Procedimientos, celeridad y calidad de la justicia


La ancestral obsesión con la agilidad de los procesos

La búsqueda de agilidad y eficiencia ha sido tal vez el argumento más recurrente para reformar la rama judicial. “El Constituyente del 91 tuvo como uno de sus principales objetivos erradicar el incumplimiento por parte de las distintas autoridades públicas, en especial de los funcionarios judiciales, de los términos procesales … Durante los debates se propuso convertir en norma constitucional el principio de celeridad” [1]. El Artículo 29 de la Carta consagra el derecho a un “debido proceso público sin dilaciones injustificadas”. En varias de sus sentencias la Corte Constitucional ha insistido que la demora en los procesos afecta varios derechos fundamentales. “La mora judicial conlleva una violación clara y ostensible del derecho fundamental al debido proceso” [2]. Sin soluciones prontas, sostiene la Corte, el acceso a la justicia no deja de ser formal; para que haya acceso material debe haber una solución oportuna. “La jurisdicción no cumple con la tarea que le es propia, si los procesos se extienden indefinidamente, prolongando de esta manera, la falta de decisión sobre las situaciones que generan el litigio, una decisión judicial tardía, constituye en sí misma una injusticia” [3]. “La pronta y eficaz administración de justicia (se configura) como un pilar esencial en nuestro Estado social de derecho” [4].

En el decreto que, recientemente, creó la Comisión Interinstitucional de la Rama Judicial, encargada de presentar propuestas de reforma, se menciona “el espíritu de propiciar las condiciones necesarias para consolidar la justicia  como un servicio público, autónomo, independiente, pronto, eficaz y cercano al  ciudadano” [5]. La Subdirección de Justicia del Departamento Nacional de Planeación señala que la incoherencia y desorganización en el sistema judicial han llevado a que “los propósitos de una justicia pronta, cumplida y eficaz no se hayan dado en la realidad” [6].

Los candidatos presidenciales que se han pronunciado sobre el tema judicial también han hecho hincapié en ese punto. “Solo una reforma profunda, que conduzca a la eficiencia y garantice la seguridad jurídica, puede salvarnos del desastre … El segundo eje de nuestro trabajo será la eficiencia judicial: una justicia que llega cojeando no es una justicia real” [7]. “En Colombia, la vida útil de un abogado equivale a dos o tres procesos judiciales. En efecto, el tiempo promedio de un proceso judicial es de 10 años … El ciudadano del común siente, entonces, que no hay justicia o que llega muy tarde si no se rinde primero. El reto es enorme: darle celeridad y eficiencia a la justicia colombiana” [8].

En los proyectos apoyados por las agencias multilaterales, la eficiencia ha sido tema prioritario de la agenda. El objetivo principal del préstamo firmado a principios del 2010 con el Banco Interamericano de Desarrollo para fortalecer los servicios judiciales es que los ciudadanos colombianos tengan acceso a una justicia oportuna, eficiente, y efectiva [9]. Hace poco menos de una década, un programa de reforma apoyado por el Banco Mundial proponía objetivos similares.

Lo que con frecuencia se olvida es que la falta de agilidad es tan antigua como los esfuerzos por centralizar la administración de justicia en la península Ibérica al final del medioevo. No siempre la justicia fue lenta. Bajo el orden judicial visigótico, regulado en el Liber Iudiciorum [10], hacia el siglo VII, “el juicio duraba como máximo ocho días, ocupando una gran parte de los mismos la fase probatoria. Los principales medios de prueba eran, por orden de importancia, la confesión, los documentos y los testigos, a los que se incorpora el juramento y en determinados casos la tortura y las pruebas ordálicas” [11].

Sin embargo, ya en el Fuero Real, en el siglo XIII, se sancionaba con indemnización  y costas el retraso malicioso de un proceso. En las Leyes del Estilo, una colección de los usos judiciales seguidos en la Corte de Alfonso X (1221-1284) se recogen prácticas probatorias forales pero además se señala la complejidad de los procedimientos, “que aparecen como complicaciones inútiles que demoran los procesos y retardan su resolución” [12]. En las Siete Partidas, también se considera el supuesto de que un juez, “por ruego o amor”, pueda alargar indebidamente un pleito [13].

En el Ordenamiento de Alcalá (1348) se señala que “acaesçe muchas veces que se aluengan los pleitos”. Además, se considera que los litigios son largos “por razones maliçiosas de los demandados, no queriendo responder derechamente a los que los demandan” [14]. Alfonso XI estableció dos medidas para agilizar los procesos: reducir el plazo de contestación de la demanda y no admitir a trámite las sentençias judlocutorias. “Establecemos que del día que la demanda fue puesta al demandado o su procurador sea tenido a responder derechamente a la demanda, contestando el pleyto, conociendo o negando hasta nueve días continuos” [15].

Con las Hermandades, especies de milicias urbanas de cuya fusión saldría la Santa Hermandad de los Reyes Católicos, se pretendió inicialmente no sólo agilizar los pleitos, sino evitarlos en la medida de lo posible a través de un acuerdo previo a un proceso judicial. Se buscaba la máxima diligencia y agilidad para terminar los pleitos, evitando las dilaciones indebidas y en particular a los abogados en cualquier tipo de proceso, “porque el oficio es más dañoso que probechoso” [16]. Las hermandades no consiguieron la eficacia sino que su intervención resultó muchas veces contraproducente.

En 1462, ante las Cortes de Toledo, los procuradores se quejaban de que los alcaldes y jueces no dictaban sentencia en pleitos conclusos y pedían que se cumpliera lo previsto en el Ordenamiento, que el juez dictara sentencia en 20 días [17]. En 1534, para agilizar la administración de justicia, se estableció que los pleitos inferiores a 400 maravedíes se hicieran sin proceso ni solemnidades, y de forma oral [18]. En 1543, D. Carlos I y Doña Juana decretan que “la demanda puesta de palabra, y no por escrito, se admita para excusar costas … mandamos que los Alcaldes Mayores de los Adelantamientos, para que los pleytos se despachen brevemente, admitan el pedimento o demanda que alguno quisiera poner de palabra” [19].

En las Ordenanzas de la Chancillería, recopiladas en 1551 se establecen pautas precisas para el procedimiento de las probanzas, con la finalidad de acelerar los procesos y evitar narraciones muy extensas [20].

A finales del siglo XVI, de nuevo ante las Cortes de Toledo, muchas quejas se centraban en el daño económico que suponía para los litigantes la lentitud de los procesos. Se les obligaba a permanecer en la ciudad del tribunal donde radicaban el asunto meses y hasta años. Se pedía que “en las Audiencias Reales haya bueno y breve despacho para que los litigantes no gasten sus haziendas” [21].

En 1594, de nuevo en aras de la celeridad, se reajustó el tope que definía las pequeñas causas y se empezaron a configurar el juicio verbal y el ejecutivo. “Mandamos que en los pleitos civiles y sobre deudas que fuesen de quantidad de mil maravedíes y de ahí abaxo, porque en los tales haya toda brevedad, no haya orden ni forma de proceso, ni tela de juicio, ni solemnidad alguna …  y que en las tales causas no haya apelación ni restitución, ni otro remedio alguno y encargamos a los jueces que con toda brevedad lo despachen” [22]. En 1607, Felipe III mostraba su preocupación por la morosidad de la justicia. “Es importante a nuestro real servicio que se fenezcan y acaben con brevedad todos los pleitos y causas que estuvieren por sentenciar y determinar en nuestras audiencias” [23]. En 1778, bajo Carlos III, “se deroga la práctica de motivar las sentencias para evitar perjuicios y agilizar procesos” [24].

En el discurso preliminar de la Constitución Española del 19 de Marzo de 1812 se afirma que el sistema judicial existente, que urge transformar, parece diseñado para asegurar la impunidad de los delitos. “¡Qué subterfugios, qué dilaciones, qué ingeniosas arbitrariedades no presentan los fueros particulares á los litigantes temerarios, á los jueces lentos o poco dedicados, á los ministros de justicia que quieren poner á logro el caudal inmenso de su cavilosa sagacidad! … La justicia, Señor, ha de ser efectiva, y para ello su curso ha de estar expedito” [25].

El Artículo 45 de la Ley de enjuiciamiento sobre los negocios y causas de comercio del 24 de Julio de 1830 prohíbe “abultar y prolongar los escritos y alegatos con citas doctrinales de los autores que han escrito sobre jurisprudencia, ni de las leyes del derecho romano ó de países extrangeros” [26].

En el Reglamento Provisional para la Administración de Justicia del 26 de Septiembre de 1835 se pide a los jueces “observar y hacer que se observen con toda exactitud los sencillos trámites y demás disposiciones que las leyes recopiladas prescriben para cada instancia, sin dar lugar á que por su inobservancia se prolonguen y compliquen los procedimientos” [27]. 

En la “Instrucción para arreglar el procedimiento en los negocios civiles”  de Septiembre de 1853 se señala que “el conseguir que un pleito ordinario, que hoy consume, en medio de exacciones insufribles, tres o cuatro años de la vida de los litigantes, cuando no pasa escandalosamente de ese plazo, se circunscriba fatalmente en los juzgados y audiencias, á ocho meses en los casos ordinarios, y a poco mas en algun otro menos comun, y las simples acciones ejecutivas á solo cien dias, será uno de los mas grandes beneficios a los españoles en el glorioso reinado de V.M.” [28]. Dos años después, en la Ley de bases del 13 de Mayo de 1855 se adoptan “las medidas mas rigurosas para que en la sustanciación de los juicios no haya dilaciones que no sean absolutamente necesarias para la defensa de los litigantes y el acierto en los fallos”. Y en la ley de Enjuiciamiento Civil del 5 de Octubre del mismo año se señala que “no podrán bajo ningun pretexto los jueces ni los Tribunales aplazar, dilatar ni negar la resolución de las cuestiones que hayan sido discutidas en el pleito” [29].

En la Nueva Granada, a lo largo del siglo XVIII, el la relación de mando de cada virrey, las demoras judiciales aparecían como un problema recurrente, junto con el contrabando y el mal estado de los caminos. Las causas de los retrasos eran varias: la falta de recursos para atender el incremento de los casos, las responsabilidades no judiciales de la audiencia, así como la avanzada edad y mala salud de algunos de sus miembros.  Con la Independencia, el diagnóstico cambió. Se mencionaba el volumen y el desorden de las fuentes jurídicas, los malos procedimientos y una profesión que sacaba provecho de la confusión legal.  Curiosamente, el diagnóstico era muy similar el hecho por los reformadores en los Estados Unidos  [30].

Posteriormente, con los avances en la codificación, una de cuyas motivaciones era mejorar la justicia, tampoco desaparecieron los problemas.  A pesar de que “las normas procedimentales aparecen adecuadas, realizadas con muy buena técnica legislativa” los resultados en materia de prontitud de la justicia fueron pobres. “La marcha de la justicia era lenta … la causa de esto  era de doble naturaleza; la errónea distribución y reglamentación de los despachos judiciales y la abundancia de requisitos formales que nada salvaguardaban y que por el contrario motivaban el recargo” [31].

Desde 1823 se empiezan a tomar, por parte del ejecutivo, algunas medidas de emergencia para descongestionar los juzgados. Se ordena que “se envíen listas de los procesos que cursen en los despachos determinando la causa y su estado actual, so pena de incurrir en multas en caso de retraso en su tramitación” [32]. Un año más tarde, a solicitud de los comerciantes, mediante la Ley de 10 de Julio, “se establece un juzgado particular para los negocios contenciosos de comercio, para que no exista demora en el despacho de dichas causas” [33]. La ley por medio de la cual, pocos meses después, se reorganizan los juzgados tiene como objetivo la pronta administración de justicia [34]. Al año siguiente, se reitera el objetivo de promover la agilidad y, mediante decreto ejecutivo, se insta a los juzgados a que “despachen con prontitud las causas” [35]. El mencionado propósito no debió cumplirse puesto que poco después se realizó nuevamente un inventario de los casos pendientes; “vigilando por la pronta administración de justicia el ejecutivo ordenó la elaboración de listas de las causas civiles y criminales que cursaban en las cortes superiores para ser remitidas al gobierno” [36]. La ley 29 de Mayo de 1833 retoma la idea de una jurisdicción especializada, más ágil, estableciendo los Tribunales de Comercio a cargo de los mismos interesados. Tres años después, sin embargo, la iniciativa se revierte pues la ejecución de las sentencias de tales tribunales era aún más complicada que la de los juzgados civiles. Además, se cayó en cuenta que en la formación de ese tribunal, se perjudicaban los mismos comerciantes magistrados, “al ser distraídos de sus ocupaciones”. Así, se volvió a dar la competencia a jueces letrados que supieran procedimiento civil [37]. 

En 1842, se expide un decreto “sobre demoras en la Administración de Justicia” y se faculta al individuo a quien se le demore un juicio sin causa legítima para concurrir ante el gobernador en las capitales de provincia y ante el jefe político en los otros cantones para exponer los argumentos de su queja. El gobernador o jefe político “exigirá al juez los informes que estime oportunos y si hallare comprobada la morosidad, requerirá al juez para que despache” [38].

En 1852 vuelve a sentirse la necesidad de una jurisdicción especializada para los comerciantes. Se autoriza a las Cámaras de Provincia para que, si lo estiman conveniente, establezcan un tribunal de comercio a cargo de un juez dedicado exclusivamente a negocios comerciales. El juez deberá ser elegido por una asamblea de comerciantes [39].

Cuando en 1867 la sucursal del Bank of London en Bogotá tuvo que cerrar tras la pérdida de todo su capital, algunos observadores de la época hicieron caer el grueso de la responsabilidad sobre los deudores y en particular sobre “la lentitud y complejidad de la justicia colombiana” que había sido incapaz de controlar sus “sofismas legales” [40].

En 1910, el Ministro de Gobierno, Miguel Abadía Méndez, envía una nota al Presidente de la Corte Suprema de Justicia quejándose por las reiteradas denuncias sobre demoras en los fallos. El Magistrado responde y ofrece algunas explicaciones elementales. Uno, hay un exceso de expedientes para estudio; dos, las circunstancias políticas no ayudan y tres, es físicamente imposible que seis magistrados resuelvan en los términos establecidos en la ley todos los procesos que se presentan a su consideración. Son ilustrativos algunos apartes de esta respuesta. “Es verdad que la ley considera que hay demora en el despacho de los negocios cuando no se dictan dentro del término legal las resoluciones correspondientes; mas debo decir a usted que los Magistrados de la Corte Suprema no somos morosos: todos somos, más o menos, diligentes; es que la diligencia se estrella contra la naturaleza de las cosas. Categóricamente digo a usted que ha habido, que hay y que continuará habiendo un largo retardo en el despacho, no obstante el mayor esfuerzo que se emplee para impedirlo … Yo no puedo dispensarme del estudio concienzudo de cada asunto, ni puedo abstenerme de salvar voto cuando mi honrada convicción lo exija, porque dejaría de cumplir mi deber si procediera de manera diferente” [41].

No cabe duda, entonces, que el de la morosidad no es un problema reciente de la justicia. Se trata de una realidad no sólo estructural sino decantada por varios siglos. Ante este escenario tan añejo, las contundentes, y comparativamente recientes, afirmaciones sobre la necesidad de una justicia eficaz como requisito para el desarrollo, o para la democracia, parecen infundadas, o como mínimo exageradas. En economía y política, muchas cosas han cambiado desde el Fuero Real, a pesar de la lentitud de la justicia.

Justicia sumaria y arbitrariedad

Una breve mirada a la historia de la justicia sugiere que los procedimientos surgieron no por capricho, ni por falta de know-how administrativo, ni para frenar el desarrollo económico o la democracia, sino simplemente para dar mayores garantías a las partes envueltas en un proceso, y en particular al acusado o demandado. Los procedimientos introdujeron lentitud en una justicia que, en ciertas épocas, fue demasiado expedita, y arbitraria. Es útil recordar que la celeridad o prontitud de un proceso es un concepto relativo como el que más y que no siempre la celeridad de la justicia es una característica deseable, o que le conviene a todas las partes envueltas en un proceso, o a la sociedad. No faltan ejemplos de distintos lugares y épocas.

"El derecho penal maya era muy severo. El procedimiento penal era uninstancial, ya fuera en el Batab o ante el Ahau, según el delito se hubiera cometido en la aldea o en la ciudad; no cabía, pues la apelación. En una sola audiencia se efectuaba todo el proceso y se llegaba a la sentencia absolutoria o condenatoria, expresada de viva voz. Se desarrollaba el proceso en la plaza pública Popilná … Entre los aztecas el procedimiento era oral, pero se levantaba un testimonio de todo lo actuado a manera de expediente con su clásica escritura ideo-pictográfica. Este expediente quedaba en poder del juzgado, como si se tratara de archivos judiciales, y ahí la labor del tlacuilo o escribano era muy importante. La máxima duración de un proceso era 80 días; curiosamente los casos más graves eran resueltos con mayor celeridad y, por desgracia, con menos recursos de defensa" [42].

Para garantizar la seguridad de los caminos en el Nuevo Mundo, la corona española estableció el Tribunal de la Acordada, constituido por un juez, un sacerdote y un verdugo, que después de juicios sumarísimos “solía buscar el árbol más próximo para llevar a cabo la ejecución de sus sentencias” [43]. Los ajustes que posteriormente se hicieron a este tipo de justicia trajeron consecuencias negativas en materia de agilidad.

Benedicto Carpzov (1595-1666) miembro de una tradicional familia de juristas, considerado un teórico agudo y el fundador de la jurisprudencia penal en Alemania, alcanzó, como juez, a proferir unas 20 mil sentencias capitales. Su severidad y eficacia eran tales que con su nombre “las madres alemanas asustaron a sus hijos traviesos durante varias generaciones” [44]. Los cambios procedimentales introducidos con la Ilustración implicaron quitarle agilidad, eficacia y poder a este tipo tan prolífico de jueces.

Desde la erradicación de la justicia privada -la más ágil- los cambios procesales han implicado por lo general, mayores costos, y más tiempo, para resolver un caso.  Una vez se estableció un sistema de juicio para reemplazar la venganza de sangre, se hizo necesario desarrollar procedimientos para esclarecer los hechos, determinar la verdad de los testimonios y traer toda la evidencia necesaria para decidir los juicios. Inicialmente se tomaban juramentos, individuales o colectivos. El acusado de un crimen juraba que era inocente, y si contaba con un apoyo suficiente –en cantidad y calidad- de juramentos que lo apoyaran podía ser absuelto. Si el balance de juramentos entre las partes no era claro, o no había apoyo suficiente, los jueces medievales podían dejar el caso sin decidir o bien proceder a la ordalía, para buscar intervención divina en el juicio.

La estrecha conexión entre la ordalía y la iglesia es importante puesto que demuestra la forma como los ritos religiosos influenciaron los procedimientos judiciales y el tipo de evidencia considerada relevante para los juicios. Puesto que la ordalía preveía la intervención divina en la determinación de inocencia o culpabilidad, no se administraba de cualquier manera. Estaba precedida de una larga ceremonia religiosa que incluía misa o eucaristía y el exorcismo del agua o el hierro candente que se usarían en la prueba. La activa participación de clérigos en las ordalías hizo de estas una preocupación constante para el papado. Con el tiempo, se desarrolló una actitud ambigua que aprobaba esa participación en unos casos y la condenaba en otros. Al final fue un papa, Inocencio III, quien decretó el fin de este procedimiento.

Con la prohibición de la ordalía por la iglesia, se abandonó un procedimiento que era no sólo rápido sino relativamente homogéneo en Europa. La abolición de la ordalía disminuyó considerablemente la dependencia en la intervención divina, o los milagros, en la justicia terrenal, una tradición más que milenaria. A partir de este evento, se dio un quiebre en los procedimientos judiciales en Europa, fortaleciéndose los métodos inquisitivos en el continente y el jurado en Inglaterra. Sobre todo en el primer caso se impuso “un procedimiento sumamente formalista, con reglas estrictas para la evaluación de las pruebas y un sinfín de pequeñas fases procesales perentorias, preclusivas” [45].

A partir del siglo XVI en Castilla, coexistieron dos tipos de procesos. El orden simplificado, introducido por las prácticas de los tribunales superiores, que terminaría prevaleciendo y, por otro lado, el orden complejo, más acorde con la tradición romano-canónica y las normas castellanas. “El orden simplificado tendía a prescindir de todas las formalidades que no tuvieran la consideración de elementos esenciales del proceso: es un procedimiento sintético que busca, ante todo, la rapidez, objetivo que se consigue, sobre todo, a costa de disminuir las defensas del acusado” [46].

Al otro lado del Atlántico, entre los Muiscas se disponía de un corpus legislativo, así como indicaciones de quien debía aplicar las sanciones. Existía una especie de corte suprema, a cuya cabeza estaba el cacique de Suba. Tenía la última prerrogativa sobre el veredicto que podían dar los jueces ordinarios. La razón de ser de los procedimientos judiciales entre los indígenas “era lograr certeza y evitar arbitrariedades” [47].

En los albores de la justicia penal argentina se hizo evidente que las prácticas y procedimientos, informales y sujetos a la voluntad del caudillo local eran una fuente de abusos. Los juristas de la época consideraron que una posible solución era la formalización de los procedimientos y la burocratización de la justicia [48]. Una medida muy debatida entonces entre el ejecutivo y la judicatura fue la ratificación de declaraciones. Se trataba de un procedimiento colonial, que continuó en la república. Se exigía que todos los testigos, cuyos testimonios escritos eran parte esencial del sumario, confirmaran o rectificaran  ante los jueces lo que habían dicho a la policía. Los jueces llamaban a estos declarantes semanas o meses más tarde del hecho. A veces era difícil volver a encontrarlos. Las autoridades argumentaban que este era uno de los principales factores de ineficiencia judicial. Pero los jueces replicaban que esta segunda oportunidad para relatar las circunstancias del caso garantizaba la transparencia del proceso. A su vez, si la policía quería mantener a alguien detenido, bastaba con recoger muchos testimonios al iniciarse el sumario para luego tomarse mucho tiempo encontrándolos para ratificarlos. Así, la relación entre agilidad y calidad de la justicia podía ir en cualquier sentido [49].

La sofisticación de los lentos rituales orientados a aclarar los hechos de un litigio no se ha limitado a la esfera penal. Un procedimiento para resumir la evidencia aportada a los juicios de linderos por la Real Chancillería, usual sobre todo en el siglo XVIII, fue el llamado paño de pintura, que se consideraba el “testimonio gráfico, irrefutable, de las informaciones de testigos y peritos sobre disputas territoriales”. Con estos documentos se esperaba ofrecer una información visual complementaria al discurso verbal o escrito, que resumiera toda la información relevante para emitir un juicio. Se buscaba plasmar en el paño de pintura, las vistas de ojos, o sea las visitas de los peritos y testigos. Cada una de las partes, presentes durante la tarea del pintor, nombraba cinco testigos, y el receptor del juicio nombraba de oficio otros cinco. A cada uno de ellos se les hacía, in situ, el mismo interrogatorio sobre el diferendo. El pintor, además, podía “verse auxiliado por los correspondientes peritos, agrimensores, etc, que irán corrigiendo y aclarando los puntos de controversia dentro de la pintura”. Una vez concluido el trabajo de campo el pintor tenía 20 días para ordenar y pasar a limpio su trabajo [50].  Un aspecto curioso del paño de pintura es que había sido propuesto como una medida para agilizar los interminables alegatos verbales.

En 1552, y para corregir los abusos que se habían presentado a raíz de la promulgación de una ley en la que se agilizaban las ejecuciones por deudas, se formularon algunos cambios en dichos procedimientos. “Porque somos informados que los alguaciles que van a las aldeas y lugares a hacer excenciones, o sacar prendas, estando los deudores ausentes, y sus casas cerradas, las abren, de que han resultado tomas y robos de bienes; por evitar esto, mandamos que de aquí en adelante tales alguaciles no abran las dichas puertas sin estar presente el Alcalde y no haciendo, un Regidor o Jurado y a falta destos un vecino” [51].

Aunque tal vez exagerados y extemporáneos, los ejemplos anteriores sirven para ilustrar que lo que hace lenta la justicia, la formalidad de sus procedimientos, ha sido por lo general un remedio, no siempre afortunado, para una característica aún más perniciosa que la lentitud, la arbitrariedad. 

Resulta paradójica la obstinación con la celeridad de la justicia en una sociedad como la colombiana en la que el problema más grave del sistema judicial podría ser no tanto la morosidad sino, por el contrario, la gran oferta, y la enorme variedad, de justicias paralelas eficaces, ágiles, expeditas,  pero totalmente arbitrarias. 

“Vivía tranquila, pero un día me dijeron que en Chaguí de Cuaransangá, una vereda de Nariño, habían matado a mi hija. Cuando llegué ya estaba enterrada. Fue por celos de un meleador que la requería para que se acostara con él y al negarse mi hija la denunció a los del monte como confidente de los militares y un día bajaron los del monte para matarla dejándola con cuatro niños” [52].

“El "delito" por el que estaban enjuiciado a 'Holman' era haberse robado un cigarrillo. Su abogado, 'Brayan', argumentó que 'Holman' reconoce su falta y que se debe a que "ha sido muy sufrido y no ha tenido calor de hogar y no ha entendido los documentos. Démosle otra oportunidad", dice el 'defensor'. En la intervención de los cinco guerrilleros que obran como "jurados de conciencia" se efectúa una votación en la cual todos están de acuerdo en que 'Holman' debe ser sancionado. El 'presidente' interviene y dice que no está de acuerdo con los votos porque "va en contra de la moral revolucionaria". Se hace una nueva votación y los cinco jurados cambian su voto de sanción a fusilamiento. "Beredicto (sic) final que sea fusilado probado (sic) mayoría asamblea"” [53].

“El jefe paramilitar se responsabilizó de siete muertos en la incursión a los barrios nororientales de la ciudad y de 25 más, que corresponden a los desaparecidos, que según él fueron ajusticiados entre ocho y 15 días después con base en los antecedentes ya investigados y en las indagaciones correspondientes al caso”. La consolidación de estas justicias eficaces es tal, que ya los mismos verdugos empiezan a preocuparse por que los ajusticiamientos sean menos apresurados, y a tomarse su tiempo para llevar a cabo las investigaciones. “El líder paramilitar aseguró que su organización adelantó una minuciosa labor de inteligencia en la ciudad y que la acción de Barrancabermeja no fue improvisada. El trabajo de inteligencia duró más de un año. La misma población civil aportó la información. Además esa información fue corroborada por miembros de las milicias que desertaron” [54].

El asunto de las justicias paralelas y expeditas en Colombia es tan complejo que parece circular. Según algunos analistas, la falta de agilidad de la justicia oficial es una de las causas de la consolidación de la justicia guerrillera.  “El ejercicio por parte de la guerrilla de unas prácticas judiciales, y su progresivo  fortalecimiento, se explica por razones que van más allá  de la obvia necesidad de todo grupo armado de ordenar por razones de seguridad el  territorio bajo su influencia … La administración de justicia no ha logrado satisfacer las demandas sociales ya que no ha contado con la colaboración de otras agencias del Estado,  porque es una justicia paquidérmica y costosa, porque en los grandes y pequeños  despachos judiciales el formalismo todavía puede derrotar el reconocimiento efectivo  de los derechos, y porque hay una permanente y asistemática producción de normas” [55].

La confusión alrededor del tema de la celeridad de la justicia en Colombia va más allá de la necesidad de entender las justicias informales, paralelas o ilegales. Un problema también grave, tal vez más que el de la tradicional morosidad de los procesos, es que dentro de la misma justicia oficial, la obsesión por la celeridad ha deteriorado en ocasiones los filtros mínimos de calidad en los fallos llegando a situaciones que bordean la arbitrariedad, la corrupción o la impunidad. Se puede hacer referencia a un incidente en el que queda claro que la celeridad, o la inflexibilidad de los términos procesales, no siempre contribuyen a la justicia. El caso tiene que ver con una controversia entre el presidente de la sala administrativa del Consejo Superior de la Judicatura y una juez penal del circuito encargada de un caso millonario de defraudación al Estado. El CSJ ordena que la juez, por vencimiento de los términos, entregue el expediente. Ella se niega a entregarlo a un almacenista y señala que no hay quien reciba y se responsabilice de los documentos del voluminoso expediente. El magistrado insiste que se trata de “una cuestión de tipo puramente administrativo y no jurisdiccional”. La juez replica que precisamente para evitar que prescribiera el caso y quedara en la impunidad decidió fraccionar el expediente. “Yo como juez que ya conozco mis expedientes puedo decir cuánto puedo demorarme en emitir el fallo y para culminarlo solo me faltaba un mes” [56]. El mensaje es claro: la única persona capaz de apreciar cuánto tiempo se requiere para aclarar un delito es el responsable de la respectiva investigación.

En ese mismo sentido iba la respuesta a las críticas que, a principios del siglo XIX, el gobierno argentino le hacía a la justicia por la demora en aclarar un caso de homicidio. El juez a cargo del caso anotaba de manera tajante. “No ha habido demora en este caso … Tan sólo el tipo de retraso que es absolutamente necesario para las aclaraciones … Abreviar o prolongar un sumario no dependen del capricho del juez sino de la naturaleza del caso” [57]. 

Lo problemático de la celeridad como criterio prioritario para la justicia no se limita a los casos penales de gran complejidad. Son cada vez más frecuentes en la prensa colombiana las alusiones a situaciones insólitas relacionadas con la figura estelar del sistema judicial colombiano, la acción de tutela.  Precisamente para garantizar la continuidad de las ventajas que en materia de conciencia y protección de los derechos fundamentales ha traído la tutela, sería prudente refinar la labor de detectar los errores, probablemente subsanables sin grandes reformas, que están repercutiendo negativamente sobre la calidad de algunos fallos, y en particular sobre las garantías para la defensa de la parte demandada. Es difícil ignorar que un plazo tan perentorio como el de diez días puede no ser suficiente para recopilar pruebas y fallar en los casos más complejos.

Para uno de los aspectos más debatidos de la tutela, los fallos contra sentencias judiciales, ya se hizo un ejercicio en la líneas de proponer pequeños ajustes, sin demoliciones ni reformas radicales. No sorprende que una de las conclusiones haya sido que, en algunos casos complejos las acciones de tutela “podrían estar sujetas a plazos un poco más largos” [58].

El dilema entre agilidad y calidad

Sería un desacierto no matizar la idea que la justicia siempre mejora cuando decide más casos, y empeora cuando decide menos casos. Se podría incluso, para hacer énfasis en esta equivocación, plantear la cuestión al revés: buena es la justicia que decide menos veces, pero que decide bien. Juzgar rápido es, con alta probabilidad, juzgar mal. Para sustentar esta mirada en contravía del dogma efectivista se puede traer a colación un aforismo de los romanos: ad paenitendum properat, cito qui iudicat [59]. Se arrepiente rápidamente quien juzga rápidamente; la precipitación es peligrosa para juzgar. El mismo aforismo se encuentra en inglés: he that soon deemeth, soon shall repent [60].

Es evidente que la afirmación “conviene agilizar la justicia” tiene como requisito indispensable “siempre que se conserve la calidad”. Pero si se dispone de poca información sobre la calidad, o si existen dudas sobre la independencia, la imparcialidad o la honradez de la justicia, la celeridad puede ser peor que la demora. Más aún, la insistencia en la celeridad puede afectar negativamente la calidad, y la protección de los derechos de una de las partes.

Con respecto al dilema entre calidad y cantidad de las decisiones judiciales, vale la pena traer a colación los comentarios de Roscoe Pound al observar que entre 1819 y 1919 el número de casos a cargo de la Corte Suprema de los Estados Unidos habían pasado de 33, para 7 magistrados en 1819 a 242, para 9 magistrados, un siglo más tarde. “Esto no significa únicamente que los jueces están obligados a trabajar rápidamente y con un mínimo de deliberación. Para apenas enterarse de estos casos el tiempo permitido a las partes ha sido muy recortado. Mientras que un siglo antes los abogados se oían hasta que cada detalle se había repasado minuciosamente con argumentos orales, hoy en día la Corte se ve obligada a restringir los argumentos a una hora y media a cada una de las partes. En las cortes estatales la presión se ha vuelto aún mayor. Así, en una época en que las labores de la mayor importancia son demandadas, cuando asuntos cada vez más complejos que cualquiera de los que enfrentaron los jueces en el período de la construcción –desde la Revolución hasta la Guerra Civil- en muchos de nuestros estados las cortes no están lo suficientemente equipadas para hacer su trabajo de manera eficaz y en todas ellas la presión de los negocios es tal que el trabajo de calidad está excluído” [61].

Para el Juez Civil del Petén, Guatemala, es claro el dilema entre celeridad y calidad de la justicia. “En la forma en que algunos trabajan se podría duplicar la cantidad porque sólo leen y les dicen a ellos (auxiliares) que hagan. Entonces ahí da más tiempo. Yo no delego ninguna función jurisdiccional. Y así debe ser … Si me empezaran a poner presión con más trabajo, tendría que empezar a delegar. Y se deteriora la calidad del  trabajo” [62]. En Ciudad de Guatemala, se sabe que el Juez Civil que más sentencias dicta al mes es también uno de los que menos va al juzgado a trabajar. El mismo Juez del Petén conoce bien esta dinámica de poco trabajo, delegación de funciones y justicia administrada por los auxiliares. Durante cuatro años trabajó en sala de apelaciones como oficial y secretario de magistrados. “Ahí el trabajo es sólo dictar sentencias. No hay trámite de juicio. Llega la apelación, uno la estudia, dicta la sentencia de 2º grado y la devuelve. Es puro jurídico. Tuve suerte, para mí no para los usuarios, que durante 3 años estuve con un magistrado que no trabajaba. Entonces aprendí mucho. Así, sea complicado o fácil, sale” [63].

¿Qué es un proceso demorado?

La morosidad de la justicia es una de las dimensiones más complicadas no sólo de medir o evaluar sino de definir. ¿Qué es un proceso demasiado lento? ¿Qué es un proceso ágil? ¿Cual es el tiempo razonable para aclarar, resolver y juzgar un caso? Estas preguntas tan elementales no tienen respuesta inequívoca pues, como resulta obvio, todo depende de las condiciones específicas de cada proceso. Esta verdad de Perogrullo ya la tenían clara los romanos, a quienes se puede de nuevo acudir para un aforismo: in causa ius positum [64]. La solución justa depende del caso.

En el diagnóstico de morosidad de la justicia hay un enorme problema no sólo de medición sino de afán de generalización. Para la mayor parte de los procesos, no se sabe qué es lo que se demora ni en qué etapa, ni por qué. Y parece arriesgado pensar en causas comunes a todos los expedientes. Es frecuente que un abandono o un desistimiento aparezca en las estadísticas como un incidente que dura varios años. Un juicio complejo es, por definición, bastante más demorado que uno simple. “Hay casos que son sencillos, en el sentido que le exigen relativamente poco trabajo a un tribunal para su solución, y que pueden ser resueltos incluso en pocos días. En cambio hay otros casos extremadamente complejos, cuya solución puede tomar años” [65].  En el momento de la entrevista con el Juez 1º Civil de Instancia de San Benito, en Petén, acababa de dictar una sentencia “que me tomó cinco días. Estuve totalmente dedicado a ella, salió de 60 páginas … yo una sentencia fácil la saco en diez minutos. Tengo todos los formatos hechos” [66]. O sea que para este juez, la diferencia en el tiempo requerido para la sentencia de un caso fácil contra uno complicado es del orden de uno a doscientos.

“Cada proceso es un mundo” me contestó categórica una juez bogotana cuando le pregunté que cuanto tiempo se demoraba ella, en promedio, para resolver un proceso de responsabilidad civil extracontractual por accidente de tráfico [67]. Difícil pensar en un incidente más específico, concreto, y homogéneo. Pero se negó a darme un estimativo de duración promedio.  Me anotó que incluso si se pudiera hacer el experimento de replicar el mismo accidente, en la misma ciudad, con el mismo vehículo,  conducido por el mismo chofer, con el mismo peatón atropellado, la duración del proceso para el clon de accidente podría diferir sustancialmente del proceso original, dependiendo de la estrategia de los abogados o de las instancias –secretaría de tráfico, testigos disponibles, sistema de salud- a las que se debe acudir para aportar pruebas al proceso. “Podrían durar 3, o 5, o 10 años … yo no le puedo a usted decir … hay que llamar a las partes, puede haber nulidades, que tumban el proceso …” [68] .

Para la revisión de una acción de tutela contra un juez laboral de Bogotá, la Corte Constitucional solicitó a cuatro jueces un estimativo del número de meses que tardaban en tramitar un proceso ordinario por reconocimiento de una pensión de vejez. Otro tipo de incidente bien específico. Uno de los jueces respondió de manera escueta: “depende de la complejidad del cada proceso, pudiendo durar entre 5 y 6 años”. Precisaba que “es impracticable establecer un numero promedio o aproximado de meses en que se tramitan los procesos ordinarios sobre pensión de vejez en este juzgado, y todos los demás procesos ordinarios, desde su admisión hasta el cierre del debate probatorio, debido a que en este aspecto influyen imponderables que se escapan del control directo e inmediato del funcionario, como son la clase y número de pruebas solicitadas por las partes, la diligencia de las partes, sus abogados y terceros para tramitarlas y obtener su recaudo, a más de la propia agenda del juzgado en cuanto a espacio para programar las audiencias de trámite que deben surtirse en desarrollo del debate procesal". Otros dos jueces, del mismo circuito de Bogotá, respondieron, uno “entre 3 y 6 meses aproximadamente”, otro “de 6 a 8 meses”. El cuarto no respondió la solicitud [69]. 

Ningún procedimiento está a salvo de riesgos externos y totalmente impredecibles. Las trampas más insólitas siempre acechan a las partes de un juicio. Y esto tampoco es un problema nuevo. A finales del siglo XVI, en la provincia de Córdoba, el receptor de un juicio y el pintor volvían de hacer las diligencias en un terreno, con el paño de pintura en el que se resumía toda la evidencia para el fallo, cuando fueron atacados por un grupo de gente armada que “les dieron con las dichas lanças muchos palos que les molieron y hizieron muchos cardenales en los brazos y querpos y les quitaron todo llamándoles de putos ladrones vellacos” [70].

Aún sin este tipo de eventualidad, la duración de un juicio, incluso la calificación de lo que se puede considerar normal es variable. En un juicio contra el Banco de Inglaterra, por ejemplo, fue objeto de discusión, y apelación, si un término de siete semanas era  razonable para el cross-examination de los testigos [71].

Bajo este escenario de opiniones tan divergentes desde el terreno, sorprende bastante que los términos perentorios e inflexibles fijados, desde arriba, para lo que se considera debe ser un proceso expedito -como una tutela o un juicio ejecutivo- no hayan cambiado, textualmente, desde hace siglos. Llama la atención, por ejemplo, que el plazo inmodificable “de diez días entre la solicitud de tutela y su resolución [72] sea idéntico a los  diez días siguientes a la notificación del mandamiento ejecutivo” que el demandado tiene para interponer, en un sólo escrito “todas las excepciones que tuviere” [73] y que este mismo plazo sea exactamente el mismo que se consideraba normal  hace varios siglos para los juicios que se buscaba fueran expeditos. En efecto, en 1502 los Reyes Católicos “declaramos y mandamos que los diez días asignados al deudor para alejar y probar su excepción corran desde el día que se opusiere a la execución en adelante” [74].

A pesar de las observaciones anteriores, en cuanto a la existencia de eventos excepcionales que pueden afectar los procesos, todos los jueces entrevistados tienen alguna noción de lo que es un rendimiento razonable de su trabajo, en circunstancias normales. De todas maneras, se observan variaciones no despreciables. Entre los juzgados civiles de Cuenca, Ecuador, por ejemplo, con un promedio global de 58, el número mensual de “causas resueltas” en el 2008, varió entre 31 y 95. O sea una relación de uno a tres.  Por otra parte, entre el 2002 y el 2008, en uno de esos juzgados, el 2º Civil, los casos resueltos en un año variaron, sin una tendencia definida, entre 45 y 191. O sea una relación de más de uno a cuatro [75]. Sin que se pueda estar seguro de la asociación entre el número de causas resueltas y la celeridad con la que se resuelven los casos –una variable bastante más difícil de medir- se puede temer que,  para la duración de los procesos, se observen también diferencias sustanciales, tanto entre juzgados como a lo largo del tiempo. 

Entre los jueces civiles de Guatemala, se considera normal un promedio de veinte sentencias al mes, una por día hábil [76]. El Juez de Instancia de Petén, que atiende casos civiles y laborales, no ha tenido inconveniente en aplicar ese mismo promedio de veinte a cada jurisdicción. “Lo razonable dentro de la capacidad de un juez para mirar bien los casos … Yo diría pongamos que veinte, por ramo. Teniendo dos ramos: veinte de laborales y veinte civiles. Haciendo un esfuerzo un poco grande pero da tiempo. Pero le voy a decir por qué veinte. Si yo le digo veinte es porque yo dicto mis propias sentencias y autos. Aquí el personal no toca eso. El personal sólo hace las funciones de trámite. Cuando el proceso está dispuesto para dictar un auto, o resolver un incidente, para dictar una sentencia … me lo pasan, escriben en un libro y ellos ya se olvidaron de eso. Siguen con su trabajo y yo soy el que lo dicto, lo tecleo y se los entrego en una forma, en una memoria, para que ya ellos sólo lo impriman. Por eso le estoy diciendo veinte y veinte, en la forma que yo trabajo” [77].

¿Por qué se demoran los procesos?

No vale la pena resumir acá las diferentes explicaciones que se ofrecen en la actualidad sobre la lentitud de la justicia en América Latina [78]. Aunque buena parte de ellas están basadas en cuellos de botella administrativos o informáticos, una razón para la morosidad podría ser tan simple como un exceso de carga de trabajo. Esa ha sido, y sigue siendo, una de las principales observaciones que hacen los jueces sobre las dificultades para acelerar una labor que, por definición, exige calma y sosiego para cumplirla con un mínimo de calidad. Ese es el sentido de la angustiada respuesta del presidente de la Corte Suprema al Ministro de Gobierno colombiano reseñada atrás. Así, un escenario factible, tal vez el más parsimonioso, es el del juez diligente pero siempre desbordado por su excesiva carga trabajo.

También se puede pensar en el juez que incumple sus obligaciones procesales. La razón para el desacato, a su vez, puede ser variada. Si se utilizan las distintas categorías propuestas para clasificar a quienes, en América Latina, incumplen las normas y reglas, se puede pensar, primero, en un juez corrupto. O, en general, en el juez que no respeta los términos porque eso le conviene para atender actividades más gratificantes, como viajes o seminarios. Tal escenario, que podría denominarse el del juez vivo, está bien caracterizado en Colombia por el llamado turismo judicial, una práctica que se reconoce está afectando el rendimiento de la Corte Suprema de Justicia [79]. También podría pensarse en un juez rebelde cuya motivación para tomarse más tiempo del previsto en los procedimientos sea de naturaleza más política; de alguna manera el juez protesta y “no pierde oportunidad para incumplir y dejar de hacer lo que se le ordena”. Otro caso sería el del juez que, por razones culturales, “cree que hay valores superiores a los de la norma que se impone” [80]. La lentitud puede provenir, en ciertos casos, de una especie de fatiga que se acumula, como “un lento agotamiento interno de las conciencias que las hace aquiescentes y resignadas: una creciente pereza moral” [81].

El fenómeno es tan complejo que su origen se ha llegado a diagnosticar como una enfermedad profesional. “Parte de los retrasos injustificados son debidos a trastornos mentales, particularmente a una enfermedad profesional achacable a un exceso de responsabilidad. El exacerbado sentido de la responsabilidad les lleva (a los jueces) a dedicar muchas horas a un caso pero no les ayuda a resolverlo, así que al final se encuentran ante una montaña de trabajo y se angustian más y más" [82].

A esta gran variedad de razones que pueden llevar a los jueces y demás funcionarios judiciales a demorar los procesos habría que sumar obstáculos que dependen de instancias ajenas a la judicatura, de tácticas dilatorias de los abogados o del simple descuido de las partes envueltas en los litigios. Es diciente con relación al último punto una carta enviada por el abogado representante de un grupo jueces y fiscales en una demanda colectiva: “le informo que no todos los jueces afiliados al Colegio han cumplido con el pago de los honorarios pactados, a pesar de los constantes requerimientos para que se pongan al día”. [83]

Si se analizaran en detalle los elementos que afectan la marcha global de los procesos judiciales, lo más probable es que se encuentre una mezcla, variada y cambiante, de todas estas razones. La preponderancia de uno u otro factor de rezago, en un momento y lugar, es un asunto más empírico que teórico. Lo que sí parece arriesgado es suponer, como se hace corrientemente en los programas de reforma, que todos estos elementos tan dispersos se pueden homogeneizar y corregir con una sola herramienta, administrativa, informática o procedimental.

Las explicaciones corrientes sobre la lentitud de la justicia son esencialmente coyunturales. Se supone que la lentitud es un asunto reciente, que se debe resolver de manera acelerada, con medidas de emergencia, algunas ajenas al ámbito del derecho procesal. Parece válida la sospecha que un problema secular, como la morosidad de la justicia, puede tener causas también históricas y ancestrales. En las secciones siguientes se pretende llamar la atención sobre algunos aspectos que se han ignorado en el diagnóstico y las reformas y que podrían ser relevantes. No se busca ofrecer una nueva explicación dominante sobre la morosidad de los procesos. Conviene reiterar que este fenómeno, tan persistente como mal entendido, es un compleja mezcla de elementos que deben ser diagnosticados e intervenidos de manera local y focalizada.

El juez tramitador

Tanto el diagnóstico como, sobre todo, las propuestas de reforma han ignorado el papel secundario que, desde hace siglos, juega el juez en los sistemas legales de tradición romana. En particular, rara vez se aborda la situación del juez como un simple tramitador, con escasa autonomía y sometido a rígidos rituales procesales, sugeridos por la doctrina académica y aprobados por el legislador, pero con escaso insumo de la práctica cotidiana en los juzgados. Además de esta idea del litigio como un simple trámite que el juez debe ejecutar de manera automática, simplemente siguiendo la ley, normalmente se pasa por encima el hecho que, como trámite, un juicio tiene varias peculiaridades que atentan contra la celeridad. Por un lado, en el juicio intervienen dos partes que se enfrentan y una de esas partes puede no estar interesada en que el asunto se resuelva con celeridad. Las gestiones ambientales, o la expedición de licencias urbanas, comparten esa misma característica. Y normalmente toman más tiempo que un trámite para el cual no existe conflicto de intereses entre las partes. La oposición consciente a la celeridad de un juicio puede hacerse de manera abierta, de acuerdo con la ley y los principios, pero también puede ser taimada, astuta o abiertamente ilegal.

El papel casi supletorio que, desde hace siglos, se la ha asignado al juez en los sistemas de tradición civilista, contrasta radicalmente con el que juega en el common law, y podría ayudar a explicar la falta de prontitud, como una consecuencia de la inflexibilidad en los procedimientos. John Merryman argumenta que la tradición de este rol secundario del juez se remonta a la época romana. El iudex fue por mucho tiempo un simple ciudadano con una función arbitral en los litigios que se tramitaban mediante los formularios que suministraba otro funcionario, el praetor. No era un experto en leyes y tenía escasa influencia sobre el derecho. Para los consejos legales acudía al jurisconsulto. Más tarde, en el período imperial, la resolución de litigios cayó cada vez más bajo responsabilidad de funcionarios públicos. Durante la época medieval, y de manera similar a sus colegas ingleses, los jueces continentales tuvieron mayor autonomía e iniciativa, llegando a conformar un derecho común europeo, el ius commune.

Con la revolución francesa, y en particular con la consagración del principio de la separación absoluta de poderes, el papel protagónico y la autonomía del juez fueron drásticamente recortados. Se insistió en que la ley era asunto exclusivo del poder legislativo y se eliminó la posibilidad de que las decisiones judiciales se basaran en la jurisprudencia. Al erradicar el principio de stare decisis, se le negó al juez la posibilidad de interpretar la ley, aunque esta fuera incompleta, contradictoria o confusa. Consecuentemente, el juez volvió a ser un simple tramitador. “La imagen del proceso judicial que emerge es la de una actividad bastante rutinaria. El juez se convierte en una especie de oficinista especializado … Se hace encajar todo el proceso de la decisión judicial en un silogismo de lógica escolástica. La premisa mayor es la ley estatutaria, los hechos constituyen la premisa secundaria, y la conclusión sigue de manera inevitable. En el evento poco probable que se requiera algo de esfuerzo intelectual más sofisticado por parte del juez, se espera que siga instrucciones precisas sobre los límites para la interpretación” [84]. 

La prohibición al juez para interpretar la ley tomó fuerza en Francia con la revolución. Pero no se trataba de una idea novedosa. La famosa afirmación de Montesquieu según la cual el juez es simplemente la boca de la ley, fue inspirada por Cicerón. Además, en la península ibérica, ya la Nueva Recopilación, en 1567, le otorgaba a los reyes el monopolio de la interpretación. “I mandamos que quando quier que alguna duda ocurriere em la interpretación, i declaración de las dichas leyes de Ordenamientos, i Pragmaticas, i Fueros, ò de las Partidas, que en tal caso recurran a Nos, i à los Reyes, que de Nos vinieren para la interpretación dellas; porque Nos, vistas las dichas dudas, declararèmos, i interpretarèmos las dichas leyes” [85].

La visión del sistema legal como una perfecta e idealizada catedral diseñada de manera racional para que con ella se pueda atender cualquier tipo de litigio, y dentro de la cual el rol del juez se limita al de un simple acólito que interpreta de manera mecánica los códigos y, en caso de dudas, acude al cardenal que diseñó la basílica, alcanzó su paroxismo en Prusia a finales del siglo XVIII. Con el código de Federico el Grande, que contenía cerca de 17 mil artículos – el de Napoleon tenía menos de 3 mil- se buscaba suministrar una solución específica y detallada para cada situación concreta. El juez era un ente similar a las versiones iniciales de los robots de inteligencia artificial a las que se les suministraba el modelo del mundo, en este caso un código que supuestamente cubría todas las posibles situaciones ante la ley y el catálogo de las respectivas respuestas.  Se le prohibía pensar para interpretar. En caso de duda, debía dirigirse a una comisión especial creada con tal propósito. Como los grandes proyectos urbanísticos de Le Corbusier, esta ambiciosa e idealizada catedral jamás pudo construirse. Los jueces prusiacos tuvieron que interpretar la ley para resolver los casos concretos pues el código, a pesar del minucioso detalle, no suministraba todas las respuestas. La ideología revolucionaria suponía que la legislación sistemática sería clara, exhaustiva y coherente. Se podría así reducir la labor de juzgar a una aplicación mecánica de la ley. Esta hipótesis básica, fue pronto superada y aplastada por la práctica cotidiana.

El desarrollo de la instancia de casación francesa, palabra que viene de casser –romper, anular- fue el siguiente paso para negarle al juez algo de autonomía. Los problemas y los inconvenientes de conservar en el legislativo la capacidad de interpretación se hicieron evidentes desde el inicio de la codificación. Se temía que una avalancha de dudas y solicitudes triviales de interpretación agobiara a los legisladores. Ante el dilema de tener que responder todas estas dudas o devolverle autonomía a los jueces se optó por crear un órgano del gobierno que anulara las interpretaciones judiciales incorrectas.

Fuera del temor a la intromisión del sistema judicial en la tarea de legislar, que atentaba contra la separación de poderes, se quiso salvaguardar el principio de la seguridad jurídica. Para Merryman, el dogma de la seguridad es el síntoma más inequívoco de la desconfianza en el juez dentro del derecho continental. Mientras en el common law la seguridad y la flexibilidad se han percibido como valores positivos pero contradictorios, que se limitan mutuamente, en la tradición civil el valor supremo ha sido la seguridad y la flexibilidad se ha visto como una serie de inconvenientes que complican la búsqueda del ideal de un derecho inmune a los caprichos de los jueces. En últimas, prima la idea que “si no se ejerce un cuidadoso control sobre la manera como los jueces  interpretan la legislación, la ley será más incierta” [86].

Dada esta ancestral desconfianza hacia el juez, y en particular la obsesión porque no interfiera con la labor legislativa, podría pensarse que en el derecho continental el personaje protagónico es el legislador. De hecho, en la época revolucionaria se pensó poder alcanzar el ideal de un conjunto de códigos tan claros, completos y consistentes que cualquier esfuerzo por interpretarlos sería redundante. En Francia, se llegó a pensar que sobrarían los abogados, y que el Code Civil sería como un libro de consulta doméstico, al alcance de cualquier ciudadano. La creencia en la infaliilidad del legislador ha disminuído notoriamente. En realidad, para el derecho continental, el legislador y con mayor razón el ahora desprestigiado político, ha estado siempre a la sombra de otro personaje mucho más influyente, el jurista académico. Este actor de primera línea del derecho continental es “el mismo que estuvo a cargo de promover la teoría del estado nación, el positivismo legislativo, el principio de la separación de poderes, el estilo y el contenido de la codificación y la visión dominante sobre la naturaleza de la función judicial. El profesor-académico es el verdadero protagonista de la tradición civil del derecho. El derecho civil es el derecho de los profesores” [87]. Esta sagaz afirmación de un derecho fundamentalmente académico en el que, a diferencia del common law, el juez del montón no juega mayor papel protagónico, se podría extender incluso a la justicia constitucional.   Aunque se ha tratado de presentar como el derecho de los jueces, sigue siendo un derecho de magistrados, de clara estirpe académica. 

La preeminencia de los juristas universitarios en el derecho continental también es ancestral. El jurisconsulto romano, que asesoraba al iudex y al praetor, era una especie de experto foráneo al sistema, de reconocido prestigio por su conocimiento legal, pero sin ninguna responsabilidad legislativa o judicial. Sus opiniones tenían gran influencia. La mayor parte de las recopilaciones de Justiniano, influyentes por siglos, fueron obra de jurisconsultos. Luego del resurgimiento del derecho romano en Italia, los responsables del desarrollo del ius commune europeo eran académicos. Fue en la Universidad de Bolonia donde a finales del siglo XI comenzó a desarrollarse la escuela de los glosadores.  En varias épocas, la doctrina proveniente de los centros educativos fue un factor determinante de las decisiones judiciales. En Alemania, era frecuente que algunos casos judiciales se enviaran a las facultades de derecho universitarias para alcanzar una decisión. La mayor parte de los códigos promulgados en Europa y América Latina en el siglo XIX fueron redactados por académicos y estaban, a su vez, basados en tratados académicos de generaciones anteriores. Además, el sustento ideológico de la codificación francesa fueron fuentes filosóficas como las obras de Montesquieu y Rousseau.

Nada más ilustrativo del papel marginal que, en materia de codificación, ha tenido el legislador colombiano en comparación a los expertos académicos que la Ley 117 de 1916 donde se lee, escuetamente, que “se aprueba un contrato de compra de un Código de Procedimiento Civil”. En el mismo sentido, a mediados de los años sesenta, se hallaba en ejecución “un contrato entre el Estado y el civilista Arturo Valencia Zea para la redacción de un proyecto de código civil, que unifique, metodice y distribuya ordenadamente todas las materias que se hallan dispersas en las leyes dictadas después de la adopción del viejo código chileno” [88]. A su vez, el código civil austral, conocido también como el Código de Bello, había sido redactado, casi en solitario, por don Andrés Bello, rector por cerca de veinte años de la Universidad de Chile.

Así, la historia legal de la tradición civil, más que una detallada decripción de las leyes concretas y las instituciones que han actuado bajo contextos políticos, sociales, económicos, históricos, culturales cambiantes es por lo general una discusión de las escuelas de pensamiento y de los debates que, sobre ciertos principios, se han dado entre escuelas rivales. No sorprende, en este contexto, la escasez de trabajos históricos sobre derecho procesal.

Esta peculiar división de tareas dentro del sistema legal ha tenido amplias repercusiones sobre el funcionamiento de la justicia. La primera y más importante es la significativa discrepancia entre lo que debería ser, lo que se ve desde arriba, desde la academia, desde la torre de marfil, y lo que realmente sucede en el terreno, o sea en los juzgados, o en la calle, en los conflictos legales que nunca llegan a la justicia. Persiste un abismo entre lo que se discute conceptualmente como problema y las cuitas cotidianas de la justicia y sus usuarios.

El académico, o el experto foráneo, es quien reflexiona sobre los problemas. Para esto recurre a las teorías disponibles, muchas veces importadas, y muestra cierta tendencia a simplificar y, en particular, a no enredarse con peculiaridades locales como pueden ser los asuntos demográficos, sociales, políticos, económicos o culturales. Muchísimo menos con los sistemas normativos paralelos, informales o ilegales. Eso, sin lugar a dudas, haría demasiado complejo el análisis. El legislador, por su parte,  tiene otro tipo de motivación. Su labor consiste en adaptar la ley a las circunstancias cambiantes. En particular, debe complementar los códigos y perfeccionarlos. Para esto cuenta con la labor de asesoría, de los académicos y expertos. Los jueces, bajo este escenario, “son simplemente los operadores de una máquina diseñada por científicos y construída por legisladores … Cuando se enfrenta a un caso, el juez extrae los hechso relevantes del problema, caracteriza la cuestion legal que presenta el caso, encuentra la legislación apropiada y la aplica al problema en cuestión. A no ser que el científico o el legislador hayan incumplido sus funciones, la tarea del juez es simple; habrá sólo una solución correcta, y no hay campo para el ejercicio discrecional de sus funciones” [89].

La visión jerarquizada de la inteligencia legal en Colombia, con los juristas académicos en la cúspide, el juez en la base y el legislador en el medio, la corrobora la Comisión Asesora del Código de Procedimiento Civil de 1970, cuando al terminar su labor manifestaba que “hubiera deseado acentuar las facultades del juez en la dirección del proceso, pero llegó a la conclusión de que en nuestro país aún muchos jueces no han obtenido un estado de madurez y preparación suficiente para utilizar dichos poderes sin peligro para los derechos de las partes” [90]. Difícil no percibir allí una extraña mezcla de esperanza, desconfianza y paternalismo, similar a la de los padres de adolescentes que desearían unos hijos autónomos y responsables, pero todavía no.

En síntesis, la idea arraigada es que el juez debe limitarse a tramitar las soluciones correctas a los litigios. Esta visión burocratizada de la tarea de juzgar ha sido tan profundamente asimilada que ya hace parte del paisaje judicial. Sólo así se entiende que la evaluación básica del desempeño de los jueces se limite ahora a contar el número de casos que despacha por unidad de tiempo [91]. También es lo que ayuda a explicar que un porcentaje importante de las reformas judiciales con las que se busca, ante todo, agilizar los procesos judiciales, se hayan volcado hacia la contratación de expertos en reingeniería administrativa, logística o en programas informáticos de manejo de expedientes. O que, de manera recurrente, se haya recurrido a remedios legislativos basados en la imposición de plazos más expeditos.

La noción del juez tramitador suscita varias inquietudes. Dejando de lado el debate relacionado con la jurisprudencia como fuente de derecho [92] se puede mencionar primero que, como trámite, un litigio judicial es bastante más complicado que la más compleja de las gestiones administrativas ante la burocracia. Segundo, es útil recordar que para enfrentar y resolver asuntos engorrosos, incluso cuestiones de puro trámite, se requiere algo más que técnica procesal y doctrina. Parecería conveniente que quien tenga que resolver algo tan enredado e impredecible como un litigio judicial cualquiera, o sea el juez, cuente con un mínimo de autonomía y flexibilidad, e incluso con ciertas dosis de mètis. Paradójicamente, esta mayor discrecionalidad, ancestralmente vetada para proteger principios absolutos como la división de poderes o la seguridad jurídica, podría ser la vía para racionalizar e incluso agilizar la administración de justicia.

El burócrata con funciones de juez

La figura complementaria del juez tramitador, burocratizado, es la del burócrata que ejerce labores de juez, el funcionario público que adjudica y resuelve conflictos. Ambas se refuerzan y, tal vez, han contribuido a consolidar la noción, implícita en las reformas obsesionadas por la eficiencia, de la justicia como un simple trámite que siempre conviene agilizar.

Desde el medioevo hispano, las fronteras entre la administración pública, la legislación, y la justicia han sido poco claras. Eso para no mencionar los traslapos con el ámbito religioso. Durante la colonia, aunque la distinción doctrinaria entre ramas del poder fue más nítida, en la práctica había una gran acumulación y mezcla de funciones. Los más altos tribunales eran las audiencias, presididas por el virrey, el gobernador o la autoridad política. En el ámbito municipal o local, la justicia la ejercían los alcaldes ordinarios, designados por el gobierno municipal. Por varios siglos, el oficio de litigante estuvo muy desprestigiado. Se consideraba que los abogados causaban un gran daño como promotores de pleitos. Su presencia estaba prohibida en los tribunales que resolvían los conflictos más usuales [93]. Así, la ocupación preferida por los abogados era la burocracia.

Los juristas criollos jugaron un papel importante en la independencia. Fueron ellos los que la justificaron doctrinariamente y quienes luego redactaron las constituciones y configuraron las naciones independientes.  Como la ley define el poder político, los abogados se especializaron en elaborarla e interpretarla. Para eso, no bastaba con conocer la literatura jurídica, se requerían capacidades de expresión oral y escrita. Estas habilidades convirtieron al abogado en el mejor capacitado para las tareas de gobierno. Era el hombre público. La formación jurídica fue por mucho tiempo una especie de credencial de pertenencia a la élite burocrática y política.

El análisis de los currículos de las facultades de ciencias políticas y jurídicas –no había escuelas de derecho- sugiere que su principal función era suministrar las herramientas necesaria para administrar el Estado. La formación de abogados que pudieran defender causas ante los tribunales se consideraba secundaria y “los jueces que conocían los asuntos más corrientes de la población no eran abogados porque no se lo consideraba útil” [94]. Las facultades formaban generalistas para desempeñar casi cualquier función en la burocracia estatal o la política. Paradójicamente, autores jurídicos importantes, como Andrés Bello, no eran graduados en derecho ni abogados.

Bajo el supuesto que la ley es de obligatorio cumplimiento se daba por descontado que debía configurar las conductas sociales. Si ese no era el caso, no le correspondía al derecho ofrecer explicaciones; se hacía como si el problema no existiese. Tal era la esencia del legalismo. En síntesis, el derecho y la formación jurídica fueron por muchos años las herramientas de formación de un grupo de personajes legalistas y formales –cardenales preocupados por sus catedrales- pero con escasa conexión con los derechos de los ciudadanos, la marcha de la justicia oficial o paralela o todos los bazares informales instalados a su alrededor.

Posteriormente, las políticas desarrollistas adoptadas en la post guerra, y el consecuente aumento del aparato estatal, implicaron la necesidad de una burocracia que ayudara a operar esa maquinaria. “Los ciudadanos requerían licencias, solvencias y permisos o podían obtener exenciones y favores. Los abogados estuvieron listos para ocupar muchas de las posiciones de la expandida burocracia” [95].

Trámites conflictivos

A diferencia de buena parte de las gestiones que se hacen ante la administración pública, como sacar un pasaporte, o un pase de conductor, o conectarse a un servicio público, un litigio judicial tiene la peculiaridad que alguna de las partes envueltas, o un tercero, puede tener interés en que no se resuelva de manera ágil. Definitivamente es más expedito sacar un pasaporte en Colombia –una vuelta de un par de horas- que hacer ese mismo trámite en Cuba [96]. Sería ingenuo no tener en cuenta para explicar esa diferencia la reticencia del gobierno cubano a que sus ciudadanos viajen al exterior, o proponer que, para agilizar dicha gestión, se deba consultar algún texto universitario de management.

Entregar el certificado de antecedentes penales en Guatemala, un trámite que requiere cierta sofisticación tecnológica para la consulta de archivos en distintas entidades oficiales, es ahora una diligencia que tarda media mañana. Es probable que, en ese mismo país, para la misma burocracia, otorgarle la licencia de funcionamiento a un establecimiento comercial que cause algún inconveniente a los vecinos, aunque se requiera simplemente verificar en un mapa si el local se encuentra en una zona urbana que permite ese  uso, se demore bastante más tiempo.

En Colombia, la expedición de licencias ambientales, y en general, la de cualquier permiso que genere algún conflicto, es mucho más demorada que la de, por ejemplo, el pasado judicial. “Quienes tenemos trámites de licencias en entidades como la Secretaría de Salud, el Ministerio de Salud y la Car, trámites que llevan años en curso sin tener respuesta, debemos iniciar otros trámites adicionales o es posible que los expedientes que tenemos allí sean pasados al Minambiente para resolver nuestra situación” [97].

Las observaciones, o las quejas, sobre atrasos en la obtención de este tipo de licencias parecen comunes. “La esperada licencia ambiental para el proyecto portuario de Tribugá, en la ensenada del mismo nombre en aguas del municipio de Nuquí (Chocó), tendrá un trámite que podría tardar hasta dos años” [98]. “La empresa canadiense Greystar Resources Ltd. expresó su malestar por la demora del Ministerio de Ambiente en tomar una decisión formal relacionada con el recurso de reposición que instauró para que le sea aceptado el estudio de impacto ambiental de su proyecto Angostura, ubicado en el departamento de Santander” [99].

Los funcionarios a cargo de la expedición de estas licencias se encuentran frente al dilema típico de cualquier juez ante un litigio: palo porque bogas, palo porque no bogas. El desafío de fallar un juicio es definitivamente más complicado que encontrar la supuesta solución correcta en los códigos. La opinión de un grupo interesado en que no se agilice la expedición de una licencia ambiental cuya demora, por otro lado, puede estar costando un dineral a la contraparte es ilustrativa. “Como lo habíamos anticipado el Ministerio de Ambiente a través de la directora de licencias, Diana Zapata, sin consultar a los directamente afectados y a las organizaciones intervinientes, aceptó nuevamente la modificación de la licencia Ambiental del Proyecto Hidroeléctrico El Quimbo para satisfacer las exigencias y chantajes de las transnacionales Endesa-Emgesa-Enel” [100].

La semejanza de esta situación que podría denominarse trámite conflictivo con la tarea de los jueces se percibe en el tono de las discusiones alrededor de la expedición de tales licencias, que rememoran los litigios judiciales. “Minambiente concilia modificar licencia ambiental a favor de Emgesa y contra los afectados de El Quimbo”. Como un paréntesis, se puede señalar que, en algunos de estos debates, el mismo sistema judicial que para muchos es lento y paquidérmico puede aparecer como demasiado ágil e insensible a los intereses del país. “Lo preocupante es que la justicia viene operando a favor de las transnacionales para garantizar “la confianza inversionista” y lo más probable es que Emgesa contará a su favor con jueces que actuarán de manera similar a los asesores jurídicos y funcionarios de Minambiente, como es el caso del comportamiento  servil e indigno de la directora de licencias quien sigilosamente entrega los bienes de la nación, en un negocio turbio, a espaldas de las comunidades afectadas y de las organizaciones intervinientes”

En síntesis, es costoso decidir que sí se expide una licencia conflictiva, pero también es costoso decidir que no se otorga. Ergo, tal vez puede ser conveniente no decidir, o aplazar al máximo una decisión que, sea cual sea, tendrá contradictores. Esta observación elemental, que casi siempre es menos riesgoso no emitir un juicio que cometer una injusticia, es totalmente ajena al debate contemporáneo sobre la agilidad de la justicia. Pero sí hacía parte de las mordaces descripciones de la labor de los jueces hechas por don Francisco de Quevedo (1580-1645). “En estas el remedio, sanitas: una Justicia parada, detenido el pleito, suspensa años la sentencia. Un pleito sin correr es materia de admiración, ya que no puede serlo de censura … era el Jordán Juicio, y juicio que para, retrocede. Dejar de correr la causa, es tornar el juicio atrás” [101].

En otro de sus escritos retoma la misma idea de lo arriesgado que resulta juzgar. “Los que mandan adquieren nombre y reverencia con administrar la justicia; y así, el juez y el príncipe no tienen otro del que les dan sus acciones: si son rectas la dilatan, sus actos la conservan, una sola injusticia la pierde, las amistades la perjudican” [102].

A pesar de todas sus puyas, Quevedo era muy consciente del dilema entre la agilidad y los procedimientos, siempre lentos, para garantizar ciertos derechos. “No he de salir de aquí hasta que los pleitos se determinen a garrotazos. Que en el tiempo que por falta de letrados se determinaban las causas a cuchilladas, decían que el palo era alcalde, y de ahi vino : Júzguelo el alcalde palo” [103].

Como se señaló, esta intuición de Quevedo, mejor no juzgar que equivocarse juzgando, no hace parte del conjunto de explicaciones actualmente disponibles sobre la morosidad de la justicia.  Para algunos observadores con mètis, sin embargo, el dilema sigue siendo tan pertinente como lo fue en el Siglo de Oro. Y no para cualquier juez promiscuo municipal, sino para la mismísima corte de cortes. “Creo que no habrá referendo. No por abstrusas especulaciones sobre la naturaleza de la democracia y las cláusulas intocables, sino por algo más colombiano: trámite. Esta es la hora en que no han aprobado el acta de la Cámara. En este país, siempre falta un papel, una huella, una notarización, una consularización, una fotocopia, una fotografía tamaño cédula. ¡Carajo! El referendo se hundirá en la maraña del papeleo. Y es la única salida que deja indemne a la Corte. Porque si, por el contrario, lo tumba, se dirá que ha pretermitido la voluntad popular; y si lo aprueba, se le calificará como una simple oficina de Palacio. Si de escoger insulto se trata, mejor moroso que prevaricador” [104].

Así, cualquier proceso judicial, con un demandante y un demandado, es casi por definición conflictivo. Lo más probable es que la agilidad que favorece al uno perjudique al otro. “Con bastante frecuencia en el proceso civil, frente a una parte que tiene prisa, hay otra parte que preferiría en cambio diferir lo más posible la decisión final” [105].  “Los litigantes, cada uno de los cuales cree tener razón o quiere vencer aunque no la tenga procura embrollar los papeles … Es la naturaleza de la litis la que retarda el paso de la justicia … Si uno de los litigantes, normalmente el que pide al juez que cambie el estado de las cosas tiene interés en que se proceda rápidamente, el otro, el que si pierde tendrá que pagar, restituir o entregar tiene interés en lo contrario … y su una providencia del juez no responde a sus deseos cada cual busca por todos los medios hacer que se le revoque o modifique … y así el proceso se arrastra en  medio de una maraña de dificultades que retardan su marcha, agravan el costo y a menudo comprometen el resultado” [106]

En la jerga técnica, un juicio es por lo general un juego de suma cero [107].

En el área penal es donde más problemática resulta la noción que la celeridad es algo necesariamente favorable para todos. La sola idea de justicia penal sumaria ya produce pavor. No sorprende que la percepción de eficacia o burocratización de la justicia dependa de manera crucial de la posición que se ocupa en un juicio. En una encuesta realizada a finales de los ochenta en Guatemala, se encontró que  tan sólo el 3% de los reos opinaban que la justicia estaba burocratizada, contra un 12% de los abogados y un 13% de los jueces. Para el 7% de los detenidos, la justicia Guatemalteca era eficaz, entre los abogados tan sólo el 2% tenían tal opinión [108].

Los procedimientos y el formalismo de la justicia, que es lo que por definición la hace lenta, surgieron, precisamente, para defender los derechos y darle garantías al demandado. “El objeto de los procedimientos es la efectividad de los derechos reconocidos por la ley sustancial” [109]. Así, una justicia demasiado ágil puede ser sinónimo de falta de justicia para una de las partes.

Aclarar las circunstancias en las que surgió un conflicto y fallar a favor de alguna de las partes es una labor no sólo difícil sino dispendiosa, que requiere tiempo, para recopilar pruebas o testimonios. “El juez enfrenta una hipótesis, no sabe cómo ocurrieron las cosas. Si lo supiese, si hubiese estado presente, no sería juez sino testigo. Debe adquirir certeza de que ha ocurrido o no un hecho … Lo que se exige al juez es la atención, hija de la paciencia: el deseo de correr, el fastidio de leer y escuchar, la orgullosa convicción de haber comprendido, son tentaciones contra las cuales no tiene el juez otra defensa que la paciencia” [110].

El plazo razonable para la etapa probatoria no puede considerarse uniforme y homogéneo para todos los procesos, sino que depende de las circunstancias específicas de cada juicio. Es desacertado suponer que los conflictos, todos, encajarán en un cronograma homogéneo diseñado desde las cumbres académicas. En esta dimensión, una justicia demasiado inflexible puede ser equivalente a una justicia sin los suficientes elementos para emitir ciertos fallos complicados. Sorprende bastante, en un ambiente donde se sigue pensando que la agilidad se consigue decretando plazos perentorios, que esta idea de indispensable flexibilidad fuera clara para las Cortes reunidas por Alfonso XI en Alcalá de Henares en 1348. “Quando el demandador para probar la demanda, o el demandado para probar su defensión, dixeren que tienen testigos allende la mar o fuera del Reyno, mandamos que el juez no les de mas plazo de seis meses, para traer ante él los testigos, ó los dichos dellos. Pero si viere el juez que la prueba se puede hacer en tiempo más breve, que le de plazo según su albedrío, en que entendiere que se puede hacer la probanza” [111].

No hace falta suponer, para plantear que la morosidad puede ser la salida menos riesgosa ante la dificultad de tomar una decisión controvertible, que se trate de una acción, o mejor inacción, consciente de un juez. Basta con recordar la sugerencia de Mary Douglas sobre como piensan las instituciones, en el sentido que estas surgieron, precisamente, para ayudar a tomar decisiones difíciles [112]. La morosidad, el excesivo formalismo que, teniendo en cuenta su centenario pedigree, es algo que puede considerarse institucionalizado, estaría sirviendo de tabla de salvación de los jueces que, más que formados, formateados para simplemente tramitar, no para juzgar, no encuentran otra vía más segura de hacerle el quite a la enorme responsabilidad de emitir un juicio y darle la razón a una de las partes en detrimento de la otra.

Se puede sospechar que el juez tramitador que ha sufrido la casi milenaria tradición de desconfianza y falta de autonomía no está en capacidad de asumir los riesgos inherentes a tomar una decisión que dejará descontenta a una de las partes. Para eso se requiere, como mínimo, un juez con mayor autoridad, con mayor sentido de una realidad compleja e incierta, con menos temor a las consecuencias desfavorables de sus fallos, con menor aversión al riesgo, características difíciles de encontrar en un funcionario condenado a la rutina. 

Trámites de oportunistas

Con relación al escenario idealista que, desde la Ilustración, supone que la labor del juez es mecánica, orientada por un silogismo del cual surge una solución adecuada, la situación se complica aún más si se supone que alguna de las partes no sólo se opone a la solución del conflicto sino que lo hace de manera astuta y oportunista, tratando de impedir que se aclaren los hechos. También para Quevedo, en la Hora de Todos, fue claro que las maniobras de las partes son una de las causas de la lentitud los pleitos.

Es normal que el propósito de aclarar los hechos se enfrente con obstáculos de diverso tipo –tecnológicos, contables, testimoniales- pero, en particular, con comportamientos oportunistas, frente a los cuales sería conveniente no sólo cierta flexibilidad por parte del juez para conducir el proceso sino, además, una dosis mínima de mètis para detectar y controlar las astucias de las partes del juicio. Un par de casos concretos ayudarán a ilustrar esta observación. No se trata de casos extraordinarios sino que, por el contrario, se podrían considerar, al menos en apariencia, totalmente rutinarios. El primero es un banal juicio ejecutivo hipotecario. El segundo, una acción de tutela interpuesta por una familia a quien le había sido suspendido el servicio de agua por falta de pago.

Como se vio, la dinámica de los juicios ejecutivos hipotecarios en varios países ha estado ligada a una importante expansión –a veces boom- del sector inmobiliario, precedida de una desregulación financiera, y a una posterior destorcida económica que contrae los ingresos, corrige la burbuja de precios de la propiedad raíz, repercute sobre la cartera morosa y eleva el flujo de litigios hacia los juzgados. Así ocurrió a principios de la década en Ecuador y Colombia, y así está ocurriendo en la actualidad en Estados Unidos y España. El prototipo de los personajes envueltos en este tipo de juicio son la entidad financiera como demandante y, como contraparte, el deudor afectado por la crisis económica. Incluso para este escenario idealizado y homogéneo, es fácil imaginar diferencias entre los demandados con repercusiones importantes sobre la consideración de la agilidad como una cualidad deseable de la justicia.  No es lo mismo ejecutar de manera pronta y eficaz a un gran conglomerado empresarial en cesación de pagos que deberá subastar alguna de sus oficinas que embargar la vivienda de habitación de una familia  golpeada por el desempleo.

Por otro lado, dentro de la misma categoría de juicios, los ejecutivos hipotecarios, puede haber casos que no encajan en el prototipo. Es ilustrativo detenerse en uno de ellos [113].  Una señora, Lourdes, laboró por varios años con la empresa E Ltda y se apropió indebidamente de una suma ligeramente superior a los tres millones de pesos. La empresa descubrió el fraude y amenazó con demandarla penalmente. Para que la empresa no acudiera a la justicia penal, Ubaldo,  padre de Lourdes, asumió la deuda y se comprometió a pagarla en cuotas semanales. Para garantizar esa deuda, se hizo una hipoteca sobre un inmueble de propiedad de Rebeca, una medio hermana de Lourdes.

Ubaldo incumplió sus pagos desde la primera cuota acordada. La empresa E Ltda promovió ante un Juzgado Civil un proceso ejecutivo hipotecario, ante el cual Rebeca interpuso la excepción “inexistencia de la obligación”. Argumentaba que la hipoteca estaba viciada por fuerza moral, pues ella había sido coaccionada a dar la garantía para salvar a su medio hermana de un proceso penal. En un proceso separado, Rebeca y Ubaldo  demandaron la nulidad de la hipoteca.

La sociedad E Ltda acudió entonces a la justicia penal. El proceso encontró a Lourdes responsable de falsedad y daño en patrimonio económico. La sentencia fue confirmada en segunda instancia. Sin esperar los resultados del proceso penal, el juzgado civil resolvió favorablemente el proceso de nulidad e invalidó la hipoteca. En un recurso de revisión, el otro juzgado civil donde cursaba el ejecutivo hipotecario no tuvo en cuenta las sentencias penales pero sí la de nulidad y declaró la “inexistencia de obligación”. Esa sentencia fue confirmada en segunda instancia.

En forma independiente del análisis jurídico de este caso, lo que vale la pena enfatizar es, primero, lo pernicioso que puede ser el énfasis exclusivo en la agilidad de la justicia civil. Segundo, y más pertinente, es que para un manejo razonable, justo, de un caso como este resulta indispensable la capacidad para detectar cual de las dos partes envueltas en el conflicto está siendo oportunista. En el caso resumido en la sentencia de la Corte queda claro que la empresa E Ltda actuó debidamente frente a una familia deshonesta. Ante casi los mismos hechos, con sólo cambiar cual es la parte oportunista -una empresa deshonesta frente a una familia honrada- el mismo conjunto de procesos llevan a una valoración de la situación radicalmente distinta. Se puede pensar, por ejemplo, en un escenario en el que Lourdes no robó sino que fue engañada –por la empresa o algún compañero de trabajo- y que la empresa, una vez hipotecada la casa de Rebeca y protegida la deuda, amenaza con una demanda penal para obtener ventajas adicionales. Y que el incumplimiento en los pagos por parte de Ubaldo se debe a que, atormentado por la situación, pierde su empleo. Estas pequeñas alteraciones no son simples sutilezas, sino que alteran de manera radical el escenario del juicio, y la pertinencia de la noción de celeridad de los procesos. Es apenas sensato suponer que tales variaciones no sólo existen sino que pueden ser numerosas y, sobre todo, totalmente impredecibles. Y que no pueden detectarse y resolverse desde arriba, con la legislación, sino caso por caso, y por parte de los jueces.

Otro caso concreto es útil para ilustrar la observación anterior de la ubicuidad de los oportunistas en el sistema judicial y la conveniencia de un tratamiento caso por caso para detectarlos [114]. Una mujer, CMO, interpuso una acción de tutela contra las Empresas Públicas de Neiva (EPN) que le habían suspendido el servicio de agua. Previamente, tras varias moras en el pago, CMO y las EPN habían llegado a un acuerdo de refinanciación de la deuda. En el trámite de primera instancia,  las EPN expusieron su versión de los hechos. Como era fácil prever, hubo discrepancia en las versiones sobre quien había incumplido el arreglo. El fallo de primera instancia negó la tutela. La demandante lo impugnó y el juez de segunda instancia confirmó la primera sentencia. La Corte Constitucional decidió revisar el caso y decretó la práctica de pruebas, entre las que incluyó una inspección al inmueble donde vivía la demandante. En esa inspección se  obtuvo la que terminó siendo la prueba definitiva para el fallo de la Corte: que la demandante gozaba del servicio de agua reconectado de manera ilegal. Además, esta evidencia se obtuvo por pura casualidad. El día de la inspección se encontraba allí la hermana de la demandante quien, al preguntársele si la suspensión del servicio había puesto en peligro la salud de los ocupantes, no tuvo reparo en señalar que “la salud de los  habitantes del inmueble no se ha visto perjudicada por el servicio de agua,  pues éste ha sido continuo y en ningún momento ha sido objeto de suspensión  alguna”.

Resulta claro que el papel secundario de tramitador al que ha sido condenado el juez civilista no es el más idóneo para detectar y filtrar oportunismos. Algo de métis y, como mínimo, mayor autonomía y flexibilidad de las aconsejadas por Montesquieu parecerían convenientes.

La caza del zorro

En el mundo animal son frecuentes las situaciones en las que las relaciones desequilibradas se revierten gracias a la métis. A su vez, cuando el ser humano se enfrenta con ciertos animales astutos debe tratar de superarlos en esa misma dimensión. En los Tratados de la Pesca y de la Caza,  el poeta griego Opiano de Cilicia señala que en esos terrenos sólo se puede vencer con la mètis. Tanto el pescador como el cazador deben tener agilidad, flexibilidad, movilidad. Se debe también ser vigoroso, resistente a la fatiga. Una cualidad importante es el disimulo, el arte de ver sin ser visto; ser silencioso pero siempre atento, permanecer invisible. Otra aptitud necesaria es la vigilancia, los ojos abiertos, los sentidos despiertos, nunca ceder ante el sueño.

En su tratado sobre la Inteligencia de los Animales, Plutarco insiste en el punto que la caza desarrolla la habilidad y la inteligencia práctica. Por la misma razón, en sus Leyes, Platón condena la práctica de la pesca y de la caza, con redes o con trampas, puesto que tales técnicas afinan la astucia, el engaño y la duplicidad, que son contrarias a las virtudes que deben tener los buenos ciudadanos [115].

Es imposible pretender que las leyes procesales lleguen a considerar, de manera exhaustiva, todas las posibles maniobras dilatorias, o las astucias de las partes en la recolección de pruebas. Para filtrar este tipo de conductas que empantanan o desvían los procesos parece indispensable que el juez tenga un mínimo de mètis lo que a su vez, requiere, por definición, una gran flexibilidad procesal. Pensando en otras actividades que requieren mètis, sería un despropósito como estrategia para estimular la pesca, por ejemplo, establecer plazos perentorios y homogéneos para todos los pescadores, en todas las circunstancias. Corresponde sólo al pescador, en cada una de sus faenas, la evaluación continua y precisa de todas las circunstancias que afectan su labor y de la conducta de su adversario.

Es fácil sospechar que, en los estrados judiciales colombianos, entre demandantes, demandados y abogados, no son escasos los oportunistas, los personajes dotados de métis, tanto de astuto zorro como de inaprensible y resbaladizo pulpo. También parece obvio que el papel de simple tramitador de procesos al que el sistema legal ha condenado al juez es insuficiente para enfrentar este tipo de situaciones, conflictivas, llenas de astucias y opacidades.

Por otro lado, no es prudente ignorar que los jueces colombianos, como todos sus compatriotas, han sido educados en la cultura del atajo, y que los libros y apuntes de filosofía del derecho tal vez han sido insuficientes para contrarrestar la malicia y la astucia que casi por ósmosis se adquieren educándose en Colombia. Al tener esto en cuenta, surge el temor que los jueces con algo de mètis, al verse limitados a labores rutinarias de trámite, sin espacio para ser creativos y astutos en sus funciones, sean atraídos por organizaciones en las que tal tipo de aptitudes no estén proscritas y, por el contrario, sean muy rentables. Reportes de prensa recientes sugieren que este incómodo escenario no es ciencia ficción. “Decenas de jueces a través de embargos han desangrado las finanzas de los municipios. Se teme que haya una mafia enquistada en los tribunales ... En Chocó y la costa se han dado los peores casos, donde un solo funcionario judicial ha paralizado hasta 20.000 millones de pesos … La presidenta de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, Julia Emma Garzón, dice que dos salas especiales que se crearon para sacar adelante las investigaciones a jueces están desbordadas por tanta denuncia” [116].

Enseñanza del derecho y corrección de errores

Varios factores han contribuido a consolidar y perpetuar el escenario del juez tramitador, al que se supervisa de cerca pero a la vez se le pide que falle en derecho, de manera expedita, en un entorno congestionado y opaco. Pero son dos los que mejor ayudan a entender la persistencia de este formalismo tan impermeable a los hechos. Por un lado, la manera como se enseña el derecho y por el otro, la peculiaridad de los mecanismos para detectar y corregir las imperfecciones del sistema legal.

Con relación al primer punto, Merryman plantea que, en la tradición civilista, la médula del problema se encuentra en el exagerado protagonismo de los juristas académicos. “Los legisladores, los ejecutivos, los administradores, los jueces y los abogados están bajo su influencia. Él moldea la tradición civil del derecho y los materiales formales del derecho en un modelo del sistema legal. Él enseña este modelo a los estudiantes de derecho y escribe sobre el mismo modelo en sus libros y artículos. Los legisladores y los jueces aceptan sus ideas de lo que es el derecho y, cuando hacen o aplican la ley, usan los conceptos que él ha desarrollado. Así, aunque la doctrina legal académica no es una fuente de derecho, posee una inmensa autoridad … Es razonablemente acertado afirmar que el derecho es lo que los juristas académicos dicen que es” [117].

El segundo factor, igualmente relevante pero menos analizado, tiene que ver con la manera como se encuentran y se enmiendan los gazapos o errores del sistema legal. Vale la pena al respecto recordar que es precisamente en la actitud hacia la crítica y el tratamiento de los errores que se centra la mayor discrepancia entre el enfoque catedral y el enfoque bazar para los programas informáticos. Mientras que para los promotores de catedrales, los cardenales, señalar un eventual error se toma en esencia como un ataque contra todo el sistema, como un llamado a que éste sea cambiado por uno realmente funcional, para los promotores de bazares hablar de un error y cómo enmendarlo hace parte de la rutina cotidiana, una especie de mantenimiento continuo. En lugar de verlo como una temible amenaza, este mismo proceso se ve como el verdadero potencial del sistema, su capacidad de adaptarse a un medio cambiante. En los bazares, descubrir un error no se percibe como síntoma de debilidad sino como una posibilidad de refinamiento.

En la tradición del derecho continental, la búsqueda de los errores en el sistema legal ha sido siempre un asunto conceptual, doctrinario y trascendental, bastante alejado de la labor pedestre y rutinaria de administrar justicia. “La función primaria de la legislación es la de suplementar los códigos en lo que sea necesario para perfeccionar la legislación previa, incluyendo los mismo códigos, en aquellos puntos en los que la continua investigación de los juristas académicos muestra que existen defectos. Si la legislatura sigue las instrucciones de los juristas, podrá evitar los riesgos de una legislación incompleta o falta de claridad y producir una legislación que sea sistemática y, de acuerdo con los criterios de la doctrina, válida” [118].

En forma paralela al diseño de software con el concepto de programación estructurada, el centro principal de desarrollo del sistema legal se encuentra en una exclusiva y cerrada sala de diseño, donde la pretensión constante es preparar la siguiente versión del código, una nueva catedral, a la que se agregue la totalidad del conocimiento doctrinario disponible. Se ratifica así el rol protagónico de los expertos, los juristas académicos, y el papel secundario de los operadores, los jueces y los litigantes. De estos se espera simplemente que, cuando esté lista, adopten la nueva versión mejorada de la legislación. En lugar de un proceso continuo y evolutivo de corrección de errores, el desarrollo del sistema legal se da por medio de grandes saltos y uno que otro revolcón. No sorprende que la mentalidad cardenalicia sea tan aversa a la crítica -demasiada hibris- y tan insensible a la práctica cotidiana, o sea con muy poca mètis.

En abierto contraste con el sistema de tradición civil en el que la teoría jurídica y los académicos ocupan el lugar predominante, la historia del common law es indisociable de la de sus practicantes. Unos sucesores de los counters, los llamados barristers, han sido por siglos los responsables de conducir los procesos. Su papel ha sido determinante no sólo por el conocimiento del procedimiento civil o por las competencias para la presentación de los hechos ante el jurado sino porque ha sido entre los barristers más experimentados que, en medio de una nominación muy prestigiosa, se han escogido los jueces del common law. La escuela judicial en Inglaterra ha sido, en esencia, el bar.

Desde épocas tempranas, los practicantes del derecho inglés se reunían en casas, llamadas inns, situadas al oeste de la capital, en donde se alojaban también los aprendices del oficio. Cuatro de estos sitios, conocidos desde 1425 como ynnes of court se fueron consolidando para asegurar la transmisión de los saberes legales. Aún en la actualidad, cada barrister debe pertenecer a uno de los inns y adoptar convenciones que enmarcan su vida tanto profesional como social.  De manera similar a como los griegos consideraban que se transmitía la métis, a través del estrecho contacto entre practicantes y aprendices, se ha caracterizado el aprendizaje del common law como una mezcla de hábitos, costumbres, instrucciones y saber hacer basados más en la práctica cotidiana, la experiencia  y la transmisión directa de maestros a aprendices que en la educación formal.

Fuera de la enseñanza, o mejo la transmisión de los saberes, otro punto crucial de diferencia entre la tradición civilista y el common law tiene que ver con el papel que juega la doctrina y la teoría académica del derecho. Por mucho tiempo, las exigencias para el ejercicio del derecho en Inglaterra se limitaron a cierto número de cenas en uno de los inns complementadas con un pago monetario. Aunque en Oxford y Cambridge se aprendía derecho romano, esta formación estaba destinada a futuros clérigos y no a quienes aspiraban a dominar el common law. Sólo a mediados del siglo XIX, bajo la influencia de reputadas escuelas de leyes de universidades norteamericanas como Harvard o Yale, empezó a abrirse paso la formación de abogados en el sistema de educación formal inglés. A pesar de lo anterior, tanto las universidades como la comunidad de abogados en Inglaterra han permanecido bastante refractarios a la intelectualización del derecho y en particular a que se establezca como un disciplina lógicamente congruente y estructurada. Este aparente desorden y desafío a la lógica jurídica de otras latitudes ha sido defendido de manera recurrente por jueces ingleses como algo indispensable para enfrentar  la diversidad y complejidad de los conflictos cotidianos y para poder contar con un derecho pragmático y una justicia puntual capaz de resolverlos, así como de adaptarse a sus frecuentes cambios. “El common law inglés no se desarrolló en función de ejes rigurosamente lógicos y si alguna vez la lógica llevara a la corte por un camino sembrado de emboscadas prácticas, esta no dudaría en desviarse para buscar la solución pragmática que serviría mejor las necesidades de la sociedad”. “Los argumentos basados en la coherencia son susceptibles de inducir al error”. “El hecho que una doctrina no concuerde lógicamente con otras no es un motivo para rechazarla”. “Un razonamiento conceptual puede llevar a una conclusion absurda” [119]. En síntesis, “abogados y autores ingleses han mostrado cierta tendencia a considerar el hecho de ser ilógico como una virtud y han atribuído esta virtud a su derecho; ser lógico es una excéntrica disposición continental a la cual los ingleses, más bien dotados de sentido común, no se exponen sin riesgos ni peligros” [120].

La aparente irracionalidad del common law ha sido obviamente criticada por ilustrados analistas, como Tocqueville o Bentham. Para el primero, los ingleses tenían “grandes dificultades para captar ideas generales e indefinidas. Juzgan particularmente bien los hechos de hoy, pero las tendnecias de los hechos y sus consecuencias alejadas se les escapan” [121].  Aún más mordaz fue Max Weber, para quien la justicia empírica del common law, basada en la analogía, apoyada en los precedentes, y en oposición a la justicia racional basada en nociones jurídicas rigurosamente formales, presenta diferencias apenas leves con la justicia vinculada a tradiciones sagradas. No dudó en asimilarla a una justicia de segunda categoría. “En Inglaterra, por ejemplo, una vasta capa inferior de la justicia sigue correspondiendo todavía al tipo de justicia de Cadí en una proporción que los países del Continente no comprenden fácilmente” [122]. Esta justicia de Cadí, la de los “juicios salomónicos tal como los practicaron Salomón y Sancho panza en la Ínsula Barataria” se refiere a las acciones de un juez que, en los territorios musulmanes, aplica la sharia, o sea la ley musulmana inspirada en el Islam pero no irrefutable como el Corán. Una ilustración de la calidad de esta justicia la brinda un cuento de la Mil y Una Noches, La Historia de Alí Cogia, en el cual el califa constata que un niño jugando a la réplica del juicio a un mercader, falla con mayor tino, y mucha más métis en la recolección de pruebas, que el precipitado e ingenuo cadí [123].

En una tónica menos peyorativa el mismo Weber señala varias limitaciones del common law. La primera tiene que ver con la falta de acceso a la justicia. Fuera de la justicia de Cadí local que se encargaba de los asuntos cotidianos, lo costoso de la administración de justicia en la que intervenían abogados significaba, “para los desposeídos una denegación real de justicia, que en gran medida favorecía los intereses de las capas poseedoras e incluso de los capitalistas … Justicia formal para los conflictos internos de la propia capa, arbitrariedad o denegación de justicia a los económicamente débiles” [124].

En segundo lugar, Weber considera que la falta de sistematización y racionalización del derecho en Inglaterra se explica fundamentalmente por el poder del estamento de los abogados, “que nunca permitió que se tocaran las instituciones jurídicas nacionales. Dominaba éste la enseñanza del derecho, salían de sus seno (y salen hoy todavía) los jueces, e impidió, por consiguiente que en las universidades inglesas se enseñara derecho romano, con el fin de que no llegaran a las poltronas de los jueces personas que no salieran de sus filas” [125]. Esta presión gremial, sobre todo en lo referente a anular la competencia de las universidades –algo que no lograron, por ejemplo, los notarios italianos- fue posible gracias a la centralización del poder y en particular a la concentración de la administración de justicia en los tribunales del rey.  El poder de los abogados ingleses también habría llevado, en defensa de intereses económicos en relación con sus honorarios, a la falta de registro catastral y, por ende, a la carencia de un mercado de crédito hipotecario racional.

No sorprende que el paralelo con la idea de la evolución natural de las especies haya sido tan bien acogido por jueces y juristas del common law, incluso en los extremos opuestos del espectro político [126].  Un presidente del Tribunal Supremo Canadiense profundiza la analogía, al explicar por qué la jurisprudencia -que surge de abajo- tiende a ser más paulatina y menos propensa a los cambios radicales que la tarea legislativa. “El proceso de cambio es lento y gradual y se basa en el mecanismo de extender un principio existente a nuevas circunstancias … Los tribunales por lo general rechazan la introducción de cambios mayores y de largo alcance. Hay varias razones que explican esta renuencia a cambiar de manera dramática el marco legal establecido. El tribunal puede no estar en la mejor posición para evaluar las deficiencias en la ley existente, y mucho menos los problemas relacionados con los cambios que le pueda introducir. El Tribual tiene ante sí un sólo caso particular; cambios importantes en las leyes deben promoverse bajo una visión más amplia de cómo las normas operan en la generalidad de los casos. Además, el Tribunal puede no estar en capacidad de apreciar en todo su alcance los asuntos económicos o de política implícitos en las decisiones que debe tomar. Los cambios importantes en la ley implican el diseño de normas secundarias y procedimentales relevante para su implementación, una labor que se lleva a cabo mejor mediante consultas entre jueces y abogados que por decreto judicial … Este tipo de consideraciones también sugieren que los cambios profundos a las leyes deben ser responsabilidad del legislativo” [127].

Los argumentos de este juez resumen la visión del common law no sólo como sistema legal sino como una guía para las labores cotidianas del  juez individual. Crecimiento lento, extensión basada en unos pocos principios básicos, revisión permanente y cautelosa pero, sobre todo, desarrollo progresivo. En síntesis, un enfoque bastante más bazar que catedral.

Inflexibilidad, falta de métis y morosidad

Es fácil argumentar que la inflexibilidad y el apego irrestricto a manuales formales de procedimiento constituyen una vacuna contra la métis. Nada más alejado de la astucia que una persona condenada al trámite, sin mayor autonomía. Bastante menos intuitiva es la observación que la inflexibilidad y la consecuente falta de mètis pueden ser elementos favorables a la morosidad. Un primer argumento a favor de esta idea tiene que ver con la diferencia entre la agilidad de un juicio individual y la eficacia del sistema global. Aún aceptando que la mayor flexibilidad necesaria para detectar la parte oportunista de un litigio implique un retraso adicional, ese esfuerzo puede ser la clave para evitar una ineficacia mayor del sistema judicial en su conjunto. El caso señalado de la mujer que, conectada de contrabando, promovió una acción de tutela para obtener la reconexión de su servicio sirve para ilustrar este punto. Los diez días  de la primera instancia, más los diez días de la impugnación, más los tres meses que requirió la Corte Constitucional para recopilar las pruebas en la revisión del caso hubieran podido acortarse si el juez inicial hubiera tenido un plazo suficiente para filtrar la argucia desde la primera instancia. Este caso, que puede intuirse no es excepcional, sirve para sugerir que no siempre los plazos fijados desde arriba, por perentorios que sean, contribuyen a la agilidad del sistema.

Otro argumento para vincular la inflexibilidad con la morosidad es más directo. Sin capacidad para detectar y controlar al oportunista, una consecuencia inevitable de la falta de autonomía, ningún juez podrá tener confianza en sus fallos. La disculpa para escudarse en cualquier formalismo se torna por lo tanto más atractiva. Mejor moroso que injusto, como bien intuía don Francisco de Quevedo.

No sorprende entonces que, desde hace varias décadas, reputados civilistas experimentados en litigios hayan promovido la idea de darle más discrecionalidad y flexibilidad a los jueces. “El derecho subjetivo es cosa de las partes, pero no es cosa de las partes el buen funcionamiento del proceso porque interesa a la sociedad el hecho de que se obtenga una administración de justicia lo más ordenada, justa y pronta posible … Libres las partes de acordar lo que se les antoje … pero aún con pleno respeto por esas libertades se puede pensar muy bien sin embargo instituir un ordenamiento procesal en el cual el juez, en los límites del poder dispositivo de las partes, o sea en los límites de las susodichas libertades privadas puede y debe estar munido de la autoridad necesaria para evitar abusos y para ejercer adecuadamente su función pública de impartir justicia. Los conquistadores normandos de Inglaterra colocaron las bases hace nueve siglos para un ordenamiento semejante y lo mismo sucedió, hace dos mil años, en la república romana” [128].

Sin embargo en Colombia, y en general en los países civilistas, en lugar de otorgarle autonomía a los jueces, con las reformas se ha tratado de obtener una mayor regularidad y rapidez de los procesos, buscando que este se concrete a unas etapas esenciales, cada una de ellas limitada a un término perentorio fijado por la norma, pero en detrimento de las exigencias concretas y mutables de cada caso.

Desde el punto de vista de la agilidad, resulta arriesgado pretender que un juez tenga la capacidad para distinguir las maniobras dilatorias de las solicitudes razonables de defensa de los derechos sin un mínimo de flexibilidad. “Es un hecho que la dirección formal o técnica de un proceso debería estar confiada, más que a normas generales y abstractas, al criterio discrecional del juez, como justamente sucede en el procedimiento inglés … En el procedimiento romano puro las partes eran libres para determinar la materia del juicio pero en cuanto a la dirección formal del procedimiento ella estaba confiada al órgano juzgador cuyo papel era todo lo contrario de un papel puramente pasivo” [129].

En el common law también se han destacado las ventajas de otorgarle al juez un margen suficiente de discrecionalidad procesal. Así lo manifiesta el jurista norteamericano Roscoe Pound. “Debemos dejarle al magistrado el poder de satisfacer las exigencias de la justicia en casos concretos. Debemos confiar que un juez use honesta e imparcialmente la discreción sin la cual los juicios serán siempre demorados, costosos e insatisfactorios. Porque siempre se debe recordar que la justicia está hecha de casos individuales” [130]. Para Pound, era claro que  el exceso de normas procesales que se dió en los Estados Unidos a finales del siglo XIX -“una masa de legislación detallada que busca no dejarle nada al juez” [131]- y que había surgido como reacción a la insatisfacción con la administración de justicia, dejó sin resolver los problemas. Además, tratando de regular desde arriba todo lo que hacía el juez, casi paralizó la justicia.

En síntesis, parecería que la condición más pertinente para que un juez pueda aclarar satisfactoriamente los hechos y dictar una sentencia en un plazo razonable, es una mayor discrecionalidad sobre los asuntos procesales, incluyendo los términos, y no sólo, como empieza a hacer la justicia constitucional, sobre la interpretación sustancial de las normas. Incluso dentro de un conjunto aparentemente homogéneo de procesos –por ejemplo los juicios ejecutivos hipotecarios- cabe pensar en una gran variedad de estrategias de las partes para llevarlos, o en una amplia gama de obstáculos para recabar las pruebas. La diversidad de eventos imprevistos que pueden afectar un mismo tipo de juicio es tan amplia como la imaginación. La posibilidad que un código de procedimiento pueda especificar todos y cada uno de las posibles azares o argucias, sugiera remedios y decrete unos plazos adecuados es no sólo lejana sino prácticamente nula. Y, para un juez tramitador sin mayor autonomía, un caso complejo no contemplado explícitamente en el código procesal se convierte en una clara invitación a la parálisis del trámite. Para citar un caso reciente, se puede traer a colación al energúmeno y decidido deudor que, en Texas, decidió derribar con un bulldózer su vivienda para impedir que el Banco se quedara con ella [132].

De todas maneras, como se señaló, no cabe duda que el problema de la morosidad es enormemente variado y complejo. Lo más seguro es que no exista una explicación global que abarque todos los casos. No sorprende que el consenso sobre el por qué de los rezagos en el derecho de raíz hispánica siga siendo extremadamente esquivo, incluso entre quienes, por experiencia, deberían tener algunas ideas o hipótesis compartidas al respecto. En una encuesta realizada en España a un poco más de 1500 jueces en el 2005 y el 2007 sobre lo que, en opinión de ellos, era el factor que en mayor medida contribuía “a los retrasos excesivos en su jurisdicción” se encontró que la variedad de razones aducidas era tal que “que no hay ninguna categoría clara y que agrupe a un porcentaje mayoritario … (las categorías)  son muchas para determinar los dos o tres principales problemas.”. La categoría más frecuente, con más del 26% es “no contesta” [133].

Oralidad, mediación y celeridad de la Justicia

Las reflexiones anteriores sobre los dilemas entre procedimientos lentos y arbitrariedad, entre agilidad y calidad de la justicia, o la asociación entre morosidad e inflexibilidad, no deben interpretarse como un argumento a favor del statu quo en cuanto a la duración de los procesos en Colombia. Aún en el ámbito latinoamericano, la justicia civil colombiana parece mucho, muchísimo, más demorada, que la de los países con un nivel de desarrollo similar. Un juicio ejecutivo hipotecario, que en Colombia dura varios años, tarda en la actualidad unos pocos meses en el Ecuador. Difícil argumentar que toda la diferencia radica en mayores garantías. Es inevitable abordar el problema de la excesiva morosidad de los procesos civiles en el país.

Parece de Perogrullo, pero para acelerar de manera significativa y generalizada los procesos parecería necesario introducir cambios a los procedimientos que los hacen lentos. Sobre esta observación tan obvia no hay consenso. Ha tomado fuerza en los últimos años un enfoque organizacional, no procedimental, de la justicia que le ha apostado a la idea que con ajustes administrativos y mejor tecnología informática para manejar los expedientes, se podrían acortar los tiempos de los procesos. A pesar de que en los tres países visitados se invirtieron cuantiosos recursos bajo este supuesto, ni en Guatemala, ni en Colombia, ni en Ecuador se ha hecho una validación sistemática de que la reingeniería contribuye de manera significativa y permanente a disminuir la morosidad de la justicia. Tampoco es fácil encontrar, para otros países y otras jurisdicciones, una evaluación convincente del supuesto que los cambios organizacionales, o la informatización, tienen un impacto perceptible y duradero sobre la celeridad de la justicia.

Parecería haber tan sólo dos salidas globales para acortar la duración de los juicios: la de evitarlos o, como se hizo en el ámbito penal, la de cambiar el procedimiento para agilizarlo. La tendencia actual en los tres países visitados, y en América Latina, es, para lo primero, la Resolución Alternativa de Conflictos (RAC) y para lo segundo, la oralidad de los procesos.

La asociación que se hace en la actualidad entre la oralidad de los procesos y su agilidad tampoco es nueva. En 1594, Felipe II, al definir los montos para los procesos por “pequeñas causas” ordenaba que en estos, “no se asiente por escrito sino la condenación o absolución; y no se admitan escritos, ni alegaciones de los abogados” [134]. Es claro que en ese entonces, como ahora, oralidad era sinónimo de mayor informalidad, y menos procedimientos en los juicios.

En la naciente jurisdicción de la República se señala también la conveniencia de la oralidad para los juicios menores. “Las demandas civiles de menor cuantía son de competencia privativa de los alcaldes parroquiales quienes podrán pronunciar sentencias por sí solos, sin dictamen de letrado. Las demandas de mayor cuantía deben proponerse por escrito” [135].

La reducción en el tiempo para resolver un conflicto orientándolo hacia medios alternativos de resolución parece ser sustancial. Sobre esta observación hay consenso entre todas las personas entrevistadas. Para la directora del Centro de Mediación de Cuenca, por ejemplo, la reducción del tiempo en los casos de familia puede alcanzar el 90%. “Como yo venía de un juzgado, yo sabía de la lentitud del trámite. Pero no por la gente que trabaja ahí sino por las mismas cuestiones legales, por los procedimientos … En temas de pensiones alimenticias la gente tenía que presentar el proceso pidiendo alimentos, que se tramite el proceso, el juicio … eso demoraba alrededor de siete u ocho meses. Acá, en mediación, se hacía un mini juicio que demoraba, exagerando, quince días. Sí había una diferencia” [136].

Los ahorros en tiempo parecen ser igualmente significativos con los procedimientos orales. Para la Juez 44 Civil del Circuito de Bogotá, el mismo caso de responsabilidad civil extracontractual por accidente de tráfico que por la vía ordinaria puede tardar hasta una década, con la oralidad que se está ensayando como proyecto piloto en su juzgado “eso mismo póngale hoy 6 o 7 meses, y le estoy hablando de demora … Todo depende de los abogados”  [137].

Aunque, como es común en la justicia, no existe información sistemática que permita contrastar la hipótesis que la oralidad permite un incremento significativo en la celeridad de los procesos, hay testimonios dispersos que apuntan en esa dirección. Según Angélica Fallas, jueza coordinadora del Tribunal de Trabajo de Menor Cuantía de Heredia, en Costa Rica, en dónde desde Marzo de 2008 se aplica la oralidad, “los procesos pasan a tener un tiempo de duración de máximo mes y medio. De la manera tradicional se duraba alrededor de un año” [138].

En México, el primer juicio oral que se realizó, en el 2005, fue en el municipio de Montemorelos, Nuevo León. “En aproximadamente 13 horas, el juez Francisco Sáenz dictó sentencia en el caso de homicidio imprudencial y lesiones cometido contra dos personas. El fallo habría tardado al menos tres meses, de haberse dictado bajo el sistema tradicional de juicio escrito” [139].

Un detallado estudio sobre los procesos penales en Argentina, a diez años de la implantación del sistema oral [140] demuestra lo compleja que puede ser la aparentemente simple tarea de medir la duración de los juicios, pero no permite hacer una comparación con el régimen anterior. Otro minucioso análisis de tiempos en otra de las jurisdicciones en dónde están más avanzados los procesos orales, el ramo laboral, a pesar de que afirma que contribuye a la celeridad no permite cuantificar el ahorro en tiempo y, de nuevo, demuestra lo complejo que puede ser el problema de medición de la duración de los procesos, incluso cuando se trata de una muestra de casos relativamente homogéneos [141]. Al lanzar un proyecto piloto de oralidad en los procesos laborales, el Consejo Superior de la Judicatura estima que la duración podrá pasar de unos cuatro años a un par de meses [142].

La Cumbre Judicial Iberoamericana (CJI) elaboró un cuestionario para el diagnóstico de la oralidad en 16 países latinoamericanos y concluye que “prácticamente todos los países declaran que la aplicación del sistema oral lográ la agilización de los procesos así como la reducción de la mora judicial … se considera importante en algunos ordenamientos la implementación de mecanismos alternativos que eviten la celebración del juicio” [143].

Fuera de la celeridad de los procesos, la oralidad parece facilitar otros objetivos deseables de la justicia. Varios tratados internacionales -como la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DDHH), la Convención Americana sobre DDHH (Pacto de San José), el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos- hacen énfasis en el derecho que asiste a toda persona acusada a ser “oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente” o, para su defensa, a hacer interrogar, también de manera pública, a testigos o peritos que “puedan arrojar luz sobre los hechos”. Esta audiencia o juicio público, que sólo es posible en el ámbito de la oralidad, permite además que se ejerza control sobre la actividad de los jueces y los tribunales, haciendo la justicia más transparente y por ende menos propensa a la corrupción. La oralidad, por otro lado, facilita a través de la publicidad, la socialización del mensaje de respuesta del Estado “firme, razonada y motivada frente a los hechos legalmente considerados como inaceptables” [144]. Se señala que, al involucrarse en el proceso desde su inicio y no sólo en el momento de dictar sentencia, el juez puede conocerlo mejor [145].

El Juez 1º de Instancia en San Benito, Guatemala, conoce, y explica de manera accesible al lego,  los principios básicos asociados con la oralidad de los procesos. Fuera de la comunicación verbal, no escrita, están “la inmediación, que esté el juez y las partes reunidas para cualquier acto, de prueba o de cualquier naturaleza, la publicidad, que haya espacio para que el público y la prensa se enteren de qué está pasando y, por último, la concentración o sea hacer varios actos en un mismo acto. Por ejemplo, si va a oir un testigo y va a hacer reconocimiento judicial de un objeto y va a escuchar la declaración de una de las partes y va a escuchar a un perito … hacer eso en un mismo acto, en una misma audiencia” [146].

El mismo juez sabe que el actual Código de Procedimiento Civil guatemalteco no facilita las cosas pues “trae el proceso como audiencias todas separadas”. Pero este escollo procedimental no le ha impedido buscar algunos atajos, como el de unir esas audiencias que en principio deben ser separadas. “Nosotros las unimos. Buscamos un mecanismo de unirlas y hacer un solo acto”. Se declara, junto con otros 5 jueces, precusor de la oralidad en los procesos civiles en Guatemala, de una manera adaptada al código, que contempla sólo juicios por escrito. “Nos pusieron en un grupo para lograr la oralidad en el juicio civil … hicieron una reunión de todos los jueces en Antigua. Fueron tres reuniones de ochenta puestos. De cada grupo escogieron dos. Entonces estuvimos seis, y los seis hicimos el proyecto para la nueva organziación del juicio civil. Eso se hizo hace dos años y medio”.

Con ese impulso teórico pasó a la práctica, sin dejarse amilanar por la escasez de recursos ni por la falta de adecuación de la infraestrcutura. “Mi teoría es que no se necesita un gran edificio para hacer juicios orales. Por ejemplo el juez lo puede diseñar. Este es mi despacho, lo convertí en una sala de un juicio oral. No había necesidad de construír un gran edificio, una gran sala de debates. El órgano judicial no tiene dinero. Sí se puede hacer con un esfuerzo extra del juez. Fuimos a dar conferencias a nivel nacional y también estuvimos en ese grupo para oralizar. Se hizo todo y se preparó y yo hice aquí el primer juicio oral, en Guatemala, en el ramo civil, con ley escrita. Porque la ley del juicio dice que aquí es escrito. Eso fue hace como año y medio. Y vino la Cámara Civil y filmaron y todo muy bien hasta que el juicio llegó a la Sala”.

A la falta de apoyo legal se sumaron otros obstáculos.  “La Sala  no sabía nada. Entonces me dice el presidente de la Sala.
-       Yo creí que Ud borracho estaba. Que estaba haciendo un juicio oral cuando debe ser un juicio escrito. ¿Cómo se atreve a hacer eso?
-       Es apenas un proyecto y está de acuerdo a la ley, por tales y tales circunstancias.
-       Pero a nosotros no nos dieron participación, así es que su sentencia, la rechazo y le anulo el juicio.
Y vino anulado todo. El juicio lo tuve que mandar yo a otro juzgado donde hacen los juicios en forma escrita, para que la Sala no me regañara.  Total, se paró la oralización”.

Si se le pudieron encontrar atajos legales al código, eran previsibles algunos artificios con los superiores jerárquicos reacios a los cambios. “Yo sigo haciendo juicios orales, pero dentro de los cánones que considero ellos no me van a anular. Ya no puedo, por ejemplo, prescindir de plazos. Porque en ese primero prescindimos de plazos. Ese sería el principal cambio, que en lugar de plazos haya audiencias. En ese juicio que hicimos la primera audiencia era a los nueve días, para contestar la demanda que se hace por escrito. Aceptamos por escrito la contestación pero invitamos a las partes a venir aquí a que verbalmente lo expresaran. Hicimos una audiencia. Después había treinta días de prueba entonces yo le pedí a las partes que el primer día propusieran todas sus pruebas y yo les iba a fijar una fecha. Entonces les fijé la fecha a los diez días y ellos vinieron, se les dio toda la prueba y ellos renunciaron a los otros veinte días de prueba que faltaban para ya no alargar ese juicio más. Y señalamos de una vez el día para la vista a los 5 días. Si Ud lo ve con una vista retrógada dice hicieron la vista en el período de prueba. Pero ellos renunciaron, o sea que le buscamos la forma legal. Y en esa misma audiencia de la vista, fue en la mañana de 9 a 11, y a las 2 de  la tarde los cité para dictar la sentencia y se dictó la sentencia oral. Y en la ley dice que antes de 15 días se debe dictar la sentencia. Yo la dicté a las 4 horas, la ley no me lo prohíbe”.

Las instalaciones del juzgado las ha ido adaptando poco a poco. “El primer cambio que hice fue este, porque esta oficina llegaba como acá. Y no tenía esta tarima. Lo primero que hicimos fue ponerla. Hicimos la tarima, pero el cancel seguía estando aquí. Entonces lo pasaron a donde está la puerta. Entonces sólo cabía una filita de sillas atrás. Pero hace como ocho meses comencé a hacer un trámite para que me ampliaran la sala, y cupiera más público. Y ahora ya me lo hicieron”.

La adopción de la oralidad, es lo que, según él, le ha permitido eliminar los retrasos. “Aquí estamos trabajando al día y todas las audiencias son orales. Civil y laboral. Aunque la ley no lo dice, nosotros las hacemos orales”.

No entiende bien, ni parece importarle demasiado, que la oralidad no haya sido asimilada al CPC. “En el Congreso ha habido ocho o diez proyectos de oralización en 10 años y todos están engavetados. ¿Por qué? Eso ya no me compete a mí”.

De cualquier manera, insiste que no han debido devolverle el primero de sus procesos orales, que también se acomodaba al código actual. “No tuvieron razón en oponerse, porque (el proceso) no iba contra la ley. El código dice que el juez debe estar presente en todas las audiencias. Entonces la inmediación ya está salvada. También dice que las personas que tengan interés pueden enterarse del juicio. Está salvada la publicidad. También dice que el juicio debe ser económico, para eso pues podemos concentrar. O sea que sí se puede. Pero hay que tener la mente abierta. Obviamente cambiando la ley tendríamos todos los insumos. Sin la ley tenemos esto”.

Además, está convencido que la oralidad le conviene a la justicia. “Esos cuatro principios -oralidad, inmediación, publicidad y concentración procesal- consiguen la celeridad, la economía procesales. Pero hay que tener la voluntad. El Congreso no la tiene y nuestros superiores no la tienen … Lo de oralidad lo aprendí yo mismo, con mis estudios, mis clases, mi maestría. Tuve unos superiores muy buenos, que fueron presidentes de la sala donde yo trabajé. Implementaban las audiencias orales. En aquel tiempo en el juicio penal que era escrito. Aprendí mucho”.

El caso de este Juez del Petén no parece ser excepcional en Guatemala. De acuerdo con la Cumbre Judicial Iberoamericana (CJI), en este país “mediante la interpretación constitucional se tiende a revertir la práctica de procesos escritos implementando en mucho mayor grado la oralidad” [147].

La progresiva implantación de la oralidad de los procesos en Guatemala siempre ha sido resultado de iniciativas informales y descoordinadas como las del Juez del Petén. Uno de los objetivos explícitos de la Comisión para el Fortalecimiento del Sector Judicial era “extender el uso de procedimientos orales en los que la ley ya los contempla, y generalizarlo a otras áreas para aliviar las prácticas dilatorias de los abogados”. De hecho, “la Comisión se reunió en forma periódica durante el año 2000 y elaboró la propuesta de un Código Procesal general para ser aplicado a todas las áreas no penales, con apoyo en las bases elaboradas en el año 1999. La propuesta consagra un proceso judicial más ágil, efectivo, y humano basado en la oralidad para hacer efectivos los beneficios de la misma garantizando la inmediación y la publicidad en todos los procesos y recoge las aspiraciones establecidas en los Acuerdos de Paz” [148]. Además tanto el “nuevo modelo de despacho judicial” como las construcciones y remodelaciones, hicieron énfasis en la oralidad de los procedimientos.

Así, la misma CJI reconoce que la oralidad en Guatemala, “entró de una vez en todo el territorio y se ha venido implementando … con una instancia coordinadora entre el Poder Judicial, la Fiscalía, la Defensa Pública Penal y el Ministerio del Interior … y (cuenta con una) instancia encargada de la capacitación en oralidad de los operadores” [149]. Lo anterior, como bien lo ilustran los pequeños y sucesivos cambios realizados motu propio por el juez del Petén, “sin incrementar los recursos financieros del Poder Judicial para implementar tal reforma, y sin necesidad de nombrar nuevos jueces para poner a funcionar el sistema oral”. Dentro de una muestra de 16 países latinoamericanos, esta  eficiencia, la implantación de la oralidad sin un mayor gasto judicial, sólo lo ha logrado, además de Guatemala, Panamá [150].

Un ejemplo similar, y también precursor, de atajos legales para adoptar la oralidad es el de los jueces penales de Cuenca. “Cuando empezó todo este proceso de modernización de justicia, nosotros no teníamos en el Código de Procedimiento Penal la posibilidad de hacer audiencias, de flagrancia, por ejemplo. Pero, sin embargo, la Constitución del 98 permitía que todos los convenios y tratados internacionales  fueran aplicados de manera directa e inmediata, sin necesidad de norma alguna. Por eso es que con los compañeros nos pusimos en la tarea de impulsar, en las flagrancias, e invocando la Convención Americana sobre DDHH, que toda persona privada de su libertad fuera conducida ante un juez. No teníamos la norma, pero teníamos el Convenio. Esa actitud nuestra, permitió abrirnos sin necesidad de un cambio procedimental. Y eso fue iniciativa nuestra. Nosotros nos pusimos al frente, conversamos y vimos la posibilidad de aplicar los convenios internacionales. Y eso nos  dio un fundamento legal suficiente. Y así lo hicimos. Ante las amenazas del Foro Cuencano –los abogados- que nos querían enjuiciar porque estábamos inventándonos las normas; que en materia penal no se podía inventar y si no hay una norma concreta no se puede hacer nada. Nosotros demostramos que sí se pueden hacer muchas cosas. Luego, con el tiempo, la Corte Suprema, reunida en pleno, indicó que el procedimiento de la oralidad tiene que aplicarse en los casos de personas detenidas en flagrancia delictiva, en todo el país; como en las audiencias que se venían haciendo en Cuenca” [151].

De esta manera, se allanó el camino para la adopción de la oralidad en todas las etapas de los procesos penales en el Ecuador. Transitoriamente, continúan los dos sistemas mientras terminan los procesos penales antiguos. Al igual que en Guatemala, ya está prevista la oralidad en el procedimiento penal, laboral y de la niñez. Para lograr esto, se incrementaron los recursos financieros del poder judicial y se nombraron jueces específicos para poner a funcionar el sistema oral.

En Colombia, la búsqueda de atajos al Código de Procedimiento para introducir la oralidad en los juicios civiles se ha dado de manera más institucionalizada. Mediante un par de Acuerdos, el Consejo Superior de la Judicatura montó un programa piloto de Juzgados Civiles de Oralidad. La juez responsable de uno de estos explica en detalle cómo se están simulando los cambios que faltan en el procedimiento para la completa oralidad. “Nosotros estamos tratando de pedirle a las partes la colaboración, estoy tratando de hacer extensiva a los (juicios) ordinarios. El verbal sí, faltaba solamente aplicarlo como tal y en eso no ha habido reformas. Pero en torno a los demás procesos, como los ordinarios, que son tan dispendiosos … los ejecutivos que no hemos tocado. En un proceso ordinario, estamos intentando que los apoderados nos colaboren, ambos. A raiz de que comparezcan a la audiencia del 101, estamos intentando entonces evacuar incluso el decreto de pruebas dentro de él, pero siempre y cuando comparezcan. Como yo no puedo cambiar el código, eso es lo que se intenta hacer. Si por ejemplo a nosotros nos dijeran, se va a excluir el parágrafo 3º del 101 … Le voy explicando el 101 … hay un parágrafo que habla de la posibilidad que tienen las partes de pedir pruebas, en los tres días siguientes a esa audiencia. Eso impide que yo decrete las pruebas inmediatamente, que es lo que se está tratando de hacer. Los abogados comparecen y yo les digo que si renuncian a ese término, que yo les otorgo una suspensión de la audiencia para que piensen qué otra prueba les hace falta … que si ya desisten de eso yo les decreto pruebas.  Incluso estamos llamando al perito para que se vaya a posesionar ese mismo día en que yo decreto la prueba. Incluso hay unos compañeros que le están señalando qué perito, le están dando posesión antes de esa audiencia. Yo no lo he hecho, pero en el auto que fijo fecha para audiencia, voy a citar a un perito y le pido el favor de que mire el proceso a ver si le es posible que en esa audiencia  me pueda absolver las preguntas de las partes.   Entonces fíjese que el proceso ordinario, que era tan dispendioso se puede, utilizando esa tecnología … asimilarlo a un verbal. Eso es lo que estamos tratando de hacer, no se puede hacer más. Porque no hemos modificado el CPC … Eso no es de la noche a la mañana” [152].

El relato de estos casos de un juez civil guatemalteco que, en contra de sus superiores y del mismo Código de Procedimiento Civil, impuso la oralidad en su juzgado,  o la historia de un grupo de jueces penales de Cuenca que, también contra códigos e instancias superiores, se convirtieron en los precursores de la oralidad en el Ecuador, o los pormenores de la Juez Civil que en Bogotá, con el apoyo del CSJ, está tratando de acomodar sus procesos a un CPC que no permite la oralidad, permiten sospechar que la característica más importante de lo que estos jueces denominan un juicio oral es en realidad un juicio en el que su papel como jueces, y su discrecionalidad procesal, es mayor. El paso más audaz al haberse lanzado a diseñar procedimientos denominados orales, ha sido precisamente el de oponerse a la inflexibilidad de los procedimientos del código para adaptarlos a otros que ellos, dependiendo de las circunstancias, consideran que pueden ser más ágiles.

Conclusiones

La administración de justicia es por definición una compleja trama de procedimientos, un verdadero ritual.  Este ceremonial, que inexorablemente determina los tiempos de los procesos, no surgió por capricho. Es el resultado de la evolución de factores jurídicos, sociales, económicos y culturales. Además, resultó de la búsqueda de un difícil balance para reconocer los derechos y satisfacer las pretensiones, siempre contradictorias, de las partes enfrentadas en un juicio.

Los procedimientos legales son un asunto serio y quienes los conocen, pues los estudian por años, son los abogados. No es prudente tratar de interceder en los primeros sin contar con los segundos. Si la demanda por justicia está determinada por factores extra jurídicos, y el diagnóstico debe ser multidisciplinario, la parte procesal corresponde sólo a los abogados. No es razonable suponer que la duración de los juicios se puede aligerar con astucias importadas de otras disciplinas, o del extranjero. En general, puede decirse que los proyectos que centran esfuerzos en agilizar los juicios sin ocuparse de los procedimientos legales tienen pocas posibilidades de éxito. Cuando la reforma puramente administrativa funcionó, como por ejemplo en Cuenca, es porque la innovación propuesta, el modelo de juzgado corporativo, había sido no sólo adoptado sino promovido por los mismos jueces. Además, el principal beneficio del juzgado corporativo no fue la menor duración de los procesos sino la reducción de los costos administrativos y la calidad del ambiente de trabajo [153].

Una idea recurrente en las entrevistas realizadas a los jueces es que el verdadero cambio en la duración de los juicios, se está dando –en penal, laboral y familia- y se dará –en civil- con la adopción de procedimientos orales. El tránsito a la oralidad parece tan determinante como el logrado en el área penal con el sistema acusatorio. A pesar de los esfuerzos que se están haciendo en la jurisdicción civil para simularlos, las audiencias y juicios verbales requieren cambios en los códigos de procedimiento y adaptaciones importantes a los juzgados. Las segundas pueden resultar más difíciles que los primeros. De acuerdo con el director del Instituto Colombiano de Derecho Procesal, la oralidad en los procesos civiles no ha podido ser tramitada en el congreso por falta de un estudio que calcule los costos de ese cambio.

La crisis hipotecaria colombiana deja claro que una decisión judicial pesa mucho más sobre la justicia que cualquier análisis económico o trabajo econométrico sobre el tema. La lección para el diseño de los proyectos es que es indispensable estar al día en el debate legal y jurisdiccional del respectivo país y no tanto en las imaginativas propuestas del Law&Economics, en los estudios de desarrollo económico comparado o en la última tecnología administrativa.

No es simple coincidencia que las resultados fueron más tangibles en aquellos componentes menos intensivos en técnicas administrativas y más sensibles al enfoque neoconstitucional de la reforma judicial, y para cuyo diseño jugaron un mayor papel los abogados, los think-tanks legales y las ONGs locales.

A principios de la década de los noventa, se puso en marcha una ambiciosa reforma judicial en los EEUU, el Civil Justice Reform Act (CJRA) cuyo principal objetivo era incrementar la agilidad de la justicia. Para esto, se definieron un conjunto de indicadores y se adoptaron varias reformas procedimentales, entre ellas la de ir delegando en los abogados de las partes una mayor responsabilidad en el inicio de los procesos. En alguna medida se privatizó una parte de la administración de justicia. A primera vista, los resultados fueron satisfactorios. El tiempo promedio entre la demanda y la sentencia se redujo en un 30%. Pronto se hizo evidente, sin embargo, que esta mejoría en los tiempos había implicado un incremento en los costos legales. Los abogados habían asumido mayores responsabilidades, que les exigían más trabajo, y por lo tanto aumentaron la factura de sus honorarios. Así, los beneficios para los usuarios no fueron homogéneos, siendo más evidentes para quienes tenían mayor capacidad de pago. Se hizo evidente el dilema entre agilidad e igualdad en el acceso a la justicia.

Otro impacto menos previsible fue que la mejora en los tiempos se había concentrado en los litigios muy largos o en los muy cortos. Para los litigios del medio, los de duración promedio, la agilidad con que se resolvían varió muy poco. Se hizo claro que cuande se hace presión para reducir los tiempos en un sistema hay tendecia a concentrarse en los casos extremos de la distribución. En los muy largos porque ofrecen un amplio margen para reducir la duración promedio, y en los muy cortos, los de simple trámite, porque la reducción se puede hacer a muy bajo costo. Los procesos de duración media, sin embargo, no resultaron fáciles de alterar  [154].  


[1] Corte Constitucional, Sentencia T-572-92, citada por Ardila (2009) p. 68
[2] Corte Constitucional,  Sentencia T-348-93, citada por Ardila (2009) p. 71
[3] CC - Sentencia T-577-98.
[4]  CC Sentencia T-450-98.
[5] Decreto 4932 de 18 de Diciembre de 2009. Subrayados propios
[6] http://www.dnp.gov.co
[7] Germán Vargas Lleras, “Alta cirugía a la Justicia”. El Tiempo, Noviembre 14 de 2009. Subrayados propios
[8] Andrés Felipe Arias. “Justicia de Tutela”. El Tiempo, Septiembre 24 de 2009.
[9] “Colombia - Project for Strengthening Judicial Services (CO-L1041)  - Loan Proposal”. http://www.iadb.org/projects/Project.cfm?lang=fr&query=&id=co-l1041&project=co-l1041
[10] “El Liber Iudiciorum (o Lex Visigothorum) fue un cuerpo de leyes visigodo, de carácter territorial, dispuesto por el rey Recesvinto y publicado probablemente el año 654. También es conocido como Código de Recesvinto, Libro de los Juicios, Liber Iudicum, Liber Gothorum, Fori Iudicum, Forum Iudicum y Forum Iudiciorum. En 1241 fue traducido, con algunas modificaciones, del latín al castellano por orden del rey de Castilla Fernando III para ser concedido como fuero a ciertas localidades de la zona meridional de la península Ibérica, siendo denominado Fuero Juzgo”. http://es.wikipedia.org/wiki/Liber_iudiciorum
[11] Martínez (1998) p. 80
[12] Madero (2004) p. 32
[13] Riquelme (2004) p. 539 y 541
[14] Chamocho (1998) p. 146
[15] Ley I, Título 7. http://saavedrafajardo.um.es/WEB/archivos/LIBROS/Libro0142.pdf
[16] Chamocho (1998) p. 134
[17] Riquelme (2004) p. 411
[18] Riquelme (2004) p. 324
[19] Ley VII, Alcalá 3 de Marzo de 1543. Ciatada por López Blanco (1987) p. 99
[20] Gómez (1999) p. 421
[21] Riquelme (2004) p. 641
[22] Ley VIII, D Felipe II, Madrid 1594. Citada por López Blanco (1987) p. 100
[23] Ley XXVIII, San Lorenzo del Escorial. Citada por López Blanco (1987) p. 74
[24] Real Cédula 23 de Junio de 1778. Citada por López Blanco (1987) p. 112
[25] Gámez Montalvo et. al. (1994) p. 278
[26] Gámez Montalvo et. al. (1994) p. 280
[27] Gámez Montalvo et. al. (1994) p. 281
[28] Gámez Montalvo et. al. (1994) p. 282
[29] Gámez Montalvo et. al. (1994) pp. 282 y 283
[30] Means (2010) p. 180
[31] López Blanco (1987) p. 454
[32] Decreto Diciembre 3 de 1823. Citado por López Blanco (1987) p. 471
[33] López Blanco (1987) p. 471.
[34] Ley del 11 de Mayo de 1825
[35] Decreto 24 de Noviembre de 1826
[36] López Blanco (1987) p. 480
[37] López Blanco (1987)
[38] Decreto de Septiembre 27 de 1842. Citado por López Blanco (1987) p. 503
[39] Ley 4 de Mayo de 1852. Citada por López Blanco (1987) p. 516
[40] Means (2010) p. 302
[41] Presidencia CSJ, Oficio # 782, Agosto 8 de 1910. Diario Oficial #14075, 1910
[42] Pérez, Marco Antonio (2003). Historia del derecho mexicano. México:Oxford University Press, 2003 citado por  Castro, Juventino (2005). “El debatido Juicio Oral”. http://www.jornada.unam.mx/2005/06/10/019a1pol.php
[43] Margadant (2005) p. 366
[44] Margadant (2005) p. 249
[45] Margadant (2005) p. 173
[46] Gacto (1998) p. 22
[47] López Blanco (1987) p. 25
[48] Barreneche (1999) p. 90
[49] Barreneche (1999) p. 98
[50] Gómez (1999) pp. 411 a 420
[51] Ley VI, D Juana Gobernadora. Citada por López Blanco (1987) p. 132
[52] Vincent, Manuel (2010). “Fuego cruzado en Colombia”. El País Semanal, Febrero 21 de 2010.
[54] “Confesión de Morantes sobre su autoría en la masacre de Barrancabermeja de mayo de 1998”. www.verdadabierta.com
[55] Aguilera (2000) p. 436
[56] Guerra, Asdrubal (2009)  “Agarrón por entrega de juzgado de Foncolpuertos”. Wradio, Julio 9 de 2009. http://www.wradio.com.co/nota.aspx?id=842376
[57] Barreneche (1999) p. 101
[58] García y Uprimny (sf) 
[59] Publilio Sirio, Sententiae 6. Citado por Domingo y Rodríguez (2000) p. 22
[60] Citado por Domingo y Rodríguez (2000) p. 22
[61] Pound (1921) p. 9
[62] Entrevista 18
[63] Entrevista 18
[64] Alfeno, citado por Domingo y Rodríguez p. 60
[65] CIJ (2008a) p. 16
[66] Entrevista 18
[67] Entrevista 59
[68] Entrevista 59
[69] Corte Constitucional, Sentencia T-030-05
[70] Gómez (1999) p. 420
[71] http://www.freshfields.com/publications/pdfs/2006/15553.pdf
[72] http://docencia.udea.edu.co/derecho/constitucion/accion_tutela.html
[73] Artículo 509 del Código de Procedimiento Civil.
[74] Ley II de D Fernando y Da Isabel, Madrid 1502. Citada por López Blanco (1987) p. 127
[75] Datos tomados de http://www.funcionjudicial-azuay.gov.ec/principal.htm
[76] Entrevistas 10, 12 y 15
[77] Entrevista 18
[78] Para Colombia, ver un resumen en Fierro y Abello (2007)
[79] http://www.semana.com/noticias-nacion/turismo-judicial/147262.aspx
[80] García (2009) p. 239
[81] “La peor desgracia de un Juez”. http://www.juecesyfiscales.org/index.php?option=com_content&view=article&id=140%3Alapeordesgraciadeunjuez&catid=13%3Acuentoscortos&Itemid=88
[82] Declaraciones de Agustín Azparren, ex responsable de la comisión disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) español. “Crisis en el sistema judicial. El gran salto pendiente” El País,  Junio 27 de 2010
[83] “Estado de las Demandas Colocadas por el Doctor Carlos Ballesteros” Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia. http://www.juecesyfiscales.org/index.php?option=com_content&view=article&catid=8%3Acomunicados&id=254%3Aestadodelasdemandascolocadasporeldoctorcarlosballesteros&Itemid=12
[84] Merryman (1985) p. 36
[85] citado por Grau (2007) p. 235
[86] Merryman (1985) p. 49
[87] Meeryman (1985) p. 56
[88] Aguilera (1965) p. 302
[89] Merryman (1985) p. 81
[90] Exposición de motivos, decretos 1400 y 2019 de 1970.
[91] Incluso la Corte Constitucional ha caído en la trampa de adoptar como indicador de desempeño el número de sentencias dictadas por los jueces. Ver al respecto la sentencia T-030-05
[92] Ver al respecto, por ejemplo, López (2009)
[93] Pérez Perdomo (2004) p. 74
[94] Pérez Perdomo (2004) p. 156
[95] Pérez Perdomo (2004) p. 204
[96] http://www.cuba.fi/forms.htm
[97] ¿Aún no sabe qué es una Licencia Ambiental? http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-250221. Subrayado propio.
[98] http://rse.larepublica.com.co/archivos/ECONOMIA/2010-05-21/licencia-de-tribuga-demora-dos-anos_100720.php
[99] http://www.portafolio.com.co/economia/economiahoy/ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR_PORTA-7719795.html
[100] http://plataformasur.blogia.com/2010/040301-minambiente-concilia-modificar-licencia-ambiental-a-favor-de-emgesa-y-contra-los.php
[101] ¿Consideraciones sobre el testamento nuevo y vida de Cristo?. Citado por Riquelme (2004) p. 617
[102] Migajas Sentenciosas, citado por Riquelme (2004) p. 644
[103] Poemas Satíricos y Burlescos, citado por Riquelme (2004) p. 725
[104] Humberto de la Calle, “La Última Encuesta”, El Espectador, Octubre 3 de 2009
[105] Capelletti (1974) p. 348
[106] Carnelutti (1999) pp. 43 y 44
[107]Suma cero describe una situación en la que la ganancia o pérdida de un participante se equilibra con exactitud con las pérdidas o ganancias de los otros participantes”. http://es.wikipedia.org/wiki/Suma_cero
[108] Salas y Rico (1989) Cuadro 6
[109] Corte Constitucional, Sentencia T-092/08
[110] Carnelutti (1999) p. 90
[111] Ley II, Título 1º, Ordenamiento de Alcalá. http://saavedrafajardo.um.es/WEB/archivos/LIBROS/Libro0142.pdf. Subrayados propios
[112] Douglas (1986)
[113] El caso se tomó del Expediente 7005 de la Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil y Agraria. Sentencia del 4 de Octubre de 1999
[114] T-546/09
[115] Detienne & Vernant (2009) p. 40
[116] “Jueces sin escrúpulos”, Semana, Mayo 23 de 2010
[117] Merryman (1985) p. 60
[118] Merryman (1985) p. 81
[119] Afirmaciones tomadas de sentencias de distintos jueces ingleses citadas por Legrand y Samuel (2008) pp. 68 y 69
[120] Citado por Legrand y Samuel (2008) pp. 68 y 69
[121] en “Voyage en Angleterre et en Irlande de 1835”, Oeuvres, Vol I, citado por Legrand y Samuel (2008) p. 66
[122] Weber (1922, 1993) p. 733
[123] http://www.wollamshram.ca/1001/Phinney/ali_cogia.pdf
[124] Weber (1922, 1993) p. 1049
[125] Weber (1922, 1993) p. 1049
[126] Ver un resumen de la tradición evolucionista de la jurisprudencia norteamericana en Elliot (1985) o Hovenkamp (1985)
[127] Hutchinson (2005) p. 11
[128] Capelletti (1974) p. 351
[129] Capelletti (1974) p. 348
[130] Pound (1921) p. 58. Subrayado propio
[131] Pound (1921) p. 9
[132] http://www.periodistadigital.com/economia/vivienda/2010/02/22/derriba-casa-evitar-banco-ejecucion-hipoteca-terry-hoskins-ohio-eeuu.shtml
[133] CGPJ (2008) p. 5
[134] Ley VIII, D Felipe II, Madrid 1594. Citada por López Blanco (1987) p. 100
[135] Decreto de Diciembre 12 de 1829. Citado por López Blanco (1987) p. 183
[136] Entrevista 89
[137] Entrevista 59
[138] http://www.nacion.com/ln_ee/2008/marzo/11/pais1457608.html
[139] Melchor (2005)
[140] Marchisio (2004)
[141] Buriticá et. al. (2009)
[142] El Tiempo, Julio 14 de 2009, http://www.eltiempo.com/colombia/justicia/demandas-laborales-podran-resolverse-hasta-en-dos-meses-y-no-en-cuatro-anos-gracias-a-sistema-oral_5631077-1#
[143] CJI (2008) p. 9
[144] CJI (2008) p. 2
[145] CIJUL (sf)
[146] Esta y todas las citas de los siguientes párrafos se tomaron de la Entrevista 18
[147] CJI (2008) p. 12
[148]  UMOJ (2009) p. 72
[149] CJI (2008) p. 31
[150] CJI (2008) p. 20
[151] Entrevista 90
[152] Entrevista 59
[153] Entrevistas 88 y 91
[154] Beauvallet (2009) p. 104