debajo de la línea de  miseria explica tan sólo un 9% de las variaciones en la proporción de homicidios cometidos con arma de fuego, su efecto es  positivo y estadísticamente significativo. Los indicadores de urbanización utilizados, la población de cada municipio y la proporción de esta que vive en la cabecera no mostraron ningún efecto. Tampoco se capta una influencia de la tasa de homicidios. 
[165] Aunque la relación está lejos de ser  lineal, los datos disponibles muestran con claridad que al aumentar el número de grupos armados (se consideran como agentes armados los tres grupos guerrilleros más importantes,  los paramilitares y los narcotraficantes) que actúan en un municipio se incrementa la fracción de homicidios con arma de fuego y, además, se vuelve esta la tecnología predominante -disminuye su varianza-. Mientras en los municipios en dónde no actúan ninguno de los tres grupos guerrilleros, ni los paramilitares, ni los narcotraficantes, el porcentaje de muertes con arma de fuego en los municipios empieza en el 20%, y muestra un promedio del 70%, para los municipios en dónde actúan todos estos agentes, el promedio sube a más del 90% y en ningún municipio se observa una proporción inferior al 80%.
[166] A nivel nacional, un 11% de los hogares manifiesta tener un arma de fuego. El dato que sorprende es que en la región más violenta  el porcentaje de hogares que tienen un arma de fuego, 5%, es sensiblemente inferior no sólo al promedio nacional sino al porcentaje reportado en la zona menos violenta, 15%. Cuéllar (1997).
[167] Para citar tan sólo los casos más notorios se puede mencionar el asesinato en 1984 del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, la toma del Palacio de Justicia en 1985, la muerte del Procurador Carlos Mauro Hoyos en 1988 y la del ex-ministro de Justicia Enrique Low Murtra en el 91.
[168] Vélez et al., (1987)
[169] A nivel nacional el 44% de los hogares se han visto afectados por un homicidio cercano en el último quinquenio y en las zonas de violencia este porcentaje es del 60%. La submuestra de la encuesta de Cuéllar (1997) realizada con personal de la rama judicial muestra que para ellos el porcentaje es del 68%. Para las fuerzas armadas la proporción es del 61%.
[170] Para la población general el delito que más se menciona como "el que lo hace sentir más inseguro" es el atraco (20%), para los jueces es el secuestro (23%) seguido del homicidio (21%). El temor al homicidio entre los jueces es similar al que se observa en las zonas de mayor violencia (24%). Mientras que el 40% de los ciudadanos consideran que en el próximo año la ocurrencia del delito que más los hace sentir inseguros como probable o muy probable entre los jueces este porcentaje es del 59%.  Cuéllar (1997)
[171] El 29% de los jueces encuestados manifestó que poseía un arma de fuego. Para el colombiano promedio tal porcentaje es del 11%. Cuéllar (1997) 
[172] En Saiz (1997) se establece un paralelo entre los ataques a la rama judicial y las modificaciones al Código Penal Colombiano y al de procedimiento. En particular se debe señalar la primera caída, por declaración de inexequibilidad por parte de la Corte Suprema de Justicia, de la ley que daba vigencia al tratado de extradición luego  del asesinato de cuatro de sus magistrados entre 1985 y 1986 y la prohibición constitucional a la extradición de nacionales en 1991 luego del secuestro de varias personalidades. Ver al respecto la "Noticia de un Secuestro" de Gabriel García Márquez. No sobra señalar acá que uno de los penalistas académicamente más influyentes en el país fue no sólo defensor del llamado Cartel de Cali sino uno de los más activos "lobbistas" en el congreso en las discusiones  de los proyectos de ley.
[173] Esta capacidad se puede medir con el número de sumarios, o investigaciones formales, que se abren por cada homicidio que se denuncia. Mientras en 1970 por cada homicidio que se denunciaba se abrían 1.7 sumarios en la actualidad sólo uno de cada tres homicidios se investiga formalmente. Ver Rubio(1996).
[174] ver Rubio (1996)
[175] Se analizaron 60 sentencias  por homicidio en Bogotá y otro municipio cercano. De este análisis vale la pena resaltar que, mientras que en estas ciudades los datos de Medicina Legal muestran una participación del 74% y del 53% de los homicidios con arma de fuego, en los casos que llegaron a la justicia este porcentaje  es tan sólo del 32%. Un 75% de los homicidios juzgados había sido cometido por un familiar o conocido de la víctima.  Ver Beltran (1997)
[176] No parece razonable argumentar que la génesis del problema, a principios de los setentas, haya tenido que ver con actores armados poderosos. En Rubio (1996) se sugiere que el problema pudo surgir del manejo que se le dió a un problema de congestión, evidente desde los sesentas, tratándolo de corregir con presiones para una mayor eficiencia, entendida como un mayor número de procesos resueltos. Para la oficialización del vicio, la reforma al procedimiento penal en 1987, ya es menos arriesgado pensar en presiones del crimen organizado. 
[177] En declaraciones a la prensa, funcionarios de la Cruz Roja enviados como observadores a Colombia, con experiencia previa en lugares como Croacia, Azerbaiyán y Cisjordania,  manifestaban que "nunca habían encontrado un país (como Colombia), donde la gente tuviera tanto miedo de  hablar, que estuviera tan asustada".  Un habitante de la zona dónde ocurrió una masacre recientemente tenía muy claras las razones : "Aquí el que habla, no dura". Caballero Maria Cristina (1997) "Mapiripán, una puerta al terror" Cambio 16, # 215, 28 de Julio
[178] En la encuesta de 1995, únicamente el 31% de los hogares reportaron haber acudido ante las autoridades para denunciar los delitos.  Un 5% aceptó haber respondido por su cuenta y un poco más del 60% de los encuestados respondió que no había hecho nada.  Rubio (1996b)
[179] En las 60 sentencias por homicidio analizadas en Bogotá y Zipaquirá se encontró que, en efecto, en un 93% de los casos juzgados el agresor venía identificado desde la denuncia. Beltrán (1997)
[180] Si se excluye de la muestra  el caso atípico de Medellín, la más violenta entre las ciudades colombianas. Medellín  se distingue no sólo por ser el sitio en dónde el temor a las represalias es más importante como factor para no denunciar los delitos sino porque, a pesar de esto, la proporción de delitos puestos en conocimiento de las autoridades es más alta que en el resto del país. Rubio (1996a)
[181] Para las 10 ciudades distintas de la capital antioqueña el 55% de las variaciones en la fracción de incidentes que se llevan ante las autoridades se explica  por la importancia del temor a las represalias como razón para no denunciar. Rubio (1996a)
[182] En las zonas de violencia la incidencia de homicidios en el último año fué del 3% contra 2% en las no violentas y los estimativos acerca de los ataques criminales son diez veces superiores a los de las zonas no violentas. A pesar de lo anterior, en las zonas violentas, el 51% de los hogares no hizo nada ante el delito más grave que los afectó, un 19% acudió a la Policía y un 12% a la fiscalía o a un juzgado. En la zona menos violenta estos porcentajes fueron del 33%, el 27% y el 23%. El 29% de quienes no recurrieron a las autoridades en las zonas no violentas hicieron alusión al temor a las represalias. En la zona menos violenta este porcentaje es del 25% y en otras zonas del país alcanza a ser del 7%. Cuéllar (1997)
[183] Así, se habla de "violencia no judicializada" en un municipio cuando el número de homicidios registrado por Medicina Legal, o por la Policía, es inferior al total de "delitos contra la vida e integridad de las personas" reportado en las estadísticas judiciales.  La definición de la VNJ  es conservadora puesto que los delitos "contra la vida" incluyen no sólo los homicidios sino las lesiones personales.  La VNJ parece un buen indicador de calidad de las estadísticas judiciales. Resulta claro que para aquellos municipios en los cuales la justicia no reporta unos homicidios que ha registrado la Policía la información que remiten los juzgados no merece la misma credibilidad que los datos que se reciben de los municipios dónde esto no ocurre.
[184] Además, el hecho de que exista en el municipio una regional de Medicina Legal contribuye a que disminuya la probabilidad de que se observe ese sub-registro. Mientras que en un municipio sin Medicina Legal y libre de actores armados la probabilidad de violencia no judicializada es del 19%, la presencia de la guerrilla sube esta probabilidad al 35% y la de grupos paramilitares al 47%. Una regional de Medicina Legal hace que estas probabilidades se reduzcan al 3%, 7% y 11% respectivamente. El cálculo de estas probabilidades se basa en la estimación de un modelo Logit dónde la variable dicótoma dependiente es la Violencia No Judicializada (VNJ) y las independientes son la presencia o no de grupos armados en todas sus combinaciones y que haya o no una regional de medicina legal en el municipio.
[185] En particular, algunas correlaciones extrañas entre las causales de muertes -homicidios, suicidios y muertes naturales- que permiten sospechar que algunos homicidios quedan registrados bajo otras causales cobran mayor importancia.
[186] Las diferencias de medias son estadísticamente significativas.
[187] Sin hacer un control de calidad a las estadísticas judiciales se podría, por ejemplo, inferir de las cifras sobre denuncias que la presencia de uno sólo de los agentes armados no tiene mayor impacto sobre la delincuencia. El simple ejercicio de distinguir en la muestra aquellos municipios para los cuales no existen dudas serias sobre la calidad de las estadísticas judiciales -o sea los que no presentan VNJ- cambia esta conclusión : la criminalidad, sobretodo la de los delitos contra la vida, es directamente proporcional a la presencia de agentes armados. De las estadísticas de los municipios con VNJ se tendería a  concluír, por el contrario, que los grupos armados ponen orden en las localidades y reducen la criminalidad.
[188] Sin oficina regional de Medicina Legal.
[189] Los procesos penales para investigar los atentados contra la vida constituyen, en últimas, la "demanda" por servicios de necropcias. Los médicos legistas en Colombia no pueden tomar la iniciativa para realizar una necropcia : necesitan  la orden de un fiscal o de la Policía Judicial. Esta demanda por servicios de necropcia por parte de la justicia ha sido determinante en la decisión de abrir oficinas regionales de Medicina Legal. A su turno, la falta de una regional de Medicina Legal es un elemento que aumenta la probabilidad de la "violencia no judicializada" fenómeno que, como ya se vió, reduce el número de investigaciones preliminares per-cápita que se abren.
[190] Tal podría ser el caso en Colombia de los municipios esmeraldíferos tradicionalmente muy violentos y que no cuentan en la actualidad con una oficina de Medicina Legal.
[191] La influencia de los distintos factores en este caso es más difícil de aislar. El efecto contemporáneo de la VNJ sobre los sumarios es negativo y estadísticamente significativo, aún cuando se combina esta variable con el número de investigaciones preliminares. Sinembargo el número de sumarios que se abre en un municipio presenta una gran inercia y depende más de los sumarios abiertos el año anterior que de las denuncias del año corriente. Los sumarios del año anterior también se pudieron ver afectados por la VNJ. De todas maneras, aún cuando se introduce como variable explicativa el número de sumarios del período anterior la variable VNJ muestra un efecto negativo y significativo al 85% para los delitos contra la vida.
[192] Ver Rubio (1996).
[193] La prioridad que la justicia le asigna a la violencia se puede aproximar con la participación de los sumarios por delitos contra la vida en el total de sumarios.
[194] Se toma como indicador de las prioridades la participación de los sumarios por delitos contra la vida en el total de sumarios  y se explica esa variable en función de la tasa de homicidios y la presencia de agentes armados. La presencia de dos agentes es la que resulta más significativa. Se comparan los coeficientes de estas dos variables. Se encuentra que el efecto de pasar de 0 a 2 el número de agentes armados en el municipio es similar al que tendría un aumento de la tasa de homicidios en 150 homicidios por cien mil habitantes. Tal es la diferencia en tasas de homicidio entre, por ejemplo, los países europeos y El Salvador.
[195] A nivel nacional, el 73% de los hogares encuestados considera que la presencia de guerrilleros hace que aumenten los delitos, un 5% considera que los disminuyen y un 20% cree que no tienen efecto. Para los grupos paramilitares, los porcentajes son muy similares (70%, 6% y 21%). Es interesante observar cómo en las zonas de menor violencia el porcentaje de hogares que opina que los guerrilleros aumentan la delincuencia (79%) es significativamente mayor al de los hogares que piensan lo mismo en las zonas de alta violencia (57%). Con los grupos paramilitares la diferencia es un poco menor (74% contra 61%). Cuéllar (1997)
[196] Tal parecería ser el caso para Medellín. Ver Corporación Región (1997)
[197] Ver Jean y Rufin (1996)
[198] Ver por ejemplo los relatos sobre la búsqueda de cerca de 40 mil desaparecidos y las exhumaciones de fosas clandestinas en Guatemala en "La Muerte Secuestrada" El País, Madrid, Junio 22 de 1997
[199] Un caso digno de mención, y de reflexión, lo constituye el relanzamiento de la criminología marxista -"la delincuencia emana del conflicto que se origina dentro del capitalismo" - por parte de la Policía Nacional en el último número de su publicación anual "Criminalidad" .
[200] "Un informe militar revela que 138 alcaldes tienen vínculos directos con la subversión y otros 412 son colaboradores" Revista Semana Mayo 19 de 1997
[201] La pregunta específica que se hizo en una encuesta a nivel nacional era : "para cada uno de los siguientes personajes, por favor diga si tenerlo a su alcance lo hace sentir más seguro, más inseguro o no lo afecta". El porcentaje de hogares que manifestaron sentirse más seguros con un policía fué del 47%, 45% con un militar, 29% con un fiscal o juez, 23% con una autoridad estatal y 65% con un funcionario de la Cruz Roja. Para la diferencia entre los que se sienten más seguros y los que se sienten más inseguros la importancia de alguien de la Cruz Roja es es aún mayor : 63% contra 32% de un policía, 30% de un militar, 14% de un fiscal o juez, y 12% de otra autoridad estatal. En las zonas de alta violencia no cambia la importancia en la seguridad que inspiran los funcionarios de la Cruz Roja 62%, pero baja sustancialmente la de los otros personajes : policía 2%, militar 2%, fiscal o juez 0%, otra autoridad estatal -3%. El personaje de la Cruz Roja se incluyó en la encuesta como el representante más típico y conocido de las múltiples ONG's que juegan un papel de observadores en el conflicto. Cuéllar (1997)
[202] Esta sería la versión más primitiva de la sugestiva teoría del "sendero institucional" de North (1990). Una contraparte microanalítica de esta historia ha sido propuesta por Rapoport (1995) : la violencia acumulada es un factor de poder,  el poder es adictivo -en el sentido que entre más se adquiere poder más intensa es la necesidad del mismo puesto que los poderosos tienen numerosos enemigos-   y la búsqueda de poder es extremadamente competida y por ende muy  proclive a la violencia. El mismo autor argumenta que son pocos los recursos tan "conservative" -la cantidad total disponible es fija- y escasos como el poder. Estos son precisamente los recursos que generan una competencia más intensa por su adquisición.
[203] En lucha contra la pobreza, educación, empleo, resolución de conflictos y, la nueva moda de la "reconstrucción del tejido social" .
[204] Resulta insólito que justo antes de abandonar su cargo, en un seminario sobre secuestro y terrorismo realizado en la Universidad de los Andes en 1997, y ante una audiencia internacional, el Fiscal General haya manifestado que lo único que falta en Colombia para combatir con éxito el secuestro es la voluntad política para hacerlo. En la misma dirección apuntan los trabajos de seguimiento de los procesos penales por secuestro que ha hecho la Fundación País Libre, que sugieren problemas de interferencia de las organizaciones armadas en las investigaciones criminales.
[205] ver por ejemplo Klevens (1997)