Menores en la guerra

Publicado en El Espectador, Marzo 2 de 2017

Alfredo Molano sostiene que la guerrilla fue un “agente civilizador para la muchachada” en zonas rurales apartadas.

Según él, las armas y rutinas militares son para la adolescencia campesina el equivalente al gimnasio de la juventud burguesa, y algo más. La guerrilla es acción, ejercicio y desafíos, pero también afecto, reconocimiento y protección para quienes “en lugar de hacer mandados en su casa, buscan las filas para hacerse grandes”. Algo así pensaban los nazis de las Juventudes Hitlerianas -HitlerJugend (HJ)- que brindaban “una oportunidad excitante para que la gente joven se volviera respetada y responsable”.

Margarete Hannsmann, novelista alemana, se liberó de su padre autoritario gracias a las HJ. Con apenas 15 años, se sintió adulta ayudando campesinos en un programa agrícola del partido. Cual niña guerrillera con su comandante, las atenciones de un líder la halagaron, y realmente se emancipó al iniciarse sexualmente con él. La naturaleza autoritaria del régimen hitleriano atraía adolescentes que buscaban certidumbres en un mundo inseguro. Adoctrinamiento, obediencia absoluta, mesianismo e imposibilidad de abandonar una organización voraz marcaron su mentalidad, encuadraron su existencia, aunque el nazismo viera ahí asuntos tan naturales y positivos como Molano ve el ideario y los métodos farianos.

Las maromas intelectuales para legitimar los excesos de la guerrilla ignoran la larga tradición opuesta a  menores combatientes. Los niños en la guerra han sido tabú “desde la filosofía china antigua y las sociedades tribales africanas hasta las Convenciones de Ginebra”. Gran parte de la Ilíada ocurre en el campo de batalla sin protagonistas infantiles. Agamenón recuerda que esposas e hijos se quedaron en sus casas, esperándolos. El único niño es Astianacte, hijo de Héctor y Andrómaca, a quien Homero utiliza precisamente para denunciar las secuelas de la guerra.

El derecho romano planteaba que los delitos eran imputables únicamente para quienes podían ser responsables; la mayoría de edad penal, entre veinte y veinticinco años, corrió pareja con la exclusión de menores de los ejércitos regulares, exceptuando los tamborileros. En el año 697 el Abad Adomnán del monasterio de Iona organizó una reunión de señores irlandeses que juraron respetar la “Ley de los Inocentes”, con prohibición de matar mujeres, clérigos y jóvenes sin la edad para combatir. En 1212, un niño, Esteban de Cloyes, organizó una marcha hacia Tierra Santa con varios miles de menores. La llamada Cruzada Infantil, de pastores y campesinos apenas púberes, “llenó de asombro a los observadores laicos”. Los monjes que la comentaron también quedaron sorprendidos. Los padres de familia hicieron todo por impedirla y la literatura destacó por mucho tiempo este movimiento de “pequeños inocentes” claramente distinguibles de los adultos. Mezclado con leyenda, el evento muestra que ya en la Edad Media se consideraba inusual la participación de menores en una guerra, así fuera santa. En Europa renacentista la edad de los soldados oscilaba entre 20 y 37 años; la mayoría eran padres de familia.

La tranquilidad de Molano al avalar el abuso guerrillero coincide con una inusitada sensibilidad por las tradiciones del viejo continente para defender la tauromaquia. Su sentido histórico es bien selectivo, centrado en sus intereses. Quienes protestan por la presencia infantil en el conflicto armado son para él neófitos despistados, un “grupo académico de personas de la tercera edad nacidas en países desarrollados y ricos”. En esas sociedades, agrega, los menores “trabajaron durante siglos cuidando ovejas, hilando telas, limpiando máquinas y, claro está, siendo carne de cañón en sus interminables guerras”. Estas afirmaciones tan ligeras como falaces desdeñan milenarios esfuerzos por civilizar los enfrentamientos bélicos, apartar a los niños del campo de batalla y configurar el Jus in Bello, luego Derecho Internacional Humanitario, minucias que le importaron tan poco a la guerrilla como ahora a sus defensores incondicionales. 

En Latinoamérica los infantes combatientes sí han sido comunes desde la independencia. Bolívar inició su formación militar a los 14 años. “Niños Héroes” defendieron en 1847 el castillo de Chapultepec del ataque de tropas norteamericanas. Durante La Violencia partidista anterior, la afiliación a una de los facciones enfrentadas se definía al nacer y en los centros educativos “los cursos se dividían en dos bandos”. El M-19 proclamaba en 1984 que en sus filas “jóvenes, casi niños, abren con su lucha el futuro de Colombia”; los delirantes “campamentos de paz” con entrenamiento militar a menores provocaron en algunos barrios populares un boom pandillero cuyo daño nunca fue evaluado, mucho menos reparado.

Según Molano, en  las zonas rurales “las muchachas son adultas desde que pueden tener niños”; no sorprendería que en breve salga a defender el matrimonio infantil, una costumbre con profundas raíces tanto hispanas como precolombinas, y con más pedigrí campesino que cualquier toro de lidia.







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