Ficción y realidad

Publicado en El Espectador, Febrero 2 de 2017

En Colombia la literatura copó espacios del ensayo, la historia y hasta la criminología. Ese sería el origen del irrespeto por la evidencia de intelectuales y activistas que viven de ficciones.

Mario Jursich recogió perlas de escritores a raíz del asesinato de la niña indígena. “Uno pide públicamente una pistola para ir y matar al hijupueta; otro conceptúa que Rafael Uribe es "la pareja soñada" para el 85% de las mujeres colombianas; el de más allá sostiene, con la mano en la barbilla, que el causante de todo esto es ¡Maluma! y otro más, crítico implacable del paramilitarismo, exhorta a que ahorquemos al homicída en una plaza pública".

Carlos Granés anota que en latinoamérica, “han sido los novelistas quienes han contagiado al mundo con sus fantasías. Los ensayistas no hemos tenido tanta suerte”. Yolanda Reyes recomienda a una escritora para quien: “en una época de miedo y división, la ficción juega el rol vital de dramatizar la diferencia y fomentar la empatía”, pero no precisa que para complementar, no sustituír, el ensayo, o la historia, que deben ser rigurosos y basados en la evidencia, no en una imaginación fecunda. Empezando por García Márquez, nuestros escritores han sido pésimos analistas. Casi siempre parcializados, ejercen sin pudor pero con éxito ese oficio.

Hace dos siglos, con la industrialización y el crecimiento urbano, el robo se volvió el delito más común. En Oliver Twist, Charles Dickens sugiere que la pobreza explica esa tendencia; describe una pandilla de niños, liderada por Fagin, y muestra la valentía y destrezas de esos tiernos carteristas. En realidad, el agresor típico de la época era un adulto trabajando con dos personas más. Dickens tal vez rejuveneció la banda por mero sensacionalismo. Los robos a las casas eran un dolor de cabeza y Bill Sikes, el ladrón profesional asociado con Fagin, encajaba bien. Sin embargo, el grueso de los hurtos ocurrían en los suburbios o áreas rurales y eran cometidos por sirvientes o personas conocidas de los afectados. El afán por conmover, y ganar lectores, importaba más que la descripción precisa de lo que ocurría. Un programa de prevención del delito basado en la obra de Dickens hubiese sido un fracaso.

El novelista mexicano Rafael Ramírez Heredia, autor de La Mara -la pandilla centroamericana- señala que “los sociólogos, los antropólogos y los historiadores tienen una mirada perdida. Se tratan de justificar sus propios razonamientos.… ¿Por qué no puedo contar la historia desde un tinte novelístico, sin tener que enfrentarme al problema de los sociólogos y los historiadores? Ellos son como las gitanas;  egocéntricos, quieren contar la historia a su modo. Las gitanas bailan de perfil, para dar un paso, luego, se ven las nalgas y se aplauden”. Ya es  estándar ver la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. Sería ingenuo pensar que escritores como Ramírez Heredia o los que moldearon la visión del conflicto colombiano, no tienen mirada perdida, ni nalgas, ni agenda política, ni echan línea con más comodidad que cualquier historiador o ensayista, sin citar fuentes, sin chequeos ni restricciones.

Una novela corta de Dickens, Tiempos Difíciles, tuvo un doble propósito: comercial e ideológico. Las ventas de su semanario, Household Words, venían cayendo y la publicación por capítulos permitió recuperarlas. Otro propósito era ridiculizar a los utilitaristas, “aquellos que ven números, promedios, y nada más”. Uno de los blancos de sus críticas fue J.S. Mill, caracterizado en la novela por el duro personaje de Louisa Gradgrind, persona analítica, con formación lógica, matemática y estadística, pero incapaz de sentir compasión. Es frecuente la contraposición entre el rigor cuantitativo y a capacidad de compasión. Los Gradgrind son fríos, calculadores, pero incapaces de sentir afecto; no comprenden la miseria humana. Nada tan familiar como esa dicotomía en los debates sobre la violencia, o nuestra guerra, que enfrentó a cínicos indiferentes con progresitas que aman, que  saben cómo sufre el pueblo. Las estadísticas son tan duras e inhumanas como los militares, policías y médicos legistas que las manejan.

La buena ficción conmueve, despierta empatía. La evidencia condena, es inapelable. Para tomar decisiones de política pública, sería razonable que la literatura ayudara a interpretar humanamente las estadísticas, pero también que los datos se usaran para contrastar qué tan verosímiles y representativas son las ficciones. Cuando argumentos literarios conmovedores reemplazan las descripciones y explicaciones realistas, las recomendaciones pueden resultar ineficaces, hasta desastrosas. Pensando en la criminología de Dickens a veces preocupa que en las negociaciones de paz haya influído demasiado una saga proustiana tipo “Narcos, en busca de la tierrita perdida”.








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