Emilia y Virginia: amar a un guerrero


El profeta del sancocho y los medios

A raíz de un trabajo sobre el secuestro en Colombia me topé con una inquietud simple: cómo se había financiado el M-19 hasta su reinserción sin incurrir masivamente en esa práctica. Escarbando esa veta encontré cuestiones más o menos conocidas, como sus relaciones con los narcos y su participación en el tráfico de armas y droga, que ayudaban a disiparla. Pero aparecieron otras realmente insólitas, como alianzas tempranas y estrechas con los servicios de inteligencia cubanos y con los grupos paramilitares de Puerto Boyacá desde la época de Rodríguez Gacha. El interrogante inicial se transformó en uno más complejo: ¿por qué nada de eso se ha discutido en los medios?  

La inquietud no pierde vigencia. La toma de Palacio del año 1985 sigue candente, de manera un tanto deformada. Corroborando mi desazón, la atención se sigue centrando en los militares. Los del Eme, provocadores de ese despropósito, apenas se mencionan. ¿Cual es la razón?

La respuesta, o mejor la intuición, que tengo es que entre los rebeldes colombianos el M-19 fue el que hizo la labor más eficaz de, textualmente, seducir a los medios de comunicación, con amigotes y novias influyentes. Sobre los primeros, gente del Eme, o muy cercana, ha contado mucha cosa que se ha comentado poco, reforzando así mi recelo con los medios. Tan sólo la biografía de Jaime Bateman por Darío Villamizar, en manos de una prensa menos seducida, habría ocasionado por lo menos un escándalo. Con los romances del Eme, algo tan íntimo, ha habido mayor reserva. Pero lo poco que se sabe ya es bien sugestivo.

Para referirse a Bateman, los del Eme no lo bajan de la estratosfera. Se habla de “Pablo el grande” y de su “sencillez de profeta”, de su sabiduría. Se le considera "arquitecto de la paz". Lo han llegado a poner al nivel de un Nobel, que hizo con la política lo que Gabo con la literatura. Vera Grabe nos cuenta como firmando un acuerdo “nos sentíamos cumpliendo un mandato, una profecía”

Todo esto a pesar de que su gran aporte a las ideas políticas, el sancocho nacional, ha subsistido poco. Pude encontrar una lánguida aplicación de la revolucionaria estrategia en los Cerros de Bogotá hacia el 2008.


Sería injusto decir que no quedó nada. Con la descentralización administrativa, y la gran inventiva colombiana, surgió una versión descentralizada de la doctrina, el sancochito esquinero. Pero tampoco es algo que, aún a nivel de barrio, se pueda considerar arrasador. Para un olla que alcanzaría para decenas de personas, la alcaldesa de Armenia logró convencer menos de diez.

A pesar de tan magra evidencia sobre lo que queda de la ideología de este personaje, los del Eme, persisten en la trascendencia de su legado político. En abril de 2011 invitaron a un gran sancocho nacional seguido, bajo el sopor de la digestión, de “coloquio y reflexión académica sobre el libro Jaime Batemanel profeta de la paz”



Es realmente sorprendente observar cómo gente preparada, curtida, que en su momento ejerció la crítica implacable a la clase política desde la revista Alternativa, insiste en la relevancia del personaje. Además, aportando como principal argumento el jubiloso cariño que le tenían al personaje. Una nota de con nombre de tango, Flaco Volvé,  de Nelson Osorio, con música de Silvio claro está, no podía ser más conmovedora.






El hecho que un personaje tan folclórico haya llegado a esos niveles de mistificación, a la categoría de iluminado, guía espiritual, de estadista muerto prematuramente, no puede explicarse racionalmente. Hay que meterle emoción, adrenalina, hormonas, y sobre todo, capacidad de seducción. De eso sí que le sobraba. Vera Grabe es explícita al respecto: "usted era como el príncipe azul, un ideal de hombre para tantas mujeres que lo adoraron y lo debieron soñar". 

Si no es por el lado emotivo, la gran flaqueza que se tuvo con él, no es fácil encontrar algún escrito, algún discurso, alguna proclama, cualquier cosa suya digna de ser analizada,  reproducida o aprendida. Las referencias al Flaco son ricas en carretica sabrosona, baile, parranda, mujeres, chistes, ajá, algo de secuestro, tráficos ilegales, instinto a chorros para organizar guerreros y pare de contar. Si las obras completas de Bateman no han salido publicadas, y tal vez nunca lo sean no es por falta de interés. No es gratuito que los foros académicos no hayan pododo sustituir un escrito malo del año 97. Simplemente no hay materia prima para escribir o editar nada más.

Referencias premonitorias y dicientes sobre Bateman son las de un viaje suyo a Moscú, enviado por la Juco, a un importante congreso mundial instalado por el propio Kruschev. Otro colombiano que estuvo allí fue muy crítico por su informalidad y constante mamadera de gallo. Habla de “una carta de los soviéticos iracundos diciéndonos que como mandábamos ese tipo tan incapaz”. Cuando más tarde, como estudiante en la Escuela de Komsomol el problema de su pierna lo tuvo hospitalizado, otra colombiana fascinada con él por ser una persona muerta de risa a toda hora cuenta que le llevaban libros de economía política pero él prefería los comics. Eso sí, “Pablo tuvo muchas novias. Se conquistaba a las enfermeras para que le llevaran vodka al hospital y se ponía a tomar con ellas. Cuando se mejoró un poco, se iba con ellas para un bosque en Moscu y las hacía bailar vallenatos. Era malo para hablar ruso. Para bailar, no”. Así se puede tener una idea de su época de formación política, del entrenamiento intelectual para la revolucionaria doctrina del sancocho. 

Desde el círculo más íntimo también nos han dado luces sobre la profundidad de sus ideas, y su vocación de demócrata. En una reunión con periodistas, en las que le hicieron algunas críticas, "Se habló de evaluar, pero Pablo no lo permitió ... poco receptivo a los cuestionamientos, respondió que para eso habíamos nacido, precisamente para generar desorden". Hay otra escena más baladí pero tal vez más reveladora: "era mal perdedor, en la vida como en el juego: lo vimos acabar una partida de Risk con una patada al tablero porque iba perdiendo ... (tenía) conciencia que reconocer errores le restaba fuerza a la gente y bajaba la moral de combate". O sea, un futuro Roosevelt, o Churchill.

Algunas frases de la autobiografía de Vera Grabe dan una idea del cemento que aglutinaba este grupo. "Era el momento del cuerpo, la hora de los sentidos. El colectivo era tu propio cuerpo ampliado, y eres fuerte y tienes sentido si formas parte de él".  ¿Será muy malicioso pensar que ese cementico tan pegajoso y seductor alcanzó para personajes influyentes en los medios y que es por eso que la figura de este Pablo, el Flaco, ha pasado inmune a cualquier crítica, a cualquier análisis con un mínimo de objetividad y de sentido común?

En el fondo, no sorprende que el otro Pablo, el Patrón, haya logrado interesar un mayor número de analistas extranjeros, o nacionales ajenos a su círculo de afectos. Fuera de quienes rumbearon o tomaron sancocho con Bateman, o los que le han tragado cuento enterito a quienes lo hicieron, y a quienes se enamoraron de él, ese señor no tiene nada de profeta, es totalmente irrelevante para el análisis político. Ni siquiera se tiene plena conciencia de que lo que él hizo, básicamente, fue despelotar el conflicto colombiano. 

Contar los hechos

Alguna vez un amigo muy picaflor, ante mi pregunta de si no le aburría inventar cuentos cada vez que tenía un affaire, me dijo que el problema él lo había resuelto con una regla muy simple: “contar todo”. Ante mi incredulidad me aclaró que se trataba simplemente de contar los hechos, “fui a tal restaurante con fulanita” o “estuve en tal parte con sutanita”. Él incluso anunciaba sus planes con antelación: “mañana me reúno con menganita”. Si acaso tocaba aclarar el asunto, que nunca alcanza la categoría de mentira, y sólo si le eran requeridas por su esposa precisiones adicionales, simplemente adicionaba una motivación distinta de la del romance. “Cubierto en lo esencial, cualquier carajada sirve, uno nunca está fuera de base”. Para mostrarme la efectividad del método de la sinceridad fáctica, me contó de un colega suyo que había mantenido un affaire con una señora en su apartamento durante varios meses, visitándola por lo menos una vez a la semana, simplemente diciéndole a su esposa que le estaba ayudando a una cliente a poner al día la contabilidad. Y así todos tranquilos. “Si uno se atiene a los hechos, es imposible que lo lleguen a corchar en las explicaciones”.

No tengo ni idea si esta misma estrategia salió de las andanzas con varias mujeres a las que estaban acostumbrados sus líderes, pero claramente es la que han adoptado como grupo los del M-19 para escribir la historia de sus travesuras: cuentan los hechos y, ya cubiertos en lo esencial, les suman, textualmente, cualquier carajadita para explicar lo que nunca es verificable, el por qué lo hicieron. Y así, cual señora cornuda tranquila porque sabe perfectamente con quien y en donde estaba el marido la víspera, la ingenua opinión pública colombiana, orientada por unos medios encantados con esos muchachos, les ha creído a los del Eme a pie juntillas todas sus explicaciones, por alucinantes que puedan ser. En lo básico ya están cubiertos, y eso les da una gran seguridad en términos de credibilidad. Ellos no dicen mentiras. Y siempre pueden salir de apuros interpretativos con algo como “¿y cual es el escándalo? nosotros mismos hicimos eso público”.

Es útil ilustrar esta estrategia. Así pasó con las armas del Cantón Norte, con el tráfico de drogas, con sus encuentros con Pablo Escobar, con sus reuniones con los paramilitares en Puerto Boyacá o con sus citas con personajes oscurísimos de los servicios de inteligencia cubanos.

Para todos los hechos que, en realidad, han dado a conocer los del Eme con una gran frescura y sinceridad fáctica, hay uno, sin embargo, con el que sí quedaron fuera de base y es el de los preparativos para la toma del Palacio de Justicia.  Pero han logrado salir ilesos porque vendieron la idea, grotesca por lo ingenua, de que eso fue simplemente un error. Algo que ni siquiera se planeó en grupo. Fue, según algunos, un irresponsable impulso de los que participaron. Los demás, ni se enteraron. De haber sido informados, obviamente, habrían parado ese disparate.

La metáfora de la esposa ingenua y engañada para una opinión pública y unos medios seducidos por esos muchachos no podía ser más adecuada. Lo que se ha dado es algo como “a ese hombre lo quiero tanto, me hizo soñar de tal manera, que yo estoy dispuesta a creerle lo que me diga”. Lo más conmovedor es que cuando parecen caer en la mentira, pues lo que dicen no tiene ni pies ni cabeza, para confirmar si sí o no se les vuelve a preguntar. Así, por ejemplo, cada vez que se entrevista a Antonio Navarro, se le pide que confirme de nuevo si el sabía o no de la toma de Palacio. ¿Seguro que era para ayudarle con la contabilidad, Cuchis?


Es una especie de lo que Andrés Hoyos denominó el síndrome de Rosario Murillo, la esposa de Daniel Ortega que nunca se enteró por qué éste era tan querido con su hija. Para actualizarlo se podría denominar el síndrone de Anne Sinclair, que quedó convencida que el “apasionado romance varias veces” de DSK con una subordinada en el FMI había sido un asunto pasajero de una noche.  

Viendo la toma con Virginia

El fantasma del Palacio de Justicia aún ronda. La última aparición la hizo de la mano del testigo Villareal o Villamizar en el juicio al coronel Plazas. La cuestión no converge hacia la claridad, todo lo contrario. Las opiniones se polarizan ante unos hechos tan confusos como siempre. Nadie al margen de la investigación puede aportar algo sobre lo que pasó. En lo que sí se puede meter la cucharada es en la interpretación de los hechos conocidos. Ahí persisten imprecisiones que desafían el más elemental sentido común. La más flagrante es la de los motivos que tuvo el M-19 para la toma. No vale la pena insistir en la quema de expedientes del narcotráfico, algo ya bastante discutido. Yo me atrevo a ir más lejos para proponer como conjetura, como especulación, que aún lo de los expedientes era un co-producto. El objetivo era más simple, ambicioso y, para ellos, digno: tomarse el poder. ¿No era ese su leitmotiv, siempre vigente y en esa ocasión reforzado con una tregua rota?

En sus memorias, Virginia Vallejo, anota que “todo el mundo bien informado sabe que algunas de las mujeres más interesantes, atractivas o importantes de los medios de comunicación son novias de los comandantes del M-19 … Ninguna de mis colegas me pregunta por Pablo Escobar ni yo les pregunto a ellas por los comandantes Antonio Navarro o Carlos Pizarro". Primer indicio: mujeres informadas cercanas a, emparejadas con, la cúpula del Eme sabían lo que realmente estaba pasando. Virginia, amante educada e inteligente de Escobar, tenía claro el plan.  ¿Por qué subestimar por ingenuas a las colegas ennoviadas con los del Eme?

Para el día que marcó un quiebre en la historia del conflicto, que sigue  sin aclararse, cuenta Virginia que "el M-19 se ha tomado el Palacio de Justicia. Mi colega y yo volamos a mi suite y nos sentamos juntas frente al televisor. Lo último que se le ocurriría a mi amiga es que yo sea amante de Pablo Escobar. Y lo último que se me pasaría a mí por la cabeza es que mi compañera sea la novia de uno de los dirigentes del M-19”. Esta escena se presta para un ejercicio mental, algo como psicología hipotética ex-post.

Como cuenta Virginia, sólo por el hecho de ser amante de Pablo, ella tuvo información privilegiada sobre la toma. No es un despropósito sospechar que esa misteriosa colega, la novia del rebelde, no sólo sabía, como Virginia, lo que estaba en juego ese día sino que además, ya metiéndole suspicacia, hacía fuerza porque los del grupo de su amado coronaran. O sea que llegaran a la etapa de negociación de los ilustres rehenes. Es común eso de solidarizarse con los proyectos, así sean arriesgados, de la persona que uno quiere.

Por tratarse de una periodista, no de una vulgar guerrera, es apenas prudente pensar que la colega de Virginia deseaba que en el audaz operativo no se derramara una sola gota de sangre. Eso, además, es lo que han sostenido hasta el cansancio los del Eme. Ellos no querían una batalla, simplemente buscaban poner una demanda armada.

En Colombia, todos sabemos que lo de los retenidos es mejor que sea limpio, y se limite al puro forcejeo verbal. Algo como Turbay vs La Chiqui. Fue esa lo que acabó imponiéndose como modelo de una negociación civilizada. Así, lo deseable era que los del Eme pudieran llegar a lo que, como todos los rebeldes colombianos, sabían hacer tan bien. A la misma carreta persuasiva con la que aprendieron a sacarle el máximo jugo a un rehén. Se sabe que en ese arte, en el momento de la toma, los del Eme seguían siendo expertos. Lo mostraron luego con Álvaro Gómez.

Se puede suponer que la misteriosa colega de Virginia pensaba que sin bala de por medio, con sólo la trivial amenaza, lo de la toma, en últimas, hubiera sido un diálogo, que además era por la paz. ¿Cómo no entusiasmarse con esa loable perspectiva?

Fue tal vez por eso, estirando a tope el caucho de lo hipotético, que cayeron tan mal esos chapuzas que dizque vinieron a salvar la democracia, maestro. Cuando el plan era que la verdadera democracia, por la que tanto habían luchado los del Eme en muchos sancochos nacionales, viniera como resultado de la negociación, de la entrega a cuenta gotas de los magistrados. ¿Como no tenerle tirria a ese ejército que saboteó violentamente un diálogo? ¿Que no se detuvo para respetar la vida de los rehenes?

No importa que se requiera infinita ingenuidad, o toneladas de mala fe, o nada de sentido común, o todo eso junto, para pensar que, en manos de tan duchos extorsionistas, los magistrados iban a ser puestos en libertad sin ninguna contraprestación. Es mucho lo que logra el amor por un hombre valiente.

De este ejercicio hipotético, basado en tratar de ponerse en los zapatos de la novia de un rebelde, sale una conjetura que se puede elaborar, documentar, y amerita una entrada adicional: las alianzas del M-19 en ese momento -guerrillas, paras, narcos y milicias- les hubieran permitido, negociando rehenes pacíficamente, como en la Embajada en 1980, incrustarse en el poder. El rescate que se esperaba lograr por la entrega de los magistrados con vida no era un simple “juicio para la historia”. Palabra que no. 

Mis prejuicios con el M-19 no siempre fueron negativos

Cualquier cosa que tenga que ver con el M-19 no se entiende bien con las herramientas analíticas tradicionales. Las consideraciones políticas, legales, económicas o estratégicas son siempre insuficientes. Hay ahí mucha adrenalina, mucho recuerdo emotivo, mucho prejuicio que hace difícil la objetividad.

La mayor parte de los hechos, o actuaciones, del M-19 se conocen. Faltan algunos datos, sobre los cuales hay tan solo rumores, como los romances de los de la cúpula con algunas periodistas influyentes. Todavía no se sabe si empezarán a hacerse públicos. Ayudarían a aclarar algunas zonas nebulosas.

Las mayores fallas en la historia de este grupo tienen que ver con la interpretación de esos hechos y, en particular, con las motivaciones que tuvieron para ciertas acciones audaces. En eso, tomaron la iniciativo ellos mismos y no han dejado de meter golazos. Han logrado que se aceptan sin el más mínimo análisis crítico, las interpretaciones más estrafalarias de por qué hicieron ciertas cosas. 

Como esas interpretaciones siempre están muy influenciadas por los prejuicios, positivos o negativos, que se tienen sobre ese grupo, me parece apenas honesto dedicarle un espacio a hacer explícitos los míos, que no siempre fueron tan negativos como lo son ahora. 

Como en estos asuntos tan sensibles es bueno dejar en claro que uno no viene de una familia con camisa negra, o que está emparentado con algún franquista, empiezo por anotar que mi papá era no sólo liberal viejo-lopista y gaitanista, sino visceralmente anti conservador. En cuanto se empezaba animar en cualquier reunión afirmaba con orgullo: “¡Viva el gran partido liberal! ¡No hay godo bueno ni trago malo!”. Mi mamá era menos sectaria pero no menos liberal. El ídolo de su vida, después de Olaya Herrera, fue Galán.

Tal vez el recuerdo político más lejano que tengo fue la caída de Rojas Pinilla en 1957. Aún recuerdo el paseo que dimos por Bogotá, pitando como si hubiera ganado la selección Colombia y gritando, “¡Un civil, Rojas no, se cayó, por ladrón!”. Como si hubiera sido al otro día, recuerdo haber acompañado a mi papá al Capitolio a votar por Alberto Lleras, consagrando mi temprano anti-rojismo.

Poco después, mis papás compraron un lote en Melgar que era, según ellos, el único pueblo con alcantarillado y calles pavimentadas, simplemente porque el general tenía allí su casa. Se consolidó mi vocación contra esa estirpe, a pesar de gozar de ciertos beneficios.

Más tarde, también allá en Melgar, mi hermana mayor fue novia de un teniente de la FAC, con quien terminaría casada. Se hablaba mucho del “orden público”, algo que yo no entendía muy bien. Encima, él me llevaba a pasear en el jeep del oficial de servicio y en algunas inolvidables ocasiones me montó en helicóptero. En uno de esos viajes, fuimos a comprar huevos y gallinas a Fusagasugá y los trajimos en las canastas que, atadas al aparato, servían para sacar los soldados “heridos por la guerrilla”. Esas debieron ser mis primeras dosis de vacuna anti-anti-militar.

Por haber construído el teatro-salón de tiro del Club Militar mi papá obtuvo el derecho de llevarnos a esas instalaciones de Puente Aranda durante varios años. Allá festejé mi primera comunión, traté de jugar tenis, y pasaba los escasos fines de semana que no iba a Melgar. Aunque fui del equipo de natación, uno de los peores de Bogotá, nunca me hice amigo de hijos de militares. No me cabe duda que el haber estado en cine y en innumerables ocasiones en el mismo restaurante con uniformados me mostró que no mordían, que no gritaban a toda hora y a todo el mundo, que tenían familias parecidas a la mía, y que les gustaba el mismo arroz con pollo. Salvo la exigencia de corbata para entrar al comedor, que siempre me pareció insoportable, nunca percibí que la exigencia o la disciplina fueran peor que en el colegio.

Para las elecciones de 1970 el drama en mi casa fue concreto: si subía Rojas, no le saldría un contrato más o menos importante a mi papá. El general no ganó, el contrato tampoco salió, pero a mí si me dejó un mal sabor el asunto de que nos acostamos preocupados con la derrota para amanecer tranquilos con la victoria de Pastrana. Era inocultable la sensación de que esas elecciones fueron vergonzosas, y consecuentemente las acciones de la Anapo subieron considerablemente. 

Todas las movidas iniciales del M-19, la campaña de lanzamiento, el robo de la espada, me parecieron divertidísimas. El anti-laureanismo heredado de mi papá, llegó intacto hasta las elecciones de 1974 cuando con algunos amigos salimos a hacer campaña contra Alvaro en términos poco cordiales, como affiches con bigote hitleriano.

A ese proselitismo anti-derecha contribuía el ambiente progresista de la Universidad por aquella época. Le alcancé a comer cuento a Salomón Kalmanovitz en su clase de Teoría Marxista, una de las materias a la que más le trabajé en toda la carrera. Por esos años rocé a varios del Eme –muy amigos de muy amigos- y fui cercano a otros que sólo después me enteré que militaban.

El hecho escueto es que para la toma de la embajada en 1980, sin ser demasiado anti turbayista, y a pesar del lamentable incidente de José Raquel Mercado, claramente iba por la Chiqui. No tengo claro por qué. Pudo ser prejuicio feminista, la pequeña mujer que doblegaba al establecimiento. Tal vez tiene algo de razón Emilia, que estuvo con ella en la Embajada. “La Chiqui se nos quedó en el corazón. Invocarla ahora es recordar al país entero que se la apropió amorosamente”.

La parte inicial de la toma de la Embajada fue el pico de mi simpatía por el Eme. El pago del rescate y el viaje a Cuba, por mi formación tan sensible al cuento de los incentivos, ya me resultaron menos dignos de celebrar. A partir de ahí empezó una progresiva degradación. En el año 81 tuve novia hija de militar, por esa época ya general. A pesar del susto que me produjo su gruesa voz la primera vez que llamé a esa casa, no tardé en constatar que es trataba de una persona abierta y sensible. No recuerdo haber hablado mucho de política con él, pero no dudaría en clasificarlo como uno de los cuasi suegros más queridos que tuve.

Cualquier posible simpatía con el Eme terminó en el año 85, con el secuestro de Camila Michelsen. Diez años antes le había hecho, junto con sus hermanas, una especie de estudio fotográfico, que era en realidad una disculpa para entrarle a una de las mayores. Lo que más me chocó de esa canallada fue saber que Carlos Pizarro y Pablo Michelsen se conocían en la Javeriana. El puntillazo definitivo fue, por supuesto, la toma del Palacio de Justicia.

En ese momento yo era funcionario público. Mi jefe estuvo un buen rato reunido con el presidente. Eso no me dio información privilegiada, pero si la convicción de que el ataque fue algo realmente grave y, sobre todo, que no se debía por ningún motivo llegar a una fase de negociación. Siempre tuve la certeza de que la situación era radicalmente distinta a la de la Embajada, y que era impensable, como a la ligera se ha supuesto luego, un pulso del tipo Turbay vs la Chiqui. Nada, absolutamente nada que ver. Esa íntima convicción se ha consolidado con los años. Volviendo a lo emotivo, ese mismo día de la toma, sí creí a pie juntillas que el coronel Plazas estaba salvando la democracia, maestro. Sé que es un prejuicio, pero no lo veo muy diferente de las opiniones contrarias, sólo al revés.

El siguiente prejuicio, aquí no distingo bien si es en contra del M-19 o a favor de algunos militares, es de tipo pedagógico y afectivo. En los años noventa fui profesor del hijo del coronel Plazas, uno de los alumnos más queridos, trabajadores, responsables, serviciales y honestos que he tenido. Nos hicimos amigos. Un día, ya graduado y trabajando en el gobierno, cayó a mi oficina a contarme atragantado, casi llorando, lo difícil que le estaba resultando trabajar en un ambiente tan corrupto. No quería ser empresario ni político sino funcionario, servidor público. Pero la veía negra. Fue la última vez que lo ví. Como desde esa época he estudiado de cerca el rollo de la familia y el ejemplo de los padres en la transmisión de valores y en la formación moral de los jóvenes, con tanto cafrecito de la élite -económica, política o intelectual- que pasó por mis clases, me ha quedado siempre imposible encajar el recuerdo de ese chino tan recto y con tan clara vocación por servirle al país, con la monstruosa figura paterna que dirigió la retoma del Palacio y que empezaría a dar el insólito giro hacia los victimarios del holocausto. Ahí he aplicado una especie de lema del tipo “tal astilla no puede venir de tal palo”. Reitero que este relato personal no pretende probar nada, simplemente expongo mis prejuicios. El chino Plazas, que nunca me habló de su papá, consolidó mi prejuicio anterior y, junto con otros hijos de militares pilos y de principios sólidos que tuve como alumnos, contribuyó al siguiente.

El otro prejuicio, o falta de, que ya podría extender a otras personas, es tal vez una prolongación de mis agradables recuerdos de niño cerca de la FAC en Melgar.  carezco de la desconfianza profunda, también emotiva, nunca racional ni política, que existe contra las Fuerzas Armadas entre quienes fuimos estudiantes en los años setenta. La desproporción de ese temor visceral la calibré con un pequeño incidente en el grupo Paz Pública a mediados de los noventa. A la reunión semanal que se hacía se invitaban no sólo analistas del conflicto sino reinsertados de varios grupos armados. Un día, cuando ya habían pasado por allí varios tipos duros, se anunció que la siguiente reunión sería con un general del ejército. No olvido el impacto que me produjo la reacción de una de las asistentes: “oiga, ¿no será peligroso?”. Varios meses después, tras una acalorada discusión con esa misma persona, supe que su aversión a los militares provenía de su amistad –más afectiva que ideológica- con algunos del EME y, en particular, de haberles dado refugio en su casa a dos que llegaron de sorpresa para evadir un operativo. Ese día, a ella se le metió el miedo. No es el único caso que conozco de esa inoculación tan efectiva de vacuna anticastrense. O sea que, tal vez, yo podría estar inconscientemente del lado del coronel Plazas por no haber tenido amigos cercanos militantes.

Hay un prejuicio más técnico, que fue transmitido. Un amigo que sabe de armamento y operaciones miltares me aclaró alguna vez que para el momento de la toma de Palacio, sacando a Israel, simplemente no existía una tecnología suficientemente sofisticada para resolver de manera menos chapuza una toma de rehenes de esas características. Según él, ese día el ejército hizo lo mejor que pudo. Así, mis prejuicios siguieron inmunes.

Hay una parte del desengaño que es intelectual. ¿Cómo es que ya amnistiados no han sido capaces de contar de frente que traficaron con droga y que eso, en últimas, hizo menos daño que haber continuado, como los otros grupos, financiándose con secuestros? Eso les generó menos enemistades y facilitó su reinserción.

Un último prejuicio, y todos sus derivados, es elaborado y requiere ampliarse. Simplemente adelanto que se trata de mi recelo con el papel de los medios de comunicación en la consolidación de prejuicios a favor del Eme, que de rebote han favorecido a la fiscal Buitrago, y podrían explicar la paciencia que se le ha tenido con sus deslices procesales. A costa del coronel Plazas que parecería estar recogiendo prejuicios acumulados, como los míos, pero en contra del ejército. 

El broche de oro de este desegaño es un incidente del que me enteré hace poco, no por el protagonista, que ya estaba muerto, si no por alguien que se lo oyó. La víspera de la firma del acuerdo de Paz en 1990, se apareció Carlos Pizarro en la oficina de Chucho Bejarano. Él quedó un poco sorprendido, pues ya todo estaba discutido, rediscutido y acordado, listo para la firma. El objetivo de la tardía visita de Pizaro era simple y tradicional para los contratos en Colombia,  el ceveye. ¿Como voy yo?  Era lógico que tan trascedental acuerdo no se podia echar a perder por el medio millón de dolares que pedia por su rúbrica el Comandante Papito. Asi de cafre era en realidad ese apóstol de la paz. Palabra que ni palabra tenia. 

Las piernas y las agallas de Virginia


Virginia Vallejo relata su memorable encuentro con Iván Marino Ospina, justo antes de la toma del Palacio de Justicia. Lo describe no como los sofisticados seductores que fueron los demás comandantes sino como un crudo tropero. "A su lado Escobar parece un Adonis ... desde que me pone los ojos encima no despega de mi rostro, ni de mi cuerpo, ni de mis piernas una mirada inflamada que hasta el sol de hoy no recuerdo haber visto en otro hombre". Cuando le habla de los temblones y ella comete la imprudencia de preguntarle cómo se meten en el cuerpo esos animales, si por la boca o la nariz, él responde muy galante "devorándome con los ojos como si quisiera darme una demostración que me deje convencida". "Mucho más abajo.¡Se meten por todos los orificios del cuerpo, sobre todo los que quedan bieeen abajo! Y para las compañeras el problema es doble". Poco después ella sale, pero detrás de una puerta oye al líder del M-19 negociando el precio de la vuelta de Palacio con Pablo Escobar y averiguando si un hembrononón como ese no podría hacer parte del pago. “¿Usted de dónde la sacó tan completica? Uuyyy, hermano, como cruza y descruza esas piernas … y cómo huele … y cómo se mueve! ¿Así es en la cama?”. 

Se puede o no creerle a Virginia. A mí no se me ocurre cual podría ser el propósito de armar tales historias. La gente cuando inventa no lo hace con tanto detalle. Me han parecido tan reales, consistentes y verosímiles como las detalladas descripciones de sus escenas amorosas con Escobar, que no viene al caso reproducir, pero que llevan a añorar relatos similares de las novias del Eme con sus amados de la época. Y que hacen más creíble la información que ella suministra sobre la toma. Enamorados como esos siempre comparten secretos y expectativas.

Un punto clave es que, según Virginia, la toma de Palacio no se planeó, como pretenden sin ruborizarse los del M-19, en una especie de despacho de abogados que planean una estrategia judicial, sino entre guerreros. Los más duros del momento. No ha salido de los del Eme ningún escenario alternativo lejanamente plausible sobre cómo se planeó ese operativo.

Otro aspecto importante, es que fue su calidad de amante de Escobar, no de periodista con contactos, lo que le permitió, no sólo asistir a esa escena con Ospina sino saber, como pocas personas en el país, lo que estaba pasando el día de la toma. La conjetura acá es que las Virginias de los del Eme, que según la amante de Escobar las hubo, también deben tener información privilegiada, que no han querido compartir. 

Rigurosa o no, tal vez edulcorada, Virginia, tan vilipendiada, tuvo las agallas de escribir sus memorias, contar detalles de su romance con el Patrón y datos claves que supo gracias a esa situación. Sus colegas, calladas, nunca tuvieron la entereza de hacer explícitos sus conflictos de interés afectivos. Así, han contribuido, por defecto, a reforzar prejuicios, a idealizar a los del Eme, a que se les crean todas las inverosímiles, estrafalarias, explicaciones que han dado para sus actuaciones, incluyendo la trivialización de la toma de Palacio. Como cualquiera de sus atropellos, ese incidente crucial está pasando a la historia como una loca travesura, un lamentable error, del que ni siquiera los líderes estaban enterados. Por esa vía, se ha contribuido a estigmatizar, sacándola totalmente de contexto, la chapuza de los militares para contener el asalto. 

Con la noción de verdad, justicia y reparación tan en boga, cómo caerían de bien unas autobiografías, aún tardías. Como la de Virginia. Servirían mucho, así estuvieran plagadas de arandelas emotivas y cursis para salvar la imagen y acomodar los hechos al discurso altruísta, como han venido haciendo muy aplicados los del M-19, que se quedaron solitos contando e interpretando su historia. Es como si lo único que quedara de Pablo Escobar fueran los relatos de Popeye,  el Osito, Alba Marina y el abrazo de Juan Pablo con los hijos de Galán. 

Los reportajes que no se hicieron, las verdaderas primicias después de un cuarto de siglo, ayudarían a aclarar ese lunar tan grande de la historia del conflicto. Como contribuyó la de Virginia en el caso Santofimio. Yo insistiría, es mi conjetura clave, que en Colombia existe por lo menos una periodista respetable -por ejemplo la colega que vio al lado de Virginia Vallejo la toma- que podría corroborar que lo del juicio armado pero inocuo es pura carreta y que, entrando al Palacio de Justicia, tomando rehenes y negociando su entrega, los del Eme esperaban tomarse el poder, como los Sandinistas en el  Congreso en Managua en 1978. Para mí, y sobre eso también me podré extender, el romance de Laura Restrepo y Antonio Navarro, vigente en ese momento clave, y roto poco después, fue el indicio inicial que me llevó a ese íntimo convencimiento, imposible de demostrar, pero al que le caben varios indicios más, y algo de retórica. 

Esos relatos que faltan, escritos por gente que vivió esa toma tan de cerca como Virginia, pero que no ha contado lo que sabe, servirían además para pasar la página de un período vergonzoso del periodismo colombiano, seducido por unos rebeldes tan audaces e irresponsables como irresponsablemente idealizados y protegidos por los medios. Puestas las cosas, si no en su sitio por lo menos en uno menos oscuro, de pronto, se podría enderezar la arriesgada deriva que, como sugiere el caso de la fiscal Buitrago contra el coronel Plazas, está tomando no sólo la justicia penal contra los militares, sino el caldeado y fanático enfrentamiento en las tribunas. Palabra que tal vez sí.