Catedrales y bazares legales


El formulario del procedimiento romano [1]

Las legis actiones fueron el sistema procesal más antiguo de Roma. Podían provenir de la ley o se acomodaban a los términos de las mismas leyes, siendo inmutables, rigurosas e inflexibles. Una equivocación en los términos que debían usarse podía significar la pérdida del juicio.

Para el final de la República, el número de extranjeros que vivían en Roma e Italia había crecido considerablemente. De manera creciente, las cortes se vieron enfrentadas a litigios en los que por lo menos un no ciudadano estaba envuelto. En esos casos no se aplicaba el ius civile. Un nuevo cargo de praetor peregrino se introdujo para atender estos casos.

Estos magistrados itinerantes fueron desarrollando el ius gentium, que en sus inicios tuvo poco que ver con el derecho de gentes, o sea el derecho de las relaciones entre naciones. Se trataba de una especie de derecho privado universal, que se aplicaba en todos los casos que involucraran extranjeros, de manera independiente de su origen. Al legar a cada sitio, el praetor peregrino redactaba un edicto, el edicto provincial, en el que resumía las formulae –los distintos tipos de litigio- que admitiría el año siguiente.

Desde sus inicios, el ius gentium fue distinto del ius civile. En particular, no estaba sujeto al formalismo. Las fórmulas surgieron del entorno del magistrado itinerante, que disponía de una amplia libertad para centrarse en la sustancia de los litigios. De esta manera, el ius gentium evolucionó hacia  un sistema de reglas muy generales en las que las consideraciones de equidad y sensatez predominaban.

En el año 326 A.C. el sistema de formulario, inicialmente aplicado por el magistrado itinerante, se extendió a los litigios entre ciudadanos. Las ventajas sobre el arcaico y formalista procedimiento anterior fue tal que en el curso del siglo II A.C. se aprobó un plebiscito que le daba al actor la posibilidad de escoger entre la legis actiones y el sistema de formulario. Posteriormente las legis actiones fueron suprimidas definitivamente.

La esencia del nuevo proceso era una fórmula, un escrito elaborado por el magistrado en presencia de las partes, que podían hacer sugerencias. En esta fórmula se nombraba el juez (iudex) para el caso, se resumía el argumento del demandante (intentio) y el contraargumento del demandado (exceptio). La correspondencia de los argumentos con los hechos debería ser investigada por el juez.

Para llegar a un resultado equitativo el magistrado tenía libertad para admitir argumentos no reconocidos por el ius civile, o por el contrario paralizar argumentos del ius civile con base en el sentido común o su intuición.

Esta fórmula, hecha con la colaboración de las partes, tenía el carácter de un contrato procesal y el juez era una especie de árbitro que no sólo era nombrado por las partes sino que debía proceder de acuerdo con un programa, también propuesto por ellas y aprobado por el magistrado. Posteriormente el juez, casi siempre un particular seleccionado de una lista de candidatos, investigaba los hechos y dictaba la sentencia. De este modo “quedaba la labor judicial repartida sobre muchos hombros, pero siempre bajo la supervisión de aquellos magistrados que debían elaborar la fórmula correspondiente a cada proceso” [2].

Con el tiempo, el sistema de formulario se volvió crecientemente técnico y se hizo necesario recurrir a expertos. Como ni el iudex ni las partes tenían entrenamiento legal, ocasionalmente se requería ayuda con tales conocimientos. Se fue configurando una clase de expertos legales, los juristas, “preparados para explicar la ley a los actores principales del drama legal” [3]. Desde sus inicios, el trabajo de los juristas tuvo que ver con el análisis de los casos que daban origen a los problemas legales. Su función principal era la de sugerir las fórmulas o defensas apropiadas para distintos incidentes, o redactar documentos, como herencias y contratos. La forma más importante de literatura legal de la época fueron las colecciones de fórmulas.

La justicia de este período estuvo caracterizada, primero, por una continua sucesión de individuos dedicados al derecho, cada uno familiarizado con cierta rama y acumulando la experiencia de sus predecesores. Al iudex le importaban tan sólo los hechos de los casos que presidía y las partes hacían énfasis más en la argumentación que en el conocimiento legal. Cicerón, un exitoso abogado, se burlaba de los juristas inmersos en minucias legales. Los juristas no eran académicos, estaban preocupados por la práctica cotidiana y tenían completa libertad para expresar opiniones divergentes. Cuando el debate legal se basa en casos, es inevitablemente controversial, puesto que las dos partes en cualquier litigio quieren tener una opinión legal que los favorezca.

Entre los juristas se fueron configurando dos escuelas, o sectas, los Proculianos y los Sabinianos, que estuvieron más interesados en cuestiones procesales que sustantivas. Los primeros favorecían una interpretación estricta de los textos e insistían en que las palabras y las frases debían en cualquier caso tener un sentido preciso, objetivo y consistente. Para las leyes no escritas, suponían que había por detrás un sistema coherente de reglas y buscaban los principios que las sustentaban. Por esa vía, extendían las leyes por analogía a otros casos que caían bajo el mismo principio. Los Sabibianos, por el contrario,  justificaban sus opiniones con referencia a la práctica tradicional y a la autoridad de juristas anteriores. Su preocupación primordial era encontrar soluciones justas para los casos particulares, aún a costa de la lógica y la racionalidad. Al interpretar textos no les preocupaba que un mismo término tuviera significado distinto en distintos contextos.

Inevitablemente un sistema tan casuístico terminaría volviéndose intrincado y complejo y haciendo necesarios los esfuerzos de categorización y sistematización. 

Los writs y el common law [4]

Una de las características esenciales del common law es que los procedimientos, que se consideran la esencia misma del sistema, han sido elaborados progresivamente por los mismos jueces. Los cambios y adaptaciones se han hecho de manera gradual y autónoma, con escasa intervención del legislativo. “La supervivencia del common law ha dependido en gran parte de la habilidad de los pacticantes para adpatar el sistema legal a nuevas condiciones y circunstancias, y la adaptación ha sido sinónimo de fortalecimiento” [5]

Desde antes de la invasión normanda del siglo XI en Inglaterra, como en el resto de Europa, era usual que ciertas personas prestaran juramento para aclarar los hechos que tenían algún interés administrativo o fiscal. Con la llegada de los normandos, para los juicios, se estableció la costumbre de llamar a doce personas de la comunidad local en dónde se habían producido los hechos del litigio por resolver para que los expusieran a un juez venido desde Londres. Como para dar su veredicto (del latín veredictum o decir la verdad) estos hombres debían jurar, se les denominó juratores y al conjunto de ellos el jurado (jury). En un principio, no intervenían sino en los procesos penales, o sea en los asuntos que afectaban la paz del rey. Con la prohibición de las ordalías a principios del siglo XIII el papel de los jurados en la parte probatoria ganó en importancia. Posteriormente la figura del jurado se utilizó también para los asuntos civiles y ya en el siglo XIV, su papel era fundamental: eran quienes definían todo lo relacionado con la veracidad de los hechos, mientras que el juez decidía en derecho.

Este arreglo del jurado tuvo consecuencias enormes, y todas por razones bastante prosaicas. En primer lugar, puesto que se trataba de personas sin ninguna formación jurídica, en general analfabetas, no tenía mayor sentido que los abogados prepararan complicados expedientes para someter a la corte. No sólo debían presentar el caso oralmente –más como conversación que como discurso- sino que debían hacerlo de forma accesible a personas sin cultura jurídica. Por otro lado, puesto que los jurados no podían abandonar sus ocupaciones habituales por períodos largos, los abogados tenían que acomodarse a procesos cuya duración era más en días que en semanas o meses. Para la decisión sobre los hechos, que debía ser unánime, el jurado se mantenía aislado y en condiciones no muy cómodas. Así, se garantizaba que estuviera libre de presiones de las partes y de paso se presionaba para obtener una respuesta rápida.

La tarea básica de los abogados consistía en descomponer el litigio en una serie de preguntas que pudieran ser decididas por el jurado. Todo alegato debía comenzar por un recuento (count) mediante el cual el abogado relataba los hechos y daba sus razones para acudir a juicio. Desde mediados del siglo XIII hicieron su aparición los counters o narradores profesionales cuya función era redactar recuentos para presentar ante el jurado. Esta profesionalización llevó a una formalización de la narrativa que progresivamente desembocó en la elaboración de unos formatos, o formularios, basados en los relatos anteriores, que servían de guía o modelo para los casos que se consideraban análogos a otros ya presentados.

Progresivamente, la atención se centró en la formulación de los alegatos de manera que el saber jurídico se redujo casi al buen manejo de estos formularios de relatos. En el siglo XIV no existía aún ningún conjunto de leyes que se pudieran discutir y analizar. Lo que los abogados necesitaban conocer era la fórmula procedimental apropiada para canalizar el litigio de manera tal que se pudiera obtener una decisión favorable.

El papel de la jurisdicción real que surgió con la fragmentación progresiva de la curia regis fue cada vez más importante. No convenía dejar trivializar la justicia del rey. Aunque los reyes medievales ingleses aceptaron la obligación general de ofrecer justicia y garantizar el orden, esta obligación no implicaba la de un acceso irrestricto a la corte real. Sencillamente no había suficientes jueces entrenados y experimentados para encragarse de todos los litigios.  Para conservarle su carácter de excepcional, el demandante que deseaba ser oído en esta instancia debía obtener por parte del Lord Chancelier un permiso para ejercer tal recurso. Si el consejero del rey accedía a esta petición emitía un writ, por el que se debía pagar, y era una breve orden escrita, con el sello real, que autorizaba el juicio. El writ estaba destinado al sherif, funcionario local encargado de las funciones de policía y justicia que adquiría así la responsabilidad de arreglar el diferendo.

El texto del writ variaba según las circunstancias del litigio. Reivindicar un interés (algo que incumbe hacia adelante) no exigía el mismo tipo de investigación que la queja resultante de la violación de un interés (centrada en lo que pasó).  Los detalles procedimentales y probatorios consignados en el writ buscaban tener en cuenta la especificidad de la situación, pero fue clara la tendencia hacia su estandarización. Una vez que se emitía un writ,  y que se consideraba adecuado a determinada situación, había bastante reticencia para modificarlo. Por esa razón empezaron a convertirse en estándares, basados en los antecedentes. En principio, cualquier usuario debía limitarse a los writs existentes, para tratar de acomodar allí su caso. Si esto no se lograba, podía demandar la redacción de un nuevo writ, pero tendría que demostrar que era necesario. El gran éxito de los writs, haber sobrevivido, fue un logro más administrativo que jurídico [6].

Para la época de Bracton (1210-1268) ya se habían elaborado colecciones de writs conocidas como registros que servían de guía para la justicia cotidiana. Había, por ejemplo, un writ para la invasión (trespass) otro para la deuda, otro para los convenios o pactos (Covenant), otro para la retención indebida de bienes (Detinue en tort law, o Replevin), otro para cobrar los daños causados por incumplimiento de un contrato (Assumpsit), otro para recuperar la posesión y los títulos sobre tierras (Ejectment). La aparición de los registros planteó problemas, relacionados con la creencia que no figurar en ellos podía ser sinónimo de ilegalidad de un writ. Se impusieron restricciones para emitir nuevos writs, pero el conjunto no se cerró del todo. De todas maneras sí se fue consolidando una cortapisa, en el sentido que un demandante debía esforzarse por establecer paralelos entre las condiciones de su pretensión y los writs del registro. Aunque ocasionalmente las medidas legislativas podían modificar algunos procedimientos, su impacto fue mucho menor que el de las concisas y precisas fórmulas establecidas por la justicia real para orientar el accionar de los sheriffs o litigantes y para, con las writs judiciales, guiar los procedimientos.

Puesto que sin el respectivo writ no había posibilidad de acceso a la justicia real, lo que contaba, y de manera cada vez más determinante eran los writs. Un resultado paradójico era que el acceso a la justicia, que seguía siendo local, debía pasar por un filtro central. Los demandantes no podían tener acceso a la corte sin autorización de la cancillería, a través del writ y sus procedimientos, la mayoría de los cuales era simplemente una respuesta práctica a las necesidades de los litigantes. Una vez en la corte, sin embargo, y a pesar de que los procedimientos fueron bastante complejos desde los inicios del common law, la discrecionalidad de los jueces en la conducción del proceso era amplia. Desde la Edad Media, los jueces ingleses ejercieron su derecho a controlar todos los asuntos procedimentales.

Durante los siglos XII y XIII se fueron creando writs apropiados para la protección de cada uno de los derechos o intereses que reconocían las cortes. Durante cien años, desde finales del siglo XII, el número de writs pasó de unos treinta y nueve a más de cuatrocientos [7]. Así, en lugar de consolidarse como derecho material, el inglés se fue configurando como derecho procesal, y en particular, como derecho de los writs. Era lo que los abogados estudiaban y los estudiantes aprendían. Los libros de derecho se organizaban alrededor de los writs. Los abogados empezaron a referirse a ellos como formas de acción, (forms of action) y estas formas constituían la materia del debate jurídico. “El Registro de Writs fue una de las fuentes más valiosas para que los abogados buscaran los remedios existentes bajo el common law[8]. Se consolidó así la máxima “no writ, no remedy” o sea dónde existe un remedio, existe un derecho. Diseñar un nuevo remedio equivale a promulgar una nueva ley.

Las formas de acción persistieron hasta mediados del siglo XIX, cuando con acción legislativa se buscó su abolición. Pero siendo numerosas en el momento de la reforma, y sobre todo asimiladas por la práctica del derecho, continuaron influenciando el curso de los procesos. “Los abogados ingleses pudieron darse el lujo de botar el viejo sistema de formas de acción sencillamente porque los principios contenidos en esas formas ya habían sido completamente asimilados por el derecho. Una vez se sabe bien lo que constituye una deuda que se puede cobrar en un juzgado, el writ of Debt se vuelve innecesario” [9].

El common law, que incialmente fue un sistema dinámico y creativo se convirtió con el tiempo en un esquema algo rígido, circunscrito a un conjunto de procedimientos y remedios aplicados de acuerdo con ciertas reglas técnicas poco flexibles. Los individuos que se sentían insatisfechos con los remedios disponibles en las cortes, o quienes querían protestar por la injusticia de una decisión podían sin embargo acudir al rey, que tenía la facultad de alterar las decisiones de la justicia. Esta función fue pronto delegada en un funcionario oficial, el chancellor, también conocido como la conciencia del rey, que podía interferir en interés de la justicia (fairness). Se fue configurando de esta manera, un sistema de justicia separado del common law, con cortes de la cancillería y un cuerpo de principios legales conocido como equity. Los favores discrecionales de alivio al rigor de las decisiones del common law se fueron progresivamente judicializando. “Formalidades, normas de procedimiento, y reglas sustantivas se desarrollaron para administrar las peticiones al chancellor y sus acciones. Gradualmente, el chancellor se volvió una corte de la cancillería, y las reglas aplicadas a los procedimientos de la cancillería se volvieron una rama separada de derecho llamada equity en reconocimiento a los orígenes históricos de la corte de la cancillería” [10] .

Dos de las más importantes contribuciones del equity al common law fueron la discreción judicial y el poder de promover, en la jurisdicción civil, incidentes de desacato (civil contempt power). Con relación a la primera, en búsqueda del equity, los jueces ingleses pueden adecuar sus decisiones a los hechos, adaptar las normas si eso es necesario para alcanzar justicia sustantiva, y también interpretar y reinterpretar la ley para que responda al cambio social. Este tipo de  poder del juez nunca ha sido visto como una amenaza a la seguridad.

El Code Civil

En muchos aspectos, el código napoleónico fue un compromiso entre physis -los ideales de la Ilustración- y nomos, el realismo pragmático. Aunque innovador, buena parte de su contenido está basado en leyes existentes. El principal arquitecto de esta ambiciosa pero duradera catedral, el jurista francés Portalis, fue una extraña mezcla de pragmático e idealista que tuvo la suficiente sensatez para pensar que el código no debía partir de la nada, que no todo lo antiguo debía ser rechazado buscando la perfección.

Portalis, que reconocía que el derecho es un complejo resultado de la evolución histórica, rechazó desde joven las pretensiones radicales de la Ilustración y en particular, el Émile de J.J. Rousseau. “Si la ciencia de formar a los hombres era desconocida antes de M. Rousseau, lo será aún más después de su obra … Condena todo lo que ignora, ¿y qué es lo que no ignora? … Este espíritu de sistema no es más que la vanidad de producir cosas nuevas; conducido por este guía ciego, el Filósofo no ambiciona el honor de pensar bien sino el de pensar de manera distinta; no habla sino de la verdad que finge buscar, y no busca sino su gloria, de la cual no habla; una verdad que lo persuade lo afecta menos que un error que lo distinga; y prefiere equivocarse con sus propias opiniones que adherir a las opiniones comunes. Un error, una vez establecido, lo lleva a mil otros” [11].

Portalis no fue un jurista académico. Ejerció por 25 años y se distinguió por la simplicidad y poco formalismo de sus alegatos. El discurso preliminar a la presentación del Código Civil está basado en un trabajo anterior suyo, De los usos y abusos del espíritu filosófico durante el Siglo XVIII. Es un conjunto de argumentos a favor de la necesidad de ponderar el physis con el nomos. “No hay que perder de vista que las leyes son hechas para los hombres y no los hombres para las leyes; que ellas deben adaptarse al carácter, a las costumbres, a la situación del pueblo para el cual se han hecho; que se debe ser sobrio de novedades en materia de legislación porque si bien es posible en una institución nueva calcular las ventajas que la teoría nos ofrece, no es fácil conocer todos los inconvenientes que sólo la práctica puede descubrir; que hay que dejar lo bueno, si se tienen dudas sobre lo mejor; que corrigiendo un abuso, también hay que fijarse en los riesgos de la corrección misma; que sería absurdo librarse a las ideas absolutas de perfección en las cosas que no son susceptibles sino de bondad relativa; que la historia nos ofrece tan sólo la promulgación de dos o tres buenas leyes en el espacio de varios siglos; no hacen falta leyes inútiles, pues debilitan las necesarias … En todas las naciones vemos que se forma, al lado del santuario de las leyes, un depósito de máximas, de decisiones y de doctrinas que se depura diariamente con la práctica y con el choque de los debates judiciales, que crece sin cesar con todos los conocimientos adquiridos que son el verdadero complemento de la legislación” [12].

Estas lecciones de legislación, que conservan tal vez más vigencia que el mismo código, reflejan la filosofía liberal del autor, que puede resumirse en el principio enunciado al final de su discurso. “Se gobierna mal cuando se gobierna mucho”.

Derecho procesal desde abajo

En los esfuerzos de reforma judicial, y en general en el derecho procesal, no es fácil encontrar un ejemplo de integración entre catedral y bazar tan duradera como la que se logró en el Código Civil Napoleónico. Las huellas del bazar, de nomos, son aún más difíciles de rastrear que las del derecho sustantivo. La historia de los procedimientos está menos estudiada y sistematizada que la del derecho. “El archivo judicial es especial … Los documentos judiciales no son espectaculares, ni siquiera bonitos. Pero son el reflejo inmediato de la vida … Se trata de los testimonios de las actuaciones públicas y privadas que afectan al ciudadano común … los archivos judiciales se constituyen en la memoria de la justicia” [13]

A pesar de las observaciones anteriores, sería inadecuado ignorar del todo esa interacción. Sí se ha dado, y en ambas vías. Está por un lado, la influencia que tuvo la Ilustración –un ícono de physis- sobre los procedimientos, en particular los penales. Los filósofos hicieron énfasis en la separación entre justicia y derecho, plantearon la necesidad de reducir la discreción de los jueces y de limitar su papel a determinar los hechos del crimen y a tratar de identificar al autor. Tanto la definición del crimen, como los elementos de prueba necesarios para condenar deberían estar rígidamente establecidos por ley.

Igualmente relevante, pero menos estudiada, fue la influencia de nomos sobre physis en el derecho procesal continental, en particular a través del impacto que tuvieron algunos casos sobre la manera como se llevaban a cabo los juicios en distintas épocas y países. Sin pretender ofrecer una síntesis, ni siquiera una muestra representativa de estos casos, vale la pena señalar un par de ellos, como simple ejemplo de estas influencias desde abajo sobre el derecho procesal.

El llamado Juicio de Sanlúcar, ocurrido a finales del siglo XVIII, fue el primer proceso de la justicia civil española contra un eclesiástico homicida, y de inmediato tuvo consecuencias no sólo prácticas, sino que acabaría afectando la mentalidad jurídica ilustrada en la península. A pesar de que en principio, para ciertos delitos graves como el homicidio, se consideraba que debían ser atendidos por la justicia ordinaria y no por las numerosas justicias particulares, y que el mismo papa Clemente XII había declarado de manera explícita que los homicidas no deberían gozar del privilegio del fuero eclesiástico, la Iglesia española, para defender su jurisdicción, alegaba siempre que se debía demostrar previamente la culpabilidad del detenido para acceder al desaforamiento y entregarlo a la justicia real.

Fray Pablo de San Benito, un carmelita descalzo, asesinó a una joven de 18 años, hija de un funcionario real que vivía frente al convento del Carmen. La mañana del crimen, el fraile había tenido una discusión con la madre de la joven. No estaba de acuerdo con que le hubieran prohibido la entrada a la casa “por las atenciones y comportamientos extraños” que tenía con la joven. Ante la negativa de la señora a seguir discutiendo y después de insultos a la honestidad de la joven, cuando las dos mujeres se retiraban el sacerdote le asestó cinco puñaladas a la joven, que murió casi al instante. Aunque se dio a la fuga, fue atrapado una hora después del asesinato.

Para las diligencias, el alcalde de la localidad había solicitado la presencia del vicario, buscando prevenir los habituales conflictos con la jurisdicción eclesiástica. Con su consentimiento, trasladó el reo a la cárcel real y se constituyó en legítimo juez del caso, mientras que el Consejo de Castilla, que inmediatamente fue informado del suceso, no le ordenase lo contrario. El alcalde se encontraba ante un delito atroz. El asesinato de una joven, hija de un notable abogado y servidor público, cometido ante testigos en la puerta de una iglesia –lugar sagrado- y, además, con un cuchillo flamenco, arma prohibida por la Reales Pragmáticas. Los carmelitas descalzos reaccionaron con vigor. No aceptaban que se tiñera de mala fama una comunidad con patrones como Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Propusieron inicialmente hacerse cargo del reo, ocultarlo en el convento y juzgarlo por las leyes monásticas. Ante las negativas del alcalde, en una segunda fase,  hicieron todo lo posible por sabotear el juicio, amenazando con censuras, excomunión e incluso denuncias a la Inquisición. Presionaron a los testigos. En las altas esferas, el padre general de los carmelitas ya se había entrevistado con el muy católico Carlos III, pidiendo clemencia.

Mientras tanto, el Consejo de Castilla, que contaba con importantes juristas como Campomanes, le había enviado al alcalde una Carta-Orden en donde se detallaban de manera minuciosa todos los pasos que debería seguir en este juicio trascendental. Se le confirmaba su legitimidad como juez del religioso y se le recordaba la necesidad de contar con la presencia del vicario para evitar que “a título de competencia de jurisdicción, se retarde el curso de esta causa, que no se había de detener por ningún motivo” [14]. Esta Carta-Orden serviría de modelo en casos semejantes ocurridos años después. El juez y su escribano llenarían cientos de folios con las sobrecogedoras declaraciones de más de treinta testigos y familiares.  Por su lado, y sin ningún remordimiento, el fraile acusado llegó incluso a querer justificarse basado en la doctrina de que “se puede matar al ladrón y más al que roba el honor y la fama”.

Instruido el sumario, el alcalde juez nombró un fiscal, venido desde Cádiz, pues fue imposible conseguir un abogado local para el caso. En tan sólo tres días se formalizó la acusación. Por el contrario, las actuaciones de la defensa a lo largo del proceso “estuvieron sólo encaminadas a retrasarlo todo lo posible y a obstaculizarlo con numerosos pedimentos ridículos, introduciendo continuas sospechas sobre la honradez y honorabilidad de la víctima” [15]. A pesar de una expresa prohibición era claro que el acusado tenía comunicación con el exterior. Durante la reclusión se enfermó, lo que le dio impulso a las presiones de la curia local. Por otro lado, el mismo juicio hizo que salieran a la luz una serie de irregularidades, incluso delitos, que se cometían en los conventos de la ciudad.

A los cinco meses de iniciado el juicio, el juez dio por concluida la causa. No pudo, sin embargo, dictar sentencia pues desde la Instrucción enviada por los fiscales al inicio del juicio se le informaba al alcalde que el mismo Carlos III deseaba conocer los resultados del sumario antes de que el juez dictara sentencia. Además, faltaba que la justicia eclesiástica procediera a la degradación del reo, o sea a despojarlo de su carácter sagrado.

La trama ideada por el cardenal responsable de la sentencia eclesiástica del reo, el confesor real, el general de los carmelitas y el mismo nuncio apostólico era convencer al monarca que cortara por lo sano tan peligroso juicio. Todos tenían clara la trascendencia del caso. El reo no llegó a ser condenado a muerte. Fue el propio Carlos III, “verdadero y supremo juez de la causa” quien lo condenó a prisión perpetua en un presidio de Puerto Rico.

El sonado caso se convirtió de inmediato en un modelo del procedimiento adecuado para este tipo de incidente y, además, en tema recurrente de la discusión jurídica y de la enseñanza del derecho. Se empezó a considerar como un valioso precedente para la consolidación de una nueva mentalidad jurídica, más ilustrada. Basados en este caso, los ilustres miembros del Consejo propusieron una nueva doctrina para los juicios criminales contra el clero, basada en la noción que las dos jurisdicciones, eclesiástica y real, deberían intervenir.

Un segundo ejemplo, más antiguo, de un caso concreto que terminó afectando los  procedimientos es el la ordalía de un amigo cercano de Pedro Cantor, un escolástico del siglo XI con gran influencia sobre el futuro papa Inocencio III, desde cuando este último estudiaba teología en Paris. El interés de Pedro Cantor por las ordalías habría surgido de la ejecución de su amigo que, previamente, le había confesado ser inocente de las acusaciones criminales en su contra y de no querer someterse a la ordalía. Pedro le recomendó mantener su posición, el acusado lo hizo y las autoridades lo ejecutaron. El incidente desencadenó una serie de tratados contra esta práctica, escritos por Pedro, uno de los teólogos más influyentes de la época [16]. Las ordalías fueron prohibidas por Inocencio III en el cuarto concilio de Letrán en 1215 y rápidamente fueron desapareciendo de toda Europa. Dinamarca las prohibió en 1216, Inglaterra en 1219, Escocia en 1230 e Italia en 1231. Francia no las abolió formalmente, pero la última mención de este rudo procedimiento es de 1218. En Flandes se dejaron de usar en 1233 y poco después en Noruega, Islandia y Suecia. [17]

Casi cien años antes de que la república francesa aboliera la tortura en 1780, un juez de Lyon, Augustin Nicholas, se había rebelado contra el uso de esa práctica, en 1682.  Un ejemplo similar, más cercano en el tiempo y el espacio, de cambios importantes en el procedimiento promovidos desde abajo, en los juzgados, es el de la adopción de la oralidad por parte de un grupo de jueces penales de Cuenca. “Cuando empezó todo este proceso de modernización de justicia, nosotros no teníamos en el Código de Procedimiento Penal la posibilidad de hacer audiencias, de flagrancia, por ejemplo. Pero, sin embargo, la Constitución del 98 permitía que todos los convenios y tratados internacionales  fueran aplicados de manera directa e inmediata, sin necesidad de norma alguna. Por eso es que con los compañeros nos pusimos en la tarea de impulsar, en las flagrancias, e invocando la Convención Americana sobre DDHH, que toda persona privada de su libertad fuera conducida ante un juez. No teníamos la norma, pero teníamos el Convenio. Esa actitud nuestra, permitió abrirnos sin necesidad de un cambio procedimental. Y eso fue iniciativa nuestra. Nosotros nos pusimos al frente, conversamos y vimos la posibilidad de aplicar los convenios internacionales. Y eso nos  dio un fundamento legal suficiente. Y así lo hicimos. Ante las amenazas del Foro Cuencano –los abogados- que nos querían enjuiciar porque estábamos inventándonos las normas; que en materia penal no se podía inventar y si no hay una norma concreta no se puede hacer nada. Nosotros demostramos que sí se pueden hacer muchas cosas. Luego, con el tiempo, la Corte Suprema, reunida en pleno, indicó que el procedimiento de la oralidad tiene que aplicarse en los casos de personas detenidas en flagrancia delictiva, en todo el país; como en las audiencias que se venían haciendo en Cuenca” [18].

De esta manera, se allanó el camino para la adopción de la oralidad en todas las etapas de los procesos penales en el Ecuador. Transitoriamente, continúan los dos sistemas mientras terminan los procesos penales antiguos. Pero ya está prevista la oralidad en el procedimiento penal, laboral y de la niñez. Para lograr esto, se incrementaron los recursos financieros del poder judicial y se nombraron jueces específicos para poner a funcionar el sistema oral.

Una basílica de indicadores [19]

En 1987 se inició en los EEUU el programa Trial and Court Performance Standards (TCPS) inspirado por la búsqueda de criterios para evaluar el desempeño de la justicia. Los trabajos los inició una comisión de catorce personas que incluía jueces, académicos y administradores. Una de las primeras conclusiones de la comisión fue que no existía consenso sobre los objetivos que se le asignaban al sistema judicial, ni sobre los factores que definían el producto que se esperaba de la judicatura, ni sobre el significado del desempeño de la justicia, ni mucho menos sobre los indicadores útiles para medir ese atributo tan mal definido.

La comisión del TCPS se puso en la tarea de tratar de definir los objetivos de la justicia, y de su reforma. Rápidamente se constató que este era un asunto más político que técnico. Aunque se trató de evitar esta realidad, y se pensó que se podría evitar definiendo unos indicadores “neutros” pronto se hizo evidente que cada indicador tenía detrás, aunque fuera implícito, un objetivo, de naturaleza política, y que era más sensato tratar de hacerlo explícito más temprano que tarde. En la definición de estos objetivos políticos, y en la búsqueda de un consenso a su alrededor se hizo evidente que estos era cada vez menos operativos. Después de largas discusiones, hubo acuerdo en resaltar cinco objetivos : (i) el acceso a la justicia, (ii) la agilidad, (iii) el respeto por los valores de igualdad, imparcialidad e integridad, (iv) independencia y (v) la capacidad para generar confianza entre los ciudadanos.

Con base en estos objetivos, la comisión trató de construir los indicadores más apropiados para medir los avances hacia el logro de los mismos. Se trataba de tener magnitudes cuantificables que se pudieran mejorar. En 1990  la comisión publicó su informe. Fuera de los cinco objetivos  generales, se establecieron 22 estándares -objetivos específicos- para los juzgados y 75 indicadores.

El TCPS resultó ser un mamotreto de 238 páginas y 50 de anexos  . Para cada objetivo se explican en detalle los estándares, los indicadores y la manera precisa de recopilar los datos necesarios para calcularlos. El documento también suministra unos cuestionarios detallados para recoger cierta información que no hace parte de la rutina de los juzgados. Nada se dejó a la suerte, el trabajo es meticuloso y elaborado al detalle. Tal vez demasiado.

Para el objetivo inicial, que era aumentar la transparencia del gasto en justicia y evaluar la eficacia de la administración de esas instituciones, el volumen de indicadores y el detalle al que se llega, el gran número de procedimientos de control, hace aún más difícil de entender lo que pasa y opinar sobre las ventajas y desventajas de lo que se está gastando.

Los procedimientos de evaluación son tan pesados que desde 1994 se tuvieron que poner en marcha unas sesiones de entrenamiento de los jueces y el personal administrativo de la judicatura, a quienes no sólo se les pretende enseñar cuales son los objetivos de su oficio -algo que no deja de causarles sorpresa- sino se les impone un conjunto no despreciable de nuevas tareas orientadas a recoger la información necesaria para calcular los indicadores que permitirán evaluarlos.

Además, y a pesar de haberse hecho el esfuerzo inicial de hacer explícitos los objetivos para a partir de allí definir los indicadores, ha resultado claro que estos no son totalmente neutros. Aunque ayudan a aclarar el objetivo, y a medir los avances, también lo condicionan y lo deforman. Un asunto complejo como la imparcialidad, sobre la cual cada juez tiene una percepción muy personal no es fácil de convertir en indicadores medibles. Al buscar armonizar en esa dimensión el trabajo de los distintos juzgados lo que se logra finalmente es hacer casi imposible el manejo de los casos realmente atípicos y complejos.

En el TCPS, para la imparcialidad, se definieron varios niveles de medida y de interpretación. Se consideró relevante, en primer lugar, la imparcialidad del juicio y el respeto de la legalidad en los juicios. Se estableció que estas cualidades podrían medirse con dos indicadores provenientes de la percepción de observadores externos, abogados y empleados de los juzgados y otros tres indicadores basados en el proceso de selección de los jurados.  Las sentencias del tribunal se controlan con cinco indicadores y la claridad de las decisiones con otros tres. En conjunto se tienen, para la imparcialidad, 23 indicadores diferentes sobre distintos actores. Sin embargo, cada indicador tomado individualmente tiene poco que ver con la imparcialidad.

No hace falta desarrollar una argumentación muy larga para asimilar el TCPS al enfoque catedral. A título de comparación, por la misma época se desarrolló en el Canadá un sistema de evaluación de la judicatura radicalmente distinto. Aunque también se señaló la imparcialidad como uno de los objetivos de la justicia no se hizo ningún esfuerzo por medirla. Para le efectividad, se definieron de manera vaga una serie de criterios como ausencia de prejuicios étnicos, religiosos, sexuales, o socio económicos ; apertura de espíritu ; capacidad de tomar decisiones sin tener en cuenta su popularidad ; el tratamiento equitativo de las partes ; y la capacidad de transmitir una imagen de imparcialidad. Lo más interesante del caso canadiense, y lo que permite asimilarlo a un enfoque bazar, es que se rechazó tajantemente la reducción de los objetivos a indicadores muy precisos. La mayor parte de los criterios se dejaron para que fueran definidos por la apreciación de cada juez.


[1] Esta sección está basada en Lessafer (2009), Margadant (2005) y Stein (2009)
[2] Margadant (2005) p. 125
[3] Stein (2009) p. 13
[4] Esta sección está basada en Hogue (1966), Milsom (2007) y Legrand y Samuel (2008)
[5] Hogue (1966) p. 247
[6] Milsom (2007), p. 38
[7] Hogue (1966) p. 13
[8] Hogue (1966) p. 15
[9] Hogue (1966) p 254
[10] Merryman (1985) pp 50 y 51
[11] Portalis citado por d’Onorio (2005) p. 52
[12] Portalis citado d’Onorio (2005) pp. 199 y 200
[13] JCCM (1999). Prólogo p. 14
[14] Citada por Daza (1999) p. 126
[15] Daza (1999) p. 127
[16] Johnson & Wolfe (2003) p. 59
[17] Leeson (2009)
[18] Entrevista 90
[19] Esta sección está basada en Beauvallet (2009) y Breen (2002)