LA OPORTUNIDAD DEL DEBATE SOBRE EL M-19 Y LA DROGA


¡Hágale, hermano!
Secuestro, narcotráfico y otras alegres audacias del M-19

La reacción de los ex-miembros del M-19 ante los recurrentes señalamientos de apoyo del narcotráfico en el asalto al Palacio de Justicia ha sido frustrante, pues  desaprovecha una y otra vez la oportunidad para reabrir un debate franco y abierto. La pertinencia de la discusión alrededor de los vínculos entre el Eme y la droga va más allá de las simples recriminaciones sobre la voluntad de revivir viejos odios y heridas mal cicatrizadas.

Existen buenas razones para, como se pretende con este trabajo, insistir en la pertinencia de este debate, en aclarar, discutir y analizar los medios de financiación del M-19 antes de su reinserción y, en particular, en evaluar las consecuencias de haber optado por una estrategia menos basada en el secuestro y más en las alianzas con los narcotraficantes. La principal es que varios de los antiguos integrantes de esa agrupación se encuentran en la actualidad en una posición privilegiada, como políticos y formadores de opinión, para contribuir a enderezar uno de los más costosos errores que se han cometido en el país de cara al conflicto y es el de haber fijado parámetros de aceptación social, moral y legal más laxos con el secuestro, la extorsión y la toma de rehenes que con el tráfico de drogas.

Durante las últimas dos décadas en Colombia, de manera extraña, ha sido siempre amplia la disposición a dialogar y buscar “salidas políticas” con los grupos que de forma cada vez más abierta aceptaban mantener rehenes mientras que el término negociar nunca dejó de ser un verdadero tabú para aplicarlo a los grupos vinculados al contrabando de estupefacientes. A nivel micro analítico, el sentido común sugiere exactamente la estrategia contraria, pues parecería en principio más fácil llegar a un acuerdo mutuamente conveniente con un pragmático negociante que con un obstinado idealista que pretende cambiar el mundo recurriendo al chantaje. En retrospectiva resulta insólito, bajo cualquier parámetro razonable de política criminal, que un sistema judicial precario y frágil como el colombiano haya insistido en mantener por cerca de dos décadas una guerra frontal contra las drogas sin haber emprendido un esfuerzo cercano en magnitud contra una conducta tan dañina y con tan nefastas consecuencias -irreconciliables víctimas y secuelas de enemigos- como el secuestro. Es difícil de racionalizar el abismo que se observa entre los costosos procesos de encarcelamiento en prisiones de alta seguridad o de extradición por contrabando de cocaína o lavado de activos con los insignificantes recursos que se invirtieron para investigar, capturar, juzgar y sancionar a los responsables de decenas de miles de secuestros. Hasta tal punto llegó el abandono judicial por los secuestros en Colombia que, hace unos años, la Fundación País Libre tomó la iniciativa de llevar una denuncia ante la Corte Penal Internacional. Uno de los argumentos a favor de la competencia de esta Corte para juzgar estos delitos cometidos en el país ha sido precisamente la práctica inexistencia de condenas judiciales para los varios miles de  secuestros. Tampoco resulta fácil justificar los esfuerzos que se han hecho por penalizar varios de los eslabones en la cadena de la producción, procesamiento y exportación de drogas, cuyas fronteras con los negocios legales son en extremo borrosas, mientras que ciertas actividades aledañas al secuestro, como el pago de pólizas de seguros, que se puede sospechar estimulan dicha actividad y que no tienen casi ningún impacto en otros ámbitos, han sido progresivamente legalizadas [1].

Es en este bizarro contexto de una sociedad que por muchos años fue menos tolerante con una actividad sobre la cual a nivel internacional aún se debate si debe ser considerada digna de sanción penal que con una conducta para la cual los códigos de todo el mundo y a lo largo de la historia han castigado de la manera más severa, que los antiguos miembros del M-19 podrían hacer un fructífero aporte argumentando con conocimiento de causa que, en últimas, sí es posible hacer el tránsito del narcotráfico a la política, en el mejor sentido del término.

Parece claro que el exitoso proceso de reinserción del M-19 o las alegres, incluso festivas, muestras de apoyo popular que lo antecedieron nunca hubiesen sido posibles de haber mediado rehenes y secuestrados mantenidos en poder de la organización. Otra consecuencia, a veces subestimada, del acierto que tuvo el Eme al no entrar de lleno en la industria del secuestro fue la de no acumular un grupo de enconados enemigos motivados por ajustes de cuentas y venganzas por secuestros. En efecto, no se puede ignorar que, para el M-19, el no haber sido objetivo principal de los grupos paramilitares, antes y después de la firma de  los acuerdos de paz, e incluso el haberse podido acercar a algunos de esos grupos –como infiltrados, aliados o simples observadores- facilitó la audaz decisión de Pizarro de entregar las armas, que, a su vez, fue un paso fundamental para la posterior reinserción a la vida política. Sería inadecuado pensar que la alianza, o por lo menos la tregua tácita del M-19 con una de la mayores máquinas de matar de la historia reciente, las Autodefensas Unidas de Colombia, fue completamente independiente de la decisión del grupo de marginarse a tiempo de la  actividad del secuestro. No sobra recordar, por otra parte, que el principal lastre actual que tienen los miembros de esa agrupación tiene que ver con un doloroso episodio de toma de rehenes.

Puede plantearse que no fue la audacia tupamara del grupo, ni el carisma de Pizarro, ni el de su antecesor Bateman, ni la dudosa vocación de paz del último ni la precipitada y firme del primero lo que más facilitó el proceso de reinserción a la vida política del grupo sino la decisión -que se podría calificar de prudente de no haber sido por la definitiva influencia que tuvo sobre la misma el MAS- de mantenerse al margen del secuestro y la toma de rehenes como principales herramientas de lucha en la fase más aguda del conflicto y haber adoptado, en su reemplazo, soluciones de financiación más pragmáticas, dogmáticamente rechazadas por el llamado establecimiento colombiano –no necesariamente por el grueso de la población-  pero sin duda no tan provocadoras ni socialmente perjudiciales.

En otra dimensión, reabrir el debate sobre los mecanismos de financiación del M-19 en la última fase de su participación en el conflicto colombiano, puede tener como efecto introducir la crítica en la visión a todas luces parcializada e idealizada, a veces empalagosa, que los antiguos miembros de la organización están tratando de acomodar para racionalizar ex-post varias de sus más lamentables, y sangrientas, audacias. El M-19 es tal vez el grupo que más en serio ha asumido la responsabilidad de escribir su propia historia, y de justificar algunos de sus más notorios errores, de una manera abiertamente sesgada no tanto por el relato mismo de los hechos como por la interpretación de los mismos y por los malabares, que a veces se pueden calificar de alucinantes, para justificar las acciones violentas. “Nuestras armas habían buscado ser lo más amables, efectivas, y menos aplastantes posible .. con ellas habíamos contribuido a cambiar la política del país, introducido un lenguaje fresco, hablado por primera vez de paz, hecho nuestra la democracia como propósito, conducta y acto, y recuperado el diálogo como un principio de la acción política” [2].

Los detallados y enriquecedores relatos de la historia interna del Eme, claman por un análisis más serio y por una mirada más crítica. Este patente déficit de debate y objetividad es particularmente relevante para que se empiece a escribir la verdadera historia del, sin lugar a dudas, grupo subversivo más consentido por periodistas, cronistas y analistas del conflicto colombiano. Una muestra diciente de esta arraigada, y siempre implícita, benevolencia de los periodistas con algunas de las actuaciones del M-19, en forma independiente de su gravedad, se encuentra en la descripción de un momento crítico de la toma del Palacio de Justicia: “refugiados en el cuarto piso, los comandantes del grupo guerrillero dialogaban con el presidente de la Corte Suprema de Justicia, doctor Alfonso Reyes Echandía, y con un número indeterminado de magistrados y secretarias”  [3]. Curioso giro para describir la interacción entre un captor armado y sus rehenes.

REFERENCIAS

[1] Ver Rubio (2004)
[2] Grabe (2000) p. 366
[3] Hernández (1986) p. 61 (Subrayado propio).