Revista Cambio, Edición 592, 2004
El presidente Álvaro Uribe puso sobre el tapete el tema de las relaciones del M-19 con el tráfico de drogas, pertinente para entender la evolución del conflicto colombiano y, en particular, para aclarar cómo ese grupo pudo financiarse durante la primera gran intensificación y el inicio de la “guerra sucia” sin recurrir en forma masiva al secuestro.
1987 marca un quiebre definitivo en la tendencia del secuestro. Entre 1986 y 1991 la tasa de crecimiento anual –hasta entonces de 3%- alcanza un impresionante 46%. El incremento estuvo precedido por aumentos importantes en dos parámetros básicos de intensidad de la confrontación: tasa de homicidios y número de efectivos de la guerrilla. También se percibe una estrecha relación entre el secuestro y un indicador de lo que luego se reconocería como el carburante más importante de la confrontación: la producción de coca.
La información disponible sugiere que a principios de los 80, los grupos armados decidieron intensificar el conflicto. La necesidad de más efectivos y más armas requería nuevas formas de financiación. La transformación de la industria de la cocaína y el cambio de escala en la del secuestro, facilitaron ese propósito. A su vez, la mayor incidencia del secuestro sirvió de detonante para la conformación de grupos paramilitares que no sólo profundizaron el enfrentamiento armado, sino que se volcaron hacia el narcotráfico. Se entró así en una compleja etapa de efectos cruzados de escalamiento y retroalimentación del conflicto.
Escenario favorable
Sin pretender identificar una única relación de causalidad, hay una serie de elementos que configuraron un ambiente favorable para el despegue del secuestro. En primer lugar, la voluntad de los grupos subversivos de agudizar la guerra, cuya consecuencia más visible fue el incremento de frentes y combatientes.
El cambio de estrategia de las Farc y la revitalización del Eln han sido ampliamente estudiados, pero poco analizado y no menos importante fue el papel de los guerrilleros urbanos del M-19, que no sólo buscaban pasar de la teoría política a la práctica del combate, sino que lideraron la creación de un frente común guerrillero para escalar la guerra. Así se inició un “gran retorno a las armas” de unas guerrillas unificadas, con tres características: apoyo financiero externo insignificante, potencial de recursos económicos internos y una logística y armamento comparables a los del Ejército.
El M-19 aventajaba entonces a los demás grupos subversivos en contactos internacionales, alianzas con narcotraficantes y, más tarde, con paramilitares. El grupo consideraba que era fundamental no sólo “actuar primero y pensar después”, sino que la acción, sin reflexión previa, era un poderoso factor aglutinante. Un postulado de estirpe tupamara, opuesto al dogmatismo de las otras guerrillas. Así, con liderazgo del M-19 y la inspiración tupamara, la lucha armada se va profundizando y tomando nuevas formas y contenidos.
Asoma la droga
La nueva etapa requería más recursos financieros, pero los fondos internacionales de apoyo a la subversión, canalizados a través de Cuba, estaban fuera del alcance de los grupos colombianos porque se orientaban de manera prioritaria hacia Centroamérica, uno de los frentes de batalla más activos de la guerra fría. Por otra parte, la ayuda voluntaria de los campesinos a la guerrilla nunca fue abundante y las actividades criminales esporádicas eran insuficientes. Era necesario, entonces, profundizar la financiación derivada del secuestro ampliando la cantera de víctimas.
Los esfuerzos, liderados por el M-19, para incluir a los narcos en la lista de secuestrables mostraron ser tan riesgosos, que los abandonaron y reemplazaron por pragmáticas alianzas. Además, esos secuestros contribuyeron a la conformación de ejércitos privados, anti-subversivos, financiados con la droga, que no estarían mucho tiempo ajenos al conflicto. Así, el narcotráfico se perfilaba como condición para sobrevivir en un conflicto en el que algunas de las partes ya tenían acceso a ese casi infinito recurso económico.
Por otro lado, el gobierno de Reagan, por primera vez consideró la droga como algo que atentaba contra la seguridad de Estados Unidos y dio vía libre a la participación del Ejército en la batalla contra el narcotráfico. La consecuente represión de cultivos de coca en Bolivia y Perú, así como la dinámica de una industria en la cual los capos colombianos jugaban papel creciente y buscaban monopolizar las distintas etapas de la actividad, forzaron el traslado de parte de los cultivos hacia las selvas colombianas.
Los esfuerzos para incluir a los narcos en la lista de secuestrables mostraron ser tan riesgosos, que los abandonaron y reemplazaron por pragmaticas alianzas.
En las zonas de colonización, donde mejor se adaptaban las nuevas siembras de coca, había de tiempo atrás presencia guerrillera y algunos frentes de las Farc se consolidaron como la autoridad más eficaz. No abundan testimonios sobre el papel del M-19 en las zonas cocaleras, pero hay indicios que sugieren que pudieron beneficiarse de tal expansión. No parece coincidencial que cuando decidieron abandonar el esquema de guerrilla urbana para llevar la guerra a las zonas rurales, eligieran justo esas zonas. Tampoco convencen las razones que dieron para justificar la decisión.
No queda claro si fue la coca lo que atrajo al M-19 o si fue su presencia la que facilitó la expansión del cultivo en Caquetá, pero la verdad es que allí se dio una doble coincidencia: el M-19 adhirió al Movimiento Latino Nacional de Carlos Lehder, que no sólo rescataba el ideario bolivariano y admiraba al general Rojas Pinilla –dos íconos del M-19–, sino que proponía imaginativos proyectos de colonización.
Varias razones permiten sospechar que, a diferencia de las Farc, el M-19 estaba más cerca de los traficantes. Carecía de base popular en la región y no se supo de reclutamientos significativos de efectivos locales. Con notables excepciones, siguió siendo dirigido por cuadros urbanos con especies de enclaves en la selva, y en consecuencia mostró siempre limitaciones para encajar en medios campesinos, requisito indispensable para jugar el papel de para-Estado en la zona, o para cobrar tributos que, como el gramaje, requieren entronque con la población local. Finalmente, tenía mejores contactos con el tráfico internacional de armas –escenario cercano a los narcos– que con los cultivadores de coca.
La intensificación del conflicto se dio a partir del 82, en medio del programa de paz de Belisario Betancur, mal recibido por sectores afectados por la guerrilla. Las acciones militares se redujeron, el secuestro continuó y luego, tras el asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, en abril del 84, la guerra frontal contra el narcotráfico complicó más el escenario.
La no persecución militar a la guerrilla; la consecuente reacción de sectores afectados por el secuestro hacia esquemas paramilitares –en menor escala pero similares a los de los narcos–; alianzas inestables de subversión y narcotraficantes, así como la progresiva cooptación de miembros de los organismos de seguridad por el narcotráfico, abrieron el camino a la “guerra sucia”. Un complejo escenario en el que consolidaría la noción, aun vigente, de que para sobrevivir en el conflicto no es posible estar menos bien financiado que las contrapartes.
Los dilemas
Optar por alguna de las dos fuentes de financiación disponibles, narcotráfico o secuestro, implicaba dilemas que cada organización subversiva fue solucionados en forma peculiar en cada etapa del conflicto.
Los ingresos de la droga tienen inconvenientes. Primero, la difícil decisión de a quién proteger, al colono que cultiva la coca o al traficante que compra la pasta, cuyos intereses coinciden en épocas de bonanza pero no en las de crisis. La defensa del eslabón más débil de la cadena presenta ventajas políticas porque es más consistente con el ideario revolucionario. Pero tiene costos no despreciables porque requiere una infraestructura administrativa para cobrar tributos a un número grande de pequeños contribuyentes y para atender la demanda de servicios políticos y paraestatales.
No importa a quién se proteja, son ingresos muy inestables. En el Cagúan, por ejemplo, entre 1980 y 1982 los precios de venta de la cocaína se redujeron 90%, mientras los costos de producción casi se duplicaron. La inestabilidad afecta más a los cocaleros que a los traficantes, para quienes las caídas de precio son una fase del ciclo, sin consecuencias en términos sociales o políticos. Para el protector de los cultivadores, la inestabilidad de los precios, fuera de su control, genera problemas sociales, como la inflación en los períodos de bonanza o el empobrecimiento en épocas de destorcida.
No queda claro si fue la coca lo que atrajo al M-19 o si fue su presencia la que facilitó la expansión del cultivo en Caquetá.
La financiación basada en el secuestro requiere menos burocracia, es consistente con el discurso revolucionario y, sobre todo, permite controlar el flujo de ingresos. Su limitación es de naturaleza política, algo que en Colombia se ha mitigado con el secuestro de personas foráneas a las comunidades políticamente relevantes.
La mayoría de los grupos subversivos tienden a aceptar que secuestran y a ocultar su participación en el narcotráfico, y la decisión de recurrir a estos tipos de financiación ha variado entre los grupos. Desde los años 80, en las Farc se observa una división interna entre sus frentes: los del sur, se especializan en la protección de los cultivos de coca, y el resto en el secuestro. El dilema entre un sistema rentable en términos políticos pero económicamente inestable como la protección de la coca, y el secuestro –con características inversas–, parecería haberse resuelto con una diversificación militar.
El Eln, por el contrario, se concentró en el secuestro y la extorsión, en particular a la industria petrolera, y permaneció relativamente aislado de la protección de cultivos y el tráfico de droga. Por eso, con menos gente que las Farc, ha tenido siempre una participación en el secues-tro más que proporcional a su tamaño.
Los grupos paramilitares se inclinaron por financiarse con la droga, y su baja cuota en la industria del secuestro se explica por dos razones. Porque el origen de algunos de estos grupos fue precisamente la protección contra el secuestro, y porque nunca han tenido una organización suficientemente sólida y centralizada como para secuestrar en gran escala.
El M-19
En cuanto al M-19, persiste un gran misterio. De partida, hay contradicción entre las saludables finanzas del grupo y la pretensión de que, durante varios años, estas estuvieron garantizadas con el rescate tras la toma de la Embajada de República Dominicana. Síntomas inequívocos de una boyante situación financiera son el mantenimiento de una activa red internacional, así como altos estándares de vida de sus combatientes aún en la selva.
A pesar del liderazgo del M-19 en materia de secuestros urbanos al inicio de la industria, todo indica que no acudió a ellos en forma masiva. Sus miembros señalan que los limitaron a los que podían mantener con una faceta política, como castigo a la oligarquía. Otros sugieren que optaron por hacer aparecer a los encargados de las “finanzas” como algo ajeno al grupo. De todas maneras, hay casos que muestran un alto grado de tecnificación y profesionalización del M-19, que llegó a planear secuestros con alianzas internacionales.
La audacia y la técnica militar del M-19 era admirada por narcos y paramilitares.
La alta sofisticación, las estrechas relaciones con grupos del mercado negro de armas, las extrañas amistades con prominentes barones de la droga e incluso con notorios paramilitares, permiten dudar de que el M-19 se mantuviera siempre al margen del narcotráfico. Las razones y justificaciones que adujeron para explicar estos vínculos -que reconocen que existieron son de una candidez conmovedora, y tienden a reforzar la impresión de analistas internacionales según los cuales el M-19 fue el primer grupo guerrillero colombiano que llegó a financiarse con el narcotráfico.
Armas por droga
A pesar de que el M-19 era el grupo subversivo que menos encajaba en el ideal castrista, o guevarista, a mediados de los años 80 era el que tenía contactos más activos con el núcleo de la inteligencia cubana responsable de fomentar actividades subversivas en América Latina y que, se supo después, incluía negocios de droga. El incidente del transporte de armas en el buque Karina señala una sólida y temprana colaboración entre narcotraficantes, M-19 y Cuba para el trueque de armas por droga.
Las relaciones del M-19 con la droga se caracterizaron siempre por la ambigüedad, la elusión de responsabilidades y las esporádicas aceptaciones veladas. Sobre la conveniencia de los vínculos con el narcotráfico nunca hubo consenso, pero adoptaron la posición pragmática de mantener una distancia prudente sin impedir que algunos miembros apoyaran a los narcos o llegaran a establecer relaciones con los grandes capos, en particular con Pablo Escobar. En sus memorias, Vera Grabe hace referencia a una relación idealista con el cartel de Medellín, basada en la solidaridad de clase. Álvaro Jiménez, otro dirigente del M-19, menos ingenuo y tal vez menos cínico, habla de relaciones “funcionales y utilitarias” con los narcos y ofrece detalles que muestran que fueron estrechas y de largo alcance.
No menos insólita resulta la cordial y sin duda pragmática relación que, según algunos dirigentes, el M-19 mantuvo con Ariel Otero y Henry Pérez, líderes de las Autodefensas Unidas del Magdalena Medio. Los antecedentes fueron una frustrada reunión con los narcos de Medellín, bloqueada por Fidel Castaño, y un encuentro de los estados mayores de las Autodefensas del Magdalena Medio y del M-19 en territorio de Gonzalo Rodríguez Gacha. A pesar de que, según el M-19, el propósito de la reunión era destacar la importancia de la paz, el mismo relato revela detalles sustanciosos, y más verosímiles, sobre lo que se habló en ella: servicios militares especializados.
A partir de allí, en forma secreta, empieza una larga relación entre miembros de la cúpula que reportaban directamente al comandante Carlos Pizarro, y líderes de las autodefensas. Los contactos –según el relator se daban por encargo de Pizarro para conocer a fondo a las autodefensas e involucrarlas en el propósito de la paz. Un argumento que requiere malabares intelectuales para creerlo, lo mismo que el de las autodefensas en el sentido de que era un acto sin exigencias de reciprocidad.
Sobre las ventajas para el M-19 de esta insólita alianza, el mismo relator ofrece pistas sobre los aspectos que más le llamaron la atención durante sus visitas a la capital anti-subversiva de Colombia. El M-19 habría aprendido de primera mano ciertas leyes de supervivencia en el conflicto. Uno, el riesgo político y militar de una estrategia de financiación basada en el secuestro y la extorsión, por la reacción que genera. Dos, lo cómodo, e incluso inevitable, de recurrir al narcotráfico, que alcanza para comprar armas y mantener ejércitos, y para lograr apoyo político entre la población. Tres, que una buena estructura militar podía ser, per se, fuente importante de recursos económicos. En resumen, los más audaces subversivos del país habrían aprendido de los paramilitares cómo guerrear sin recurrir al secuestro.
Lo que no queda claro de los testimonios del M-19 es qué obtenían los paramilitares con esta alianza. Rumores y posteriores revelaciones de Carlos Castaño ofrecen una pista más creíble sobre la contraprestación: servicios militares altamente especializados. La audacia y la técnica militar del M-19 era admirada por narcos y los paramilitares, y cabe sospechar que esa era la médula de la alianza.
Vale la pena mencionar también el testimonio de un antiguo miembro del M-19 que, a principios de los 80, es enviado a Nueva York para montar arriesgados operativos de robo a distribuidores callejeros de cocaína. Varias cosas quedan claras del relato: que era la guerrilla más especializada en acciones audaces; que simpatizantes del M-19 tenían la capacidad de distribuir al por menor en el mercado de la cocaína en Estados Unidos, y que, por razones políticas, estos arreglos no eran conocidos por toda la organización.
Este caso es consistente con la hipótesis según la cual el grupo pudo marginarse de la industria del secuestro gracias a sus incursiones en el mundo de la droga. Así, resultan menos sorprendentes las recién revividas acusaciones sobre el carácter mercenario de la toma del Palacio de Justicia en 1985.
En forma más marcada que en las guerrillas de origen rural, en el M-19 se daba una gran fragmentación de la información sobre ciertos operativos. Nadie estaba bien enterado de lo que hacían los otros y no siempre se sabía quiénes eran los otros. Con la degradación del conflicto, la generalización de los procedimientos de “guerra sucia” y el recurso creciente a la financiación por medio de la droga, este folclórico desorden, una degeneración del gran “sancocho nacional” de Jaime Bateman, se convertiría en una pesada carga, imposible de manejar.
De esta manera, el progresivo e inevitable deterioro del M-19 habría llevado a Pizarro a firmar la paz. Pero es difícil creer que haya sido una decisión totalmente preventiva. Un planteamiento más verosímil sería que, en algún momento, Pizarro se dio cuenta de que era imposible impedir un mayor deterioro, desgaste y criminalización de un grupo ya metido en el narcotráfico. La acumulación de acciones audaces pero irresponsables, realizadas no por una organización estructurada sino por una heterogénea gama de actores débilmente unidos por una razón social en medio de una “guerra sucia”, pasaba la factura.