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¡Hágale, hermano!
Secuestro, narcotráfico y otras alegres audacias del M-19



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LA OPORTUNIDAD DEL DEBATE SOBRE EL M-19 Y LA DROGA


¡Hágale, hermano!
Secuestro, narcotráfico y otras alegres audacias del M-19

La reacción de los ex-miembros del M-19 ante los recurrentes señalamientos de apoyo del narcotráfico en el asalto al Palacio de Justicia ha sido frustrante, pues  desaprovecha una y otra vez la oportunidad para reabrir un debate franco y abierto. La pertinencia de la discusión alrededor de los vínculos entre el Eme y la droga va más allá de las simples recriminaciones sobre la voluntad de revivir viejos odios y heridas mal cicatrizadas.

Existen buenas razones para, como se pretende con este trabajo, insistir en la pertinencia de este debate, en aclarar, discutir y analizar los medios de financiación del M-19 antes de su reinserción y, en particular, en evaluar las consecuencias de haber optado por una estrategia menos basada en el secuestro y más en las alianzas con los narcotraficantes. La principal es que varios de los antiguos integrantes de esa agrupación se encuentran en la actualidad en una posición privilegiada, como políticos y formadores de opinión, para contribuir a enderezar uno de los más costosos errores que se han cometido en el país de cara al conflicto y es el de haber fijado parámetros de aceptación social, moral y legal más laxos con el secuestro, la extorsión y la toma de rehenes que con el tráfico de drogas.

Durante las últimas dos décadas en Colombia, de manera extraña, ha sido siempre amplia la disposición a dialogar y buscar “salidas políticas” con los grupos que de forma cada vez más abierta aceptaban mantener rehenes mientras que el término negociar nunca dejó de ser un verdadero tabú para aplicarlo a los grupos vinculados al contrabando de estupefacientes. A nivel micro analítico, el sentido común sugiere exactamente la estrategia contraria, pues parecería en principio más fácil llegar a un acuerdo mutuamente conveniente con un pragmático negociante que con un obstinado idealista que pretende cambiar el mundo recurriendo al chantaje. En retrospectiva resulta insólito, bajo cualquier parámetro razonable de política criminal, que un sistema judicial precario y frágil como el colombiano haya insistido en mantener por cerca de dos décadas una guerra frontal contra las drogas sin haber emprendido un esfuerzo cercano en magnitud contra una conducta tan dañina y con tan nefastas consecuencias -irreconciliables víctimas y secuelas de enemigos- como el secuestro. Es difícil de racionalizar el abismo que se observa entre los costosos procesos de encarcelamiento en prisiones de alta seguridad o de extradición por contrabando de cocaína o lavado de activos con los insignificantes recursos que se invirtieron para investigar, capturar, juzgar y sancionar a los responsables de decenas de miles de secuestros. Hasta tal punto llegó el abandono judicial por los secuestros en Colombia que, hace unos años, la Fundación País Libre tomó la iniciativa de llevar una denuncia ante la Corte Penal Internacional. Uno de los argumentos a favor de la competencia de esta Corte para juzgar estos delitos cometidos en el país ha sido precisamente la práctica inexistencia de condenas judiciales para los varios miles de  secuestros. Tampoco resulta fácil justificar los esfuerzos que se han hecho por penalizar varios de los eslabones en la cadena de la producción, procesamiento y exportación de drogas, cuyas fronteras con los negocios legales son en extremo borrosas, mientras que ciertas actividades aledañas al secuestro, como el pago de pólizas de seguros, que se puede sospechar estimulan dicha actividad y que no tienen casi ningún impacto en otros ámbitos, han sido progresivamente legalizadas [1].

Es en este bizarro contexto de una sociedad que por muchos años fue menos tolerante con una actividad sobre la cual a nivel internacional aún se debate si debe ser considerada digna de sanción penal que con una conducta para la cual los códigos de todo el mundo y a lo largo de la historia han castigado de la manera más severa, que los antiguos miembros del M-19 podrían hacer un fructífero aporte argumentando con conocimiento de causa que, en últimas, sí es posible hacer el tránsito del narcotráfico a la política, en el mejor sentido del término.

Parece claro que el exitoso proceso de reinserción del M-19 o las alegres, incluso festivas, muestras de apoyo popular que lo antecedieron nunca hubiesen sido posibles de haber mediado rehenes y secuestrados mantenidos en poder de la organización. Otra consecuencia, a veces subestimada, del acierto que tuvo el Eme al no entrar de lleno en la industria del secuestro fue la de no acumular un grupo de enconados enemigos motivados por ajustes de cuentas y venganzas por secuestros. En efecto, no se puede ignorar que, para el M-19, el no haber sido objetivo principal de los grupos paramilitares, antes y después de la firma de  los acuerdos de paz, e incluso el haberse podido acercar a algunos de esos grupos –como infiltrados, aliados o simples observadores- facilitó la audaz decisión de Pizarro de entregar las armas, que, a su vez, fue un paso fundamental para la posterior reinserción a la vida política. Sería inadecuado pensar que la alianza, o por lo menos la tregua tácita del M-19 con una de la mayores máquinas de matar de la historia reciente, las Autodefensas Unidas de Colombia, fue completamente independiente de la decisión del grupo de marginarse a tiempo de la  actividad del secuestro. No sobra recordar, por otra parte, que el principal lastre actual que tienen los miembros de esa agrupación tiene que ver con un doloroso episodio de toma de rehenes.

Puede plantearse que no fue la audacia tupamara del grupo, ni el carisma de Pizarro, ni el de su antecesor Bateman, ni la dudosa vocación de paz del último ni la precipitada y firme del primero lo que más facilitó el proceso de reinserción a la vida política del grupo sino la decisión -que se podría calificar de prudente de no haber sido por la definitiva influencia que tuvo sobre la misma el MAS- de mantenerse al margen del secuestro y la toma de rehenes como principales herramientas de lucha en la fase más aguda del conflicto y haber adoptado, en su reemplazo, soluciones de financiación más pragmáticas, dogmáticamente rechazadas por el llamado establecimiento colombiano –no necesariamente por el grueso de la población-  pero sin duda no tan provocadoras ni socialmente perjudiciales.

En otra dimensión, reabrir el debate sobre los mecanismos de financiación del M-19 en la última fase de su participación en el conflicto colombiano, puede tener como efecto introducir la crítica en la visión a todas luces parcializada e idealizada, a veces empalagosa, que los antiguos miembros de la organización están tratando de acomodar para racionalizar ex-post varias de sus más lamentables, y sangrientas, audacias. El M-19 es tal vez el grupo que más en serio ha asumido la responsabilidad de escribir su propia historia, y de justificar algunos de sus más notorios errores, de una manera abiertamente sesgada no tanto por el relato mismo de los hechos como por la interpretación de los mismos y por los malabares, que a veces se pueden calificar de alucinantes, para justificar las acciones violentas. “Nuestras armas habían buscado ser lo más amables, efectivas, y menos aplastantes posible .. con ellas habíamos contribuido a cambiar la política del país, introducido un lenguaje fresco, hablado por primera vez de paz, hecho nuestra la democracia como propósito, conducta y acto, y recuperado el diálogo como un principio de la acción política” [2].

Los detallados y enriquecedores relatos de la historia interna del Eme, claman por un análisis más serio y por una mirada más crítica. Este patente déficit de debate y objetividad es particularmente relevante para que se empiece a escribir la verdadera historia del, sin lugar a dudas, grupo subversivo más consentido por periodistas, cronistas y analistas del conflicto colombiano. Una muestra diciente de esta arraigada, y siempre implícita, benevolencia de los periodistas con algunas de las actuaciones del M-19, en forma independiente de su gravedad, se encuentra en la descripción de un momento crítico de la toma del Palacio de Justicia: “refugiados en el cuarto piso, los comandantes del grupo guerrillero dialogaban con el presidente de la Corte Suprema de Justicia, doctor Alfonso Reyes Echandía, y con un número indeterminado de magistrados y secretarias”  [3]. Curioso giro para describir la interacción entre un captor armado y sus rehenes.

REFERENCIAS

[1] Ver Rubio (2004)
[2] Grabe (2000) p. 366
[3] Hernández (1986) p. 61 (Subrayado propio).  

EL FACTOR IMPUNIDAD


¡Hágale, hermano!
Secuestro, narcotráfico y otras alegres audacias del M-19

La relativa inmunidad contra el acoso militar que mantuvo la guerrilla, y la concentración de los esfuerzos estatales en una guerra contra los narcos, hicieron que a lo largo de varios años, en medio de las conversaciones y negociaciones de paz, el tema de los secuestros no fuera siquiera debatido, ni discutido, ni mucho menos condenado por los funcionarios, y aún por los representantes de la sociedad civil, que participaban en estos procesos en los cuales una de las prioridades, al parecer, fue la de no incomodar públicamente a los grupos subversivos que, simultáneamente, eran los principales responsables de los secuestros. Es difícil pensar que esta verdadera política de avestruz no contribuyó a darle visos de legitimidad y, por esa vía, a consolidar la industria del secuestro.

Por otro lado, con el inicio de las conversaciones de paz durante la administración Betancur, y la creación de un brazo político de las FARC, la Unión Patriótica (UP), cuyos dirigentes empezaron a ser sistemáticamente asesinados, se intensificaron en el país los lamentables procedimientos de guerra sucia, una de cuyas características era, en medio de recurrentes acusaciones sobre participación de los organismos de seguridad en la violencia contra sectores de izquierda, el absoluto misterio alrededor de los autores de los cada vez más numerosos homicidios. “Lo más frustrante de este siniestro panorama, a más de los mismos asesinatos, era la oscuridad existente, tanto sobre los autores materiales e intelectuales, como sobre los móviles. La debilidad del sistema de investigación judicial era casi inconcebible. Los asesinatos continuaban y ninguna investigación mostraba nada concluyente, mientras la UP denunciaba reiteradamente la vinculación de militares a supuestos planes de exterminio. Estas acusaciones eran difíciles de desvirtuar con hechos contundentes ante la ausencia absoluta de resultados en la investigación judicial” [1]. Se acuñó entonces el término de las fuerzas oscuras para describir los principales actores de una nueva etapa de la violencia. Quedaba definitivamente superada la época de enfrentamientos o atentados reivindicados por sus autores y se entraba en una fase de insólitas y misteriosas alianzas, de vendettas entre grupos armados y de ataques anónimos a los activistas políticos y a la población civil.  

Como si lo anterior fuera poco, la guerra librada por los narcotraficantes contra el Estado colombiano, y en particular contra el mecanismo de la extradición, los había llevado a un activo interés por los códigos y el procedimiento penal colombianos. Desde principios de los años ochenta, el narcotráfico buscó, por todos los medios a su alcance, blindarse contra cualquier posibilidad de actuación de la justicia en su contra. Antes de la victoria más visible y significativa en el campo legal –la prohibición constitucional de la extradición de nacionales- los narcotraficantes lograron, mediante amenazas, sobornos y la contratación de reputados abogados, una serie de cambios en el código procesal penal que, aunque menos visibles y de naturaleza más técnica que un artículo de la Constitución, tuvieron significativas consecuencias en términos de inmunidad ante las actuaciones de la justicia [2].

No es disparatado plantear que una muestra anticipada de esa enorme capacidad para sacar provecho de las reformas legales que posteriormente demostraron tener los narcotraficantes fuese el Decreto Ley 50 de 1987 por el cual se modificó el régimen de procedimiento penal colombiano.  Son dos los elementos procesales introducidos con esta reforma que vale la pena destacar. El primero, originado en el deseo de reorganizar lo que se evidenciaba como la parte más débil y crítica del sistema penal –la policía judicial que investiga la autoría de los incidentes- implicó, en la práctica, su total desmantelamiento por cerca de dos años. “La Dirección de Instrucción Criminal se reformó y se creó un cuerpo técnico de investigación dependiente de ella, medida bien encaminada, pero al mismo tiempo se le quitaron las funciones de Policía judicial a la Policía, al Das y a la Procuraduría, lo que dejó sin ningún equipo de apoyo con funciones legales a los jueces de instrucción. No hubo transacción. En lugar de aprovechar los cuerpos de policía judicial de estas entidades y de fortalecer la capacidad de la Dirección de Instrucción sobre estos organismos, estos se eliminaron, dejando al país literalmente sin capacidad de investigación, pues el cuerpo técnico de investigación recién creado tenía que empezar por reclutar y capacitar a sus funcionarios. Dieciocho meses debieron transcurrir en medio de la más absoluta impunidad antes de que el nuevo ente investigativo empezara a operar” [3].

El segundo componente de esta reforma, diseñado en principio para aligerar la carga de los juzgados de instrucción criminal , consistió básicamente en restringir la apertura de la investigación formal, o sumario, a aquellos incidentes criminales que tuvieran un sindicado conocido. En el discurso de instalación de la Comisión redactora del proyecto el ministro de Justicia declaraba “Como es sabido, una buena proporción de las investigaciones que se adelantan, concluye con la prescripción de la acción penal, sin que se hubiera vinculado a persona alguna como sindicada o procesada … La enorme congestión de los procesos en los despachos judiciales y la imposibilidad absoluta de tramitarlos todos o, al menos, una parte sustancial de los mismos, están patetizando la existencia de una grave anomalía en el funcionamiento de la justicia” [4].

Con el  mencionado decreto se puso un término de sesenta días a la labor de investigación previa para esclarecer los delitos e identificar los autores para vincularlos a un proceso penal. "Si vencido el término de sesenta (60) días no se hubiere logrado la individualización o identidad física del presunto infractor el juez de Instrucción ... ordenará suspender las diligencias y las remitirá al Cuerpo Técnico de Policía Judicial "  [5]. Al remitirlo a un ente que apenas se gestaba en medio de grandes dificultades, en la práctica el proceso por un incidente no aclarado antes de dos meses quedaba suspendido indefinidamente. Así, una de las consecuencias indeseadas de este decreto fue, en la práctica, oficializar la impunidad para los delitos cometidos profesionalmente. La racionalidad de esa reforma, era clara para las numerosas denuncias por  delitos menores. “Los casos en los cuales la identidad de los autores de un delito es ignorada, además de ser numerosos, ocasionaban una irracional congestión en la justicia penal, daba la imposibilidad absoluta para descubrir a los autores. Un carterista sustrae la billetera de su víctima con tal habilidad que ella no se da cuenta hasta mucho tiempo luego, no hay testigos, tampoco pistas. ¿Tiene sentido que el caso permanezca hasta su prescripción en los anaqueles de una oficina judicial?”  [6]. No puede decirse lo mismo con relación a los crímenes graves que, como el homicidio o el secuestro, exigían ser aclarados y para los cuales un plazo tan apretado era insuficiente.

La brusca reorganización de las funciones de policía judicial, con un nuevo ente centralizado y con mayor vocación urbana, resultó particularmente crítica para la adecuada investigación de un delito que, como el secuestro, se cometía ante todo en las áreas rurales. Esta limitación del cambio legislativo ya había sido señalada por algunos críticos de la reforma desde antes de su vigencia. “Quien va a hacer la instrucción son los juzgados municipales, que por mandato legal no van a tener el soporte de estos funcionarios (del Cuerpo Técnico de Policía Judicial), y que según las estadísticas del DANE siempre han tenido bajo su responsabilidad más del 70% de los procesos penales que se adelantan en el país … Con la reforma que se propone en el proyecto van a estar, inclusive,, frente a una mayor restricción de apoyo técnico en relación con el que tienen en la actualidad, pues estando los jueces de instrucción y el equipo técnico asignado por ley a la investigación de los procesos de los juzgados de circuito y superiores, sólo atenderán los requerimientos de los municipales cuando las disponibilidades de tiempo lo permitan” [7]

Así, precisamente por la época en que el narcotráfico arreciaba su guerra contra el Estado colombiano, que las guerrillas entraban en una etapa de intensificación militar de la confrontación, que se consolidaba el secuestro y se generalizaba el homicidio, que se hacían más corrientes las alianzas insospechadas entre grupos armados, legales e ilegales  y que se intensificaba la guerra sucia, el sistema judicial colombiano se veía abocado a ver casi inmovilizada su ya precaria capacidad para investigar y aclarar los crímenes. Mientras las acusaciones de participación de los organismos de seguridad en algunos asesinatos mermaban su legitimidad, el director de la recién creada Dirección de Instrucción Criminal contribuía al deterioro institucional afirmando públicamente “que tanto el Das (Departamento Administrativo de Seguridad) como la policía Judicial estaban integradas por perfectos hampones” [8].

Aunque, de nuevo, sin pretender establecer una relación directa de causalidad, vale la pena mencionar dos cambios legales adicionales que tuvieron lugar en el año 1987. El primero fue la sentencia de la Corte Suprema de Justicia que declaró inexequibles las facultades que tenían los militares para juzgar civiles. Este cambio sería también ratificado posteriormente por la Asamblea Nacional Constituyente en 1991. El segundo, más informal, fue la aparición del llamado “síndrome de la Procuraduría” entendido, según los policías y militares, como la inacción o pasividad derivada del temor a ser investigado o “empapelado” por este ente de control disciplinario, y que se habría agravado ese mismo año cuando el procurador delegado para las fuerzas militares y de policía dejó de ser un militar en servicio [9].

Sería imprudente sugerir que en la elaboración de estas reformas tuvieron algún tipo de influencia directa los narcotraficantes, o la guerrilla, o los grupos paramilitares. En el caso del Decreto Ley 50 tal tipo de recelo sería un desacierto ya que este cambio procesal, expedido por el ejecutivo gracias a facultades legislativas otorgadas por la Ley 52 de 1984, estuvo totalmente inspirado en un “Proyecto de Código de Procedimiento Penal” cuyos responsables están por encima de cualquier sospecha. En efecto, los tres expertos nombrados para la elaboración del nuevo código fueron Alfonso Reyes Echandía, Hernando Londoño Jiménez y Jaime Bernal Cuellar. A raíz de la sangrienta toma del Palacio de Justicia se nombró al magistrado Edgar Saavedra Rojas en reemplazo de Reyes Echandía.

Lo que sí se puede temer es que, de manera indirecta, los grupos armados pudieron afectar la puesta en marcha y la ejecución de tal reforma. Por un lado, la combinación de falta de recursos para la nueva Dirección de Instrucción Criminal y la necesidad de proteger y sostener económicamente ciertos testigos valiosos llevó a establecer el perverso arreglo de vincular a individuos “bien informados” –léase desertores de los grupos armados- como empleados de la entidad, lo cual generó “graves problemas de  filtración de información hacia grupos ilegales” [10].

Por otra parte, se pueden analizar las consecuencias -esas sí observables y susceptibles de medición- de esta reforma que, como muestra la información disponible, trastocó por completo el desempeño del sistema penal de justicia en Colombia. A partir del año en que se introdujo la reforma, se redujo considerablemente la capacidad judicial para aclarar los crímenes y, en particular, los homicidios (1ª Gráfica). Algo similar puede decirse en términos de la posibilidad de identificar a los autores de los secuestros, que se redujo sustancialmente precisamente por la misma época en que el número de plagios cometidos comenzaba, por primera vez, a tornarse explosivo (2ª Gráfica).

Así los cambios en los indicadores básicos de actuación de la justicia penal muestran que, de hecho, se redujo sustancialmente la posibilidad de aplicar las sanciones previstas en la ley para dos de los incidentes característicos del accionar de las, ya por entonces poderosas y variadas, organizaciones armadas que operaban en el país: el homicidio y el secuestro. Al respecto, el análisis estadístico de las cifras es inequívoco. La modificación del régimen procesal colombiano mediante la introducción del Decreto Ley 50 de 1987 ayuda a explicar, en forma estadísticamente significativa, tanto el incremento en las tasas de homicidio [11] como, más relevante para este trabajo, las de secuestro [12].

Si bien, como ya se señaló, no es acertado señalar presiones indebidas sobre la redacción misma de la reforma que, aunque bien intencionada, tuvo costosas consecuencias no deseadas, tampoco parece razonable descartar del todo cuestiones como infiltraciones o flujos privilegiados de información, que permitieron a algunos actores armados duchos en asuntos legales aprovechar al máximo el desafortunado cambio legislativo.

No vale la pena entrar en detalle sobre lo conveniente que -en aquella época de frontal enfrentamiento contra el Estado colombiano, cuando se consolidaba la guerra sucia- les resultaba lograr impunidad para los asesinatos, las masacres y los secuestros tanto a los narcos, como a los grupos paramilitares, como a una guerrilla que pregonando las ventajas de “todas las formas de lucha” había abandonado la costumbre de reivindicar sus acciones.  Conviene sí  llamar la atención sobre el hecho que el principal barón de la droga, Pablo Escobar, era simultáneamente, y desde hacía varios años, el secuestrador más prominente de Medellín. Se trataba, además, de uno de los narcotraficantes más activos en buscar alterar la aplicación del régimen penal a su acomodo. Las consecuencias perversas de la reforma, tendientes no a disminuir las penas impuestas o a amnistiar crímenes –como habría buscado un delincuente político tradicional- sino esencialmente a bloquear los esfuerzos por identificar los autores de los delitos cometidos por profesionales, coincidía perfectamente con los objetivos de Pablo Escobar de sanear por completo su imagen [13]. A diferencia de ciertos criminales que con frecuencia se han conformado con lograr el perdón para los delitos cometidos, Escobar buscó hasta el final de su vida recuperar su posición de político rebelde y respetable, negando su vinculación con cualquier tipo de crimen. Así, desaparecidos varios de los expedientes judiciales que lo involucraban, concuerda bastante con ese objetivo de limpiar su imagen el deseo de aprovechar al máximo la incapacidad estatal para identificar a los criminales .

Si se acepta como hipótesis, por el momento una simple conjetura, que la reforma fue conocida oportunamente e instrumentalizada por los narcotraficantes y, en particular, por el más aficionado de ellos a los códigos, Pablo Escobar, conviene ahora preguntarse cómo fue que el efecto de esta reforma en el procedimiento, muy poco publicitada en los medios, pudo extenderse tan rápidamente por todo el país. Al respecto, caben dos posibles explicaciones. La primera es que el proceso ya descrito de infiltración por parte de los actores armados en el ente rector de la investigación criminal fue lo que permitió que ese significativo cambio en el funcionamiento del sistema penal se propagara entre tales grupos.

La segunda, más especulativa, es que esta importante innovación tecnológica en la actividad del secuestro fue transmitida por Pablo Escobar a los del M-19 y, a través de estos, a los demás grupos subversivos del país. Varios elementos apuntan en esta dirección. El primero es la reconocida cercanía del M-19 con el gran capo por aquella época. El segundo es que Pablo Escobar era, en el bajo mundo, quien mejor concentraba conocimiento penal y contactos –por soborno o amenazas- con los juristas. “(En 1984) el tratado de extradición fue revivido y la mafia contrató a 50 abogados de gran prestigio para pedir su anulación ante la Corte Suprema de Justicia … Cuatro magistrados vinculados al caso murieron en la toma del Palacio de Justicia en noviembre de 1985; otro, que sobrevivió, fue asesinado en julio de 1986. Antes de finalizar este año, otros diez jueces habían sido asesinados … A finales de 1986, la Corte Suprema de Justicia declaró inaplicable la ley aprobatoria del tratado” [14]. Otra muestra del músculo jurídico de Escobar fue el contacto logrado por sus abogados con el fiscal general norteamericano ofreciendo información perjudicial para la guerrilla a cambio de amnistía para sus crímenes [15].

La evidencia sobre este interés y esa poderosa influencia quedaría en los años siguientes fuera de duda. Por otro lado, el arreglo del M-19 con Escobar incluía, al parecer, la subcontratación de secuestros. Se trataba del grupo que por ese entonces había logrado un mayor nivel de sofisticación en términos de secuestros urbanos y profesionales, entendidos aquí como aquellos para los cuales la identificación de los autores no sólo no se reivindica sino que se ejecutan de manera que resulte difícil aclararlos. Eran estos los que, precisamente, se veían favorecidos con la expedición del D.L. 50 de 1987.

A diferencia de los demás grupos subversivos, más rurales y militares que, como mostrarían más tarde con los secuestros masivos e indiscriminados en las carreteras –las mal llamadas pescas milagrosas- no parecía afectarlos la imagen de secuestradores, los del M-19 tuvieron por algunos años el mayor interés en ocultar a la opinión pública su participación en secuestros. Puede pensarse que tendrían interés en volcarse hacia el secuestro solamente cuando se hubiese logrado garantizar el anonimato de la autoría. Por último, se trataba del grupo subversivo no sólo con mayor capacidad de comunicación con los demás sino con un mayor ascendiente y facultad de actuar como tutor y promotor de nuevas vías para la acción revolucionaria. Así, es concebible imaginar una caricatura del M-19 ratificado en su papel de líder de técnicas subversivas, llevando a los distintos grupos subversivos, por efecto imitación o de manera explícita, el mensaje, enviado por el Patrón, de hágale, pues se había alcanzado un virtual blindaje legal para el ejercicio de una actividad tan lucrativa y que, aprobada la reforma y desmantelada la Policía Judicial, se podía proceder a secuestrar con total impunidad.

El impacto estadístico de la introducción del DL 50 de 1987 es tan significativo sobre las series de secuestro, aún las mensuales, que parece poco verosímil que se trate de una simple coincidencia. Con mayor razón si se tiene en cuenta que cuando, en 1991, se revirtió el efecto más importante de ese decreto y se restablecieron las funciones de Policía Judicial para la Policía Nacional y el DAS se revirtió la tendencia ascendente y explosiva en las tasas de secuestro, cerrándose así el primer boom de la actividad (ver Gráficas 1 a 3) [16].

Vale la pena aclarar que en ningún momento se quiere reducir la explicación del aumento del secuestro en el año de 1987 a la expedición de un desafortunado decreto por medio del cual se altera exógenamente la correcta aplicación del procedimiento penal. Por el contrario, se sugiere que la deformada puesta en marcha de ese decreto fue, en últimas, un factor endógeno, una consecuencia adicional del enconado enfrentamiento que se libraba entonces entre el narcotráfico y el Estado y, entre los grupos paramilitares y la izquierda, circunstancia que unas guerrillas decididas a intensificar militarmente el enfrentamiento y, por esa razón, sedientas de recursos para su supervivencia, y aún con fuertes reparos políticos para participar en el narcotráfico, supieron aprovechar para irrumpir en el secuestro a gran escala.  Paradójicamente, el grupo que por ese entonces mayores avances había logrado en términos de alianzas con los narcotraficantes, el M-19, el que muy probablemente por esa misma razón pudo desmarcarse, por consideraciones políticas, de la actividad del secuestro, podría, dadas sus alianzas, haber jugado un papel como divulgador de este verdadero cambio tecnológico en la actividad del secuestro a las demás organizaciones subversivas.

sigue

[1] Pardo (1996) p. 51
[2] En Rubio (2003) se discute en detalle el forcejeo alrededor de los decretos de “sometimiento a la justicia” que libró Pablo Escobar con la administración Gaviria recurriendo al secuestro de varios periodistas.
[3]  Pardo (1996) p. 52. Subrayado propio
[4] Citado en Acevedo (1986) p. 460
[5]  Artículo 347 del Decreto  050 de 1987. Diario Oficial, Enero 13 de 1987 p. 15. . 
[6]  Silva, Germán (2000) “Una Revisión del Análisis Económico del derecho” en Economía Institucional Nº 2, 1er Semestre, p. 191
[7] Acevedo (1986) pp 467 y 468. 
[8] Pardo (1996) p. 53.
[9] Dávila (1997) p. 9
[10] Pardo (1996) p. 53
[11] Ver al respecto Rubio (2001)
[12] En Rubio y Vaughan (2007) se analizan en detalle diversos ejercicios econométricos realizados al respecto.
[13] Bowden (2001)
[14] Pearce (1992) pp. 180 y 181. 
[15] Bowden (2001) p. 68
[16] Mediante el Decreto Nº 99 de Enero 14 de 1991. Como se expone en detalle en Rubio y Vaughan (2004), los ejercicios econométricos de series de tiempo muestran que el efecto es estadísticamente significativo. 

El Eme y los paras


¡Hágale, hermano!
Secuestro, narcotráfico y otras alegres audacias del M-19



No menos sorprendente resulta la cordial, duradera y sin duda pragmática relación que, según dirigentes del mismo M-19, mantuvo dicho grupo con Ariel Otero y Henry Pérez, líderes de uno de los más prominentes grupos paramilitares del país, las Autodefensas Unidas del Magdalena Medio, que posteriormente participaron en la oscura alianza que se formó para liquidar a Pablo Escobar. Lo más sorprendente de estas dos alianzas del M-19, con Pablo Escobar, por un lado y con los paramilitares de Puerto Boyacá por el otro es que, aparentemente, sobrevivieron al rompimiento y posterior guerra entre los dos últimos. Muerto Rodríguez Gacha, tanto Otero como Pérez, enemigos a muerte de la guerrilla, se distanciaron de Escobar, en parte por sus simpatías con la izquierda. Se tornaron entonces informantes de la DEA y, por esa vía, de la alianza que acabaría con Escobar. Enterado de esta traición, Escobar habría mandado matar a Henry Pérez  [1].

Los antecedentes de esta asociación del Eme con los paras habían sido, por un lado, la extraña historia de un miembro del M-19, Diego Viáfara, que había llegado a principios de los años ochenta con dos compañeros más al Magdalena Medio “para auxiliar a las cuadrillas 11 y 12 de las FARC” [2]  y después -no se sabe bien si obligado o buscando infiltrarse - militó, alcanzando una posición importante, en los grupos paramilitares de los que desertaría luego para convertirse en informante de las autoridades. La versión relatada por Duzán (1993) es que Viáfara habría sido obligado, después de  ser torturado, a ingresar a los paramilitares. Castillo (1991, p.198), por el contrario, señala en otra versión que el mismo Viáfara “afirmó que en realidad su misión tenía por objeto infiltrar las organizaciones paramilitares del Magdalena Medio, a fin de descubrir todo su aparato, y , ante todo, la fuente de financiación”. El importante volumen de datos sensibles que tenía Viáfara sobre los grupos paramilitares del Magdalena Medio y de los narcotraficantes refleja bien hasta qué punto era importante dentro de dicha organización. En efecto, por él se supo de los tentáculos de los narcotraficantes dentro del ejército, de la contratación de mercenarios extranjeros como entrenadores de sicarios, de las rutas de salida de droga y llegada de armas al sur del país, incluso “Viáfara conocía con anticipación las masacres y los atentados” cometidos por los narco-paramilitares [3]. Lo que no queda nada claro de los relatos de Duzán y Castillo sobre Viáfara es si éste mantuvo sus contactos con el M-19 una vez ingresó y ascendió rápidamente dentro de los grupos paramilitares, ni cual fue su relación con los miembros de esta agrupación que empezaron a formar una estrecha amistad con Henry Pérez, precisamente el personaje que dirigía los grupos de asesinos de los cuales Viáfara, al desertar, huía espantado.  Tampoco se entiende bien la falta de curiosidad de este par de agudos periodistas sobre lo que ocurrió con los vínculos de Viáfara con el M-19 cuando se volvió un destacado miembro de los grupos paramilitares.  

Está por otro lado, la historia de una frustrada reunión con los narcotraficantes de Medellín, bloqueada por Fidel Castaño, y un “encuentro de los Estados Mayores de las autodefensas del Magdalena Medio y del M-19” que se llevó a cabo en el territorio de Gonzalo Rodríguez Gacha, considerado por algunos el principal narcotraficante de la época, y que reunió a cuatro miembros del M-19 con otras quince personas. “Recuerdo a Nelson Lesmes, el Zarco, también a un ex alcalde de Puerto Boyacá de apellido Rubio … Van también Henry Pérez y ariel Otero. Y como anfitrión e integrante de ese Estado Mayor, nada menos que Gonzalo Rodríguez Gacha”  [4].

Según los participantes del M-19, el loable propósito de tal reunión era destacar la importancia de la paz. “El reto era construir otra visión, una mirada diferente, un nuevo escenario para nosotros y para las generaciones por venir” [5]. Pero el mismo relato revela algunos detalles sustanciosos, y más verosímiles, sobre lo que se habló en aquella asamblea de prominentes y activos guerreros. “Pensaban que éramos muy eficientes en ciertas operaciones armadas, que manejábamos técnicas y tácticas muy novedosas. Demostraban gran respeto por nuestra historia militar. Recuerdo que nos preguntaron con insistencia por una operación que hicimos por allá en 1984 o 1985, en el departamento del Quindío … Estaban muy interesados en operaciones de infiltración con pequeños comandos” [6].

A partir de allí, y como asunto reservado y secreto , se inicia una larga relación entre miembros de la cúpula del M-19, que reportaban directamente al comandante Pizarro, y los líderes de las autodefensas. “Pizarro me recomienda la tarea de atender las relaciones con las autodefensas. Cree que hay que persistir y profundizar esa relación. Me recomienda discreción y prudencia … El secreto de la misión se mantiene a muy alto nivel dentro del M-19” [7]

No se entiende bien por qué un asunto tan bien intencionado y pertinente políticamente se tuvo que mantener bajo tanto sigilo. De cualquier manera, queda claro, según ellos mismos, que los vínculos Eme-paras fueron estrechos. El testimonio de Alvaro Jiménez es diáfano al respecto. “Me vuelvo asiduo visitante de Puerto Boyacá. La confianza, de parte y parte, es cada vez mayor. Decido seguir yendo sólo, y la otra novedad es que ya no me alojo en el hotel sino en la casa de Henry … En Puerto Boyacá tenían un radio que pusieron a mi servicio, y utilizaba las claves de nuestro sistema de comunicación. Me dejaban solo mientras buscaba mi frecuencia … Estos gestos iban creando un ambiente de confianza mutua. Así era especialmente con Lucho, a quien había conocido como Ariel Otero. El era el encargado de acompañarme a usar el radio”  [8].

Estos continuos y repetidos contactos, que se mantuvieron hasta el asesinato de Henry Pérez, resultaban, según ellos, del encargo de Carlos Pizarro de conocer a fondo a las autodefensas e involucrarlas en el propósito de la paz “(Pizarro) estaba convencido de que una solución civilizada al problema del narcotráfico había que encontrarla entre todos. De modo que buscó establecer contactos con todos los actores armados y les propuso incorporarse aun proceso de construcción de una nación incluyente, democrática y pacífica …La misión de Alvaro Jiménez era un verdadero desafío: consistía en adentrarse en el mundo de las autodefensas, en su retaguardia; se trataba de conocer y comprender ese fenómeno, ya no para destruirlo sino para transformarlo [9].

Al igual que las conmovedoras razones que, como se vio, se han aducido para el estrecho contacto con los narcos de Medellín, el argumento de que la amistad con dos de los más notorios representantes del paramilitarismo colombiano era, para el M-19, un asunto de curiosidad sociológica, o de alta política, y para las autodefensas un acto desprendido, sin exigencias de reciprocidad, requiere, para creerlo, considerables malabares intelectuales que permitan encajar en ese idílico escenario guerreros de tal calibre.

Acerca de las ventajas que representaban para el M-19 estas insólitas alianzas, uno de sus miembros ofrece algunas pistas basadas en los aspectos que más le llamaron la atención durante sus repetidas visitas a la “capital anti-subversiva de Colombia”, sobre nombre que las autodefensas del Magdalena Medio le habían dado a Puerto Boyacá, su principal centro de operaciones. Parecería que con estas experiencias los eclécticos subversivos urbanos confirmaron de primera mano varios de los principios de supervivencia en el conflicto colombiano. Uno, el riesgo político, e incluso militar por la reacción que genera, que representaba una estrategia de financiación basada en el secuestro y la extorsión. Son frecuentes las alusiones al secuestro como factor determinante del debilitamiento de las FARC en la zona y el fortalecimiento de las autodefensas. “Es que ellos (las FARC) se dedicaron a secuestrar y a matar a todos los que no fueran parte de ellos. Entre la gente prestante, se salvaron sólo los que se fueron. Los demás, los de más abajo, empezamos a organizar la resistencia” [10].

Una segunda lección tenía que ver con lo cómodo que resultaba recurrir al narcotráfico, como fuente financiera. Alcanzaba no sólo para comprar armas y mantener ejércitos  sino, mejor aún, para alcanzar apoyo político entre la población. “Una vez recuperado el territorio, atravesaron un período de pobreza: con mucha dificultada lograban mantener su estructura. Entonces encontraban una nueva fuente de financiación, el narcotráfico. La película se les mejoró notablemente: con las ganancias del narcotráfico pudieron pagar y mantener un ejército, una fuerza armada estable; tenían abundancia de comida, y de material de guerra y logístico” [11]. Sobre cómo el narcotráfico ayudaba al ejercicio no violento de la política, luego de señalar lo impresionante que resultaba constatar el papel tan importante de Henry Pérez y las autodefensas en la vida del municipio, Alvaro Jiménez hace remembranzas de épocas doradas de la narcopolítica “Ya no nos bastaba la conversación con el parroquiano en la esquina de la plaza o en la vereda para mantener el amarre con los campesinos: entonces compramos la emisora de Caracol en el pueblo. Queríamos hacer política nosotros, directamente, como autodefensas; no queríamos que los políticos se comieran nuestro prestigio. También mandamos arreglar el estadio, financiamos equipos de fútbol con muchachos que se ponían camisetas, patrocinamos reinados. Y la gente sabía que era obra nuestra, sin ningún auxilio, ni nacional ni departamental”. [12].

El tercer elemento aprendido por el Eme de los paras es que una buena estructura militar podía ser, per-se, una fuente importante de recursos económicos “Sí se venía construyendo una eficaz máquina militar que le vendía servicios no sólo a la gente de la región, sino que también hacía tareas por encargo en otros sitios del país” [13].

En términos escuetos, los más audaces y mejor formados subversivos urbanos del país habrían aprendido de sus aparentes enemigos, los paramilitares, cómo guerrear en Colombia sin recurrir al secuestro. Lo que, por el contrario, no queda tan claro de los testimonios del M-19 es lo que los paramilitares estaban obteniendo de esta alianza. Recurrentes rumores, y las revelaciones posteriores de otro prominente paramilitar, Carlos Castaño, ofrecen una pista, más creíble que la historia según la cual estaban recibiendo lecciones de paz, sobre la contraprestación recibida: servicios militares altamente especializados. La audacia y la técnica militar de los del M-19 era lo que más admiraban los narcos y los paramilitares de dicho grupo. Cabe por lo tanto sospechar que esa era  la médula de tan extrañas alianzas. No es demasiado arriesgado presumir que, entre otras, los paras pudieron aprender de los muchachos del Eme lo que, según cuenta su amante, aprendió Pablo Escobar de ellos. “Mis amigos del M-19 me enseñaron todo lo que se necesita saber sobre secuestros” [14].

En este contexto, resultan menos sorprendentes las recurrentes acusaciones en el sentido que la toma del Palacio de Justicia en el año 1985 habría sido contratada por los narcos con el M-19 [15]. No vale la pena entrar acá en el debate sobre el carácter mercenario de esta operación. Una discusión bien informada y convincente sobre la participación de los narcos en la toma del Palacio de Justicia es la ofrecida por Alonso Salazar en su biografía de Pablo Escobar, de la cual vale la pena rescatar, ante todo, que la relación entre el capo y algunos dirigentes del M-19 en Antioquia era particularmente estrecha.

De acuerdo con los relatos de los integrantes del Eme que luego se reintegraron a la vida civil, de esta actuación tan trascendental casi sólo los directamente involucrados se enteraron con anterioridad. Según Vera Grabe, “salvo quienes participaron en el diseño, la elaboración de documentos y la preparación operativa, los demás nos enteramos a la hora en que comenzó la acción” [16]. A su vez, Antonio Navarro, precisa que “esa fue una decisión que tomó el M-19 en ese momento, yo no conozco mucho los detalles porque estaba en el exterior” [17].

Por el contrario, varios relatos coinciden en que Pablo Escobar sí tuvo previo conocimiento de este audaz operativo. De acuerdo con Jorge Luis Ochoa fue Iván Marino Ospina quien le habló a Escobar del asunto, que lo apoyó, según el mismo Ochoa “porque le gustaba el agite”. Un miembro del M-19, Alejo, reconoce que Escobar sí sabía con anterioridad del operativo, puesto que “facilitó algunas cosas, como la pista de la hacienda Nápoles, para traer pertrechos de Nicaragua”  [18]. El informe recientemente hecho público por la Comisión de la Verdad corrobora la idea de un arreglo previo que se canalizó a través de Iván Marino Ospina quien “era la persona oficialmente autorizada por el M-19 para establecer los diálogos que hubo, frecuentes, con Pablo Escobar” [19]. El testimonio de alguien cercano a Escobar, su amante de varios años, no sólo avala los anteriores sino que precisa varios puntos. Uno, las negociaciones se hicieron con Alvaro Fayad e Iván Marino Ospina. Dos, se hizo un anticipo de un millón de dólares a los cuales se añadirían “armas y apoyo económico más adelante”. Tres, se trajeron a la pista de la Hacienda Nápoles unos explosivos pero las armas no alcanzaron a llegar. Cuatro,  Escobar pagaba por la destrucción de los expedientes que facilitarían su extradición. Cinco, Fayad y Ospina habían sido claves en los contactos de Escobar con Noriega, los Sandinistas y Cuba [20]. No es pertinente aquí analizar en detalle los pormenores de una reunión entre el capo, Virginia Vallejo e Iván Marino Ospina unos meses antes de la audaz acción. Pero ese relato [21] es ilustrativo de cómo aceitaban los tratos esos machos guerreros –casi pandilleros con unos años de más- y ayuda a matizar, a poner en perspectiva, la visión aún predominante, edulcorada e inverosímil, de unos virtuales próceres preocupados sólo por la paz y por arreglar las instituciones a bala.

Como si lo anterior no fuera suficiente indicio de una sólida alianza entre los guerrilleros del Eme y el gran capo, al parecer este operativo la fortaleció aún más. De acuerdo con el mismo Alejo del M-19, “después del Palacio, Pablo y quienes se movían a su alrededor nos miraron con mucho respeto. El nivel y heroísmo los conmovió” [22]. Justo después del asesinato de Pizarro, el mismo Escobar aceptaba su cercanía con el M-19. En carta dirigida al coronel de la Policía que lo acusaba del asesinato, Escobar afirmaba “siempre he sido amigo de casi todos sus líderes. En momentos de la mayor tensión y dificultad, escondí a Alvaro Fayad y a Iván marino Ospina; puede preguntarle a la esposa y los hijos de Iván” [23].

La pretensión de algunos miembros del M-19 de que no estuvieron enterados de la operación no se puede descartar del todo. En forma más marcada que para los grupos subversivos de origen rural, en el M-19 se daba una gran fragmentación en la toma de decisiones e incluso en la información sobre ciertos operativos. “Cuando estuvimos en Panamá, ya hablando con Navarro, no teníamos claro si el secuestro (de Álvaro Gómez) lo manejaba Pizarro o Navarro”  [24]. Al parecer, en ese grupo, nadie estaba totalmente enterado de lo que hacían los otros. Aún más, ni siquiera siempre se sabía quienes eran los otros. La desorganización del M-19 alcanzó a ser de tal magnitud que varios de sus miembros han manifestado, con no disimulado orgullo, que se trataba de un movimiento con tan amplio respaldo popular que era virtualmente imposible saber quien pertenecía al grupo y quien no. Ante una pregunta sobre el número de efectivos del M-19, Jaime Bateman responde “No lo sabemos. Ojalá lo supiéramos para poder controlar esta cosa. Mucha es la gente que realiza operaciones y nosotros no sabemos quienes las realizan … porque somos ya una razón social. El programa del M-19 es el programa del pueblo, entonces mucha gente por su cuenta y riesgo lo pone en práctica” [25]. Vera Grabe habla también de los “grupos silvestres, los espontáneos que realizaban acciones y las firmaban como M-19 pero no estaban articulados a la estructura. Cualquier día salió en el periódico la noticia de una toma del eme en Icononzo, y los primeros sorprendidos fuimos nosotros” [26].

Con la degradación del conflicto, la generalización de los procedimientos de guerra sucia, y el recurso creciente a la financiación por medio de la droga por parte de los distintos actores del conflicto, este folclórico desorden, una degeneración del gran sancocho nacional de Jaime Bateman, se convertiría en una pesada carga, imposible de manejar.  Así, el progresivo e inevitable deterioro de su ecléctica y audaz guerrilla es lo que habría llevado a Carlos Pizarro a firmar la paz a toda costa antes de que se deteriorara la imagen y se minara el apoyo político con el cual contaba el grupo. El escritor mexicano Carlos Fuentes, que en la actualidad trabaja en una biografía de Carlos Pizarro, Aquiles o El Guerrillero y el Asesino, señala que éste " fue un luchador guerrillero hasta el momento en que se dio cuenta que inevitablemente se iba hacia la narcoguerrilla, que ésta iba a ser inseparable de su actividad guerrillera … En ese momento quemó sus armas, obligó a su gente a tirarlas” [27]. Antonio Navarro también considera que Pizarro “ya vislumbraba que el escalamiento de la guerra nos comprometería inevitablemente con las actividades del narcotráfico y la masificación del secuestro, para garantizar el flujo de recursos que demandaban los nuevos niveles del enfrentamiento militar, lo cual terminaría por degradar las armas de la revolución” [28].

En retrospectiva, es difícil creer que se trató de una decisión totalmente preventiva: más verosímil resulta como planteamiento que Carlos Pizarro, en algún momento a finales de la década, pudo darse cuenta que de donde ya efectivamente estaba metido el grupo era muy difícil impedir un posterior deterioro, desgaste y criminalización. Una dinámica similar, la paz como reacción ante la inevitable degradación del grupo, parece haber sido determinante para el proceso de reinserción  del EPL. La acumulación de acciones indudablemente audaces pero totalmente irresponsables –hágale, actúe ahora y piense después- realizadas no por una organización estructurada sino por una heterogénea gama de actores, levemente unidos por una razón social, en medio de una guerra sucia, pasaba la factura.

sigue

[1] Strong (2001) p. 238
[2] Duzán (1993) p. 108
[3] Duzán (1993) p. 126. 
[4] COPP (2002) p. 34.
[5] COPP (2002) p. 37
[6] COPP (2002) p. 39
[7] COPP (2002) p. 57.
[8] COPP (2002) p. 63”.
[9] COPP (2002) p 55. Subrayados propios.
[10] Testimonio de El Zarco citado en COPP (2002) p. 64
[11] COPP (2002) p. 67
[12] COPP (2002) p. 67
[13] COPP (2002) p. 75
[14] Vallejo (2007) p. 274
[15] Ver Strong (1996), Bowden (2001) y Salazar (2001)
[16]  Grabe (2000) p. 242.
[17] En Ronderos (2003) p. 203
[18] Salazar (2001) p. 141
[19] El Tiempo, Octubre 6 de 2006. Énfasis propio.
[20] Vallejo (2007) pp. 230 a 261
[21] Vallejo (2007) p. 236
[22] Salazar (2001) p. 142
[23] Strong (2001) p. 237 traducción propia.
[24] Testimonio de Juan Gabriel Uribe en Ronderos (2003) p. 211.
[25] Duzán (1982) Subrayados propios.  
[26] Grabe (2000) p. 86. 
[28] “La Desmovilización del M-19 Diez Años Después” http://www.viaalterna.com