Mis prejuicios con el M-19 no siempre fueron negativos

Cualquier cosa que tenga que ver con el M-19 no se entiende bien con las herramientas analíticas tradicionales. Las consideraciones políticas, legales, económicas o estratégicas son siempre insuficientes. Hay ahí mucha adrenalina, mucho recuerdo emotivo, mucho prejuicio que hace difícil la objetividad.

La mayor parte de los hechos, o actuaciones, del M-19 se conocen. Faltan algunos datos, sobre los cuales hay tan solo rumores, como los romances de los de la cúpula con algunas periodistas influyentes. Todavía no se sabe si empezarán a hacerse públicos. Ayudarían a aclarar algunas zonas nebulosas.

Las mayores fallas en la historia de este grupo tienen que ver con la interpretación de esos hechos y, en particular, con las motivaciones que tuvieron para ciertas acciones audaces. En eso, tomaron la iniciativo ellos mismos y no han dejado de meter golazos. Han logrado que se aceptan sin el más mínimo análisis crítico, las interpretaciones más estrafalarias de por qué hicieron ciertas cosas. 

Como esas interpretaciones siempre están muy influenciadas por los prejuicios, positivos o negativos, que se tienen sobre ese grupo, me parece apenas honesto dedicarle un espacio a hacer explícitos los míos, que no siempre fueron tan negativos como lo son ahora. 

Como en estos asuntos tan sensibles es bueno dejar en claro que uno no viene de una familia con camisa negra, o que está emparentado con algún franquista, empiezo por anotar que mi papá era no sólo liberal viejo-lopista y gaitanista, sino visceralmente anti conservador. En cuanto se empezaba animar en cualquier reunión afirmaba con orgullo: “¡Viva el gran partido liberal! ¡No hay godo bueno ni trago malo!”. Mi mamá era menos sectaria pero no menos liberal. El ídolo de su vida, después de Olaya Herrera, fue Galán.

Tal vez el recuerdo político más lejano que tengo fue la caída de Rojas Pinilla en 1957. Aún recuerdo el paseo que dimos por Bogotá, pitando como si hubiera ganado la selección Colombia y gritando, “¡Un civil, Rojas no, se cayó, por ladrón!”. Como si hubiera sido al otro día, recuerdo haber acompañado a mi papá al Capitolio a votar por Alberto Lleras, consagrando mi temprano anti-rojismo.

Poco después, mis papás compraron un lote en Melgar que era, según ellos, el único pueblo con alcantarillado y calles pavimentadas, simplemente porque el general tenía allí su casa. Se consolidó mi vocación contra esa estirpe, a pesar de gozar de ciertos beneficios.

Más tarde, también allá en Melgar, mi hermana mayor fue novia de un teniente de la FAC, con quien terminaría casada. Se hablaba mucho del “orden público”, algo que yo no entendía muy bien. Encima, él me llevaba a pasear en el jeep del oficial de servicio y en algunas inolvidables ocasiones me montó en helicóptero. En uno de esos viajes, fuimos a comprar huevos y gallinas a Fusagasugá y los trajimos en las canastas que, atadas al aparato, servían para sacar los soldados “heridos por la guerrilla”. Esas debieron ser mis primeras dosis de vacuna anti-anti-militar.

Por haber construído el teatro-salón de tiro del Club Militar mi papá obtuvo el derecho de llevarnos a esas instalaciones de Puente Aranda durante varios años. Allá festejé mi primera comunión, traté de jugar tenis, y pasaba los escasos fines de semana que no iba a Melgar. Aunque fui del equipo de natación, uno de los peores de Bogotá, nunca me hice amigo de hijos de militares. No me cabe duda que el haber estado en cine y en innumerables ocasiones en el mismo restaurante con uniformados me mostró que no mordían, que no gritaban a toda hora y a todo el mundo, que tenían familias parecidas a la mía, y que les gustaba el mismo arroz con pollo. Salvo la exigencia de corbata para entrar al comedor, que siempre me pareció insoportable, nunca percibí que la exigencia o la disciplina fueran peor que en el colegio.

Para las elecciones de 1970 el drama en mi casa fue concreto: si subía Rojas, no le saldría un contrato más o menos importante a mi papá. El general no ganó, el contrato tampoco salió, pero a mí si me dejó un mal sabor el asunto de que nos acostamos preocupados con la derrota para amanecer tranquilos con la victoria de Pastrana. Era inocultable la sensación de que esas elecciones fueron vergonzosas, y consecuentemente las acciones de la Anapo subieron considerablemente. 

Todas las movidas iniciales del M-19, la campaña de lanzamiento, el robo de la espada, me parecieron divertidísimas. El anti-laureanismo heredado de mi papá, llegó intacto hasta las elecciones de 1974 cuando con algunos amigos salimos a hacer campaña contra Alvaro en términos poco cordiales, como affiches con bigote hitleriano.

A ese proselitismo anti-derecha contribuía el ambiente progresista de la Universidad por aquella época. Le alcancé a comer cuento a Salomón Kalmanovitz en su clase de Teoría Marxista, una de las materias a la que más le trabajé en toda la carrera. Por esos años rocé a varios del Eme –muy amigos de muy amigos- y fui cercano a otros que sólo después me enteré que militaban.

El hecho escueto es que para la toma de la embajada en 1980, sin ser demasiado anti turbayista, y a pesar del lamentable incidente de José Raquel Mercado, claramente iba por la Chiqui. No tengo claro por qué. Pudo ser prejuicio feminista, la pequeña mujer que doblegaba al establecimiento. Tal vez tiene algo de razón Emilia, que estuvo con ella en la Embajada. “La Chiqui se nos quedó en el corazón. Invocarla ahora es recordar al país entero que se la apropió amorosamente”.

La parte inicial de la toma de la Embajada fue el pico de mi simpatía por el Eme. El pago del rescate y el viaje a Cuba, por mi formación tan sensible al cuento de los incentivos, ya me resultaron menos dignos de celebrar. A partir de ahí empezó una progresiva degradación. En el año 81 tuve novia hija de militar, por esa época ya general. A pesar del susto que me produjo su gruesa voz la primera vez que llamé a esa casa, no tardé en constatar que es trataba de una persona abierta y sensible. No recuerdo haber hablado mucho de política con él, pero no dudaría en clasificarlo como uno de los cuasi suegros más queridos que tuve.

Cualquier posible simpatía con el Eme terminó en el año 85, con el secuestro de Camila Michelsen. Diez años antes le había hecho, junto con sus hermanas, una especie de estudio fotográfico, que era en realidad una disculpa para entrarle a una de las mayores. Lo que más me chocó de esa canallada fue saber que Carlos Pizarro y Pablo Michelsen se conocían en la Javeriana. El puntillazo definitivo fue, por supuesto, la toma del Palacio de Justicia.

En ese momento yo era funcionario público. Mi jefe estuvo un buen rato reunido con el presidente. Eso no me dio información privilegiada, pero si la convicción de que el ataque fue algo realmente grave y, sobre todo, que no se debía por ningún motivo llegar a una fase de negociación. Siempre tuve la certeza de que la situación era radicalmente distinta a la de la Embajada, y que era impensable, como a la ligera se ha supuesto luego, un pulso del tipo Turbay vs la Chiqui. Nada, absolutamente nada que ver. Esa íntima convicción se ha consolidado con los años. Volviendo a lo emotivo, ese mismo día de la toma, sí creí a pie juntillas que el coronel Plazas estaba salvando la democracia, maestro. Sé que es un prejuicio, pero no lo veo muy diferente de las opiniones contrarias, sólo al revés.

El siguiente prejuicio, aquí no distingo bien si es en contra del M-19 o a favor de algunos militares, es de tipo pedagógico y afectivo. En los años noventa fui profesor del hijo del coronel Plazas, uno de los alumnos más queridos, trabajadores, responsables, serviciales y honestos que he tenido. Nos hicimos amigos. Un día, ya graduado y trabajando en el gobierno, cayó a mi oficina a contarme atragantado, casi llorando, lo difícil que le estaba resultando trabajar en un ambiente tan corrupto. No quería ser empresario ni político sino funcionario, servidor público. Pero la veía negra. Fue la última vez que lo ví. Como desde esa época he estudiado de cerca el rollo de la familia y el ejemplo de los padres en la transmisión de valores y en la formación moral de los jóvenes, con tanto cafrecito de la élite -económica, política o intelectual- que pasó por mis clases, me ha quedado siempre imposible encajar el recuerdo de ese chino tan recto y con tan clara vocación por servirle al país, con la monstruosa figura paterna que dirigió la retoma del Palacio y que empezaría a dar el insólito giro hacia los victimarios del holocausto. Ahí he aplicado una especie de lema del tipo “tal astilla no puede venir de tal palo”. Reitero que este relato personal no pretende probar nada, simplemente expongo mis prejuicios. El chino Plazas, que nunca me habló de su papá, consolidó mi prejuicio anterior y, junto con otros hijos de militares pilos y de principios sólidos que tuve como alumnos, contribuyó al siguiente.

El otro prejuicio, o falta de, que ya podría extender a otras personas, es tal vez una prolongación de mis agradables recuerdos de niño cerca de la FAC en Melgar.  carezco de la desconfianza profunda, también emotiva, nunca racional ni política, que existe contra las Fuerzas Armadas entre quienes fuimos estudiantes en los años setenta. La desproporción de ese temor visceral la calibré con un pequeño incidente en el grupo Paz Pública a mediados de los noventa. A la reunión semanal que se hacía se invitaban no sólo analistas del conflicto sino reinsertados de varios grupos armados. Un día, cuando ya habían pasado por allí varios tipos duros, se anunció que la siguiente reunión sería con un general del ejército. No olvido el impacto que me produjo la reacción de una de las asistentes: “oiga, ¿no será peligroso?”. Varios meses después, tras una acalorada discusión con esa misma persona, supe que su aversión a los militares provenía de su amistad –más afectiva que ideológica- con algunos del EME y, en particular, de haberles dado refugio en su casa a dos que llegaron de sorpresa para evadir un operativo. Ese día, a ella se le metió el miedo. No es el único caso que conozco de esa inoculación tan efectiva de vacuna anticastrense. O sea que, tal vez, yo podría estar inconscientemente del lado del coronel Plazas por no haber tenido amigos cercanos militantes.

Hay un prejuicio más técnico, que fue transmitido. Un amigo que sabe de armamento y operaciones miltares me aclaró alguna vez que para el momento de la toma de Palacio, sacando a Israel, simplemente no existía una tecnología suficientemente sofisticada para resolver de manera menos chapuza una toma de rehenes de esas características. Según él, ese día el ejército hizo lo mejor que pudo. Así, mis prejuicios siguieron inmunes.

Hay una parte del desengaño que es intelectual. ¿Cómo es que ya amnistiados no han sido capaces de contar de frente que traficaron con droga y que eso, en últimas, hizo menos daño que haber continuado, como los otros grupos, financiándose con secuestros? Eso les generó menos enemistades y facilitó su reinserción.

Un último prejuicio, y todos sus derivados, es elaborado y requiere ampliarse. Simplemente adelanto que se trata de mi recelo con el papel de los medios de comunicación en la consolidación de prejuicios a favor del Eme, que de rebote han favorecido a la fiscal Buitrago, y podrían explicar la paciencia que se le ha tenido con sus deslices procesales. A costa del coronel Plazas que parecería estar recogiendo prejuicios acumulados, como los míos, pero en contra del ejército. 

El broche de oro de este desegaño es un incidente del que me enteré hace poco, no por el protagonista, que ya estaba muerto, si no por alguien que se lo oyó. La víspera de la firma del acuerdo de Paz en 1990, se apareció Carlos Pizarro en la oficina de Chucho Bejarano. Él quedó un poco sorprendido, pues ya todo estaba discutido, rediscutido y acordado, listo para la firma. El objetivo de la tardía visita de Pizaro era simple y tradicional para los contratos en Colombia,  el ceveye. ¿Como voy yo?  Era lógico que tan trascedental acuerdo no se podia echar a perder por el medio millón de dolares que pedia por su rúbrica el Comandante Papito. Asi de cafre era en realidad ese apóstol de la paz. Palabra que ni palabra tenia.