Por qué fracasan los economistas en Macondo

“El mejoramiento de las instituciones de Nigeria al nivel de Chile podría incrementar siete veces el ingreso de Nigeria en el largo plazo”.

Esta insólita, contundente e iluminante conclusión no es de un aprendiz de brujo gubernamental afiebrado con una medición mágica de la calidad institucional. Es de un par de economistas que unos años después ganarían fama mundial con un nuevo intento por responder la vieja inquietud de Adam Smith sobre por qué unas naciones se desarrollan y otras fracasan.

El punto de partida, hace poco más de una década, fue una misteriosa correlación entre la mortalidad de obispos y militares en la Colonia y, por otro lado, los derechos de propiedad y el desarrollo económico comparativo en la actualidad. Por aquel entonces, con el neoliberalismo en pleno vigor, la receta de política era simple: el Estado mínimo protector. El requisito para una sociedad viable era un ejecutivo sin capacidad para expropiar, defensor de la propiedad privada y del laissez faire. “Utilizamos varias variables para captar las diferencias institucionales. La variable principal es el índice de protección contra la expropiación”.

Al perder brillo esa visión tan conservadora del rol de los gobiernos, el volantín hacia una receta más progresista, las “instituciones incluyentes”, no se hizo esperar. Esa vaporosa nueva fórmula -merecedora según algunos de un premio Nobel- es bastante más enigmática y aún menos operacional que la del Estado mínimo que, como hemos visto en Colombia, se puede dar silvestre: el señor de la guerra que cobra un tributo a cambio de protección. 

Los vínculos personales con Colombia hicieron que uno de estos economistas, James Robinson, ya una estrella mundial, fijara su atención en este bizarro país. En las entrevistas que ha concedido el experto de Harvard manifiesta estar estupefacto ante un personaje como McGyver, el comandante paramilitar que surgió de las instituciones excluyentes colombianas para convertirse en un insólito Estado mínimo protector que se esfuerza, desde la extrema derecha, por forjar instituciones incluyentes. En sus trabajos académicos, sin embargo, Robinson no abandona su propósito de “meterse el país en la cabeza” básicamente para echar línea. Como ha pasado en Colombia con los intelectuales empeñados en arreglar el país desde la estratosfera, su último ensayo, o intento, tiene su dosis de mamertismo. Completa el salto triple desde el recetario de Milton Friedman hasta la necesidad de transformar las estructuras económicas y políticas de un país injusto y excluyente para superar el conflicto, que ya cuadra con la mesa de la Habana. 

Sin querer irrespetar la memoria de nadie voy establecer un paralelo entre Robinson, posible premio Nobel y Gabo, el nuestro. Ambos se  inventaron primero una caricatura de la sociedad, un Macondo, para luego obsesionarse por cómo salir de allí. Los dos muestran una tendencia a acercarse al poder, sin importar mucho sus características o su origen. En Gabo, parece que su fascinación con los poderosos era para comprenderlos mejor y describirlos en sus novelas. En el caso de Robinson, y en general de los economistas, la motivación para arrimarse al soberano es más escueta: susurrarle al oído cómo se cambian las instituciones desde bien arriba, desde los orígenes, a veces sin tener ni idea del impacto de sus recomendaciones sobre los derechos de los de bien abajo, o de cómo se las apropiarán los zorros políticos. Esta es la esencia de la crítica al desarrollo dirigido, como el que predica Robinson, en el reciente libro de William Easterly, “La Tiranía de los Expertos”. 

La diferencia más obvia entre el novelista y el economista es que la caricatura del primero surge del dominio y la magia del lenguaje mientras la del segundo es un ejercicio matemático. Como la poesía y la literatura barren en auditorio a la econometría, el último ensayo de Robinson -“Colombia, ¿otros cien años de soledad?”- es con título taquillero y sin ninguna ecuación. Pero la estructura simplista basada en pocas, poquísimas variables agregadas, sigue siendo evidente. Mientras el Macondo de Gabo surge de sus recuerdos de niño en un pueblo real, el de Robinson desciende de un modelo económico del mundo desde el medioevo. Es una pésima ampliación de una ya bien deficiente caricatura global, como un realismo mágico sin polo a tierra o, peor aún, con la pretensión de tenerlo a punta de sofisticación econométrica. La tercera y para la comprensión institucional más abismal diferencia entre la obra de Gabo y los ensayos de Robinson es que el eje conductor de las novelas son las relaciones familiares, infinitas en cuanto a variedad, complejidad y repercusiones. Nuestro Nobel nos recuerda que las diferencias entre lo cachaco y la corroncho empiezan en las relaciones de pareja y las costumbres de cama. Robinson y sus colegas, por el contrario, adoptaron desde los clásicos la creencia –algo tan obvio que ni siquiera se hace explícito- de que el mundo, la política y los mercados funcionan alrededor de un clon de la familia Ingals. Mientras los economistas no se tomen en serio la secuelas institucionales de los distintos arreglos familiares seguirán dando palos de ciego para entender las regiones controladas por castas como los Buendía, y con pánico de un Aureliano con cola de cerdo. 





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