EL FACTOR IMPUNIDAD


¡Hágale, hermano!
Secuestro, narcotráfico y otras alegres audacias del M-19

La relativa inmunidad contra el acoso militar que mantuvo la guerrilla, y la concentración de los esfuerzos estatales en una guerra contra los narcos, hicieron que a lo largo de varios años, en medio de las conversaciones y negociaciones de paz, el tema de los secuestros no fuera siquiera debatido, ni discutido, ni mucho menos condenado por los funcionarios, y aún por los representantes de la sociedad civil, que participaban en estos procesos en los cuales una de las prioridades, al parecer, fue la de no incomodar públicamente a los grupos subversivos que, simultáneamente, eran los principales responsables de los secuestros. Es difícil pensar que esta verdadera política de avestruz no contribuyó a darle visos de legitimidad y, por esa vía, a consolidar la industria del secuestro.

Por otro lado, con el inicio de las conversaciones de paz durante la administración Betancur, y la creación de un brazo político de las FARC, la Unión Patriótica (UP), cuyos dirigentes empezaron a ser sistemáticamente asesinados, se intensificaron en el país los lamentables procedimientos de guerra sucia, una de cuyas características era, en medio de recurrentes acusaciones sobre participación de los organismos de seguridad en la violencia contra sectores de izquierda, el absoluto misterio alrededor de los autores de los cada vez más numerosos homicidios. “Lo más frustrante de este siniestro panorama, a más de los mismos asesinatos, era la oscuridad existente, tanto sobre los autores materiales e intelectuales, como sobre los móviles. La debilidad del sistema de investigación judicial era casi inconcebible. Los asesinatos continuaban y ninguna investigación mostraba nada concluyente, mientras la UP denunciaba reiteradamente la vinculación de militares a supuestos planes de exterminio. Estas acusaciones eran difíciles de desvirtuar con hechos contundentes ante la ausencia absoluta de resultados en la investigación judicial” [1]. Se acuñó entonces el término de las fuerzas oscuras para describir los principales actores de una nueva etapa de la violencia. Quedaba definitivamente superada la época de enfrentamientos o atentados reivindicados por sus autores y se entraba en una fase de insólitas y misteriosas alianzas, de vendettas entre grupos armados y de ataques anónimos a los activistas políticos y a la población civil.  

Como si lo anterior fuera poco, la guerra librada por los narcotraficantes contra el Estado colombiano, y en particular contra el mecanismo de la extradición, los había llevado a un activo interés por los códigos y el procedimiento penal colombianos. Desde principios de los años ochenta, el narcotráfico buscó, por todos los medios a su alcance, blindarse contra cualquier posibilidad de actuación de la justicia en su contra. Antes de la victoria más visible y significativa en el campo legal –la prohibición constitucional de la extradición de nacionales- los narcotraficantes lograron, mediante amenazas, sobornos y la contratación de reputados abogados, una serie de cambios en el código procesal penal que, aunque menos visibles y de naturaleza más técnica que un artículo de la Constitución, tuvieron significativas consecuencias en términos de inmunidad ante las actuaciones de la justicia [2].

No es disparatado plantear que una muestra anticipada de esa enorme capacidad para sacar provecho de las reformas legales que posteriormente demostraron tener los narcotraficantes fuese el Decreto Ley 50 de 1987 por el cual se modificó el régimen de procedimiento penal colombiano.  Son dos los elementos procesales introducidos con esta reforma que vale la pena destacar. El primero, originado en el deseo de reorganizar lo que se evidenciaba como la parte más débil y crítica del sistema penal –la policía judicial que investiga la autoría de los incidentes- implicó, en la práctica, su total desmantelamiento por cerca de dos años. “La Dirección de Instrucción Criminal se reformó y se creó un cuerpo técnico de investigación dependiente de ella, medida bien encaminada, pero al mismo tiempo se le quitaron las funciones de Policía judicial a la Policía, al Das y a la Procuraduría, lo que dejó sin ningún equipo de apoyo con funciones legales a los jueces de instrucción. No hubo transacción. En lugar de aprovechar los cuerpos de policía judicial de estas entidades y de fortalecer la capacidad de la Dirección de Instrucción sobre estos organismos, estos se eliminaron, dejando al país literalmente sin capacidad de investigación, pues el cuerpo técnico de investigación recién creado tenía que empezar por reclutar y capacitar a sus funcionarios. Dieciocho meses debieron transcurrir en medio de la más absoluta impunidad antes de que el nuevo ente investigativo empezara a operar” [3].

El segundo componente de esta reforma, diseñado en principio para aligerar la carga de los juzgados de instrucción criminal , consistió básicamente en restringir la apertura de la investigación formal, o sumario, a aquellos incidentes criminales que tuvieran un sindicado conocido. En el discurso de instalación de la Comisión redactora del proyecto el ministro de Justicia declaraba “Como es sabido, una buena proporción de las investigaciones que se adelantan, concluye con la prescripción de la acción penal, sin que se hubiera vinculado a persona alguna como sindicada o procesada … La enorme congestión de los procesos en los despachos judiciales y la imposibilidad absoluta de tramitarlos todos o, al menos, una parte sustancial de los mismos, están patetizando la existencia de una grave anomalía en el funcionamiento de la justicia” [4].

Con el  mencionado decreto se puso un término de sesenta días a la labor de investigación previa para esclarecer los delitos e identificar los autores para vincularlos a un proceso penal. "Si vencido el término de sesenta (60) días no se hubiere logrado la individualización o identidad física del presunto infractor el juez de Instrucción ... ordenará suspender las diligencias y las remitirá al Cuerpo Técnico de Policía Judicial "  [5]. Al remitirlo a un ente que apenas se gestaba en medio de grandes dificultades, en la práctica el proceso por un incidente no aclarado antes de dos meses quedaba suspendido indefinidamente. Así, una de las consecuencias indeseadas de este decreto fue, en la práctica, oficializar la impunidad para los delitos cometidos profesionalmente. La racionalidad de esa reforma, era clara para las numerosas denuncias por  delitos menores. “Los casos en los cuales la identidad de los autores de un delito es ignorada, además de ser numerosos, ocasionaban una irracional congestión en la justicia penal, daba la imposibilidad absoluta para descubrir a los autores. Un carterista sustrae la billetera de su víctima con tal habilidad que ella no se da cuenta hasta mucho tiempo luego, no hay testigos, tampoco pistas. ¿Tiene sentido que el caso permanezca hasta su prescripción en los anaqueles de una oficina judicial?”  [6]. No puede decirse lo mismo con relación a los crímenes graves que, como el homicidio o el secuestro, exigían ser aclarados y para los cuales un plazo tan apretado era insuficiente.

La brusca reorganización de las funciones de policía judicial, con un nuevo ente centralizado y con mayor vocación urbana, resultó particularmente crítica para la adecuada investigación de un delito que, como el secuestro, se cometía ante todo en las áreas rurales. Esta limitación del cambio legislativo ya había sido señalada por algunos críticos de la reforma desde antes de su vigencia. “Quien va a hacer la instrucción son los juzgados municipales, que por mandato legal no van a tener el soporte de estos funcionarios (del Cuerpo Técnico de Policía Judicial), y que según las estadísticas del DANE siempre han tenido bajo su responsabilidad más del 70% de los procesos penales que se adelantan en el país … Con la reforma que se propone en el proyecto van a estar, inclusive,, frente a una mayor restricción de apoyo técnico en relación con el que tienen en la actualidad, pues estando los jueces de instrucción y el equipo técnico asignado por ley a la investigación de los procesos de los juzgados de circuito y superiores, sólo atenderán los requerimientos de los municipales cuando las disponibilidades de tiempo lo permitan” [7]

Así, precisamente por la época en que el narcotráfico arreciaba su guerra contra el Estado colombiano, que las guerrillas entraban en una etapa de intensificación militar de la confrontación, que se consolidaba el secuestro y se generalizaba el homicidio, que se hacían más corrientes las alianzas insospechadas entre grupos armados, legales e ilegales  y que se intensificaba la guerra sucia, el sistema judicial colombiano se veía abocado a ver casi inmovilizada su ya precaria capacidad para investigar y aclarar los crímenes. Mientras las acusaciones de participación de los organismos de seguridad en algunos asesinatos mermaban su legitimidad, el director de la recién creada Dirección de Instrucción Criminal contribuía al deterioro institucional afirmando públicamente “que tanto el Das (Departamento Administrativo de Seguridad) como la policía Judicial estaban integradas por perfectos hampones” [8].

Aunque, de nuevo, sin pretender establecer una relación directa de causalidad, vale la pena mencionar dos cambios legales adicionales que tuvieron lugar en el año 1987. El primero fue la sentencia de la Corte Suprema de Justicia que declaró inexequibles las facultades que tenían los militares para juzgar civiles. Este cambio sería también ratificado posteriormente por la Asamblea Nacional Constituyente en 1991. El segundo, más informal, fue la aparición del llamado “síndrome de la Procuraduría” entendido, según los policías y militares, como la inacción o pasividad derivada del temor a ser investigado o “empapelado” por este ente de control disciplinario, y que se habría agravado ese mismo año cuando el procurador delegado para las fuerzas militares y de policía dejó de ser un militar en servicio [9].

Sería imprudente sugerir que en la elaboración de estas reformas tuvieron algún tipo de influencia directa los narcotraficantes, o la guerrilla, o los grupos paramilitares. En el caso del Decreto Ley 50 tal tipo de recelo sería un desacierto ya que este cambio procesal, expedido por el ejecutivo gracias a facultades legislativas otorgadas por la Ley 52 de 1984, estuvo totalmente inspirado en un “Proyecto de Código de Procedimiento Penal” cuyos responsables están por encima de cualquier sospecha. En efecto, los tres expertos nombrados para la elaboración del nuevo código fueron Alfonso Reyes Echandía, Hernando Londoño Jiménez y Jaime Bernal Cuellar. A raíz de la sangrienta toma del Palacio de Justicia se nombró al magistrado Edgar Saavedra Rojas en reemplazo de Reyes Echandía.

Lo que sí se puede temer es que, de manera indirecta, los grupos armados pudieron afectar la puesta en marcha y la ejecución de tal reforma. Por un lado, la combinación de falta de recursos para la nueva Dirección de Instrucción Criminal y la necesidad de proteger y sostener económicamente ciertos testigos valiosos llevó a establecer el perverso arreglo de vincular a individuos “bien informados” –léase desertores de los grupos armados- como empleados de la entidad, lo cual generó “graves problemas de  filtración de información hacia grupos ilegales” [10].

Por otra parte, se pueden analizar las consecuencias -esas sí observables y susceptibles de medición- de esta reforma que, como muestra la información disponible, trastocó por completo el desempeño del sistema penal de justicia en Colombia. A partir del año en que se introdujo la reforma, se redujo considerablemente la capacidad judicial para aclarar los crímenes y, en particular, los homicidios (1ª Gráfica). Algo similar puede decirse en términos de la posibilidad de identificar a los autores de los secuestros, que se redujo sustancialmente precisamente por la misma época en que el número de plagios cometidos comenzaba, por primera vez, a tornarse explosivo (2ª Gráfica).

Así los cambios en los indicadores básicos de actuación de la justicia penal muestran que, de hecho, se redujo sustancialmente la posibilidad de aplicar las sanciones previstas en la ley para dos de los incidentes característicos del accionar de las, ya por entonces poderosas y variadas, organizaciones armadas que operaban en el país: el homicidio y el secuestro. Al respecto, el análisis estadístico de las cifras es inequívoco. La modificación del régimen procesal colombiano mediante la introducción del Decreto Ley 50 de 1987 ayuda a explicar, en forma estadísticamente significativa, tanto el incremento en las tasas de homicidio [11] como, más relevante para este trabajo, las de secuestro [12].

Si bien, como ya se señaló, no es acertado señalar presiones indebidas sobre la redacción misma de la reforma que, aunque bien intencionada, tuvo costosas consecuencias no deseadas, tampoco parece razonable descartar del todo cuestiones como infiltraciones o flujos privilegiados de información, que permitieron a algunos actores armados duchos en asuntos legales aprovechar al máximo el desafortunado cambio legislativo.

No vale la pena entrar en detalle sobre lo conveniente que -en aquella época de frontal enfrentamiento contra el Estado colombiano, cuando se consolidaba la guerra sucia- les resultaba lograr impunidad para los asesinatos, las masacres y los secuestros tanto a los narcos, como a los grupos paramilitares, como a una guerrilla que pregonando las ventajas de “todas las formas de lucha” había abandonado la costumbre de reivindicar sus acciones.  Conviene sí  llamar la atención sobre el hecho que el principal barón de la droga, Pablo Escobar, era simultáneamente, y desde hacía varios años, el secuestrador más prominente de Medellín. Se trataba, además, de uno de los narcotraficantes más activos en buscar alterar la aplicación del régimen penal a su acomodo. Las consecuencias perversas de la reforma, tendientes no a disminuir las penas impuestas o a amnistiar crímenes –como habría buscado un delincuente político tradicional- sino esencialmente a bloquear los esfuerzos por identificar los autores de los delitos cometidos por profesionales, coincidía perfectamente con los objetivos de Pablo Escobar de sanear por completo su imagen [13]. A diferencia de ciertos criminales que con frecuencia se han conformado con lograr el perdón para los delitos cometidos, Escobar buscó hasta el final de su vida recuperar su posición de político rebelde y respetable, negando su vinculación con cualquier tipo de crimen. Así, desaparecidos varios de los expedientes judiciales que lo involucraban, concuerda bastante con ese objetivo de limpiar su imagen el deseo de aprovechar al máximo la incapacidad estatal para identificar a los criminales .

Si se acepta como hipótesis, por el momento una simple conjetura, que la reforma fue conocida oportunamente e instrumentalizada por los narcotraficantes y, en particular, por el más aficionado de ellos a los códigos, Pablo Escobar, conviene ahora preguntarse cómo fue que el efecto de esta reforma en el procedimiento, muy poco publicitada en los medios, pudo extenderse tan rápidamente por todo el país. Al respecto, caben dos posibles explicaciones. La primera es que el proceso ya descrito de infiltración por parte de los actores armados en el ente rector de la investigación criminal fue lo que permitió que ese significativo cambio en el funcionamiento del sistema penal se propagara entre tales grupos.

La segunda, más especulativa, es que esta importante innovación tecnológica en la actividad del secuestro fue transmitida por Pablo Escobar a los del M-19 y, a través de estos, a los demás grupos subversivos del país. Varios elementos apuntan en esta dirección. El primero es la reconocida cercanía del M-19 con el gran capo por aquella época. El segundo es que Pablo Escobar era, en el bajo mundo, quien mejor concentraba conocimiento penal y contactos –por soborno o amenazas- con los juristas. “(En 1984) el tratado de extradición fue revivido y la mafia contrató a 50 abogados de gran prestigio para pedir su anulación ante la Corte Suprema de Justicia … Cuatro magistrados vinculados al caso murieron en la toma del Palacio de Justicia en noviembre de 1985; otro, que sobrevivió, fue asesinado en julio de 1986. Antes de finalizar este año, otros diez jueces habían sido asesinados … A finales de 1986, la Corte Suprema de Justicia declaró inaplicable la ley aprobatoria del tratado” [14]. Otra muestra del músculo jurídico de Escobar fue el contacto logrado por sus abogados con el fiscal general norteamericano ofreciendo información perjudicial para la guerrilla a cambio de amnistía para sus crímenes [15].

La evidencia sobre este interés y esa poderosa influencia quedaría en los años siguientes fuera de duda. Por otro lado, el arreglo del M-19 con Escobar incluía, al parecer, la subcontratación de secuestros. Se trataba del grupo que por ese entonces había logrado un mayor nivel de sofisticación en términos de secuestros urbanos y profesionales, entendidos aquí como aquellos para los cuales la identificación de los autores no sólo no se reivindica sino que se ejecutan de manera que resulte difícil aclararlos. Eran estos los que, precisamente, se veían favorecidos con la expedición del D.L. 50 de 1987.

A diferencia de los demás grupos subversivos, más rurales y militares que, como mostrarían más tarde con los secuestros masivos e indiscriminados en las carreteras –las mal llamadas pescas milagrosas- no parecía afectarlos la imagen de secuestradores, los del M-19 tuvieron por algunos años el mayor interés en ocultar a la opinión pública su participación en secuestros. Puede pensarse que tendrían interés en volcarse hacia el secuestro solamente cuando se hubiese logrado garantizar el anonimato de la autoría. Por último, se trataba del grupo subversivo no sólo con mayor capacidad de comunicación con los demás sino con un mayor ascendiente y facultad de actuar como tutor y promotor de nuevas vías para la acción revolucionaria. Así, es concebible imaginar una caricatura del M-19 ratificado en su papel de líder de técnicas subversivas, llevando a los distintos grupos subversivos, por efecto imitación o de manera explícita, el mensaje, enviado por el Patrón, de hágale, pues se había alcanzado un virtual blindaje legal para el ejercicio de una actividad tan lucrativa y que, aprobada la reforma y desmantelada la Policía Judicial, se podía proceder a secuestrar con total impunidad.

El impacto estadístico de la introducción del DL 50 de 1987 es tan significativo sobre las series de secuestro, aún las mensuales, que parece poco verosímil que se trate de una simple coincidencia. Con mayor razón si se tiene en cuenta que cuando, en 1991, se revirtió el efecto más importante de ese decreto y se restablecieron las funciones de Policía Judicial para la Policía Nacional y el DAS se revirtió la tendencia ascendente y explosiva en las tasas de secuestro, cerrándose así el primer boom de la actividad (ver Gráficas 1 a 3) [16].

Vale la pena aclarar que en ningún momento se quiere reducir la explicación del aumento del secuestro en el año de 1987 a la expedición de un desafortunado decreto por medio del cual se altera exógenamente la correcta aplicación del procedimiento penal. Por el contrario, se sugiere que la deformada puesta en marcha de ese decreto fue, en últimas, un factor endógeno, una consecuencia adicional del enconado enfrentamiento que se libraba entonces entre el narcotráfico y el Estado y, entre los grupos paramilitares y la izquierda, circunstancia que unas guerrillas decididas a intensificar militarmente el enfrentamiento y, por esa razón, sedientas de recursos para su supervivencia, y aún con fuertes reparos políticos para participar en el narcotráfico, supieron aprovechar para irrumpir en el secuestro a gran escala.  Paradójicamente, el grupo que por ese entonces mayores avances había logrado en términos de alianzas con los narcotraficantes, el M-19, el que muy probablemente por esa misma razón pudo desmarcarse, por consideraciones políticas, de la actividad del secuestro, podría, dadas sus alianzas, haber jugado un papel como divulgador de este verdadero cambio tecnológico en la actividad del secuestro a las demás organizaciones subversivas.

sigue

[1] Pardo (1996) p. 51
[2] En Rubio (2003) se discute en detalle el forcejeo alrededor de los decretos de “sometimiento a la justicia” que libró Pablo Escobar con la administración Gaviria recurriendo al secuestro de varios periodistas.
[3]  Pardo (1996) p. 52. Subrayado propio
[4] Citado en Acevedo (1986) p. 460
[5]  Artículo 347 del Decreto  050 de 1987. Diario Oficial, Enero 13 de 1987 p. 15. . 
[6]  Silva, Germán (2000) “Una Revisión del Análisis Económico del derecho” en Economía Institucional Nº 2, 1er Semestre, p. 191
[7] Acevedo (1986) pp 467 y 468. 
[8] Pardo (1996) p. 53.
[9] Dávila (1997) p. 9
[10] Pardo (1996) p. 53
[11] Ver al respecto Rubio (2001)
[12] En Rubio y Vaughan (2007) se analizan en detalle diversos ejercicios econométricos realizados al respecto.
[13] Bowden (2001)
[14] Pearce (1992) pp. 180 y 181. 
[15] Bowden (2001) p. 68
[16] Mediante el Decreto Nº 99 de Enero 14 de 1991. Como se expone en detalle en Rubio y Vaughan (2004), los ejercicios econométricos de series de tiempo muestran que el efecto es estadísticamente significativo.