Manuela Morales, mediadora quiché


Algunas cosas han cambiado

El día Viernes Santo, poco después del mediodía, llego al Juzgado de Paz de Chichicastenango, en el centro de Guatemala, que está cerrado por las festividades de Semana Santa. Los alrededores -un par de tiendas misceláneas y cuatro despachos de abogados- también están vacíos. A pesar de no ser un día laborable, Manuela Morales, una mujer indígena quiché de unos 30 años, me atiende en el Centro de Mediación del que ella está encargada, al lado del Juzgado. Llega a la cita no sólo de manera cumplida sino anticipada. Muy orgullosa exhibe un elaborado huipil, tal como lo hacen la mayor parte de las mujeres indígenas en las celebraciones especiales. Es trabajadora social, está casada con un estudiante de derecho, y tienen dos hijos. Fuera de sus estudios corrientes en el centro educativo de la comunidad, los pequeños toman clases de natación y de artes marciales. La familia tiene planes de establecerse un par de años en el exterior, en Argentina o España, para que Manuela haga una especialización en mediación. 

Varios afiches en la oficina del juzgado llaman la atención. En uno de ellos, en medio del triángulo rojo típico de las señales de tránsito, se ve la imagen de un policía dándole una patada a otra figura que se eleva del suelo por la contundencia del golpe. La leyenda es tan impactante como la caricatura: “¡La brutalidad policial existe. Basta ya!”. El afiche lo complementan una serie de instrucciones sobre lo que se debe hacer en caso de sufrir abusos o “torturas a manos de policías, soldados y otros funcionarios”. Lo que en épocas no remotas hubiera pasado por un pasquín pegado de contrabando por algún arriesgado militante es ahora un letrero oficial del Organismo Judicial. Al lado se ve otro afiche que hace alusión a la violencia en el hogar escrito en español y en dialecto indígena.

La escena, no sobra recordarlo, es poco consistente con las versiones, recurrentes en las publicaciones académicas y en los medios de comunicación, según las cuales nada ha cambiado en Guatemala en las últimas décadas. Es válido plantear, por el contrario, que Manuela Morales y estos dos afiches, por sí solos, muestran un cambio radical en la situación de los indígenas, en la de sus mujeres, en la represión oficial y en la impunidad de los policías y de los militares en Guatemala. El contraste con algunas descripciones sobre los abusos a que eran sometidas las mujeres indígenas por los militares en las épocas del conflicto armado es abismal. Ahora, Manuela Morales hace parte de la autoridad. De una autoridad que ya no es militar sino civil.

Es fácil ignorar a Manuela y sus afiches para criticar el funcionamiento actual de la justicia guatemalteca. No es ardua la labor de enumerar todo lo que falta para lograr una justicia imparcial, eficaz, accesible y creíble, que genere confianza entre los ciudadanos. De hecho, son numerosas las entidades, o los medios de comunicación, nacionales e internacionales centrados en la labor de criticar la justicia en Guatemala sin reconocer ninguno de sus avances [1]. No es sencillo, sin embargo, definir el estándar con el que se pretende comparar el desempeño actual de esa justicia. Son pocos los países que presentan simultáneamente la herencia de un largo conflicto armado, una fuerte influencia de crimen organizado y una diversidad étnica o cultural tan marcada.

El reproche más recurrente a la reforma judicial guatemalteca es el de haberse concentrado en la jurisdicción penal. Para el post-conflicto era una jurisdicción prioritaria, y es la que sigue enfrentando mayores dificultades. Paradójicamente, la misma observación se le puede hacer a esas críticas: se han limitado a lo penal y han pasado por alto los avances logrados en otras áreas. Esta observación debe tenerse en cuenta al interpretar las encuestas de opinión pública sobre la justicia guatemalteca. Los indicadores más bajos de confianza recaen sobre las instituciones que más directamente están involucradas en lo penal, como la Policía Nacional Civil o el Ministerio de la Gobernación [2], responsable del sistema penitenciario. Así, una parte de la desconfianza que aún se manifiesta hacia el Organismo Judicial parece estar relacionada con el todavía débil desempeño de la jurisdicción penal y sobre todo, por la tradición de abusos por parte de los organismos de seguridad estatales. Ese es el mensaje implícito en los afiches del juzgado de Manuela.

A pesar de lo anterior, hay en la actualidad en Guatemala una percepción global positiva sobre la evolución de la justicia a lo largo de la última década. Una encuesta realizada en el 2007 entre usuarios internos y externos del sistema judicial [3] señala, en ambos grupos, una significativa mayoría que opina que la justicia funciona mejor que hace 10 años.

No es obvio determinar a qué se debe esta percepción de mejoría en la justicia entre los guatemaltecos. Se tiene, en la misma encuesta, una idea de cuales son los aspectos de la justicia que los usuarios externos consideran han mejorado. Se encuentra en primer lugar la infraestructura física. Un 91% de los encuestados considera que en ese aspecto la justicia está mejor que antes. Le siguen en orden de consenso, la dotación de equipo (80%), el sistema de antecedentes penales (79%) y el cubrimiento de los juzgados (73%). En el otro extremo, tan sólo 16% de los usuarios opinan que la transparencia ha mejorado y una proporción similar (18%) se emite acerca de la rapidez de los procesos. Algo queda claro con estas respuestas: que los avances susceptibles de alterar los indicadores de desempeño basados en estadísticas judiciales ocupan un modesto lugar en las percepciones de los ciudadanos.

Si bien se entiende que personajes como Manuela Morales puedan pasar desapercibidos por los críticos, o que las encuestas de opinión despierten escepticsimo y no ameriten comentarios, resulta sorprendente el flagrante desconocimiento de los avances logrados en materia de recuperación de la autoridad civil. Tan sólo el enfático ¡denúncielos! de los afiches en el juzgado de Manuela Morales referido a los abusos y a las torturas por policías y militares muestra bien que se ha dado un avance cualitativo.

Uno de los objetivos fundamentales de la reforma judicial en Guatemala fue la reducción del poder militar, sobre todo en las áreas rurales más afectadas por el conflicto armado. La justicia como uno de los pilares de la democracia, y consecuentemente, el esfuerzo por reemplazar la influencia -y la inmunidad- castrense por la justicia civil no es una peculiaridad guatemalteca. En el cono sur, la llamada transición democrática para superar los regímenes dictatoriales se dió acompañada de un esfuerzo explícito por fortalecer la administración de justicia. Las medidas específicas que se tomaron para alcanzar este objetivo variaron entre países. En Argentina, por ejemplo, se buscó reintegrar a los jueces ilegalmente desvinculados de sus cargos por la dictadura, remover aquellos nombrados por los militares y renovar por completo la Corte Suprema que se consideraba comprometida con el régimen [4]. En Chile, se quiso revertir no sólo lo que se consideraba una “actitud generalizada de sumisión y falta de independencia de parte de la gran mayoría de los jueces frente al poder político de la época (de la dictadura)” [5] sino la excesiva concentración de poder en la Corte Suprema, reforzada por el gobierno de Pinochet. Así, las primeras medidas de reforma estuvieron orientadas al recorte de facultades a la Corte, a la creación del Consejo de la Magistratura y al fortalecimiento de la carrera judicial.

Por muchos años, los militares guatemaltecos fueron el poder de facto en muchos municipios. Gozaban de virtual impunidad ante cualquier desafuero y a esa instancia informal acudían las personas para resolver distintos tipos de conflictos. De acuerdo con la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), a lo largo del conflicto armado, el sitema de justicia contribuyó a una “cultura y práctica autoritarias y excluyentes de las mayorías” [6]. Como bien lo ilustra un Juez de Paz de la zona del Petén, “cualquier militar era omnipotente, antes usted era militar y nadie lo podía tocar” [7].

A pesar de todo lo que falta por corregir en materia de impunidad, o de participación política, de algunos miembros de las fuerzas armadas, el avance en esa dirección ha sido considerable. “Ahora están supeditados a las fuerzas normales … ahora el poder militar ya no ejerce cualquier diligencia, ya él se abstiene, actúa como un observador” [8]. Esta gráfica observación, referida al ámbito local por un Juez de Paz del Petén, la comparten en su esencia todas las personas entrevistadas en Guatemala. Sobre la disminución del poder militar y la paulatina consolidación de una autoridad civil en los últimos años están todos de acuerdo: jueces en la capital, mediadores, jueces de paz comunitarios, académicos, abogados litigantes e incluso observadores de la oposición y los más severos críticos de la reforma judicial [9].

El sólo nombre de uno de los Acuerdos de Paz, sobre Fortalecimiento del Poder Civil y Función del Ejército de una Sociedad Democrática, refleja de manera explícita que uno de los objetivos medulares de las negociaciones políticas que condujeron a la reforma judicial era disminuir la influencia militar en la solución de conflictos, facilitando el acceso a la justicia civil de los grupos marginados de la población; los mismos grupos, habitantes de zonas rurales e indígenas que eran, a su vez, las principales víctimas del conflicto armado y de un poder militar sin contrapesos. 

Dos estrategias se vislumbraron en los Acuerdos para facilitar la transición a la democracia: la desmilitarización del poder civil y la reconversión militar. En particular, se buscó “que muchas de las funciones públicas anteriormente realizadas por estructuras militares, sean cumplidas por el poder civil” [10].

Otro de los componentes cruciales de los Acuerdos de Paz era el fortalecimiento del poder local, no sólo mediante la descentralización político administrativa o el aumento de los presupuestos regionales, sino tomando en cuenta las características y prácticas culturales de los habitantes construyendo espacios en donde “las autoridades tradicionales puedan integrarse con la estructura pública, respetando los mecanismos tradicionales” [11].

Si bien a nivel nacional una de las motivaciones fundamentales de los Acuerdos era desmontar la capacidad de los militares para intervenir en política, a nivel local el desmonte de su poder y la consolidación de una autoridad civil estaban atados a la capacidad de resolver conflictos y garantizar la existencia de una autoridad civil tanto para las labores administrativas como judiciales .

Preguntados de manera explícita sobre si el proceso de reforma ha implicado un “antes y un después” en términos del poder de los militares, los jueces de paz del Petén, una de las regiones más apartadas del país se muestran en completo acuerdo. No comparten la impresión de un Estado guatemalteco represivo y militarista. Ya no ven el militar como un enemigo, sino como un “colaborador en la seguridad y que está contribuyendo en la prevención del delito y la administración de justicia” [12]. Consideran que para la resolución de conflictos entre los ciudadanos los militares ya les cedieron por completo esas funciones. Ni siquiera consideran dignas de preocupación posibles interferencias en sus labores. Ante la posibilidad hipotética de un conflicto de linderos, afirman que no se sentirían afectados para tomar una decisión si una de las partes afectadas fuera un ex militar, ni siquiera un militar activo. “No tenemos temor” [13]. Sería poco prudente desconocer estos avances por no contar con un indicador cuantitativo de la influencia militar en la solución de conflictos o con una encuesta de opinión que estaría sin duda contaminada por uno o dos casos muy visibles de impunidad militar.

 “El cumplimiento de los Acuerdos de Paz desencadenó un proceso de fortalecimiento en las instituciones de justicia sin precedentes en la historia republicana, en donde el  apoyo de la comunidad internacional y la incorporación de nuevos actores de la  sociedad civil se han convertido en aliados estratégicos” [14]. Un Juez Civil de 1ª instancia, también en Petén, comparte estas apreciaciones. No se trata de un vocero oficial del Organismo Judicial. Por el contrario, es bastante crítico de varias actuaciones y actitudes de las autoridades jurisdiccionales. Pero se declara convencido que, en buena parte, la mayor presencia de autoridad civil  se facilitó con el esfuerzo de construcción de infraestructura [15].

Aunque sería arriesgado atribuir la totalidad de la consolidación de la autoridad civil a la construcción de nuevos juzgados no sería prudente ignorar que ese esfuerzo pudo, como opina el juez, jugar un papel determinante. La expansión del sistema judicial en los últimos años ha sido considerable. El número de juzgados pasó de 367 en 1997 a 583 en el 2006. A nivel nacional, se pasó de 3.9 juzgados por 100 mil habitantes a 4.6.  Este aumento de cobertura se dio no sólo de manera generalizada sino, además, con una significativa recomposición regional a favor de los departamentos que estaban menos bien atendidos por la justicia.


En el año 97, el departamento de Guatemala, con menos del 23% de la población concentraba casi el 30% de los juzgados. Para el 2006 su participación en el total de juzgados era ya equivalente a la de su población. En el año 97, la relación entre el número de juzgados per cápita del departamento mejor atendido (El Progreso) y el último (Totonicapán) era de uno a cinco. Para el 2006 la relación entre los dos extremos era tan sólo de tres.  El cálculo de un coeficiente de GINI para la distribución departamental de los juzgados señala que este índice de desigualdad se dividió por dos.  Para los Juzgados de Paz, la dinámica fue similar. De 229 en 1997 pasaron a 365 en el 2006. También hubo un incremento en términos per cápita y una redistribución regional favorable. Además, los departamentos en los que más se aumentó la cobertura fueron aquellos con una mayor proporción de población indígena.

¿Cómo explicar que estos indudables logros, sobre todo en un tema tan complejo como quitarle poder de los militares, se pasen por alto y se siga insistiendo que la justicia guatemalteca funciona tan mal como siempre?

Más de un tuerto

En una columna reciente  Alfredo Molano critica el lente tuerto con que Andrés Hurtado García fotografía a Colombia. Le parece inconcebible que sólo muestre cosas positivas. “Es como si lo feo y lo malo no existieran”. Contrasta esa actitud -que según él sólo sirve para ilustrar almanaques, libros de sobremesa y postales- con la de Sebastião Salgado, “el fotógrafo brasileño que muestra sin miedo toda la violencia y la desesperanza de esta gran humanidad doliente” [16].

Fuera del comentario obvio –que las columnas de Molano son el otro lado del espejo de las fotos de Andrés Hurtado- el escrito, también tuerto, es una buena muestra del papel que juegan algunos intelectuales progres en América Latina. Destacar a Manuela Morales como algo digno de mención dentro del sistema judicial guatemalteco podría ser, bajo esa óptica, equivalente a publicar, en un país subdesarrollado, un almanaque con fotos de playas al atardecer.

Tradicionalmente la discusión sobre socialismo se ha centrado en la propiedad, privada o colectiva, de los medios de producción. Pensando sólo en lo que los socialistas promueven, o promoverían, al llegar al poder, se ha abandonado la discusión sobre su rol en el debate político. Zygmunt Bauman sugiere que el rasgo más común del socialismo es el ser la “perpetua contra-cultura alternativa al sistema existente    su intrínseca crítica del presente, inseparable de su orientación hacia el futuro” [17]. Esta característica, flexible y cambiante, de agorero perpetuo del statu-quo es lo que hace difícil describir el socialismo en términos de un programa político o social preciso y delimitado. El continuo llamado a una sociedad más justa, rara vez bien definida, el señalamiento del capitalismo como el falso mesías, la constante y activa crítica a la propiedad privada y a los valores burgueses, el desconocimiento de cualquier eventual avance dentro del sistema, siguen siendo los rasgos más notorios del socialismo, y de los progres. 

No todas las críticas al sistema provienen del socialismo. El mismo Bauman trata de discernir la esencia del reproche socialista. Lo más nítido sigue siendo a nombre de quien se envía el mensaje de reprobación: de los marginados y los débiles, aquellos que no resisten el embate de la competencia, el laissez-faire y el individualismo. El destinatario ya es más confuso. Se trata de una especie de poder -moral o político, nunca militar- lo suficientemente fuerte para controlar los excesos de los mecanismos de mercado y del establecimiento, pero también lo suficientemente benévolo para compensar a los damnificados. El contenido del mensaje es lo que más ha variado, tanto por los distintos contextos en los que se da la crítica socialista, como por el desacuerdo en torno a la manera de acercarse a una sociedad más justa.

La otra cara de la moneda del socialismo como, esencialmente, una crítica del capitalismo, es una ideología económica –el neoliberalismo- cuya principal misión ha sido alertar sobre los estragos y las ineficiencias que puede causar la propiedad colectiva de los medios de producción. 

Lo que James Scott denomina modernismo intenso, una aspiración que desde sus inicios comparten una diversa gama de disciplinas –científicos, ingenieros, burócratas, planificadores, arquitectos y otros visionarios- no parece tener barreras ideológicas o políticas. Como convicción no ha sido prerrogativa de una única vertiente política y ha tenido impulsores tanto a la izquierda como a la derecha. Presenta tres características complementarias. La primera es la fe ciega en la posibilidad de ordenar administrativamente la naturaleza y la sociedad. Sus visionarios han pretendido instaurar una ambiciosa ingeniería social para regular todos los aspectos de la vida en comunidad y mejorar la condición humana. El segundo elemento es el uso ilimitado del poder del estado moderno como instrumento para lograr los objetivos de transformación social. Consecuentemente, el tercer componente es una sociedad civil postrada que carece de la capacidad para resistir esos ambiciosos planes [18]. 

En materia de justicia, la simplificación dogmática desde ambos extremos del espectro político ha sido bastante nociva. Ha empantanado el diagnóstico, sacrificando la descripción de lo que existe y lo que ocurre por el planteamiento de lo que debería existir. En segundo término, se ha trivializado la difícil tarea de juzgar y dictar una sentencia, algo inseparable de la autoridad, para imponer a una de las partes algo contrario a lo que buscaba. Lo que parecería haberse impuesto es que, en principio, todos los conflictos se pueden y deberían resolver con el diálogo –para los progres- o con la negociación económica -para los tecnócratas. Además, se ha pretendido convertir al juez, cuya labor cotidiana de resolver litigios concretos es ya bastante compleja, en un aliado en la búsqueda de alguna utopía. Así, mientras desde el lado progre se exige que el juez promueva activamente la justicia social, desde la tribuna tecnocrática se le pide que se concentre en favorecer el intercambio y el crecimiento económico.

En otro plano, la visión desde el aire -la búsqueda de la perfección- que caracteriza ambas ideologías, y en particular la visión tecnocrática, tiende a menospreciar los esfuerzos modestos por adaptar las instituciones de manera progresiva y gradual. De acuerdo con esta visión, en materia de reforma a la justicia se debe, antes que nada, pensar en grande, construir catedrales. Los esfuerzos no pueden limitarse a pequeñas mejoras, o a programas locales que no contribuyan a objetivos grandiosos. “Sin la protección de los derechos humanos y los derechos de propiedad, y un sistema integral de leyes, no es posible un desarrollo equitativo. Cualquier gobierno debe asegurar que tiene un sistema efectivo de códigos de propiedad, contratos, laboral, bancarrota y comercio, leyes sobre derechos individuales, y otros elementos de un sistema legal integral, administrado de manera limpia e  imparcial por un sistema de justicia funcional, imparcial y honesto” [19].

Al igual que los proyectos urbanísticos de Le Corbusier, siempre concebidos como desde un globo, a los programas de reforma modernos se les ha exigido ser generales, ambiciosos, con impacto nacional, regional o global. Se debe en principio ignorar lo que existe, o demolerlo para (re)construir sin contemplar la posibilidad de remodelaciones modestas. Además, se deben suministrar datos a la crema de la tecnocracia mundial para las comparaciones internacionales que permitan tener una visión global del rule of law y se pueda recurrir a la expertise internacional siempre que se requieran sus técnicas. La verdadera reforma debe ser un revolcón. Por eso los pequeños logros, como un centro de mediación dirigido por una mujer indígena, pasan desapercibidos.

El problema central con la ortodoxia, no son los objetivos económicos y sociales per se, sino la precariedad de los supuestos, la ignorancia sobre su impacto, la escasa posibilidad de logros tangibles y, también, la atención insuficiente que se le presta a las necesidades legales de los grupos más desfavorecidos de la población [20]. Sobre este último punto, es necesario reconocer que, en forma mucho más marcada que la ideología progre, la visión ortodoxa conservadora del rule of law, “le presta demasiada atención a la construcción de estructuras formales en las instituciones estatales, y muy poca a la sociedad civil y al impacto de las reformas sobre la población más pobre” [21].

Si bien es cierto que, casi por definición, la ideología progre es más sensible a la situación de los derechos de las personas marginadas, y por esa vía, está más abierta a las reformas parciales, locales y focalizadas, tampoco debe pasarse por alto que se trata de un terreno fértil para la construcción de catedrales, no sólo judiciales sino políticas y sociales. “En América Latina ha predominado un tipo de concepción constitucional cercano a la visión decimonónica del constitucionalismo francés … Las constituciones contienen las reglas esenciales para el progreso y la justicia social de los pueblos … son concebidas como cartas políticas para el futuro y no como instrumentos jurídicos para regular el presente” [22].

La ambición de algunas propuestas progres haría palidecer de la envidia a Le Corbusier. Con el proyecto de una Constitución Común para Latinoamérica, por ejemplo, se espera no sólo desarrollar judicialmente “una cultura política respetuosa del Estado de Derecho, la democracia y los derechos humanos” sino, también “evitar errores cometidos en el pasado (con Fujimori cerrando la Corte Suprema, por ejemplo)” [23]. No es simple coincidencia que, de manera similar a los modelos econométricos de corte  transversal entre países, tan de boga entre los tecnócratas globales, uno de los objetivos de este proyecto sea “el aumento del comparativismo normativo y jurisprudencial en el sur global”. De nuevo, parecen escasas las posibilidades de que Manuela Morales, mediadora quiché, se considere un avance digno de mención.

La reforma judicial en América Latina

En América Latina, la reforma judicial ha sido considerada como un paso previo indispensable para la democratización o para el desarrollo económico [24]. A pesar de lo anterior, y del hecho que buena parte de los países de la región terminaron el siglo XX con “instituciones judiciales débiles, políticamente vulnerables e ineficaces … que soportaban códigos penales anticuados, juzgados mal organizados y financiados, mal entrenamiento y remuneración para los jueces, procedimientos que impedían la transparencia y condiciones deplorables de las prisiones” [25] los inicios del nuevo siglo se dieron acompañados de un desarrollo económico impresionante. Además, en América Latina no siempre fue nítido el vínculo entre la justicia y la fortaleza de la democracia; la justicia ha operado también bajo regímenes dictatoriales.

Casi todos los países de la región emprendieron algún tipo de reforma para renovar o modernizar sus sistemas judiciales. La gama de esfuerzos fue amplia, desde la reforma constitucional hasta ajustes técnicos en los procedimientos pasando por la introducción de nuevos códigos.

DeShazo & Vargas (2006) señalan varias etapas, a lo largo de las últimas cuatro décadas, en este proceso. Desde algunos ajustes mecánicos durante los sesenta a enfoques más sistemáticos en las décadas siguientes. La última y más intensa ola de reformas se dio a partir de los años noventa bajo el impulso de la consolidación democrática en el continente. Durante esta fase, se han invertido cerca de mil millones de dólares –por parte de la banca multilateral, países donantes y ONGs- buscando reformar los sistemas judiciales. Los resultados de este monumental esfuerzo –que se concibió como de largo plazo- no son obvios ni fáciles de medir. Parece haber acuerdo en destacar los casos de Chile y Costa Rica como los más exitosos en la región. 

Rodríguez (2009) menciona las dos visiones del derecho, no siempre armoniosas, que inspiraron los procesos de reforma judicial. Está por un lado la visión económica –o neoliberal como se denomina en América Latina- y por el otro la visión neoconstitucionalista. La primera ha impulsado una función estabilizadora del derecho: la seguridad jurídica que favorece el desarrollo de los mercados. La segunda, basada en una comprensión amplia y expansiva de los derechos civiles, políticos y sociales, privilegia otorgar mayores “capacidades individuales para hacer las cosas que una persona tiene buenas razones para valorar” [26]. Detrás de cada una de estas visiones habría dos actores dominantes: los tecnócratas económicos en el campo neoliberal y, en la otra orilla, los jueces de los tribunales constitucionales, tal vez la herencia más tamizada de los ideales socialistas y progres.

En la literatura jurídica y constitucional de la región, el Banco Mundial aparece por lo general como uno de los adalides, a partir del Consenso de Washington, de la visión neoliberal del derecho y como el principal promotor de las reformas judiciales orientadas a la apertura, al fortalecimiento de los mercados y a garantizar condiciones favorables a la inversión extranjera [27].

Otra función que la visión neoliberal del derecho atribuye al aparato judicial es la garantía del orden público, también considerado un requisito para el  adecuado funcionamiento de los mercados. Para la visión económica, la prioridad ha sido la estricta aplicación (enforcement) de las leyes con la garantía que los infractores reciban una sanción. Para el movimiento neoconstitucional, ha sido crucial promover la defensa de los derechos humanos y, en particular, ampliar las garantías procesales de las personas acusadas penalmente. En el frágil punto de convergencia de estas dos prioridades se pueden situar los esfuerzos por modernizar el régimen penal y reformar sus instituciones de soporte, como las fiscalías, las defensorías, y los cuerpos de policía. Este es el ámbito en el que se señalan los mayores éxitos de reformas judiciales en el continente. “Ha habido un progreso importante en desmantelar los sistemas de procedimientos inquisitivos  que llevaban a prácticas autoritarias, sobre todo al abuso de la detención preventiva, y a su reemplazo por el sistema acusatorio que es más transparente y respetuoso de los derechos del acusado. Con la adopción del sistema acusatorio, la investigación criminal la dirigen fiscales que trabajan con la policía en lugar de los jueces de instrucción, los juicios son públicos y orales, el acceso a la defensa se ha facilitado y los casos se tramitan con más agilidad” [28].

En este último contexto, el de la reforma penal, y en particular la policial, un tema muy discutido en América Latina, ha sido el de la responsabilidad –nacional o local/municipal- de las políticas de seguridad. A pesar de los evidentes paralelos y complementaridades entre los dos ámbitos –seguridad ciudadana y justicia- la discusión sobre cuál es la instancia regional más pertinente para la formulación de las políticas, ha estado, por el contrario, ausente del debate sobre reforma judicial. Esta ha sido una importante limitación del diagnóstico. 

Profundizando aún más la carencia de una visión local en el diseño de los programas de reforma judicial de corte económico es claro que ha predominado el enfoque desde arriba, o top-down: los macro proyectos diseñados y coordinados a nivel nacional, en detrimento de los esfuerzos, que existen y normalmente han sido más exitosos, emprendidos y promovidos desde abajo, bottom-up, tanto desde los municipios como por organizaciones locales e incluso por jueces comprometidos con la reforma y la innovación.

En el frente externo, la visión económica, macro, o top down, se tradujo en un modelo global de la justicia relativamente homogéneo, e impulsado más por expertos internacionales en técnicas –administrativas, organizativas, informáticas- que por el conocimiento autóctono en temas como los procedimientos, los hábitos de los litigantes, la sociología jurídica o incluso la artesanía informática. Además, una parte de los programas de reforma no involucró en la discusión a los centros de investigación, think tanks, y ONGs interesados en temas legales que proliferaron en casi todos los países a partir de los años noventa. Paradójicamente, este modelo global y uniforme de los sistemas judiciales no le ha prestado suficiente atención a las crecientes presiones que, desde el exterior, condicionan la justicia en los países. Ejemplos notorios en ese sentido son las políticas contra las drogas, los derechos humanos y las leyes de inmigración.

Los avances en el interés, la investigación y la discusión pública de temas legales no son más que una parte de un verdadero vuelco en el debate jurídico, y se dieron de manera simultánea con una profesionalización de la enseñanza del derecho, un mayor protagonismo judicial, y una apertura hacia el exterior. Así, frente a lo que Rodríguez (2009) denomina el proyecto neoliberal global para la justicia se fue consolidando una corriente neoconstitucional, también global, que resultó de tres fenómenos paralelos. Uno, el movimiento de derechos humanos surgido como resistencia a las dictaduras del cono sur y fortalecido por varias ONGs concentradas en ese tema. Dos, la proliferación de “redes formales e informales de académicos del derecho” [29] que buscaban hacer contrapeso a las reformas exclusivamente neoliberales. Tres, la “comunidad global de tribunales” sobre todo constitucionales que, en red y con reuniones informales o periódicas, intercambian ideas, jurisprudencia, e incluso jueces y asistentes judiciales [30].

El soporte intelectual e ideológico de estos dos movimientos globales se podría caricaturizar como una extensión de las posiciones de derecha e izquierda en la política. Hay algo de relevante en esa afirmación. Pero la cuestión es más compleja. La visión económica de la justicia cuenta con el respaldo del Law & Economics, una disciplina que, aunque con menos ímpetu que en los EEUU, ha ganado adeptos en el continente. Igualmente determinante ha sido la influencia de la economía institucional, de dónde surge el postulado básico que la justicia juega un papel determinante en el desarrollo. El movimiento neoconstitucional, por su parte, se inspira en una combinación de fuentes, como el “nuevo derecho” o el “uso alternativo” de los tribunales que propone un mayor activismo jurídico para transformar la sociedad o las tradiciones constitucionales de los países europeos “que cuentan con vigorosos derechos sociales, en general, y con tribunales constitucionales activistas, en particular (p. ej. Alemania)”  [31].  Por último, se puede pensar que el escepticismo del neoconstitucionalismo frente a la capacidad del derecho para promover el desarrollo económico sea una “lección aprendida” del movimiento de law & development.

Las relaciones entre estos dos movimientos han sido complejas, pero no siempre conflictivas. A pesar de algunos álgidos enfrentamientos, como el antagonismo en Argentina entre los reformadores económicos y los defensores de derechos humanos en el gobierno de Menem, o las recurrentes controversias en Colombia sobre el, según los economistas, excesivo activismo de la Corte Constitucional, en buena parte de los ordenamientos legales actuales conviven las tendencias neoliberales con las neoconstitucionales. Un ejemplo digno de mención en ese sentido es la Constitución Colombiana de 1991 en la cual se observan parcelas bien definidas de cada movimiento.

De todas maneras, en toda América Latina persiste una marcada polarización ideológica y política en torno a la política judicial. Estas divergencias no son nuevas. Por el contrario, son las manifestaciones más recientes de un antiquísimo debate en torno a la justicia, entre dos maneras antagónicas de ver el mundo.


[1] Ver por ejemplo FMM (2004), PBI (2007), CIJ (2005). En los medios, “La justicia en Guatemala es inoperante, dice organismo ONU, Ciudad Guatemala. Agencia AFP,| 9 septiembre de 2008 o “La Justicia de Guatemala está en deuda”, El Clarín, Buenos Aires, Febrero 6 de 2005. 
[2] Novoa (2007)
[3] Los primeros incluyen a los jueces, al personal auxiliar y a los administradores. Los segundos a los abogados, líderes comunitarios, representantes de los sectores públicos o privados y autoridades locales civiles.
[4] Binder (2006) p. 3
[5] Riego (2006) p. 1
[6] PBI (2007) p. 11
[7] Entrevista Nº 27
[8] Entrevista 21
[9] Entrevistas 10 a 15, 19 a 28, 30, 32, 33 y 38
[10] Calvaruso et. al. (2007) p. 39
[11] Calvaruso et. al. (2007) p. 22
[12] Entrevista 22
[13] Entrevista 22
[14] Ramírez (2006) p. 2
[15] Entrevista 18
[16] “Un lente tuerto”. El Espectador, Abril 19 de 2009, http://www.elespectador.com/columna136565-lente-tuerto
[17] Bauman (1976) p. 50
[18] Scott (1998) pp. 88 y 89
[19] Wolfensohn, James (1999). Proposal for a Comprehensive Development Framework. Citado por Kelinfeld (2006) p. 66
[20] Golub (2006)
[21] Golub (2006) p. 107
[22] De Sousa Santos y García (2001) p. 76
[23] Rodolfo Arango, “Ius Constitutionale Commune”, El Espectador, Noviembre 5 de 2009.
[24] Una revisión de la literatura se encuentra en Messick (1999). Para una crítica a este supuesto ver Carothers (2006)
[25] DeShazo & Vargas (2006)
[26] Sen, Amartya (1999). Development as Freedom. Citado por Rodríguez (2009) p. 15
[27] Dezalay y Garth (2002), De Sousa Santos y García (2001)
[28] DeSchazo & Vargas (2006) p. 13
[29] Rodríguez (2009) p. 41
[30] Según Rodríguez (2009) el apoyo financiero europeo, y en particular alemán, ha sido definitivo en la configuración de esta red de constitucionalistas.
[31] Rodríguez (2009) p. 43