Niñas invisibles


Publicado en El Espectador, Marzo 17 de 2016

Se pensaba que el autismo afectaba casi exclusivamente a los hombres. Ahora se sabe que la mayoría de mujeres con ese trastorno pasan desapercibidas.

Un especialista en autismo de Yale tardó cinco años para confirmar que su hija lo padecía. Demorada para gatear, caminar y hablar, la vieron muchos médicos que recomendaban tener paciencia. Su hermano, con la misma condición, fue diagnosticado a los 18 meses.

Maya necesitó 10 años, 14 siquiatras, 9 diagnósticos y 17 tratamientos con fármacos para saber que era autista. Recuerda que el primer siquiatra perdió su licencia por acostarse con las pacientes y que el Nº 12 la vio por siete minutos sin decirle nada; al Nº 14 le confirmó que escuchaba “cosas que los demás no oían” y que alguna gente “hablaba de ella a sus espaldas”. El especialista señaló un “trastorno paranoide de la personalidad” sin averiguar que Maya, literal y escueta, tiene excelente oído, y una familia muy chismosa.

Los criterios para diagnosticar Trastornos del Espectro Autista (TEA), caracterizados por dificultades sociales, mala comunicación y patrones comportamentales repetitivos e inflexibles, provienen básicamente de estudios con niños. Las niñas tardíamente dictaminadas, o las muchas que no se detectan, presentan síntomas diferentes no siempre incluídos en los tests. Al investigar el desequilibrio sexual en la población con TEA se están descubriendo factores personales, que ayudarían a algunas mujeres a disimular manifestaciones, así como elementos biológicos que prevendrían el desarrollo de la condición entre ellas. Un estudio realizado en Inglaterra con más de 15 mil mellizos y gemelos encontró que las niñas debían presentar más problemas comportamentales o mayor discapacidad intelectual que los niños para ser consideradas con TEA. Donde hay estadísticas, la composición de la población autista es alrededor de cuatro niños por cada niña; en Colombia no se conoce, pero Genoveva Morales de Anthiros, un centro para autismo en Bogotá, piensa que podría llegar a cinco por una.

Hace un año el Ministerio de Salud publicó un protocolo para la “atención integral de niños y niñas” con TEA, pero no hay una sola indicación específica para ellas, existiendo hace años propuestas para diagnosticar el autismo femenino. Una cartilla del ICBF habla cientos de veces de “niño o niña” autista, la carátula es con dos niñas, pero tampoco menciona diferencias por género, oficialmente eludidas por sexistas. La corrección política, sin ir más allá de la terminología incluyente, contribuirá a que algunas colombianas autistas sigan siendo invisibles.

Un caso asombroso es el de Jennifer O’Toole, quien solo supo que tenía TEA después de dos hijos con esa condición. De inteligencia y memoria extraordinarias, pudo disimular su baja capacidad de interacción social leyendo desaforadamente y aprendiéndose las reacciones de innumerables personajes de ficción. Jennifer ilustra que el mal diagnóstico se debe en parte a la capacidad de ciertas mujeres para encubrir sus limitaciones. Algunos comportamientos inflexibles y compulsivos típicamente femeninos, como la anorexia, podrían ser en alguna medida TEA sin dictamen.

Las familias de niñas autistas anotan que nunca les hacen las preguntas pertinentes. Los pragmáticos especialistas anglosajones trabajarán casi orientados por ellas, que conocen los trastornos de primera mano. Aprecian “cualquier información porque ni siquiera sabemos bien qué es lo que buscamos”. De manera totalmente inductiva, están emprendiendo un estudio longitudinal sobre autismo femenino siguiendo una cohorte de niñas a lo largo de sus vidas. Las compararán con niños autistas y un grupo de control, recogiendo indicadores familiares, escolares, pruebas físicas, psicológicas, neuroimágenes y tests genéticos. Esperan identificar diferencias por género en el desarrollo cerebral y saber cuáles son atribuíbles al autismo, cuáles al sexo, y cómo los factores biológicos y sociales interactúan para producir comportamientos femeninos o masculinos. Será un buldócer científico contra la teoría de género y leyendas aledañas. Una hipótesis es que el niño autista tendría al nacer, por exceso de testosterona durante el embarazo, el cerebro varonil extremo; el de las bebés autistas, por razones aún inciertas, sería más similar al del niño típico que al de las demás niñas.

Cada vez con mejor evidencia, las neurociencias desafían la ficción de que nacemos sin diferencias cerebrales ni predisposiciones o preferencias congénitas, una pretensión inaudita para hembras y machos de cualquier otra especie. Mentalidades, activismos y burocracias oscurantistas tendrán que aceptar diagnósticos racionales y científicos de innumerables discrepancias naturales entre sexos. Es la única vía eficaz para superar o matizar las desigualdades que se consideren indeseables.








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