Introducción


INTRODUCCION

“Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad. Era un intrincado frangollo de verdades y espejismos …”

En cualquier parte del mundo, y en sana lógica, el inicio de un diálogo entre dos enemigos tradicionales para hablar de paz iría precedido de una tregua. Sobretodo cuando una de las partes ordena el despeje de vastas regiones para evitar interferencias en las conversaciones. En Colombia no. Como existe la creencia de que mencionar el alto al fuego empantana el diálogo, los diálogos se hacen sin un alto al fuego, en medio de una agudización de la confrontación y a sabiendas que los secuestros van a continuar.
Para cualquier observador incauto los cruentos enfrentamientos de mediados de Agosto en el Urabá y el Chocó, o las tomas de poblaciones y los retenes que aún persisten, o la voladura de un oleoducto con medio centenar de víctimas, serían un mal presagio para un proceso de paz ya iniciado entre el gobierno, la guerrilla y la sociedad civil. En Colombia no. En esta parte del mundo tenemos la capacidad de reiterar, en medio de la guerra, de la toma de rehenes, y de los actos terroristas que la paz es un anhelo de todos.
Cualquier analista de una sociedad asediada por la guerrilla, el crimen organizado y toda una gama de ejércitos privados y, por otro lado, con un número exorbitante de muertes violentas al año daría por descontada una relación entre una y otra realidad. En Colombia no. Nos convencimos de que los narcotraficantes y los guerrilleros asesinaban poca gente y que el bulto del problema de la violencia se originaba en la intolerancia ciudadana y las riñas callejeras.
Cualquier Estado que enfrentara un problema fiscal de mayúsculas proporciones se detendría a evaluar la utilidad de haber invertido, por más de una década,  una importante cantidad de recursos públicos en las zonas de conflicto antes de volver a hacerlo. El Estado Colombiano no. Con una impresionante amnesia nos encontramos cerca de una nueva etapa de inversión social como paliativo contra la violencia.
Cualquier jurista, o politólogo,  incluso cualquier ciudadano de otro Estado Social de Derecho, aceptaría que a nuestro régimen constitucional no le cabe un ápice más de apertura política o un número mayor de garantías y derechos. En Colombia no. Estamos a punto de enmendar una de las cartas fundamentales más progresistas del planeta para, de nuevo, tratar de alcanzar la  justicia social cuya carencia perpetúa la violencia.
En cualquier comunidad agobiada por los atracos, los homicidios, las amenazas de muerte y el secuestro se trataría de fortalecer la capacidad de los policías, los jueces y los fiscales. En Colombia no. Emulando a las sociedades pacíficas marginalmente incómodas por la delincuencia juvenil, pretendemos enfrentar poderosas organizaciones armadas y criminales con una especie de cabildo abierto, mayor gasto social, llamados a la convivencia y campañas para la solución amigable de conflictos.
Cualquier establecimiento  del mundo occidental le dedicaría una porción significativa de sus recursos intelectuales, académicos y de investigación a recoger información, contrastar teorías y evaluar las políticas relacionadas con su problema público más acucioso, la violencia. En Colombia no. Como si ya tuviéramos un adecuado diagnóstico de la situación, las políticas en materia de violencia, o de paz, se siguen diseñando sin estudios previos y sin asomo de evaluación posterior. Continúan basadas en la intuición, en explicaciones de bolsillo, o en creencias y prejuicios que riñen con la evidencia. 
En cualquier región del mundo un importante número de muertes violentas al año sería una razón suficiente, por sí misma, para volcar la atención estatal hacia ese problema. En Colombia no. Inspirados y confundidos por una ciencias sociales desorientadas nos dejamos convencer de la necesidad de calcular los costos que la violencia impone sobre la sociedad como justificación y supuesta guía de la acción pública al respecto. 
¿ Qué es lo que hace que los colombianos seamos tan peculiares ante la violencia ? ¿ Por qué la discusión de estos temas en el país se da siempre a espaldas de la evidencia y, muchas veces, del más elemental sentido común ? ¿ Por qué priman en el debate los eufemismos, los giros políticamente correctos, en detrimento de las referencias a lo que realmente ocurre ? ¿ Se trata de una generalización de la manía de Fernanda del Carpio, que insistía en no llamar las cosas por su nombre ? ¿ Se debe, alternativamente, pensar en una especie de síndrome de Estocolmo colectivo que conduce a que la víctima empiece a compartir los ideales de los victimarios y aún a admirar a sus verdugos ?
En este trabajo se recogen los esfuerzos y las reflexiones que, como analista con vocación por los datos y formación de economista, he hecho a lo largo de los últimos cuatro años tratando de entender el embrollo del crimen y la violencia en Colombia.
Hay que reconocer que los resultados de este empeño en materia de respuestas a los interrogantes básicos aún no son alentadores. Cuestiones muy elementales continúan sin respuesta. ¿ Por qué fue Colombia, el modelo económico e institucional del continente, un campo tan fértil para la consolidación del crimen organizado ? ¿ Por qué países vecinos con una situación social parecida, o peor, pudieron enfrentar con éxito los movimientos subversivos ? ¿ Por qué le tenemos tan poco apego a la justicia penal ? ¿ Cual es la contribución del conflicto armado al número de muertes que anualmente ocurren en al país ? ¿ Por qué tardamos tanto en otorgarle atención prioritaria a ese indicador básico de salud social, la tasa de homicidios ? ¿ Los homicidas en Colombia, son muchos o muy pocos ? ¿ Por qué pudo el país seguir creciendo satisfactoriamente en medio de una violencia explosiva ? ¿ Por qué empezaron a  disminuir las muertes violentas a principios de esta década ? ¿ Cual es la lógica, la economía política, del conflicto armado ? ¿ Qué significa ese anhelo de todos los colombianos, la paz ? ¿ Cuál es el escenario más probable de la guerra en los próximos años ?
Tal vez el avance más significativo que hemos logrado quienes, con nuevas herramientas y un mayor afán por escudriñar la evidencia, nos hemos dedicado al estudio de la violencia en el país recientemente, es el de haber empezado a desvirtuar numerosos mitos, verdades a medias y francas mentiras que han rodeado el campo del crimen, la violencia y la guerra en el país.
Pero la política es terca. O el cansancio de la sociedad colombiana ante la violencia es tan grande que estamos dispuestos a hacer cualquier cosa en nombre de la paz. Hasta sacrificar elementales principios. O desconocer la evidencia. O ignorar lo que, pensábamos, se había aprendido. O perder la capacidad de evaluar objetivamente las consecuencias de lo que estamos haciendo. En forma similar a la familia de un secuestrado que, humillada, entrega su patrimonio con tal de dar fin a su pesadilla parecería que colectivamente estamos entregando los últimos trozos de las instituciones con tal de que los violentos nos digan que están dispuestos a contarnos lo que quieren y que, de pronto -no prometen nada-  se reducirán las amenazas.
¿ Cuales son las consecuencias previsibles de lo que está pasando ? ¿ Cual es el sendero institucional que transitaremos con las confusas reglas del juego que se están imponiendo ? Es difícil expresar optimismo al respecto. Si distinguimos el será  del debería ser, los escenarios más probables del actual proceso no parecen alentadores. Estamos acabando con las pocas restricciones que les quedaban a los matones. Estamos cometiendo de nuevo el error de creer que podemos decretar el olvido. Estamos mandando el mensaje que en el país paga rebelarse, y rebelarse en serio.
Me atrevo a argumentar, en total contra vía al sentimiento de esperanza generalizado, que aún nos encontramos muy lejos de las puertas del cielo, como en forma subliminal sugiere el Acuerdo firmado recientemente.    
Las instituciones o las reglas del juego -ha dicho Douglass North- no necesaria, ni frecuentemente, se crean o modifican para ser socialmente eficientes; surgen y evolucionan para servir los intereses de quienes tienen el suficiente poder para imponerlas. ¿ Al servicio de quien están las reglas de juegos que se están empezando a diseñar en las montañas de Colombia ? Es mucho más fácil dañar unas instituciones, por imperfectas que puedan ser, que construir unas que contribuyan a la democracia, la creación de riqueza, el bienestar y la tan anhelada justicia social. En forma un tanto afanada, sin memoria, y con escasa democracia, estamos a punto de trastocar de nuevo las reglas del juego, con enormes inconsistencias, errores de previsión y carencia de principios.
Que el poder se va a barajar de nuevo, no cabe la menor duda. Como se ha venido barajando repetidamente en el país durante las últimas tres décadas. A pesar de lo que repiten los guiones basados en tipologías marxistas  sin reconocer la evidencia de un país que, por el contrario, parece tener ya dificultades para identificar a sus nuevas elites, económicas o políticas. Que del proceso que se está iniciando vaya a resultar un país más justo, más igualitario, con mayor potencial de riqueza, con más variados canales de participación política, con niveles razonables de transparencia en el manejo de los recursos públicos, con unas organizaciones armadas ahora sí sujetas a la autoridad civil o, por lo menos, con un menor número de muertes violentas, son cosas sobre la cuales no se puede estar tan seguro.
La euforia actual en torno al proceso de paz está basada en premisas débiles, que tienen que ver  no sólo con la complejidad de la situación sino con los esquemas mentales que se continúan utilizando para analizar la poca información disponible, y para tomar apresuradas y costosas decisiones políticas. Lo más extraño de todo es que parece haberse impuesto, sin salvedades, la visión de la contra parte en la mesa de negociación. Y esa visión tiene serias falacias.
Es esta la razón que me lleva, sin ser un experto en el conflicto armado colombiano, ni mucho menos en procesos de negociación, a tratar de señalarlas. Así, en el primer capítulo se hacen unas reflexiones sobre el proceso de paz que está cayendo como un alud. A la luz de los acontecimientos recientes el término negociación es un eufemismo para lo que realmente está sucediendo. La situación se asimila más al pago de un rescate. Son varios los síntomas de que el Estado Colombiano no tiene la situación bajo control. Mucho menos los auto denominados representantes de la sociedad civil. Hay un incómodo tufo autoritario alrededor del proceso que lo torna, en términos esperados, bastante leonino. No sólo aparece una gran  disparidad entre lo que tendrá que pagar el país y lo que realmente va a recibir sino que, además,  el proceso está rodeado de varias de las mismas mentirillas que han contaminado la acción pública contra la violencia en las últimas dos décadas. Para completar el panorama, también parece que se está haciendo caso omiso de algunas protuberantes realidades.
En el segundo capítulo se busca llamar la atención sobre un aspecto aparentemente nimio: la calidad de la información sobre lo que está ocurriendo en materia de crimen,  violencia y guerra en el país. A pesar de que Colombia es, como allí mismo se muestra, una de las sociedades latinoamericanas con mejor información sobre muertes violentas, existen en la actualidad varios síntomas de un progresivo proceso de desinformación que preocupan por dos razones. Primero, porque sugieren que el misterio alrededor de la violencia es más grave precisamente en las regiones en las cuales la situación es crítica. De esta observación resulta válido inferir que hay actores violentos capaces de deformar y disfrazar la realidad sobre la violencia. Esta consideración, por sí misma, exige una dosis de escepticismo en las mesas de negociación. Mayor de la  que se percibe actualmente.  Segundo, porque impiden una adecuada apreciación de la relación entre el conflicto interno, la violencia y el crimen, que son elementos indispensables para tener en cuenta en las negociaciones con los alzados en armas, y en el diseño de la nueva Colombia.
En el tercer capítulo se trata de resumir el estado actual del debate en materia de las causas de la violencia colombiana. Es tal vez el capítulo más desesperanzador . Porque muestra lo poco que hemos aprendido de nuestra propia experiencia. Porque refleja esa naturaleza resbaladiza e incoherente, pero tenaz y persistente, de la sabiduría convencional colombiana en materia de violencia. Porque muestra una sociedad que, en forma insólita, terminó suministrando a los violentos el discurso ideológico que justifica y legitima su accionar. Porque deja al descubierto que en materia de políticas contra la violencia, incluyendo el actual proceso de paz, aún no alcanzamos los requisitos mínimos de establecer las fronteras entre la fantasía y la realidad, entre la esfera de las emociones y la imaginación, por un lado, y la observación y la razón, por el otro. Porque recuerda que el conocimiento que inspira tales políticas transita todavía el sendero que separa la magia de la ciencia. Por eso se insiste en recordar algunas de las más incómodas realidades de la situación colombiana en materia de violencia.
En el cuarto capítulo se hace una exhaustiva revisión de uno de los temas más hábilmente manipulados en materia de políticas públicas en el país en los últimos años: el precio de la paz, o el costo de la violencia. En uno de esos extraños malabarismos colombianos, unas elites intelectuales que hasta hace poco habían mostrado poco apego por las cifras, la economía, los presupuestos y la contabilidad de costos, terminaron calculando minuciosamente el valor en pesos de todas y cada una de las repercusiones de la violencia. No ha habido en este contexto el menor reparo en asignarle un precio a las vidas humanas, con tal de que se logre aumentar el monto global de lo que supuestamente la sociedad civil debe pagar por alcanzar la paz. Este peculiar ejercicio de economía a la colombiana está conduciendo a una de las más insólitas recomendaciones de política: aumentar el poder que sobre la asignación de dineros públicos tiene el agente que genera unos costos sociales para supuestamente reducirlos. Y con recursos que provienen de quienes sufren los costos. Tal es el modelo detrás de la noción del precio de la paz. Algo así como transferir dinero de los vecinos que sufren la polución a la fábrica que deteriora el medio ambiente con la esperanza de que así dejará de hacerlo.
A manera de conclusión, en un último capítulo se hacen unas recomendaciones muy básicas y elementales. Se hace énfasis en tres temas: mejorar la base de información sobre el crimen y las violencias colombianas, modernizar las herramientas analíticas y superar  diversos prejuicios que han impedido un adecuado diagnóstico de la situación y, por supuesto, recuperar la capacidad de la justicia penal colombiana para identificar y sancionar a los violentos.