Impacto de la violencia sobre el desarrollo



Por Mauricio Rubio *


RESUMEN
En este trabajo se hace un análisis del impacto de la violencia sobre el desarrollo. El documento está dividido en cuatro secciones. En la primera se presenta el enfoque económico tradicional de los costos de la violencia. Se hace referencia a la literatura disponible sobre el tema y se presentan los resultados de estudios empíricos para Colombia sobre el efecto en ciertas variables macroeconómicas.  En la segunda se discuten las principales limitaciones de este enfoque como guía para la adopción de políticas contra la violencia. Se mencionan las dificultades para cuantificar los costos más relevantes, los nexos con la doctrina utilitarista, la falta de énfasis en la relación con la inequidad o la gobernabilidad y el sesgo hacia el corto plazo. En la tercera sección se discuten, con información de países centroamericanos, algunos  efectos dinámicos de la violencia que se retroalimentan. Se hace énfasis en aspectos como la reincidencia, las cadenas de venganzas,  los senderos hacia la delincuencia, la relación con el comportamiento sexual de los adolescentes y el reclutamiento de jóvenes por organizaciones armadas. En la última sección se ofrecen algunos criterios generales para establecer prioridades en una estrategia global contra la violencia. Después de señalar las instituciones más relevantes hacia donde parece conveniente dirigir los esfuerzos y de ofrecer unas pautas generales para la acción pública, se presentan alternativas a los costos de la violencia que, menos ambiciosas, pueden orientar la asignación de los recursos de prevención. 


LA VISION ECONOMICA TRADICIONAL
Los costos de la violencia
Una de las contribuciones importantes de la disciplina económica a la comprensión de los fenómenos sociales ha sido la preocupación por los costos, entendidos como la consideración sistemática de todas las oportunidades alternativas. El concepto de costo de oportunidad, típico de la economía, presenta dos dimensiones. La primera  tiene que ver con ir más allá de los pagos, o costos contables, como factores determinantes de las decisiones, públicas o privadas. La segunda hace énfasis en la conveniencia de adoptar una visión global de un fenómeno para analizar sus posibles repercusiones en otras esferas.

En el ámbito de la violencia, para evaluar estos costos se pueden señalar dos aproximaciones. La primera y más simple consiste en hacer un inventario de las posibles consecuencias de las conductas violentas, cuantificar sus costos y sumarlos [1]. En este contexto, tal vez el componente más fácil de medir es el relacionado con el gasto público en seguridad, justicia y sistema carcelario. Las mayores dificultades se presentan al tratar de valorar la vida humana y ciertos intangibles como el miedo, la intranquilidad o un ambiente desfavorable para las actividades productivas. Por otro lado, esta aproximación normalmente deja de lado los costos que recaen sobre quienes no han sido víctimas directas del crimen pero que, aún así, se ven afectados por su incidencia. Una versión macro de este enfoque consiste en estimar el impacto de la violencia sobre los indicadores agregados de actividad económica, tales como el PIB, la formación bruta de capital, o la inversión extranjera [2].

La segunda alternativa para medir costos, que apenas se empieza a usar en la economía ambiental, consiste en tratar de evaluar la llamada disponibilidad a pagar (DAP) de los individuos por evitar un entorno con características desfavorables  [3]. Una vía para medir esta DAP es mediante el examen de los comportamientos de mercado. Un enfoque que se ha utilizado con frecuencia es, por ejemplo, el premio salarial que exigen los trabajadores para aceptar empleos de alto riesgo. Tales excedentes sobre el salario de mercado reflejan en principio el precio de la posibilidad de accidentes. Otra opción consiste en examinar el mercado de la propiedad inmobiliaria. La llamada estimación hedónica sirve para determinar cual es la incidencia de la alta criminalidad sobre el precio de los inmuebles en ciertas áreas [4]. La ventaja de estos enfoques es que incorporan todos los costos privados del crimen, incluyendo los intangibles como el miedo y la inseguridad. La desventaja estriba en la generalmente débil calidad de los estimativos hedónicos y, por otro lado, en la posible existencia de factores no observables que estén correlacionados tanto con los precios como con los riesgos.

En la misma línea de evaluar el impacto negativo de la violencia vale la pena hacer referencia a la literatura económica preocupada por el crimen como un obstáculo al desarrollo económico y un factor de distorsión de la asignación eficiente de los recursos en una sociedad. Se argumenta que un ambiente violento, en el cual no se respeta la vida ni la propiedad tendrá incidencia negativa sobre las actividades productivas. El respeto a la vida, a la libertad, el acuerdo sobre los derechos de propiedad no son condiciones separables y aditivas. Las deficiencias en una implican deficiencias en las otras, lo que crea a su vez un ambiente de inseguridad, riesgo e inestabilidad que, casi axiomáticamente, incide sobre las posibilidades de crear y acumular riqueza en una sociedad [5].

Para dar cuenta de las grandes diferencias en los niveles de desarrollo entre países, por mucho tiempo prevaleció la teoría que la carencia de una clase empresarial en las sociedades menos desarrollados era uno de los principales obstáculos al crecimiento. En los últimos años se ha abierto paso una teoría alternativa, que sugiere  que las diferencias no dependen  tanto del acervo de empresarios como del tipo de actividades a las cuales se dedican las personas más emprendedoras y con mayor talento de la sociedad.

Se han sugerido varias razones acerca de por qué las actividades no productivas, y con mayor razón las destructivas [6], son costosas para el crecimiento . En primer lugar, la búsqueda de rentas, y en particular la violencia organizada, muestra rendimientos crecientes. Un incremento de las actividades delictivas las hace más atractivas con relación a las productivas. Esta condición puede llevar a un equilibrio perverso, con altos niveles de transferencia de rentas, o de crimen, y, simultáneamente, bajo nivel de producto. En segundo lugar, muchas formas del crimen, en particular las que se realizan con la colaboración, o corrupción, de los organismos de seguridad y justicia,  presentan las características típicas de los monopolios naturales: altos costos  de entrada pero relativamente bajos costos marginales de operación.  Estos  monopolios naturales del crimen, implican entonces un gran poder no sólo económico sino político, que  permite modificar y adaptar el marco jurídico a su favor y reducir aún más los costos de su actividad. Es factible que se genere un círculo vicioso : cuando los sectores ávidos de rentas adquieren mayor poder se desprestigian las instituciones del mercado y la competencia, que se perciben como injustas, la comunidad pide mayor intervención gubernamental y se abre un mayor campo para que los grupos que utilizan  el Estado para su beneficio aumenten su poder.

Por último,  las actividades no productivas, pueden afectar la innovación, el capital humano y por lo tanto el crecimiento de largo plazo.

Algunos trabajos empíricos
En términos generales, hay dos alternativas para modelar los efectos que la violencia tiene sobre el crecimiento económico. Con el análisis más tradicional se hace un tratamiento macroeconómico del fenómeno, tratando de captar el efecto de algún indicador de la violencia sobre las series de cuentas nacionales.

La otra aproximación, un poco inexplorada todavía en los estudios, es la de un análisis microeconómico del fenómeno; para tratar de captar los efectos de la violencia sobre el comportamiento de las unidades productivas básicas: el hogar o la empresa. La teoría más elemental sugiere que la violencia incrementa los costos de producción, reduce así las ganancias, y por esta vía la productividad marginal de los factores y las demandas condicionadas de cada uno de ellos. A pesar de lo elemental de estas relaciones, el trabajo empírico y sistemático para corroborarlas, y aún menos para cuantificarlas es escaso.

De cualquier manera, es conveniente señalar que algunos economistas sugieren que no existe una relación unidireccional entre la violencia y el desarrollo económico. Se plantea que, bajos ciertas circunstancias existiría una relación positiva: un mayor crecimiento económico estaría acompañado, en sus etapas iniciales,  de mayores niveles de violencia puesto que incentiva la utilización de mecanismos por fuera de la ley para tratar de arrebatar los beneficios de la actividad económica legal. Collier (2000), por ejemplo, con una muestra de corte transversal entre países sugiere que uno de los factores que explica mejor el riesgo que un país tiene en entrar en una guerra civil es el mayor crecimiento económico, vía los sectores de producción primaria.[7]  En esta misma línea se encuentra la conclusión obtenida, para Colombia, por Montenegro y Posada (1995); quienes sugieren que los departamentos colombianos que históricamente han demostrado un mayor dinamismo económico han mantenido también, mayores niveles de violencia.Así, sugieren una relación violencia-crecimiento que dependería de la fase de desarrollo en la que se encuentra una sociedad determinada; esta idea es análoga a la llamada hipótesis de Kuznets [8]

Esta visión ha sido criticada en trabajos dónde se encuentra que la violencia -medida por el número de homicidios por cada cien mil habitantes- en Colombia redujo el crecimiento económico por dos vías: por la menor productividad de los factores, el llamado residuo de Solow, y por una reducción de la inversión [9] . Esta última asociación negativa ha sido corroborada por varios estudios posteriores [10]. 

En todo caso, la magnitud del efecto de la violencia sobre la decisión de invertir depende de qué tipo de indicador se use como variable dependiente, y de qué variables se utilicen para explicarla, pues la estimación es sensible a la inclusión de variables cuya presencia puede ser más intuitiva que la variable homicidios. Así, no se pude decir que haya un consenso, al menos empíricamente, sobre la magnitud del efecto de la violencia sobre el crecimiento. Por otra parte, a pesar de que se reconoce que en principio, hay un efecto negativo de la violencia sobre otros determinantes del desarrollo, son casi inexistentes las estimaciones rigurosas del impacto sobre el capital humano, la inversión extranjera, la emigración o la participación laboral. Aún más  escasos son los esfuerzos para cuantificar los efectos sobre la calidad institucional, la gobernabilidad o la distribución del ingreso.


LIMITACIONES DEL ENFOQUE DE COSTOS DE LA VIOLENCIA

Son varias las observaciones que se pueden hacer a la propuesta económica de evaluar los costos de la violencia como criterio para orientar los esfuerzos de prevención y control [11]. La primera y más obvia tiene que ver con la enorme dificultad de llevar a la práctica la tarea de medir tales costos. Un obstáculo insalvable para el logro de ese propósito tiene que ver con la imposibilidad de encontrar una unidad común de medición satisfactoria, que permita agrupar en una misma dimensión aspectos tan disímiles como los gastos monetarios en vigilancia o seguros, los daños a la salud, el deterioro institucional, el impacto sobre la distribución del ingreso y los problemas de gobernabilidad. La pretensión económica de convertir todos estos rubros a una misma unidad monetaria no sólo presenta monumentales problemas operativos sino además dificultades conceptuales imposibles de resolver.

Aun suponiendo que se pudiera obviar el problema técnico de medir los costos, y que, por ejemplo, existiera ya un consenso en cuanto a la valoración de la vida humana y los demás intangibles, ¿cuál es la pertinencia para el diseño de las políticas de prevención de saber que la violencia está costando 5% del PIB en lugar del 10% o el 25% [12]?
Fuera de la conclusión obvia –a la cual se llegaría de manera más simple contando, por ejemplo, el número de homicidios- que en el tercer caso la situación es más grave que en el segundo y el primero no es mucho lo que esta cifra de costos de la violencia puede sugerir sobre el monto que se debe invertir en seguridad ciudadana [13] o si se le debe dar prioridad a la justicia sobre la educación o el apoyo a la familia. De acuerdo con estos datos, en 1995 El Salvador y Colombia presentaban un nivel similar de costo de la violencia como proporción del PIB. ¿Cuál habría sido la relevancia de este estimativo para definir prioridades de acción pública en un país que había firmado unos acuerdos de paz o en otro en el que empezaba una agudización del conflicto armado? Desde entonces, en ambos países han disminuido notablemente algunos de los indicadores de violencia y, por lo tanto, en principio, se habrían reducido los costos. ¿Cuáles son las implicaciones de este descenso en términos de sugerencias de acción pública contra la violencia?

Parece claro que, fuera de llamar la atención sobre la gravedad del fenómeno de la violencia en una sociedad, es relativamente poco lo que se puede obtener de una medición, por minuciosa que pueda ser, de los costos de la violencia como indicador de los montos que se requiere invertir, o de la escala de prioridades, para la prevención de la violencia. Más adelante se analizan algunos indicadores alternativos a los costos de la violencia que, menos ambiciosos, pueden ser útiles para establecer algunas pautas para las políticas públicas.

Un segundo comentario, que puede ayudar a explicar la escasa acogida que ha tenido en Latinoamérica –y en general en todo el mundo- el enfoque de los costos de la violencia tiene que ver con su paternidad intelectual, que no es otra que la doctrina utilitarista, un criterio para la acción pública bastante criticado desde diversas disciplinas. La idea de agrupar todos los efectos de la violencia en una escala común, medida por ejemplo como proporción del PIB, para luego utilizar esta medición como argumento de costo beneficio a favor de las políticas de prevención o control no es más que una versión moderna de las ideas de Jeremías Bentham sobre la búsqueda de la mayor utilidad posible para el número máximo de individuos. Esta propuesta, como se comentó, no sólo se enfrenta con problemas insolubles de medición sino que, en este caso, peca de poco parsimoniosa, ya que resulta fácil argumentar que la violencia se debe reducir per se, y no porque cause estragos económicos. Antes de estos, causa daños sobre la vida, la salud y el bienestar de las personas y, por lo tanto, su reducción es un objetivo siempre deseable para la política pública, en forma relativamente independiente de sus efectos económicos.  Históricamente, la protección contra el daño físico ha sido el servicio más demandado del soberano, mucho antes que la promoción de las actividades de intercambio. Se puede anotar que una de la principales repercusiones benéficas del desarrollo económico ha sido, precisamente, su contribución a erradicar fenómenos que ocasionan daño físico, como las hambrunas, las epidemias, ciertos desastres naturales e incluso la guerra.  Conceptualmente, son múltiples las críticas hechas por varias disciplinas al utilitarismo que se pueden fácilmente extender al enfoque de costos de la violencia.

El tercer punto que se puede señalar es que el enfoque económico basado en los costos hace opaca una de las interrelaciones más relevantes en el área de la violencia y es aquella con la inequidad en la distribución de los recursos. Ejercicios realizados en diferentes contextos señalan de manera repetida una asociación, que sin duda es de dos vías y se retroalimenta, entre inequidad y violencia [14].

Como cuarto comentario, que refuerza el punto ya señalado sobre la dificultad de medir y cuantificar con una unidad homogénea los llamados costos de la violencia, es el de su impacto negativo sobre la gobernabilidad. Casi por definición, la violencia implica un traspaso  de poder efectivo hacia quienes la ejercen, algo que en la mayoría de los casos va en contra de los más elementales principios de la democracia. El ejercicio de la violencia es la apropiación de poderes que, en un estado de derecho, deben estar controlados y legitimados por la ley. No parece necesario desarrollar un argumento muy elaborado para señalar la virtual imposibilidad de cuantificar, o monetizar, los inconvenientes que representan para una sociedad una situación como la descrita en los siguientes testimonios sobre Nicaragua. Al igual que la erradicación  de la violencia es siempre conveniente para evitar daños, aún antes de medir sus costos, la mayor parte de las sociedades consideran en la actualidad deseable, como principio, el sistema democrático para la elección de quien los gobierna y cómo se toman las decisiones públicas, en forma relativamente independiente de las consideraciones de eficiencia

“De hecho la pandilla es un dispositivo de integración social del barrio: En muchos barrios marginales de Managua, la mayoría de los jóvenes son pandilleros. Las familias que no tienen relación con los pandilleros permanecen relativamente aisladas. Existe una especie de presión social, un impuesto social que devenga la pandilla por la protección que brinda al barrio. “Nosotros gobernamos el barrio” nos dijo un joven pandillero. Los activos intangibles de quien no paga ese impuesto social se deterioran notablemente. El impuesto va desde dar recursos humanos a la pandilla y encubrir a un pandillero hasta regalarles pequeñas sumas de dinero. Esas contribuciones monetarias son ofrecidas voluntariamente por los vecinos o “sugeridas” como aporte a los simples transeúntes” [15].

“Yo diría que es el ambiente en que uno vive, o sea que la juventud se basa en fregar, digamos andar tirando piedras en las calles, andar haciendo desmadres; bueno, andar en la calle haciendo lo que uno quiere”        

“El poder … bueno, hay muchas clases de poder. Por ejemplo yo soy un vato que he matado tantos. Estuve preso, soy un vato loco … Hice esto por mi barrio. Esto me da poder sobre los demás”

“El respeto se lo gana uno mismo, y uno se lo puede ganar de diferentes formas … matando tanto; el que mata tiene su respeto porque uno ya sabe que es de arranque”

“El 16.3% de los jóvenes entrevistados en 1996 (manifestó) que uno de los beneficios de pertenecer a la pandilla estriba en el hecho de ganar respeto a través de ella … el 77.5% de los pandilleros consideran que han ganado poder y un 84.3% percibe el respeto como algo obtenido a través de su pertenencia a la pandilla”” [16]

Lo que aparece con claridad en varios testimonios es la incómoda figura del actor violento –marero, pandillero, mafioso- como verdadero protector del barrio, que lo defiende de los ataques externos, o de la delincuencia. Y que  cobra a cambio de ello un tributo. En términos escuetos, de alguien con capacidad para gobernar el barrio. Y que ha accedido al poder por la menos democrática de las vías, la de las armas.

Lamentablemente, no se trata de incidentes esporádicos o excepcionales. De acuerdo con los datos de una encuesta realizada en Managua, un impresionante 23% de los hogares manifestó estar de acuerdo con que la afirmación “las pandillas gobiernan” describe muy bien lo que ocurre en su barrio [17] y tan sólo un 20% opina que esa afirmación no tiene nada que ver con su vecindario. En el 40% de los barrios de la encuesta la calificación promedio del acuerdo con esta afirmación, en una escala de 1 a 5 es superior a la media.

También reforzando las embarazosas muestras del poder real de las pandillas sobre las comunidades descritas en los testimonios mencionados, y en forma bastante alejada de cualquier ideal democrático, entre los hogares que reportan la existencia de pandillas en su barrio un no menos impresionante 75% reporta que el “cobro de impuestos” es una de las actividades desarrolladas por las pandillas. Por otra parte, casi uno de cada cuatro (23%) de los jefes de hogar de la encuesta manifiesta haber tenido que pagar, alguna vez, un impuesto a una pandilla.

Por último, es conveniente anotar que, al igual que muchas propuestas de los economistas, la de medir los costos de la violencia tiene un sesgo de corto plazo, puesto que deja de lado varios efectos que se retroalimentan, que pueden resultar determinantes a mediano y largo plazo y que son cruciales para los esfuerzos de prevención. Vale la pena analizar en detalle cuatro de ellos, tradicionalmente ajenos a la visión económica de los fenómenos sociales: las cadenas de venganzas, la reincidencia, los llamados senderos hacia la delincuencia, y el reclutamiento de jóvenes por parte de las organizaciones armadas.

LOS EFECTOS QUE SE RETROALIMENTAN

Homicidas reincidentes


(En El Salvador) “el hecho de pertenecer a una pandilla es un factor que parece relacionarse de forma significativa con el homicidio y la reincidencia criminal”  [18]

Uno de los aspectos más pertinentes para el diagnóstico de la violencia y la formulación de medidas de prevención y control, y paradójicamente uno de los más ignorados por las teorías disponibles, es el de la posibilidad de reincidencia de las conductas violentas graves, como los homicidios o los ataques sexuales. En una encuesta de victimización realizada en Honduras [19], se hicieron varias preguntas sobre el conocimiento que los familiares de las víctimas tenían sobre las circunstancias, y los agresores, del homicidio que los afectó. Una de estas preguntas permite aproximarse a la cuestión de la reincidencia [20].

Para la muestra total de homicidios, en un poco más del 60% de los casos las afectadas manifestaron tener conocimiento sobre ataques mortales anteriores cometidos por los agresores. A su vez, entre estos casos, se señaló una proporción de homicidas reincidentes del 43.2%. Alrededor de esta fracción se dan sin embargo diferencias sustanciales en la reincidencia, dependiendo de si se reporta que el homicida pertenece o no a alguna organización. Así, entre los homicidas que se consideran vinculados al crimen organizado o a las maras, el porcentaje de reincidentes es muy superior, casi tres veces mayor al que se observa entre los agresores ajenos a estas organizaciones.


El fenómeno de los homicidas  reincidentes fue señalado en uno de cada cuatro de los casos de la muestra, y en un 43% de los homicidios en los cuales se tenía información sobre los antecedentes del agresor. Estas cifras, por sí solas preocupantes, lo son aún más cuando se analizan aquellos casos en los cuales los afectados suministraron información sobre el número de personas muertas anteriormente por el agresor en cuestión. La distribución de las acciones anteriores de los reincidentes no puede calificarse sino de espeluznante [21]. En efecto, tanto la moda como la mediana de esta variable se encuentran en tres muertes anteriores al homicidio reportado en la encuesta y alcanza a casi la tercera parte de los casos sobre los que se tiene información. En el 20% de estos casos se tienen dos muertes anteriores, en el 15% cuatro homicidios previos y para el 15% más activo de los agresores se tiene una impresionante cifra de siete o más muertos a sus espaldas.  El promedio de esta variable es de cuatro muertes violentas [22] previas al homicidio que se reporta en la encuesta y no parece depender mucho de los vínculos con grupos como las maras o el crimen organizado.
Es realmente difícil, cuando se trata de sugerir medidas de política orientadas a tener un impacto perceptible sobre la violencia homicida, ignorar esta cifra tan protuberante, de acuerdo con la cual de un homicida reincidente cabe esperar tres o cuatro o hasta ocho muertes adicionales. Eso sin contar la alta probabilidad de un “ajusticiamiento” de ese mismo agresor como respuesta de alguna de sus, se sabe, múltiples víctimas. Resulta inoportuno como sugerencia de política proponer que la manera de impedir nuevos ataques por parte de esos agresores activos y reincidentes sea corrigiendo cuestiones pasadas como la educación, o las condiciones de vida, o matizando los efectos de la globalización, ignorando que la detención de uno cualquiera de estos homicidas implica un ahorro esperado de cuatro muertes violentas. Es claro que en este caso no se trata solamente de educar o disuadir al agresor, algo que se sabe que ya falló, sino simplemente de aislarlo del resto de la comunidad, de incapacitarlo [23], para que no pueda seguir atentando contra la vida de nuevas víctimas. Se trata, además, y como se discute en detalle más adelante, de impedir que las víctimas acudan a mecanismos alternativos de justicia privada, o de venganza.

 

Las cadenas de venganzas

No cabe duda que uno de los elementos explicativos más poderosos, y a la vez menospreciados, de múltiples incidentes de violencia en la actualidad es el de los mecanismos privados de justicia privada, terminología moderna utilizada para el fenómeno ancestral de la venganza.

Mientras la religión, el derecho y la literatura milenariamente han hecho reflexiones sobre las relaciones, y los dilemas, entre la justicia y la venganza, en el derecho, en  las ciencias sociales contemporáneas, y en los programas de prevención -por una desafortunada confusión entre como son las cosas y como deberían ser- la venganza, tema crucial para la adecuada comprensión y control de la violencia, ha desaparecido del debate intelectual. Ni siquiera la llamada victimología, una especialización de la criminología orientada a rescatar el papel de la víctima parece interesada en abordar de manera sistemática el tema de las motivaciones reales de las víctimas. Aunque parezca extraño, los primeros trabajos de criminólogos interesados en la víctima estuvieron orientados a estudiarla como alguien que “configura y moldea al criminal” o bien a destacar su responsabilidad en la génesis del acto criminal [24]. Diversos trabajos empíricos en donde por elemental principio de parsimonia [25] se podría hacer referencia a la venganza, se ha optado por elaboradas interpretaciones alternativas que la descartan por completo [26] .

Los juristas ofrecen un explicación al escaso papel que se le otorga a la víctima dentro de la justicia penal: puesto que las leyes penales modernas se enmarcan dentro del principio general de la presunción de inocencia, la justicia tiene que empezar por poner en duda las declaraciones de quien ha sufrido el ataque [27]. En la sociología es un tema que interesó a los clásicos pero que parece limitado a las sociedades primitivas [28]. Para la economía, cuyo aporte a la comprensión del comportamiento de la víctima ha sido bastante pobre, el problema conceptual que presenta el tema de la venganza no es menor, ya que va en contra de un buen número de sus postulados básicos [29]. Elster (1990), por ejemplo, destaca que la venganza es, precisamente, un claro contra ejemplo al supuesto de racionalidad, puesto que en una perspectiva hacia adelante (forward-looking) no representa ningún beneficio [30].

Con la consideración de la solicitud de venganza como algo primario, emotivo, pasional, concuerdan analistas clásicos y contemporáneos y desde diversas perspectivas o disciplinas. Para Durkheim (1893a) los pueblos primitivos, castigan por el hecho de castigar, haciendo sufrir al culpable sólo por hacerlo sufrir, sin buscar ninguna ventaja para sí mismos [31]. La pasión, que es el espíritu del castigo no cesa fácilmente y se hace sentir por la tendencia a sobrepasar la severidad de la acción contra la cual se reacciona. “Es un error creer que la venganza es simplemente crueldad inútil. Es muy posible que, en sí misma, sea una reacción mecánica e inútil, una acción emocional, algo no pensado, una necesidad irracional  de destruir; pero en realidad tiende a destruir algo que es una amenaza para nosotros”  [32].  De acuerdo con Weber, “el hombre sediento de venganza no toma en cuenta el motivo subjetivo, sino que se preocupa solamente por el resultado objetivo de la conducta ajena, que excita y domina sus sentimientos  y provoca en él la necesidad de vengarse” [33]. La naturaleza del reflejo es tal que la ira puede desencadenarse sobre los objetos que le causan daño, o sobre el animal que le ha inferido una lesión. Para Jon Elster, las venganzas son conflictos no realistas, que se diferencian de algunos ataques o incursiones hostiles en que no se orientan al logro de resultados específicos, como la adquisición de un botín.  Refiere la descripción de un habitante de Montenegro. “La venganza es un fuego todopoderoso y consumidor, enciende llamaradas que queman todo otro pensamiento y emoción. Sólo ella permanece sobre todo lo demás … La venganza no es odio sino que es la más violenta y dulce embriaguez tanto para quienes deben tomar venganza como para quienes desean ser vengados” [34].

En forma consistente con las reflexiones anteriores, múltiples testimonios, y algunos datos más sistemáticos, sugieren que, para entender la violencia generalizada que se observa en muchas sociedades en la actualidad, es inevitable tener en cuenta el tema de la venganza, así como para prevenirla es indispensable contar con medidas que desarticulen esas cadenas de venganzas. No es exagerado afirmar que los sistemas penales en occidente aparecieron, precisamente, para establecer un control público sobre la venganza, la forma más primitiva y privada de justicia.

Es claro que la venganza o justicia privada no conduce a una situación de equilibrio sino que, por el contrario, genera espirales, o círculos viciosos, de violencia que se refuerzan de manera explosiva. Estos excesos a los que conduce la venganza privada pueden darse en tres dimensiones: la amplificación, la reflexividad y la persistencia.

La amplificación tiene que ver con el hecho que, privadamente, el castigo siempre tiende a ser superior en magnitud al ataque. Si el primer castigo se considera por parte del agresor un nuevo ataque que debe ser vengado, y así sucesivamente, invariablemente se llega a la situación en que el castigo más corriente en las venganzas privadas es la muerte del trasgresor. En Colombia, es voluminosa la evidencia testimonial acerca de cómo la sanción corriente en los sistemas privados de venganza es la muerte. Los pequeños crímenes, los ataques sexuales, las delaciones, las colaboraciones con el grupo enemigo, el no pago de deudas, una rivalidad e incluso una mala mirada pueden implicar la muerte del trasgresor [35]. Situaciones similares se observan en otras sociedades [36].

La segunda dimensión explosiva de la venganza está relacionada con un mecanismo de reflexividad. Si un individuo pertenece a un grupo, o clan, por el cual está protegido y su atacante a su vez está protegido por otro grupo, la venganza ejercida por el primero no se limitará al atacante, pues al ser previsible una retaliación habrá interés en no sólo castigar al primer atacante sino, además, inhabilitar al mayor número de eventuales vengadores [37]. Un caso extremo es el de la venganza preventiva utilizada por un bandolero colombiano antes de sus asesinatos [38], o como mecanismo para tenderle una trampa a sus enemigos  [39].

La combinación de estos dos efectos, amplificación y reflexividad, conduce a situaciones demenciales en las cuales un pequeño incidente puede dar lugar a numerosas muertes  [40]. Por último, la venganza privada puede tener efectos perdurables en el tiempo que, cuando el ataque se atribuye no a un individuo sino a un grupo, conducen a la perpetuación del castigo como respuesta a un mismo ataque. Tal es el caso de las personas que, textualmente, dedican su vida a la venganza [41].

En síntesis, no parece ser lo pasional, o primitivo, lo que ha llevado a considerar indeseable la venganza privada. Existen sentimientos e instintos igualmente básicos pero con consecuencias menos nefastas. Tras la búsqueda del control de la venganza privada ha habido siempre el deseo de evitar muchas muertes violentas.

Algunos datos más sistemáticos sirven para corroborar las observaciones anteriores. En una muestra de incidentes de homicidios estudiada en una región de Honduras [42] se encontró que en casi la totalidad de los casos (95%) las personas afectadas manifestaron tener una idea acerca de las razones por las que mataron a la persona. Con un nada despreciable porcentaje del 15% se hace alusión a la venganza. Si a esas cifras se suman las referencias a los “ajustes de cuentas” (7%) y a los “ajusticiamientos” (1%) se llega a que cerca de una cuarta parte de las muertes violentas se originaron en alguna variante de lo que se podrían denominar mecanismos de justicia privada. Si se agrupan las diversas razones en cuatro grandes categorías –delincuencia [43], justicia privada [44], intolerancia [45] y otros se tendría que los homicidios se dividen casi por terceras partes entre los problemas de delincuencia, la intolerancia, y la justicia privada y otros


Vale la pena destacar de esta descomposición de las muertes violentas de acuerdo con sus  causales es que una buena tajada de los homicidios, casi la cuarta parte, parecen relativamente alejados de los diagnósticos corrientes sobre la violencia en América Latina. Se trata de aquellos que se originan en los mecanismos de justicia privada, y que por lo tanto se pueden considerar atribuibles a las deficiencias del sistema penal de justicia. Y no se trata aquí de las eventuales fallas en el efecto disuasión que puedan estar influenciando a los distintos tipos de agresores. Se trata concretamente de aquellos casos en los cuales, probablemente por deficiencias en los mecanismos de aplicación de las penas previstas en la legislación,  se termina recurriendo a instancias de justicia privada. No parece demasiado arriesgado argumentar que cuando, en opinión de los afectados por alguna muerte violenta, se menciona como razón para que ocurriese esa muerte una venganza, o un ajuste de cuentas, o un “ajusticiamiento”, se está haciendo referencia a una indeseable sustitución de tareas que en principio debían ser responsabilidad exclusiva de las autoridades estatales.

Las extrañas relaciones que en la actualidad se pueden dar en nuestras sociedades entre la justicia oficial y las justicias privadas, se reflejan bien en una historia, ocurrida en Medellín a finales de los años ochenta y reportada por Salazar (1994). En un barrio popular  asolado  por una pandilla juvenil la comunidad decide organizarse y contratar un justiciero privado que, con el beneplácito y la financiación de todos  los vecinos, limpia el barrio y lo libra de la pandilla. En medio de la celebración por el ajusticiamiento del líder de la banda, la comunidad se entera que el justiciero ha sido capturado por la Policía y será juzgado en Medellín. Para que no se cometa la injusticia de encarcelar a quien los liberó de la pandilla, 300 vecinos envían un memorial al juez destacando las calidades humanas del justiciero y lo dañino que era el bandido muerto. No entienden la lógica de la justicia oficial. "Le dijimos al juez de la calidad personal de Mario y de lo dañino que era la víctima a ver qué resultaba. Pero el juez no comió nada, así es la justicia. Durante más de un año estuvimos esperando que recogieran esa bandita de Los Platanitos y nada, todo el mundo llevando el bulto. Y a Mario, que les puso remedio, lo clavan a diez años. Eso no se entiende" .


Los senderos hacia la delincuencia

Algunos analistas de la delincuencia juvenil han propuesto un esquema cuyos componentes básicos desafían las visiones tradicionales para explicar las conductas violentas. En términos generales, el planteamiento se puede resumir en los siguientes puntos: (i) son varias las dimensiones de los comportamientos problemáticos cuyo origen se puede remontar a edades muy tempranas (ii) las conductas problemáticas se desarrollan siguiendo una secuencia temporal (iii) hay bastante continuidad en esas conductas (iv) por lo general, los problemas leves anteceden a los graves, y ciertos incidentes pueden servir de catalizador del agravamiento de las conductas y (v) creer en la legitimidad del “orden moral” inhibe la aparición de ofensas leves pero, a su vez, las transgresiones leves afectan la credibilidad en el “orden moral” [46].

A nivel más específico, Loeber (1996) propone superar la tradición –tanto penal como analítica- de clasificar a los jóvenes sobre la base de su primera ofensa seria y analizar el desarrollo de su historial, basado en la mezcla de conductas problemáticas pasadas en lugar de un solo incidente. A partir del estudio sistemático de muestras longitudinales de jóvenes en algunas ciudades norteamericanas, de manera bastante ecléctica e inductiva, Loeber plantea  la existencia de tres posibles senderos –pathways- hacia la delincuencia juvenil. El primero, el llamado sendero manifiesto, representa la vía que se sigue desde las agresiones menores –molestar a alguien, pelear- a las peleas físicas y eventualmente a la violencia. El segundo sendero, el secreto, estaría constituido por trasgresiones cubiertas –mentiras, robos pequeños- seguidas de vandalismo y luego de ataques serios a la propiedad. El tercer sendero propuesto por Loeber sería el del desafío a la autoridad. Para América Latina, y como una continuación de este último, vale la pena considerar la búsqueda de un protector a quien se pueda acudir inicialmente para resguardarse de las reacciones –como las sanciones legales- ante las ofensas.

No sobra señalar de manera explícita en qué medida este planteamiento desafía tanto la aproximación sociológica tradicional –las circunstancias sociales que empujan al joven hacia la delincuencia- como el esquema de la elección racional, el del joven perfectamente informado de las consecuencias de sus actos que decide delinquir. Lo que se propone como caricatura alternativa, más realista, y más consistente con el conocimiento que se tiene ahora sobre el funcionamiento del cerebro, es la de un individuo que –constreñido por las normas, atento a los estímulos pero también sujeto a sus emociones, a sus pasiones y a sus acciones pasadas- se va trazando un camino peculiar e individual que es lo que en últimas ayuda a explicar sus conductas futuras.

La primera hipótesis sugerida por esta literatura susceptible de ser contrastada con los datos de algunas encuestas realizadas en Centroamérica, es la de una progresión, y un escalamiento en la adopción de conductas problemáticas.

En términos generales, los resultados de una encuesta realizada entre jóvenes Hondureños a finales del 2002 [47] tienden a corroborar la idea que los desafíos tempranos a la autoridad familiar o escolar, los pequeños robos, las agresiones leves o el vandalismo anteceden a  los ataques y agresiones más graves por parte de los jóvenes. Por una parte, un poco menos de la cuarta parte (23.1%) de quienes en algún momento se han visto envueltos en una infracción [48] también reportan haber cometido un ataque grave. Entre quienes no han cometido atentados leves tal porcentaje se reduce al 1.5%. Visto en el otro sentido, el 88.2% de quienes aceptan haber cometido un delito también manifiestan ser responsables de una infracción; entre quienes no han cometido delitos la proporción de infractores se reduce al 27%. Este patrón de una mucho más alta proporción de delitos reportados entre quienes han cometido infracciones se observa para las distintas categorías de comportamiento.
Así, un buen elemento para predecir la comisión de delitos por parte de un joven son las infracciones en que incurrió él mismo antes. El ser responsable de cualquier tipo de contravención leve multiplica por más de 20 (veinte) la probabilidad de cometer un delito, y ese factor explica por sí solo más de la quinta parte de las variaciones en la comisión de delitos [49].

El impacto de las infracciones, y de su variedad,  sobre el reporte de delitos es tan importante que si, por ejemplo, se utiliza el artificio burdo de sumar las categorías de comportamientos dentro de los cuales se reportan infracciones se llega a predecir muy bien la comisión de delitos [50].

Planteando que la comisión de un delito grave es una  función del historial de infracciones, del género del joven, y del estar o no escolarizado se explica cerca del 40% de las variaciones en el reporte de comportamientos graves. En promedio, cada categoría adicional en la cual se han cometido infracciones multiplica por cerca de cuatro la probabilidad de que se reporte la comisión de un delito. El hecho de ser hombre multiplica por un poco más del 70% dicha probabilidad y el estar vinculado al sistema escolar la reduce en un 30% [51].

La misma formulación se adecua razonablemente bien para explicar los delitos al interior de las distintas categorías de comportamientos consideradas. Tanto para el desafío a la autoridad, como para los ataques contra la propiedad, como para las agresiones, el reporte de conductas graves se explica por el número de infracciones en la misma categoría, el género y la vinculación al sistema educativo.

Para las relaciones de los jóvenes con las pandillas juveniles, las llamadas maras, resulta más difícil conceptualmente definir una secuencia de comportamientos que se adapte al patrón ya señalado de conductas problemáticas leves que antecedan a los comportamientos más graves.

Se puede considerar, por ejemplo, un sendero compuesto [52] en cuyo peldaño de base estarían los jóvenes ni siquiera conocen un marero. Es más que razonable suponer que cualquiera que en algún momento decida ingresar a una mara deberá, por lo menos, ponerse en contacto con alguno de sus miembros. En el siguiente escalón, estarían aquellos jóvenes que, conociendo a un marero, cumplen la doble condición de (i) no contar con un grupo de amigos que se asemeje a una mara ni, por otra parte, (ii) expresar alguna simpatía hacia ese tipo de grupos o aquellos que, aún habiendo establecido un contacto con las maras, no son ni pre-mareros [53] ni simpatizantes. También parece razonable considerar que quienes no están afiliados a un grupo que se asemeje a una mara, ni manifiesten algún tipo de simpatía hacia tales grupos están relativamente cubiertos del riesgo de ingresar. El tercer peldaño estaría integrado por los jóvenes que cumplen cualquiera de las dos condiciones: o son simpatizantes o son pre-mareros. Por último, estarían aquellos que, bien como simpatizantes, bien como integrantes de pre-maras, se han planteado explícitamente la posibilidad de ingresar a una mara. Al final de este sendero estarían localizados los jóvenes que reportan haber sido mareros.

Una primera aproximación al análisis se puede realizar observando las relaciones simples entre las variables que muestran alguna capacidad de discriminación sobre quienes dieron los supuestos pasos iniciales en el sendero hacia las maras y la frecuencia de jóvenes situados en cada uno de los peldaños sucesivos de estos senderos. Para las características de los jóvenes se observa (i) que el género sólo muestra algún poder discriminatorio en la etapa final; (ii) la edad muestra una leve asociación positiva;  (iii) los indicadores de desempeño y de abandono escolar, aunque se diferencian de manera más nítida en el último tramo, si parecen mostrar, a lo largo del sendero compuesto, un efecto persistente; (iv) también a lo largo el sendero compuesto la práctica de algún deporte se insinúa, de manera perversa, como una actividad cuya frecuencia se incrementa al avanzar en el camino hacia las maras. La observación de esta gráfica sugiere que el efecto de las distintas variables sobre la probabilidad de ingresar a las maras está lejos de poder considerarse uniforme a lo largo del escalamiento en esa dirección.
El nivel educativo de los padres, y en particular el de la madre, ha sido reconocido en la literatura como uno de los principales elementos con capacidad para predecir los comportamientos agresivos de los jóvenes [54]. Aunque, en últimas, los datos de la encuesta tienden a darle apoyo a este resultado, puesto que el grupo de los mareros sí se distingue del resto por los menores logros educativos de los padres, al considerar el efecto de esta variable sobre las distintas etapas que eventualmente conducen hacia las maras se observa un extraño resultado: en ciertos rangos aparece un efecto de respaldo del sistema educativo hacia el fenómeno de las maras.  Los indicadores disponibles de conflicto en el hogar sí sugieren un efecto que se puede considerar progresivo y permanente. Mientras que entre los jóvenes que no han tenido ningún contacto con tales grupos la proporción de quienes reportan peleas frecuentes en el hogar es del 8% y la de antecedentes de golpes a la madre del 16%, al avanzar en el sendero tales porcentajes suben progresivamente y alcanzan, entre los mareros, el 18% y 35% respectivamente.

Los indicadores de supervisión o vigilancia ejercida por los padres sobre los jóvenes al salir de casa muestran un efecto que bien puede considerarse continuo y persistente, y con un claro poder preventivo en el sendero hacia las maras [55].
En forma consistente con los resultados anteriores, se pueden mencionar, para El Salvador, un par de testimonios de madres de jóvenes mareros que destacan la falta de supervisión como elemento sustancial para que los jóvenes “se arruinen, anden en la calle, se desperdicien del todo”:

“Según el grado de descuido de los padres de familia, así es el hijo de arruinado, porque el hijo necesita de un cuido tan grande desde que nace hasta que se muere”

“Uno se descuida en veces por estar trabajando, por darles económicamente lo necesario, pero como uno es tan pobre que tiene la necesidad de salir a trabajar y uno los deja y como uno llega cansado, no les revisa los cuadernos, no va un día a la escuela a preguntar si ese niño fue a clase o no, es ahí donde los jóvenes van agarrando ese camino” [56]

Otro de los factores que muestra un efecto que se puede considerar continuo y persistente a través del sendero hacia las maras es el haber sido víctima, alguna vez, de ataques criminales en general, y de aquellos que causan heridas o de abuso sexual en particular. La tasa de victimización global entre los mareros es casi tres veces superior a la observada entre los jóvenes sin ningún contacto con tales grupos; para las amenazas o heridas la relación es casi de uno a diez y para el abuso sexual de uno a quince. No es razonable en este caso ignorar la posibilidad de una causalidad en el sentido que al aproximarse al estilo de vida de las maras -por ejemplo con mayor intensidad de salidas nocturnas, pasando más tiempo en la calle- se enfrentan mayores posibilidades de ser víctima. Los datos de la encuesta tienden a corroborar este escenario, pues en el sendero hacia las maras se da también un creciente reporte de victimización durante el año anterior a la encuesta.  A pesar de lo anterior, tampoco parece razonable descartar del todo la eventual causalidad en el sentido que el acercamiento hacia las maras surja como una reacción al haber sufrido un ataque.

Lamentablemente no se dispone en la encuesta de datos referentes a vicitmización o abuso temprano, y este es un punto que sin lugar a dudas valdría la pena investigar.  Aunque de manera imperfecta, la combinación de dos datos de la encuesta puede servir para contrastar qué tan factible es el escenario de acercamiento a las maras como respuesta ante los ataques o abusos. Se puede analizar la información de los menores que, habiendo sido víctimas alguna vez en la vida, no lo fueron durante el último año. Estas, por llamarlas de alguna manera, tasas de victimización pasadas –entendidas como las ocurridas únicamente en años anteriores al último-  tienden a corroborar la  impresión de un efecto que se puede considerar impulsor del sendero hacia las maras. Con base en este nuevo indicador, las diferencias en victimización global entre los mareros y los jóvenes alejados de las maras ya no son de uno a tres sino de uno a siete, la relación para las tasas de amenazas o heridas se acerca al uno a veinte, y para el abuso sexual se acerca al uno a cuarenta.


Violencia y comportamiento sexual

En la misma encuesta mencionada en el numeral anterior, casi todas las variables relacionadas con la sexualidad de los jóvenes muestran una asociación positiva con los comportamientos problemáticos -leves o graves- así como con la cercanía a las maras. El haber tenido o no relaciones sexuales, el número de parejas -a lo largo de la vida, por año de actividad sexual o durante el último trimestre- el número de embarazos, las relaciones sexuales a cambio de dinero, el sexo sin ninguna prevención, el haber tenido la primera relación antes de los 13 años, el número de años de actividad sexual constituyen, todos, factores que muestran una asociación positiva y estrecha, sobre todo para los hombres, con el reporte de incidentes infracciones o delitos [57]. Para los hombres el patrón es siempre el mismo: a mayor reporte de conductas de progresiva gravedad mayor la probabilidad de ser sexualmente activo y, además, menor tendencia a las relaciones con pareja única. Incluso para los incidentes de embarazo adolescente se observa, para el género masculino, la incómoda situación que a mayor violencia, mayor la probabilidad de ser responsable de una gestación. 


Por otra parte, el acercamiento hacia las maras  también se asocia positivamente con el reporte de actividad sexual. Casi la totalidad de los mareros (80% de los hombres [58]) reportan haber iniciado su vida sexual. En el otro extremo, entre quienes ni siquiera conocen a un miembro de las maras la proporción es de uno de cada tres para ellos y una de cada diez para ellas. En los hombres la asociación entre cercanía con las maras y actividad sexual es bastante regular y progresiva. De nuevo se observa, esta vez como una característica de los mareros, una mayor capacidad reproductiva.

Parece apenas razonable desechar como explicación para estas asociaciones positivas la noción de que el ejercicio del sexo induce a la violencia. Algo que aun en el siglo XXI se sigue planteando por parte de comentaristas católicos [59]. Más relevante resulta el planteamiento de que, por diversas razones, los jóvenes que son violentos tienen una actividad sexual más activa, más temprana, más variada -o promiscua- y más irresponsable, que los jóvenes calmados. Se puede incluso argumentar que el ser violento no surge como un obstáculo sino más bien como algo que facilita el acceso a la actividad sexual entre los jóvenes. 

El mutismo en los análisis para relacionar la violencia con la actividad sexual se da a pesar de que la evidencia testimonial al respecto es voluminosa. Si, por ejemplo, hay un rasgo característico de los grandes capos del narcotráfico en Colombia, y de los sicarios que los secundaban, es precisamente su intensa y variada actividad sexual [60]. El mismo perfil parecería aplicable aún a los severos y aparentemente austeros guerrilleros [61]. Incluso se trataría, de acuerdo con algunos comentaristas, de algo que casi hace parte de la sabiduría popular [62].

Con ejercicios estadísticos muy simples [63], se encuentra que todas las conductas problemáticas consideradas en la encuesta muestran tener un efecto positivo y estadísticamente significativo sobre el hecho de ser activo sexualmente. Para el número de parejas se encuentra un efecto asimétrico, siendo en la mayor parte de los casos positivo para los hombres mas no para las mujeres [64].

En cuanto al efecto de los comportamientos problemáticos sobre la promiscuidad, la asimetría es tan importante que para varias de estas conductas, en los hombres, el ejercicio de la violencia es sinónimo de acceso a un mayor número de parejas, mientras en las mujeres, por el contrario, se ve reducido el número de compañeros íntimos cuando reportan comportamientos problemáticos. En otros términos, ellas resultan sancionadas sexualmente por las conductas violentas mientras que los hombres, de manera perversa, se ven recompensados [65].

No es fácil elaborar una explicación para estos resultados, dada la carencia casi absoluta de teoría al respecto. De cualquier manera, parece claro que, si se acepta que el tener relaciones sexuales es algo apetecible y deseable entre los jóvenes, los más violentos no estarían teniendo mayores restricciones para el acceso a esas recompensas sino, por el contrario, estarían viéndose favorecidos. Así, se podría calificar de perverso el sistema de premios y recompensas que rige actualmente el comportamiento sexual de los jóvenes y de ineficaz el aparato de vigilancia y supervisión sobre ellos, pues parece estar dejando intacto un sistema de valoración de las parejas sexuales que contribuye poco a la prevención de la violencia.

Por otra parte, es claro que, para las adolescentes, embarcarse en aventuras sexuales con muchachos proclives a la violencia presenta varios riesgos. Por tratarse de individuos que han empezado más temprano su vida sexual, y que son más promiscuos, se puede pensar en mayores tendencias a la infidelidad. Ateniéndose a la sabiduría popular y a algunos testimonios -puesto que la literatura académica también es prácticamente muda al respecto- se puede incluso especular que se trata de individuos particularmente celosos [66]. Esos dos ingredientes, infidelidad y celos, son un claro antecedente de conflictos, e incluso violencia, entre las parejas. Sobre todo cuando, como sería el caso, ya existen agresiones previas en otros contextos. Si, además, se trata de individuos que son más reacios a utilizar métodos preventivos [67], aparecen los riesgos asociados con la transmisión de enfermedades sexuales y con el embarazo prematuro. Vale la pena destacar que, para los jóvenes que han cometido alguna agresión grave, es casi dos y media veces mayor el reporte de ser responsables de un embarazo.


Reclutamiento de jóvenes por grupos organizados

Se puede plantear que con la decisión de cometer el primer crimen serio lo que un joven está dando en realidad es el paso de ingresar en un grupo, en una organización [68]. Hay cada vez más acuerdo en señalar que las actividades criminales en cualquier sociedad están bastante más organizadas y reglamentadas de lo que en principio se piensa. La tradicional visión de la economía de un individuo que se enfrenta sólo a las circunstancias y decide delinquir parece hoy tan arcaica como los relatos de Dostoievsky o Victor Hugo [69].

Parece útil representar esta primera decisión del individuo con la metáfora no simplemente de la acción tomada de manera aislada sino de la adhesión a un grupo, el de los criminales organizados.

Este elemento, una organización criminal en la que se acoge y protege al nuevo miembro desde el momento de su ingreso, hace aún más variada la gama de posibles explicaciones tanto para el paso inicial del ingreso como para las acciones posteriores del actor violento. En forma adicional a los diversos motivos que pueden llevar a un individuo joven a cometer su primer crimen se hace indispensable tener en cuenta el efecto de atracción que ejercen las organizaciones criminales sobre esa decisión y que puede tomar varias formas.

La primera, equivalente al contrato de trabajo temporal entre una empresa establecida y un asalariado, consiste en la delegación de la tarea de cometer un crimen a cambio de una suma de dinero o una fracción del producido [70]. Aún para los casos en que se acuerda una vinculación transitoria queda siempre un lastre que hace duradera esa relación y es el compromiso de mutua complicidad, que puede ser utilizado posteriormente por la organización como mecanismo de chantaje para futuras colaboraciones. Así, incluso si se dan nuevas condiciones de mutuo beneficio para el intercambio, que permitirían pensar en acuerdos sucesivos siempre contractuales, queda y se acumula un elemento irreversible de sumisión –la amenaza de delatar las acciones anteriores- que no permite descartar del todo la noción de que el individuo, en alguna medida, se ve forzado por parte del protector a continuar dentro de la organización [71]. Este tipo de vinculación es más que una sutileza conceptual pues se trata de un mecanismo corriente para retener miembros en organizaciones criminales e incluso para inducir su unión mediante la manipulación de una primera infracción a la que el actor puede llegar por engaño [72] o para lograr un escalamiento en la gravedad de las acciones que emprende el actor, reforzando así la noción de un sendero progresivo e irreversible hacia la delincuencia [73]. Está en segundo lugar el reclutamiento directo a la organización criminal a cambio de un salario o de una expectativa de alcanzar objetivos comunes. En forma adicional a los ya señalados vínculos progresivos asociados con el chantaje y el aprendizaje, y que constituyen verdaderas inversiones específicas que hace el actor en la organización se da con frecuencia la situación que la salida de la organización pueda no ser una opción voluntaria para el individuo [74]. Está por último la posibilidad de un reclutamiento forzoso de los individuos jóvenes en las áreas de influencia de ciertas organizaciones criminales [75]. 

En cualquier caso, de la vinculación a una organización criminal el actor individual obtiene un servicio peculiar, tal vez el más relevante, y es la protección posterior contra la actuación policial y judicial de las autoridades. Dependiendo del poder de la organización, la salvaguardia que se logra puede llegar a ser un verdadero blindaje que permite alcanzar la inmunidad contra las actuaciones oficiales. A su vez, las organizaciones que actúan dentro del Estado conforman algunas veces los territorios mejor protegidos.

En síntesis, cuando se considera que cometer un delito, sobre todo por parte de un joven, es más que una acción bilateral entre el delincuente y la víctima, sino que puede ser simultáneamente una relación con una organización criminal cambia de manera sustancial la explicación de la violencia. Para hacer claridad sobre las consecuencias de este elemento en la explicación de las conductas violentas de los  jóvenes se puede hacer una analogía imaginando el escenario de una comunidad pobre, con alto desempleo, a donde llega una empresa multinacional a ofrecer puestos de trabajo con una remuneración difícil de superar en las actividades locales. Si se quisiera, en esa comunidad, explicar la conducta de los jóvenes únicamente a partir de consideraciones sobre la situación familiar, o la pobreza de la comunidad, o la falta de lazos sociales se tendría siempre una explicación no sólo débil sino que ignora el factor determinante, la empresa multinacional, que es lo más cercano a la idea de causa del nuevo comportamiento entre los jóvenes. La situación en el área de la violencia es precisamente esa, con la diferencia que la organización es menos visible, es ilegal y sobre ella, por definición, no hay información disponible como para una empresa multinacional. Pero el efecto es similar. Así, el problema pertinente es la demanda por trabajadores por parte de las organizaciones criminales y no la oferta laboral de pequeños criminales [76]. Si, como ocurre con frecuencia, el poder de estas organizaciones es suficiente para alterar las reglas del juego, las formales y las informales, e incluso para desplazar el límite de lo que se consideran conductas moralmente reprochables [77] se puede prever una mayor inclinación de los jóvenes hacia las conductas violentas [78].

La evidencia disponible para distintas sociedades tiende a corroborar que este es tal vez el escenario más común para dar cuenta de lo que ocurre en materia de vinculación de los jóvenes a las actividades criminales. En Honduras, por ejemplo, dentro del conjunto de elementos que muestran jugar algún papel en el sendero que conduce a ciertos jóvenes hacia las maras se debe mencionar tanto la presencia de tales grupos. Así, mientras entre los jóvenes que reportan no conocer personalmente a un marero menos de la tercera parte (29%) manifiestan que en el barrio en dónde viven operan maras, entre quienes conocen alguno y simpatizan con las maras tal porcentaje ya supera el 70%, para superar las tres cuartas partes entre los mareros. Por otro lado, tanto la penetración de las maras en el barrio –medida por la proporción de quienes consideran que “muchos o la mayor parte” de los jóvenes del barrio pertenecen a la mara- como el grado de control político de tales grupos –medido por la calificación que se le asigna al acuerdo con la afirmación de que son las maras las que mandan en el barrio- también parecen ejercer un poder de atracción hacia las maras. 

Es interesante observar que el efecto de atracción que ejercen los grupos organizados como maras sobre los jóvenes es el resultado de su simple presencia. Ciertas actividades que representan las manifestaciones más nítidas del poder de coerción, como el cobro de impuestos y los ajusticiamientos, serían las que ofrecen mayor atractivo para la vinculación de los jóvenes a tales grupos. No parece ser una simple coincidencia el hecho que, nuevamente en Honduras, sea precisamente en los barrios en dónde viven los jóvenes que ya han tomado la decisión de vincularse aquellos en los que las actividades asimilables a las de un poder paraestatal tengan la mayor incidencia.

En este contexto, no sorprende que la vinculación de los jóvenes a las maras, o su acercamiento progresivo hacia tales grupos se de acompañado de un cambio en la valoración personal que se tiene sobre la venganza como respuesta justificable ante cierto tipo de agresiones.

El ejercicio de ciertas funciones coercitivas básicas, y en particular el de la justicia penal privada –los ajusticiamientos- puede ayudar a explicar la naturaleza de la relación, que con frecuencia se observa entre los grupos armados de jóvenes –las maras o pandillas juveniles- y el crimen o la delincuencia organizada.  De nuevo en Managua, se observa una estrecha asociación positiva entre la influencia tanto de las maras o del crimen organizado –tal como la perciben los hogares- y la incidencia de ajusticiamientos en los barrios.


En Managua, por otro lado, el perfil de la asociación que se observa entre la preencia de estos dos tipos de organizaciones –las pandillas juveniles (PJ) y la delincuencia organizada (DO)- es interesante por varias razones.

En primer lugar porque muestra que, si bien las pandillas juveniles pueden existir en los barrios en dónde los ciudadanos consideran prácticamente irrelevante el problema de la DO, a medida que esta influencia aumenta es casi seguro que habrá alta presencia de pandillas juveniles. O, visto de otra manera, la falta de presencia de pandillas parece siempre implicar baja influencia de la DO. Este es un argumento sólido a favor de la idea de la DO como una posible “causa”, y no una consecuencia, de la presencia de pandillas [79].  En la misma encuesta, al indagar la percepción de los jefes de hogar sobre qué tan estrechos son, en su barrio, los vínculos entre uno y otro fenómeno se observa que a medida que aumenta la presencia de la DO, mayor es la calificación que se le asigna a la colaboración entre esta y las pandillas juveniles [80].



La influencia de los grupos organizados en los barrios aparece como un factor determinante no sólo de la decisión de ingresar a tales grupos, sino de la de salir de ellos. En últimas, no parece rebuscado argumentar que el principal elemento aglutinador de los jóvenes pandilleros es una especie de poder político real. Es difícil considerar como una simple coincidencia el hecho que, dentro de las variables disponibles en la mencionada encuesta, la capacidad de mandar en los barrios -de cobrar impuestos e imponer sus propias reglas del juego- junto con el desafío explícito y el enfrentamiento con los  organismos de seguridad estatales sean las dos más significativas como elementos explicativos de la decisión de los jóvenes de desvincularse de las pandillas. Es impresionante la regularidad y solidez de la relación entre la calificación del poder de la pandilla en el barrio con las tasas de deserción reportadas por los jóvenes pandilleros. Mientras que entre los jóvenes que viven en barrios en los que no operan pandillas la proporción de ex-pandilleros (entre quienes alguna vez lo fueron) es cercana al 80%, en aquellos barrios en dónde se expresa acuerdo con la afirmación que quienes mandan son los pandilleros tal cifra se reduce al 40%.



SUGERENCIAS 

PARA LAS PRIORIDADES EN LOS PROGRAMAS DE PREVENCION


LAS INSTITUCIONES RELEVANTES
Se ha planteado que en materia de prevención de violencia juegan un papel determinante varias instituciones. En América Latina se mencionan, por ejemplo, las instituciones gubernamentales –nacionales o locales- las judiciales, la sociedad civil, las comunidades y el sector privado [81]. En esta sección se sugiere una ampliación mínima de esta lista para que, sin dejar de ser limitada y manejable, recoja los principales resultados  de los ejercicios realizados.

Más familia
El papel primordial de la familia en la formación moral, implícita y subliminal, de los jóvenes sería suficiente para otorgarle una identidad propia en materia de prevención. Hay además, para reforzar la propuesta de asignarle un papel más protagónico dentro de las políticas y programas de prevención de la violencia, dos características fundamentales. Está por un lado la transmisión, ya explícita, no sólo de los valores sino del conjunto de normas sociales, e incluso legales, que facilitan la vida en sociedad. Por otro lado, el papel fundamental en lo que se ha denominado la supervisión de los jóvenes, que abarca tres dimensiones [82] difícilmente delegables a  otras instancias: (i) el monitoreo, o sea la capacidad de observar de manera continua el comportamiento de los jóvenes, (ii) el oportuno reconocimiento de las conductas inapropiadas y (iii) la capacidad de aplicar sanciones, o de acudir a quien debe aplicarlas. La calidad de este control depende de su continuidad, de la buena comunicación y de los vínculos afectivos entre las partes.

Diversos ejercicios realizados [83] tienden a corroborar la importancia de la supervisión familiar, aún en un asunto tan complejo como la afiliación a las maras. Parece claro que cualquier esfuerzo preventivo debe tratar de canalizarse a través de la familia, y en particular de la madre de los jóvenes. Por dos razones simples. Uno, por ser una instancia con la cual, a todas luces, es más viable el diálogo, la racionalización, la evaluación de los riesgos y las consecuencias de las conductas o los beneficios de los programas de lo que puede ser con los adolescentes. Dos, porque la familia, y en particular la madre, no tiene un sustituto, ni siquiera cercano, en términos de permanencia y continuidad en el contacto con de los jóvenes. Bastante revelador de esa inagotable capacidad de supervisión sobre los jóvenes por parte de la familia, y en particular de la madre, resulta un testimonio del llamado antropólogo pandillero de Managua [84]:

“Cuando llegaba la Policía, todos los pandilleros salían gritando a su encuentro, tirando piedras y corriendo por todos lados. Las madres de los muchachos también salían, gritando y corriendo, pero no en contra de la Policía, sino tratando de detener a sus hijos pandilleros para encerrarlos dentro de sus casas” [85].

Fuera del tema de la supervisión de las actividades de los hijos, que parece razonable que permanezca bajo la total tutela de los padres, es conveniente destacar otro vinculo más oscuro de la familia con la violencia juvenil, y es el de los antecedentes de conflicto en el hogar, violencia doméstica y abuso sexual de los menores.

Más Estado: el sistema educativo

Aunque a nivel de diagnóstico parecería haber acuerdo entre los analistas de distintos campos sobre las bondades de la educación de los jóvenes, en las prioridades implícitas en ciertas políticas públicas el sistema educativo como institución parece perder relevancia. Sorprendentemente, en el área de prevención de la violencia, el sistema educativo no ha logrado siquiera adquirir una identidad propia en el diseño de los programas y ha quedado, por decirlo de alguna manera, sumergido en igualdad de condiciones entre otras instituciones gubernamentales, o entre la sociedad civil. La circunstancia de que el sistema educativo no sea nunca 100% público, la importancia que en América Latina juega la Iglesia en materia de educación, el hecho de que se trate de un sector peculiar, incluso privilegiado, en materia de cooperación internacional se suman para darle apoyo a la recomendación de asignarle al sistema educativo en su conjunto un papel más protagónico en el tema de la violencia, tanto como ente fundamental en materia de prevención, a través del control del abandono escolar, como eventual beneficiario, o ejecutor de los programas.

Un argumento no despreciable para darle mayor peso al sistema educativo en los programas de prevención tiene que ver con la facilidad con que se puede medir la que sería la principal variable objetivo de las políticas que lo involucran. En efecto, el abandono escolar –no el rendimiento, ni la calidad, sino simplemente la vinculación- constituye una de esas variables de política para la cual es muy simple fijar metas, verificar su cumplimiento y por esta vía evaluar los programas. En el área de la prevención de la violencia, en dónde con frecuencia se proponen objetivos tan vagos como “construir comunidad” o “fortalecer el tejido social” o “estimular la tolerancia” el tener disponible una variable objetivo de las políticas fácil de medir y para la cual es factible seguirle la evolución, o compararla con la de otros lugares, esta no es una característica despreciable para establecer prioridades de asignación de recursos siempre escasos.


Menos comunidad
Es usual en los programas contra la violencia en Centroamérica, asignarle un papel central a las comunidades. A diferencia del sector educativo, cuya contribución a la prevención, a través de la deserción escolar y presumiblemente de la formación moral de los jóvenes, no sólo es relevante a nivel conceptual sino que, además, tienden a corroborarlo casi todos los datos disponibles, el eventual papel preventivo de las comunidades es bastante menos claro a nivel teórico. Y la evidencia sobre su importancia es más débil.

Alguna de la abundante literatura, en su mayoría norteamericana, que destaca el papel de las comunidades en materia de prevención de la violencia señala las grandes dificultades que se han dado en ese país tanto para encontrar programas dirigidos a las comunidades que ataquen efectivamente las causas del problema como para evaluar sus resultados. Además, se anota la paradójica situación que la capacidad de las comunidades para gestionar los programas de prevención parece ser inversamente proporcional a la necesidad que tienen de tales programas [86]. Así, se reconoce que para las localidades con niveles de violencia críticos los programas de prevención deben verse precedidos de una labor de control y desmantelamiento, que no puede ser sino policial, de la violencia organizada [87].




Las maras o pandillas como organizaciones
Al hablar de la relevancia de un actor en el área de la prevención de la violencia no sería prudente limitarse a aquellas instituciones u organizaciones susceptibles de hacer aportes a la solución del problema. También resulta conveniente tener en cuenta los actores sociales con capacidad para obstaculizar o empantanar eventuales soluciones. En ese sentido, tal vez la falla más protuberante en el diagnóstico de las maras o pandillas juveniles en América Latina, pero sobre todo de las políticas orientadas a controlarlas, es el hecho de no considerar de manera explícita las maras como organizaciones, y no como una simple suma de jóvenes [88].

Los ejercicios estadísticos muestran la importancia de las maras en los barrios como elemento de atracción de los jóvenes. La experiencia colombiana sugiere que tal vez el principal factor explicativo de la violencia juvenil ha sido la presencia de organizaciones armadas en su entorno [89]. Es claro en la actualidad que el problema de la “kale borroka”, el vandalismo aparentemente irracional de los jóvenes en el País Vasco es indisociable, e imposible de prevenir, sin desmantelar previamente sus estructuras organizativas, con múltiples conexiones con ETA.


ALGUNOS LEMAS

Evitar esquemas con incentivos perversos

La asignación de los recursos de prevención que, en últimas, constituyen recompensas para las comunidades a las que se dirigen deben tener dos restricciones básicas. Uno, tales recursos deben quedar al alcance, como mínimo en igualdad de condiciones, de todos los jóvenes de escasos recursos de la localidad a donde se dirijan, y no solamente de los más violentos. Es apenas elemental señalar que los programas contra la violencia no deben promover la discriminación, ni contra las mujeres, ni contra los jóvenes no problemáticos. En sociedades con importantes limitaciones de recursos aquellos orientados a la prevención de la delincuencia no pueden convertirse en un perverso sistema de premios para los violentos, algo para lo cual parece haber una desafortunada tendencia. Sencillamente no es aceptable que, por ejemplo, se les brinde a los mareros o a los pandilleros oportunidades que no están al alcance de las mujeres jóvenes, o de quienes hacen las cosas bien. 

“La Alcaldía de Medellín dispone de 20 mil millones para reinsertados de la Comuna 13. El ofrecimiento es parte de una estrategia de la Alcaldía para motivar la deserción de milicianos de la guerrilla y paramiliatres. Quienes se reinserten recibirán un sueldo mensual de 231 mil pesos (unos U$ 80). Según la funcionaria (encargada de realizar los contactos), la desmovilización no puede ser individual sino grupal. "La gente tiene que entender que hay que apoyar a estos jóvenes que no tuvieron oportunidades. No se trata de pagarles a los malos", comentó al hablar de las críticas que ha recibido la iniciativa, que contempla la entrega de una mensualidad de 231 mil pesos (el 75 por ciento de un salario mínimo) a los que tomen la decisión. Ese dinero lo recibirían entre 6 meses y un año, mientras dure el proceso de reeducación. La subsecretaria confía en que los muchachos que ahora están en las filas de los paramilitares y los guerrilleros se sientan tentados con la propuesta de volver a la legalidad, recibir capacitación y un trabajo garantizado por un tiempo de diez años.

Dos, este tipo de programas de apoyo deben hacer parte de programas de largo plazo, o por lo menos preestablecidos, y nunca respuestas coyunturales e inmediatas que se puedan convertir en verdaderos sistemas de recompensas para los actos violentos. O burdos pagos de chantajes a los individuos u organizaciones delictivas a quienes, en últimas, se les paga para que dejen de ejercer la violencia. Parece más que razonable sugerir que se deben evitar a toda costa exabruptos como el siguiente:

“Luis Pérez Gutiérrez (Alcalde de Medellín) presentó a consideración del Concejo Municipal un proyecto de acuerdo para permitir la reincorporación de 4 mil guerrilleros que operan en esta ciudad. Pérez Gutiérrez hizo el anuncio tres días después de que resultara atrapado en un tiroteo de estos rebeldes en una calle, cuando viajaba con varios de sus funcionarios y periodistas [90].

Fortalecer la justicia penal pública como único sustituto de la venganza privada
Uno de los puntos destacables de las reflexiones que se hicieron alrededor de la venganza lo constituye su importancia como factor inductor a la violencia homicida. Ejercicios estadísticos simples con los datos de Honduras sugieren que, para un homicidio cualquiera, el que se trate de una retaliación –o sea un ataque previo no resuelto oportuna y satisfactoriamente por la justicia oficial- multiplica por más de cinco la probabilidad de que se trate del primer paso en una carrera criminal. Precisamente el paso que sería de la mayor importancia prevenir.

Así, una pregunta pertinente es la de cómo se puede prevenir una venganza. Aunque se puede pensar que es posible, desde la educación más temprana, inculcar en los jóvenes hábitos civilizados y no violentos de solución de conflictos, que de hecho hacen parte de la socialización que se da en la actualidad en la mayor parte de las democracias, no se puede dejar de señalar que en la cultura occidental este logro se dio en forma paralela, e incluso posterior, a la consolidación y legitimación del monopolio de la coerción en cabeza de los estados nacionales [91]. En casos de ataques muy graves que produzcan daños irreparables, numerosos en una comunidad con altos índices de violencia, la oportuna actuación de la justicia penal, en forma totalmente independiente de la opinión que se tenga sobre su capacidad de disuasión, es inseparable de la función preventiva. La justicia penal estatal, esos son sus orígenes, es antes que nada un mecanismo para prevenir las interminables cadenas de venganzas privadas que, como muestran los testimonios y los datos para América Latina, pueden ser la puerta de entrada al mundo de los homicidas. Vale la pena traer a colación una historia que encaja bien en este escenario de inducción a la violencia por efecto de la venganza. Se trata del caso de una quinceañera, alias Wendy, que

“estaba parada frente a una glorieta de la colonia Lusiana de San Pedro Sula cuando fue tomada a la fuerza por pandilleros de la MS, quienes la llevaron a una casa de ese mismo sector. Ahí cada uno de los miembros de la pandilla abusó sexualmente de ella, mientras trataban por la fuerza de drogarla y ante su resistencia comenzaron a golpearla y amenazarla con que la matarían. Cuando todos habían saciado sus bestiales instintos, estos pandilleros decidieron hacer negocio con la muchacha, de manera que corrieron al voz que cobraban cincuenta lempiras por la persona que quisiera tener relaciones con la joven ... Wendy pudo identificar a los pandilleros pero ha decidido no denunciarlos porque está convencida que no va a hacer nada contra ellos” [92].

En forma independiente de la discusión sobre las razones que llevaron a los integrantes de la mara a esta acción, el punto que vale la pena abordar es el de cual será el escenario más probable para la reacción de los familiares de Wendy. No parece aventurado argumentar que de este caso se derivarán, con alta probabilidad, y por venganza, un número de muertes violentas por lo menos igual al número de integrantes de la mara, que a su vez también serán vengados posteriormente. Con algo de certidumbre, se puede considerar que los antecedentes económicos, sociales, laborales, familiares o escolares de los familiares de la víctima jugarán un papel limitado en sus eventuales reacciones, que dependerán antes que nada de la respuesta estatal ante esta agresión específica. Y que, sin ninguna duda, no quedarán satisfechos con la idea que la violencia juvenil se debe, ante todo, prevenir; para no vengarse, exigirán una sanción a los responsables. No es razonable esperar de cualquier buen ciudadano que actúe como si tal ataque no hubiese ocurrido. En casos como el anterior resulta clara la confusión de quienes consideran la actuación de la justicia como un mero mecanismo de represión cuando, de hecho, constituye la única medida razonable de prevención de un porcentaje no despreciable de muertes violentas.

Evitar el abandono escolar: las canchas adentro
El conocimiento que se tiene en la actualidad sobre las causas del abandono escolar parece ser precario. Empieza a surgir cierto acuerdo para señalar que la explicación puramente económica del fenómeno es insuficiente [93].

La información disponible sugiere que uno de los factores de riesgo más importantes de la delincuencia juvenil –y no sólo de la afiliación a las maras- es el estar desvinculado del sistema educativo. Así, desde el punto de vista de la prevención de la violencia, un lema básico, prioritario, casi sin ningún atenuante o calificación, es “se debe tratar de evitar, a toda costa, el abandono  escolar”.

A pesar de la incertidumbre actual sobre los determinantes de la decisión de desvincularse del sistema escolar, se puede proponer una idea muy simple que, aunque va en contra vía de ideas relativamente bien establecidas, podría prevenir el abandono escolar. 

“Los antecedentes de las maras actuales (en Honduras) eran grupos que se juntaban para acompañar al equipo de fútbol del barrio y que en ocasiones  peleaban con los acompañantes o aficionados del equipo contrario” [94]

“En San Petersburgo, el primer grupo identificado como bandidos se formó sobre la base de dos vínculos primarios: las comunidades de estudiantes originarios de otras regiones y las escuelas deportivas … Muchas de las comunidades de no residentes atraían a otros jóvenes deportistas que querían ganarse la vida usando la fuerza” [95].

“(Pablo Escobar) inauguró … unas cien canchas de fútbol con torres de iluminación. En el barrio Lovaina, la vieja zona de tolerancia de Medellín, organizó un partido entre un equipo de prostitutas y otro de travestis. Un famoso locutor de fútbol de la ciudad narraba mientras Pablo , rodeado de su comitiva, contemplaba con simpatía el espectáculo” [96]

No es fácil ofrecer argumentos que desafían algo tan arraigado en América Latina como puede ser la creencia de que la práctica deportiva genera hábitos saludables entre los jóvenes. Las citas anteriores no pretenden demostrar lo contrario, sino simplemente plantear que el deporte, y el afán por promoverlo, pueden tener una faceta perversa.

En ese sentido los resultados de encuestas realizadas en Honduras son significativos, y robustos: el deporte no sólo aparece como algo compatible con los comportamientos problemáticos, e incluso la violencia, sino que, en ciertas instancias, puede contribuir a impulsarlos.

Al nivel más elemental, y en contra de la sabiduría convencional al respecto, los datos muestran que, en ese país, se da una asociación positiva entre el deporte y el consumo de tabaco o alcohol. Sería difícil argumentar que la causalidad va en el sentido que el fumar o beber estimulan el gusto por el ejercicio físico. Más razonable que el escenario de la rumba que termina en una cancha, parece ser el de las prácticas, entrenamientos, o competencias deportivas que terminan en una reunión, celebración, o rumba. Así, varios resultados sugieren que el deporte es, antes que nada, un elemento clave de la vida social de los jóvenes, con todas las consecuencias, positivas y negativas, que de allí se derivan. De cualquier manera, los resultados no avalan la idea del deporte como un eventual mecanismo para prevenir el consumo de tabaco o alcohol entre los menores.

Son los hombres jóvenes los que más hacen deporte. Y las canchas deportivas, por lo tanto, los atraen a ellos, a los hombres. Lamentablemente, a los que más atraen son a los hombres jóvenes que han dejado de estudiar. Es allí en dónde, una vez desvinculados de la principal instancia de socialización, la escuela, los adolescentes desescolarizados se reúnen para pasar el tiempo, para divertirse, y para hacer amigos. Si se piensa en términos de incentivos, aparece aquí un recurso relativamente costoso –las canchas que se construyen en los barrios-, que se orienta básicamente a recompensar, o premiar, a la población juvenil masculina y desescolarizada, o sea aquella dentro de la cual se presentan con mayor probabilidad las conductas problemáticas. La observación anterior no equivale, ni mucho menos, a una recomendación en contra de los esfuerzos por mejorar la calidad de la infraestructura y, en general, de los espacios públicos en los barrios. Es evidente que un buen escenario urbano es siempre un objetivo deseable de política pública, per-se. Lo que se deriva como sugerencia del análisis de los datos de la encuesta es que parece conveniente superar la idea de que con la construcción o el mejoramiento de las canchas deportivas barriales se está siempre previniendo la violencia.

Lo que este dilema de otorgarle un premio a quienes dejan de estudiar sugiere como alternativa a la construcción de canchas deportivas en los barrios es localizarlas por dentro –física e institucionalmente- del sistema educativo.

“ - ¿Qué te hizo abandonar el estudio?
  -  La escuela era muy vieja y no había espacio para jugar fútbol” [97]

En términos generales, y puesto que uno de los principales elementos que impulsan a los jóvenes hacia las conductas problemáticas es la deserción escolar, una sugerencia  clara es la de tomar todas las medidas que contribuyan al propósito de estimular o fortalecer  la escolaridad de los jóvenes. En materia de deportes, y de canchas, la consecuente recomendación va en las líneas de  abrirle espacio al deporte dentro del sistema educativo, y a las canchas, físicamente, dentro de las instalaciones escolares. Por varias razones. En primer lugar, para valorizarlas. Segundo, porque parece conveniente que en el sistema escolar tengan cabida aquellos jóvenes, con gusto y aptitudes para el deporte, pero con pocas habilidades académicas; esos mismos jóvenes por fuera del sistema educativo, por ejemplo en las canchas barriales, pueden fácilmente entrar en contacto con malas compañías, y adquirir malos hábitos. Tercero, es más que razonable proponer que las mejores canchas deportivas sean un premio, e incluso una prerrogativa, para los jóvenes que continúan escolarizados. Si, como sugieren los datos, la práctica de algún deporte es un elemento que inhibe el abandono escolar, la mayor disponibilidad y calidad de instalaciones deportivas dentro del sistema educativo no haría más que reforzar este efecto [98]. Cuarto, existen muchas y variadas dimensiones de la infraestructura urbana, diferentes de las instalaciones deportivas, que pueden y deben ser objeto de inversiones públicas y que no presentan este dilema de convertirse en atractivo, recompensa, y sitio de reunión de los jóvenes no escolarizados. Por ultimo, las canchas dentro de las escuelas pueden perfectamente ser utilizadas en horarios extendidos tanto por los estudiantes como por los demás miembros de las comunidades; e incluso por los jóvenes no escolarizados a quienes se podrían exigir ciertos requisitos y horarios, o eventualmente alguna vinculación informal puramente deportiva con el sistema educativo (asociaciones o clubes deportivos).

La familia es clave, y requiere protección
De los ejercicios empíricos realizados tal vez el que implica un mayor dilema en términos de política pública tiene que ver con el impacto negativo que sobre los comportamientos problemáticos de los adolescentes representa el hecho de conocer personalmente a un delincuente juvenil o a un marero. Si bien es cierto que, desde el punto de vista del joven no infractor, un posible corolario de este resultado sería la sugerencia de buscar aislarlo de otros jóvenes y, en particular, de aquellos afiliados una mara, no parece esta una recomendación razonable para una sociedad que pretenda ser democrática e igualitaria. Además, desde la otra orilla, la del delincuente juvenil o marero, parecería ser una política contraproducente, ya que haría en extremo difícil su posibilidad de reinserción y readaptación. Es probable que la manera más prudente de enfrentar este dilema consista en sugerir que el filtro para las amistades de los jóvenes sea una prerrogativa de sus padres o familiares. Al respecto, los resultados de la encuesta en Honduras son interesantes. En primer lugar, muestran que el filtro familiar es un inhibidor eficaz de varios comportamientos problemáticos. En segundo término, porque sugieren que se trata de una tecnología en extremo sofisticada, muy personalizada, casi que a la medida [99]. Una dosificación tan sensible es algo que realmente resulta imposible pretender alcanzar con políticas dirigidas a toda la población. 

Fuera del complejo tema de la supervisión de las actividades de los hijos que parece razonable que permanezca bajo la tutela exclusiva de los padres, es conveniente destacar otro vinculo más oscuro de la familia con la violencia juvenil, y es el de los antecedentes de conflicto en el hogar, de violencia doméstica y de abuso de menores. Aunque el indicador de abuso sexual temprano que se puede construir con los datos de la encuesta es en extremo precario, el impacto del reporte de haber sido víctima de este tipo de incidente es tan protuberante que bien vale la pena sugerirlo como un área prioritaria de acción pública.

Si a las observaciones anteriores se suma la debilidad de las asociaciones entre la violencia juvenil y la situación económica del hogar, o la estructura de la familia una vez se han filtrado los efectos de conflicto o violencia doméstica, surge un escenario bastante distinto a aquel sobre el cual reposan buena parte de las recomendaciones orientadas a mejorar las condiciones económicas de los hogares como mecanismo de prevención de la violencia.

La historia de la familia que expulsa al joven hacia la calle, hacia las malas compañías, los malos hábitos y la delincuencia requiere refinarse considerablemente. Los datos disponibles sugieren que algunos jóvenes efectivamente huyen de sus hogares pero no necesariamente porque faltan los recursos, sino porque, por ejemplo, son agredidos físicamente [100]. Este resultado es fundamental en materia de política puesto que indicaría que la principal demanda de las familias es por protección, y no tanto por recursos económicos.

Hablar de sexo
Una peculiaridad del vínculo que muestran las datos entre la violencia y la actividad sexual de los jóvenes es lo poco que se menciona este tema en la literatura, tanto teórica como empírica, sobre violencia. Se trata, valga la analogía, de un tema prácticamente virgen. Con la excepción de algunas referencias tangenciales a los testimonios sobre el sexo como una posible motivación para vincularse a las pandillas juveniles, es casi inexistente la discusión de este tema, y el consecuente abandono al que ha sido relegado el ámbito sexual en el diseño de las políticas de prevención de la violencia. El hecho, ya ampliamente reconocido en la literatura, y recurrente como resultado en los ejercicios realizados con las encuestas en varios países [101], de que la violencia es un asunto en el cual el género juega un papel definitivo, sumado al hallazgo de una alta asociación entre sus diversas manifestaciones y la actividad sexual, sugiere una dimensión de la delincuencia juvenil que no parece conveniente seguir dejando de lado a nivel del diagnóstico, o del diseño de políticas. Así, la recomendación más simple se podría resumir con la expresión escueta que parece conveniente hablar de sexo, tanto en los análisis de la delincuencia juvenil como con los adolescentes en el marco de los programas de prevención.

Con relación al primer punto, parece necesario empezar a elaborar una teoría consistente con los datos y que permita superar el evidente oscurantismo que, para la actividad sexual, invade aún buena parte del estudio del comportamiento individual en las ciencias sociales.

Con relación al segundo componente de la recomendación -incorporar de manera explícita la dimensión sexual en los programas de prevención de la violencia juvenil- son varias las áreas en las que se puede avanzar. La primera es que los esfuerzos de supervisión tanto de los padres como del sistema educativo se deben orientar más hacia los hombres jóvenes, para controlar sus conductas violentas, que hacia las mujeres, para controlar su comportamiento sexual, como ocurre en la actualidad. La segunda línea que vale la pena profundizar es la relacionada con el abuso sexual infantil como eventual factor impulsor de los comportamientos problemáticos y de la violencia entre los adolescentes. Aunque, como se ha reiterado, el indicador de abuso sexual que se pudo construir con la información disponible es limitado, parece ser este un terreno digno de investigarse y atenderse más a fondo [102].


Fortalecer los diagnósticos locales de la violencia

Varios de los resultados presentados para Honduras están basados en dos encuestas que, aunque iguales en su contenido, se levantaron en dos lugares diferentes [103]. Uno de los puntos dignos de destacar fue la repetida situación en la cual se encontraban asociaciones o correlaciones entre variables que resultaban ser estadísticamente significativas para una de las sub-muestras, e incluso para la muestra global que incluía las dos encuestas, pero que no lo eran para la otra sub-muestra. En otros términos, lo que los datos de un lugar sugerían a veces como una asociación susceptible de adoptarse como algo general, o universal, por la solidez estadística de los coeficientes estimados, no era más que la manifestación de una peculiaridad local, que no se corroboraba con los datos de otro lugar, aún en el mismo país.

Son comunes en el área de la violencia las recomendaciones de política que se hacen para una sociedad, o localidad, y que se basan en la evidencia recogida en otros contextos. En particular, y dada la precariedad de la evidencia empírica con que se cuenta en América Latina, no son escasas las propuestas para programas de prevención de la violencia basadas en lo que se sabe al respecto en los países desarrollados, y en particular en los Estados Unidos. La consecuente recomendación es que este tipo de ejercicio de transferencia del conocimiento sobre la violencia debe hacerse con bastante cautela. Sin llegar al extremo de sugerir que los diagnósticos disponibles para otros ámbitos son irrelevantes, lo que si se puede afirmar es que nunca resultará redundante el esfuerzo por contrastar las teorías e hipótesis en las que se inspiran los programas de prevención con la evidencia –estadística, testimonial, etnográfica- local. El corolario de esta reflexión es que tanto para el diagnóstico de la violencia, como para la formulación de los programas, como para su ejecución, debe buscarse el fortalecimiento de la capacidad de análisis local.

La criminología no ocupa aún un lugar destacado dentro de las alternativas profesionales o de estudio en los países latinoamericanos, y parece seguir confinada a ser una especialidad del derecho penal. Algo que va en contra de la vocación fundamentalmente empírica que debe tener como disciplina. Por otra parte, el fenómeno de la globalización y la universalización del paradigma del mercado, con el fortalecimiento de la disciplina económica y su intromisión en distintas áreas de las ciencias sociales, han tendido a desvalorizar la importancia de los esfuerzos de análisis locales. Si, como empieza a ser evidente aún en materia económica, los esfuerzos por estandarizar las teorías y generalizar las recomendaciones de política pueden ser costosos, en el área de la seguridad, y de la prevención de la violencia podrían ser fatales, textualmente. A pesar de obvias similitudes, de ciertos rasgos básicos comunes –como la edad o el género de los infractores- en el área de la violencia son aún muy pocas las hipótesis susceptibles de universalización. No parece arriesgado argumentar que cada país, cada región, cada municipio, en muchos casos incluso cada barrio requiere de su propio diagnóstico de seguridad.

Cualquier política o programa lleva normalmente implícitos toda una serie de supuestos e hipótesis, generalmente propuestos y contrastados en otras latitudes, que  resulta indispensable someter al escrutinio de la evidencia local. Se requiere, en otros términos, capacidad para aplicar técnicas o procedimientos, esos sí  aceptados universalmente, a los datos locales.

Simultánea y paradójicamente, este esfuerzo por entender la dinámica de ciertos fenómenos que tienen un alto componente local –como por ejemplo los vínculos de los jóvenes con las mafias, o con las comunidades, o de estas con los organismos de seguridad- no puede hacerse al margen de las tendencias generales y globalizadas de los mercados ilegales –drogas, armas- o de los movimientos migratorios internacionales.

Un primer sustituto de los costos: los AVISAS

A nivel más específico, y para retomar la discusión sobre la relevancia del cálculo de los costos económicos de la violencia, vale la pena reiterar la recomendación de abandonar la idea de aproximarse al control de la violencia bajo una perspectiva de costo-beneficio económico, por varias razones. Uno, porque los costos de la violencia constituyen una variable de política muy poco operacional y, en la práctica, incalculable. Dos, por ser algo ajeno a las preocupaciones de las numerosas disciplinas actualmente interesadas en la violencia y, además, por estar contaminado con consideraciones normativas –la doctrina utilitarista- que generan debate, recelo o abierto rechazo. Para las conductas que ocasionan un daño físico, parecería conveniente optar por un objetivo de política, más simple, propuesto por la salud publica, el de disminuir el número y la fatalidad de los ataques contra las personas, o más concretamente, los años de vida saludable perdidos (AVISA) por efecto de los mismos. No sobra señalar que esta puede ser la vía más segura para establecer prioridades y, a más largo plazo, poder  introducir criterios de eficiencia sectorial y global en la asignación de los recursos dedicados a la prevención de la violencia.

Son varias los argumentos que se pueden ofrecer para adoptar este indicador tanto para el diagnóstico de la situación de violencia como para la evaluación de las medidas y las políticas orientadas a su prevención. El primero y más evidente es que asimilar el lenguaje, la metodología de medición, las estadísticas y los objetivos de política que ya existen dentro de los sectores claves involucrados en el tema de las muertes o las lesiones graves, como la salud pública, es sin duda una mejor estrategia que insistir en categorías, variables y objetivos de política ajenos a las demás disciplinas, y para los cuales no se está haciendo ningún trabajo de medición o recopilación estadística y que, sin lugar a dudas, generan rechazo entre los no economistas.

El segundo argumento a favor de la adopción de un indicador como el de los AVISAS es que ofrece una unidad común, no monetaria, que permite no sólo agrupar en una dimensión única las lesiones fatales con aquellas que implican una incapacidad, sino que además permite consolidar, en un indicador global, las cifras de delitos con distintas proporciones de letalidad. Es una vía razonable para acercarse a la medición única de una canasta global de la delincuencia contra las personas [104]. Cualquier tipo de ataque criminal, en cualquier sociedad, impone cierto número de víctimas con lesiones y una proporción mucho menor de víctimas fatales. Concentrarse tan sólo en lo que pasa con la mortalidad, sin tener en cuenta las heridas no letales puede deformar el diagnóstico.  El AVISA ofrece un criterio de comparación que, aunque imperfecto, no presenta los monumentales problemas del precepto de medición implícitamente sugerido por la economía, los costos monetarios de la violencia.

Para ilustrar algunas ventajas del AVISA y las dificultades, no sólo operacionales sino políticas, de la sugerencia económica tradicional de utilizar unidades monetarias para agrupar los distintos tipos de delitos, vale la pena analizar algunas situaciones concretas. Uno, en varios países es clara la tendencia a que la valoración de los daños por incapacidad permanente sea superior a la de fallecimiento. Es alto el costo, privado y social, de los tratamientos médicos que puede requerir una víctima herida [105]. De acuerdo con lo anterior, un indicador basado en la minimización del costo económico del crimen podría en ciertos casos dar una ponderación más favorable a la fatalidad que a la incapacidad permanente. No sería fácil de defender una regla de este tipo en el ámbito de la salud pública. El cálculo del AVISA lleva implícito el criterio, universalmente aceptado, que es más indeseable la muerte que cualquier incapacidad. Dos, existe una tendencia en la jurisprudencia de algunos países a valorar los daños causados por muerte de manera que se tengan en cuenta los ingresos de la víctima que se dejan de percibir [106]. Lo intentos que se han hecho por medir en unidades monetarias los costos de la violencia, introducen implícitamente un parámetro asociado a los ingresos de la víctima. Es fácil afirmar que no existe la menor posibilidad de que en un Estado moderno se  llegue siquiera a discutir la eventualidad de que los indicadores globales de costos de la violencia le den una mayor ponderación a las muertes de los millonarios que a las de personas de escasos recursos. En ese sentido, el AVISA es un indicador democrático que le otorga la misma ponderación a cualquier ataque criminal en forma independiente de la posición económica de la víctima. Algo que parece ser un criterio razonable de política publica.

Una de las principales ventajas de este indicador, fuera de proponer una manera de comparar el impacto de ataques fatales y no fatales, es que sin ir al extremo de establecer un valor monetario para la vida humana permite introducir criterios para la asignación de recursos. En primer lugar, al ofrecer la posibilidad de cálculo de una magnitud global, permite identificar los sectores más críticos en términos de ataques y, consecuentemente, definir prioridades. Los pocos datos disponibles para América Latina sugieren que la incidencia relativa de los distintos tipos de delitos no es uniforme entre las sociedades, y no necesariamente corresponde a la que se observa en los países más desarrollados. Por otra parte, el indicador AVISA permite aproximarse al problema de efectividad de costos para la evaluación de medidas preventivas. Al ofrecer una unidad común, no monetaria, para medir el impacto de las distintas fuentes de riesgo se puede en principio comparar el impacto, por unidad monetaria invertida en prevención, de distintas medidas para una misma categoría de ataques, o de políticas orientadas a distintos sectores.

 

En este mismo contexto técnico, es claro que de los problemas más difíciles de resolver al abordar el diagnóstico de la violencia, y con mayor razón al emprender programas de prevención y control, tiene que ver con la medición del objetivo que se fija para los programas. El propósito genérico de “reducir la violencia” , aunque loable, presenta la característica de no ser fácil de operacionalizar. Sobre todo cuando, como ocurre en la mayor parte de las sociedades, la violencia presenta varias facetas y dimensiones que no siempre son comparables. Parece obvio que es deseable reducir (i) la tasa de homicidios y el número de secuestros, (ii) la amenaza que representan las maras, (iii) los ataques violentos y las amenazas a las personas, (iv) los ataques sexuales, (v) los atentados violentos y no violentos a la propiedad, (vi) la incidencia y gravedad de los abusos de las autoridades e, incluso, (vii) la violencia al interior del hogar. Ante este amplio abanico de objetivos, ¿cómo establecer prioridades? ¿como comparar los éxitos en un área frente a los fracasos en otra?.

Dentro de la línea general de prestar mayor atención a las víctimas parece razonable sugerir medidas que tengan en cuenta su situación ante la violencia en todas sus dimensiones. Probablemente el indicador que mejor resume las repercusiones negativas de las distintas manifestaciones de la violencia sobre los ciudadanos, y que por lo tanto surge como un buen candidato para ser utilizado como “variable objetivo” de los programas de control de la violencia, es la percepción subjetiva de inseguridad en las calles del barrio [107].

Parece más que razonable plantear que un objetivo para los programas de control de la violencia sea lograr,  por ejemplo,  reducir la proporción de hogares que se sienten muy inseguros en las calles de su barrio [108].  Este indicador –o familia de indicadores, pues son varios los que se pueden opeacionalizar- presenta varias ventajas. La primera es que es tal vez el único elemento que engloba el efecto de la violencia y que es susceptible de ser utilizado para programas concentrados geográficamente. La segunda, que se deriva de ejercicios de este tipo ya realizados [109], es que se distribuye relativamente bien entre la población. La tercera es la de su fácil medición: una simple encuesta, o apéndice de una encuesta que se haga con otros propósitos, con tan sólo una o dos preguntas puede permitir su actualización periódica. La cuarta es que incorpora o resume, en una sola dimensión, el efecto de distintas manifestaciones de la violencia y la criminalidad, e implícitamente permite establecer prioridades de acción pública. En particular, permite obtener un ordenamiento de las localidades susceptibles de ser atendidas con programas de control de la violencia  de acuerdo con su nivel relativo de riesgo. La quinta es que su medición no recae bajo el ámbito exclusivo de una entidad o institución. Además, no es fácilmente susceptible de manipulación directa, como lo pueden ser, por ejemplo, las cifras de incidencia o denuncia de delitos.

Por último, y dada la evidencia a favor del papel determinante que juegan algunas organizaciones –las maras, las pandillas, las mafias o las guerrillas- como factor de atracción de los jóvenes, de demanda laboral de los servicios, y de posterior retención, resulta fundamental para el diagnóstico tener una idea sobre su presencia e influencia en las distintas localidades. Teniendo en cuenta la precariedad de la información oficial sobre este elemento, crucial tanto para el diagnóstico de la violencia como para la definición y el diseño de los programas de prevención, parece conveniente sugerir algunos mecanismos para su medición. Algunos ejercicios realizados en Colombia, Guatemala, Honduras y Nicaragua muestran que las encuestas de victimización a los hogares, así como las de auto reporte entre los jóvenes, pueden ser un mecanismo idóneo para el logro de este objetivo.


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* Instituto Universitario de Investigación sobre Seguridad Interior. UNED, Madrid. La mayor parte de los resultados empíricos presentados se basan en encuestas financiadas por el Banco Interamericano de Desarrollo, cuyo apoyo se agradece. La interpretación de los resultados, o las opiniones expresadas no comprometen a dicha institución. Se agradecen comentarios: merubio@eresmas.net
[1] Con este tipo de metodología ver para Estados Unidos, Anderson (1999), para Francia Godefroy Thierry y Lafargue Bernard (1982) "Les couts de crime en France en 1978 et 1979" Service d´Etudes Penales et Criminologiques – CNRS. Para América Latina los trabajos sobre Magnitud y Costos de la Violencia coordinados por la Red de Centros de Investigación del BID en 1997 y resumidos en Londoño y Guerrero (1998).  Una síntesis para EEUU se encuentra en Glaeser, Levitt y Scheinkman (1998). “The Economic Effects of Crime: An Overview”. Mimeo. Río de Janeiro
[2] Para Colombia, una revisión de trabajos con este enfoque e encuentra en Parra (1998) o Rubio (1998).
[3] Para una aplicación de estos métodos al impacto de la violencia, en este caso a los desplazados, ver por ejemplo Erazo et. al. (1999)
[4] El enfoque usual consiste  en tomar una muestra de precios, o alquileres, de vivienda en diferentes localidades en forma conjunta con ciertas características de tales comunidades, entre ellas los niveles de violencia. Con procedimientos estadísticos se pueden determinar los efectos sobre los precios de las distintas características de las comunidades.
[5]  La revisión de esta literatura se encuentra en Rubio (**)
[6] Baumol (1990) introduce esta categoría de actividades, las destructivas, como la búsqueda de rentas o el crimen, y sugiere, con ejemplos históricos de la antigua Roma, China y Europa Medieval que solamente las civilizaciones que se han orientado hacia las actividades productivas han sobrevivido y han logrado aumentar en forma significativa sus niveles de vida.
[7] Para Collier, los sectores de producción y exportación de bienes primarios son los más susceptibles de saqueos y robos.
[8] En las primeras etapas en la evolución de una economía, se presentaría un deterioro en los indicadores de desarrollo en general, ya sean estos, índices de desigualdad en el ingreso y en la riqueza, de calidad de vida, factores institucionales o de criminalidad, mientras que en etapas posteriores la relación tendería a invertirse. La explicación de por qué se invierte la dinámica de cada uno de estos indicadores de desarrollo puede ser diferente para cada uno de ellos; así, por ejemplo, mientras la distribución del ingreso se vuelve más igualitaria por el poder que ejercen los sindicatos en la economía, la violencia tiende a reducirse por el fortalecimiento de las instituciones y la justicia.  Ver Montenegro y Posada (2000, pp. 5 y 6).
[9] Rubio (1995)
[10] Bonell, et.al. (1996) reestimaron varios trabajos sobre determinantes de la inversión en Colombia incluyendo como variable explicativa la tasa de homicidios. Los estudios analizados fueron:  Ospina Sardi, Jorge (1976), “Determinantes de la Inversión en Colombia”, en: Coyuntura Económica (diciembre); Bustamante, Flor Elena (1989), “Determinantes de la Inversión Industrial en Colombia”, en: Lecturas de Economía, No. 30, Universidad de Antioquia (sep-dic) y  Fainboim, Israel (1990), “Inversión, Tributación y Costos del Uso del Capital en Colombia”, en: Ensayos sobre Política Económica , No. 48 (diciembre). La conclusión de los autores es que la inclusión de la variable homicidios mejora el ajuste de las regresiones estimadas; además el signo de dicha variable es negativo y significativo. Parra (1998) también trata de modelar el efecto disuasivo que tiene la violencia, sobre la inversión.  Utilizó como variables explicativas el crecimiento de la demanda agregada, como variante del tradicional modelo del acelerador, el costo del uso del capital, los años promedio de educación de la fuerza laboral, la tasa de homicidios, una variable que mide el factor tributario y la tasa de interés real.  Pudo concluir que aunque la magnitud del coeficiente de la variable homicidios no es muy grande, si es negativo y significativo, y dice que si se llegase a reducir el número de asesinatos en un 75%, que según ella es el nivel promedio en los países latinoamericanos,  la inversión privada, como proporción del producto aumentaría cerca de 4 puntos porcentuales.  
[11] Para una síntesis del debate sobre el enfoque de costos y sus limitaciones ver Rubio (2000)
[12] Tales son los valores estimados para Perú, Venezuela y Colombia y El Salvador en lo que se puede considerar el esfuerzo más sistemático que se ha hecho hasta la fecha por medir los costos de la violencia en América Latina. Ver Londoño et. al. (2000)
[13] No parece que se pueda afirmar con tranquilidad, con base en los datos de la gráfica anterior, que El Salvador y Colombia deben invertir en seguridad (o en educación) cinco veces más que el Perú.
[14] Ver Sarmiento (1998),  Rubio (1999) Sánchez et al (2003),Lederman et. al (2002). Para una discusión no económica de la relación entre inequidad y violencia, y en particular sobre cómo la globalización ha reforzado en muchos países unas castas privilegiadas y, en el otro extremo un cúmulo de odios y revueltas entre los desposeídos ver Chua (2003).  

[15] Sosa y Rocha (2001) página 401
[16]  Santacruz y Cruz (2000) pp. 45, 66 y 68
[17] En el formulario se incluía, textualmente, la cita que se  incluye en la gráfica y que fue tomada de Sosa y Rocha (2001) página 400.
[18]  Santacruz y Cruz (2000) p. 28
[19] Aunque, en principio, la información sobre reincidencia se debería tomar de los registros judiciales o de policía, en sociedades en dónde el desempeño de la justicia penal es débil, y un alto porcentaje de los homicidios quedan sin resolver, se hace necesario recurrir a otras fuentes.
[20] La pregunta que se hacía era: “¿El homicida ya había matado a otras personas?” y las alternativas de respuesta eran SI, NO y ns/nr (no sabe o no responde). La opción SI se tomó como indicador de un homicida reincidente, la opción NO como indicador de que se trataba del primer homicidio cometido.
[21] Esta información se obtuvo en 34 de los 214 casos de homicidio analizados.
[22] Desviación estándar de 2.5 n=34.
[23] El término incapacitar es en la práctica un anglicismo para incapacitation que es lo que en el derecho penal se conoce como prevención especial y que consiste básicamente en impedir -físicamente, por ejemplo mediante el encarcelamiento– que el agresor cometa nuevos atentados. No se empleo el término prevención especial por considerar que presenta confusiones con las medidas no penales.
[24] Hans Von Hantig (1948) The Criminal and His Victims, y Stephen Shafer (1968) The Visctim and His Criminal, citados por Siegel (1998).
[25] O principio de la navaja de Occam: entre dos explicaciones alternativas se debe escoger la más simple.
[26] En general, en dónde se dispone de datos de auto-reporte de delincuencia, se encuentra que las víctimas de ataques violentos tienen mayor probabilidad de volverse atacantes que quienes no han sido víctimas. Varios estudios, por ejemplo, han mostrado que los adolescentes que delinquen, o se unen a bandas, enfrentan un mayor riesgo de ser víctimas. Se encontró que quienes sufren ataques en los colegios por lo general atacan de nuevo. Para explicar estos hechos se ha recurrido a elaboradas teorías, como la hipótesis del grupo equivalente, de acuerdo con la cual las víctimas y los agresores comparten estilos de vida; o que las condiciones que contribuyen a la criminalidad también contribuyen a la victimización; o, más insólito aún, que los antiguos criminales pueden convertirse en víctimas porque se perciben como seres vulnerables. Siegel (1998)
[27] Tal es la opinión de Manuela Carmena, Magistrada del Consejo General del Poder Judicial en “En la ley penal no hay lugar para las víctimas”. El País, Junio 11 del 2000
[28] Una de las constantes en el tratamiento que se dio por varios siglos a la venganza en la literatura occidental fue el afán por alejarla geográfica o históricamente del entorno y la época del autor. La venganza se consideró siempre perteneciente al pasado, o algo típico de sociedades alejadas y primitivas. Así, mientras los dramaturgos ingleses y franceses localizaban sus obras en escenarios mediterráneos, sus contemporáneos italianos o españoles escogían a su vez sitios exóticos para ellos. Esta tendencia a relegar la venganza permitía establecer una distancia prudente entre la audiencia y un tema que incomodaba y perturbaba. Esta tendencia parecería haber continuado con los sociólogos clásicos. 
[29] Como los de la homogeneidad, estabilidad e independencia de las preferencias, o el de la irrelevancia de los costos ya incurridos.
[30] “The norm of vengeance practiced in many traditional societies is triggered by an earlier offense, not motivated by future rewards. Indeed from the future-oriented point of view vengeance is pointless at best, suicidal at worst”. Elster (1990) pág 45.
[31] “The proof is that they seek neither to strike back justly nor to strike back usefully, but merely to strike back”. Drrkheim (1893a) página 124.
[32] Durkheim (1893a) pág 125. Traducción y énfasis propios.
[33] Weber (1994) pág 503. Enfasis propio.
[34] Elster (1992) página 144.
[35] Un testimonio reportado por Salazar (1994) de un joven de 12 años muestra la escala de sanciones que se puede alcanzar en la venganza privada: "A mí me gustaría ser un matón pero que le tengan respeto y que le respeten la familia. Como ratón, que ya lo mataron, pero era callado y mataba al que le faltaba. Se mantenía por ahí parchado, con una 9mm y si lo miraban él preguntaba : ¿ Vos que mirás ?, y si le reviraban él los mataba y les tiraba una escupa y se iba riendo. A mí me gustaría ser así".
[36] Elster (1992) reporta cómo “una muchacha corsa se ve comprometida si un hombre intenta quitarle el manto… pero también la insistente mirada de un hombre en la calle puede ser suficiente motivo de agravio. En Kohistani Tull, cometían delito los hombres que miraban a una esposas o a una hija, reflejaban con un espejillo luz sobre una esposa o una hija… miraban con una cámara fotográfica a una esposa o hija” página 143.
[37] Uribe (1996) ofrece el testimonio de un participante de la violencia política de los cincuenta que da testimonio de esta dinámica: "Matar al enemigo suponía necesariamente matar a la mujer y a los hijos. Dejar algún miembro vivo era exponerse a que éste, como el basilisco cuando le cortan la cola, se reprodujera y se encargara con el tiempo de vengar a los suyos, cosa que irremediablemente ocurría".
[38] “Después de eso nos fuimos para Chiquinquirá nuevamente, y para evitar retaliaciones Efraín mandó matar a todos los hermanos de La Mona en el Quindío” Uribe (1992)
[39] “(A Silvestre Carantón) comenzó por asesinarle a los familiares a ver si lograba que éste fuera al entierro para poderlo eliminar. Por fin, cuando cayó otro pariente de Carantón, este fue al entierro. A la entrada del cementerio hubo un tiroteo que dejó un saldo de veintiocho muertos…”Uribe (1992)
[40] No son extraños en Colombia casos como el ocurrido en el año 97 en un barrio popular de Bogotá cuando el robo de unos zapatos acabó con un saldo de trece muertos . El incidente me fue relatado por el padre de la primera víctima, el dueño de los zapatos, quien al ser robado no reportó el incidente ni a las autoridades ni a El Tío, el justiciero del barrio. Sin embargo, por tratarse de una familia muy apreciada en la comunidad, el padre es pastor, a las pocas horas del robo aparecieron en la casa cuatro jóvenes, que trabajaban para El Tío, quienes traían a los dos ladrones de zapatos a pedir perdón. A los pocos días aparecieron muertos los cuatro jóvenes que habían traído a los ladrones quienes una semana después estaban ya muertos  junto con siete miembros de su banda.
[41] "Don Gonzalo era un aserrador, muy buen tipo y muy trabajador, que se volvió desalmado, como tanta gente en ese tiempo, por culpa de la violencia... Cuando llegó a su casa lo que vio fue el juicio final : el papá y la mamá estaban tirados en el corredor, la hermana amarrada a un poste, la habían violado. Gonzalo quedó sólo en el mundo, sólo le quedó la venganza. Desde ese día se unió al ejército, para perseguir la chusma. Cada día que tenían que matar gente pedía que lo dejaran hacerlo para vengar su sangre" Un Círculo Vicioso en Salazar (1994)
[42] Ver Rubio (2002).
[43] En la que se incluye simplemente la razón “robo o asalto” de la encuesta.
[44] En la cual se incluyen las siguientes razones: venganza, ajuste de cuentas, ajusticiamiento  y un caso de muerte a un “asesino violador” de la categoría otros
[45] Constituida por las riñas, el maltrato familiar y las siguientes razones de la categoría otros: “sólo por matarlo”, “por equivocación”, “por celos”, “por envidia” y “por juegos de azar”.
[46] Ver por ejemplo Loeber (1996) o Roché (2000). Tremblay (2000) es bastante crítico de la idea que las ofensas leves anteceden a las más graves y argumenta, por ejemplo, que el prototipo de la ofensa grave –las agresiones físicas que son muy corrientes según él entre los niños desde las edades más tempranas- anteceden a otras formas de violencia, como la verbal o la psicológica, evidentemente  menos serias.
[47] Ver Rubio (2002)
[48] Los términos infracción y delito utilizados en este informe no necesariamente coincide con su definición legal. Simplemente se busca denominar infracción a las conductas leves o menos graves. Por el contrario, los comportamientos serios o graves, también de manera poco convencional, y para evitar innovaciones en el lenguaje, se denominarán delitos. Se considera infracción el reporte de cualquiera de los siguientes comportamientos: desafío a la autoridad leve (haber faltado a clase sin disculpa, haberse ido una noche de casa o haberse enfrentado a las autoridades escolares), atentado leve contra la propiedad (robar algo de un almacén, comprar cosas robadas), agresión leve (amenazas, participación en riñas, agresión a algún extraño o a algún familiar) y cualquier forma de vandalismo (graffiti, destrucción de propiedad pública o privada). Como conductas graves, o delitos, se definen el resto de los ataques a la propiedad, el resto de las agresiones y la venta de droga.
[49] Rubio (2002)
[50] Mientras que entre quienes no mencionan ninguna infracción la proporción de delincuentes –jóvenes que reportan la comisión de algún ataque grave- es apenas del 1.5%, entre quienes han cometido al menos una infracción en cualquiera de las categorías consideradas tal porcentaje sube al 7.4%. Para dos categorías de infracciones se llega al 23.6%, para tres al 43% y entre quienes han cometido infracciones en todas las categorías la proporción alcanza el 86%. Así, lo que sugieren estos datos es que una buena vacuna contra la delincuencia la constituye no haber cometido ninguna infracción.
[51] Rubio (2002)
[52] En Rubio (2003) se consideran previamente un sendero ideológico –jóvenes que simpatizan, en distintos niveles, con los mareros- y uno de facto –jóvenes cuyo grupo de amigos se asimila progresivamente a una mara.
[53] Definidos como los jóvenes cuyo grupo de amigos tiene algunas similitudes con una mara.
[54] Ver Tremblay (2000a)
[55] En efecto, el 92% de los jóvenes que ni siquiera conocen a un marero manifiestan que al salir de casa los padres saben “dónde están” y el 88% declaran que se sabe “con quien” está. Estos porcentajes se reducen paulatinamente hasta alcanzar cifras alrededor del 70% entre los mareros. Aún más significativa resulta la diferencia para el lugar en dónde se pasa la mayor parte del tiempo libre: entre los menores totalmente ajenos a las maras la proporción de quienes reportan estar en la casa en sus ratos de ocio es del 76%. Este guarismo desciende de manera constante para alcanzar el 37% entre los mareros. Al revés, el dato referente a quienes están principalmente en la calle sube de manera progresiva desde el 3% hasta el 15%.
[56] Santacruz y Cruz (2000)  p 70
[57] Por ejemplo, entre quienes no reportan haber desafiado alguna autoridad, la proporción de jóvenes sexualmente activos es del 30%, y el número promedio de parejas durante el último trimestre es muy cercano a la unidad. Entre quienes se han rebelado en la familia o la escuela la proporción con experiencia sexual aumenta a más del 50% y para quienes se han enfrentado a las autoridades de policía la cifra supera el 80%, y el número promedio de parejas casi se duplica. Una progresión similar se observa para el consumo de sustancias, o para las agresiones, o los atentados a la propiedad.
[58] No se incluyeron en las gráficas las cifras correspondientes a las mujeres de las maras puesto que sólo había tres de ellas en la muestra, una de las cuales no respondió las preguntas sobre actividad sexual.
[59] “La sexualidad es un don de Dios, quien esculpió el cuerpo del varón y la mujer para que vivieran en común, en matrimonio indisoluble. No así cuando el hombre convierte la sexualidad sólo en sexo-placer: entonces, no conozco fiera más hambrienta e insaciable que el monstruo sexual. Antes se desbocaba en la juventud. Ahora arranca en la adolescencia y a veces 'prende motores' en la niñez. Ya se está apoderando de niños y niñas, les roba el encanto de aquellos limpios regalos del cielo y los convierte en niños-viejos, vacíos, cansados, propensos a todo mal, hasta el crimen y el suicidio”.  Escobar, Alonso “Don dinero y don sexo, dos amos poderosos” El Tiempo, Febrero 2 de 2003
[60] “Pablo Correa –un socio de Pablo Escobar- que vivía con varias de sus amadas bajo el mismo techo quedó tan entusiasmado –con una rumba faraónica que habían organizado en Río de Janeiro- que se importó una mulata para sumarla a su pequeño harén …Pero lo de Pablo (Escobar) no era un ejército, ni una guerrilla, sino un grupo de hombres con las vísceras blindadas que por encargo, y generalmente buen billete, cumplían su encargos. .. Consolidaron su fama en las calles y en las discotecas de la ciudad donde armaban tropeles “porque quiero su hembra” … A estos hombres, Claudia, los describe como los que besaban con los ojos abiertos, siempre alertas. Buscadores de intensidad en cuerpos jóvenes, a veces vírgenes, que pasaban de inmediato a propiedad exclusiva, que aunque abandonadas no podían tener nuevos amores …(Kiko Moncada) tenía varias mujeres, principal y suplentes, como Dios les manda a los traquetos” Salazar (2001) páginas 90, 173 y 175.
[61] Al respecto, no podían ser más reveladoras las declaraciones del capo brasileño Fernandinho sobre la guerrilla colombiana con la que hacía negocios: “Las Farc son la guerrilla más rica y más poderosa del mundo. Sus jefes viven como cualquier millonario capitalista: buenas mujeres, buena comida y buen licor” en “La confesión de Fernandino” Revista Semana Abril 30 de 2001.
[62] Vale la pena transcribir la tentativa de respuesta de un periodista colombiano ante la pregunta de por qué los policías resultan tan atractivos en las zonas rurales. “Porque la fama de conquistadores, no de toda la población, sino de las niñas del pueblo, de corregimientos, fincas, ríos y cañadas, es vieja y bien ganada. Ellas, especialmente las niñas de adentro, no sé qué les ven a los policías, que las ponen verdes y por ellos sueltan la vajilla. Se supone que es por el sentido de seguridad, pues se ven protegidas. También puede ser por la imagen de valor. O a lo mejor por el bolillo. Ese palo de macana que da una imagen de mando, de macho. Y claro, por el chopo, mazo, boquifrío o más comúnmente llamado revólver. Sobre todo cuando lo desenfundan. Ahí las conquistan como un tiro”. Que no nos quiten el ‘chopo’ Ochoa, Luis Noé Bogotá, EL TIEMPO Sábado 25 de enero de 2003. 
[63] Ver detalle de las estimaciones en Rubio (2003)
[64] Conviene señalar que en estas estimaciones ya se filtró el efecto tanto de la edad del joven como del momento de la primera relación sexual puesto que se incluyó como variable explicativa el número de años de actividad sexual. También se debe destacar la mayor promiscuidad promedio de los hombres, para quienes cada año de actividad sexual representa, en promedio, una pareja adicional. Para las mujeres, el incremento en el número de parejas por año de actividad sexual es tan sólo de un tercio.
[65] La magnitud del efecto es importante: a título de ejemplo, para un joven el haber desafiado tempranamente a la autoridad le aporta, en término de parejas, el equivalente al paso de un año de espera. Un desafío grave a la autoridad, o una agresión le ahorran dos años en esa misma escala. La conducta para la cual la asimetría entre los géneros es mayor es para el porte de armas, y el conocimiento de su manejo. Mientras a los hombres les aporta el equivalente a dos años y medio en términos de número de parejas, para las mujeres equivale a una sanción de tres años.
[66] Refiriéndose a los sicarios de Medellín, Salazar (2001) comenta que “esta arbitrariedad de los guerreros, que ven en las mujeres sólo un objeto de poder, contrasta con la fidelidad que les exigían a sus parejas. “No se les puede traicionar ni con el pensamiento” dice Claudia”. Página 174. El mismo Kiko Moncada referido en la nota 72 “Una de sus (mujeres) suplentes lo traicionó y decidió matarla”. Página 175
[67] Con la excepción de la vinculación a las maras, que parece favorecer el uso de algún método de prevención en las relaciones sexuales, el reporte de agresiones o ataques a la propiedad se asocia positivamente con el sexo irresponsable entre los hombres jóvenes. En el caso de las agresiones leves el resultado alcanza a ser estadísticamente significativo. (Ecuación 3.2.25)
[68] En este sentido, se puede considerar serio el primer crimen con recurso a la violencia. Aún para otras conductas ilegales más leves -como vender productos de contrabando en las calles, o trasnportar droga, o distribuirla al detal- e incluso para actividades legales, como por ejemplo cuidar vehículos en una determinada zona, reciclar basuras o ejercer la prostitución es común encontrar que se requiere la autorización de un protector lo que de hecho hace que ejercer tal actividad equivalga a ingresar en una organización.
[69] Y tan idealizada como la visión de Adam Smith del panadero y el carnicero como motores de la economía capitalista. La visión explícitamente propuesta por algunos economistas como por ejemplo Isaac Ehrlich, que el grupo de los criminales es un club al cual se entra y del cual se sale con facilidad es aún menos consistente con lo que se observa.
[70] Tal sería por ejemplo el caso de las llamadas mulas del narcotráfico que acuerdan, a cambio de un pago, llevar droga de un país productor a los centros de consumo.
[71] Aunque este tipo de amenaza entraría como un componente adicional del cálculo de los beneficios y costos de delinquir es claro que no se trata de un incentivo objetivo “del mercado” sino de un vínculo particular del actor con la organización que no sólo depende de acciones pasadas, algo no reconocido por el enfoque económico, sino que en la práctica, puesto que se trata de un incentivo positivo, (“si cometes otro crimen tampoco te delato”) es un poderoso modificador de costumbres, o hábitos.
[72] En Colombia, por ejemplo han sido corrientes como primer vínculo de los políticos con el narcotráfico las contribuciones económicas de los segundos a las campañas de los primeros. Otro caso posible, en el campo de la corrupción administrativa, es el de un subalterno inducido por su superior a una primera conducta ilegal involuntaria que posteriormente es utilizada como chantaje bien sea para garantizar complicidad bien sea para exigir nuevas acciones ilegales.
[73] Tal es el caso de los crímenes cometidos por miembros de los organismos de seguridad al interior de los cuales las organizaciones mafiosas funcionan como sofisticados head hunters que van abriendo oportunidades de delitos sucesivos y de gravedad creciente utilizando como incentivos no sólo los beneficios asociados con la acción, o la garantía de impunidad, sino también la permanente amenaza de chantaje sobre las acciones pasadas. O el entrenamiento de jóvenes en acciones de gravedad creciente con las cuales no sólo se logra esta complicidad forzada por el chantaje sino una virtual inducción hacia el crimen. Tal sería el caso, por ejemplo, de las acciones de violencia callejera promovidas y protegidas por la ETA y que sirven como semillero de reclutamiento.
[74] Es claro que esta permanencia forzada dentro de la organización tiene que ver con el mismo acuerdo de complicidad mutua.
[75] Aunque este tipo de reclutamiento forzado es típico de organizaciones de tipo político -como la guerrilla- que quieren establecer el control en un territorio, también existe alguna evidencia de reclutamiento que se puede considerar forzoso por parte de narcotraficantes que lograban la adhesión de jóvenes sicarios mediante rituales de iniciación en los cuales se ejercía fuerte presión para cometer un primer crimen grave, como un homicidio de alguien cercano, sin beneficios distintos a la adhesión al grupo. Para el reclutamiento de niños mediante adoctrinamiento temprano o, textualmente, jugando a la guerra, es difícil establecer límites nítidos entre una adhesión voluntaria o forzada.
[76] Las teorías disponibles son insuficientes para entender por qué este mercado laboral se concentra siempre en los hombres jóvenes.
[77] Para Colombia, por ejemplo, uno de los mayores triunfos de la guerrilla ha sido el de lograr progresivamente descriminalizar e incluso legitimar ciertas conductas, como el secuestro.
[78] Para este escenario, cuando existe cambio en las reglas del juego, y aún en los parámetros morales, la decisión de un joven de volverse criminal es consistente tanto con un esquema de elección racional, pues aumentan los beneficios del acción y bajan todos los costos, los legales y los morales, como con uno de seguimiento de reglas, pues la acción se puede ver como el resultado de un cambio en la percepción de lo que se debe hacer. 
[79] Puesto que si “no PJ” implica “no DO”, tal como sugiere la gráfica, entonces DO implica PJ. Por el contrario, también de acuerdo con la gráfica, la afirmación lógica “no DO” no necesariamente implica “no PJ”, lo que equivale a descartar que PJ implique DO.
[80] Así, en los barrios con leve presencia de delincuentes adultos pueden operar pandillas juveniles independientes de este fenómeno, pero en aquellos lugares en los cuales la presencia de crimen organizado es más importante, casi inevitablemente se da una asociación entre las pandillas juveniles y la DO.
[81] Estos son los actores estratégicos propuestos Sapoznikow (2003) como relevantes en el área de la prevención de la violencia.
[82] GottfredsonM y Hirschi (1990). A general theory of Crime. Stanford: Stanford University Press. Citados por Mucchielli
[83] Rubio (2002, 2003)
[84] El antropólogo Dennis Rodgers realizó el trabajo de campo para su tesis doctoral ingresando a una pandillas en un barrio de Managua.
[85] Rodgers (1997)
[86] Sherman et al  (1996) página 3-2
[87] Ver al respecto la base de datos de los programas “weed and seed” en Norteamérica. http://www.weedandseeddatacenter.org/
[88] Este es un factor en el que hace bastante énfasis Rodgers (1997), el antropólogo pandillero.
[89] No es una simple casualidad que las ciudades con mayor incidencia de pandillas juveniles, como Medellín y Cali,  hayan sido aquellas en donde  operaban las organizaciones de narcotraficantes y en dónde, en distintos momentos, hubo presencia importante de grupos guerrilleros, y más recientemente de grupos paramilitares. Tampoco es una coincidencia que, dentro de esas ciudades, los barrios más problemáticos hayan sido aquellos con vínculos más estrechos con las organizaciones armadas.
[90] El Tiempo Junio 1 de 2002. Subrayado propio
[91]  El control de la venganza privada y el monopolio de la violencia en cabeza del Estado ya estaba consolidado en Inglaterra hacia el siglo XIII. El proceso de civilización de las costumbres descrito por Norbert Elías es posterior.
[92] “Maras ¿víctimas o delincuentes?” La Prensa, Noviembre 2 del 2000, página 51A
[93] Las encuestas recientes a nivel latinoamericano señalan que la falta de recursos es una más entre otras múltiples causas del abandono escolar, tan variadas como la falta de ganas de los jóvenes, o el embarazo adolescente. No es una simple casualidad que en la mayor parte de las democracias occidentales la educación básica, para ser universal, sea no sólo gratuita –con lo cual se aborda el problema económico- sino además obligatoria, con lo cual se reconoce que hay muchos otros elementos que pueden llevar al abandono escolar.
[94] Castro y Carranza (2001) Página 284
[95] Volkov, Vadim (2000). “Les entreprises de violence dans la Russie postcommuniste” en Politix, Volume 13 – nº 49. Páginas 57 a 75. Traducción y énfasis propios.
[96] Salazar (2001) página 72.
[97] Declaración de un joven reinsertado colombiano. En Vergara, Raquel (2001) “Niños y Niñas Desvinculados del Conflicto Armado”. Bogotá: Defensoría del Pueblo – UNICEF página 25
[98] Es desafortunado el hecho de no contar con información suficiente para contrastar la hipótesis de que la disponibilidad de canchas en los colegios sea un factor de retención del sistema educativo. La evidencia al respecto es indirecta: la práctica deportiva disminuye la probabilidad de abandono escolar.
[99] Por ejemplo, en los senderos hacia las maras, un mismo elemento, la educación de los padres, puede actuar en ciertas etapas como algo claramente perverso –pues estimula la simpatía por las maras entre quienes conocen a un marero- para luego convertirse en un elemento inhibidor de decisiones más serias.
[100] En algunos analistas el esquema materialista es tan predominante que llegan al extremo de definir la violencia como todo aquello que implica privación, convirtiendo de partida la pobreza en una forma de violencia. Ver Castro y Carranza (2001)
[101] Para Colombia ver Llorente et al. (2004)
[102] El tercer punto, más específico, sería el siguiente: puesto que se observa una asociación tan alta entre las agresiones leves y todos los indicadores de actividad sexual disponibles, los casos de embarazo precoz podrían ser utilizados para recoger información sobre los padres de estos embarazos, para hacerles seguimiento, puesto que con alta probabilidad se tratará de jóvenes agresores. En efecto, con tres datos muy simples sobre los hombres responsables de los embarazos prematuros (edad, número de parejas a lo largo de la vida y uso de métodos anticonceptivos) se logra, en la muestra, detectar el  80% de los agresores leves. Si además se cruzara esta información con de los registros policiales, se podrían detecta el 90% de los agresores graves responsables de un embarazo entre adolescentes.
[103] Una de las encuestas se hizo en Tegucigalpa y Choluteca y la otra en la zona metropolitana del Valle del Sula, también en Honduras.
[104] Excluyendo los ataques sexuales, para los cuales parece necesario avanzar en la búsqueda de un indicador global, que tampoco parece prudente tratar de reducir a una dimensión monetaria.
[105] Ver por ejemplo, para los Estados Unidos, Cooter y Ullen (1998). En Francia la mayor indemnización por daños otorgada por daños en accidentes de tráfico fue para una niña de dos años que resultó parapléjica. McIntosh y Holmes (1992)
[106] A raíz de un accidente de avión en Chicago, la familia de un neurólogo recibió siete millones de dólares mientras que los herederos de un vendedor de muebles, muerto en el mismo accidente, recibieron U$ 120 mil . Thomas Easton, "Human Values," Forbes, June 14, 1999. La discusión acerca de si estos arreglos privados reflejan adecuadamente unos costos sociales, o la búsqueda de criterios de bienestar que hagan coincidir unos y otros, es algo que aparentemente sólo interesa a la disciplina económica.

[107]  Y que, en las encuestas de victimización,  se puede derivar de la respuesta a una pregunta del tipo “qué tan seguro se siente usted en las calles de su barrio?”
[108] Sobre todo cuando se puede aislar el efecto de la percepción de inseguridad al interior del hogar, elemento que podía estar a su vez relacionado con otros factores, como por ejemplo la violencia doméstica.
[109] Ver para la ZMVS en Honduras Rubio (2002)