Tres décadas de homicidio, secuestro y tráfico de drogas en Colombia.


Por Mauricio Rubio *
FEDESARROLLO 35 AÑOS
Varios elementos permiten caracterizar la violencia colombiana en los últimos treinta y cinco años. El primero es una tasa de homicidios que, creciente desde 1970, alcanzó niveles extraordinarios a principios de los noventa para luego descender de manera casi continua hasta la fecha. El número anual de muertes violentas ha sido tal vez la variable más esquiva a una teoría satisfactoria sobre sus determinantes, a pesar de ser una de las más analizadas. Hay cierto acuerdo en que el incremento a lo largo de los años ochenta estuvo vinculado al auge de la droga, pero probablemente nunca se sabrá con certeza por qué las tasas de homicidio empezaron a caer desde principios de la década pasada.
Las explicaciones sobre sus niveles actuales, comparativamente bajos, son variadas y van desde las visiones optimistas que ven allí el resultado de la aplicación exitosa de políticas en el ámbito urbano hasta versiones sombrías que detectan, por el contrario, la consolidación de paraestados en algunas regiones.

No ha habido información sistemática, representativa y fiable sobre los homicidas, y mucho menos sobre sus motivaciones. Testimonios dispersos sugieren un abanico lo suficientemente variado como para dar cabida a casi todas las explicaciones propuestas sin que se pueda avanzar en el punto crítico de su importancia relativa. La dificultad del diagnóstico la resume bien alguien cercano a uno de los grupos más activos en materia de homicidios en los años ochenta: “En esa época todo el mundo mataba. Y mataban desde todos los lados. Entonces uno decir que fue fulanito, creo que es imposible”.

El segundo elemento peculiar de la situación colombiana es la alta incidencia del secuestro, cuya evolución difiere de la de las muertes violentas, y que muestra con claridad dos booms: el primero entre 1987 y1991 y el segundo desde 1997 hasta el cambio de siglo. Más adelante se discuten algunos factores que pudieron contribuir al primer auge; el segundo es más misterioso. Los aumentos tan bruscos, además de generalizados en todo el país, que se dieron tanto en el 87 como diez años más tarde invitan a pensar en choques exógenos sobre los cuales aún se sabe poco.
Cuesta trabajo creerlo, pero el primer boom del secuestro aparece en las series muy ligado estadísticamente a una desafortunada reforma del código de procedimiento penal que, en la práctica, paralizó por cuatro años la investigación criminal en el país.  Además, algunos indicios permiten sugerir -a nivel especulativo pues en estos temas no siempre es factible contrastar hipótesis- que en la difusión de la información que facilitó esa primera oleada del secuestro habría jugado algún papel la exótica alianza entre la más sofisticada de las guerrillas y el narcotraficante mejor capacitado en temas legales. Sobre el segundo auge de la actividad, que se inició antes de la zona de despeje con la campaña de las mal llamadas pescas milagrosas, también falta que se aclaren varios aspectos. El más elemental es por qué la guerrilla tomó esa decisión que al poco tiempo se le devolvería como un verdadero boomerang. En efecto, todo indica que la masificación y democratización del secuestro fue un factor definitivo en la saturación de los colombianos y marcó un quiebre, tal vez definitivo, en el curso del conflicto.

Aunque se podría pensar que la reciente y drástica caída del secuestro –que para el último año está sobre estimada por un cambio en la metodología de las cifras- ha sido simplemente resultado del restablecimiento de la autoridad estatal, de la recuperación del control en las carreteras y del mayor éxito en las operaciones de rescate, hay algunas asociaciones entre indicadores que resultan incómodas y que aún claman por buenas explicaciones. Una de ellas es la alta correlación entre la cifra de secuestros y la de civiles asesinados por los grupos paramilitares.
Sobre la tercera peculiaridad colombiana, la producción y exportación de drogas, se cuenta con indicadores menos confiables. Aunque en el contexto de una progresiva consolidación, los cambios en la demanda mundial de la cocaína, en la composición de la oferta, en las técnicas de cultivo, así como el efecto incierto de los esfuerzos de erradicación  hacen difícil precisar la evolución de la actividad durante las tres últimas décadas.

La cuarta característica, paradójica, de la violencia colombiana es que a pesar de la tendencia indiscutiblemente favorable de los dos indicadores más graves en los últimos años, persiste la impresión de deterioro del conflicto y de una situación fuera de control. Esta percepción seguramente se debe a manifestaciones más específicas y agudas del conflicto, como la población desplazada.  De cualquier manera, hace tres lustros, cuando las tasas de homicidio y de secuestro doblaban las actuales, y cuando un poderoso barón de la droga lograba acomodar la Constitución a sus intereses, no eran usuales las referencias a Colombia como un Estado fallido -que se han vuelto frecuentes- ni el país ocupaba un lugar tan destacado en la agenda de las organizaciones defensoras de derechos humanos. Por el contrario, campeaba el optimismo y se emprendían ambiciosas reformas en las cuales apenas se mencionaba el tema de la violencia.

Fuera de las manifestaciones de criminalidad organizada  nada permite, en materia de violencia, establecer una distinción tajante entre Colombia y el resto de países latinoamericanos. No obstante, algunos extraños personajes, que existen en todas partes, han recibido inusitada atención en el país como responsables locales de la violencia: los ciudadanos intolerantes, los jóvenes que se embriagan y riñen, los capitalistas salvajes y los delincuentes comunes. En el otro extremo, algunas de las organizaciones que jugaron un papel crucial en el deterioro de la situación, que contribuyeron a la perversa mezcla de criminalidad y conflicto armado, al impulso de la guerra sucia, han recibido menos atención en términos de su responsabilidad y están pasando a la historia como promotores de la paz.

A pesar de haber sido, junto con la droga, uno de los principales carburantes del conflicto colombiano, y a pesar de tratarse, por la homogeneidad de los victimarios, de una actividad cuya evolución es más susceptible de ser analizada que la de los homicidios, sobre el secuestro ha habido pocos estudios en el país, y errores de política más protuberantes. Sin embargo, su evolución, y los múltiples y complejos vínculos con la droga y las muertes violentas dan luces sobre el desarrollo del conflicto en la década crítica de los ochenta. Vale la pena por lo tanto detenerse en esa época de intensificación de la violencia, así como en uno de los grupos que, a pesar de su liderazgo inicial en la actividad del secuestro, y en la propagación de la guerra, logró desmarcarse oportunamente. Para sacar de allí algunas lecciones.

Se puede en este punto hacer explícita una de las ideas básicas que surge al mirar en perspectiva las últimas tres décadas de violencia en el país, y cuyo enunciado parece de Perogrullo: es más grave el secuestro que un tipo peculiar de contrabando. Colombia se hubiera ahorrado un buen número de muertes violentas si en lugar de emprender una insensata cruzada antinarcóticos hubiese reaccionado oportunamente ante el secuestro. O, por lo menos, si no se hubiera pretendido avanzar en paralelo en dos frentes tan inconsistentes como pueden ser una guerra contra las drogas, algo importada algo moralista, y frustrantes negociaciones con una subversión especializada en la toma de rehenes y la extorsión. Esta delicada mezcla contribuyó poco a resolver la cuestión del narcotráfico pero mucho a la trivialización y consolidación del secuestro, al virtual quiebre del sistema legal y, a su vez, actuó como uno de los detonantes del paramilitarismo, exacerbando la violencia. 

Varios factores, hacia mediados de los ochenta, y en ocasiones retroalimentándose, contribuyeron al auge del secuestro, y al deterioro del conflicto.

Está, en primer lugar, la decisión estratégica de agudizar la guerra tomada por los grupos subversivos, cuya consecuencia más visible fue un incremento en el número de frentes y combatientes. La voluntad de intensificar el conflicto, y de llevarlo a las ciudades ha sido ampliamente estudiada para las FARC y el ELN. Menos recordado, aunque más crucial, fue el papel jugado por los guerrilleros urbanos de corte nacionalista del M-19 que se iban al campo luego de la exitosa, para ellos, toma de la embajada de la República Dominicana en 1980. Este incidente fue decisivo en el giro que habría de tomar el conflicto. Los del Eme, envalentonados, no sólo hicieron explícita la necesidad de revaluar el concepto de insurrección para pasar a la confrontación armada sino que, además, admirados por las demás guerrillas, se propusieron cambiarles la rígida mentalidad que, según ellos, no era la más adecuada para la nueva etapa de guerra. Es clara la ventaja que, por aquella época, le llevaba el M-19 a las demás organizaciones armadas en materia de técnicas subversivas, de golpes audaces y certeros, de cubrimiento en los medios, así como de contactos internacionales, y de alianzas con narcotraficantes.

La intensificación del conflicto, la expansión territorial, el desdoblamiento de los frentes, la necesidad de más armamento y entrenamiento militar requerían recursos financieros. Desde antes del desplome del bloque soviético los fondos externos de apoyo a la subversión iban mayoritariamente a Centroamérica, el frente más activo de la guerra fría, y por lo tanto no llegaban a los grupos colombianos. Se hacía indispensable profundizar la financiación proveniente del secuestro. La opción de plagiar narcos, intentada por el M-19, había sido tan catastrófica que fue abandonada, y reemplazada por pragmáticos acuerdos. Además, había contribuido a la conformación de un nuevo tipo de ejércitos privados, como el M.A.S. [1], anti-subversivos, y financiados con droga, que no permanecerían ajenos al conflicto.

Como segundo factor en la intensificación de la violencia se pueden mencionar los cambios en el mercado internacional de la cocaína inducidos por la definición de la droga como un problema de seguridad por parte de los EEUU y el inicio de la guerra contra el narcotráfico. La consecuente represión de los cultivos de coca en el área andina, así como la dinámica interna de la industria, reforzaron el traslado de una parte de las siembras hacia las selvas colombianas.

En las zonas de colonización en dónde se adaptaba la coca ya había presencia guerrillera. Algunos frentes de las FARC se consolidaron como autoridad en las áreas donde se implantaba el cultivo. No abundan testimonios sobre el papel del M-19 en las primeras zonas cocaleras, pero se puede sospechar que se encontraban más cerca de la exportación que de la producción. No tenían una base popular en la región ni se sabe de un reclutamiento significativo. Esencialmente, siguieron siendo un grupo dirigido por cuadros urbanos con enclaves en la selva. Por su estirpe citadina, mostraron siempre capacidad para relacionarse con peces gordos y limitaciones para encajar en medios campesinos. Además, tenían bien establecidos contactos con el mercado internacional de armas, un escenario más cercano a los traficantes que a los cultivadores.

La intensificación del conflicto se dio en el marco de un ambicioso programa de paz promovido por la administración Betancur en 1982. Este proceso no fue recibido con entusiasmo por ciertos sectores afectados por la guerrilla. Las acciones militares se redujeron pero el secuestro se consolidó. El escenario se tornaría aún más complejo cuando, a raíz del asesinato de Lara Bonilla, se emprendería una persecución frontal al narcotráfico. Los más aguerridos mafiosos, que se sentían haciendo patria y lubricando con divisas la actividad política, nunca asimilaron el trato preferencial con una guerrilla que, según ellos, hacía más daño secuestrando. En retrospectiva, sí resulta extraño el veto que se impuso en el país a negociar con negociantes y, simultáneamente, la insistencia en dialogar con quienes querían intensificar la guerra para imponer su visión de sociedad. La reacción hacia esquemas paramilitares por enemigos agazapados del diálogo, algunas insólitas alianzas entre subversión y mafias, así como la cooptación de miembros de los organismos de seguridad por el narcotráfico, abrirían el camino hacia la guerra sucia. Bajo este complejo escenario se consolidaría la noción de que para sobrevivir en este tipo de conflicto no es posible estar menos bien financiado que las contrapartes.

Optar por alguna de las dos fuentes de financiación disponibles -narcotráfico o secuestro- implicaba dilemas que fueron solucionados de manera peculiar por cada organización armada.

Los ingresos basados en la droga presentan ciertos inconvenientes. El primero tiene que ver con la decisión de a quien se protege, si al campesino que cultiva la coca o al traficante que compra la pasta. En cualquier caso, se trata de ingresos inestables. La defensa del eslabón más débil de la cadena tiene ventajas políticas, es más acorde con el ideario revolucionario, pero los costos no son despreciables. Por ejemplo, requiere de una importante infraestructura administrativa para el cobro de los tributos a un número grande de pequeños contribuyentes y para atender la demanda por servicios políticos y paraestatales.

La financiación basada en el secuestro presenta ventajas como los menores requerimientos de estructura burocrática, la consistencia con el discurso de redistribución de la riqueza, y de castigo a la clase explotadora, y, además, el mayor control sobre el flujo de ingresos. La gran limitación, de naturaleza política, se puede mitigar secuestrando a personas foráneas a las comunidades o territorios considerados políticamente relevantes.  El otro problema de los plagios es que pueden generar M.A.S. retaliaciones que la simple lucha de clases. Al parecer, esta verdad sólo fue asimilada por los del Eme

Dice bastante sobre la idiosincrasia colombiana que la mayoría de las organizaciones subversivas no hayan puesto mayores reparos para aceptar que secuestran y, simultáneamente, hayan tendido a ocultar su participación en el narcotráfico. El recurso a estos dos tipos de  financiación ha variado entre grupos y a lo largo del tiempo. En las FARC, desde los ochenta, se dio una división de tareas entre frentes, especializándose en la protección de los cultivos de coca los establecidos en el sur del país y en el secuestro los que actuaban en otras regiones. El ELN, por el contrario, se concentró en las actividades de secuestro y extorsión, sobre todo a la industria petrolera, aislándose de la protección de cultivos de coca y del tráfico de droga, actividades de las cuales, más recientemente, no habría podido permanecer al margen. Los grupos paramilitares, a pesar de su heterogeneidad, han preferido la financiación basada en la droga. Su baja cuota en la industria del secuestro se puede explicar porque el origen de varios de estos grupos ha sido precisamente la protección contra esa actividad y, sobre todo, porque nunca han contado con una organización suficientemente sólida y centralizada para practicarla a gran escala. El M-19 es el grupo armado sobre el que persiste mayor misterio en cuanto a su financiación por aquella época de intensificación del conflicto. Los síntomas de finanzas saludables contradicen la pretensión de que estas se garantizaron con el rescate por la toma de la Embajada de la República Dominicana.

A pesar de su liderazgo en plagios urbanos en las épocas iniciales de la industria, toda la evidencia apunta a que fue una actividad en la que los del M-19 nunca entraron masivamente. Parecerían haber limitado los secuestros a aquellos en los que se podía mantener una faceta política del incidente, presentándolo como un castigo a la oligarquía. De todas maneras, hay testimonios que reflejan un grado increíble de tecnificación y profesionalización del M-19, que habría llegado a planear secuestros con alianzas internacionales. Esa alta sofisticación, las relaciones con grupos activos en el mercado negro de armas y otras extrañas amistades –con narcos, paras y servicios de inteligencia extranjeros- son elementos que permiten poner en duda la pretensión de que los del M-19 estuvieron siempre al margen del narcotráfico.

Que existieron insólitas alianzas del Eme con narcos parece ya algo más allá de una duda razonable: sus mismos dirigentes las aceptan. Como también admiten que hubo una secreta pero cordial, duradera y pragmática relación con los líderes de las Autodefensas Unidas del Magdalena Medio. Las razones y justificaciones que, posteriormente, han aducido para explicar estos vínculos son de una candidez conmovedora.

La pertinencia de la discusión alrededor de los vínculos entre el Eme y la droga sobrepasa las recriminaciones o la voluntad de revivir odios y heridas mal cicatrizadas. Es, por el contrario, pertinente para evaluar las consecuencias de optar por una estrategia poco basada en el secuestro. El exitoso proceso de reinserción del M-19 nunca hubiese sido posible de haber mediado rehenes y secuestrados en poder de la organización. El no haber estado en la mira de los grupos paramilitares, antes o después de la firma de los acuerdos de paz, el haberse podido acercar a algunos de esos grupos, no sólo facilitó la decisión de entregar las armas sino que corrobora la importancia del secuestro como reproductor del conflicto.

Se puede plantear que los del Eme, si de veras cuentan su historia, son los que mejor podrían escribir un manual sobre cómo se sale de una guerra sucia. Varios de los antiguos integrantes de esa agrupación se encuentran en la actualidad en una posición privilegiada, como políticos y formadores de opinión, para contribuir a enderezar uno de los más costosos errores que se han cometido en el país de cara a la violencia y es el de haber fijado parámetros de aceptación social, moral y legal más laxos con el secuestro, la extorsión y la toma de rehenes que con el tráfico de drogas.

Es en el bizarro contexto de una sociedad que por muchos años ha sido menos tolerante con una actividad sobre la cual a nivel internacional aún se debate si debe ser considerada digna de sanción penal que con una conducta que los códigos de todo el mundo castigan de la manera más severa, que los antiguos miembros del M-19 podrían hacer un fructífero aporte argumentando con conocimiento de causa que, en últimas, sí es posible hacer el tránsito del narcotráfico a la política, en el mejor sentido del término. Algo que, como se ha visto, ha resultado bastante más difícil para quienes se especializaron en el secuestro y el chantaje.

Si, para la celebración de los 35 años de Fedesarrollo, hubiera que señalar el evento que, en 1970, habría de tener mayores repercusiones en materia de violencia, no sería arriesgado apuntar que fueron las desafortunadas elecciones del 19 de Abril. Es tal vez allí donde se encuentra el eslabón perdido entre La Violencia y el infierno de los ochenta.




* Profesor investigador Universidad Externado de Colombia. mauriciorubiop@gmail.com
[1] El tristemente célebre grupo Muerte A Secuestradores, contundente respuesta al secuestro de Martha Nieves Ochoa por el M-19, marcó un quiebre en la estructura y las alianzas de unas hasta entonces precarias organizaciones armadas.