Seducción, abandono y aborto

Agosto de 2014

En 1665 John Smith, el amigo de Pocahontas, fue jurado en el proceso contra Dorcas Howard, una criada soltera que había sido arrestada por dar a luz a un niño que luego apareció muerto. Nunca se supo si fue un aborto tardío, un parto que finalizó mal o un infanticidio y la evidencia resultó insuficiente para que Miss Howard fuera condenada.

En Norteamérica colonial eran comunes los abortos forzados que involucraban a muchachas de origen modesto, subordinadas y amantes de un hombre poderoso al que le resultaba intolerable que el hijo ilegítimo naciera. El capitán Willam Mitchell, por ejemplo, sedujo a una de sus esclavas y al quedar embarazada la obligó a beber un abortivo. Mitchell recibió condena por “adulterio, fornicación e intento de asesinato”. En 1663, el médico Jacob Lumbrozo de Maryland fue acusado por su criada de 22 años por haberla violado y obligado a beber una pócima abortiva. Para librarse de la única testigo en contra, Lumbrozo contrajo matrimonio con la víctima. Los casos eran tan comunes que en varias oportunidades las autoridades coloniales manifestaron preocupación por la gran cantidad de criadas solteras “engañadas con un hijo” que denunciaban su situación o morían.

Como el aborto implicaba riesgo mortal para la madre, el infanticidio era la forma más usual de deshacerse de los hijos ilegítimos. Muchos embarazos no deseados se resolvían con matrimonio y reconocimiento de la paternidad. En Massachussets la madres solteras tenían la obligación, durante el trabajo de parto, de revelar quien era el padre. Se pensaba que en tales circunstancias la mujer era incapaz de mentir. Y aunque tal declaración no bastaba para un juicio por adulterio, que requería dos testigos, el “supuesto padre” quedaba con la obligación de asistir económicamente al hijo. La presión social se ejercía más sobre el progenitor irresponsable que sobre la madre, considerada una víctima. Los registros judiciales muestran que algunas mujeres abandonadas se casaban con otros hombres de la misma comunidad. Así, las tasas de ilegitimidad se mantuvieron muy bajas, entre 1% y 3%, cuando en varias ciudades de Hispanomérica alcanzaron el 50%.   

Con el proceso de urbanización el escenario cambió. El abandono tras la seducción se hizo más inmune a la presión social y, lejos de la familia, la solución matrimonial se tornó excepcional. Terminada la Guerra Civil los médicos preocupados por la creciente incidencia del aborto comenzaron a señalar que al grupo de “jóvenes seducidas bajo promesas engañosas y después abandonadas por sus traidores” se sumaban quienes quedaban embarazadas “siguiendo su vocación antinatural”, un giro para denominar a las prostitutas.

Por muchos años los prostíbulos fueron extremadamente escasos. William Byrd II, fundador de Richmond, dejó constancia de la imposibilidad de encontrar un burdel en Williamsburg en 1720. Una congregación organizada para luchar contra la prostitución por un ministro puritano muy activo contra las brujas de Salem languideció por falta de actividad. Pero para mediados de ese siglo Benjamin Franklin ya hablaba de las mujeres que caminaban por las calles “exponiéndose para la venta al mejor postor”. John Adams se quejaba de las tabernas en las que se extinguía el amor virtuoso y se trocaba “por inmundicia y desenfreno brutal”. Al volverse comunes los burdeles, los habitantes de los barrios populares hicieron todo por expulsarlos. En Boston hubo revueltas durante varios años, en 1825 en Pensilvania dos mil personas los atacaron y unas décadas después los habitantes de Chicago, liderados por su alcalde, incendiaron una calle entera de la zona roja.

El principal impulso al comercio sexual lo dieron los viajeros de negocios, hombres casados y virtuosos en sus poblados que perdían el sentido de la moderación escudados en el anonimato urbano. Los atendían jóvenes mujeres que buscaban aires de libertad y ya en la ciudad “se dejaban impresionar por las vitrinas y las joyas”. Algunas de ellas caían en la prostitución después de ser seducidas, abandonadas y condenadas al ostracismo, pero otras no tenían inconveniente en contar que esa había sido la única manera de emigrar a la ciudad. Un periodista que entrevsitó un buen número de jóvenes que se ofrecían sexualmente anotaba que “no se podía tener confianza en las historias que cuentan de sí mismas”. No eran escasas las que simplemente no soportaban los malos tratos de sus empleadores. Un médico del sistema de salud pública se quejaba de los patrones y jefes que trataban a las trabajadoras de una forma “que haría ruborizar a un capataz de esclavos sureño”.

El número de prostitutas se disparó en el siglo XIX. William Sanger investigó la actividad en nueve ciudades del norte y estimó el total nacional en 60 mil. También quedó sorprendido por el proceso de degradación dentro del oficio. “Los propietarios no tienen sino mujeres atractivas en sus burdeles: tan pronto empiezan a mostrar síntomas de deterioro, tan pronto caen enfermas o pierden su frescura y belleza, las reemplazan por mujeres más atractivas”. La típica carrera la hubiera descrito bien Thomas Hobbes: “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.

En 1830 el reformador John McDowall entrevistó muchas prostitutas y llamó la atención sobre la altísisma incidencia de abortos. “Una de ellas dijo haber destruído cinco de sus propios descendientes; otra lo habia hecho con tres”. Tenía testimonios sobre burdeles en los que “es común la práctica cada tres meses de medios preventivos de progenie”. Dos décadas después, un médico neoyorquino que trabajó con dos mil prostitutas atendidas en un hospital de su ciudad encontró que lo usual eran muchos embarazos y pocos nacimientos. Anotó que este era “uno de los resultados más deplorables de la prostitución”. Un detective de la misma ciudad señalaba que los abortistas “florecen y se hacen ricos con la prostitución como fuente de ingresos”. 

Por la misma época, Alexandre Parent-Duchatelet en su detallado estudio sobre las prostitutas de París, citaba a la partera de un hospital: “era raro en ellas un parto sin complicaciones; la lentitud del trabajo de parto hace necesario usar forceps. Sus bebés rara vez sobreviven; con frecuencia nacen muertos, y después de estos nacimientos normalmente siguen complicaciones serias”. Según él se trataba de secuelas de las enfermedades venéreas. Más frecuentes que los nacimientos, anotaba Duchatelet, eran los abortos. Según los médicos, las más jóvenes tenían con frecuencia retrasos que terminaban con lo que que llamaban un “tapón”. Al examinar con cuidado “esas producciones” fue claro que se trataba de abortos tempranos.


En Abortion Rites, Marvin Olasky estima en cerca de dos los abortos al año por cada prostituta en los Estados Unidos durante la segunda mitad el siglo XIX y considera que ese total, unos 100 mil año, constituyó la mayor parte de las interrupciones de embarazo de la época. No comparte la apreciación de algunos historiadores que, sensibles a un auditorio feminista más interesado en la tradición del aborto que en la prostitución, ignoran este vínculo para afirmar que por entonces interrumpir un embarazo era una práctica común con problemas “más médicos que morales”.