Desde arriba o desde abajo


Estrategias para la reforma judicial.
Mauricio Rubio *
Introducción
Marco conceptual
Dos enfoques: La Catedral o el Bazar
Dos tipos de conocimiento: técnica o métis 
Dos nociones de justicia: Niti y nyaya 
Economía y justicia
El sentido de la causalidad
Ciclo económico y justicia
Modelo de desarrollo y sistema judicial
Procedimientos, celeridad y calidad de la justicia
Un problema secular
¿Por qué se demoran los procesos?
El juez tramitador
El burócrata con funciones de juez
Inflexibilidad y morosidad
La quimera de la estadísticas judiciales
Estadísticas, entorno y manipulación
Sumar peras con manzanas
La opinión de los usuarios
Una tímida recomendación

Introducción

Marco conceptual

Una de las consideraciones necesarias al abordar un problema tan complejo como el de analizar la reforma judicial tiene que ver con la aproximación más adecuada para emprender esa tarea. En particular, es pertinente una reflexión sobre la pertinencia del conocimiento desde arriba versus la sabiduría desde abajo tanto para entender el sistema judicial, como para diseñar y evaluar los proyectos de reforma. Para esta discusión, pueden ser útiles apoyarse en imágenes de otras disciplinas.

Dos enfoques: La Catedral o el Bazar

En el desarrollo de programas de computador –software- han existido por décadas dos estrategias básicas para procesar información: Top-Down y Bottom-Up. Con el primer enfoque se emprende el diseño con una visión global.  Se hace énfasis en la planificación, buscando conocimiento completo y a priori del sistema. Este enfoque fue promovido en los años setenta por los ingenieros de la IBM, que desarrollaron el concepto de programación estructurada. La aproximación Bottom-up, por el contrario, no sólo es inductiva sino, sobre todo, más participativa e informal. Se hace énfasis en la codificación de pequeños segmentos de programa y la puesta en marcha de prototipos de manera rápida y experimental. Con este enfoque se corre el riesgo inicial de que los distintos módulos se codifiquen sin tener una idea clara de cómo vincularlos finalmente al resto del sistema. La integración posterior resulta de un proceso evolutivo de ensayo y error.

Hasta hace pocos años, se seguía pensando que existía un nivel crítico de complejidad de los programas para el cual era preciso un diseño centralizado y planificado desde el principio. En particular, para el componente de software más importante, el sistema operacional, se pensaba que era indispensable una rígida organización, que trabajara aislada desde la concepción hasta la puesta en marcha de un programa relativamente libre de errores. Era el enfoque catedral.

A principios de los años noventa, un joven ingeniero finlandés, Linus Torvalds, lanzó el sistema operativo Linux y cambió por completo todo lo que se creía que se sabía en informática. Con Linux, se introdujeron libertades radicalmente opuestas a la filosofía catedral del software, permitiendo la modificación, copia, redistribución y uso libres de partes del programa. A diferencia del enfoque de cónclave imperante hasta entonces, Torvalds sorprendió a la industria lanzando versiones de prueba con frecuencia inusitada, delegando y mostrándose “open to the point of promiscuity”. A diferencia de la silenciosa y reverente construcción de una catedral,  la comunidad Linux “resemble a great babbling bazaar of differing agendas and approaches  out of which a coherent and stable system could seemingly emerge only by a succession of miracles” [1].

Uno de los principios básicos para el desarrollo del Linux fue “given enough eyeballs, all bugs are shallow”. El supuesto adoptado es que con una base suficientemente amplia de usuarios y colaboradores casi todos los problemas que surgen al ejecutar un programa se pueden identificar con rapidez y la solución será obvia para alguien.

En el manejo y corrección de los errores radica la diferencia fundamental entre el enfoque catedral y el bazar. “In the cathedral-builder view bugs and development problems are tricky, insidious, deep phenomena”. Por esa razón, hay poca disposición a reconocerlos y aceptarlos. Se considera traumático discutirlos y demasiado costoso corregirlos. “In the bazaar view, on the other hand, you assume that bugs are generally shallow phenomena. Accordingly, you release often in order to get more corrections, and as a beneficial side effect you have less to lose if an occasional botch gets out the door” . Los errores de diseño se toman como cuestiones leves e intrascendentales que se pueden corregir con rapidez siempre que estén al alcance de un gran número de personas dedicadas a detectarlos, a documentarlos, a entenderlos y a sugerir correcciones.

Dos tipos de conocimiento: técnica o métis [2]

Para los griegos, la mètis era un tipo peculiar de inteligencia que se ejerce en distintas circunstancias pero cuyo énfasis es la eficacia práctica, la búsqueda del éxito en algún dominio específico [3].

La primera dimensión de la mètis tiene que ver con la disyuntiva entre el empleo de herramientas tradicionales, como el conocimiento técnico, y los procedimientos habilidosos, astutos, en el límite con la trampa. La segunda se relaciona con el horizonte temporal. Las acciones que requieren mètis se ejercen en un escenario de largo plazo, cambiante, con situaciones inciertas y ambiguas. El último rasgo de la mètis es que no es única sino múltiple y variada; se trata de un arte de la diversidad, una versatilidad y flexibilidad para enfrentar situaciones mutantes.

Cualquier proceso social complejo, como el sistema de justicia en una sociedad, es inevitablemente más intrincado que el más imaginativo esquema que se pueda concebir para interpretarlo. En particular, el equilibrio resultante es siempre, en alto grado, una compleja mezcla de procesos informales, que las visiones formales tienen enormes limitaciones para comprender. Esta es, según James Scott, la principal razón por la cual la visión catedral, los esquemas desde arriba propuestos por lo que él denomina el modernismo intenso son tan inocuos e incluso tan potencialmente destructivos. Lo que ignoran son precisamente las destrezas prácticas e informales que sostienen cualquier actividad o institución compleja. Este conjunto de habilidades artesanales, el saber hacer, la malicia indígena, la mètis, tienen la doble característica de adaptarse a las situaciones permanentemente cambiantes y, además, de entender adecuadamente y poder burlar a los eventuales adversarios y obstáculos.

La práctica y la experiencia que de manera acumulativa van refinando la mètis requieren ajustes específicos, continuos y progresivos a las condiciones cambiantes. El poder del saber práctico depende siempre de una observación cercana, detallada y astuta del entorno. El conocimiento local, el ensayo y error, y no siempre el método científico, es lo que ha ayudado a configurar el saber hacer para lograr soluciones prácticas en muchos oficios y actividades.

La evaluación de la mètis sólo se puede hacer a partir de múltiples resultados prácticos. Su propósito principal no es el de contribuir a ampliar el conocimiento sino a resolver los problemas específicos que se enfrentan. Tomando como ejemplo el desarrollo de la vacuna contra la viruela, James Scott enumera los ingredientes que fueron necesarios para alcanzar este conocimiento práctico: “una necesidad apremiante (en este caso un asunto de vida o muerte), algunas pistas prometedoras que funcionaron en otros contextos (la inoculación), un vasto equipo de experimentadores dispuestos a ensayar casi cualquier cosa, la posibilidad de cocinar soluciones a fuego lento y el intercambio abierto de los resultados experimentales”  [4].

La adecuada combinación y dosificación de esos mismos ingredientes que facilitaron encontrar la vacuna contra la viruela parecerían necesarias para abordar un tema como la reforma judicial. En síntesis, para enfrentar un fenómeno tan complejo se requiere, no tanto ciencia o técnica, sino mucha mètis.  El procedimiento para configurar proyectos con mètis es asombrosamente similar al utilizado para la generación de los programas de software de arquitectura abierta con el enfoque bazar: ensayo y error, información variada que fluye incesantemente, visión de largo plazo, un esfuerzo de coordinación más que de dirección y habilidades adquiridas sólo con la práctica.

Dos nociones de justicia: Niti y nyaya [5]

En la antigua literatura hindú sobre ética y jurisprudencia existen dos palabras distintas –niti y nyaya- para la justicia. Entre las principales acepciones del primer término está la correcta organización, o el adecuado comportamiento, de algún ente.  Por el contrario, el nyaya hace referencia a un concepto global de justicia efectivamente lograda. Si bien las instituciones, las reglas y las organizaciones son importantes para alcanzar la justicia, se deben evaluar teniendo en cuenta su impacto real, que está estrechamente vinculado con el entorno dentro del cual actúan [6]. Los juristas hindúes traían con frecuencia a colación el matsyyanyaya, la justicia en el mundo de los peces, en dónde el pez grande se come al chico, como algo que debía evitarse a toda costa entre los seres humanos. Sin importar si las organizaciones estaban funcionando cabalmente, si persistía la situación en la que un pez gordo devora uno más pequeño se estaba dando una injusticia, una violación del nyaya.

De acuerdo con Amartya Sen, sólo teniendo en cuenta el nyaya es posible detectar las injusticias más apremiantes y esta labor puede ser mucho más pertinente que la de buscar la perfección en el niti. Señala, a su vez, que las teorías de la justicia más influyentes en Occidente se han centrado en definir y tratar de establecer instituciones justas en detrimento de la búsqueda de avances en la manera cómo viven las personas para superar algunas de las injusticias que las aquejan.

En múltiples ocasiones, eliminar una injusticia no requiere absoluta claridad, ni mucho menos consenso, acerca de lo que se requiere para lograr unas instituciones, o una sociedad, justas. La primera tarea es sin lugar a dudas más sencilla y realista que la segunda. Sobre todo si se tiene en cuenta que la presencia de errores, o disfuncionalidades, o injusticias puede tener su origen en comportamientos inadecuados y no necesariamente en limitaciones institucionales. Las teorías contemporáneas sobre la justicia se han centrado, según Sen, en el diseño de las instituciones justas, asignándole un papel subsidiario al asunto de los comportamientos, o de los pequeños detalles que afectan su funcionalidad. Este tortuoso camino para llegar a la justicia es típico, por ejemplo, en los esfuerzos anti-corrupción.

El paralelo que se puede establecer entre niti y nyaya con los dos esquemas para desarrollar software –la catedral o el bazar- es inmediato, e ilustrativo. Al establecer un paralelo entre la noción de injusticia (social) con la de error (en el programa), se hace nítida la diferencia esencial entre las estrategias –judiciales o informáticas- basadas en buscar la perfección, y con ese fin emprender ambiciosas reformas, o tratar de corregir algún pequeño error, o injusticia, para lograr un avance pequeño pero concreto y real.

Economía y justicia

El sentido de la causalidad

Una de las hipótesis más recurrentes de la economía institucional es la del rule of law como requisito del crecimiento. La evidencia para apoyar esta tesis presenta grandes vacíos. En la actualidad, sólo se cuenta con modelos econométricos de cross-section que pretenden explicar, con bases de datos internacionales, las diferencias en los niveles desarrollo entre países. Sin embargo, para el escenario en el que se aplican las reformas, un solo país, los trabajos empíricos en los que se muestre el vínculo entre rule of law y el crecimiento son casi inexistentes. Un sólo contraejemplo, el de la China en las últimas décadas, debería bastar para desvirtuar, o por lo menos replantear, esa teoría.

Para Max Weber, agudo analista del surgimiento del capitalismo y crítico del sistema legal inglés, era clara la causalidad, pero en la otra vía. Weber fue explícito en rechazar la tesis que el capitalismo se había desarrollado tempranamente en Gran Bretaña impulsado por el common law. Por el contrario, en su opinión, tal sistema no sólo había negado el acceso a la justicia a importantes capas de la población sino que había generado importantes distorsiones en algunos mercados, como el de la tierra. Las rigideces de mercado inducidas por el common law,  el complicado sistema de recursos procesales, y su alto costo para la clase burguesa, llevaron a Weber a afirmar, para sorpresa de cualquier neoinstitucionalista que “Inglaterra obtuvo el primado capitalista no a consecuencia, sino en parte a pesar de la estructura de su derecho” [7].

Para el sociólogo alemán fue la consolidación de la burocracia estatal y, sobre todo, el capitalismo moderno, lo que progresivamente impuso la racionalización del sistema judicial. “Mientras más racional era el aparato autoritario de los príncipes y jerarcas a través de ciertos funcionarios, tanto más dirigía su influencia a dar a la administración de justicia un carácter racional; a eliminar los medios procesales de tipo irracional y a sistematizar el derecho material, lo que significaba siempre, al mismo tiempo, racionalizarlo …  La exigencia de una tramitación en lo posible más rápida, precisa, unívoca y continua es impuesta a la administración en primer lugar por la economía capitalista moderna ” [8].

Para el jurista norteamericano Roscoe Pound, también era claro que en la relación entre desarrollo económico y justicia, el vínculo de causalidad más pertinente es del primero hacia la segunda. “Al aumentar la riqueza, desarrollarse el comercio y volverse la sociedad más compleja, los intereses sociales en la seguridad de las adquisiciones y en la seguridad de las transacciones demandan imperativamente certidumbre y uniformidad en la administración de justicia” [9]. Pound también parece compartir, para los Estados Unidos, la visión de Max Weber de un alto crecimiento económico logrado no gracias a sino a pesar de un sistema legal deficiente: “a principios del siglo XIX la ley americana era subdesarrollada e incierta. La administración de justicia por jueces inexpertos, por funcionarios del ejecutivo o por la legislatura era cruda, desigual y con frecuencia partisana cuando no corrupta” [10].

Igualmente pertinente contra la teoría simplista que no puede haber desarrollo sin un buen desempeño de las instituciones, del sistema político y de la justicia, es la literatura sobre la enorme corrupción que campeaba en las grandes ciudades norteamericanas en sus momentos de mayor dinamismo, a finales del siglo XIX. La existencia de un término, muckraker, para referirse a los periodistas especializados en publicar casos de corrupción en los gobiernos locales y las empresas da una idea de las fisuras del rule of law en una de las épocas doradas del capitalismo en el mundo. Uno de estos muckrakers, Lincoln Steffens, resumió en The Shame of the Cities, sus artículos sobre la corrupción en las grandes urbes norteamericanas. Aún más reveladores del ambiente institucional de la época  son los discursos de uno de los más grandes clientelistas de Nueva York, George Washington Plunkitt, de Tammany Hall, que difícilmente encajan en la visión idealizada del rule of law.  Aunque murió multimillonario, y se consideraba un verdadero estadista, sus orígenes fueron modestos. Plunkitt recuerda de manera precisa el momento en que inició su carrera de político: “cuando tuve un bien que se podía mercadear: dos votos”. En uno de sus discursos más conocidos, hace la distinción fundamental entre corrupción honesta y deshonesta (honest graft and dishonest graft). “Si tengo algo bueno para dar en la vida privada, se lo doy a un amigo, por qué no haría lo mismo en la vida pública?” [11].  “Una ciudad grande como Nueva York o Filadelfia o Chicago se puede comparar a una especie de Jardín del Edén desde el punto de vista político. Es un sembrado de árboles de manzana. Uno de ellos tiene un aviso “Árbol del Código Penal – Veneno”. Yo nunca he tenido la tentación de tocar el Árbol del Código Penal. Los demás árboles son suficientes para mí. Y oh Dios! Cuantos de esos hay en una gran ciudad!” [12].

En el mismo sentido, en la obra Pionneers de James Fenimore Cooper (1789-1851) que tiene lugar en Nueva York en la tercera década del siglo XIX, la prosperidad de la ciudad la atribuye el autor no sólo al espíritu de los pioneros sino a la debilidad de las leyes [13].

Así, la idea según la cual sin buenas instituciones y sin justicia no puede haber desarrollo parece contra evidente en varios contextos. Una de las consecuencias más lamentables de esta teoría tan débilmente sustentada ha sido la de poner sobre los hombros de la administración de justicia unas responsabilidades monumentales que sencillamente no le corresponde cargar. La justicia es importante per se, y arandelas tan pesadas como contribuir al crecimiento del PIB, o estimular la inversión, aportan poco a la ya difícil tarea de resolver conflictos entre ciudadanos.

La interrelación entre instituciones y desarrollo es un tema en extremo complejo, que sólo recientemente empieza a ser abordado desde abajo, con una descripción detallada de cómo es que operan ciertas instituciones reales [14].

Ciclo económico y justicia

Aún mirando las cosas desde arriba, la evolución de la justicia civil en varios países a raíz de las crisis financieras sugiere una hipótesis alternativa a la del rule of law: el ciclo económico puede tener un impacto considerable sobre el desempeño del sistema judicial. En Colombia y Ecuador, por ejemplo, la crisis económica afectó el desempeño de la justicia civil [15]. En el primer país también habría habido un impacto perceptible sobre el uso de la acción de tutela [16]. A diferencia de la explicación tradicional, y para la cual no es fácil encontrar una historia real que la sustente -como por ejemplo una empresa que haya renunciado a invertir en ciertos mercados por las demoras de un pleito ante un juzgado- para la causalidad en el sentido inverso, la evidencia micro se puede encontrar en la oficina de cobro de cartera de cualquier banco: la caída en los ingresos en la fase baja del ciclo económico dificulta los pagos, aumenta la cartera morosa, incrementa los cobros judiciales y congestiona los juzgados.

Un simple relato periodístico captura de manera adecuada la esencia del problema. “New York State’s courts are closing the year with 4.7 million cases — the highest tally ever — and new statistics suggest that courtrooms are now seeing the delayed result of the country’s economic collapse … New York’s judges are wading into these types of cases by the tens of thousands, according to the new statistics, cases involving not only bad debts and soured deals, but also filings that are indirect but still jarring measures of economic stresses, like charges of violence in families torn apart by lost jobs and homes in jeopardy … “Society’s problems come to us,” New York’s chief judge, Jonathan Lippman, said. “We are the emergency room for society.”” [17]. Para España, o para Holanda, también hay testimonios del impacto de la crisis económica sobre la carga de los juzgados [18].

El caso de las crisis financieras que repercuten sobre el sistema judicial es, además, un buen contra ejemplo de la noción generalizada que “justicia ágil es mejor justicia”. En este caso, parecería ser lo contrario: un sistema judicial demasiado ágil para ejecutar los embargos puede reforzar la caída de los precios de la vivienda, prolongando la crisis. Si esta, a su vez, tiene un impacto negativo sobre el desempleo, un número mayor de hogares dejarán de poder pagar las cuotas y podrán perder sus viviendas, completándose un círculo vicioso. Esto es más que una simple conjetura. En los EEUU “the fall in house prices also led to a sharp rise in mortgage defaults and foreclosures, which has increased the supply of homes on the market and caused house prices to fall further. As a result, one-third of all American homeowners with mortgages, their mortgage debt exceeds the value of the house. For one-sixth of these homes, the debt is 20% higher than the price of the house. In addition, high loan-to-value ratios in the US interact with household financial problems to increase the number of defaults and foreclosures [19]. Bajo este tipo de escenario, no es fácil aceptar sin salvedades el argumento que, en cualquier circunstancia, los procesos ejecutivos hipotecarios deban ser siempre prontos, ágiles y acelerados.

Las historias de esta dinámica en Ecuador y Colombia, que afectaron no sólo el diseño sino la evaluación de los proyectos de reforma judicial, tienen un interés adicional. En el momento en que sucedían estos cataclismos, los ejecutores de los proyectos, orientados a agilizar los procesos de la jurisdicción civil en esos países, siguieron concentrados en tratar de mejorar los indicadores de desempeño, sin caer en cuenta que los drásticos cambios en las entradas a los juzgados eran una consecuencia de la crisis. Absortos en unas cifras, además de pésima calidad, que subían o bajaban sin que se supiera por qué, afanosamente trataban de hacer aparecer esas variaciones como impactos positivos de sus proyectos [20].

Modelo de desarrollo y sistema judicial

La observación que el ciclo económico afecta la demanda por justicia se puede extender y plantear que el modelo de desarrollo adoptado por una sociedad es un elemento definitivo del papel social y las características del sistema judicial. Sería arriesgado afirmar que la causalidad va del desempeño de la justicia a la política, o a la economía. No es simple coincidencia que al consolidarse la revolución socialista en Cuba, los estudios jurídicos, y por esa vía los abogados y los jueces, casi desaparecieran de la isla. El rígido control estatal sobre cualquier actividad los hizo redundantes. En 1965 había en Cuba 343 estudiantes de derecho, o sea menos del 2% de los estudiantes universitarios. Incluso cuando a mediados de los años noventa se buscó revalorizar el papel del derecho, el número de estudiantes se incrementó a cerca de dos mil, para un total de 17 por cada cien mil habitantes. Por la misma época, la cifra equivalente en Brasil, Colombia o México era superior a 180, y en Argentina alcanzaba los 443 [21].

Ignorando la opción del socialismo como régimen político, en la totalidad de países latinoamericanos se han observado en las últimas décadas cambios importantes en la estrategia general de desarrollo. Hasta la década de los setenta, el modelo predominante fue la protección de la industria nacional y la sustitución de importaciones. Simultáneamente se intentó promover la educación y la salud ampliando las coberturas. El Estado asumió las funciones de planeador, regulador y activo inversionista. Se dio una gran expansión del gasto público y la burocracia estatal. Consecuentemente, se observó una “pérdida de importancia de los grandes códigos del siglo XIX … (se) acrecentó la importancia del derecho administrativo a costa del derecho privado. El sistema judicial perdió importancia, pues los altos funcionarios asumieron un papel importante en el patrocinio de actividades empresariales y en la solución de cualquier conflicto que pudiera surgir entre empresa o empresarios” [22].

No sería prudente plantear que este período de activo intervencionismo estatal, y de un sistema judicial bastante marginal, se tradujera en débil desempeño económico. Las políticas proteccionistas tuvieron un impacto favorable sobre el crecimiento. Entre 1950 y 1981, el PIB latinoamericano creció en promedio a más del 5% y el ingreso per cápita lo hizo a casi el 3% [23].

La crisis de la deuda y el consecuente estancamiento económico a principios de los ochenta llevaron a la reformulación del papel del Estado en el desarrollo. Comenzó un proceso de privatización de empresas estatales y servicios públicos. Además, se dio un giro político hacia una mayor democratización y descentralización. La apertura de los mercados y la innovación tecnológica en las comunicaciones llevaron luego a la globalización. Estas transformaciones en el modelo de desarrollo se vieron acompañadas de cambios importantes en el papel del derecho y el sistema judicial. Casi todos los países adoptaron nuevas constituciones o hicieron enmiendas importantes. Se renovó la legislación para hacerla más acorde con la política económica. El nuevo papel de la justicia es difícil de evaluar. Si bien es cierto que la privatización condujo a un incremento en los litigios, buena parte de la atención de la justicia se ha centrado en las áreas penal y constitucional. Se incrementó la importancia de los acuerdos internacionales y los derechos extranjeros. Los jueces ganaron protagonismo político y el tema de la reforma judicial pasó a ocupar un lugar importante en la agenda política.

La anunciada reducción del tamaño de la burocracia resultó menos drástica de lo que se anunciaba. De hecho, se redujo el Estado central pero a cambio de un crecimiento de las instancias regionales y locales de decisión. La privatización de empresas estatales y de servicios públicos han requerido nuevas regulaciones y reguladores. El Estado, ya no nacional sino regional, siguió siendo un importante intermediario en la actividad económica y en la solución de conflictos. El papel de los tramitadores y gestores aumentó y se institucionalizó como una nueva función de los abogados.

Parte del nuevo protagonismo de los profesionales del derecho por fuera de la judicatura se explica por una verdadera explosión demográfica dentro de la profesión. Entre 1950 y finales del siglo, el número de abogados por habitante se multiplicó por tres en Brasil y Chile, por más de seis en Costa Rica o Venezuela y por ocho en México [24]. Este marcado incremento, que contribuyó a redefinir el papel del derecho y la justicia, vino como resultado de la expansión y democratización de la educación durante las décadas anteriores.

Procedimientos, celeridad y calidad de la justicia

Un problema secular

La búsqueda de agilidad y eficiencia ha sido un argumento recurrente para reformar la rama judicial en América Latina. En los proyectos apoyados por el Banco Mundial y otras agencias multilaterales, la eficiencia ha sido tema prioritario de la agenda.  Lo que parece haberse olvidado es que la falta de agilidad en los procesos no es un problema reciente. Es una preocupación tan antigua como los esfuerzos por centralizar la administración de justicia en la península Ibérica al final del medioevo.

Ya en el Fuero Real, en el siglo XIII, se sancionaba con indemnización  y costas el retraso malicioso de un proceso. En las Leyes del Estilo, una colección de los usos judiciales seguidos en la Corte de Alfonso X (1221-1284) se recogen prácticas probatorias forales pero además se señala la complejidad de los procedimientos, “que aparecen como complicaciones inútiles que demoran los procesos y retardan su resolución” [25]. En las Siete Partidas, también se hace alusión a que un juez, “por ruego o amor”, pueda alargar indebidamente un pleito [26].

En Colombia, prácticamente desde los inicios de la República, se señala que la marcha de la justicia es lenta. “La causa de esto  era de doble naturaleza; la errónea distribución y reglamentación de los despachos judiciales y la abundancia de requisitos formales que nada salvaguardaban y que por el contrario motivaban el recargo” [27].  Así, desde 1823 se empiezan a tomar, por parte del ejecutivo, algunas medidas de emergencia para descongestionar los juzgados [28].

La morosidad no es por lo tanto un problema reciente de la justicia. Se trata de una realidad no sólo estructural sino decantada por varios siglos. Ante este escenario tan añejo, las recientes afirmaciones sobre la necesidad de una justicia eficaz como requisito para el desarrollo parecen infundadas, o como mínimo exageradas. Muchas cosas han cambiado desde el Fuero Real, a pesar de la lentitud de los procesos judiciales.

Una breve mirada a la historia de la justicia sugiere que los procedimientos surgieron no por capricho, ni por falta de know-how administrativo, ni para sabotear el desarrollo económico, sino simplemente para dar mayores garantías a las partes de un proceso, y en particular al acusado o demandado. Los procedimientos introdujeron lentitud en una justicia que, por siglos, fue demasiado expedita y arbitraria. En los albores de la justicia penal argentina, por ejemplo, se hizo evidente que las prácticas y procedimientos, informales y sujetos a la voluntad del caudillo local eran una fuente de abusos. Los juristas de la época consideraron que una posible solución era la formalización de los procedimientos y la burocratización de la justicia [29]. Una medida muy debatida entonces entre el ejecutivo y la judicatura fue la ratification of witnesses. Se trataba de un procedimiento colonial, que continuó en la república. Se exigía que todos los testigos, cuyos testimonios escritos eran parte esencial del sumario, confirmaran o rectificaran  ante los jueces lo que habían dicho a la policía. Los jueces summoned these witnesses semanas o meses más tarde del hecho. A veces era difícil volver a encontrarlos. Las autoridades argumentaban que este era uno de los principales factores de ineficiencia judicial. Pero los jueces replicaban que esta segunda oportunidad para relatar las circunstancias del caso garantizaba la transparencia del proceso. A su vez, si la policía quería mantener a alguien detenido, bastaba con recoger muchos testimonios al iniciarse el sumario para luego tomarse mucho tiempo encontrándolos para ratificarlos. Así, la relación entre agilidad y calidad de la justicia podía ir en cualquier sentido [30].

Para varios países latinoamericanos, resulta paradójica la obstinación con la celeridad de la justicia cuando el problema más grave del sistema judicial podría ser no tanto la morosidad sino, por el contrario, la gran oferta, y la enorme variedad, de justicias paralelas eficaces, ágiles, expeditas,  pero totalmente arbitrarias. 

La confusión alrededor de la celeridad de la justicia va más allá de la necesidad de entender las justicias informales, paralelas o ilegales. Un problema también grave, tal vez más que el de la tradicional morosidad de los procesos, es que dentro de la misma justicia oficial, la obsesión por la celeridad ha deteriorado los filtros mínimos de calidad en algunos fallos llegando a situaciones que bordean la arbitrariedad, la corrupción o la impunidad. El problema de la celeridad como criterio prioritario para la justicia no se limita a los casos penales de gran complejidad. En Colombia, por ejemplo, son cada vez más frecuentes las alusiones a situaciones insólitas relacionadas con la figura estelar del sistema judicial colombiano, la acción de tutela.  El procedimiento, que es muy ágil, está generando sentencias insólitas, o arbitrarias, que afectan negativamente los derechos de la parte demandada.

Sería un desacierto no matizar la idea, implícita en las reformas, que la justicia siempre mejora cuando decide más casos, y empeora cuando decide menos casos. Se podría incluso, para hacer énfasis en esta equivocación, plantear la cuestión al revés: buena es la justicia que decide menos veces, pero que decide bien. Juzgar rápido es, con alta probabilidad, juzgar mal. Para sustentar esta afirmación se puede recurrir a un aforismo de los romanos: ad paenitendum properat, cito qui iudicat [31]. Se arrepiente rápidamente quien juzga rápidamente; la precipitación es peligrosa para juzgar. El mismo aforismo se encuentra en inglés: he that soon deemeth, soon shall repent [32].

Es evidente que la afirmación “conviene agilizar la justicia” tiene como requisito indispensable “siempre que se conserve la calidad”. Cuando se dispone de poca información sobre la calidad, o si existen dudas sobre la independencia, la imparcialidad o la honradez de la justicia, la celeridad puede ser peor que la demora. Más aún, la insistencia en la celeridad puede afectar negativamente la calidad, y la protección de los derechos de alguna de las partes.

Con respecto al dilema entre calidad y cantidad de las decisiones judiciales, son pertinentes los comentarios de Roscoe Pound al observar que entre 1819 y 1919 el número de casos a cargo de la Corte Suprema de los EEUU había pasado de 33 en 1819, atendidos por 7 magistrados, a 242, con 9 magistrados, un siglo más tarde.

“This does not mean merely that the judges are compelled to work rapidly and with a mínimum of deliberation. In order to hear these cases at all the time allowed to counsel must be greatly abridged. Hence where a century ago counsel were heard until every detail had been gone into thoroughly in oral argument, today the court is compelled to restrict argument to an allowance of an hour and a half to counsel upon each side. In courts the pressure has become even greater. Thus at a time when constructive work of the highest order is demanded, when questions are raising more difficult than any
with which American judges had to deal in our classical constructive period-the period from theRevolution to the Civil War-in many of our states the courts are none too well equipped to do the work effectively and in all of them the pressure of business is such that work of the highest type is all but precluded” [33].

La morosidad de la justicia es una de las dimensiones más complicadas no sólo de medir o evaluar sino de definir. ¿Qué es un proceso demasiado lento? ¿Cual es el tiempo razonable para aclarar, resolver y juzgar un caso? Estas preguntas tan elementales no tienen respuesta inequívoca pues, como resulta obvio, todo depende de las condiciones específicas de cada proceso. Esta verdad era clara para los romanos, a quienes se puede de nuevo acudir para un aforismo: in causa ius positum [34]. La solución justa depende del caso.

Como respuesta a las críticas que, a principios del siglo XIX, el gobierno argentino hacía a la justicia por la demora en aclarar un caso de homicidio, el juez a cargo del caso respondía de manera tajante. “There was no slowdown in this case … only the type of delay that is absolutely necessary for clarification, which is the first objective of the criminal process … to abbreviate or to prolong a sumario does not depend on the judge´s wish and will but on the nature of the case” [35].  En el mismo sentido apunta la respuesta que, casi dos siglos más tarde, le dirige una juez penal colombiana al presidente de la sala administrativa del Consejo Superior de la Judicatura cuando este le ordena que, por vencimiento de los términos, entregue un expediente. “Como juez que ya conozco mis expedientes (sólo yo) puedo decir cuánto puedo demorarme en emitir el fallo” [36].

En el diagnóstico de morosidad de la justicia el problemas no es sólo de medición sino de afán de generalización. Para la mayor parte de los procesos, no se sabe qué es lo que se demora ni en qué etapa, ni por qué. Y parece arriesgado pensar en causas comunes a todos los expedientes. Es frecuente que un abandono o un desistimiento, por ejemplo, aparezca en las estadísticas como un incidente que dura varios años. “Hay casos que son sencillos, en el sentido que le exigen relativamente poco trabajo a un tribunal para su solución, y que pueden ser resueltos incluso en pocos días. En cambio hay otros casos extremadamente complejos, cuya solución puede tomar años” [37].

A pesar de las observaciones anteriores, en cuanto a la existencia de eventos excepcionales que pueden afectar los procesos, todos los jueces entrevistados en Guatemala, Colombia o Ecuador tienen alguna noción de lo que es un rendimiento razonable de su trabajo, en circunstancias normales. Pero en la práctica, se observan variaciones no despreciables. Entre los juzgados civiles de Cuenca, Ecuador, por ejemplo, con un promedio global de 58, el número mensual de “causas resueltas” por juzgado en el 2008, varió entre 31 y 95. O sea una relación de uno a tres.  Por otra parte, entre el 2002 y el 2008, en uno de esos juzgados, el 2º Civil, los casos resueltos en un año variaron, sin una tendencia definida, entre 45 y 191. O sea una relación de más de uno a cuatro [38]. Sin que se pueda estar seguro de la asociación entre el número de causas resueltas y la celeridad con la que se resuelven los casos –una variable bastante más difícil de medir- se puede temer que,  para la duración de los procesos, se observen también diferencias sustanciales, tanto entre juzgados como a lo largo del tiempo. 

¿Por qué se demoran los procesos?

No vale la pena resumir en detalle las diferentes explicaciones que se ofrecen en la actualidad sobre la lentitud de la justicia en América Latina [39].  Aunque buena parte de ellas están basadas en cuellos de botella administrativos o informáticos, una razón para la morosidad podría ser tan simple como un exceso de carga de trabajo. Esa ha sido, y sigue siendo, una de las principales observaciones que hacen los jueces sobre las dificultades para acelerar una labor que, por definición, exige calma y sosiego para cumplirla con un mínimo de calidad. Al respecto, es ilustrativa la carta que, en 1910, le envió el Presidente de la  Corte Suprema de Justicia colombiana al Ministro de Gobierno, Miguel Abadía Méndez, como respuesta a una nota en la que éste se quejaba por las reiteradas denuncias sobre demoras en los fallos. “Debo decir a usted que los Magistrados de la Corte Suprema no somos morosos: todos somos, más o menos, diligentes; es que la diligencia se estrella contra la naturaleza de las cosas. Categóricamente digo a usted que ha habido, que hay y que continuará habiendo un largo retardo en el despacho, no obstante el mayor esfuerzo que se emplee para impedirlo … Yo no puedo dispensarme del estudio concienzudo de cada asunto, ni puedo abstenerme de salvar voto cuando mi honrada convicción lo exija, porque dejaría de cumplir mi deber si procediera de manera diferente” [40]. Así, un escenario factible, tal vez el más parsimonioso, es el del juez diligente pero siempre desbordado por su excesiva carga trabajo.

También se puede pensar en el juez que incumple sus obligaciones procesales. La razón para el desacato, a su vez, puede ser variada. Si se utilizan las distintas categorías propuestas para clasificar a quienes, en América Latina, incumplen las reglas, se puede pensar, primero, en un juez corrupto. O, en general, en el juez que no respeta los términos porque eso le conviene para atender actividades más gratificantes, como viajes o seminarios. Tal escenario, que podría denominarse el del juez vivo, está bien caracterizado en Colombia por el llamado turismo judicial, una práctica que se reconoce está afectando el rendimiento de la Corte Suprema de Justicia [41]. También podría pensarse en un juez rebelde cuya motivación para tomarse más tiempo del previsto en los procedimientos es más política; el juez protesta y “no pierde oportunidad para incumplir y dejar de hacer lo que se le ordena”. Otro sería el juez que, por razones culturales, “cree que hay valores superiores a los de la norma que se impone” [42]. La lentitud puede provenir, en ciertos casos, de una especie de fatiga que se acumula, como “un lento agotamiento interno de las conciencias que las hace aquiescentes y resignadas: una creciente pereza moral” [43]. El origen del problema se ha llegado a diagnosticar como una enfermedad profesional. “Parte de los retrasos injustificados son debidos a trastornos mentales, particularmente a una enfermedad profesional achacable a un exceso de responsabilidad. El exacerbado sentido de la responsabilidad les lleva (a los jueces) a dedicar muchas horas a un caso pero no les ayuda a resolverlo, así que al final se encuentran ante una montaña de trabajo y se angustian más y más" [44].

A esta gran variedad de razones que pueden llevar a los jueces y demás funcionarios judiciales a demorar los procesos habría que sumar obstáculos que dependen de instancias ajenas a la judicatura, de tácticas dilatorias de los abogados o del simple descuido de las partes envueltas en los litigios. Es diciente con relación al último punto una carta enviada por el abogado representante de un grupo jueces y fiscales en una demanda colectiva: “le informo que no todos los jueces afiliados al Colegio han cumplido con el pago de los honorarios pactados, a pesar de los constantes requerimientos para que se pongan al día”. [45]

Si se analizaran en detalle los elementos que afectan la marcha global de los procesos judiciales en una sociedad, lo más probable es que se encuentre una mezcla, variada y cambiante, de todas estas razones. La preponderancia de uno u otro factor de rezago, en un momento y lugar, es un asunto más empírico que teórico. Lo que sí parece arriesgado es suponer, como se hace corrientemente en los programas de reforma, que todos estos elementos tan dispersos se pueden homogeneizar y corregir con una sola herramienta, administrativa, informática o procedimental.

Las explicaciones corrientes sobre la lentitud de la justicia son esencialmente coyunturales. Se supone que la lentitud es un asunto reciente, que se debe resolver de manera acelerada, con medidas de emergencia, algunas ajenas al ámbito del derecho procesal. Parece válida la sospecha que un problema secular, como la morosidad de la justicia, puede tener causas también históricas y ancestrales. En las secciones siguientes se pretende llamar la atención sobre algunos aspectos que se han ignorado en las reformas y que podrían ser relevantes. No se busca ofrecer una nueva explicación dominante sobre la morosidad de los procesos. Conviene reiterar que este fenómeno, tan persistente como mal entendido, es un compleja mezcla de elementos que deben ser diagnosticados e intervenidos de manera local y focalizada.

El juez tramitador

Tanto el diagnóstico como, sobre todo, las propuestas de reforma han ignorado el papel secundario que, desde hace siglos, juega el juez en los sistemas legales de tradición romana. En particular, rara vez se aborda la situación del juez como un simple tramitador, con escasa autonomía y sometido a rígidos rituales procesales, sugeridos por la doctrina académica y aprobados por el legislador, pero con escaso insumo de la práctica cotidiana en los juzgados. Además de esta idea del litigio como un simple trámite que el juez debe ejecutar de manera automática, simplemente siguiendo la ley, normalmente se pasa por encima el hecho que, como trámite, un juicio tiene varias peculiaridades que atentan contra la celeridad. Por un lado, en el juicio intervienen dos partes que se enfrentan y una de esas partes puede no estar interesada en que el asunto se resuelva con celeridad. Las gestiones ambientales, o la expedición de licencias urbanas, comparten esa misma característica. Y normalmente toman más tiempo que un trámite no adversarial. La oposición consciente a la celeridad de un juicio puede hacerse de manera abierta, de acuerdo con la ley y los principios, pero también puede ser taimada, astuta o abiertamente ilegal.

El papel supletorio que, desde hace siglos, se la ha asignado al juez en los sistemas de tradición civilista, contrasta radicalmente con el que juega en el common law, y podría ayudar a explicar la falta de prontitud, como una consecuencia inevitable de la inflexibilidad en los procedimientos. La tradición de este rol secundario del juez se remonta a la época romana. En el período imperial, la resolución de litigios cayó progresivamente bajo la responsabilidad de funcionarios públicos. Durante la época medieval, y de manera similar a sus colegas ingleses, los jueces continentales tuvieron mayor autonomía e iniciativa, llegando a conformar un derecho común europeo, el ius commune. Con la revolución francesa, sin embargo, y en particular con la consagración del principio de la separación absoluta de poderes, el papel protagónico y la autonomía del juez fueron drásticamente recortados. Se insistió en que la ley era asunto exclusivo del poder legislativo y se eliminó la posibilidad de que las decisiones judiciales se basaran en la jurisprudencia. Al erradicar el principio de stare decisis, se le negó al juez la posibilidad de interpretar la ley, aunque esta fuera incompleta, contradictoria o confusa. Consecuentemente, el juez se convirtió en un simple tramitador [46]. 

Fuera del temor a la intromisión del sistema judicial en la tarea de legislar, que atentaba contra la separación de poderes, se quiso salvaguardar el principio de la seguridad jurídica. Para John Merryman, el dogma de la seguridad constituye el síntoma más inequívoco de la desconfianza hacia el juez dentro del derecho continental. Mientras en el common law la seguridad y la flexibilidad se han percibido como valores positivos pero contradictorios, que se limitan mutuamente, en la tradición civil el valor supremo ha sido la seguridad y la flexibilidad se ha visto como una serie de inconvenientes que complican la búsqueda del ideal de un derecho inmune al capricho de los jueces.

Dada esta ancestral desconfianza hacia el juez, y en particular la obsesión porque no interfiera con la labor legislativa, podría pensarse que el personaje protagónico ha sido el legislador. En realidad, para el derecho continental, el legislador -con mayor razón el ahora desprestigiado político- ha estado siempre a la sombra de otro personaje mucho más influyente, el jurista académico.

La preeminencia de los juristas universitarios en el derecho continental también es ancestral. En varias épocas en Europa, la doctrina proveniente de los centros educativos fue un factor determinante de las decisiones judiciales. En Alemania, era frecuente que algunos casos judiciales se enviaran a las facultades de derecho universitarias para alcanzar una decisión. La mayor parte de los códigos promulgados en Europa y América Latina en el siglo XIX fueron redactados por académicos y estaban, a su vez, basados en tratados académicos de generaciones anteriores. Además, el sustento ideológico de la codificación francesa fueron fuentes filosóficas como las obras de Montesquieu y Rousseau.

Así, la historia legal de la tradición civil, más que una detallada descripción de las leyes concretas y las instituciones que han actuado bajo contextos políticos, sociales, económicos, históricos, culturales cambiantes es por lo general una discusión de las escuelas de pensamiento y de los debates que, sobre ciertos principios, se han dado entre escuelas rivales. No sorprende, en este contexto, la escasez de trabajos históricos sobre derecho procesal.

Esta peculiar división de tareas dentro del sistema legal ha tenido amplias repercusiones sobre el funcionamiento de la justicia. La primera y más importante es la significativa discrepancia entre lo que debería ser, lo que se ve desde arriba, desde la academia, desde la torre de marfil, y lo que realmente sucede en el terreno, o sea en los juzgados, o en la calle, en los conflictos legales que nunca llegan a la justicia. Persiste un abismo entre lo que se discute conceptualmente como problema y las cuitas cotidianas de la justicia y sus usuarios.

El académico, o el experto foráneo, es quien reflexiona sobre los problemas desde arriba. Para esto recurre a las teorías disponibles, muchas veces importadas. Muestra una marcada tendencia a simplificar y, en particular, a no enredarse con peculiaridades locales como los asuntos demográficos, sociales, políticos, económicos o culturales. Muchísimo menos con los sistemas normativos paralelos, informales o ilegales. Eso, sin lugar a dudas, haría demasiado complejo e inmanejable el análisis. El legislador, por su parte,  tiene otro tipo de motivación. Su labor consiste en adaptar la ley a las circunstancias cambiantes. En particular, debe complementar los códigos y perfeccionarlos. Para esto cuenta con la labor de asesoría, de los académicos y expertos. Los jueces, bajo este escenario, “son simplemente los operadores de una máquina diseñada por científicos y construida por legisladores [47].

En síntesis, la idea arraigada es que el juez debe limitarse a tramitar unas supuestas soluciones correctas de los litigios. Esta visión burocratizada de la tarea de juzgar ha sido tan profundamente asimilada que ya hace parte del paisaje judicial. Sólo así se entiende que la evaluación básica del desempeño de los jueces se limite ahora a contar el número de casos que despacha por unidad de tiempo. También es lo que ayuda a explicar que un porcentaje importante de las reformas judiciales con las que se busca, ante todo, agilizar los procesos judiciales, se hayan volcado hacia la contratación de expertos en reingeniería administrativa, logística o en programas informáticos de manejo de expedientes. O que, de manera recurrente, se haya recurrido a remedios legislativos basados en la imposición de plazos más expeditos.

Varios factores han contribuido a consolidar y perpetuar el escenario del juez tramitador, al que se supervisa de cerca pero a la vez se le pide que falle en derecho y de manera expedita en un entorno congestionado. Pero son dos los que mejor ayudan a entender la persistencia de este formalismo tan impermeable a los hechos. Por un lado, la manera como se enseña el derecho y por el otro, la peculiaridad de los mecanismos para detectar y corregir las imperfecciones del sistema legal.

Con relación al primer punto, Merryman plantea que, en la tradición civilista, la médula del problema se encuentra en el exagerado protagonismo de los juristas académicos [48]. El segundo factor, igualmente relevante pero menos analizado, tiene que ver con la manera como se encuentran y se enmiendan los gazapos o errores del sistema legal. En la tradición del derecho continental, la búsqueda de los errores en el sistema legal ha sido siempre un asunto conceptual, doctrinario y trascendental, bastante alejado de la labor pedestre y rutinaria de administrar justicia [49].

Se trata, en esencia, del enfoque catedral. En forma paralela al diseño de software con el concepto de programación estructurada, el centro principal de desarrollo del sistema legal se encuentra en una exclusiva y cerrada sala de diseño, a la que sólo tienen acceso unos pocos cardenales, y donde la pretensión constante es preparar la siguiente versión del código, una nueva catedral, a la que se agregue la totalidad del conocimiento doctrinario disponible. Se ratifica así el rol protagónico de los expertos, los juristas académicos, y el papel secundario de los operadores, los jueces y los litigantes. De estos se espera simplemente que, cuando esté lista, adopten la nueva versión mejorada de la legislación. En lugar de un proceso continuo y evolutivo de corrección de errores, el desarrollo del sistema legal se da por medio de grandes saltos.

El burócrata con funciones de juez

La figura complementaria del juez tramitador, burocratizado, es la del burócrata que ejerce labores de juez, el funcionario público que adjudica y resuelve conflictos. Ambas se refuerzan y, tal vez, han contribuido a consolidar la noción, implícita en las reformas obsesionadas por la eficiencia, de la justicia como un simple trámite que siempre conviene agilizar.

Desde el medioevo hispano, las fronteras entre la administración pública, la legislación, y la justicia han sido poco claras. Eso para no mencionar los traslapos con el ámbito religioso. Durante la colonia, aunque la distinción doctrinaria entre ramas del poder fue más nítida, en la práctica había una gran acumulación y mezcla de funciones. Los más altos tribunales eran las audiencias, presididas por el virrey, el gobernador o la autoridad política. En el ámbito municipal o local, la justicia la ejercían los alcaldes ordinarios, designados por el gobierno municipal. Por varios siglos, el oficio de litigante estuvo muy desprestigiado. Se consideraba que los abogados causaban un gran daño como promotores de pleitos. Su presencia estaba prohibida en los tribunales que resolvían los conflictos más usuales [50]. Así, la ocupación preferida por los abogados era la burocracia.

Los juristas criollos jugaron un papel importante en la independencia. Fueron ellos los que la justificaron doctrinariamente y quienes luego redactaron las constituciones y configuraron las naciones independientes.  Como la ley define el poder político, los abogados se especializaron en elaborarla e interpretarla. Para eso, no bastaba con conocer la literatura jurídica, se requerían capacidades de expresión oral y escrita. Estas habilidades convirtieron al abogado en el mejor capacitado para las tareas de gobierno. Era el hombre público. La formación jurídica fue por mucho tiempo una especie de credencial de pertenencia a la élite burocrática y política.

El análisis de los currículos de las facultades de ciencias políticas y jurídicas –no había escuelas de derecho- sugiere que su principal función era suministrar la formación necesaria para administrar el Estado. La formación de abogados que pudieran defender causas ante los tribunales se consideraba secundaria y “los jueces que conocían los asuntos más corrientes de la población no eran abogados porque no se lo consideraba útil” [51]. Las facultades formaban generalistas para desempeñar casi cualquier función en la burocracia estatal o la política. Paradójicamente, autores jurídicos importantes, como Andrés Bello, no eran graduados en derecho ni abogados.

Bajo el supuesto que la ley es de obligatorio cumplimiento se daba por descontado que debía configurar las conductas sociales. Si ese no era el caso, no le correspondía al derecho ofrecer explicaciones; se hacía como si el problema no existiese. Tal era la esencia del legalismo. En síntesis, el derecho y la formación jurídica fueron por muchos años las herramientas de formación de un grupo de personajes legalistas y formales –cardenales preocupados por sus catedrales- pero con escasa conexión con los derechos de los ciudadanos, la marcha de la justicia oficial o paralela o todos los bazares informales instalados a su alrededor.

Posteriormente, las políticas desarrollistas adoptadas en la post guerra, y el consecuente aumento del aparato estatal, implicaron la necesidad de una burocracia que ayudara a operar esa maquinaria. “Los ciudadanos requerían licencias, solvencias y permisos o podían obtener exenciones y favores. Los abogados estuvieron listos para ocupar muchas de las posiciones de la expandida burocracia” [52].

Inflexibilidad y morosidad

Es fácil argumentar que la inflexibilidad y el apego irrestricto a manuales formales de procedimiento desconectados de la realidad constituyen una vacuna contra la métis. Nada más alejado de la astucia que una persona condenada al trámite, sin mayor autonomía. Y no es arriesgado vincular esta inflexibilidad procedimental con la morosidad de los juicios. Sin capacidad para detectar y controlar al oportunista, una consecuencia inevitable de la falta de autonomía, ningún juez podrá tener confianza en sus fallos. La disculpa para escudarse en cualquier formalismo se torna por lo tanto más atractiva. Mejor moroso que injusto, como bien intuía don Francisco de Quevedo [53].

Desde el punto de vista de la agilidad, resulta arriesgado pretender que un juez pueda tener la capacidad para distinguir las maniobras dilatorias de las solicitudes razonables de defensa de los derechos sin un mínimo de flexibilidad.  No sorprende entonces que, desde hace varias décadas, reputados civilistas experimentados en litigios hayan promovido la idea de darle más discrecionalidad y flexibilidad a los jueces. “Libres las partes de acordar lo que se les antoje … pero aún con pleno respeto por esas libertades se puede pensar muy bien sin embargo instituir un ordenamiento procesal en el cual el juez, en los límites del poder dispositivo de las partes, o sea en los límites de las susodichas libertades privadas puede y debe estar munido de la autoridad necesaria para evitar abusos y para ejercer adecuadamente su función pública de impartir justicia. Los conquistadores normandos de Inglaterra colocaron las bases hace nueve siglos para un ordenamiento semejante y lo mismo sucedió, hace dos mil años, en la república romana” [54].

Con los esfuerzos de reforma, por lo general, en lugar de otorgarle mayor autonomía a los jueces, se ha tratado de obtener una mayor regularidad y rapidez de los procesos, buscando que estos se concreten a unas etapas esenciales, cada una de ellas limitada a un término perentorio fijado por la norma, pero en detrimento de las exigencias concretas y mutables de cada caso.

En el common law también se han destacado las ventajas de otorgarle al juez un margen suficiente de discrecionalidad procesal. Así lo manifiesta el jurista norteamericano Roscoe Pound. “Debemos dejarle al magistrado el poder de satisfacer las exigencias de la justicia en casos concretos. Debemos confiar que un juez use honesta e imparcialmente la discreción sin la cual los juicios serán siempre demorados, costosos e insatisfactorios. Porque siempre se debe recordar que la justicia está hecha de casos individuales” [55]. Para Pound, a su vez, era claro que  el exceso de normas procesales que se dio en los Estados Unidos a finales del siglo XIX -“una masa de legislación detallada que busca no dejarle nada al juez” [56]- y que había surgido como reacción a la insatisfacción con la administración de justicia, dejó sin resolver los problemas. Además, tratando de regular desde arriba todo lo que hacía el juez, casi paralizó la justicia.

En síntesis, parecería que la condición más pertinente para que un juez pueda aclarar satisfactoriamente los hechos y dictar una sentencia en un plazo razonable, es una mayor discrecionalidad sobre los asuntos procesales, incluyendo los términos, y no sólo, como empieza a hacer la justicia constitucional, sobre la interpretación sustancial de las normas. Incluso dentro de un conjunto aparentemente homogéneo de procesos –por ejemplo los juicios ejecutivos hipotecarios- cabe pensar en una gran variedad de estrategias de las partes para llevarlos, o en una amplia gama de obstáculos para recabar las pruebas. La diversidad de eventos imprevistos que pueden afectar un mismo tipo de juicio es tan amplia como la imaginación. La posibilidad de que un código de procedimiento pueda especificar todos y cada uno de las posibles azares o argucias, sugiera remedios y decrete unos plazos adecuados es no sólo lejana sino prácticamente nula. Y, para un juez tramitador sin mayor autonomía, un caso complejo no contemplado explícitamente en el código procesal se convierte en una clara invitación a la parálisis de sus decisiones. 

De todas maneras, como se señaló, no cabe duda que el problema de la morosidad es enormemente variado y complejo. Lo más seguro es que no exista una explicación global que abarque todos los casos. No sorprende que el consenso sobre el por qué de los rezagos en el derecho de raíz hispánica siga siendo extremadamente esquivo, incluso entre quienes, por experiencia, deberían tener algunas ideas o hipótesis compartidas al respecto. En una encuesta realizada en España a un poco más de 1500 jueces en el 2005 y el 2007 sobre lo que, en opinión de ellos, era el factor que en mayor medida contribuía “a los retrasos excesivos en su jurisdicción” se encontró que la variedad de razones aducidas era tal que “que no hay ninguna categoría clara y que agrupe a un porcentaje mayoritario … (las categorías)  son muchas para determinar los dos o tres principales problemas.”. La categoría más frecuente, con más del 26% es “no contesta” [57].

La quimera de la estadísticas judiciales

En la entrevista con un dinámico, competente y sagaz juez de provincia en Guatemala, cuya motivación manifiesta es hacer su trabajo correctamente para lograr algo de justicia en la comunidad, al llegar al tema de las estadísticas judiciales y, en particular, a su uso por parte del Organismo Judicial para evaluar su desempeño desde la capital, manifestó que él, tanto en la rama civil como en la laboral, estaba actualmente en el promedio de veinte sentencias por mes, algo que “los deja satisfechos”. Y luego, con total desparpajo, agregó: “eso sí, si me piden cuarenta, pues les doy cuarenta”.

Difícil encontrar un comentario que ilustre con mayor agudeza la quimera de las estadísticas judiciales. Una de las acepciones de este término - an illusion or fabrication of the mind; especially : an unrealizable dream- describe bien la obsesión moderna con la producción de estadísticas judiciales. Pero se queda corta. La segunda acepción de la quimera – a fire-breathing she-monster in Greek mythology having a lion's head, a goat's body, and a serpent's tail- capta de manera alegórica la verdadera función de las estadísticas judiciales: la de evaluar la justicia, atemorizando a los jueces tramitadores morosos para que aumenten su producción de sentencias y, de esta manera, contribuyan al objetivo de una justicia pronta y eficaz. Las estadísticas judiciales son, por decirlo de manera gráfica, el látigo virtual de los reformadores interesados, ante todo, en la celeridad de la justicia.

Lamentablemente, como herramienta para el diagnóstico y la evaluación de la administración de justicia, las estadísticas judiciales presentan muchas, demasiadas limitaciones. Se trata, en primer lugar, de uno de esos extraños, casi imaginarios, artificios para los cuales no sólo la oferta es deficiente sino que la demanda es casi nula. Con la excepción de unos cuantos burócratas o expertos especializados, son pocas, poquísimas, las personas interesadas en esas cifras. Unos supuestos usuarios, los jueces, no muestran mayor interés en consumir esa información, y mucho menos en producirla.

Se trata, por otro lado, de un esfuerzo casi siempre promovido desde fuera del sistema judicial, no tanto para describirlo o entenderlo sino para evaluarlo y, sobre todo, para tratar de apurarlo. Los esfuerzos que, por varios siglos, desde los despachos del rey o las oficinas del ejecutivo, se han hecho para agilizar la justicia, pidiendo afanosamente listas e inventarios  de procesos estancados, deja un desagradable sabor. Sobresale la figura del foráneo a la justicia que, esporádicamente y sin una idea clara de las dificultades que enfrenta quien está realizando la tarea, le pide que la haga más rápido. La intensidad de la solicitud de rapidez, por lo general, ha sido directamente proporcional a la ignorancia sobre las causas de la lentitud.

La desenfocada presión que, casi desde el medioevo, se ejerce sobre los jueces para que fallen con agilidad y prontitud, ha llevado recientemente al despropósito de tratar de evaluarlos con el más burdo de los indicadores de desempeño: el número de casos resueltos por unidad de tiempo. Se consolida así, desde la tecnocracia, el papel de simple tramitador al que los juristas y legisladores han condenado por siglos al juez. Sin ninguna alusión a la siempre variable complejidad de los casos que entran, a las también cambiantes estrategias, astucias, o maniobras de las partes, sin mencionar siquiera la calidad o aún menos al impacto de las sentencias judiciales, los indicadores propuestos, basados todos en alguna variación de la cantidad de fallos de los jueces, no podrían ser más inocuos.

Con relación a la complejidad de los casos que llegan a la justicia, incluso al interior de una misma jurisdicción, vale la pena hacer referencia a una ingeniosa innovación, acordada entre los jueces de ciertas ciudades ecuatorianas y los programadores de la judicatura, para el software de reparto de expedientes entre los juzgados. El mecanismo utilizado inicialmente, que venía incorporado en los programas de los expertos internacionales, consideraba homogéneos  todos los expedientes y, a medida que llegaban, los repartía de manera aleatoria entre los jueces. Presionados para no dejar acumular inventarios, y enfrentados al hecho que esporádicamente, y por mala suerte, tenían que hacerse cargo de algún proceso demasiado complejo sin que eso tuviera ninguna repercusión sobre el flujo de expedientes que les continuaban llegando, empezaron a buscar algún indicador, a priori, de la complejidad de los casos. La opción de un evaluador o calificador de complejidad fue descartada, pues implicaba una clara duplicación de trabajo. Además, podía interferir en la aleatoriedad y la transparencia del proceso de reparto. Bajo el supuesto elemental que un expediente más largo permite prever un caso más complejo, se optó entonces por una medida simple: contar el número de páginas de cada expediente, introducir este parámetro en el programa de reparto para que este se hiciera basado en un flujo más o menos constante de páginas, no de expedientes, para cada juez. Hasta el momento el mecanismo de ponderación del reparto por la extensión del expediente ha funcionado satisfactoriamente, y hay acuerdo entre los jueces en que, por lo menos, genera menos distorsiones que el antiguo sistema basado en el supuesto de total homogeneidad de los casos. A pesar de esta innovación, no se ha dado en el Ecuador el paso de publicar estadísticas judiciales, o indicadores de congestión, basados en el número de páginas recibidas por cada juez. Parecería poco serio señalar, al final de cada año, que el juzgado tal recibió tantas páginas de litigio y resolvió tantas otras. Lo que sorprende es que un indicador todavía más burdo, el número de casos, aún conserve visos de seriedad y objetividad. 

La anécdota anterior permite pensar que, por el lado de las entradas a los juzgados, podría existir cierto margen para sofisticar las mediciones. El problema realmente complejo tiene que ver con la evaluación –sería inadecuado hablar de medición- de las decisiones, los fallos o las sentencias. Lo que parece claro es que tratar de aproximarse a lo que sale de la justicia por algo como el número de veces que los jueces deciden, sin siquiera detenerse a analizar qué fue lo que decidieron es un despropósito mayor. En ningún establecimiento educativo del mundo los estudiantes aceptarían que se les evaluara con base en algo como “la proporción de preguntas que respondieron” sin importar cómo lo hicieron. Ningún sistema de salud razonable permitiría que se le evaluara en función de la relación entre los pacientes que entran y los que salen, o del tiempo que duraron hospitalizados.

El problema fundamental de las estadísticas judiciales es que se basan en el principio, totalmente inadecuado, que la cantidad de decisiones es la dimensión más relevante del desempeño de la justicia. Tal simplificación sólo tiene sentido para los productos o servicios producidos en serie. “En cualquier sistema, la medida se centra en una sola de las características de los artículos medidos (longitud, peso, volumen) lo que permite comparar esos artículos desdeñando sus demás características”  [58].

Por esta vía, progresivamente, se ha ido asimilando la justicia a un servicio público más, ante el cual los ciudadanos presentan sus litigios, la justicia les da trámite, y entre más ágil ese trámite, más satisfactorio se puede considerar ese servicio público. Pero es apenas obvio que hay notables diferencias entre entregar un certificado judicial, o un pasaporte, o un pase de conductor, o conectar una línea telefónica y dictar sentencia en un litigio. En esa versión simplificada de la justicia como servicio público que debe ser pronto y eficaz reposa la idea, contra evidente, que la agilidad es conveniente para todos.

La insistencia en una medida de desempeño tan burda como el número de casos que se resuelven tiene, como se puede intuir que ya está sucediendo, el efecto nocivo de hacer irrelevantes todas las demás características de la justicia. No sorprende que los jueces sean tan repelentes a dejarse medir y evaluar de esa manera.  Y que muestren y manifiesten, una y otra vez, que no les interesa contribuir a la empresa de la agilidad, o de las estadísticas judiciales.

Hay que aclarar que con las observaciones anteriores no se pretende desvirtuar cualquier sistema de estadísticas por el simple hecho que lo que se mide sea variable. Lo que se quiere señalar es que el énfasis en una única característica, la cantidad, puede adoptarse sólo para aquellas actividades en las que se produce masivamente un producto sobre el cual ya existe relativo consenso en cuanto a la homogeneidad de la calidad, y de las condiciones en las que se produce. Algo que está lejos de poderse alcanzar en la justicia.

Witold Kula plantea que una de las condiciones para que una sociedad pueda adoptar medidas puramente convencionales para un producto, es que se haya dado una ampliación de los mercados, más allá de la esfera artesanal, en la que tanto el productor con su estilo personal como el comprador, con sus exigencias peculiares, intercambian algo individual e irremplazable, hecho, textualmente, “a la medida”. En este tipo de producto queda una doble marca humana, la de quien lo ejecuta y la del destinatario. La medida, que es buena, inmejorable, para este último puede no convenir a otras personas. La mercancía producida en fábrica de manera mecanizada ya no tiene esta marca. La producción mercantil en masa y destinada a mercados lejanos y diversificados no puede elaborarse a partir de las medidas locales. 

Esta observación sugiere la analogía de un juicio con la elaboración de un traje a la medida, en lugar de un prêt-à-porter. Aún más gráfica que la metáfora del traje a la medida es la de la congestión vial, un término ya totalmente asimilado en la literatura judicial. El supuesto implícito en buena parte de los diagnósticos preocupados por la eficacia de la justicia es que los procesos son como extraños vehículos conducidos por un grupo de personas que están siempre de acuerdo en la dirección que se debe tomar. Así, la reforma debe preocuparse por mejorar una especie de infraestructura vial que garantice la fluidez y la celeridad de ese conjunto de insólitos vehículos. Una caricatura más adecuada sería la de un grupo de carruajes, arrastrados por caballos, mulas o bueyes que, tercamente, insisten en llevarlo cada uno para lados distintos, incluso en direcciones opuestas. Bajo este escenario, en el cual ni siquiera es fácil determinar cual es o debe ser el sentido de la vía, parecería un despropósito tratar de resolver los trancones con agentes de tráfico gesticulando en las esquinas.

Estadísticas, entorno y manipulación

Los indicadores de desempeño de la justicia basados en las estadísticas judiciales son en extremo sensibles a las condiciones y a los choques externos que los afectan. Una crisis financiera, un aumento del desempleo, o un cambio en los códigos, pueden alterar de manera importante el número y las características de los litigios que llegan a los juzgados.

Más difíciles de detectar, pero no menos impactantes, pueden ser algunos choques internos, como por ejemplo una depuración de procesos inactivos en una jurisdicción. Eso, fue lo que al parecer se hizo en la ciudad de Cuenca entre el 2000 y el 2002, con el apoyo de una fuerza de choque externa –un grupo de estudiantes de derecho- y que afectó de manera significativa los indicadores de desempeño de la rama civil.

La práctica de la depuración de expedientes que acaba afectando la contabilidad de las causas resueltas parecería haber persistido en Cuenca. En efecto, al analizar para esa ciudad las cifras anuales por juzgado se observa, en los ingresos, una relativa estabilidad mientras que las salidas presentan drásticas diferencias, tanto entre juzgados como en un mismo juzgado en años consecutivos. En el año 2007, por ejemplo, cuando ya para el agregado de la ciudad el indicador de causas resueltas sobre ingresos, con un 99%, parece haberse estabilizado cerca del valor óptimo se observa, entre juzgados, una enorme variabilidad, desde el 16% en el Juzgado 13 hasta un impresionante 310% en el Juzgado segundo [59].
Gráfica
Cuenca Ecuador  - Salidas/Entradas (%) en los Juzgados Civiles – 2007
Fuente: http://www.funcionjudicial-azuay.gov.ec/principal.htm
Se puede plantear, como simple conjetura, que la depuración de expedientes en los juzgados se habría adoptado en Cuenca como un artificio para lograr que, en el agregado para la ciudad, el indicador de causas resueltas sobre ingresos esté siempre cerca de su valor óptimo del 100%. Lo anterior en ningún momento pretende ser una crítica a la Función Judicial de la ciudad de Cuenca, sino todo lo contrario. Se trata de un argumento adicional en contra del absurdo ritual de los indicadores cuantitativos de desempeño agregados en un ámbito tan complejo de medir como la administración de justicia. Lo que estos datos de Cuenca sugieren es que, si a una administración acuciosa se le pide que las causas resueltas de una jurisdicción, en forma independiente de su número, de su monto o de su complejidad, deben ser iguales en número a las demandas que entran a los juzgados cada año, pues que así sea. Se trataría, en el agregado, de una actitud similar a la del Juez del Petén: “si nos piden 100%, pues les damos 100%”.  De cualquier manera, esa  eventual calibración de los indicadores agregados refleja una enorme capacidad de coordinación. El hecho, único en el Ecuador, y excepcional en América Latina, que se hagan verdaderamente públicos los datos por juzgado, para que cualquiera pueda analizarlos y aventurar conjeturas, es el mejor síntoma de que en Cuenca las cosas se están haciendo adecuadamente. Y que los indicadores agregados de desempeño basados en las estadísticas judiciales, supuesta herramienta infalible para la política judicial, pueden ser tan redundantes con quienes hacen las cosas bien como con quienes manipulan y falsean las cifras como con quienes ni se molestan en suministrar los insumos para calcularlos.

Para este primer round de críticas a las estadísticas judiciales no se ha abandonado el supuesto que estas se hacen de manera desagregada para los diferentes tipos de procesos. Los problemas aumentan exponencialmente cuando esta cifras tan precarias se empiezan a agregar.

Sumar peras con manzanas

Una de las limitaciones más críticas de las estadísticas judiciales como herramienta para diagnosticar el sistema judicial, o para evaluarlo, es que suponen implícitamente no sólo que lo que llega a la justicia es una buena muestra de los litigios o conflictos o incidentes que ocurren en una sociedad sino, además, que tales incidentes se pueden sumar y agregar entre sí. Para recurrir a las metáforas del mercado, tan apreciadas por los tecnócratas, es como suponer que las frutas dan una buena idea de lo que consume una familia y que, encima, lo que cuenta es el número de frutas, y que las peras se pueden sumar tranquilamente con las manzanas. 

Las estadísticas judiciales, si existieran, así como los indicadores agregados de desempeño del sistema judicial basados en ellas (congestión, impunidad, o rezago), la posibilidad de hacer con ellos comparaciones internacionales, o a lo largo del tiempo, podrían ser  útiles como una etapa, muy preliminar, del diagnóstico. Sin embargo, su utilización como indicadores de desempeño y evaluación del sistema judicial, y sobre todo de las reformas, puede ser problemática, por varias razones.

La primera es que la fracción de los incidentes que llega al sistema judicial es una muestra no sólo no representativa (en términos numéricos) sino sesgada del universo de incidentes que ocurren en realidad. Además, la gravedad del sesgo es normalmente proporcional al acceso diferencial de ciertos grupos a la justicia. Si, por ejemplo, en una sociedad estratificada o fraccionada, algunos incidentes ocurren en ciertos estratos o grupos que tienen alto acceso al sistema judicial, el análisis de los expedientes judiciales puede sobre representar la importancia de ese incidente en la sociedad.

La segunda razón es que las estadísticas pueden ser manipuladas por las entidades que suministran la información pertinente para el cálculo de esos indicadores. Sobre todo cuando tales indicadores se utilizan para evaluar esas mismas entidades que enfrentan un claro conflicto de intereses. No parecería razonable, si se trata de evaluar el desempeño del Banco Central en controlar la inflación, que las estadísticas necesarias para el cálculo del incremento de precios fueran responsabilidad del mismo Banco.

La tercera objeción es que, incluso sin una manipulación directa de las estadísticas, los indicadores de desempeño pueden introducir incentivos inadecuados o aún perversos. Las agencias supervisadas pueden dedicarse a cumplir los criterios sugeridos por los indicadores en detrimento de la calidad de la justicia. Esta observación es más que una especulación teórica.

Las observaciones anteriores no deben interpretarse como una sugerencia para no hacerle seguimiento a las estadísticas producidas por el sistema judicial. El punto es que la evaluación debe contar por lo menos con una referencia susceptible de ser medida por fuera del sistema.

En realidad, la sofisticación estadística que se espera en países dónde se supone que la justicia es tan débil que requiere reformas importantes es algo con lo que no se cuenta ni siquiera en sociedades dónde funciona adecuadamente. “La evaluación regular y rutinaria del funcionamiento de la Justicia es una realidad consolidada únicamente en un número muy reducido de países –EEUU y Australia- se encuentra en una fase experimental y tentativa en algunos pocos casos más –Holanda, Canadá y España- y constituye tan sólo una mera posibilidad o anhelo de futuro en la inmensa mayoría” [60].

Aún en los EEUU, todavía son necesarias las campañas de sensibilización orientadas a los jueces para convencerlos de la conveniencia de llevar estadísticas y construir indicadores de desempeño [61].  En Europa se empiezan a dar los primeros pasos para la medición del desempeño de los tribunales, pero se establece como prioridad esencial la cuestión de la calidad. La Comisión Europea para la Eficiencia de la Justicia (CEPEJ), define la calidad como “un triángulo cuyos vértices serían la eficacia, la legitimidad y la ética. El desempeño debe medirse bajo este rasero” [62].  Además, se reconoce la práctica imposibilidad de abordar una evaluación de conjunto del sistema judicial, señalando que los esfuerzos más logrados e imparciales, aún escasos, se han hecho para ciertas jurisdicciones.

La opinión de los usuarios

La evaluación del desempeño de la justicia basada en encuestas de opinión también presenta varias limitaciones. La primera, similar a la de las estadísticas, es el conflicto de intereses que surge si las encuestas las realiza una institución cuyo desempeño será evaluado con ellas.

La segunda limitación de las encuestas de opinión tiene que ver con la representatividad de la muestra para la encuesta. El conocimiento sobre los usuarios de la justicia es precario, y el de los beneficiarios potenciales lo es aún más. En esas condiciones, el diseño de un marco muestral que represente adecuadamente la población afectada por las reformas está lejos de ser un problema resuelto.

Aunque se hicieran de manera independiente y rigurosa, con procedimientos muestrales idóneos, las encuestas de opinión pueden ser herramientas demasiado inflexibles. La experiencia de algunos países, como España, sugiere que la opinión pública sobre el sistema judicial presenta una enorme inercia y puede llegar a ser insensible a los cambios, incluso importantes, en el desempeño y la calidad de la justicia [63].

Por otro lado, cada vez hay más claridad sobre lo maleable que puede ser la opinión pública ante la publicidad, la propaganda y el manejo hábil –o la manipulación- de los medios de comunicación [64].

Por último, el sistema judicial es demasiado complejo y heterogéneo, y el desempeño de sus distintas ramas depende de la actuación de diferentes agencias estatales aledañas, que afectan la percepción ciudadana sobre la justicia. Es común la observación que la imagen de la justicia penal depende mucho de las actuaciones de la policía o de otros organismos de seguridad estatales. Así, para las demás jurisdicciones, la opinión sobre la justicia puede estar contaminada por instituciones ajenas al sistema judicial.

Una tímida recomendación

James Scott sugiere algunas reglas elementales que pueden contribuir a que las reformas institucionales sean menos propensas al desastre.

La primera es la de ir poco a poco. Bajo un enfoque experimental del cambio institucional, lo más sensato es suponer que no se pueden conocer a priori todas las consecuencias de los cambios. Aceptando este postulado básico de ignorancia, es preferible ser cauto y andar progresivamente. Dar un paso, observar, y sólo ahí planear el segundo paso, y así sucesivamente.

La segunda regla es favorecer los proyectos en los que se pueda dar reverso cuando se cometen errores. Cambios irreversibles implican consecuencias irreversibles. Esto requiere, por supuesto, la voluntad y la capacidad de identificar y reconocer errores, una cualidad poco común entre cardenales, planificadores y reformadores, en toda la gama del espectro político.

La tercera recomendación es la de estar preparado para las sorpresas, o sea escoger planes de acción que tengan un gran margen para acomodar los imprevistos.

La cuarta, planear bajo el supuesto que quienes ejecutarán los cambios, y sus sucesores, y sus sucesores, serán inventivos y, al adquirir experiencia, podrán sugerir modificaciones al diseño original.

La última recomendación es la de buscar diseños institucionales no sólo con racionalidad sino con mètis. Cualquier programa de reforma, con el tiempo, estará totalmente reconfigurado por las prácticas populares locales. Las catedrales deben adaptarse, incluso coordinarse, con los bazares que indefectiblemente se instalarán a su alrededor. Por eso, argumenta Scott, se deben preferir las instituciones “multifuncionales, plásticas, diversas y adaptables. En otros términos, instituciones poderosamente configuradas por mètis[65].

Para el ámbito más específico de la justicia vale la pena hacer énfasis en la última recomendación, la de tratar de buscar el tránsito del funcionario judicial tramitador al juez dotado de un mínimo de mètis. Sería tanto arriesgado como inocuo recomendar que en las escuelas judiciales se introduzca algo como un curso de malicia indígena. Sobre todo sabiendo que tal tipo de destreza, como era claro para los griegos, se adquiere con la experiencia, y no a través de la enseñanza formal o de los libros. Un primer punto queda claro y es que puede ser fructífero moderar la influencia legal de la academia y de los expertos foráneos, tal vez la antítesis de la mètis.

Una posible solución, de cuyas ventajas eran conscientes los griegos para la difícil empresa de contar con instituciones flexibles y con mètis, es la de la astucia colectiva, basada, más que en las aptitudes individuales, en la configuración de redes. El tema de los vínculos y las redes está siempre presente en la noción de mètis. La red es la herramienta que simboliza la mètis: atrapa todo y no se deja atrapar por nada.

La metáfora de las redes tiene gran relevancia y actualidad. Es probable que un juez con algo de autonomía y discrecionalidad sea insuficiente para cazar oportunistas, o para contrarrestar las acciones arriesgadas y astutas de algún litigante acostumbrado a operar en el límite del código. Pero una red de jueces, conectados y compartiendo información, entre ellos y con otras agencias estatales, ya es otra cosa.

Sería catastrófico que esta recomendación de las redes de jueces cayera en manos de algún cardenal que tratara de impulsarla y reglamentarla. Es apenas obvio que el paso que se debe dar es permitir que las redes surjan, de manera autónoma, desde abajo, desde los juzgados de primera instancia. La tecnología está ahí, no sólo disponible sino de manera casi gratuita, en buena parte gracias a los programas informáticos de arquitectura abierta. Basta con que el contenido que se empiece a canalizar por esas redes también se consolide con una mentalidad de bazar y arquitectura abierta: cazando y pescando errores, compartiéndolos, pidiendo colaboración horizontal a los colegas para enmendarlos. Para eso se requieren jueces que hayan superado la etapa del simple trámite y que tengan un mínimo de autonomía para dirigir sus casos. Que se les tenga confianza y se deje de considerar la discrecionalidad como una amenaza a la seguridad jurídica. Y que se supere la costumbre de evaluarlos con la burda comparación entre los casos que reciben y los que despachan.

En Colombia, por ejemplo, el primer gran paso en esa dirección se dio hace ya dos décadas. Con la acción de tutela se logró liberar ciertos procesos judiciales del formalismo que aquejaba y sigue asfixiando a la justicia ordinaria.

Los alcances en materia procesal, sin embargo, han sido menos evidentes. La supuesta agilidad de la tutela, inflexible y por decreto, no deja de ser un espejismo. Como norma perentoria impuesta desde arriba es inocultable su rancio estilo cardenalicio. El juez constitucional de primera instancia, en materia de procedimiento, sigue recibiendo el trato de un menor de edad, o de un burócrata que despacha sólo asuntos rutinarios. A pesar de lo anterior, el éxito sustantivo de este avance ha sido indiscutible. La jurisprudencia constitucional ha evolucionado permanentemente y se ha consolidado de manera flexible y dinámica. Es un verdadero bazar de arquitectura abierta.


REFERENCIAS


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* Profesor investigador – Universidad Externado de Colombia.
[1] Raymond (2000)
[2]  The greek word metis (Μῆτις) means wisdom, skill, or craft.
[3] Detienne & Vernant (2009)
[4] Scott (1998) p. 326
[5]  Esta sección está basada en Sen (2009)
[6] Sen (2009) p. 20
[7]  Weber (1922, 1993) p. 608. Subrayado propio
[8] Weber (1922, 1993) pp. 603, 604 y 731
[9] Pound (1921) p. 118
[10] Pound (1921) p. 118
[11] Riordon (1963,1995) p. 5
[12] Riordon (1963,1995) p. 29
[13] Citado por Pound (1921) p. 123
[14] Para América Latina, ver por ejemplo http://cmd.princeton.edu/santodomingo.shtml
[15]  World Bank (2010). For Colombia a comprehensive study of this impact in Cuéllar (2006)
[16] Castillo (2009)
[17] William Glaberson, “The Recession Begins Flooding Into the Courts”, New York Times, December 27, 2009.
[18] Para España: “La crisis mantendrá a la Justicia contra las cuerdas hasta 2010” http://www.laopiniondemurcia.es/secciones/noticia.jsp?pRef=2009010700_2_143659__Comunidad-crisis-mantendra-Justicia-contra-cuerdas-hasta-2010. Para Holanda: http://www.coe.int/t/dghl/cooperation/cepej/thematiques/Measuring_perf/Lessons_evaluation_modernisation_Van_der_Doelen.asp
[19] Feldstein, Martin (2009).  “The Global Impact of America’s Housing Crisis”. http://www.project-syndicate.org/commentary/feldstein13/English
[20] World Bank (2010)
[21] Pérez Perdomo (2004) p. 180
[22] Pérez Perdomo (2004) p. 173
[23] Ocampo (2004) p. 70
[24] Pérez Perdomo (2004) p. 194
[25] Madero (2004) p. 32
[26] Riquelme (2004) p. 539 y 541
[27] López Blanco (1987) p. 454
[28] López Blanco (1987) p. 471.
[29] Barreneche (1999) p. 90
[30] Barreneche (1999) p. 98
[31] Publilio Sirio, Sententiae 6. Citado por Domingo y Rodríguez (2000) p. 22
[32] Citado por Domingo y Rodríguez (2000) p. 22
[33] Pound (1921) p. 9
[34] Alfeno, citado por Domingo y Rodríguez (2000) p. 60
[35] Barreneche (1999) p. 101
[36] Guerra, Asdrubal (2009)  “Agarrón por entrega de juzgado de Foncolpuertos”. Wradio, Julio 9 de 2009. http://www.wradio.com.co/nota.aspx?id=842376
[37] CIJ (2008) p. 16
[38] Datos tomados de http://www.funcionjudicial-azuay.gov.ec/principal.htm
[39] Para Colombia, ver un resumen en Fierro y Abello (2007)
[40] Presidencia CSJ, Oficio # 782, Agosto 8 de 1910. Diario Oficial #14075, 1910
[41] http://www.semana.com/noticias-nacion/turismo-judicial/147262.aspx
[42] García (2009) p. 239
[43] “La peor desgracia de un Juez”. http://www.juecesyfiscales.org/index.php?option=com_content&view=article&id=140%3Alapeordesgraciadeunjuez&catid=13%3Acuentoscortos&Itemid=88
[44] Declaraciones de Agustín Azparren, ex responsable de la comisión disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) español. “Crisis en el sistema judicial. El gran salto pendiente” El País,  Junio 27 de 2010
[45] “Estado de las Demandas Colocadas por el Doctor Carlos Ballesteros” Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia. http://www.juecesyfiscales.org/index.php?option=com_content&view=article&catid=8%3Acomunicados&id=254%3Aestadodelasdemandascolocadasporeldoctorcarlosballesteros&Itemid=12
[46] Merryman (1985) p. 36
[47] Merryman (1985) p. 81
[48] Merryman (1985) p. 60
[49] Merryman (1985) p. 81
[50] Pérez Perdomo (2004) p. 74
[51] Pérez Perdomo (2004) p. 156
[52] Pérez Perdomo (2004) p. 204
[53] Riquelme (2004)
[54] Capelletti (1974) p. 351
[55] Pound (1921) p. 58. Subrayado propio
[56] Pound (1921) p. 9
[57] CGPJ (2008) p. 5
[58] Kula (1998) p. 73
[59] Además, el 2007 no fue un año excepcional. Entre el 2002 y el 2008, mientras la participación máxima de algún juzgado en el total de casos ingresados permaneció relativamente constante entre el 8% y el 9%, la contribución a las causas resueltas, por el contrario, varió entre el 11% y el 35%. O sea que, en un solo año, como por ejemplo el 2002, más de la tercera parte de los casos resueltos en los más de veinte juzgados de la zona provienen de sólo uno de ellos.

[60] Toharia (2000) p. 29
[61] Ver “Giving Courts the Tools to Measure Success”, National Center for State Courts. http://www.ncsc.org/default.aspx
[62]  Ver “Contribution à la session d’étude sur la mesure de la performance dans les systèmes judiciaires et les tribunaux” http://medel.bugiweb.com/usr/CEPEJ%201.pdf.
[63] Toharia (2003)
[64] Lorraine Data (2009)
[65] Scott (1998) p. 353