Hágale, hermano!

Secuestro, narcotráfico y otras alegres audacias del M-19

“Tienen el deber moral de contar lo que realmente pasó. No lo harán.” [1]

El informe de la Comisión de la Verdad sobre el Palacio de Justicia y las declaraciones del ex magistrado José Roberto Herrera al hacerlo público, según las cuales allí “hubo pago al M-19 para acabar con la extradición” [2]  han puesto sobre el tapete un tema que, de manera recurrente, pasa de agache en el análisis del conflicto colombiano, pero que sigue siendo pertinente para entender su evolución a mediados de los ochenta, y es el de las relaciones de ese grupo subversivo con el tráfico de drogas antes de su desmovilización.

 

En este ensayo se analizan con algún detalle tales relaciones, cuya relevancia se hace evidente ante la simple pregunta de cómo fue que esa agrupación armada pudo, sin recurrir en forma masiva al secuestro, financiar su activa participación en el conflicto durante la primera gran intensificación, y el inicio de la guerra sucia, a mediados de los años ochenta. El trabajo está dividido en cinco secciones. En la primera se describe el impresionante incremento que se observa en el secuestro a mediados de los ochenta. En la segunda se analizan algunos de los factores que pudieron contribuir a ese verdadero boom en esa actividad. En la tercera sección se plantea como hipótesis que el M-19, a pesar de su claro liderazgo en los inicios de la industria del secuestro en Colombia, pudo mantenerse al margen de su posterior consolidación en el país gracias a sus tempranas alianzas con los narcotraficantes, a sus contactos internacionales e, incluso, a unos insólitos y reconocidos vínculos con grupos paramilitares. También se ofrece alguna evidencia para sustentar este planteamiento. La cuarta sección está dedicada al análisis de un cambio en el procedimiento penal que se dio a principios de 1987 y que, se argumenta, contribuye a la explicación del despegue definitivo del secuestro en Colombia. A nivel de conjetura  se plantea la posibilidad del papel que pudo jugar Pablo Escobar, por ese entonces importante aliado del M-19, en el aprovechamiento y difusión de ese desafortunado cambio legislativo. En la quinta sección se hacen algunas reflexiones sobre por qué no se le ha dado a este debate la importancia que merece y sobre la conveniencia de reabrirlo.


EL BOOM DEL SECUESTRO EN LA SEGUNDA MITAD DE LOS OCHENTA

El año 1986 marca un primer quiebre ascendente y significativo en la tendencia del secuestro. Aunque desde principios de esa década la actividad mostraba signos de consolidación en todo el país, es a partir del mencionado año que se observa un incremento que no es exagerado calificar de descomunal: para el período 1986-1991, la tasa de crecimiento anual del total nacional de secuestros, que hasta entonces se había situado alrededor del 3%, alcanza un impresionante 46%. Este ritmo de aumento equivale a duplicar los niveles en menos de tres años y a multiplicarlos por diez en   siete. Tal incremento no sólo es particularmente vigoroso sino que se observa de manera generalizada a lo largo y ancho del país. En efecto, en todos los departamentos se dan tasas de crecimiento importantes. En ocho de ellos –Antioquia, Boyacá, Cauca, Córdoba, Huila, Magdalena, Nariño y Risaralda- el aumento para el mencionado período supera el 50% anual, y en sólo uno de ellos, Caquetá, la tasa es inferior al 20% anual, pero aún está lejos de ser despreciable (17%). 

Simultáneamente, en tan sólo un quinquenio, cambió de manera sustancial la distribución regional del secuestro. Por una parte, se consolidó el papel del departamento de Antioquia como líder en la materia: pasó de una participación en la actividad similar a la de su población en el total nacional (13%) a cerca del 25% del total de plagios cometidos. Para el resto del país, por el contrario, el boom implicó una desconcentración geográfica del secuestro. En Bogotá, por ejemplo, con cerca del 15% de la población, hasta 1980 se cometieron más de la tercera parte de los plagios y tan sólo siete departamentos –Santander, Huila, Valle, Meta, Caquetá, Cauca y Tolima- con un poco más de la cuarta parte de los habitantes del país, daban cuenta, junto con la capital, del 75% de los secuestros. Para el período 80-86 su participación se situó en el 60%. Después del mencionado boom esta empezó a ser inferior a su contribución demográfica (38%).

 

¿Cuales fueron las razones que contribuyeron al súbito incremento del secuestro? Por un lado, vale la pena señalar que este importante quiebre aparece poco relacionado con la dinámica de las actividades económicas legales, para las cuales el período a partir del año 86 está lejos de poder considerarse atípico (Gráfica 1).





Gráfica 1
Una asociación más estrecha se observa con algunos de los indicadores disponibles de actividades ilegales, y en particular del conflicto armado (Gráfica 2). En efecto, el incremento en las tasas de secuestro se vio precedido, por un par de años, de aumentos importantes en dos de los parámetros básicos de intensidad de la confrontación: la tasa de homicidios y el número de miembros efectivos de la guerrilla.

Gráfica 2
Más estrecha aún se percibe la asociación entre el secuestro y un indicador de lo que posteriormente se vendría a reconocer como uno de los carburantes de la confrontación armada: el narcotráfico. En particular, se observa una relación bastante estrecha entre el número de secuestros per cápita y el área cultivada de coca (Gráfica 3).


Gráfica 3
Las complejas relaciones entre el secuestro y el mundo de la droga se dan tanto por el lado del número potencial de víctimas, aspecto sobre el cual no se hará énfasis en este trabajo [3], como por el lado de la capacidad para llevar a cabo tal tipo de acciones.

Un primer punto que vale la pena destacar es que la asociación observada entre secuestro y el área cultivada de coca a lo largo del tiempo no tiene una correspondencia directa en la dimensión geográfica o de corte transversal. De hecho, uno de los departamentos en donde para el primer boom del secuestro se presenta un menor incremento en tal actividad es precisamente el Caquetá, lugar donde, por aquel entonces, empezaba una importante expansión de las siembras de coca. En los informes seccionales de un foro de ganaderos y agricultores reunidos en Bogotá a finales de 1984, y en el cual la mayor parte de los delegados se quejan de importantes incrementos en secuestros y extorsiones, el de Caquetá, por el contrario, señala que “aquí los secuestros han disminuido. En la región actúan tres grupos: M-19, EPL, FARC … Existe una alianza efectiva entre el narcotráfico y la guerrilla”  [4].

Es claro que, a principios de los años ochenta, los distintos grupos armados que operaban en el país tomaron la decisión estratégica de intensificar el conflicto. El mayor reclutamiento de efectivos y el armamento necesarios para alcanzar este objetivo requerían nuevas formas de financiación. Tanto la transformación de la industria de la cocaína como el cambio de escala en la del secuestro facilitaron llevar a cabo ese propósito. A su vez, la mayor incidencia del secuestro serviría de detonante para la conformación de grupos paramilitares que no sólo profundizarían el enfrentamiento armado sino que también se volcarían hacia las actividades de narcotráfico. Se entraba así en una complejísima etapa de efectos cruzados de escalamiento y retroalimentación del conflicto colombiano que vale la pena analizar con algún detalle. 

UN AMBIENTE FAVORABLE AL DESPEGUE DEL SECUESTRO
Sin pretender identificar una única y precisa relación de causalidad, a continuación se resumen varios de los elementos que, hacia mediados de la década del ochenta, en ocasiones retroalimentándose, configuraron un ambiente favorable al despegue de la industria del secuestro en Colombia.

La intensificación del conflicto
A principios de los años ochenta, se hace evidente una marcada voluntad de agudizar la guerra por parte de los distintos grupos subversivos que operaban en el país, cuya consecuencia más visible fue el ya señalado incremento en el número de frentes y combatientes de la guerrilla.

En las conclusiones de las deliberaciones internas en el marco de la VII Conferencia de las FARC, llevada a cabo en el año 1982, en la que replantean su estrategia militar, deciden iniciar una nueva etapa de urbanización e intensificación del conflicto, con un crecimiento basado en desdoblamiento de cada uno sus frentes en dos hasta llegar a por lo menos uno por departamento [5]. Es entonces cuando pasan a autodenominarse “Ejército del Pueblo” para convertirse en las FARC-EP y que adquieren importancia el llamado Estado Mayor y el Secretariado como instancias de dirección militar y política.

Para esta misma época, la recuperación del ELN de su virtual desaparición a raíz de los incidentes de Anorí y del desmantelamiento de sus frentes urbanos ya era una realidad. El apoyo del M-19 sumado a la importante inyección de recursos provenientes de la extorsión a la industria petrolera  facilitaron el resurgimiento de este grupo que cambió radicalmente su estrategia. En el año 1983 se inició la construcción del oleoducto para sacar el crudo del pozo petrolero de Caño Limón cuyo trazado pasaba por el Sarare, la zona que un pequeño frente del ELN, el Domingo Laín, había escogido como santuario. Esto permitió que, con unos cuantos ataques a las obras, cuyo retraso implicaba  para el país millonarias pérdidas, y unos pocos secuestros, el grupo obtuviera como contraprestación para dejar terminar la construcción varios millones de dólares, algo que para el ELN “acostumbrado a negociar con testarudos ganaderos, debió haber sido todo el dinero del mundo, con el cual empezó a recuperarse de su crisis” [6]. Así, los elenos abandonaron su desdeño por la combinación de las formas de lucha, descubrieron el llamado “clientelismo armado” -el arbitraje violento de recursos públicos por parte de guerreros para obtener apoyo político de la población beneficiaria-  y empezaron un período de consolidación. “A partir de 1986, toda la organización se integra nuevamente, ahora en torno al liderazgo del frente “Domingo Laín”, que restablece con sus acciones y sin proponérselo una “guía para la acción” … el ELN adoptó de facto la combinación de formas de lucha al establecer como objetivo el poder municipal, dando vía libre al secuestro y acordando especializarse en regiones estratégicas”  [7].

En el año 1983 en la “reunión nacional de héroes y mártires de Anorí” [8] el ELN adoptó el mismo criterio de desdoblamiento de los frentes  de las FARC, y empezó a buscar la centralización económica y política para “convertirse en una organización de carácter nacional. Desde esa época comienza a mirar el país en su conjunto y a definir una estrategia de guerra que se expresa básicamente contra los soportes de la economía nacional” [9]. Esta transformación, junto con algunos cambios organizativos internos, facilitaría posteriormente su alta participación en el industria del secuestro. Por esa época, a los observadores del M-19 les preocupaban tanto las taras organizativas del ELN para las acciones militares como la estructura totalmente plana e igualitaria, que, según los del Eme, constituía  un obstáculo para la práctica del secuestro a gran escala. “Creo que ese aspecto de igualdad podemos llamarlo cristiano; era un factor que dificultaba la construcción organizativa y la construcción del mando que corresponde a cada ejército, en la medida en que un guerrillero de base o compañero recién ingresado al ELN, en cualquier momento cuestionaba la autoridad de alguno de los hombres históricos de la organización”  [10].

Bastante menos recordado y analizado, pero no menos determinante, fue el papel jugado por los guerrilleros urbanos de corte nacionalista del M-19 que, por aquella época, no sólo marcaron la pauta en materia de acciones armadas de impacto sino que hicieron explícita la necesidad de revaluar el concepto de insurrección para pasar a la confrontación armada. Dos entrevistas realizadas a Jaime Bateman, líder del M-19, en 1982 y 1983, son ilustrativas. “Inmediatamente terminen estas elecciones de Marzo (de 1982) vamos a pasar a otra etapa. El M-19 recibirá al próximo Gobierno con salvas. El Gobierno y los militares saben que hasta el momento el M-19 no ha atacado por donde es” [11]. “Qué hacen cien hombres, seis meses, en una selva, sin combatir? Es una locura … Tienen que estar en el campamento mirándose unos a otros, limpiando los fusiles y comiendo, ¿y la moral? .. Y comienza la gente a desertar, porque los muchachos que ingresan a la guerrilla lo hacen es porque quieren pelear, no quieren estar en un campamento comiendo mierda … Nosotros (los guerrilleros) hemos sido en Colombia más politicistas que cualquier otra cosa … Estamos pensando más en la insurrección que en la guerra … Por eso te digo, no es que nosotros estemos en general contra el criterio de la insurrección. Lo que no queremos es armar el criterio estratégico alrededor de que el poder lo vamos a lograr a través de la insurrección. No. Prioridad Uno: ejército popular. Prioridad Uno”. [12]

Además, se proponen cambiar la rígida mentalidad de los demás grupos subversivos, en particular la del ELN, que, según ellos, no era la más adecuada para la nueva etapa de guerra. Son dicientes los esfuerzos del M-19 por replantear las rígidas estructuras organizativas del ELN y liberarlos de una mentalidad, esencialmente cristiana e igualitaria, que según los del primer grupo atentaba contra la agilidad en la toma de decisiones e impedía unas adecuadas tácticas militares. Quienes posteriormente vendrían a ser considerados arquitectos de la paz daban pasos definitivos para promover la guerra como, por ejemplo, establecer una escuela de formación de una compañía de ejército en el ELN. “Esto se originó en un conjunto de reflexiones … sobre la necesidad de que el ELN diese un salto estratégico en términos de su organización y su capacidad militar para ponerse a tono con las dinámicas combativas que la lucha guerrillera tenía en ese momento en el país [13].

En esencia, buscaban que se pasara de la teoría política a la práctica del combate. “Parte de esa rutina de campamento guerrillero del ELN, que para nosotros era muy extraña, era que después de las comidas todo el mundo se reunía en una maloca .. ahí se discutían todas las noticias y también teoría revolucionaria .. En aquella época Laura Restrepo había escrito su primera versión de Historia de una traición, donde se contaban hazañas del M-19, sobre todo la batalla de Yarumales … los pelados combatientes se iban al cambuche nuestro a que les contáramos cómo vivíamos en el M-19, cómo era la dinámica, la vida combatiente, la vida guerrillera y los tipos salían felices”  [14].

Por otro lado, lideran el establecimiento de un frente común de los distintos grupos guerrilleros para la intensificación del conflicto, primero a través de la Coordinadora Nacional Guerrillera (CNG). En 1984 Alvaro Fayad es el encargado por el M-19 de reunirse con el ELN para formar la CNG. El mismo Fayad, junto con su amigo de infancia, Ernesto Rojas del EPL (Ejército Popular de Liberación), habían sido los impulsores de esa idea que empezaron a llevar a la práctica con una alianza entre estos dos grupos [15]. Posteriormente se impulsa la Coordinadora Nacional Simón Bolívar (CNSB). Aunque los orígenes de esta alianza se remontan a 1985, cuando por iniciativa del M-19 se busca la coordinación de los distintos grupos sólo se consolida en 1987 al unirse las FARC al proyecto.  Así, bajo el liderazgo del Eme, se inicia un “gran retorno a las armas” de unas guerrillas unificadas y con tres características importantes: un apoyo financiero externo insignificante, recursos económicos internos importantes y una logística y armamento  comparables a los del ejército [16]. Es claro que en el creciente flujo de armas hacia Colombia para intensificar la guerra fueron determinantes, además de la extensión y porosidad de las fronteras, los contactos internacionales y las rutas abiertas por los narcotraficantes.

Es pertinente mencionar la clara ventaja que por aquella época le llevaba el M-19 a los demás grupos subversivos en materia de alianzas en el extranjero. El M-19 no sólo cultivó vínculos con Cuba y Nicaragua. Tuvo también conexiones con el movimiento Alfaro Vive del Ecuador y el Tupac Amaru peruano. A mediados de los ochenta impulsó la creación  de un ejército revolucionario internacional, el Batallón de América con militantes ecuatorianos, venezolanos y peruanos. Incluso habría llegado a tener contactos con la OLP [17]. Además, como se expone más adelante, ya estaban avanzados en materia de alianzas con algunos grandes narcotraficantes.

Vale la pena en este punto una breve referencia a ciertos principios de actuación -sería impreciso hablar de filosofía- de un grupo que consideraba no sólo que lo fundamental era actuar primero y pensar después sino que la acción, sin mucha reflexión previa, era un poderoso factor aglutinante. Para ilustrar esta observación se pueden transcribir algunas de las ideas que marcaron la “incipiente personalidad” de los Tupamaros, que se sabe inspiraron a los del M-19. “La acción como promotora de conciencia y unidad … Estas ideas reunieron en un mismo cuerpo al principio bastante inorgánico a distintos grupos de distintas procedencias. Su principal consigna en aquel entonces fue: “las palabras nos separan, la acción nos une” y pasaron a la acción y ésta los unió, generando una organización y una teoría. Nuevamente, entonces: primero fue la acción, la práctica y luego la teoría …De ahí nuestro lenguaje, nuestros símbolos y de ahí también que siempre hayamos hablado después de actuar, nunca antes. De ahí que hayamos preferido dar nuestra línea afirmándola a través de hechos … la lucha armada como una tarea práctica y no como una especulación de sobremesa” [18].

Estos postulados de acción audaz e irreflexiva eran diametralmente opuestos al dogmatismo de las otras guerrillas colombianas, que progresivamente aparecía como un obstáculo mayor tanto para la intensificación del conflicto como para la coordinación entre distintas organizaciones subversivas. Así, con un evidente liderazgo del M-19, y una clara inspiración Tupamara, a principios de los años ochenta “la lucha armada, la guerra en general, va profundizándose, tomando nuevas formas y contenidos, radicalizándose” [19].

La influencia de estas ideas sobre el M-19 la expresa con claridad Vera Grabe en sus memorias al recordar que “habíamos leído mil veces Las actas tupamaras, que contaban las acciones de esta guerrilla urbana uruguaya, que nos había inspirado con su imaginación y creatividad” [20]. La noción de que las detalladas consideraciones y evaluaciones previas bloquean la acción es no sólo un tema recurrente en los testimonios del M-19 sino algo que siempre se ha presentado con no disimulado orgullo: “La costumbre nuestra era vaya, mire y hágale[21].

La necesidad de más recursos
La intensificación del conflicto, el propósito de llevarlo a las ciudades, la expansión territorial mediante el desdoblamiento de los frentes, los requerimientos de más y mejor armamento, el más intensivo entrenamiento militar y las mayores expectativas de enfrentamientos con el ejército requerían un volumen importante de recursos financieros. Varios años antes del desplome del bloque soviético, los fondos internacionales de apoyo a la subversión canalizados a través de Cuba estaban ya por fuera del alcance de los grupos colombianos, pues se estaban orientando de manera prioritaria hacia los conflictos en Centroamérica, uno de los frentes de batalla más activos de la guerra fría.

La ayuda voluntaria que los campesinos brindaban a la guerrilla nunca fue abundante [22]. Las actuaciones criminales esporádicas, como los asaltos a entidades bancarias, resultaban insuficientes para esta nueva etapa de la confrontación. Una posible alternativa era profundizar la financiación proveniente del secuestro, ampliando la cantera de potenciales víctimas. Algunos esfuerzos en esa dirección, liderados por el M-19, incluyendo a la nueva y pujante clase de los narcotraficantes en la lista de posibles secuestrables habían mostrado ser tan riesgosos que fueron abandonados, y reemplazados por pragmáticas alianzas. Es diciente al respecto la respuesta dada por los del M-19 a Pablo Escobar ante las sospechas de que eran ellos los responsables del secuestro del padre de su socio Luis Fernando Galeano. “Dígale a Galeano que nosotros ya sabemos lo que es secuestrar familiares de mafiosos. De eso ya estamos curados. Todavía nos acordamos de los que nos pasó con Martha Nieves Ochoa” [23]. Este incidente que, como se expone más adelante, terminó con la liberación del rehén gracias a los buenos oficios del M-19 ante las FARC también muestra que para esa época las relaciones con los narcos estaban ya en muy buenos términos. 

Además, los secuestros, o las tentativas, a los narcos habían contribuido a la conformación de un nuevo tipo de ejércitos privados, anti-subversivos, y bien financiados con la droga. Fuera de iniciativas notorias como la del grupo Muerte a Secuestradores (MAS), se puede citar un caso puntual pero ilustrativo y es el de Carlos Lehder que por varios años anduvo en Armenia prácticamente sin acompañantes para no despertar sospechas al hacer negocios y a raíz de un intento de secuestro, por el M-19, armó un importante ejército de escoltas privados. “Lehder contrató escolta personal. No le faltaron … entre seis y diez hombres que custodiaban … era notoria la caravana automotriz que le seguía, los hombres de la escolta andaban muy bien armados” [24].

Tales embriones de paras no permanecerían mucho tiempo ajenos al conflicto. Así, de rebote, el narcotráfico empezaba a perfilarse como una condición necesaria para sobrevivir una guerra interna en el cual algunas de las partes ya tenían acceso a ese pujante y aparentemente infinito recurso económico.


Cambios en el mercado de la cocaína
Durante la administración Reagan, con la Directriz 221 firmada en abril de 1986 [25] se plantea por primera vez la droga como un problema que atenta contra la seguridad de los EEUU y se da por lo tanto vía libre a la participación del ejército de ese país en la batalla contra el narcotráfico, en cualquiera de sus fases. La consecuente represión de los cultivos de coca en lugares como Bolivia o Perú con el apoyo financiero y militar norteamericano, así como la propia dinámica de la industria, dentro de la cual los grandes capos colombianos jugaban un creciente papel y buscaban monopolizar el control de las distintas etapas de la actividad, reforzaron la tendencia al traslado de una parte de los cultivos de coca hacia las selvas colombianas.

En algunas de las zonas de frontera en dónde mejor se adaptaban las nuevas siembras de coca –como el Caquetá o el Guaviare- había de tiempo atrás presencia de grupos guerrilleros, o asentamientos de la denominada colonización armada. Este es el término, acuñado por William Ramírez, que utiliza Molano (1996) para distinguir de “la colonización campesina espontánea” los esquemas elaborados en las regiones de influencia de las FARC.  Por distintas razones -como la conflictividad explosiva en zonas fronterizas productoras de bienes de alto valor de mercado con alta inmigración o por los intereses a veces irreconciliables entre productores de coca y traficantes de pasta- las guerrillas, y en particular algunos frentes de las FARC, se fueron consolidando como la autoridad más eficaz en las zonas donde se implantaba el cultivo de la coca. El cobro de tributos a cambio del suministro de protección privada terminó siendo financieramente beneficioso para tales grupos.

No son abundantes los testimonios sobre el papel del M-19 en las zonas precursoras en el cultivo de coca, pero varios indicios indirectos sugieren que, a su manera, pudieron beneficiarse de tal expansión. El primero es el de la extraña coincidencia de elegir precisamente esa región cuando se tomó la decisión de abandonar el esquema de guerrilla urbana para llevar la confrontación a las zonas rurales. “Hacia finales de los años setenta, las FARC comenzaron a registrar un crecimiento notable en Caquetá y el conjunto de la región suroriental. A comienzos de los ochenta, el M-19 hizo sus primeros ensayos como guerrilla rural en el Caquetá. Simultáneamente con esta expansión guerrillera, se extendió el cultivo de marihuana y luego de coca en amplias regiones amazónicas” [26].

Son frágiles las razones que se dieron en su momento para justificar esa decisión. Luego de señalar, en forma contraria a lo que predicaban entonces los otros grupos, que el principal error de la guerrilla rural era la dispersión, y de ahí la decisión del M-19 de concentrarse en un solo lugar, Jaime Bateman explica por qué el sitio que más los favorecía era el Caquetá: “Era el mejor sitio porque nuestras fuerzas eran inexpertas. No teníamos un solo militar real. Teníamos teóricos militares y campesinos con criterios políticos más que militares … Entonces lo que hicimos fue una abstracción de lo que podía ser la lucha militar en Colombia, no político-militar, y empezamos a concentrar. El Caquetá se volvió el único frente nuestro. No por razones de aparato, sino por concepción. Necesitábamos enfrentar el enemigo en una sola zona, en lo más retirado del país, en un solo frente. Le estábamos demostrando al país que el problema no era territorial. Mucha gente nos decía ¿Pero eso allá tan lejos … ¿ Quien va a ir hasta el Caquetá a pelear … ¿ y nosotros les decíamos: El ejército tienen que venir a pelear donde nosotros le digamos. Y así sucedió. El Caquetá se convirtió en un fortín popular de lucha militar que ha conmovido a este país”  [27].

No es claro si fue la coca lo que atrajo al M-19 o si, por el contrario, su presencia contribuyó a la expansión del cultivo en el Caquetá. “Al igual que los municipios de Valparaíso, Curillo y San José del Fragua, Milán es uno de los lugares más afectados por llamada “guerra del Caquetá”, período que se vive entre 1981 y 1983 por las acciones militares del M-19. El avión de la empresa Aeropesca cargado de armas cae cerca a la comunidad indígena de Herichá, en el río Orteguaza en octubre de 1981. La violencia que se desencadena en toda la zona de operaciones del M-19 por donde circularon las armas, produce una migración masiva de campesinos de estos municipios, quienes en su mayoría van a Florencia, dando origen a la famosa invasión llamada Las Malvinas calculada en ese entonces en 5000 personas . Otros se movilizan a diversos municipios del departamento y hacia sus departamentos de origen. Pasada la guerra, los colonos regresan a sus parcelas. Coincide este período con la época en la que se inician los cultivos de coca en esta zona del departamento” [28].

Lo cierto es que, una vez consolidada la presencia de este grupo en la región, se da una nueva, doble y afortunada coincidencia. Por un lado, el M-19 adhiere públicamente al Movimiento Latino Nacional liderado por Carlos Lehder. “Cuando apareció la segunda edición del Quindío Libre (el periódico del movimiento de Carlos Lehder) su noticia más destacada fue precisamente sobre la adhesión de dos militantes del M-19 (El Loco y la Chilindrina) al Latino Nacional” [29]. A su turno, este prominente traficante no sólo rescata el ideario bolivariano y se declara admirador del General Rojas Pinilla –dos íconos del Eme- sino que empieza a proponer imaginativos proyectos de colonización del Caquetá. “Los quindianos somos los verracos para trabajar la tierra. Si apoyan al movimiento Latino, nosotros vamos al Caquetá y le probamos al País que las fincas sin cuota inicial son un negocio bueno para el desarrollo nacional … Fundamentalmente se requería de un sistema de transporte que llevara a los quindianos a trabajar durante la semana en intensas jornadas y que los regresaran los fines de semana para que los labriegos leñadores pudieran estar con sus familias. Tenía que ser así inicialmente mientras estaban óptimas y cultivadas las tierras del Caquetá y entonces si sería cuestión de partir con morral y familia a promover la civilización definitiva” [30].

Por varias razones, se puede sospechar que, a diferencia de las FARC, cuyas relaciones más sólidas eran con los campesinos y colonos cultivadores de coca, los del M-19 se encontraban más cerca de los intereses de los traficantes. Uno, no tenían una base popular en la región ni se sabe de un reclutamiento significativo de efectivos. Con notables excepciones -como la de Marcos Chalita, un líder popular oriundo del Caquetá- siguieron siendo un grupo dirigido por cuadros urbanos con enclaves en la selva. Al respecto, son dicientes algunos detalles de la visita de la periodista María Jimena Duzán al campamento del M-19 en la zona: “esa primera impresión del campamento jamás se me olvidará. Un señor impecablemente vestido de blanco, con una pistola en el cinto, fue el primero en saludarme … Había en aquel campamento un médico costeño desfilando en bata blanca, con el barro a las rodillas, despachando consultas con un foneidoscopio en la mano y un casete de salsa en la otra, como si se tratara de un personaje escapado de la película Mash[31].

Por otro lado, en forma consecuente con su origen urbano, los del Eme mostraron siempre gran capacidad para relacionarse con los peces gordos del narcotráfico y, simultáneamente, serias limitaciones para encajar en medios campesinos, requisito indispensable para jugar el papel de paraestado en la zona, o para cobrar tributos que, como el gramaje a los colonos y campesinos de la región, requieren un sólido entronque con la población local.

Por último, tenían mejor establecidos los contactos con el tráfico internacional de armas, un escenario más cercano a los narcotraficantes que a los cultivadores de coca. En efecto, de acuerdo con el testimonio de Floyd Carlton Cáceres, uno de los principales testigos en el juicio contra Manuel Antonio Noriega, las rutas ilegales de armas se habrían iniciado en Centroamérica a finales de los setenta cuando Omar Torrijos estableció un puente de apoyo a los Terceristas de Edén Pastora en Nicaragua. Las armas, que inicialmente provenían de Cuba, salían de Panamá hacia pistas clandestinas en Costa Rica. Tras la caída de Somoza, se empezó a utilizar el mismo circuito para armar a la guerrilla salvadoreña y al M-19, con dos diferencias: las armas yo no eran de origen cubano sino adquiridas en el mercado negro internacional y estos grupos pagaban por sus armas. Los contactos y rutas establecidos con este contrabando de armas sentarían las bases para el posterior tráfico de cocaína a través de Panamá y bajo la protección de Noriega  [32].

El proceso de paz de la administración Betancur
En forma bastante peculiar, la intensificación del conflicto por parte de los grupos guerrilleros colombianos se dio en el marco de un generoso y ambicioso programa de paz promovido por la administración de Belisario Betancur a partir de 1982. Este proceso no fue recibido con entusiasmo por algunos sectores que siguieron viéndose afectados por la actuación de la guerrilla. Aunque las acciones militares se redujeron, el secuestro continuó e incluso se consolidó. Durante los dos primeros años de la administración Betancur el incremento en el número de secuestros fue considerable. Aunque aún lejos de las tasas que se observarían a partir de 1986, el aumento en el total de nacional de secuestros, de acuerdo con los datos de la Policía Nacional –Revista Criminalidad-  fue del 23% en 1983 y del 79% en 1984. Ya en ese entonces se percibía este como uno de los costos más visibles del proceso de paz. En efecto, en una entrevista concedida en 1985, Luis Carlos Galán afirmaba que la estrategia de paz de la administración Betancur “ha determinado, en 1984 y el primer trimestre de 1985, una sustantiva disminución de los enfrenamientos armados en la mayor parte del país pero simultáneamente se ha presentado un dramático incremento del secuestro y la extorsión”. En el mismo sentido apuntan varios de los informes seccionales de un foro del Consejo Gremial de la Federación de Ganaderos (FEDEGAN) y la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) reunido a finales de 1984 [33].

Posteriormente, el escenario se tornaría aún más complejo cuando, a raíz del asesinato del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, se emprendería una guerra frontal contra el narcotráfico. La falta de persecución militar a la guerrilla –derivada tanto del recién iniciado proceso de paz como de la progresiva concentración de esfuerzos militares en la lucha contra la droga- ayuda a explicar la consecuente reacción, en menor escala pero de naturaleza similar a la de los narcos, hacia esquemas paramilitares por parte de los sectores más afectados por el secuestro. A la pregunta sobre la posición oficial de la SAC acerca de la generalización de los procedimientos de  justicia por propia mano, su presidente responde que, a pesar de no haber sido apoyados ni patrocinados por el gremio estos “infortunadamente parecen haber surgido en algunas zonas, quizás por la desesperación de algunos propietarios ante el recrudecimiento del chantaje, el secuestro y la extorsión”  [34].

El incipiente paramilitarismo, algunas inestables alianzas entre la subversión y los narcos, así como la progresiva cooptación –por comunidad de intereses contra la guerrilla o por simple corrupción- de miembros de los organismos de seguridad por el narcotráfico, abrirían el camino hacia la guerra sucia. Bajo este complejo escenario se consolidaría la noción, que no pierde vigencia, de que para sobrevivir en este tipo de conflicto no es posible estar menos bien financiado que las contrapartes.

El dilema entre secuestro y narcotráfico
Optar por alguna de las dos fuentes de financiación disponibles para los actores armados colombianos, el narcotráfico por un lado, o el secuestro y la extorsión por el otro, implica dilemas que fueron solucionados de manera peculiar por cada organización subversiva y en cada etapa del conflicto.

Los ingresos basados en la droga presentan varios inconvenientes. El primero tiene que ver con la difícil decisión de a quien se protege, si al colono campesino que cultiva la coca o al traficante que compra la pasta, dos actores cuyos intereses coinciden por lo general en las épocas de bonanza de precios pero no en las destorcidas y crisis. La defensa del eslabón más débil de la cadena del narcotráfico presenta ventajas políticas, es más consistente con el ideario revolucionario, pero tiene costos que no son despreciables. Por una parte, requiere de una importante infraestructura administrativa, no sólo para el cobro de los tributos a un número grande de pequeños contribuyentes sino para atender la demanda, más allá de las labores militares, por servicios políticos y paraestatales. “A medida que crece el aflujo de inmigrantes atraídos por la rentabilidad de la coca, la guerrilla se esmera en propagar su ideología, se abre a la idea de un trabajo político intenso con la población, que parta del reconocimiento de sus necesidades inmediatas … La guerrilla se encuentra requerida para que ejerza niveles de autoridad indispensables, que rebasan sus tareas puramente militares, son tareas policivas en el sentido lato y decimonónico del término” [35].

Las mismas características de estas regiones de frontera, con alta inmigración, y una economía basada en un producto ilegal genera cierto desorden que hace difícil la prestación de estos servicios paraestatales, que por esas mismas razones son valorados y políticamente rentables. “Llegó la bonanza de la coca. Y cuanta persona llegaba a sembrar una hectárea traía cuatro, cinco obreros, estos trabajaban dos, tres meses … Muchos patrones traían era gamines del pueblo, vagos de las ciudades, entonces empezó a darse en la región casi un desorden .. aquí empezaron a darse los robos, y los abusos: el caso de un colono que se le ocurrió ir a una casa y decir ‘me llevo su señora’ por encima de otro colono … Entonces es una cosa absurda, una cosa extralimitada. Bien, y entonces estos señores de las FARC controlaban esto y ellos en cierto sentido organizaron la región” [36].

Así se proteja al colono o al traficante, para el grupo armado se trata de ingresos altamente inestables. En el Cagúan, por ejemplo, entre 1980 y 1982 los precios de venta del kilogramo de cocaína se redujeron en un 90% mientras que los costos de producción casi se duplicaron. De un precio de venta que oscilaba entre U$ 16 mil y U$ 24 mil por kilogramo, y un costo de producción (por Kg) de U$ 2 mil en 1980, se pasó, dos años más tarde, a un precio de venta inferior a los U$ 2 mil por Kg, con unos costos de producción que casi se duplicaron por efecto de la inflación. “Empezó a bajar el precio de la coca: cada ocho días aminoraba $50 (U$ 1) el gramo de merca buena … y comenzó a sentir el grito de la gente porque le tocaba que dar a un precio barato … porque los compradores ya no venían”  [37].

Es claro, sin embargo, que la inestabilidad afecta más al grupo protector de los más débiles que al aliado de los traficantes, para quien las destorcidas de precio no son más que una fase del ciclo, sin mayores consecuencias en términos de demandas sociales o políticas. Para el protector de los cultivadores, por el contrario, la inestabilidad de los precios –algo totalmente por fuera de su control- genera graves problemas sociales, como la inflación en los períodos de bonanza, o el empobrecimiento en las épocas de destorcida que se ven profundizados por alteraciones drásticas y regresivas en la distribución de la propiedad . “Empezó el llorido de la gentes, pues cuando antes una persona se compraba media vaca, ahora se compra media libra de boge; los que tomaban tanto trago, ahora venden dulces en la calle; los que compraban remesas por toneladas ahora la llevan en un morral; los que hablaban de millonadas ahora hablan de centavos … Estos fracasos (la baja del precio de la coca) fueron muy duros para los que nos quedamos, porque llegamos a vivir la crisis … hasta el punto de no tener una libra de azúcar ni de sal, ni un galón de gasolina para poderse movilizar, teniendo enfermos …La destorcida de la bonanza tuvo el efecto de provocar la concentración de la propiedad y del ingreso, porque los que poseían mayores excedentes monetarios acumulados adquirieron a menos precio establecimientos de comercio y de servicios, mejoras de predios y aún pasta procesada y plantes de coca, en previsión de los precios del alcaloide” [38].

La financiación basada en el secuestro presenta como principales ventajas los menores requerimientos de estructura burocrática, la consistencia con el discurso de redistribución de la riqueza, y de castigo a la clase explotadora, y, además, el mayor control que se tiene sobre el flujo de los ingresos. Se puede plantear la analogía con un régimen fiscal basado en el impuesto a la riqueza que por definición es más estable y predecible que otro constituido por  aranceles a la producción o exportación de un producto con altas variaciones en los precios. La gran limitación del secuestro es de naturaleza política algo que, como se ha visto en Colombia, se puede mitigar orientándolo hacia personas foráneas a las comunidades, o territorios, considerados políticamente relevantes. 

Extrañamente, para la mayoría de los grupos subversivos colombianos, ha sido siempre clara la tendencia a aceptar que se secuestra y, simultáneamente, a ocultar la participación en el narcotráfico. Es difícil no percibir aquí una herencia de la tradicional distinción que se ha hecho en Colombia entre el delincuente político –de mejor estatus y moralmente autorizado a actividades que, como el secuestro, afectan ante todo al establecimiento tradicional- y el delincuente común dentro del cual se ha encajado, en forma independiente de su poder, a los narcotraficantes [39]

El recurso a estos dos tipos de  financiación ha variado entre grupos y a lo largo del tiempo. Para las FARC, lo que se observa desde los ochenta es una división interna de tareas entre sus frentes, especializándose en la protección de los cultivos de coca los establecidos en el sur del país y en el secuestro y la extorsión aquellos que actuaban en el resto de las regiones. En buena medida, las FARC fueron adoptando progresivamente un esquema típico de los protectores privados que consiste en delinquir por fuera del territorio en el que se suministran servicios paraestatales que implican algún tipo de compromiso político con la población. El dilema entre, por un lado, un sistema rentable en términos políticos pero económicamente inestable como la protección de los cultivos de coca y, por otra parte, el esquema del secuestro, con características inversas, parecería haberse resuelto con una especie de diversificación de la cartera militar. No es aventurado suponer que la bonanza cocalera de principios de los ochenta, algo que facilitó un sólido crecimiento de los efectivos de este grupo guerrillero, y la consecuente destorcida en el precio, habrían dejado una amarga lección, una virtual aversión a depender de los tributos a productos de exportación de precio volátil para inducir la conveniencia de buscar las fuentes estables y predecibles de ingresos que, como el secuestro, se requieren para mantener un gran aparato militar. El trauma que produjo la bonanza y destorcida de la coca entre los pequeños productores se puede extender fácilmente a quienes, como las FARC, montaron un aparato militar, policivo y político que dependía del cobro de tributos a esos productores. “Los elevados costos sociales que generaron los ciclos de auge y progreso de la coca tuvieron efectos aleccionadores en lo profundo de la conciencia colectiva, hasta el punto de llegar a formar un consenso entre los colonos del Caguán para evitar que se vuelvan a repetir en el futuro” [40] .

El ELN, por el contrario, se concentró por varios años en las actividades de secuestro y extorsión, en particular a la industria petrolera, permaneciendo relativamente aislado tanto de la protección de cultivos de coca como del tráfico de droga, actividades de las cuales, posteriormente, no habría podido permanecer totalmente al margen. No es una coincidencia que los guerrilleros del ELN, mucho menos numerosos que los de las FARC, hayan tenido siempre una participación en el secuestro más que proporcional a su tamaño. 

Para los grupos paramilitares, a pesar de su relativa heterogeneidad, se puede señalar una  preferencia por la financiación basada en la droga. Su baja cuota en la industria del secuestro se puede explicar por dos razones: la primera es que el origen de varios de estos grupos –tanto los promovidos por los narcotraficantes como por ganaderos y agricultores- ha sido precisamente la protección contra el secuestro por parte de la guerrilla. La segunda es que, a diferencia de los grupos subversivos, nunca han contado con una organización suficientemente sólida y centralizada como para practicar el secuestro a gran escala.

Entre los grupos guerrilleros colombianos, el M-19 es tal vez aquel sobre el cual persiste un mayor misterio en cuanto a los mecanismos de financiación con que contó por aquella época de intensificación del conflicto. De partida, existe una contradicción básica entre las saludables finanzas del grupo y la pretensión de que estas se garantizaron, durante varios años, con lo obtenido como rescate por la toma de rehenes diplomáticos en la Embajada de la República Dominicana en Bogotá a principios de los años ochenta. Síntoma inequívoco de una boyante situación financiera es el mantenimiento, desde principios de los años ochenta, de una activa red internacional. “Existe también un grupo de compañeros que integran la Comisión Exterior del M-19, encargada de la edición de boletines, información sobre la situación en Colombia, denuncias concretas sobre las violaciones a los derechos humanos, organización de los colombianos en el exterior y ayuda a los exilados y perseguidos políticos” [41]. Las relaciones internacionales iban más allá de los contactos logrados a través de los cubanos. En Hernández (1997, p. 598) un ex miembro del M-19 menciona, hacia finales de 1983, un grupo de “panameños, colombianos y ecuatorianos, bajo la dirección del M-19” que partió a un curso para Libia.

En el mismo sentido apuntan  observaciones directas sobre los altos estándares de vida de algunos de sus cuadros. En el momento de su muerte, en 1985, Iván Marino Ospina, dirigente del M-19, cayó en una casa “grande y cara” comprada tres meses antes a nombre de la madre de Elmer Marín en Los Cristales de Cali, “un barrio habitado por nuevos ricos y algo de mafia” [42]. Los indicios de prosperidad son claros aún en la selva. María Jimena Duzán al realizar una entrevista a Bateman en un campamento perdido en las selvas del Caquetá anota sorprendida cómo “a este paraje perdido llegaban vacas y cerdos que serían convertidos en la provisión diaria del campamento … Comían tanto que de tanto verlos perdí el apetito” [43].  Otro detalle sugestivo es la aparente costumbre entre los miembros del grupo en la selva de manejar dólares en efectivo para gastos corrientes. “Tony (el guía que llevaba a María Jimena Duzán a su entrevista con Bateman) pagó el almuerzo en dólares –cosa que me sorprendió-“  [44].

La calidad del armamento con que contaban sus efectivos también es consistente con una favorable situación económica. La misma periodista menciona que los guerrilleros del M-19 “cargaban ametralladoras Uzi, de fabricación israelí … Del río ví salir unas guerrilleras de tez morena acabadas de bañar. Estaban impecablemente vestidas. Noté que tenían las uñas pintadas y que sabían andar entre los charcos, sin embarrarse no obstante el peso de las granadas y municiones que llevaban al cinto … Todos los guerrilleros estaban fuertemente apertrechados. Sus armas eran nuevas y modernas” [45].

A pesar de su claro liderazgo en plagios urbanos en las épocas iniciales de la industria, toda la evidencia disponible apunta a que fue una actividad en la que los del M-19 nunca entraron en forma masiva. Testimonios de sus miembros señalan de manera repetida que limitaron los secuestros a aquellos en los que se podía mantener una faceta política del incidente, presentándolo como un castigo a la oligarquía. Otros sugieren que también se optó por la alternativa de hacer parecer a los encargados de las finanzas como algo ajeno a la estructura del grupo. Al respecto, es diciente el testimonio de un antiguo integrante de un grupo élite fuerza militar (EFM) del M-19 encargado, entre otras actividades de buscar finanzas –tradicional eufemismo colombiano para los secuestros- sobre la situación de su grupo durante los diálogos con la administración Betancur en 1984. “En ningún momento participé en un Diálogo Nacional de esa época. Esta estructura era una de las tantas que estaba escondida a la opinión pública y al gobierno. Nosotros no teníamos ninguna existencia. Nos encargábamos de financiar las labores del Eme. Ni éramos reconocidos ni deseábamos que nos reconocieran como del M-19”  [46].

De todas maneras, en materia de secuestro, existen testimonios que reflejan un grado increíble de tecnificación y profesionalización de la actividad por parte del M-19, que llegó incluso a planear operativos con alianzas internacionales. Jorge Masetti, un ex-oficial de los servicios de inteligencia cubanos relata con detalle el acuerdo logrado entre estos y el M-19 para secuestrar, en un joint-venture, a un ejecutivo norteamericano en Cartagena. “En esa ocasión Pedro Pacho (Gerardo Cobo, del M-19) vino directamente. Tenían previsto el secuestro de un norteamericano, de la empresa petrolera Texaco, que vivía en Barranquilla. Para ellos esta operación cumplía un doble objetivo: político y financiero … ellos se encargarían del trabajo de inteligencia y del secuestro, yo y otros compañeros latinoamericanos, de la detención y del cobro del rescate; y otro grupo de colombianos se encargaría de las negociaciones. Por mi parte, había entablado conversaciones con el MIR chileno, que tenía alguna gente en Cuba, por si necesitaba personal para operar en Colombia .. Los pasajes y los gastos de instalación corrían por cuenta de Piñeiro (jefe de Masetti en Cuba). Los recursos para mantenernos en Colombia mientras durara el trabajo los cubriría el M-19” [47].

Esa alta sofisticación, la complementaban estrechas relaciones con grupos activos en el mercado negro de armas. Vera Grabe, obviamente sin mencionar lo que tales relaciones representaban en términos de tráfico de armamento, habla de la importancia de los contactos con movimientos guerrilleros como “el FMLN salvadoreño, los guatemaltecos, los Montoneros argentinos, el MIR chileno y los sandinistas”  [48].

Si a esto se suman las extrañas amistades con los más prominentes barones de la droga e incluso, como se muestra más adelante, con notorios grupos paramilitares, es apenas sensato poner en duda la pretensión de que los del M-19 estuvieron siempre al margen de las actividades del narcotráfico. Las razones y justificaciones que, posteriormente, han aducido algunos de sus ex-miembros para explicar estos vínculos, reconocidos por ellos mismos, son de una candidez casi conmovedora y tienden a reforzar la impresión, de varios analistas externos, de que el M-19 fue realmente el primer grupo guerrillero colombiano que llegó a autofinanciar su participación en el conflicto gracias a los recursos derivados del narcotráfico. Steinitz (2002)  menciona el caso del M-19 como el origen de la alianza droga/terrorismo en Colombia. En el mismo sentido apunta el EIR (1995, 45), una publicación con estrambóticas teorías conspirativas pero bien conectada con los servicios de inteligencia.   

M-19: MENOS SECUESTRO, ¿MÁS DROGA?
La conexión con los carteles, y con Cuba
Evidencia de distinto tipo tiende a corroborar la impresión de que el M-19 pudo intensificar la confrontación armada y, simultáneamente, mantenerse al margen del secuestro gracias sus acuerdos con los traficantes de droga.

En primer lugar, aunque no abundan los testimonios sobre las relaciones del M-19 con la coca en el Caquetá, se puede destacar el testimonio del Mono, un negociante de pasta en la frontera con Ecuador que “se había enrolado en la guerrilla desde que el M-19 llegó a la zona”, y quien anotaba que “entre los campesinos y estos señores hay un pacto que funciona bien. Ellos cultivan la hoja de coca y el M-19 protege los lugares, pero son pequeños empresarios que no tienen nada qué ver con los duros de Medellín”  [49].

A pesar de tratarse del grupo subversivo colombiano que menos encaja dentro del ideal castrista, o guevarista, del foco guerrillero, es claro que, para mediados de los años ochenta, el M-19 era el grupo con contactos más activos con el núcleo responsable, dentro de la inteligencia cubana, de hacer alianzas para fomentar las actividades subversivas en América Latina, que se supo posteriormente, incluían negocios de droga. En las memorias citadas del “arrepentido” cubano Jorge Masetti, no se menciona ni una sola vez al cura Pérez, comandante del ELN, ni a ninguno de los miembros de la cúpula de las FARC. Por el contrario, las referencias a Carlos Pizarro, a Antonio Navarro, o a Gerardo Cobo, alias Pedro Pacho, del M-19 son corrientes.

El incidente del transporte de armas en el buque Karina, de propiedad de Jaime Guillot, así como el extraño asilo brindado después al mismo por el gobierno cubano sugieren una sólida y temprana colaboración entre los narcos, el M-19 y Cuba para el trueque de armas por droga. A cambio de protección cubana para sus cargamentos de droga, Jaime Guillot le entregaba armas al M-19. Con el incidente del Karina se supo que un mes antes, en el barco Zar de Honduras, Guillot había entregado siete toneladas de armas para el M-19 que a su vez había cargado ocho mil libras de marihuana en el Zar [50]. De acuerdo con OGP (1996) este incidente marcó un quiebre en el tráfico de armas hacia Colombia, alejándolo de las tradicionales rutas del contrabando por barco para empezar a utilizar las vías aéreas de regreso de la cocaína. 

El testimonio sobre el vínculo del M-19 con quienes hacían trabajos sucios en los servicios de inteligencia cubanos no es el único que involucra a esta organización guerrillera. En las memorias de un inspector investigador de la Federal Aviation Administration,  persona con amplio conocimiento de las misiones encubiertas de otras agencias, esta vez estadounidenses, que también participaron en arreglos turbios con droga, son también frecuentes las alusiones al M-19 grupo que, según agentes de la CIA y la DEA, participó en varias operaciones con estas agencias. Las memorias en cuestión son las de Rodney Stich. De acuerdo con el testimonio de Trenton H. Parker, un agente involucrado en operaciones con drogas en el caribe, la CIA habría jugado un papel tanto en el secuestro de la hermana de los Ochoa, por el cual el M-19 habría recibido tres millones de dólares (dos en armas y uno en efectivo), como en el acuerdo de paz posterior, en Panamá, entre este grupo y el cartel de Medellín.  Basil Abbott, un piloto que trabajó para la DEA relata a su vez que sus colegas llevaban vuelos con armas para el M-19. Según una carta de Michael Maholy, un oficial de enlace de la embajada de los EEUU en Panamá que trabajó para el Departamento de Estado y la CIA, “el grupo M-19 participó en varias operaciones encubiertas” [51]

Las referencias del M-19 a sus relaciones con la droga se han caracterizado, primordialmente, por la ambigüedad. Lo que Otty Patiño califica como “el comunicado más claro del M-19 sobre el narcotráfico” publicado en El Tiempo en Septiembre de 1989 es una buena muestra de lo confuso que fue oficialmente el grupo sobre el tema de su participación en este comercio: “el M-19 cree necesario que se acabe el narcotráfico por los daños para la salud y la dignidad del hombre, por sus secuelas de violencia y corrupción y por las distorsiones económicas que genera.  Planteamos soluciones integrales y autónomas. Hemos consultado a congresistas, hombres de negocios y a los propios narcotraficantes para arrojar una propuesta de solución que el país debe conocer y debatir” [52]. En su estilo, Bateman fue siempre evasivo con el tema. “Hablan de la coca .. que no se qué … que el M-19, que Jaime Guillot … que traía, que llevaba … ¿Usted cree que Fidel Castro va a meter su revolución, si se quiere moralista, al tráfico de cocaína? Guillot fue amigo mío, como lo es mucha gente. Estudiamos juntos. Yo no sé si Jaime Guillot es de la mafia. No podría decir eso. Yo lo único que digo es que nosotros les compramos las armas a unos comerciantes de aquí, a unos colombianos”  [53]. Lo que sí queda claro es el afán por eludir responsabilidades. “La producción expansiva de la coca en Latinoamérica se da porque hay una demanda en los Estados Unidos … Entonces los que tienen que controlar son ellos el consumo .. Por otro lado nosotros no tenemos por qué ser gendarmes de los gringos para esa mierda … La gente prefiere sembrar coca y marihuana “  [54].

Esporádicamente ha habido aceptaciones veladas de tales vínculos. Por ejemplo, luego de acusar al ejército colombiano de narcotráfico (“El ejército es un favorecedor de la exportación de drogas …Siempre los mafiosos colombianos han apoyado al ejército colombiano” [55])  y ante la pregunta de cómo se iban a financiar sin secuestros, Jaime Bateman señala jocosamente en otra  entrevista que “seguiremos pobres aunque tenemos buenos amigos para financiarnos, como también los tiene el Ejército” [56].

A pesar de lo anterior, es pertinente mirar detenidamente estas relaciones para entender por qué este grupo pudo aislarse del secuestro a gran escala precisamente cuando necesitaba mayores recursos para la guerra.

Después de varias discusiones -en particular la realizada entre el 84 y el 85 en Los Robles después de la firma de los acuerdos de Corinto [57]-  sobre la conveniencia de los vínculos con el narcotráfico no se logró dentro del M-19 un consenso. Se adoptó la posición pragmática de “mantener una distancia prudente” sin impedir que algunos miembros apoyaran públicamente a los narcos o que se llegara a cordiales, y aceptadas, relaciones con los grandes capos  y, en particular, con Pablo Escobar . “La discusión sobre el problema del narcotráfico se ve zanjada claramente cuando Iván Marino Ospina comienza a coquetearle a Carlos Lehder” [58]. “El primer integrante del M-19 que entabla una relación con Pablo Escobar es Iván Marino Ospina .. Tenía el estilo necesario para relacionarse y hacerse respetar en el mundo del bandidaje .. Yo, en cambio (Alvaro Jiménez en referencia a Pizarro que según él nunca conoció a Escobar) si conocí a Pablo Escobar, como casi todos los miembros de la dirección del M-19 en Antioquia” [59] .

Fuera de las relaciones reconocidas con Jaime Guillot, Pablo Escobar, Fernando Galeano, Carlos Lehder, y las Autodefensas del Magdalena Medio se pueden sospechar  algunas alianzas con el cartel de Cali. De acuerdo con la querella puesta ante la justicia francesa por Ileana de la Guardia contra Fidel Castro por tráfico de drogas, Carlos Alonso Lucio, ex miembro del M-19, refugiado en Cuba desde 1998 y prófugo de la justicia colombiana por sus  vínculos con el cartel de Cali dentro del “escándalo narcopolítico” de la administración Samper, ya había estado durante los años 80 negociando con las autoridades cubanas el aterrizaje de un avión cargado de cocaína  [60]. Strong (2001, p. 134) también hace referencia a las declaraciones de los oficiales cubanos Arnaldo Ochoa y Antonio de la Guardia, ejecutados en 1989 bajo cargos de narcotráfico, mencionando reuniones con Lucio. Por otro lado, la opinión de una persona íntimamente relacionada tanto con Escobar como con Gilberto Rodríguez Orejuela, es que el primero hubiera podido “diseñar una fórmula conjunta de paz con el M-19, que son gente inteligente y amiga de ustedes dos” [61]. La posibilidad para Escobar de hacer bloque con los de Cali, y el Eme se basaba en que “Gilberto, además de amigo de Iván Marino Ospina, ha sido muy cercano durante toda su vida a la familia del comandante Antonio Navarro” [62].

En sus memorias, Vera Grabe, no niega la relación con los narcos de Medellín, pero la presenta como la más pura e idealista muestra de empatía política, basada en la solidaridad de clase, tan generosa, altruista y desinteresada que prácticamente eleva a los negociadores más curtidos de la historia reciente del país a la categoría de mecenas, o instituciones de caridad. “Medellín era la ciudad de Pablo Escobar y de los traquetos .. No era una relación de negocio, y en el Eme hubo una clara determinación de no meterse en el negocio: negocio prohibido –relaciones políticas, si, pensadas en función de hallarle una solución al tema del narcotráfico. Era una relación de respeto en la que influía el origen social, el hecho de que la mayoría de los narcos eran de origen humilde y popular, hijos de un país sensible e indolente. Los mágicos (mafiosos) nos ayudaban y nos cuidaban. Era más bien una relación de ellos hacia nosotros: nos ayudaban pero jamás pedían un favor a cambio … Nos prestaban sus casas y fincas, espacios cómodos, con billar, piscina, jardines, televisores y salones gigantes, dónde hacíamos las reuniones de la dirigencia M-19-EPL en Antioquia. Nos ayudaron a trasladar y curar a compañeros heridos que venían del Valle” [63].

Menos ingenuo, tal vez menos cínico, Alvaro Jiménez, otro dirigente del M-19, habla, sin precisar el alcance de los términos, de unas relaciones “funcionales y utilitarias” con los narcos. “Las relaciones que habíamos tenido con ellos (los narcos) incluso en la época de Iván Marino, eran funcionales, utilitarias. Bateman quería darle a esas relaciones un carácter político, pero murió antes de que pudiera hacerlo” [64]. Ofrece además algunos detalles que muestran que efectivamente fueron estrechas. Al respecto vale la pena mencionar el incidente del secuestro del padre de Luis Fernando Galeano, un narcotraficante socio de Pablo Escobar, que ya cautivo de un frente de las FARC en Antioquia y gracias a los buenos oficios de Carlos Pizarro ante Jacobo Arenas, del Secretariado de las FARC, fue liberado a pesar de lo valioso que resultaba como rehén, tanto económica como políticamente. De acuerdo con el testimonio de Alvaro Jiménez, Arenas habría dicho “sí, los muchachos nuestros lo tienen, pero dicen que no lo sueltan ni por el carajo, que harto trabajo les costó cogerlo. Y que además esa gente tiene mucha plata y anda enredada con el Ejército persiguiendo a la gente de izquierda … El jefe del frente de las FARC que lo tenía pospuso la entrega lo más que pudo: era su forma de expresarle a Jacobo su disgusto por la orden que le había dado … Este suceso determinó que el M-19 pudiera entablar una muy buena relación con el Negro Galeano .. y esa relación, a su vez, permitió que pudiéramos abrir un espacio de relaciones políticas con el mundo de los narcos y las autodefensas”  [65].

Esta relaciones con la élite de los carteles también eran de largo alcance puesto que quien las manejaba dentro del M-19 , “también desde una perspectiva utilitaria” era Gerardo Quevedo, alias Pedro Pacho, jefe de logística internacional, y uno de los hombres cercanos a los servicios de inteligencia cubanos  [66].

No deja de causar sorpresa que cuando algunos analistas serios del conflicto colombiano reconocen estas alianzas las mencionen como de pasada y, para no contaminar la idílica imagen del Eme, hagan eco a la noción de que se trataba de algo pragmático. Por ejemplo, luego de afirmar que “los dos movimientos guerrilleros asociados al auge de la cocaína (en el Caquetá), el M-19 y las FARC, asumieron una postura pragmática al respecto”  Pearce (1992, p. 161) se ocupa tan sólo de analizar lo relativo a las FARC. Más adelante establece una tajante diferencia con otras relaciones, aparentemente más condenables. “Se considera que las FARC y el M-19 se han beneficiado de la producción de coca, pero su relación pragmática con las drogas difícilmente puede ser comparada con la alianza ideológica de terratenientes, militares y barones de la cocaína”  [67].

En una serie de entrevistas de Germán Castro Caycedo a Pablo Escobar este último hace referencia explícita a sus relaciones con los del M-19, surgidas a raíz del secuestro de Martha Nieves Ochoa, la constitución del MAS y el acuerdo de paz entre ambos. En una de tales entrevistas, Escobar después de preguntar a Castro Caicedo “¿Sabe quién durmió hace unos años en la cama que durmió usted ahora?” le señala que “Iván Marino Ospina … Cuando era comandante general del M-19 … Es que en esta casa se hizo la paz con el M-19 después de la guerra que tuvimos con ellos … Como señal de buena voluntad, Iván Marino Ospina me regaló una subametralladora soviética muy buena” [68].

Esta amistad le fue útil a Escobar para establecer contactos en Nicaragua y Cuba. Al deteriorarse las relaciones con Noriega en Panamá, relata Escobar, “empezó la desbandada. Unos se fueron para Brasil, otros para México, otros para España y yo para Nicaragua donde ya tenía conexiones con el gobierno, gracias a la ayuda de algunos jefes del M-19 que conocí cuando hicimos la paz con ellos, ¿recuerda? … Con lo de la bronca de Noriega y la ayuda del Eme, dije, vamos a probar (recuperar las pistas en Nicaragua). Le cuento que al poco tiempo de llegar allá, yo andaba recorriendo zonas de Nicaragua en un helicóptero ruso, acompañado por Alvaro Fayad y por un delegado del Presidente de la República. ¿Sabe qué hacíamos? Escoger el sitio para instalar una cocina, que, entre otras cosas, nunca se pudo montar”  [69].

Sobre este acuerdo de paz coincide la versión de Roberto, el hermano de Pablo Escobar, quien señala que el pacto se selló de manera muy simbólica y la relación se tornó particularmente estrecha. “Iván Marino Ospina se hospedó en uno de los escondites secretos que Pablo tenía en Medellín, y se volvieron buenos amigos. La confianza llegó a tal punto, que le reveló uno de los secretos mejor guardados de la historia reciente nacional: el lugar donde tenían escondida la espada del libertador”. De acuerdo con el mismo Roberto Escobar, Iván Marino Ospina le habría entregado al capo la espada. “Es una muestra de que la palabra de nosotros también vale, al igual que la suya. Es un sello de nuestro pacto de paz” habría dicho el dirigente del M-19 [70]. Esta versión concuerda con recientes declaraciones del hijo de Escobar quien “cuenta que siendo muy niño jugaba a partir cocos con la espada de Simón Bolívar que se robó el M-19” [71].

Un ex-diplomático cubano señala que en el giro de 180 grados en las relaciones entre los capos de la droga y el Eme, habría jugado un papel crítico el régimen castrista. “En esa época, Cuba mantenía relaciones diplomáticas con Colombia; su embajador en ese país, Ravelo, logró un acuerdo entre el M-19, el Cartel de Medellín y otros grupos guerrilleros con el fin de que las facciones se apoyasen mutuamente” [72].

Germán Castro también relata que, al morir Jaime Bateman, tenía concertada una cita con el gran capo, precisamente para ratificar la paz entre el M-19 y el MAS. De acuerdo con Castillo (1991) la consecuencia del secuestro de Martha Nieves Ochoa fue una verdadera guerra entre el M-19 y los narcos de Medellín. Uno de los golpes propinados por los primeros habría sido la delación ante las autoridades de un importante cargamento de cocaína enviado por los segundos e incautado en el aeropuerto de Miami el 28 de Marzo de 1982. Esta venganza por parte del M-19 muestra entre otras que el grupo ya por ese entonces estaba bien conectado en el mundo de la droga.  El periodista contrasta la versión de Escobar con la de un dirigente del M-19 y encuentra que coinciden. El dirigente en cuestión era conocido con el alias de José, había secuestrado a Castro Caycedo en el año 80 para llevarlo a una entrevista con Bateman y fue reconocido años más tarde por el periodista en los salones de la Asamblea Nacional Constituyente, en donde le relató cómo él mismo organizó el encuentro Escobar-Bateman en Panamá, cómo este se frustró por el accidente y cómo el capo ofreció su flotilla de aviones para buscar la avioneta en la que murió el líder del M-19 [73]. Además del hecho que el propietario de la avioneta habría sido Escobar se ha hablado de una importante suma de dinero en efectivo que llevaba Bateman en el momento del accidente y que nunca apareció. Al respecto hay varias versiones. De acuerdo con la más cercana al capo, éste supo del accidente, del lugar, y de la desaparición del dinero muy poco tiempo después de haber ocurrido [74]. Para el cubano Juan Benemelis, éste fue el incidente que deterioró las relaciones del cartel de Medellín con el hombre fuerte de Panamá. “Para Noriega, la crisis con el Cartel había comenzado desde finales de 1983, cuando una avioneta en la que viajaba Batemán (sic), jefe del M-19 desapareció en el trayecto entre Colombia y Panamá con $10 millones de dólares” [75]. Según otra versión, más cercana al Eme, lo de ese dinero habría sido un falso rumor, propalado por ellos mismos, para incentivar la búsqueda de los restos [76].

Vale la pena señalar que el vínculo del régimen cubano, y del M-19, con traficantes colombianos era anterior a la alianza con Pablo Escobar. De acuerdo con un ex-diplomático cubano, estas alianzas se habrían iniciado en las épocas de la marimba, y con contrabandistas de la costa caribe colombiana, uno de ellos, Guillot-Lara, amigo de Bateman. “Tradicionalmente los barcos usados en el narcotráfico colombiano tenían que atravesar el Paso de los Vientos, entre Cuba y Haití, lo que muchas veces les situaba en aguas territoriales cubanas, donde eran interceptados. Las pérdidas de los narcotraficantes se incrementaron con alarma. Según el testimonio dado en 1982 por el narcotraficante de Miami Juan Lozano (alias Johnny Crump) es alrededor de 1975 que algunos de los más importantes narcotraficantes colombianos se entrevistaron en Bogotá con el embajador cubano Fernando Ravelo Renedo para negociar la devolución de los barcos y las tripulaciones. El embajador cubano contestó con una contraoferta de La Habana: a cambio de $800,000 por cada barco, Cuba estaba preparada no sólo para ignorar la actividad de los buques madres que se detectasen en sus aguas, sino que podía proveerles de servicios de reparación y gasolina en sus puertos, así como identificación y escolta cubana hasta las proximidades de los cayos de la Florida. Así, los poderosos colombianos Alfonso Cotes y Alfonso García comenzaron sus negocios de tráfico a través de Cuba. Los agentes de inteligencia cubanos se pusieron en contacto con algunos potentados de la droga en Miami, como por ejemplo Johnny Crump y el conocido narcotraficante Jaime Guillot-Lara que con posterioridad sería empleado de los servicios secretos cubanos y se casaría con una hija de Raúl Castro … (y) será el contacto entre Cuba y el movimiento M-19” [77].

Tanto con Escobar como, previamente con Guillot-Lara, la esencia del trato entre Cuba y los traficantes colombianos era facilitar el envío de droga hacia los EEUU a cambio de apoyo y armas para la guerrilla en Colombia, en particular para el M-19. “La guerrilla necesitaba armas y dinero, mientras que el narcotráfico, siempre abundante en dinero, necesitaba protección armada y sobre todo acceso a las redes de organización clandestina de la guerrilla y su experiencia conspirativa. Además, una parte importante de todo el tráfico de drogas cayó en manos de exilados cubanos, sobre los cuales La Habana tenía abundante información para el chantaje … El 15 de noviembre de 1982, los colombianos Guillot-Lara y Johnny Crump, y los cubanos Lázaro Visuña, Mario Estévez y David L. Pérez, brindaron a un tribunal en Miami amplias pruebas de las actividades de narcotráfico por parte de Cuba desde el año 1975; tráfico que tenía como uno de sus objetivos el envió de armas a la guerrilla colombiana del M-19. Por la protección de este tránsito, Guillot-Lara pagaba $20 000 por cada tonelada de mariguana a bordo. A su vez el compromiso incluía el transporte de armas a las guerrillas del M-19 en Colombia … (Pablo Escobar) llegó a un arreglo con Castro, mediante el cual el Cartel recibía bases para sus operaciones a cambio del suministro de amplios fondos a las guerrillas del M-19 colombiano. Además, el gobierno cubano suministrará al Cartel de Medellín equipos y material químico como acetona y éter etílico, que adquiere en Hamburgo, Alemania. Estas sustancias son ingredientes básicos para producir el clorhidrato de cocaína. Bajo la protección de la marina cubana, Escobar estableció sus cuarteles generales en Paredón Grande, en la costa norte de Cuba … Los sandinistas también se beneficiaron del arreglo entre Cuba y el Cartel. En sus viajes a Managua, Escobar utilizaba aviones de la fuerza aérea cubana” [78].

A nivel  anecdótico, pero ilustrativo de la esencia de este ecléctico grupo, se puede mencionar el testimonio de un antiguo miembro del M-19 que, a principios de los años ochenta, es enviado a Nueva York para arriesgados operativos de robos a los distribuidores callejeros de cocaína. “El objetivo de ese viaje era buscar una alternativa importante de apoyo financiero para el M-19 en el exterior … Se trataba de ir a estados Unidos y a través de una serie de relaciones intentar desarrollar un aparato de inteligencia en Nueva York que pudiese, eventualmente, localizar algunas caletas para llegar a ellas haciéndonos pasar por miembros de la DEA o de la policía. Extraer el contenido de esas caletas –droga, básicamente- e intentar redistribuir esa misma droga en el extranjero y en Estados Unidos si era el caso”. El mismo testimonio hace explícito que estas audaces incursiones en el mundo de la droga tuvieron que ver con el dilema político que representaba la práctica del secuestro. “Creo que es aquí (al planear el viaje, en 1985) cuando se presenta una discusión interesante al interior del M-19 acerca de los  secuestros en Colombia: ¿eran los secuestros de personas destacadas recibidos con bastante recelo por la población general? ¿Cómo hacer para financiar las actividades sin diezmar la imagen política del M-19?”   [79].

Varias cosas quedan claras de este relato. Uno, se trataba, de lejos, de la guerrilla más entrenada y dispuestas a las acciones audaces. Dos, los simpatizantes del M-19 en el exterior tenían entonces la capacidad de distribución al por menor en el mercado de la cocaína en los EEUU. Tres, el caso tiende a corroborar la hipótesis de que este grupo pudo marginarse de la industria del secuestro gracias a sus incursiones en el mundo de la droga [80]. Cuatro, un aspecto recurrente en los testimonios sobre participación del M-19 en narcotráfico, estos arreglos no eran de conocimiento de toda la organización, y este misterio, al igual que el que se empezaba a guardar alrededor del secuestro, respondía a consideraciones políticas. “Esto se hacía sin consentimiento de todos los mandos del M-19. El único que sabía de nuestras actividades era Luis otero. Porque no había consenso en el M-19 alrededor de este tipo de actividades. Nosotros nos vamos a Nueva York, asumiendo ese riesgo como estructura, el M-19 no nos respaldaba. Si nos llega a suceder algo, es como en Misión imposible: nadie sabe nada de nadie” [81].

El escenario del grupo guerrillero colombiano con capacidad de distribución de droga en los EEUU lo corrobora la historia del desmantelamiento, en 1985, en la Florida, de “una red de contrabando de cocaína en Estados Unidos conectada al M-19 colombiano”. Además, documentos incautados en este incidente, apuntan a la conexión con Cuba para el tráfico de drogas. “En la requisa efectuada en un almacén de la barriada de Pembroke Park, en el Condado de Broward, se encontrará una lista de sesenta y dos páginas con unas 1,000 frecuencias radiales usadas por diversas entidades de Estados Unidos, que incluían los escuadrones caza de la Fuerza Aérea, el Servicio Secreto, los sitios de pruebas de cohetes experimentales del gobierno, el avión del presidente Reagan -Air Force One- y su limusina, así como los canales del Departamento de Justicia reservados para la protección del presidente ...  El hallazgo era muy inquietante: el hecho de que grabaciones tan delicadas pudieran estar en manos de delincuentes sólo podía explicarse involucrando a Cuba, único país en este hemisferio capaz de propiciar tales informaciones a la guerrilla del M-19 y a los narcotraficantes”  [82].

El Eme y los paras
No menos sorprendente resulta la cordial, duradera y sin duda pragmática relación que, según dirigentes del mismo M-19, mantuvo dicho grupo con Ariel Otero y Henry Pérez, líderes de uno de los más prominentes grupos paramilitares del país, las Autodefensas Unidas del Magdalena Medio, que posteriormente participaron en la oscura alianza que se formó para liquidar a Pablo Escobar. Lo más sorprendente de estas dos alianzas del M-19, con Pablo Escobar, por un lado y con los paramilitares de Puerto Boyacá por el otro es que, aparentemente, sobrevivieron al rompimiento y posterior guerra entre los dos últimos. Muerto Rodríguez Gacha, tanto Otero como Pérez, enemigos a muerte de la guerrilla, se distanciaron de Escobar, en parte por sus simpatías con la izquierda. Se tornaron entonces informantes de la DEA y, por esa vía, de la alianza que acabaría con Escobar. Enterado de esta traición, Escobar habría mandado matar a Henry Pérez  [83].

Los antecedentes de esta asociación del Eme con los paras habían sido, por un lado, la extraña historia de un miembro del M-19, Diego Viáfara, que había llegado a principios de los años ochenta con dos compañeros más al Magdalena Medio “para auxiliar a las cuadrillas 11 y 12 de las FARC” [84]  y después -no se sabe bien si obligado o buscando infiltrarse - militó, alcanzando una posición importante, en los grupos paramilitares de los que desertaría luego para convertirse en informante de las autoridades. La versión relatada por Duzán (1993) es que Viáfara habría sido obligado, después de  ser torturado, a ingresar a los paramilitares. Castillo (1991, p.198), por el contrario, señala en otra versión que el mismo Viáfara “afirmó que en realidad su misión tenía por objeto infiltrar las organizaciones paramilitares del Magdalena Medio, a fin de descubrir todo su aparato, y , ante todo, la fuente de financiación”. El importante volumen de datos sensibles que tenía Viáfara sobre los grupos paramilitares del Magdalena Medio y de los narcotraficantes refleja bien hasta qué punto era importante dentro de dicha organización. En efecto, por él se supo de los tentáculos de los narcotraficantes dentro del ejército, de la contratación de mercenarios extranjeros como entrenadores de sicarios, de las rutas de salida de droga y llegada de armas al sur del país, incluso “Viáfara conocía con anticipación las masacres y los atentados” cometidos por los narco-paramilitares [85]. Lo que no queda nada claro de los relatos de Duzán y Castillo sobre Viáfara es si éste mantuvo sus contactos con el M-19 una vez ingresó y ascendió rápidamente dentro de los grupos paramilitares, ni cual fue su relación con los miembros de esta agrupación que empezaron a formar una estrecha amistad con Henry Pérez, precisamente el personaje que dirigía los grupos de asesinos de los cuales Viáfara, al desertar, huía espantado.  Tampoco se entiende bien la falta de curiosidad de este par de agudos periodistas sobre lo que ocurrió con los vínculos de Viáfara con el M-19 cuando se volvió un destacado miembro de los grupos paramilitares.  

Está por otro lado, la historia de una frustrada reunión con los narcotraficantes de Medellín, bloqueada por Fidel Castaño, y un “encuentro de los Estados Mayores de las autodefensas del Magdalena Medio y del M-19” que se llevó a cabo en el territorio de Gonzalo Rodríguez Gacha, considerado por algunos el principal narcotraficante de la época, y que reunió a cuatro miembros del M-19 con otras quince personas. “Recuerdo a Nelson Lesmes, el Zarco, también a un ex alcalde de Puerto Boyacá de apellido Rubio … Van también Henry Pérez y ariel Otero. Y como anfitrión e integrante de ese Estado Mayor, nada menos que Gonzalo Rodríguez Gacha”  [86].

Según los participantes del M-19, el loable propósito de tal reunión era destacar la importancia de la paz. “El reto era construir otra visión, una mirada diferente, un nuevo escenario para nosotros y para las generaciones por venir” [87]. Pero el mismo relato revela algunos detalles sustanciosos, y más verosímiles, sobre lo que se habló en aquella asamblea de prominentes y activos guerreros. “Pensaban que éramos muy eficientes en ciertas operaciones armadas, que manejábamos técnicas y tácticas muy novedosas. Demostraban gran respeto por nuestra historia militar. Recuerdo que nos preguntaron con insistencia por una operación que hicimos por allá en 1984 o 1985, en el departamento del Quindío … Estaban muy interesados en operaciones de infiltración con pequeños comandos” [88].

A partir de allí, y como asunto reservado y secreto , se inicia una larga relación entre miembros de la cúpula del M-19, que reportaban directamente al comandante Pizarro, y los líderes de las autodefensas. “Pizarro me recomienda la tarea de atender las relaciones con las autodefensas. Cree que hay que persistir y profundizar esa relación. Me recomienda discreción y prudencia … El secreto de la misión se mantiene a muy alto nivel dentro del M-19” [89]

No se entiende bien por qué un asunto tan bien intencionado y pertinente políticamente se tuvo que mantener bajo tanto sigilo. De cualquier manera, queda claro, según ellos mismos, que los vínculos Eme-paras fueron estrechos. El testimonio de Alvaro Jiménez es diáfano al respecto. “Me vuelvo asiduo visitante de Puerto Boyacá. La confianza, de parte y parte, es cada vez mayor. Decido seguir yendo sólo, y la otra novedad es que ya no me alojo en el hotel sino en la casa de Henry … En Puerto Boyacá tenían un radio que pusieron a mi servicio, y utilizaba las claves de nuestro sistema de comunicación. Me dejaban solo mientras buscaba mi frecuencia … Estos gestos iban creando un ambiente de confianza mutua. Así era especialmente con Lucho, a quien había conocido como Ariel Otero. El era el encargado de acompañarme a usar el radio”  [90].

Estos continuos y repetidos contactos, que se mantuvieron hasta el asesinato de Henry Pérez, resultaban, según ellos, del encargo de Carlos Pizarro de conocer a fondo a las autodefensas e involucrarlas en el propósito de la paz “(Pizarro) estaba convencido de que una solución civilizada al problema del narcotráfico había que encontrarla entre todos. De modo que buscó establecer contactos con todos los actores armados y les propuso incorporarse aun proceso de construcción de una nación incluyente, democrática y pacífica …La misión de Alvaro Jiménez era un verdadero desafío: consistía en adentrarse en el mundo de las autodefensas, en su retaguardia; se trataba de conocer y comprender ese fenómeno, ya no para destruirlo sino para transformarlo [91].

Al igual que las conmovedoras razones que, como se vio, se han aducido para el estrecho contacto con los narcos de Medellín, el argumento de que la amistad con dos de los más notorios representantes del paramilitarismo colombiano era, para el M-19, un asunto de curiosidad sociológica, o de alta política, y para las autodefensas un acto desprendido, sin exigencias de reciprocidad, requiere, para creerlo, considerables malabares intelectuales que permitan encajar en ese idílico escenario guerreros de tal calibre.

Acerca de las ventajas que representaban para el M-19 estas insólitas alianzas, uno de sus miembros ofrece algunas pistas basadas en los aspectos que más le llamaron la atención durante sus repetidas visitas a la “capital anti-subversiva de Colombia”, sobre nombre que las autodefensas del Magdalena Medio le habían dado a Puerto Boyacá, su principal centro de operaciones. Parecería que con estas experiencias los eclécticos subversivos urbanos confirmaron de primera mano varios de los principios de supervivencia en el conflicto colombiano. Uno, el riesgo político, e incluso militar por la reacción que genera, que representaba una estrategia de financiación basada en el secuestro y la extorsión. Son frecuentes las alusiones al secuestro como factor determinante del debilitamiento de las FARC en la zona y el fortalecimiento de las autodefensas. “Es que ellos (las FARC) se dedicaron a secuestrar y a matar a todos los que no fueran parte de ellos. Entre la gente prestante, se salvaron sólo los que se fueron. Los demás, los de más abajo, empezamos a organizar la resistencia” [92].

Una segunda lección tenía que ver con lo cómodo que resultaba recurrir al narcotráfico, como fuente financiera. Alcanzaba no sólo para comprar armas y mantener ejércitos  sino, mejor aún, para alcanzar apoyo político entre la población. “Una vez recuperado el territorio, atravesaron un período de pobreza: con mucha dificultada lograban mantener su estructura. Entonces encontraban una nueva fuente de financiación, el narcotráfico. La película se les mejoró notablemente: con las ganancias del narcotráfico pudieron pagar y mantener un ejército, una fuerza armada estable; tenían abundancia de comida, y de material de guerra y logístico” [93]. Sobre cómo el narcotráfico ayudaba al ejercicio no violento de la política, luego de señalar lo impresionante que resultaba constatar el papel tan importante de Henry Pérez y las autodefensas en la vida del municipio, Alvaro Jiménez hace remembranzas de épocas doradas de la narcopolítica “Ya no nos bastaba la conversación con el parroquiano en la esquina de la plaza o en la vereda para mantener el amarre con los campesinos: entonces compramos la emisora de Caracol en el pueblo. Queríamos hacer política nosotros, directamente, como autodefensas; no queríamos que los políticos se comieran nuestro prestigio. También mandamos arreglar el estadio, financiamos equipos de fútbol con muchachos que se ponían camisetas, patrocinamos reinados. Y la gente sabía que era obra nuestra, sin ningún auxilio, ni nacional ni departamental”. [94].

El tercer elemento aprendido por el Eme de los paras es que una buena estructura militar podía ser, per-se, una fuente importante de recursos económicos “Sí se venía construyendo una eficaz máquina militar que le vendía servicios no sólo a la gente de la región, sino que también hacía tareas por encargo en otros sitios del país” [95].

En términos escuetos, los más audaces y mejor formados subversivos urbanos del país habrían aprendido de sus aparentes enemigos, los paramilitares, cómo guerrear en Colombia sin recurrir al secuestro. Lo que, por el contrario, no queda tan claro de los testimonios del M-19 es lo que los paramilitares estaban obteniendo de esta alianza. Recurrentes rumores, y las revelaciones posteriores de otro prominente paramilitar, Carlos Castaño, ofrecen una pista, más creíble que la historia según la cual estaban recibiendo lecciones de paz, sobre la contraprestación recibida: servicios militares altamente especializados. La audacia y la técnica militar de los del M-19 era lo que más admiraban los narcos y los paramilitares de dicho grupo. Cabe por lo tanto sospechar que esa era  la médula de tan extrañas alianzas. No es demasiado arriesgado presumir que, entre otras, los paras pudieron aprender de los muchachos del Eme lo que, según cuenta su amante, aprendió Pablo Escobar de ellos. “Mis amigos del M-19 me enseñaron todo lo que se necesita saber sobre secuestros” [96].

En este contexto, resultan menos sorprendentes las recurrentes acusaciones en el sentido que la toma del Palacio de Justicia en el año 1985 habría sido contratada por los narcos con el M-19 [97]. No vale la pena entrar acá en el debate sobre el carácter mercenario de esta operación. Una discusión bien informada y convincente sobre la participación de los narcos en la toma del Palacio de Justicia es la ofrecida por Alonso Salazar en su biografía de Pablo Escobar, de la cual vale la pena rescatar, ante todo, que la relación entre el capo y algunos dirigentes del M-19 en Antioquia era particularmente estrecha.

De acuerdo con los relatos de los integrantes del Eme que luego se reintegraron a la vida civil, de esta actuación tan trascendental casi sólo los directamente involucrados se enteraron con anterioridad. Según Vera Grabe, “salvo quienes participaron en el diseño, la elaboración de documentos y la preparación operativa, los demás nos enteramos a la hora en que comenzó la acción” [98]. A su vez, Antonio Navarro, precisa que “esa fue una decisión que tomó el M-19 en ese momento, yo no conozco mucho los detalles porque estaba en el exterior” [99].

Por el contrario, varios relatos coinciden en que Pablo Escobar sí tuvo previo conocimiento de este audaz operativo. De acuerdo con Jorge Luis Ochoa fue Iván Marino Ospina quien le habló a Escobar del asunto, que lo apoyó, según el mismo Ochoa “porque le gustaba el agite”. Un miembro del M-19, Alejo, reconoce que Escobar sí sabía con anterioridad del operativo, puesto que “facilitó algunas cosas, como la pista de la hacienda Nápoles, para traer pertrechos de Nicaragua”  [100]. El informe recientemente hecho público por la Comisión de la Verdad corrobora la idea de un arreglo previo que se canalizó a través de Iván Marino Ospina quien “era la persona oficialmente autorizada por el M-19 para establecer los diálogos que hubo, frecuentes, con Pablo Escobar” [101]. El testimonio de alguien cercano a Escobar, su amante de varios años, no sólo avala los anteriores sino que precisa varios puntos. Uno, las negociaciones se hicieron con Alvaro Fayad e Iván Marino Ospina. Dos, se hizo un anticipo de un millón de dólares a los cuales se añadirían “armas y apoyo económico más adelante”. Tres, se trajeron a la pista de la Hacienda Nápoles unos explosivos pero las armas no alcanzaron a llegar. Cuatro,  Escobar pagaba por la destrucción de los expedientes que facilitarían su extradición. Cinco, Fayad y Ospina habían sido claves en los contactos de Escobar con Noriega, los Sandinistas y Cuba [102]. No es pertinente aquí analizar en detalle los pormenores de una reunión entre el capo, Virginia Vallejo e Iván Marino Ospina unos meses antes de la audaz acción. Pero ese relato [103] es ilustrativo de cómo aceitaban los tratos esos machos guerreros –casi pandilleros con unos años de más- y ayuda a matizar, a poner en perspectiva, la visión aún predominante, edulcorada e inverosímil, de unos virtuales próceres preocupados sólo por la paz y por arreglar las instituciones a bala.

Como si lo anterior no fuera suficiente indicio de una sólida alianza entre los guerrilleros del Eme y el gran capo, al parecer este operativo la fortaleció aún más. De acuerdo con el mismo Alejo del M-19, “después del Palacio, Pablo y quienes se movían a su alrededor nos miraron con mucho respeto. El nivel y heroísmo los conmovió” [104]. Justo después del asesinato de Pizarro, el mismo Escobar aceptaba su cercanía con el M-19. En carta dirigida al coronel de la Policía que lo acusaba del asesinato, Escobar afirmaba “siempre he sido amigo de casi todos sus líderes. En momentos de la mayor tensión y dificultad, escondí a Alvaro Fayad y a Iván marino Ospina; puede preguntarle a la esposa y los hijos de Iván” [105].

La pretensión de algunos miembros del M-19 de que no estuvieron enterados de la operación no se puede descartar del todo. En forma más marcada que para los grupos subversivos de origen rural, en el M-19 se daba una gran fragmentación en la toma de decisiones e incluso en la información sobre ciertos operativos. “Cuando estuvimos en Panamá, ya hablando con Navarro, no teníamos claro si el secuestro (de Álvaro Gómez) lo manejaba Pizarro o Navarro”  [106]. Al parecer, en ese grupo, nadie estaba totalmente enterado de lo que hacían los otros. Aún más, ni siquiera siempre se sabía quienes eran los otros. La desorganización del M-19 alcanzó a ser de tal magnitud que varios de sus miembros han manifestado, con no disimulado orgullo, que se trataba de un movimiento con tan amplio respaldo popular que era virtualmente imposible saber quien pertenecía al grupo y quien no. Ante una pregunta sobre el número de efectivos del M-19, Jaime Bateman responde “No lo sabemos. Ojalá lo supiéramos para poder controlar esta cosa. Mucha es la gente que realiza operaciones y nosotros no sabemos quienes las realizan … porque somos ya una razón social. El programa del M-19 es el programa del pueblo, entonces mucha gente por su cuenta y riesgo lo pone en práctica” [107]. Vera Grabe habla también de los “grupos silvestres, los espontáneos que realizaban acciones y las firmaban como M-19 pero no estaban articulados a la estructura. Cualquier día salió en el periódico la noticia de una toma del eme en Icononzo, y los primeros sorprendidos fuimos nosotros” [108].

Con la degradación del conflicto, la generalización de los procedimientos de guerra sucia, y el recurso creciente a la financiación por medio de la droga por parte de los distintos actores del conflicto, este folclórico desorden, una degeneración del gran sancocho nacional de Jaime Bateman, se convertiría en una pesada carga, imposible de manejar.  Así, el progresivo e inevitable deterioro de su ecléctica y audaz guerrilla es lo que habría llevado a Carlos Pizarro a firmar la paz a toda costa antes de que se deteriorara la imagen y se minara el apoyo político con el cual contaba el grupo. El escritor mexicano Carlos Fuentes, que en la actualidad trabaja en una biografía de Carlos Pizarro, Aquiles o El Guerrillero y el Asesino, señala que éste " fue un luchador guerrillero hasta el momento en que se dio cuenta que inevitablemente se iba hacia la narcoguerrilla, que ésta iba a ser inseparable de su actividad guerrillera … En ese momento quemó sus armas, obligó a su gente a tirarlas” [109]. Antonio Navarro también considera que Pizarro “ya vislumbraba que el escalamiento de la guerra nos comprometería inevitablemente con las actividades del narcotráfico y la masificación del secuestro, para garantizar el flujo de recursos que demandaban los nuevos niveles del enfrentamiento militar, lo cual terminaría por degradar las armas de la revolución” [110].

En retrospectiva, es difícil creer que se trató de una decisión totalmente preventiva: más verosímil resulta como planteamiento que Carlos Pizarro, en algún momento a finales de la década, pudo darse cuenta que de donde ya efectivamente estaba metido el grupo era muy difícil impedir un posterior deterioro, desgaste y criminalización. Una dinámica similar, la paz como reacción ante la inevitable degradación del grupo, parece haber sido determinante para el proceso de reinserción  del EPL. La acumulación de acciones indudablemente audaces pero totalmente irresponsables –hágale, actúe ahora y piense después- realizadas no por una organización estructurada sino por una heterogénea gama de actores, levemente unidos por una razón social, en medio de una guerra sucia, pasaba la factura.


EL FACTOR IMPUNIDAD
La relativa inmunidad contra el acoso militar que mantuvo la guerrilla, y la concentración de los esfuerzos estatales en una guerra contra los narcos, hicieron que a lo largo de varios años, en medio de las conversaciones y negociaciones de paz, el tema de los secuestros no fuera siquiera debatido, ni discutido, ni mucho menos condenado por los funcionarios, y aún por los representantes de la sociedad civil, que participaban en estos procesos en los cuales una de las prioridades, al parecer, fue la de no incomodar públicamente a los grupos subversivos que, simultáneamente, eran los principales responsables de los secuestros. Es difícil pensar que esta verdadera política de avestruz no contribuyó a darle visos de legitimidad y, por esa vía, a consolidar la industria del secuestro.

Por otro lado, con el inicio de las conversaciones de paz durante la administración Betancur, y la creación de un brazo político de las FARC, la Unión Patriótica (UP), cuyos dirigentes empezaron a ser sistemáticamente asesinados, se intensificaron en el país los lamentables procedimientos de guerra sucia, una de cuyas características era, en medio de recurrentes acusaciones sobre participación de los organismos de seguridad en la violencia contra sectores de izquierda, el absoluto misterio alrededor de los autores de los cada vez más numerosos homicidios. “Lo más frustrante de este siniestro panorama, a más de los mismos asesinatos, era la oscuridad existente, tanto sobre los autores materiales e intelectuales, como sobre los móviles. La debilidad del sistema de investigación judicial era casi inconcebible. Los asesinatos continuaban y ninguna investigación mostraba nada concluyente, mientras la UP denunciaba reiteradamente la vinculación de militares a supuestos planes de exterminio. Estas acusaciones eran difíciles de desvirtuar con hechos contundentes ante la ausencia absoluta de resultados en la investigación judicial” [111]. Se acuñó entonces el término de las fuerzas oscuras para describir los principales actores de una nueva etapa de la violencia. Quedaba definitivamente superada la época de enfrentamientos o atentados reivindicados por sus autores y se entraba en una fase de insólitas y misteriosas alianzas, de vendettas entre grupos armados y de ataques anónimos a los activistas políticos y a la población civil.  

Como si lo anterior fuera poco, la guerra librada por los narcotraficantes contra el Estado colombiano, y en particular contra el mecanismo de la extradición, los había llevado a un activo interés por los códigos y el procedimiento penal colombianos. Desde principios de los años ochenta, el narcotráfico buscó, por todos los medios a su alcance, blindarse contra cualquier posibilidad de actuación de la justicia en su contra. Antes de la victoria más visible y significativa en el campo legal –la prohibición constitucional de la extradición de nacionales- los narcotraficantes lograron, mediante amenazas, sobornos y la contratación de reputados abogados, una serie de cambios en el código procesal penal que, aunque menos visibles y de naturaleza más técnica que un artículo de la Constitución, tuvieron significativas consecuencias en términos de inmunidad ante las actuaciones de la justicia [112].

No es disparatado plantear que una muestra anticipada de esa enorme capacidad para sacar provecho de las reformas legales que posteriormente demostraron tener los narcotraficantes fuese el Decreto Ley 50 de 1987 por el cual se modificó el régimen de procedimiento penal colombiano.  Son dos los elementos procesales introducidos con esta reforma que vale la pena destacar. El primero, originado en el deseo de reorganizar lo que se evidenciaba como la parte más débil y crítica del sistema penal –la policía judicial que investiga la autoría de los incidentes- implicó, en la práctica, su total desmantelamiento por cerca de dos años. “La Dirección de Instrucción Criminal se reformó y se creó un cuerpo técnico de investigación dependiente de ella, medida bien encaminada, pero al mismo tiempo se le quitaron las funciones de Policía judicial a la Policía, al Das y a la Procuraduría, lo que dejó sin ningún equipo de apoyo con funciones legales a los jueces de instrucción. No hubo transacción. En lugar de aprovechar los cuerpos de policía judicial de estas entidades y de fortalecer la capacidad de la Dirección de Instrucción sobre estos organismos, estos se eliminaron, dejando al país literalmente sin capacidad de investigación, pues el cuerpo técnico de investigación recién creado tenía que empezar por reclutar y capacitar a sus funcionarios. Dieciocho meses debieron transcurrir en medio de la más absoluta impunidad antes de que el nuevo ente investigativo empezara a operar” [113].

El segundo componente de esta reforma, diseñado en principio para aligerar la carga de los juzgados de instrucción criminal , consistió básicamente en restringir la apertura de la investigación formal, o sumario, a aquellos incidentes criminales que tuvieran un sindicado conocido. En el discurso de instalación de la Comisión redactora del proyecto el ministro de Justicia declaraba “Como es sabido, una buena proporción de las investigaciones que se adelantan, concluye con la prescripción de la acción penal, sin que se hubiera vinculado a persona alguna como sindicada o procesada … La enorme congestión de los procesos en los despachos judiciales y la imposibilidad absoluta de tramitarlos todos o, al menos, una parte sustancial de los mismos, están patetizando la existencia de una grave anomalía en el funcionamiento de la justicia” [114].

Con el  mencionado decreto se puso un término de sesenta días a la labor de investigación previa para esclarecer los delitos e identificar los autores para vincularlos a un proceso penal. "Si vencido el término de sesenta (60) días no se hubiere logrado la individualización o identidad física del presunto infractor el juez de Instrucción ... ordenará suspender las diligencias y las remitirá al Cuerpo Técnico de Policía Judicial "  [115]. Al remitirlo a un ente que apenas se gestaba en medio de grandes dificultades, en la práctica el proceso por un incidente no aclarado antes de dos meses quedaba suspendido indefinidamente. Así, una de las consecuencias indeseadas de este decreto fue, en la práctica, oficializar la impunidad para los delitos cometidos profesionalmente. La racionalidad de esa reforma, era clara para las numerosas denuncias por  delitos menores. “Los casos en los cuales la identidad de los autores de un delito es ignorada, además de ser numerosos, ocasionaban una irracional congestión en la justicia penal, daba la imposibilidad absoluta para descubrir a los autores. Un carterista sustrae la billetera de su víctima con tal habilidad que ella no se da cuenta hasta mucho tiempo luego, no hay testigos, tampoco pistas. ¿Tiene sentido que el caso permanezca hasta su prescripción en los anaqueles de una oficina judicial?”  [116]. No puede decirse lo mismo con relación a los crímenes graves que, como el homicidio o el secuestro, exigían ser aclarados y para los cuales un plazo tan apretado era insuficiente.

La brusca reorganización de las funciones de policía judicial, con un nuevo ente centralizado y con mayor vocación urbana, resultó particularmente crítica para la adecuada investigación de un delito que, como el secuestro, se cometía ante todo en las áreas rurales. Esta limitación del cambio legislativo ya había sido señalada por algunos críticos de la reforma desde antes de su vigencia. “Quien va a hacer la instrucción son los juzgados municipales, que por mandato legal no van a tener el soporte de estos funcionarios (del Cuerpo Técnico de Policía Judicial), y que según las estadísticas del DANE siempre han tenido bajo su responsabilidad más del 70% de los procesos penales que se adelantan en el país … Con la reforma que se propone en el proyecto van a estar, inclusive,, frente a una mayor restricción de apoyo técnico en relación con el que tienen en la actualidad, pues estando los jueces de instrucción y el equipo técnico asignado por ley a la investigación de los procesos de los juzgados de circuito y superiores, sólo atenderán los requerimientos de los municipales cuando las disponibilidades de tiempo lo permitan” [117]

Así, precisamente por la época en que el narcotráfico arreciaba su guerra contra el Estado colombiano, que las guerrillas entraban en una etapa de intensificación militar de la confrontación, que se consolidaba el secuestro y se generalizaba el homicidio, que se hacían más corrientes las alianzas insospechadas entre grupos armados, legales e ilegales  y que se intensificaba la guerra sucia, el sistema judicial colombiano se veía abocado a ver casi inmovilizada su ya precaria capacidad para investigar y aclarar los crímenes. Mientras las acusaciones de participación de los organismos de seguridad en algunos asesinatos mermaban su legitimidad, el director de la recién creada Dirección de Instrucción Criminal contribuía al deterioro institucional afirmando públicamente “que tanto el Das (Departamento Administrativo de Seguridad) como la policía Judicial estaban integradas por perfectos hampones” [118].

Aunque, de nuevo, sin pretender establecer una relación directa de causalidad, vale la pena mencionar dos cambios legales adicionales que tuvieron lugar en el año 1987. El primero fue la sentencia de la Corte Suprema de Justicia que declaró inexequibles las facultades que tenían los militares para juzgar civiles. Este cambio sería también ratificado posteriormente por la Asamblea Nacional Constituyente en 1991. El segundo, más informal, fue la aparición del llamado “síndrome de la Procuraduría” entendido, según los policías y militares, como la inacción o pasividad derivada del temor a ser investigado o “empapelado” por este ente de control disciplinario, y que se habría agravado ese mismo año cuando el procurador delegado para las fuerzas militares y de policía dejó de ser un militar en servicio [119].

Sería imprudente sugerir que en la elaboración de estas reformas tuvieron algún tipo de influencia directa los narcotraficantes, o la guerrilla, o los grupos paramilitares. En el caso del Decreto Ley 50 tal tipo de recelo sería un desacierto ya que este cambio procesal, expedido por el ejecutivo gracias a facultades legislativas otorgadas por la Ley 52 de 1984, estuvo totalmente inspirado en un “Proyecto de Código de Procedimiento Penal” cuyos responsables están por encima de cualquier sospecha. En efecto, los tres expertos nombrados para la elaboración del nuevo código fueron Alfonso Reyes Echandía, Hernando Londoño Jiménez y Jaime Bernal Cuellar. A raíz de la sangrienta toma del Palacio de Justicia se nombró al magistrado Edgar Saavedra Rojas en reemplazo de Reyes Echandía.

Lo que sí se puede temer es que, de manera indirecta, los grupos armados pudieron afectar la puesta en marcha y la ejecución de tal reforma. Por un lado, la combinación de falta de recursos para la nueva Dirección de Instrucción Criminal y la necesidad de proteger y sostener económicamente ciertos testigos valiosos llevó a establecer el perverso arreglo de vincular a individuos “bien informados” –léase desertores de los grupos armados- como empleados de la entidad, lo cual generó “graves problemas de  filtración de información hacia grupos ilegales” [120].

Por otra parte, se pueden analizar las consecuencias -esas sí observables y susceptibles de medición- de esta reforma que, como muestra la información disponible, trastocó por completo el desempeño del sistema penal de justicia en Colombia. A partir del año en que se introdujo la reforma, se redujo considerablemente la capacidad judicial para aclarar los crímenes y, en particular, los homicidios (Gráfica 4). Algo similar puede decirse en términos de la posibilidad de identificar a los autores de los secuestros, que se redujo sustancialmente precisamente por la misma época en que el número de plagios cometidos comenzaba, por primera vez, a tornarse explosivo (Gráfica 5).
Gráfica 4


Gráfica 5

Así los cambios en los indicadores básicos de actuación de la justicia penal muestran que, de hecho, se redujo sustancialmente la posibilidad de aplicar las sanciones previstas en la ley para dos de los incidentes característicos del accionar de las, ya por entonces poderosas y variadas, organizaciones armadas que operaban en el país: el homicidio y el secuestro. Al respecto, el análisis estadístico de las cifras es inequívoco. La modificación del régimen procesal colombiano mediante la introducción del Decreto Ley 50 de 1987 ayuda a explicar, en forma estadísticamente significativa, tanto el incremento en las tasas de homicidio [121] como, más relevante para este trabajo, las de secuestro [122].

Si bien, como ya se señaló, no es acertado señalar presiones indebidas sobre la redacción misma de la reforma que, aunque bien intencionada, tuvo costosas consecuencias no deseadas, tampoco parece razonable descartar del todo cuestiones como infiltraciones o flujos privilegiados de información, que permitieron a algunos actores armados duchos en asuntos legales aprovechar al máximo el desafortunado cambio legislativo.

No vale la pena entrar en detalle sobre lo conveniente que -en aquella época de frontal enfrentamiento contra el Estado colombiano, cuando se consolidaba la guerra sucia- les resultaba lograr impunidad para los asesinatos, las masacres y los secuestros tanto a los narcos, como a los grupos paramilitares, como a una guerrilla que pregonando las ventajas de “todas las formas de lucha” había abandonado la costumbre de reivindicar sus acciones.  Conviene sí  llamar la atención sobre el hecho que el principal barón de la droga, Pablo Escobar, era simultáneamente, y desde hacía varios años, el secuestrador más prominente de Medellín. Se trataba, además, de uno de los narcotraficantes más activos en buscar alterar la aplicación del régimen penal a su acomodo. Las consecuencias perversas de la reforma, tendientes no a disminuir las penas impuestas o a amnistiar crímenes –como habría buscado un delincuente político tradicional- sino esencialmente a bloquear los esfuerzos por identificar los autores de los delitos cometidos por profesionales, coincidía perfectamente con los objetivos de Pablo Escobar de sanear por completo su imagen [123]. A diferencia de ciertos criminales que con frecuencia se han conformado con lograr el perdón para los delitos cometidos, Escobar buscó hasta el final de su vida recuperar su posición de político rebelde y respetable, negando su vinculación con cualquier tipo de crimen. Así, desaparecidos varios de los expedientes judiciales que lo involucraban, concuerda bastante con ese objetivo de limpiar su imagen el deseo de aprovechar al máximo la incapacidad estatal para identificar a los criminales .

Si se acepta como hipótesis, por el momento una simple conjetura, que la reforma fue conocida oportunamente e instrumentalizada por los narcotraficantes y, en particular, por el más aficionado de ellos a los códigos, Pablo Escobar, conviene ahora preguntarse cómo fue que el efecto de esta reforma en el procedimiento, muy poco publicitada en los medios, pudo extenderse tan rápidamente por todo el país. Al respecto, caben dos posibles explicaciones. La primera es que el proceso ya descrito de infiltración por parte de los actores armados en el ente rector de la investigación criminal fue lo que permitió que ese significativo cambio en el funcionamiento del sistema penal se propagara entre tales grupos.

La segunda, más especulativa, es que esta importante innovación tecnológica en la actividad del secuestro fue transmitida por Pablo Escobar a los del M-19 y, a través de estos, a los demás grupos subversivos del país. Varios elementos apuntan en esta dirección. El primero es la reconocida cercanía del M-19 con el gran capo por aquella época. El segundo es que Pablo Escobar era, en el bajo mundo, quien mejor concentraba conocimiento penal y contactos –por soborno o amenazas- con los juristas. “(En 1984) el tratado de extradición fue revivido y la mafia contrató a 50 abogados de gran prestigio para pedir su anulación ante la Corte Suprema de Justicia … Cuatro magistrados vinculados al caso murieron en la toma del Palacio de Justicia en noviembre de 1985; otro, que sobrevivió, fue asesinado en julio de 1986. Antes de finalizar este año, otros diez jueces habían sido asesinados … A finales de 1986, la Corte Suprema de Justicia declaró inaplicable la ley aprobatoria del tratado” [124]. Otra muestra del músculo jurídico de Escobar fue el contacto logrado por sus abogados con el fiscal general norteamericano ofreciendo información perjudicial para la guerrilla a cambio de amnistía para sus crímenes [125].

La evidencia sobre este interés y esa poderosa influencia quedaría en los años siguientes fuera de duda. Por otro lado, el arreglo del M-19 con Escobar incluía, al parecer, la subcontratación de secuestros. Se trataba del grupo que por ese entonces había logrado un mayor nivel de sofisticación en términos de secuestros urbanos y profesionales, entendidos aquí como aquellos para los cuales la identificación de los autores no sólo no se reivindica sino que se ejecutan de manera que resulte difícil aclararlos. Eran estos los que, precisamente, se veían favorecidos con la expedición del D.L. 50 de 1987.

A diferencia de los demás grupos subversivos, más rurales y militares que, como mostrarían más tarde con los secuestros masivos e indiscriminados en las carreteras –las mal llamadas pescas milagrosas- no parecía afectarlos la imagen de secuestradores, los del M-19 tuvieron por algunos años el mayor interés en ocultar a la opinión pública su participación en secuestros. Puede pensarse que tendrían interés en volcarse hacia el secuestro solamente cuando se hubiese logrado garantizar el anonimato de la autoría. Por último, se trataba del grupo subversivo no sólo con mayor capacidad de comunicación con los demás sino con un mayor ascendiente y facultad de actuar como tutor y promotor de nuevas vías para la acción revolucionaria. Así, es concebible imaginar una caricatura del M-19 ratificado en su papel de líder de técnicas subversivas, llevando a los distintos grupos subversivos, por efecto imitación o de manera explícita, el mensaje, enviado por el Patrón, de hágale, pues se había alcanzado un virtual blindaje legal para el ejercicio de una actividad tan lucrativa y que, aprobada la reforma y desmantelada la Policía Judicial, se podía proceder a secuestrar con total impunidad.

El impacto estadístico de la introducción del DL 50 de 1987 es tan significativo sobre las series de secuestro, aún las mensuales, que parece poco verosímil que se trate de una simple coincidencia. Con mayor razón si se tiene en cuenta que cuando, en 1991, se revirtió el efecto más importante de ese decreto y se restablecieron las funciones de Policía Judicial para la Policía Nacional y el DAS se revirtió la tendencia ascendente y explosiva en las tasas de secuestro, cerrándose así el primer boom de la actividad (ver Gráficas 1 a 3) [126].

Vale la pena aclarar que en ningún momento se quiere reducir la explicación del aumento del secuestro en el año de 1987 a la expedición de un desafortunado decreto por medio del cual se altera exógenamente la correcta aplicación del procedimiento penal. Por el contrario, se sugiere que la deformada puesta en marcha de ese decreto fue, en últimas, un factor endógeno, una consecuencia adicional del enconado enfrentamiento que se libraba entonces entre el narcotráfico y el Estado y, entre los grupos paramilitares y la izquierda, circunstancia que unas guerrillas decididas a intensificar militarmente el enfrentamiento y, por esa razón, sedientas de recursos para su supervivencia, y aún con fuertes reparos políticos para participar en el narcotráfico, supieron aprovechar para irrumpir en el secuestro a gran escala.  Paradójicamente, el grupo que por ese entonces mayores avances había logrado en términos de alianzas con los narcotraficantes, el M-19, el que muy probablemente por esa misma razón pudo desmarcarse, por consideraciones políticas, de la actividad del secuestro, podría, dadas sus alianzas, haber jugado un papel como divulgador de este verdadero cambio tecnológico en la actividad del secuestro a las demás organizaciones subversivas.

LA OPORTUNIDAD DEL DEBATE SOBRE EL M-19 Y LA DROGA
La reacción de los ex-miembros del M-19 ante los recurrentes señalamientos de apoyo del narcotráfico en el asalto al Palacio de Justicia ha sido frustrante, pues  desaprovecha una y otra vez la oportunidad para reabrir un debate franco y abierto. La pertinencia de la discusión alrededor de los vínculos entre el Eme y la droga va más allá de las simples recriminaciones sobre la voluntad de revivir viejos odios y heridas mal cicatrizadas.

Existen buenas razones para, como se pretende con este trabajo, insistir en la pertinencia de este debate, en aclarar, discutir y analizar los medios de financiación del M-19 antes de su reinserción y, en particular, en evaluar las consecuencias de haber optado por una estrategia menos basada en el secuestro y más en las alianzas con los narcotraficantes. La principal es que varios de los antiguos integrantes de esa agrupación se encuentran en la actualidad en una posición privilegiada, como políticos y formadores de opinión, para contribuir a enderezar uno de los más costosos errores que se han cometido en el país de cara al conflicto y es el de haber fijado parámetros de aceptación social, moral y legal más laxos con el secuestro, la extorsión y la toma de rehenes que con el tráfico de drogas.

Durante las últimas dos décadas en Colombia, de manera extraña, ha sido siempre amplia la disposición a dialogar y buscar “salidas políticas” con los grupos que de forma cada vez más abierta aceptaban mantener rehenes mientras que el término negociar nunca dejó de ser un verdadero tabú para aplicarlo a los grupos vinculados al contrabando de estupefacientes. A nivel micro analítico, el sentido común sugiere exactamente la estrategia contraria, pues parecería en principio más fácil llegar a un acuerdo mutuamente conveniente con un pragmático negociante que con un obstinado idealista que pretende cambiar el mundo recurriendo al chantaje. En retrospectiva resulta insólito, bajo cualquier parámetro razonable de política criminal, que un sistema judicial precario y frágil como el colombiano haya insistido en mantener por cerca de dos décadas una guerra frontal contra las drogas sin haber emprendido un esfuerzo cercano en magnitud contra una conducta tan dañina y con tan nefastas consecuencias -irreconciliables víctimas y secuelas de enemigos- como el secuestro. Es difícil de racionalizar el abismo que se observa entre los costosos procesos de encarcelamiento en prisiones de alta seguridad o de extradición por contrabando de cocaína o lavado de activos con los insignificantes recursos que se invirtieron para investigar, capturar, juzgar y sancionar a los responsables de decenas de miles de secuestros. Hasta tal punto llegó el abandono judicial por los secuestros en Colombia que, hace unos años, la Fundación País Libre tomó la iniciativa de llevar una denuncia ante la Corte Penal Internacional. Uno de los argumentos a favor de la competencia de esta Corte para juzgar estos delitos cometidos en el país ha sido precisamente la práctica inexistencia de condenas judiciales para los varios miles de  secuestros. Tampoco resulta fácil justificar los esfuerzos que se han hecho por penalizar varios de los eslabones en la cadena de la producción, procesamiento y exportación de drogas, cuyas fronteras con los negocios legales son en extremo borrosas, mientras que ciertas actividades aledañas al secuestro, como el pago de pólizas de seguros, que se puede sospechar estimulan dicha actividad y que no tienen casi ningún impacto en otros ámbitos, han sido progresivamente legalizadas [127].

Es en este bizarro contexto de una sociedad que por muchos años fue menos tolerante con una actividad sobre la cual a nivel internacional aún se debate si debe ser considerada digna de sanción penal que con una conducta para la cual los códigos de todo el mundo y a lo largo de la historia han castigado de la manera más severa, que los antiguos miembros del M-19 podrían hacer un fructífero aporte argumentando con conocimiento de causa que, en últimas, sí es posible hacer el tránsito del narcotráfico a la política, en el mejor sentido del término.

Parece claro que el exitoso proceso de reinserción del M-19 o las alegres, incluso festivas, muestras de apoyo popular que lo antecedieron nunca hubiesen sido posibles de haber mediado rehenes y secuestrados mantenidos en poder de la organización. Otra consecuencia, a veces subestimada, del acierto que tuvo el Eme al no entrar de lleno en la industria del secuestro fue la de no acumular un grupo de enconados enemigos motivados por ajustes de cuentas y venganzas por secuestros. En efecto, no se puede ignorar que, para el M-19, el no haber sido objetivo principal de los grupos paramilitares, antes y después de la firma de  los acuerdos de paz, e incluso el haberse podido acercar a algunos de esos grupos –como infiltrados, aliados o simples observadores- facilitó la audaz decisión de Pizarro de entregar las armas, que, a su vez, fue un paso fundamental para la posterior reinserción a la vida política. Sería inadecuado pensar que la alianza, o por lo menos la tregua tácita del M-19 con una de la mayores máquinas de matar de la historia reciente, las Autodefensas Unidas de Colombia, fue completamente independiente de la decisión del grupo de marginarse a tiempo de la  actividad del secuestro. No sobra recordar, por otra parte, que el principal lastre actual que tienen los miembros de esa agrupación tiene que ver con un doloroso episodio de toma de rehenes.

Puede plantearse que no fue la audacia tupamara del grupo, ni el carisma de Pizarro, ni el de su antecesor Bateman, ni la dudosa vocación de paz del último ni la precipitada y firme del primero lo que más facilitó el proceso de reinserción a la vida política del grupo sino la decisión -que se podría calificar de prudente de no haber sido por la definitiva influencia que tuvo sobre la misma el MAS- de mantenerse al margen del secuestro y la toma de rehenes como principales herramientas de lucha en la fase más aguda del conflicto y haber adoptado, en su reemplazo, soluciones de financiación más pragmáticas, dogmáticamente rechazadas por el llamado establecimiento colombiano –no necesariamente por el grueso de la población-  pero sin duda no tan provocadoras ni socialmente perjudiciales.

En otra dimensión, reabrir el debate sobre los mecanismos de financiación del M-19 en la última fase de su participación en el conflicto colombiano, puede tener como efecto introducir la crítica en la visión a todas luces parcializada e idealizada, a veces empalagosa, que los antiguos miembros de la organización están tratando de acomodar para racionalizar ex-post varias de sus más lamentables, y sangrientas, audacias. El M-19 es tal vez el grupo que más en serio ha asumido la responsabilidad de escribir su propia historia, y de justificar algunos de sus más notorios errores, de una manera abiertamente sesgada no tanto por el relato mismo de los hechos como por la interpretación de los mismos y por los malabares, que a veces se pueden calificar de alucinantes, para justificar las acciones violentas. “Nuestras armas habían buscado ser lo más amables, efectivas, y menos aplastantes posible .. con ellas habíamos contribuido a cambiar la política del país, introducido un lenguaje fresco, hablado por primera vez de paz, hecho nuestra la democracia como propósito, conducta y acto, y recuperado el diálogo como un principio de la acción política” [128].

Los detallados y enriquecedores relatos de la historia interna del Eme, claman por un análisis más serio y por una mirada más crítica. Este patente déficit de debate y objetividad es particularmente relevante para que se empiece a escribir la verdadera historia del, sin lugar a dudas, grupo subversivo más consentido por periodistas, cronistas y analistas del conflicto colombiano. Una muestra diciente de esta arraigada, y siempre implícita, benevolencia de los periodistas con algunas de las actuaciones del M-19, en forma independiente de su gravedad, se encuentra en la descripción de un momento crítico de la toma del Palacio de Justicia: “refugiados en el cuarto piso, los comandantes del grupo guerrillero dialogaban con el presidente de la Corte Suprema de Justicia, doctor Alfonso Reyes Echandía, y con un número indeterminado de magistrados y secretarias”  [129]. Curioso giro para describir la interacción entre un captor armado y sus rehenes.


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* Profesor Investigador, Universidad Externado de Colombia. Este trabajo hace parte de un proyecto más amplio sobre Secuestro en Colombia financiado por la Guggenheim Foundation. Se agradece la colaboración de Daniel Vaughan.
[1] Antonio Elorza, El País, Sep 23 de 2008
[2] El Tiempo, Octubre 6 de 2007
[3] Ver al respecto Rubio (2005)
[4] Álape (1985) p. 558
[5] Echandía (1999) p. 105
[6] Peñate (1999) p. 92
[7] Peñate (1999) p. 94
[8] Echandía (1999) p. 110
[9]  Medina (2001) p. 140.
[10]  Ruiz (2001) p. 169
[11] Duzán (1982). 
[12] Jimeno (1994) pp. 376 y 377. 
[13] Chávez (2001) p. 175
[14] Chávez (2001) p. 180.
[15] Grabe (2000) p. 245
[16] Balencie y La Grange (1999) p. 132. 
[17] Balencie y La Grange (1999) p. 139
[18] Actas Tupamaras (1986) p. 36.
[19] Actas Tupamaras (1986) p. 46
[20] Grabe (2000) pp. 69.
[21] COPP (2002) p. 35. Énfasis propio.
[22] Ver Rubio (1998)
[23] COPP(  2002) p. 20
[24] Orozco (1987) p. 131
[25] . Bowden (2001) p. 69
[26] Diagnóstico departamental de situación de DDHH y DIH - Caquetá . http://www.presidencia.gov.co
[27] Jimeno (1994) p. 395
[28] Ferro et. al. (1999).
[29] Orozco (1987) p. 156. En la p. 159 hay una copia de la primera página del ejemplar.
[30]  Orozco (1987) pp. 193 y 194
[31] Duzán (1982) p. 219
[32] Ver “Un hombre venal y de la CIA” El País,  Diciembre 17 de 1990.
[33]  Álape (1985) pp. 436, 556 y 557
[34] Álape (1985) p. 614
[35] Cubides (1989) p. 251
[36] Entrevista citada por Cubides (1989) p. 252
[37] Cifras y testimonio tomados de Mora (1989) p. 147. 
[38] Mora (1989) pp. 148 y 151.
[39] Ver Rubio (1998)
[40] Mora (1989) p. 153.
[41] Bateman (1982) p. 277.   
[42] “Muere el duro”. Revista Semana # 174, 3-9 de Septiembre de 1985. 
[43] Duzán (1982) p. 219
[44]  Duzán (1993) p. 18
[45] Duzán (1993) pp. 22 a 24
[46] Hernández (1997) p. 598
[47] Masetti (1999) pp. 180-181.
[48] Grabe (2000) p. 156
[49] Duzán (1993) p. 21
[50] Steinitz (2002).
[51] Stich (1999) p. 43. Traducción propia. 
[52] COPP (2002) pp. 28 y 43.
[53] Declaraciones de Jaime Bateman en Villamizar (1995) p. 302
[54] Entrevista a Jaime Bateman en Jimeno (1994) pp. 397 y 398. 
[55] Jimeno (1994) pp. 397 y 400)
[56] Villamizar (1995) p. 409
[57]  Hernández (1997) p. 598
[58] Hernández (1997) p. 599.
[59]  COPP (2002) pp. 18 y 19.
[60] Ver “La femme qui veut faire tomber Castro” . Le Monde, 29 de Junio de 1999.
[61] Vallejo (2007) p. 324
[62] Ibid. P. 312
[63] Grabe (2000) p. 247. Subrayados propios
[64] COPP (2002) p. 24
[65] COPP (2002) pp. 22, 24 y 32. Énfasis propio
[66] Masetti (1999)
[67] Pearce (1992) p. 237
[68]  Castro (1996) pp. 264 y 265
[69] Castro (1996) pp. 309 y 310.
[70] Escobar (2000) p. 60
[71] EL Espectador, Octubre 6 de 2007
[72] Benemelis (2002)
[73] Castro (1996) pp. 330 a 337.
[74] Vallejo (2007) p. 107
[75] Benemelis (2002)
[76] Restrepo (2005) p. 53
[77] Benemelis (2002)
[78] Benemelis (2002)
[79]  Hernández (1997) p. 600
[80] Hernández (1997) p. 600
[81] Hernández (1997) p. 600.
[82] Benemelis (2002)
[83] Strong (2001) p. 238
[84] Duzán (1993) p. 108
[85] Duzán (1993) p. 126. 
[86] COPP (2002) p. 34.
[87] COPP (2002) p. 37
[88] COPP (2002) p. 39
[89] COPP (2002) p. 57.
[90] COPP (2002) p. 63”.
[91] COPP (2002) p 55. Subrayados propios.
[92] Testimonio de El Zarco citado en COPP (2002) p. 64
[93] COPP (2002) p. 67
[94] COPP (2002) p. 67
[95] COPP (2002) p. 75
[96] Vallejo (2007) p. 274
[97] Ver Strong (1996), Bowden (2001) y Salazar (2001)
[98]  Grabe (2000) p. 242.
[99] En Ronderos (2003) p. 203
[100] Salazar (2001) p. 141
[101] El Tiempo, Octubre 6 de 2006. Énfasis propio.
[102] Vallejo (2007) pp. 230 a 261
[103] Vallejo (2007) p. 236
[104] Salazar (2001) p. 142
[105] Strong (2001) p. 237 traducción propia.
[106] Testimonio de Juan Gabriel Uribe en Ronderos (2003) p. 211.
[107] Duzán (1982) Subrayados propios.  
[108] Grabe (2000) p. 86. 
[110] “La Desmovilización del M-19 Diez Años Después” http://www.viaalterna.com
[111] Pardo (1996) p. 51
[112] En Rubio (2003) se discute en detalle el forcejeo alrededor de los decretos de “sometimiento a la justicia” que libró Pablo Escobar con la administración Gaviria recurriendo al secuestro de varios periodistas.
[113]  Pardo (1996) p. 52. Subrayado propio
[114] Citado en Acevedo (1986) p. 460
[115]  Artículo 347 del Decreto  050 de 1987. Diario Oficial, Enero 13 de 1987 p. 15. . 
[116]  Silva, Germán (2000) “Una Revisión del Análisis Económico del derecho” en Economía Institucional Nº 2, 1er Semestre, p. 191
[117] Acevedo (1986) pp 467 y 468. 
[118] Pardo (1996) p. 53.
[119] Dávila (1997) p. 9
[120] Pardo (1996) p. 53
[121] Ver al respecto Rubio (2001)
[122] En Rubio y Vaughan (2007) se analizan en detalle diversos ejercicios econométricos realizados al respecto.
[123] Bowden (2001)
[124] Pearce (1992) pp. 180 y 181. 
[125] Bowden (2001) p. 68
[126] Mediante el Decreto Nº 99 de Enero 14 de 1991. Como se expone en detalle en Rubio y Vaughan (2004), los ejercicios econométricos de series de tiempo muestran que el efecto es estadísticamente significativo.
[127] Ver Rubio (2004)
[128] Grabe (2000) p. 366
[129] Hernández (1986) p. 61 (Subrayado propio).