CAPITULO IV
1 – LA VALORACION DE LAS NORMAS EN EL DERECHO
Para analizar, evaluar o valorar cualquier tipo norma, Bobbio (1992) distingue tres criterios básicos, que son independientes entre sí: la justicia de la norma, su validez y su eficacia. Aunque en la discusión de estos tres criterios Bobbio se limita a las normas jurídicas, protegidas por el Estado, el mismo análisis se podría extender a las normas de menor jerarquía de otras organizaciones. El primer criterio, determinar si se trata de una norma justa o injusta, tiene que ver con qué tanto se adecua a los fines de una organización. La justicia de las normas tiene que ver con su coherencia con lo que debe hacerse. Es una comparación de la norma no con el ordenamiento jurídico, ni con la realidad social, sino con los valores, fines u objetivos de la organización social. “El problema de si una norma es o no justa es un aspecto entre la oposición entre mundo ideal y mundo real, lo que debe ser y lo que es: norma justa es lo que debe ser; norma injusta es lo que no debería ser” [1] .
La segunda dimensión de valoración de una norma tiene que ver con su existencia como tal: si forma parte del conjunto de reglas de la organización, del ordenamiento jurídico. A diferencia de la evaluación de justicia de la norma, que se hace comparándola con algún criterio ideal, con el deber ser, la validez tiene que ver con el ejercicio de “carácter empírico y racional” de compararla con lo que se acepta como conjunto de normas vigentes. En este tipo de ejercicio, se pueden distinguir tres operaciones distintas: uno, determinar si la fuente de la norma, el actor que la expidió, tenía el poder legítimo de hacerlo; dos, comprobar si no es una norma que haya sido derogada por otra posterior y tres, verificar su compatibilidad con las otras normas del sistema. Este es el llamado problema ontológico del derecho.
Por último, el asunto de la eficacia de una norma tiene que ver con el impacto que tiene sobre el comportamiento de los destinatarios –los individuos a los cuales va dirigida- y, en particular, con su cumplimiento. En caso de ser violada, el problema de la eficacia pasa entonces por el análisis de la respuesta que, en la organización, se le da al incumplimiento.
Bobbio hace énfasis en que estos criterios son totalmente independientes entre sí, pues la justicia de una norma no depende de la validez ni de la eficacia; la validez no depende ni de la eficacia ni de la justicia y la eficacia no depende ni de la justicia ni de la validez. Y de hecho existen normas justas sin ser válidas, o sin ser eficaces, o normas válidas que no son justas, o que no son eficaces, o normas eficaces que no son válidas o que no son justas. Además, señala que esta trilogía de criterios es la que define las grandes áreas de reflexión del derecho e incluso ha llevado a la consolidación de tres campos distintos y especializados del pensamiento legal: la teoría de la justicia que trata de precisar los valores hacia los cuales tiende el derecho, la teoría general del derecho, preocupada por la validez, y la coherencia de los ordenamientos jurídicos y, por último, la sociología jurídica, preocupada por el análisis de la aplicación de las normas y su efecto sobre el comportamiento de los individuos. Tanto Pattaro (1980) como Kaufmann (1997) hacen una propuesta similar en la cual establecen una diferenciación entre la teoría y la filosofía del derecho. Kaufmann (1997) reconoce las dificultades para trazar los límites entre ambas pero propone que le teoría del derecho se ocupa de problemas filosóficos del derecho pero en una ‘escena propia’, ‘emancipándose’ de la filosofía.
Por otro lado, Bobbio señala los peligros del reduccionismo entendido como la tendencia a ignorar alguno de los criterios de valoración o incorporarlo en los otros dos. Cita como ejemplos la doctrina del derecho natural que tiende a reducir la validez a la justicia, proponiendo que una norma sólo es válida si es justa; o el positivismo extremo que reduce la justicia a la validez, o las diferentes versiones del realismo legal que reducen la validez a la eficacia.
La sociología jurídica y la dogmática del derecho no trascienden el derecho vigente, sino que se mueven dentro del sistema jurídico. La filosofía del derecho y la teoría del derecho, en cambio, miran el sistema desde fuera, interesándose por el derecho vigente en cuanto a su valor. Es decir, mientras las dos primeras áreas se interesan por temas dentro del sistema jurídico existente, las dos últimas se ocupan de los fundamentos del sistema mismo.
El problema del diseño de las leyes puede ser abordado, por lo tanto, desde la perspectiva que mira los problemas del derecho dentro del sistema. Desde esta perspectiva, un problema esencial de la ley es ser consistente con el sistema jurídico: que coincida con sus principios y no que no entre en contradicción con otras normas vigentes. El problema de los fundamentos de la ley se convierte, por lo tanto, en la cuestión de evaluar el sistema que da origen a la ley. A este problema se dedicaría la filosofía del derecho y la teoría del derecho.
2 – LA PROPUESTA ECONOMICA DE EVALUACION DEL DERECHO [2]
2.1 – EFICIENCIA, COSTOS SOCIALES Y UTILITARISMO
La aproximación tradicional al Análisis Económico del Derecho (AED) consiste en aplicar la microeconomía, la teoría de precios neoclásica, al estudio de los sistemas legales. El llamado enfoque económico se basa en tres premisas. Las dos primeras tienen que ver con los supuestos sobre comportamiento individual: los individuos son racionales -maximizan su utilidad- y, por otro lado, responden a los incentivos de precios en los mercados y a los incentivos legales, que se pueden asimilar a los precios en las situaciones de no mercado. Estos dos supuestos tienen implicaciones definitivas en cuanto el efecto de las leyes sobre las conductas [3]. La tercera premisa, fundamentalmente normativa, plantea que los sistemas jurídicos, y su impacto sobre la sociedad, pueden y deben analizarse con base en el criterio de eficiencia. Además, se prescribe que el sistema jurídico debe promover ante todo la eficiencia económica.
En las diferentes áreas del derecho que componen el núcleo del AED –propiedad, contratos, daños, crimen y sistema judicial- la propuesta normativa de política publica está basada en que el respectivo sistema legal debe buscar, ante todo, la maximización del bienestar o la riqueza material de la sociedad o, de manera equivalente, la minimización del costo social de las conductas que se consideran indeseables. La manera como se propone hacer operativo el criterio de eficiencia, o la medición de los costos sociales, varía según los autores pero en principio se trata de versiones más o menos elaboradas de la doctrina del utilitarismo, que vale la pena revisar de manera breve.
Con Jeremías Bentham, en la segunda mitad del siglo XVIII se inicia no sólo el movimiento utilitarista, sino el esfuerzo por promover cambios legislativos basados en tales principios. Es fácil reconocer en Bentham a uno de los primeros analistas económicos del derecho, puesto que se planteó cuestiones de este tipo: “¿cuál es el fin de tal ley o de tal institución? ¿Es dicho fin deseable? Si lo es, ¿la ley o la institución llevan realmente a su cumplimiento? En otras palabras: ¿cómo deben juzgarse la ley o la institución desde el punto de vista de la utilidad?" [4]. Bajo el postulado general que el objetivo último del ser humano es incrementar cierta suma de la felicidad, Bentham deduce que el valor moral de una acción dependerá de sus efectos sobre esa suma. El de Bentham, como el de la economía, es un utilitarismo hedonista positivo (maximizar la utilidad) y de acciones (se juzgan las consecuencias de las acciones). Pero hay otros utilitarismos, como el negativo -minimizar la miseria y el dolor- o el de reglas -se juzga una norma no según sus consecuencias sino por su consistencia con un sistema de reglas más general [5].
En su momento, Bentham trató de enfrentar el complicado problema de la medida de los placeres, y la de los dolores, para sumarlas. Para hacer ese cálculo a nivel del individuo –el cálculo hedonístico o felicífico- propuso tener en cuenta cuatro factores de un placer (o dolor): la intensidad, la duración, la certeza o incertidumbre y la proximidad. Además, propuso considerar tanto la fecundidad –la posibilidad de que un placer genere otros placeres o dolores sucesivos- como la pureza, la posibilidad de quedar libres de sensaciones posteriores atadas. El gusto por la música, por ejemplo, deja abierto el ámbito del placer mientras que el alcohol o las drogas pueden dejar resacas o adicciones. Para la aplicación del principio utilitarista a nivel de una colectividad había, según Bentham, que tener en cuenta un factor adicional, la extensión, o sea el número de individuos afectados por un mismo placer o dolor: se trataba de buscar la mayor felicidad para el mayor número de individuos. En términos de cuantificación de la utilidad, el mismo Bentham consideró el asunto resuelto recurriendo al dinero. “La única medida común que contabiliza la naturaleza de las cosas es el dinero. ¿Cuanto dinero daría usted para comprar ese placer?... El dinero es el instrumento que sirve de medida a la cantidad de penas y placeres. A quienes no satisfaga la exactitud de este instrumento deberán encontrar uno más exacto, o decirle adiós a la política y a la moral”
2.2 – LA MAYOR FELICIDAD PARA EL MAYOR NUMERO DE INDIVIDUOS
Desde sus orígenes, un propósito del utilitarismo ha sido el de determinar el número más reducido de principios generales y simples derivados de la observación del comportamiento humano. Para el individuo, el principio se basa en una moral de resultados y no de intenciones. Corresponde a una orientación pragmática, que supone la existencia de puntos de referencia simples, susceptibles de ser evaluados. Se opone entonces a la evaluación de las intenciones que preceden la acción. Se considera irrelevante si obedecen al egoísmo, al altruismo, o si respetan principios morales o religiosos, o se derivan de costumbres ancestrales. El último componente es que cada individuo es quien mejor puede definir lo que le conviene.
El resultado que, a nivel social, surge del principio individual de la utilidad se complementa con el tema de la mano invisible y entra en oposición con la moral tradicional y la religión, para las cuales resulta paradójico que una suma de vicios privados, como la búsqueda egoísta del interés particular, lleve al resultado de una virtud publica. Tal es el tema de la controvertida obra La Fábula de las Abejas de Mandeville de la cual se inspiró Adam Smith para su idea de la mano invisible.
Una vez resuelto el problema de sumar los placeres y dolores en cada individuo, resulta indispensable, para poder sumarlos, comparar los aumentos en bienestar de unos con las disminuciones de otros. Para esto se requiere que exista, en alguna parte de la sociedad, un árbitro imparcial y bien informado, o sea una instancia ficticia que pueda realizar la aritmética de la suma total de placeres y dolores. Para los filósofos morales, como Hume o Smith, la noción de justicia aplicada a una institución se deriva de la aprobación que haga de esa institución un observador, racional e imparcial, cuya principal ventaja consiste en disponer de todos los elementos necesarios para la aplicación del criterio de justicia. Una vez logrado esto, se puede llevar a un nivel colectivo la misma racionalidad de las elecciones del nivel individual. Es a través de la necesidad de este ser omnipotente que surge el Estado como árbitro imparcial, que busca el interés general y efectúa el cálculo utilitarista agregado. Este juez ecuánime y bien intencionado es el que legisla y construye, mediante la dosificación de premios y castigos, la convergencia que hace máxima la suma de placeres y dolores del grupo social.
2.2 – LAS CRÍTICAS AL UTILITARISMO
Tal vez el punto más criticado del utilitarismo por los filósofos y los juristas es el no tener en cuenta los derechos individuales, al considerar relevante tan sólo la cantidad total de la utilidad. En particular, el principio utilitarista puede ser compatible con sacrificios en los derechos fundamentales de algunos individuos. El otro punto que con frecuencia se critica es el concentrarse tan sólo en el monto total de los placeres, sin reparar en cómo están distribuidos. Para Bentham, como para el AED, una situación en la que unos pocos disfrutan mucho puede ser preferible a otra en la cual se llega a un disfrute más repartido e igualitario. Este simple principio de evaluación de la acción publica puede ir muchas veces en contra de nociones elementales de justicia. Además, el criterio utilitarista puede agravar las diferencias de las condiciones iniciales.
Es conveniente analizar con algún detenimiento la paradoja de cómo una doctrina fundada en el individualismo puede llegar a negar los derechos del individuo. Desde principios del siglo XX, Sidgwick [6] diferenciaba los criterios de la bondad de una acción, la de una vida en su conjunto y, por último, la bondad universal. Si se acepta un tratamiento imparcial de todas las etapas de la vida, se puede pensar en la conveniencia de sacrificar, a nivel personal, un bien presente en aras de un placer futuro mucho mayor. ¿Por qué no entonces ser capaces de renunciar a un bien hoy para lograr un beneficio colectivo superior después? El árbitro imparcial que está en capacidad de hacer una balance entre la utilidad y la desutilidad de los individuos puede exigir sacrificios actuales a cambio de ventajas futuras superiores. Se destacaba así una contradicción importante de la doctrina utilitarista: se propone que el individuo, en una primera etapa, busque el placer y evite el dolor, sin un límite diferente al de hacer compatible su bienestar con el del prójimo. Este individualismo sin embargo, cede su lugar, en una segunda etapa, a la subordinación del individuo a los intereses de la colectividad. Así, aunque en principio individualista, la doctrina utilitarista puede servir de justificación para los modos de organización social más totalitarios. Ante “razones de Estado” los derechos individuales pueden verse seriamente comprometidos.
Un segundo problema está relacionado con la manera como se efectúa la repartición de esa mayor suma de felicidad. La maximización de la utilidad colectiva supone igualar las utilidades marginales, lo que implica aumentar lo que reciben los individuos más aventajados (aquellos que, en el margen, guardan una satisfacción superior a las de los demás). Así, por ejemplo, una persona con buena salud, que obtenga mayor satisfacción de ciertos beneficios que una persona discapacitada, tenderá con el principio utilitarista a recibir una mayor participación, agravando la situación inicial.
Ante tales dificultades en la aplicación del principio original de Bentham, varios de sus discípulos, trataron de buscar alternativas para el cálculo agregado de la utilidad. Desde finales del siglo XIX economistas como Edgeworth y Marshall exploraron la hipótesis restrictiva de un perfil psicológico idéntico entre individuos. Si cada individuo saca el mismo provecho de un cambio, se deriva la necesidad de una repartición igualitaria, y la figura del arbitro imparcial se hace redundante. Pero la conclusión es tan precaria, y arbitraria, como el supuesto inicial, que de todas maneras persiste como propuesta en ciertas áreas de la economía. En la actualidad, la insistencia en el principio y las dificultades para medir la utilidad han llevado a la propuesta, más radical, hecha por Richard Posner y adoptada por el AED, de reemplazar el principio de la mayor utilidad para el mayor número por el de la mayor riqueza para el mayor número. Defendida sobre todo con el argumento que se trata de algo susceptible de medición, la propuesta de Posner es que la mejor sociedad, y el mejor derecho, son simplemente aquellos que generan la mayor riqueza, en forma independiente de como se haga la repartición entre los individuos, e incluso de cómo se haya generado esa riqueza.
En últimas, el principio utilitarista permite justificar tanto lo mejor como lo peor. Puede ser compatible con una economía de mercado en una sociedad democrática pero, en el otro extremo, también puede ser utilizado por una economía centralizada y totalitaria. Los campos de concentración o el adoctrinamiento de la población pueden ser concebidos a nombre de la mayor felicidad para el mayor número de asociados. Un rasgo característico del utlitarismo es la ambivalencia entre esa fe casi ciega en la capacidad de la razón para ofrecer una verdadera ciencia de la legislación y, simultáneamente, aparecer como un criterio de ordenación social digno de las concepciones antiguas que anteponen lo social y lo político a los derechos del individuo
2.3 – LA UNANIMIDAD DE PARETO
Fue precisamente buscando superar estas contradicciones entre lo individual y lo colectivo que vendría la propuesta de Pareto, y de la nueva economía del bienestar: el criterio del menor sacrificio para el menor número de individuos. La idea de un consenso, de la unanimidad, como regla para las decisiones colectivas, que fue inicialmente sugerida por Wilfredo Pareto como una condición suficiente para los cambios sociales conflictivos se consolidó posteriormente, entre sus sucesores, como una condición necesaria para las decisiones colectivas.
De los planteamientos utilitaristas, Pareto conserva el principio de que el individuo es quien mejor evalúa su propio bienestar. Sin embargo, reconociendo la complejidad de la psicología humana, plantea una distinción entre dos tipos de satisfacción individual: la que se deriva de los intercambios puramente económicos de bienes y servicios que denomina la ophelimité y, por otro lado, la relacionada con las relaciones humanas, afectivas, morales y políticas. Reconociendo que los individuos podían llegar incluso a morir por la patria, para Pareto era claro que el mercado no era la única, ni la más importante, fuente de utilidad. En este contexto, la sugerencia de Pareto era que, una vez se alcanzaba para la sociedad un punto en el cual se había aumentado el bienestar de algunos sin sacrificar la posición de otros, la decisión de moverse de esta última posición en busca de otras alternativas requeriría de “consideraciones de utilidad social, éticas u otras, en el interés de qué individuos conviene actuar, y en sacrifico de cuales otros” [7]. Para la economía, se abría la opción de seguir en las líneas de Pareto, abandonando la distinción formal entre economía y sociología, o conservar esta distinción pero limitando el análisis a la primera categoría de intercambios, la relacionada con los mercados de bienes y servicios. Los economistas paretianos optaron entonces por la segunda opción, es decir por el análisis del bienestar del individuo únicamente en su función de agente económico. Se limitaba así el estudio a una porción unidimensional de la persona, la del homo economicus, aislado de cualquier tipo de interacción social ajena a los mercados. Vale la pena en este punto destacar cómo la nueva economía, y en particular el AED, al ampliar el escenario de análisis a las situaciones de no mercado, y al sugerir para las proposiciones normativas la conversión de todos los incentivos y consecuencias de la acción a unidades monetarias, va en contra vía no sólo del derecho y las demás disciplinas sociales sino, además, de los planteamientos hechos al interior de la misma disciplina económica para superar las contradicciones del utilitarismo original de Bentham.
Después de Pareto, en economía la utilidad se vuelve sinónimo de la ophelimité. El punto máximo, el óptimo de Pareto, es el fruto del acuerdo unánime de los individuos. La imposición de cualquier sacrificio, por mínimo que pueda ser, queda entonces excluida como posibilidad de acción social. Aunque para Pareto este punto de máximo ophélimité era un simple paso intermedio del análisis, a partir del cual se harían las decisiones éticas o políticas, entre los sucesores quedará este punto como un óptimo social. Un punto importante es que como la única exigencia a nivel individual es la capacidad para comparar dos estados sociales, los requisitos sobre la utilidad se reducen sustancialmente, pues bastarán unas preferencias ordinales. Se torna además imposible para cualquier observador imparcial y perfectamente informado comparar, medir o sumar utilidades entre individuos. La utilidad total como criterio de valoración social pierde su sentido.
En alguna medida, el criterio de Pareto permite incorporar el principio del respeto de los derechos fundamentales de las personas. Por lo menos, quedan excluidas cuestiones como la razón de Estado para justificar sacrificios individuales. La exigencia de unanimidad le otorga a cada persona una capacidad de veto que garantiza sus derechos. Al suprimirse la comparación interpersonal se consolida además al autonomía individual. Por otro lado, el campo de aplicación es limitado, puesto que se limita a las situaciones en las cuales no se presenta ningún tipo de conflicto. Basta con que un individuo se oponga a un cambio social para que dos estados sociales no puedan ser comparados. En ese sentido, Hicks señalaba que el criterio de Pareto era simplemente “una excusa para esquivar los problemas reales” y conducía a una verdadera eutanasia de la economía [8].
2.4 – KALDOR Y HICKS
Con el fin de ampliar el campo de las comparaciones entre estados sociales que no son objeto de consenso se introdujo el principio del pago compensatorio. Para que se pueda considerar aceptable una reforma, basta con que nadie quede perjudicado o, en su defecto, que los negativamente afectados por esa reforma puedan ser eventualmente compensados por los beneficiarios.
A finales de los años treinta, Kaldor propuso la primera prueba de compensación potencial ilustrándola con la suspensión, en 1846, de las Leyes del Maiz (Corn Laws). Los efectos de esta medida, que eliminaba la protección y permitía las importaciones de trigo eran dos. Por aumento en la oferta bajaba el precio del trigo pero, para un mismo ingreso monetario, se daba un mayor poder de compra. Por otra parte, se daba una modificación en la repartición de los ingresos. La eventual caída en la utilidad de algunos podría ser compensada por una mayor carga impositiva sobre los beneficiarios, que sería transferida a los primeros. Luego de estas compensaciones, quedaba el beneficio global de un precio del trigo más bajo.
Posteriormente Hicks, para las mismas leyes, proponía revertir la perspectiva del análisis y evaluar las ventajas de un retorno el estado inicial, el restablecimiento de la protección. Si la suspensión de las leyes había sido una buena medida, los beneficiarios de su eventual restablecimiento no pueden indemnizar a los afectados y, al mismo tiempo conservar un beneficio de esta transformación. Así, si para Kaldor debían ser los beneficiarios de una transformación social los responsables de financiarla y de buscar un mayor consenso a su alrededor, para Hicks la responsabilidad debería caer sobre los afectados, o sea los eventuales beneficiarios del reverso de la medida.
Más tarde, Scitovsky argumentaba que era concebible que una medida de compensación fuera contradictoria con la otra. Por último, Samuelson señalaba que la doble prueba de Scitovsky debería extenderse a todos los posibles niveles de compensación para sugerir que el estado social que genera el mayor nivel de producción, en forma independiente de su distribución, debe privilegiarse. Se llegaba así a la conclusión que el fundamento real de la valoración de los estados sociales debe basarse en la comparación del producto nacional en cada estado. Se llega, en últimas, a asimilar justicia social con eficiencia económica.
Fuera de la posibilidad de agregar y calcular, en una misma unidad, los distintos efectos de la legislación sobre el total de individuos de una sociedad y del carácter sencillo, y la aparente claridad conceptual, que facilita su uso como instrumento para promover reformas legales, a nivel metodológico, son dos las características del utilitarismo como criterio de bienestar y evaluación de las leyes, que parecerían haberse conservado desde las épocas de Bentham hasta el AED contemporáneo. Por un lado la tendencia a simplificar, o evadir, cuestiones difíciles en el campo ético y moral y, por otra parte, la escasa atención que se le presta tanto a la tradición como a otras corrientes del pensamiento. El mismo J.S. Mill, otro utilitarista, llamaba la atención sobre “el desprecio de Bentham por todas las demás escuelas de pensadores” [9]. Así,, en varias sus dimensiones hay importantes fuentes de desacuerdo entre la economía, el derecho, la filosofía y las demás disciplinas sociales.
3 – ECONOMISTAS Y JURISTAS ANTE LA EVALUACION DE LAS LEYES
3.1 – PRINCIPIOS O CONSECUENCIAS
Durante mucho tiempo el derecho fue claramente una disciplina relacionada con la política, la religión y la moral. Desde Aristóteles hasta el siglo XVII el derecho debía ocuparse del derecho justo o correcto necesario para mantener un orden social según ciertos principios. En el siglo XVIII, desde el positivismo jurídico se propuso que el derecho, para ser una ciencia, debía observar un método formal. Siguiendo a Kelsen, dicho método consistía en derivar correctamente el derecho de los principios, de los que debía ocuparse la política. Se trataba de lograr una correcta derivación de normas a partir de los principios, y de una correcta aplicación de reglas para establecer en qué casos se había incumplido una norma jurídica, de modo que diera lugar a una consecuencia jurídica. Al situar ese carácter científico en la consistencia del sistema (cerrado), el problema de la corroboración empírica del efecto de las leyes no ocupó un lugar en la disciplina.
El utilitarismo, al valorar las acciones de acuerdo a sus consecuencias, está opuesto a otras visiones, como por ejemplo la de Kant, para las cuales se deben adoptar principios, y cumplir ciertas normas incluso en el caso en que se pueda prever que transgredirlas tenga buenas consecuencias. Se menciona con frecuencia la defensa de Kant de la obligación de no mentir aunque con ello se salvara la vida de un hombre [10]. Además de Kant son varios los pensadores influyentes en la tradición jurídica continental que también apelan a la noción de respetar ciertos principios, sin evaluar las consecuencias. Montesquieu, por ejemplo, llegó a defender la lentitud de los procesos judiciales como una garantía de la libertad individual y un límite a los abusos arbitrarios del poder. “Los inconvenientes, gastos, demoras e incluso los peligros de los procesos judiciales constituyen el precio que cada súbdito paga por su libertad” [11].
El derecho moderno, en su combinación de derecho natural y positivismo jurídico, parece defender unos principios inviolables –como la libertad, la justicia, los derechos fundamentales y los derechos humanos- y a partir de ellos deriva las normas jurídicas. En el área penal, o en derechos humanos, es donde se puede considerar más problemática la noción de valorar las acciones de acuerdo con una idea imprecisa de sus consecuencias sobre el agregado de los individuos. La visión utilitarista, por ejemplo, desconoce las ventajas de lo que muchos sistemas sociales han considerado un derecho de las víctimas, a la compensación o la retribución. Y tratar de encajar la realidad al mundo propuesto por Bentham puede constituirse en obstáculo insalvable para comprender la justicia penal, o el derecho de accidentes. En el mismo sentido, lo que se podría denominar el principio de la “guerra sucia”, de acuerdo con el cual es válido que un Estado, en ciertas situaciones, utilice ciertos procedimientos “eficientes” en contra de rebeldes o enemigos con tal de proteger a la sociedad amenazada no es algo que se pueda considerar unánimemente compartido, o libre de serias inconsistencias. Los juristas y analistas políticos continentales, por ejemplo, critican la “moral utilitarista” propuesta por algunos politólogos norteamericanos, como Michael Walzer o Carl Klockards, de acuerdo con la cual en ciertas situaciones el fin justifica los medios, o se avala que el Estado pueda quebrantar la ley para capturar a quienes la quebrantaron. Tampoco son de buen recibo las justificaciones ofrecidas por el General Videla sobre los desaparecidos argentinos o los recientes argumentos del general francés Paul Aussaresses a favor de las torturas hechas por el ejército francés en Argelia en los años cincuenta.
Uprimny (2001) argumenta de manera convincente lo pernicioso que puede resultar el consecuencialismo en materia de derecho constitucional. Por una parte, por el aspecto ya señalado que la defensa de ciertos principios, por ejemplo en materia de derechos humanos y en particular de garantías procesales, no pueden depender del temor a las eventuales reacciones sociales, o a los efectos financieros de una sentencia. En segundo término, porque si los jueces decidieran fundamentalmente basados en la evaluación de la consecuencias “dejarían de ser jueces independientes para convertirse en órganos políticos, y el derecho perdería todo su sentido como instancia normativa de cohesión social”. Tercero, porque ciertas decisiones justas a favor de grupos marginados requieren “cierta insensibilidad financiera”. Cuarto, porque la tecnología para pronosticar las consecuencias de los fallos judiciales está lejos de poderse considerar satisfactoria. “Si las ciencias sociales empíricas no logran ponerse de acuerdo sobre qué podría suceder si un funcionario judicial fallara de determinada manera, entonces ¿qué puede hacer el juez que quiera decidir con base en las consecuencias sino basarse en una evaluación subjetiva de lo que pueda acontecer?” [12]. Sobre este asunto de la precaria capacidad para pronosticar consecuencias en el mundo real, bastante subestimado por el AED, se volverá más adelante.
A nivel más práctico, se puede por ejemplo plantear la inquietud de si un juez penal, consciente de los problemas de saturación del sistema carcelario, debe o no tener en cuenta, en el momento de dictar una sentencia condenatoria, las repercusiones de su decisión. Este problema fue planteado recientemente por un magistrado de la Corte Constitucional colombiana a raíz de un debate, con los economistas, sobre si los tribunales deben o no tener en cuenta las consecuencias económicas de sus decisiones.
Incluso cuando se toman en consideración las consecuencias de las leyes, el planteamiento adicional del AED, y en general del utilitarismo, que tales consecuencias pueden situarse en una sola dimensión susceptible de medirse, la de la riqueza, para ser valoradas no es algo que se pueda considerar universalmente aceptado. Por el contrario, hay grandes reticencias para la idea de comparar entre sí una variada gama de principios.
3.2 – ¿QUIEN DEFINE LOS OJETIVOS DEL DERECHO?
En cierta medida, la teoría del derecho natural pretende establecer lo que es justo de un modo que sea universalmente válido. Para Kant, por ejemplo, la libertad es algo natural, pero para Aristóteles la esclavitud también era natural, como es la propiedad privada para Locke y la comunidad de bienes para algunas utopías socialistas. Las distintas versiones del contrato social, mediante el cual se sale de un estado de la naturaleza, difieren en cuanto a las características de ese estado. Para Hobbes era algo destructor, para Rousseau algo armonioso. Si la distinción entre lo justo y lo injusto no es universal, la cuestión de a quien corresponde establecer un objetivo para las leyes se torna problemática. Bobbio (1992) considera dos opciones, si se quiere conservar el valor de la certeza (i) le corresponde al individuo o grupo de individuos que detentan el poder, algo que considera “aberrante” desde el punto de vista de la justicia pues termina reconociendo como justo lo que es ordenado o (ii) a todos los ciudadanos, puesto que los criterios de justicia son diversos e irreductibles.
Dentro del derecho natural, una vez se ha establecido el contenido del derecho (la idea de justicia que se intenta defender), corresponde al legislador seguir un método que le permita crear derecho en una forma válida. Esto quiere decir que las leyes deben estar en línea con los principios identificados.
Desde el positivismo jurídico, teoría opuesta al iusnaturalismo, el derecho sostiene que los fundamentos de las leyes son un asunto de la política, del poder. Para Hobbes, no existe un criterio de lo justo diferente de la ley positiva, la orden del soberano. Para salir de la anarquía destructora los individuos pactan con el Leviatán la renuncia a los derechos que tenían en el estado de la naturaleza y los enajenan a favor del soberano. Dependiendo de la naturaleza de ese soberano, habría que “resignarse a aceptar como justo lo que le agrada al más fuerte, desde el momento en que el soberano, si no es el más justo de los hombres si es ciertamente el más fuerte (y permanece como soberano no en tanto sea justo, sino en cuanto sea el más fuerte)” [13]. Aunque el derecho positivista no se ocupe de los principios que soportan al sistema jurídico, considera que ese soporte debe estar dado por la política. En una tiranía los objetivos del derecho vienen determinados por los intereses de los más poderosos Es la doctrina de Trisímaco en La República de Platón: “Y escuchad bien. Yo afirmo que la justicia no es otra cosa que lo que es útil para el más fuerte” [14]. En una democracia esta idea presupone que la política, que es desde dónde se pueden alterar los objetivos del derecho, se alimenta del debate público, rescata los ideales y valores de la población y vela por el bien común. Un legislador enfrenta el problema del diseño de la ley, desde el positivismo jurídico, dando por hecho el sistema jurídico en que se encuentra: existe un sistema ya creado y, por lo tanto, su misión es diseñar una ley que sea consistente con el sistema. Los principios que fundamentan esa ley no son una cuestión del derecho sino de la política. El legislador debe, simplemente, cumplir un método de manera que la ley sea coherente con el sistema.
El realismo jurídico, que critica tanto la concepción ideal del derecho del iusnaturalismo como el formalismo de los positivistas, pretende abordar un estudio del derecho, no como debe ser, sino como es: el conjunto de normas que efectivamente se aplican en una sociedad. Bajo esa orientación Bobbio (1992) destaca tres grandes escuelas: (i) la escuela histórica del derecho, que lo concibe como un fenómeno histórico-social que surge espontáneamente, a través de las costumbres, en distintas sociedades y momentos, (ii) la concepción sociológica del derecho interesada no tanto en el derecho consuetudinario como en las decisiones judiciales y (iii) el realismo legal que también hace énfasis en una interpretación evolutiva el derecho, sensible a los cambios sociales a través de las decisiones de los jueces.
Sea cual sea la posición que se adopte sobre la justicia de las normas, resulta claro que tanto para entender los objetivos de las distintas ramas del derecho como para, eventualmente, sugerir modificaciones a esos objetivos es indispensable identificar y tener en cuenta el ámbito en dónde se están discutiendo, generando y consolidando esos objetivos. Desde el siglo XVII la idea de que es la comunidad la que legisla, en lugar del soberano, por medio de una asamblea representativa, ha sido defendida por distintos pensadores bajo la perspectiva liberal de limitación del poder.
El AED, una disciplina de estirpe anglosajona, está ante todo orientada a la principal fuente de derecho de las sociedades de common law: el sistema judicial. En la teoría clásica del derecho inglés la ley escrita es en estricto sentido una fuente secundaria de derecho, que aporta correctivos, adiciones o rectificaciones a los principios establecidos por la jurisprudencia. La ley escrita, el modo de expresión normal del derecho continetal e hispano tiene una función distinta bajo el common law. A partir del momento en que un tribunal aplica una ley tanto los jueces como los juristas harán referencia, no al texto de la ley, sino a la sentencia mediante la cual se aplicó [15].
En un escenario como este, en donde los tribunales pueden alterar los objetivos del derecho, y en donde, además, los jueces tienen una larga tradición en la evaluación de las consecuencias de sus decisiones es evidente el papel que puede jugar, y que de hecho ha jugado, una disciplina que, como el AED, ofrece como recomendación el objetivo de eficiencia para el derecho. Con mayor razón cuando se trata de un ambiente judicial que, desde mucho antes de la consolidación del AED, ya estaba ofreciendo argumentos a favor de la eficiencia y la continua acumulación de riqueza.
Por el contrario, en un ambiente legal codificado, con menor tradición consecuencialista, en dónde la jurisprudencia es sólo indicativa, con escasa aceptación de los postulados utilitaristas y en dónde los objetivos del derecho los fija, indudablemente, el legislador, e el marco de ordenamientos constitucionales basados en ciertos principios no siempre consistentes con la creación individual de riqueza, la pretensión del AED de sugerir objetivos para el derecho, por fuera del debate ético y político, dirigidos a los jueces resulta peculiar. Sobre todo cuando el objetivo único y primordial que se propone es la búsqueda de la eficiencia.
Existe otra diferencia importante entre el common law y el derecho hispano en cuanto a la capacidad de una disciplina como el AED para afectar los objetivos del derecho y es el reconocimiento que se ha hecho sobre la receptividad diferencial de uno y otro sistema normativo a las consideraciones doctrinarias. Aunque la doctrina no es en principio una fuente de derecho, la tarea de precisar, aclarar o sistematizar puede tener alguna influencia sobre los jueces, o los legisladores. Desde la época de los romanos, se ha reconocido que cuando el derecho no está escrito, el papel de la doctrina es esencial. En ese sentido, en los sistemas consuetudinarios o jurisprudenciales la doctrina juega un mayor papel de sistematización y soporte teórico de las normas que en los sistemas codificados, en los cuales el papel de la doctrina es fundamental en el momento en que se realiza la codificación, pero no posteriormente. Como se verá en los diferentes capítulos, el papel de la doctrina fue muy relevante en el momento de las codificaciones napoleónicas o, posteriormente, cuando se adoptan cambios constitucionales, o se codifican nuevas áreas del derecho. En el caso de los sistemas legales que dan preeminencia a la ley escrita, y bajo los cuales el supuesto más realista y razonable de trabajo sobre los jueces es que no se apartan de los objetivos establecidos por la ley, el papel de la doctrina es menor. Leca (1998) plantea que en este caso la doctrina puede tomar dos formas, la exégesis y los comentarios; en los sistemas legales no codificados, el papel de la doctrina, bien sea de contraste empírico como de sistematización, es más pertinente.
3.3 - PROBLEMAS DE LA EFICIENCIA COMO OBJETIVO DEL DERECHO
Con excepción de las ramas específicamente interesadas en el entorno del mercado de bienes y servicios –como la propiedad, los contratos, la competencia o la regulación- y en dónde de manera explícita la legislación respectiva reconoce el objetivo de promover la acumulación de riqueza individual –aunque siempre supeditado a otros valores- es virtualmente imposible identificar en la mayor parte de áreas del derecho hispano una alusión, directa o indirecta, a la eficiencia como criterio orientador de las leyes, o de su aplicación. En la doctrina, los escasos juristas que hacen alusión a la propuesta económica de eficiencia del derecho es por lo general para criticarla.
“Ahora bien, esta teoría (el AED) ha sido criticada con cierta frecuencia por contener elementos de tipo ideológico. Por ejemplo de una manera más o menos imperceptible, se produce un paso de lo descriptivo a lo normativo: del hecho que las normas (o cierto tipo de normas) persigan la eficiencia económica se pasa a afirmar que necesariamente debe ser así y que, por lo tanto, la eficiencia es el único criterio con el que medir la justicia del sistema jurídico. Y los elementos de desigualdad y de conflicto existentes en el Derecho tienden a cubrirse con un manto de tecnicismo que da al poder una apariencia de neutralidad; es como si la capacidad de traducir un problema a términos cuantitativos lo convirtiera en una cuestión puramente técnica, para cuya solución no es necesario para nada que intervengan juicios de valor” [16].
Desde el derecho económico se ha señalado cómo la búsqueda de eficiencia económica puede atentar contra otros valores del ordenamiento jurídico, como el principio de solidaridad, la seguridad jurídica, o el respeto de los derechos de defensa [17]. Por tales razones, por ejemplo, la ley limita en ocasiones la libertad de las empresas de suspender actividades y dejar cesantes a los trabajadores. La discrecionalidad de los jueces, que puede ser útil para evaluar de manera consistente con la eficiencia las consecuencias de un acto jurídico, puede resultar arbitraria e ir en contra de la certeza que se debe esperar de la ley.
En algunos textos contemporáneos hispanos ocupados de manera explícita de las relaciones entre economía y derecho se hace la aclaración que el criterio de eficiencia no puede ser la orientación primordial de las leyes, y se niega de manera explícita el utilitarismo como criterio de evaluación, pues eso supondría “la negación misma del derecho”.
"El regir la actividad humana por reglas puramente económicas conlleva el peligro de que lo más útil económicamente no siempre tiene que ser lo más justo. Sólo lo útil que sea justo debe tomarse como pauta de actuación y deber-ser de la persona. Estas convicciones deben ser el punto de partida para la valoración de las nuevas corrientes que acusan al Derecho, en general de ser excesivamente teórico, de elucubrar en el vacío en vez de buscar soluciones prácticas que ayuden al mantenimiento de la riqueza. Esta crítica se advierte en las modernas tendencias que conciben el derecho como una superestructura al servicio de la Economía. Las normas jurídicas, en esta concepción, deben buscar y asegurar lo económicamente óptimo. Con ello en vez de cifrar la utilidad en lo propio de la persona, en sus fines útiles, se le considera como lo económicamente satisfactorio, lo egoistamente provechoso. Y esto puede ser perfectamente válido para la zoología, pero no para una ciencia humanística como es el Derecho, que debe valorar jurídicamente las razones económicas para defender de ellas sólo las que supongan una verdadera cobertura de los fines útiles del ser humano. Una especial concepción de las relaciones Economía-Derecho la constituye la corriente llamada "Análisis Económico del Derecho". Para ella tanto el Derecho privado como la economía de mercado persiguen un mismo fin de maximización de la riqueza, y por ello el Derecho debe asegurar y defender el buen funcionamiento del mercado, a fin de que éste logre la máxima eficiencia económica. De estas tendencias se advierte un factor positivo. La puesta de relieve que el Derecho, entre las diversas motivaciones de su decisión, debe tener en cuenta las razones económicas. Conforme a lo dispuesto en el art 3 CC las leyes se interpretan conforme a la realidad social del momento en que se aplican. Pero de ahí a supeditar el Derecho a la Economía, a suplantar criterios valorativos por criterios de utilidad, hay todo un trecho que supone la negación misma del derecho" [18].
Vale la pena, por lo tanto, en lugar de insistir tercamente en promoverla, tratar de comprender los orígenes de esta clara y explícita desconfianza que se observa en el medio hispano con la noción de la eficiencia como orientadora del derecho.
Desde las épocas medievales en las cuales se fueron confirmando con estatutos y leyes las prácticas de los mercaderes se ha planteado, de manera recurrente, si ese derecho peculiar debe servir ante todo los intereses mercantiles o si debe sujetarse a otras prioridades, éticas o sociales. El liderazgo en ese tipo de inquietudes vino de la Iglesia, siempre hostil al préstamo con intereses, apegada al principio del precio justo y que no ha cesado nunca de condenar la posesión absoluta y arbitraria a favor de unos pocos [19]. Posteriormente vendrían del Estado los esfuerzos por interferir la actividad privada para someterla a ciertos objetivos sociales. Esta tendencia, clara en los sistemas continentales desde antes de la revolución francesa, quedaría plasmada en las codificaciones napoleónicas y sería posteriormente reforzada por las ideas socialistas –una extensión del cristianismo- y por el keynesianismo.
Fuera del recurrente enfrentamiento entre los criterios de eficiencia y distribución, o los argumentos relacionados con el ascendiente cristiano, o la influencia de las doctrinas socialistas, existen dentro de la tradición intelectual de la cual surgió el derecho hispano varias corrientes de pensamiento no sólo indiferentes sino contrarias, de manera explícita, al principio de la acumulación individual de riqueza como pauta de orientación de las costumbres, de la moral y de la ley. La más recurrente, que se remonta a los filósofos griegos, tiene que ver con la noción que entre más se promueve a los individuos a ocuparse de sus asuntos privados mayor será el impacto negativo sobre la capacidad de los ciudadanos para discutir la cosa publica. De acuerdo con Platón en la República, “no es evidente ya que no es posible honrar la riqueza en una ciudad y al mismo tiempo mantener la moderación entre los ciudadanos, pues lo uno o lo otro estará necesariamente descuidado?” [20].
En términos escuetos, el planteamiento es que la economía compite, en términos de capital humano, con la política. Tanto la pobreza, que obliga a los individuos a trabajar, como la afluencia, que distrae a los ciudadanos de la discusión de los asuntos públicos, se oponen al ejercicio de la política. El tiempo de ocio, contrario a la noción de eficiencia, era para Aristóteles un requisito para el desarrollo intelectual, la actividad política y la excelencia de las virtudes humanas. También viene desde la antigüedad la distinción, basada en la finalidad del intercambio, entre la economía y lo que Aristóteles denominó la crematística. Mientras la primera tiene como finalidad satisfacer necesidades humanas y tiene unos límites claros, la segunda tiene por finalidad la perpetua acumulación de dinero, se considera insaciable, y por lo tanto no natural. Esta distinción, contraria a la noción de promover la acumulación de riqueza como objetivo social prioritario, sería luego retomada por la escolástica española, por Marx y por Keynes [21].
La dicotomía entre la vida política y la económica sería luego un tema recurrente en el pensamiento político continental. En el ámbito internacional, citando a Cicerón, Montesquieu consideraba inapropiado que la misma nación que controlara el mundo fuera simultáneamente la del mayor poder comercial pues eso supondría que la misma gente “tendría su mente llena de grandes visiones y al mismo tiempo, visiones muy reducidas, lo cual era una contradicción” [22]. Sugería que una sociedad basada por completo en el propio interés, sin un sentido moral, podría colapsar en la anarquía egoísta. “Vemos que en los países donde la gente está motivada tan sólo por el espíritu del comercio, terminan por traficar con todas las virtudes humanas y morales; las cosas más insignificantes, aquellas que la humanidad demandaría, se hacen o se dan, sólo por dinero” [23].
El gran cronista y admirador de la democracia norteamericana, Alexis de Tocqueville, también señalaba cómo la ética adquisitiva condena a los individuos a sus negocios privados dejándolos con poco tiempo, e interés, para la participación en los asuntos públicos. Esencialmente, consideraba que no se podía ser, simultáneamente, un burgués egoísta y un buen ciudadano. “Los deberes públicos aparecen como un preocupante impedimento que distrae de las ocupaciones y los negocios ... Esta gente piensa que está siguiendo el principio de satisfacer sus intereses particulares, pero la idea que defienden de ese principio es bastante cruda; y entre más se preocupan por lo que ellos llaman sus propios negocios, más descuidan su negocio principal, que es seguir siendo sus propios amos” [24].
La consecuencia más grave de este vacío que se produce en el ámbito de lo público, cuando el sentido de responsabilidad de ciudadanos es reemplazado por los valores burgueses, es que facilita la aparición de lo que ha sido una preocupación constante del pensamiento político y del derecho continental: los excesos de poder del soberano, la tiranía. Para Hannah Arendt, las condiciones propicias para la toma del poder por los regímenes totalitarios se dieron precisamente cuando los individuos abandonaron sus preocupaciones por los asuntos públicos y se confinaron a los asuntos privados. La apatía inicial y la posterior demanda por dirección dictatorial de los asuntos públicos “tuvieron sus raíces en una filosofía de la vida tan insistente y exclusivamente centrada en el éxito y fracaso de los individuos compitiendo tan salvajemente que los deberes y responsabilidades de los ciudadanos sólo podían sentirse como un pérdida inútil de tiempo y energía” [25].
Para Polanyi, los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX serían el resultado de la crisis del mercado que se auto regula. En otros términos, la modernidad excesivamente individualista puede engendrar las organizaciones más dictatoriales: "para comprender el fascismo alemán es necesario remontarse a la Inglaterra ricardiana" [26]. Como habían argumentado Montesquieu y Tocqueville, la sociedad burguesa suministra dos requisitos favorables a la tiranía y a la dictadura: el aislamiento individual y la apatía política. La misma idea ya había sido expuesta por Maquiavelo, para quien los tiranos exitosos habían encontrado siempre la manera de despolitizar a los súbditos, sacarlos de la arena publica, confinarlos a los asuntos privados y contentarlos con placeres personales para evitar acciones públicas y políticas.
Para despolitizar a los individuos, los tiranos contaban con tres alternativas placenteras: suministrarles diversión, dejarlos ocuparse por la adquisición de bienes o recluirlos voluntariamente para el disfrute de los placeres privados. De esta manera, la plaza publica permanecía bajo estricto control del soberano [27]. Mucho antes, Platón también había observado que el tirano exitoso era aquel que lograba estimular en los súbditos el amor por el dinero y la propiedad sobre la virtud, el honor y la moderación. Consideraba no sólo que el afán de riqueza era lo que había llevado la sociedad griega desde la república hacia la tiranía sino que estableció un vínculo entre esta última y la riqueza. Gobernantes y súbditos en los estados tiránicos, como Persia, se caracterizaban por una búsqueda desmedida de la riqueza. Para el tirano, la riqueza cumple el propósito de disolver la unidad de la ciudad, además de aislar y despolitizar a los individuos.
La posibilidad de una alianza socialmente indeseable entre los intereses privados de acumulación de riqueza y el poder político -tiránico, dictatorial, totalitario o simplemente corrupto- es uno de esos temas que parecen estar por fuera de las preocupaciones de la economía neoclásica, y del AED. La eventualidad de finalidades perversas de la acumulación de riqueza toleradas o promovidas por el soberano ha sido, por el contrario, una preocupación recurrente del derecho, y del pensamiento político tanto continental como latinoamericano. La consideración de la posibilidad de concentración y arbitrariedad en el poder, económico o político, ha tenido repercusiones en contra de la aceptación, sin matices ni cualificaciones, de las bondades de la acumulación de riqueza. La idea de un Estado que se limita a mantener el orden, garantizar los derechos de propiedad de las empresas y promover la acumulación de riqueza puede ser tan deseable en una democracia como abominable bajo un régimen dictatorial o totalitario. A diferencia de la economía, disciplina para la cual los regímenes nazis, fascistas, o las dictaduras apoyadas o promovidas por grandes empresas parecerían no haber existido, el pensamiento jurídico continental ha hecho importantes replanteamientos a raíz de tales incidentes, que necesariamente se traducen en un marcado escepticismo hacia la idea de colocar la promoción de la eficiencia como valor prioritario de la sociedad, y del derecho.
Si a la suspicacia con el poder establecido, a la frecuente complicidad observada entre empresas capitalistas y gobiernos autoritarios, se suma la desconfianza ante las numerosas vías de acumulación ilícita o criminal de la riqueza, que por definición interesan al derecho, resulta comprensible el poco entusiasmo que despierta la idea del marco legal preocupado de manera prioritaria por la acumulación de riqueza. Sobre todo en un ambiente en el que el derecho se concibe, fundamentalmente, como el mecanismo de protección de los débiles ante los abusos de los poderosos.
Hechas esta observaciones, no puede dejar de señalarse una paradoja al constatar cómo un sistema jurídico que de manera manifiesta se ha preocupado más por la acumulación perversa de la riqueza, o del poder, haya logrado en ese sentido resultados en apariencia más débiles que el common law, más orientado a promover la acumulación de riqueza individual. La respuesta a esta cuestión no es simple. Puede pensarse, como lo sugieren Douglass North o David Landes (1999) en The Wealth and Poverty of Nations, que en Europa del Norte, y especialmente en Inglaterra, se dieron unas condiciones objetivas menos favorables a la concentración del poder del soberano, lo cual facilitó el fortalecimiento de la burguesía, que acabaría siendo el contrapeso más eficaz contra la concentración de poder político. Pero los mecanismos de contrapeso son complejos. En Europa, fue en parte gracias a la guerra que se consolidaron limitaciones al poder de los Estados. Lo que parece claro, y se analiza en otros capítulos, es que esas buenas instituciones anglosajonas que lograron, en ciertas áreas, un freno eficaz al poder político no siempre surgieron buscando promover la riqueza, y su base se definió varios siglos antes de que Bentham, o cualquier economista, se percatara de su eficiencia.
De cualquier manera, la historia reciente de América Latina sugiere que lo que puede ser el paso más definitivo en el control de las dictaduras en la región provino no de los empresarios privados, preocupados por la eficiencia, sino de los jueces, en nombre de la justicia. En el otro extremo, los impulsos sin duda totalitarios que en algunas áreas ha tomado el ejercicio del poder en los Estados Unidos tras los atentados del 11 de Septiembre, y que han sido más escasos en las democracias europeas -también bajo la amenaza terrorista pero más escépticas al evangelio de la eficiencia- tienden a corroborar la preocupación secular de los pensadores continentales: el excesivo interés por el ámbito privado y el dinero como única prioridad facilitan los excesos del soberano, pues debilitan la discusión de la cosa pública. Para encontrar opiniones que avalan esta impresión, no hace falta recurrir a algún pasquín anti imperialista. Paul Krugman, uno de los economistas estadounidenses más influyentes, columnista del New York Times, habla sin titubeos del proyecto autoritario de Bush.
“Durante los últimos meses, una serie de revelaciones ha confirmado lo que debió haber sido obvio hace mucho tiempo: el gobierno de Bush y el movimiento que encabeza han estado inmersos en un proyecto autoritario, un esfuerzo por remover todos los contrapesos que hasta ahora han constreñido al poder ejecutivo. Gran parte de este proyecto implica la declaración de una autoridad ejecutiva sin precedente: el derecho a encarcelar personas en forma indefinida sin presentar cargos (y de torturarlas si el gobierno opina que así debe ser), el derecho a intervenir teléfonos de ciudadanos estadounidenses sin autorización de los tribunales, el derecho a emitir una opinión de que las leyes realmente no significan lo que dicen cuando firma las que han sido aprobadas por el Congreso. Sin embargo, un aspecto casi igualmente importante del proyecto ha sido el intento de crear un ambiente político en el que nadie se atreva a criticar al gobierno o a revelar hechos inconvenientes sobre sus acciones” [28].
Bob Herbert, otro periodista del New York Times, luego de relatar la historia de Abdalá Higazy, un joven egipcio que se alojaba en un hotel frente a la Torres Gemelas y que fue detenido bajo el único cargo, que a la postre resultó falso, de ser el dueño de un radio de aviación también habla de una tiranía en los Estados Unidos.
“Todo lo que tienen que hacer hoy en día las autoridades es alegar que un caso se relaciona con el terrorismo y pueden salirse con la suya con respecto a casi cualquier cosa. El estado de derecho está sucumbiendo a la tiranía del temor. No hay forma de saber cuántos Abdalá Higazy han sido capturados en el mal llamado combate al terror y encarcelados o cosas peores” [29].
También pertinentes son las declaraciones de Charles Swift, un oficial de la armada estadounidense -responsable de la defensa de Salim Ahmed Hamdan, chofer de Osama Bin Laden- que jugó un papel definitivo en el fallo de la Corte Suprema en cuanto al reconocimiento de los derechos y garantías de la Convención de Ginebra para los detenidos de Guantánamo y otras instalaciones bajo custodia miliar estadounidense.
“Bush había asumido poderes como los del rey Jorge III de Inglaterra, que decía: “yo, y no los tribunales de Inglaterra, decido cuáles son los delitos"… A eso le llamamos tiranía. … Si nuestros adversarios nos obligan a no seguir las reglas, perdemos lo que somos. Somos los buenos; seguimos las normas. Y lo demostramos cada día que seguimos esas normas, independientemente de lo que ellos hagan. Eso es lo que nos diferencia, lo que nos hace grandes y lo que nos hace invencibles [30]".
En el mismo sentido, y ya refiriéndose a cuestiones nimias, se lamenta un pasajero de una compañía aérea estadounidense al que no se le permitió abordar un vuelo en Nueva York porque vestía una camiseta con una frase en árabe.
"Me siento muy triste de que se me haya violado mi libertad personal de esta manera… Crecí bajo gobiernos autoritarios en Medio Oriente, y una de las razones por las cuales elegí emigrar a Estados Unidos era que no quería que un funcionario me hiciera cambiar de camiseta" [31].
Tony Judt, historiador y director del Remarque Institute en New York University, ofrece para estos impulsos autoritarios en los Estados Unidos, la clásica explicación de la acumulación de riqueza que desplaza el debate público.
“¿Por qué los liberales americanos han aceptado la catastrófica política exterior de Bush? ¿Por qué tienen tan poco que decir sobre Irak, sobre el Líbano o sobre los informes sobre un ataque planeado contra Irán? ¿Por qué el continuo ataque a las libertades civiles y al derecho internacional de esta administración ha generado tan poca oposición y angustia entre aquellos que se preocupaban tanto por estas cosas? ¿Por qué, en síntesis, han dejado los intelectuales liberales de los Estados Unidos en estos últimos años su cabeza tan cómodamente resguardada?... El colapso de la confianza liberal en los EEUU contemporáneos se puede explicar de varias maneras. En parte es un efecto retardado de las ilusiones perdidas de la generación de los sesentas, una retirada de los planteamientos radicales hacia los negocios acaparadores de la acumulación material y la seguridad personal… En la política doméstica los liberales alguna vez creyeron en la provisión de bienestar, el buen gobierno y la justicia social. En asuntos exteriores tenían un largo compromiso con el derecho internacional, la negociación y la importancia del ejemplo moral. Hoy la extensión del consensoo del yo-primero ha reemplazado el debate vigoroso en ambos campos. Y como sus oponentes políticos, los intelectuales críticos, otrora tan prominentes en la vida cultural norteamericana han quedado silenciados” [32].
A diferencia de lo que opinaría un economista ortodoxo, lo único que puede atajar estos conatos dictatoriales en los Estados Unidos, no es el laissez-faire, ni las mayores ventas de la industria militar, ni siquiera la maximización de la utilidad social -que no incluiría a los extranjeros- sino unos jueces, motivados principios, que busquen aclarar los hechos sin reparar en los costos de hacerlo. Y una vanguardia intelecual que piense en cosas distintas a la acumulación de riqueza.
Es en un contexto de desconfianza hacia la acumulación de poder, político o económico, que se puede señalar que el objetivo primordial, reconocido y explícito, del derecho continental e hispano es la justicia, la defensa de los derechos, no la eficiencia. Se acepta, se postula y se reitera que la vida en sociedad debe descansar en la noción de justicia y que es este y no otro el principio básico que debe guiar a los encargados de legislar. En este punto, que no puede existir derecho sin justicia, y que el derecho no tiene por finalidad la eficiencia, ni siquiera el orden como tal -que bien pueden estar al alcance de cualquier tirano- sino la justicia, no sólo hay consenso entre los juristas contemporáneos sino que se trata de una noción que se remonta a la mitología griega: la divinidad que encarna la justicia (Dikê) nació de la unión de Zeus y de Thémis, la diosa del derecho [33]. La misma idea se encuentra tanto en Platón como Aristóteles, fue retomada por los juristas romanos, y más tarde por San Agustín, que sería el primer pensador en establecer el paralelo contemporáneo entre los Estados y las mafias.
“Sin la justicia, por lo tanto, ¿que son los reinados sino inmensas asociaciones de bandidos? Pues las asociaciones de bandidos, ¿no son acaso pequeños reinos? ¿Acaso no se trata de un grupo de individuos bajo el comando de un jefe, unidos por un pacto social, en dónde se reparte el botín de acuerdo con una ley acordada por todos? Que esta asociación de bandidos crezca lo suficiente para tener más puestos, apoderarse de las ciudades, subyugar a los pueblos, entonces, evidentemente, se arroga el nombre de reino, título que le confiere a ojos de los demás, no el hecho de haber renunciado a sus pillajes, sino el hecho de haber sumado la impunidad” [34].
Como muestra la experiencia reciente en América Latina, con poderosas mafias desafiando el monopolio de la coerción estatal, o con militares haciendo uso egoista de tal prerrogativa, no parece ser el criterio de eficiencia -que es lo que realmente opera en ese verdadero y salvaje laissez-faire- lo que permitirá consolidar la democracia y el estado de derecho. La insistencia de la economía, y del AED, en promover la eficiencia como objetivo primordial del derecho se basa, entre varios otros supuestos no aceptados ni por los juristas ni por las demás ciencias sociales, en una caricatura en extremo idealizada del soberano, y del poder económico. En particular, se parte de la base que el poder político, los violentos, los corruptos y los oportunistas ya están debidamente controlados, civilizados y domesticados.
Un supuesto siempre implícito de la economía neoclásica, que el desorden social o la guerra se resuelven de manera espontánea y contractual, también por consideraciones de eficiencia, es no sólo poco convincente en teoría sino contrario a toda la evidencia disponible. El problema de cómo es que se alcanza el control del poder militar por parte de la sociedad civil ha sido aún más descuidado por la economía. Es claro que con este supuesto sobre la bondad natural del soberano, al que además se suma el de la bondad natural de los agentes sociales que compiten sin hacerse daño, también guiados por una mano invisible, los principios distintos a la eficiencia se consideran superfluos y, aún más, buena parte de las leyes, diseñadas para restringir conductas, parecen redundantes.
Resulta indispensable analizar cual es el origen de esta insistencia tan terca y cerrada de los economistas a favor de la eficiencia. Si se trata de una idea sustentada por los hechos o si es una mera deducción automática de los supuestos básicos de la teoría económica. El argumento que se desarrolla en la siguiente sección es que se trata de una creencia -no sólo en el sentido Orteguiano de un supuesto tan obvio que no se cuestiona- sino de naturaleza religiosa, algo que se debe predicar, que se inculca en la enseñanza de la economía y que esto se hace de manera subliminal, no explícita. Estos mecanismos implícitos, como se vio, han sido reconocidos como los más eficaces e indelebles. Al economista moderno se lo formatea en el evangelio de la eficiencia, y ahí radica una de sus principales dificultades para establecer lazos de comunicación con otras disciplinas.
4 – OBSTÁCULOS DE LA ECONOMÍA PARA EVALUAR LAS LEYES
El diseño de las leyes y la reforma de las instituciones son asuntos demasiado serios como para dejarlos en manos de predicadores, más interesados en promover su esquema de análisis y sus peculiares ideas sobre los objetivos de una sociedad que en la relevancia o la adaptación de la ley a un entorno específico. Si hubiera que señalar dos fallas recurrentes de la mayor parte de los códigos hispanos por varios siglos, fue su falta de adaptación a las condiciones locales y el haber sido utilizados como un instrumento más de la Iglesia y sus predicadores para consolidar su visión del mundo. No parecería razonable ahora, cuando se tiene conciencia de estos problemas, y de las dificultades que acarrea en términos de posibilidad de aplicar la ley, reemplazar un escenario idealizado, el de los prelados, por otro, el de los economistas.
Como se hará obvio, las secciones que siguen son críticas al extremo con la economía contemporánea. En alguna medida se trata de una caricatura burda de la profesión, y no en el sentido tradicional de un modelo ideal típico con el cual se busca captar unos rasgos esenciales. Constituye un ejercicio malévolo de exageración de los defectos que se hace, precisamente, para tener claro lo que el analista económico debe tratar de evitar a toda costa si quiere ganar algún papel relevante en el debate jurídico.
4.1 – ¿ANALISTAS O PREDICADORES?
“Si a uno le pidieran caracterizar la esencia de la religión en su sentido más amplio y general, uno podría decir que consiste en la creencia de que existe un orden invisible, y que nuestro supremo bienestar radica en ajustarnos armoniosamente a ese orden” [35].
Una de los más agudos dilemas de la economía neoclásica, y del AED normativo, tiene que ver con lo que Nelson (2001) denomina la paradoja del mercado, o sea la necesidad de estimular el propio interés en el ámbito de los intercambios mercantiles y, simultáneamente, contar con un conjunto invisible pero poderoso de normas y reglas para impedir las manifestaciones no deseables del individualismo en otros ámbitos. El mismo autor señala que la vía para resolver esta paradoja ha sido recurrir a una especie de evangelio que, por una lado, postula que los impulsos egoístas para aprovechar al máximo las ventajas del mercado son no sólo aceptables sino saludables y, al mismo tiempo, rechaza y condena, con fuerza religiosa, los excesos del egoísmo y la búsqueda del propio interés que atentan contra el funcionamiento de ese mercado. En este contexto, el economista jugaría un importante papel de teólogo de esta religión de la cual depende, de manera crucial, el desempeño económico. Su principal función sería la de predicar las ventajas de este mensaje, difícil de calibrar, que el egoísmo es deseable en ciertas circunstancias, como las transacciones mercantiles, pero condenable en otras, como la política.
Un primer síntoma de esta paradoja tiene que ver con los mismos economistas que, como colectivo, predican para los demás pero de manera implícita dan por descontado que ellos no hacen parte de su objeto de estudio, ni les incumben sus propias recomendaciones. Resulta sorprendente que el conocimiento económico per se no sea considerado dentro de este gremio como una herramienta más de los negocios, como otro mecanismo para ganar dinero. O que uno de los incentivos más poderosos de la carrera académica de un economista sea precisamente el quedar protegido mediante un contrato peculiar de las inclemencias y vicisitudes de las, para todos los demás, saludables fuerzas del mercado. Es curioso, por ejemplo, que un representante de la escuela de Chicago, en dónde se destacan sin titubeos las ventajas de todos los mercados, considere que en el suyo, la academia, sea favorable la protección. “Es una política social acertada la preservación de la universidad como un santuario; ello alienta a los científicos a formular pensamientos y esquemas arriesgados” [36].
No abundan en la disciplina trabajos sobre las verdaderas motivaciones de un economista, y sería interesante verificar si quienes ven en todos los seres humanos, y en cualquier actividad, la réplica de un hábil negociante también consideran que, en el fondo, los análisis y recomendaciones que ellos hacen están motivados por el propio interés. Lo más probable es que un economista profesional, funcionario público o académico, señalará que su objetivo es simplemente conocer la verdad sobre el funcionamiento de la economía para mejorar su desempeño global y contribuir al buen diseño de la política pública. En otros términos, el analista económico sería una de las pocas excepciones a los supuestos de egoísmo y racionalidad.
¿Cuál es la razón por la que los economistas le recomiendan a los demás que sólo piensen en ganar dinero como la mejor forma de servir a la sociedad mientras ellos no hacen eso? Al respecto, son reveladores los comentarios de Paul Samuelson, uno de los principales promotores del mensaje económico contemporáneo, sobre las razones que lo llevaron a escribir su conocido texto en 1948. Inicialmente, según él, se trató de algo como altruismo lúdico: darle gusto al decano de economía de MIT que quería enseñar la disciplina de una manera divertida. Luego de cuatro millones de copias vendidas y ante la pregunta de un reportero sobre por qué nunca pidió un anticipo a la editorial por este esfuerzo, que le tomó tres años, Samuelson, cual clérigo, responde “mi interés no eran tanto los dólares sino influenciar las mentes” [37]. No menos diciente sobre lo inadecuado que le resultaría al mismo Samuelson aplicarse el modelo del homo economicus individualista, insaciable y desinteresado por los demás, es su comentario que uno es rico “cuando tiene un poquito más de dinero que aquellos que lo rodean” [38]. Resulta difícil de conciliar la figura de este amable, dedicado y, aunque millonario, humilde profesor con el crudo predicador materialista que, en su libro, no tiene reparos en señalar que “si uno no puede saber sino un dato de un hombre, el saber lo que gana sería el más revelador… (El ingreso de una persona aporta sólida evidencia) sobre sus opiniones políticas, sus gustos y educación, su edad, su expectativa de vida… El ingreso configura no solo las actividades materiales sino otras inmateriales como la educación, los viajes, la salud, el ocio y la caridad” [39]. Sería interesante indagar con el mismo Samuelson si esa vara que el propone para medir a los demás, la cuenta bancaria, sería la que el consideraría más idónea para medirlo a él.
Otra muestra de esta peculiar esquizofrenia de los economistas la ofrece Gregory Mankiw, autor de otro texto muy exitoso de introducción a la economía. “Aquellos de nosotros que regularmente dictamos cursos de pregrado, vemos nuestra labor como la formación de ciudadanos bien informados acerca de los principios de la buena política. Nuestra elección de los materiales de lectura está guiada por lo que consideramos importante que la próxima generación de votantes entienda” [40].
Así, extrañamente, las facultades de economía parecen estar educando en la actualidad sacrificados benefactores, y no maximizadores de riqueza. Para ganar dinero en el mundo real se va a las escuelas de administración de negocios; para entenderlo y sugerir cómo mejorarlo se estudia economía. La analogía con los sacerdotes católicos –cuyos votos de castidad no les impiden hacer todo tipo de recomendaciones en el terreno sexual- no resulta demasiado impertinente.
Que un aspecto crucial de la enseñanza de la economía es la prédica, lo corroboró uno de los colegas de Samuelson encargados de leer y comentar el manuscrito inicial del texto Economics cuando hizo una lista de las 100 herejías que contenía el libro y, cual inquisidor, quiso vetar su publicación pues “el tono general está errado. Usted no inculca economía sensata” [41].
Nelson (2001) sugiere que esta actitud tiene mucho que ver con una creencia, de naturaleza religiosa, en el progreso económico. Al igual que los predicadores de muchas religiones que hacen sacrificios individuales en aras de promover algún tipo de ideal para sus semejantes, los economistas con frecuencia orientan todos sus esfuerzos a predicar sus creencias en las ventajas de los mercados, de los cuales ellos mismos se marginan. El evangelio de la eficiencia es el nombre que se le dio al movimiento que a raíz de las propuestas de Taylor para incrementar la productividad fabril mediante la aplicación de procedimientos científicos a la administración de negocios invadió a la Estados Unidos a finales del siglo XIX. La eficiencia económica como panacea para todos los males de la humanidad apareció entonces con la fuerza de un movimiento religioso. Los Progresistas, en medio de un incremento espectacular en los índices de productividad industrial, consideraron que por primera vez en la historia de la humanidad los problemas de privaciones materiales podrían ser eliminados. Este progreso material, se pensaba, sería suficiente para transformar otros ámbitos, incluso los intelectuales, morales, y espirituales. Las religiones tradicionales herederas de la tradición judeocristiana enfrentaron grandes dificultades para competir con este nuevo evangelio. Si la salvación de la humanidad era ahora un asunto relacionado con el fin de las escasez material, y la humanidad llegaba a una era de abundancia, las actividades profesionales –como la administración, la ingeniería y la economía- relacionadas con este cambio fundamental jugaban un nuevo y determinante papel. Se dio por descontado que existía una única y verdadera ley natural de la sociedad, y que las ciencias sociales se debían esforzar en descubrirla. La verdad y objetividad de la ciencia reemplazarían los favoritismos y los grupos de presión, reforzando aún más la democracia. “La adopción de la ciencia como lenguaje común terminaría con la irracionalidad, la rivalidad por el poder y el autoritarismo, estimulando un nuevo sentido de comunidad política… (La administración pública sería entonces) objetiva, universal, natural, completamente libre del contexto histórico y cultural, y guiada sólo por leyes científicas” [42]. Los Progresistas también promovieron trasladar el manejo de la cosa pública desde las comunidades locales hacia las instancias nacionales. Si el buen gobierno dependía de la ciencia, las instituciones a nivel nacional podrían llevar a los más altos niveles de conocimiento científico y técnico.
Es diciente que, dentro de las asociaciones profesionales que surgieron en medio de es ola de fe ciega en la ciencia y la técnica, la primera en fundarse, en 1885, fuera la American Economic Association (AEA). Promovida por un predicador, Richard Elys, y creada de manera explícita como una institución cristiana, doce de sus quince miembros fundadores eran ministros protestantes practicantes que, no sorprende, la veían como una instancia para promover los asuntos religiosos. El papel de la economía como disciplina era contribuir a forjar la base de conocimiento social y tener éxito en “un incesante ataque contra todas las malas instituciones, hasta que la tierra se convierta en una nueva tierra, y todas sus ciudades, ciudades de Dios” [43]. Ante las protestas de economistas no protestantes la AEA se secularizó, pero las convicciones religiosas originales no desaparecieron del todo, persistieron y “se tornaron implícitas en la profesión y en un vago progresismo” [44].
Alfred Marshall, uno de los padres de la economía neoclásica, tenía según Keynes la doble naturaleza de pastor y científico; tanto que Edgeworth lo llamaba el Arzobispo de la Economía [45]. George Stigler, influyente pensador de la Escuela de Chicago publicó un extenso resumen de su obra con el sugestivo título de El economista como predicador [46].
Otra manera de interpretar la prédica de la eficiencia, y en particular la defensa del mercado como la instancia más idónea para asignar recursos es como una extensión de la guerra fría. Se ha mencionado en ese sentido la publicación en 1960 del libro de Walt Rostov Las fases del crecimiento económico: un manifiesto anticomunista, y se señala que, “la teoría económica adelantada en el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT) fue formulada y movilizada como parte de la lucha contra el comunismo” [47]. En este contexto, no es arriesgado sugerir que el escepticismo de los economistas hacia el supuesto de conductas altruistas –un comportamiento que se observa en múltiples escenarios de manera recurrente, pero que los economistas con fe de carbonero se niegan a reconocer- también tendría que ver, a nivel micro, con el rechazo visceral a todo lo que pueda recordar el socialismo o el comunismo. Así, invocar y promover la cooperación o la solidaridad entre los seres humanos puede tomarse como un atentado al correcto funcionamiento de los mercados. Si a nivel agregado la mano invisible es lo que va en contra de la dirección centralizada de la economía, a nivel individual el postulado, y la recomendación, del egoísmo se opone al de la solidaridad pregonada por los rojos. Para ilustrar esta asociación que con frecuencia se hace entre altruismo y comunismo se puede mencionar el caso extremo de la persecución a muerte de quienes han propuesto la utopía de una sociedad basada en la igualdad y la cooperación como elemento de algunas cruzadas anticomunistas. En 1936, por ejemplo, un grupo de falangistas asesinó a un maestro de escuela cuyo principal crimen habría sido escribir un texto escolar, Mi primer libro de historia, en el que se incluía el dibujo de una Casa del Pueblo donde "los trabajadores aprenden a practicar las dos grandes virtudes sobre las que se asienta la vida: cooperación y solidaridad" [48]. El segundo paralelo que se puede establecer entre estas cruzadas dictatoriales y la prédica económica de la eficiencia de los mercados y las virtudes del egoísmo, es la de haber centrado su atención en el sistema educativo y la etapa de formación intelectual de los jóvenes.
Dos aspectos de esta nueva ciencia económica que en los Estados Unidos jugaba un papel líder entre las ciencias sociales –la sociología se estudiaba en los departamentos de economía en muchas universidades- fortalecieron posteriormente su esencia religiosa. Estaba por un lado la continua creencia que el conflicto, y en general todos los males de la sociedad, surgen de una u otra forma de escasez. Consecuentemente, había el convencimiento que la solución de los problemas materiales de la humanidad traería consigo, de manera automática, la erradicación de todos los males que la aquejaban, como el crimen, el alcohol, la droga, la prostitución, el suicidio, el odio y las guerras. El segundo aspecto fue la adopción de un lenguaje exclusivo y excluyente, pero esencial para develar los misterios naturales, las matemáticas.
La fe ciega en la eficiencia, en lo económico como determinante de todo lo que ocurre en la sociedad, el énfasis en la riqueza como mejor, a veces único, indicador de bienestar, tanto individual como colectivo, ha persistido hasta nuestros días. En 1999, en el discurso de aceptación de su premio Nobel, Robert Mundell, no tuvo mayores reparos en explicar la historia del siglo XX como una simple consecuencia del manejo monetario de la Reserva Federal.
“Quiero resaltar el rol del factor monetario como determinante de eventos políticos. Específicamente, argumentaré que muchos de las cambios políticos del siglo fueron causados por perturbaciones mal comprendidas en el sistema monetario internacional, que a su vez fueron consecuencia del auge de los Estados Unidos y de su brazo financiero, el sistema de Reserva Federal. El siglo veinte comenzó con un sistema monetario internacional muy eficiente que fue destruido por la primera guerra mundial, y su torpe reconstrucción en el período entre guerras trajo la gran depresión, Hitler y la segunda guerra mundial” [49].
En esa misma línea, y con argumentos que un observador desprevenido pensaría sólo se ventilan en algún curso exótico como “mercadeo del mercado” pero que en realidad se publican en las revistas más prestigiosas del AED, un economista demuestra que la búsqueda de la eficiencia es lo que realmente está detrás del establecimiento de las democracias, incluso la griega, y otro aclara que promover la inversión es la principal razón para la protección de los derechos humanos.
“Este trabajo busca suministrar una mejor comprensión del origen de la democracia. Empieza desarrollando un modelo teórico para demostrar cómo las condiciones económicas exógenas pueden afectar los incentivos para establecer instituciones democráticas. El modelo predice que las instituciones democráticas se expanden cuando pueden mitigar importantes problemas de inconsistencias temporales y, por lo tanto, estimular la inversión. Las condiciones exógenas determinan la magnitud de esas inconsistencias temporales y por ende la posibilidad de la democracia. Una comparación de las antiguas ciudades-estado griegas sugiere que las condiciones bajo las cuales surgió la democracia corroboran el modelo” [50].
“Garantizando la protección de los derechos humanos, los gobiernos mandan la señal que pueden sacrificar algo de su poder a corto plazo para obtener beneficios a largo plazo. Los inversionistas pueden inferir de esto que el gobierno tiene una tasa de descuento baja y que es menos probable que presente amenazas de expropiación. De manera similar, cuando los tribunales protegen vigorosamente los derechos humanos, dramatizan su independencia judicial, lo que es valioso para los inversionistas, que no tienen interés en los derechos humanos. Por lo tanto, la protección de los derechos humanos puede estimular la inversión e indirectamente impulsar el crecimiento económico” [51] .
No menos importante en la consolidación del evangelio económico ha sido el uso de las matemáticas como una herramienta para develar la verdad del libro de la naturaleza. Así como en los siglos XVI y XVII las matemáticas habían sido consideradas el lenguaje divino y se les atribuía una función sacerdotal, con el Progresismo el científico laico asume el papel del sacerdote que interpreta las leyes divinas. “La moralidad pública está guiada por la mano escondida del equilibrio dinámico… que une al individuo, a la sociedad civil y al Estado en la búsqueda de un propósito histórico común” [52].
El paso de una economía escrita, o literaria, a la dominada por las matemáticas se tradujo en una eliminación de los textos para dejar paso a las ecuaciones. Las obras de Smith, Ricardo o Marx siguen teniendo influencia en buena parte porque han podido ser leídas y discutidos por varias generaciones de personas, políticos o legisladores, de distintas disciplinas. Nicolás Georgescu-Roegen, un economista matemático, tenía conciencia de las limitaciones del lenguaje matemático como único medio para transmitir las ideas, “esta posición recuerda la de la Iglesia Católica, (de acuerdo con la cual) el pensamiento divino sólo podía expresarse en latín” [53].
Lo más curioso es que esta manía reciente de los economistas por adoptar un lenguaje críptico, accesible sólo para los iniciados, también va en contra de uno de los postulados básicos de la disciplina, como es el de someter lo que se produce al veredicto del público en el mercado, y no al de un selecto grupo de personas cercanas al productor. Este principio de valoración económica de lo que se dice está claro desde los romanos. “Quien quiera saber exactamente lo que vale no puede saberlo sino por el público, y debe por lo tanto exponerlo a su juicio” [54].
Resulta curioso que, entre los economistas, el no ser comprendidos por gente ajena al gremio se toma como un síntoma de superioridad de la disciplina. En tal sentido apunta la siguiente afirmación de un reconocido texto: “un economista que lea una revista de derecho entenderá mucho más de ella que un abogado que lea una revista de economía. Por esta razón, no es difícil convencer a un abogado de que no sabe economía” [55]. Si alguna rama del derecho se desarrollara tan sólo en latín, o sánscrito, es claro que los juristas podrían señalar que los economistas no entienden esa rama del derecho.
La labor de predicar, incluso si eso implica insistir en algunos errores, también ha persistido. Georse Stigler, influyente economista de la escuela de Chicago, anota sin mayor reato que
“una cualidad de los buenos economistas que estudié inicialmente es que muy raramente admiten o corrigen errores… La mayor parte de los errores no tienen gran trascendencia… La renuencia a reconocer los errores forma, quizá, parte del celo misionero propio de los científicos pioneros. Un segundo, y conexo, rasgo de los científicos es que rara vez cambian de opinión. Tenemos que recordar que estamos hablando de científicos de mente lúcida que normalmente perderían con el cambio… La tenacidad con que la gente mantiene las ideas de las que son propietarios no deriva sólo de la vanidad. Un científico es un evangelista que trata de convertir a sus ilustres colegas a la nueva verdad que él predica. Las ideas nuevas se enfrentan a obstáculos tremendos… han de enfrentarse con las viejas o chocar con una realidad aparentemente contradictoria. Una idea nueva propuesta de manera fría e informal está casi con seguridad destinada al olvido… Otro aspecto de este arte de vender es el uso frecuente de la repetición, quizá el más poderoso de los argumentos” [56].
Con estos antecedentes, uno de los principales desafíos de la economía jurídica, para poder tener algo de credibilidad, y pretender participar en la tarea de analizar o promover los cambios legislativos consiste en marginarse del evangelio de la eficiencia. Ni siquiera en aquellas áreas del derecho directamente relacionadas con las transacciones comerciales es razonable predicar que aumentar la riqueza es, o debe ser, el principal y único objetivo del derecho. Con mayor razón en campos como lo penal, los derechos humanos, el medio ambiente, la discriminación, la familia, la inmigración, limitarse a exhortar la eficiencia es equivalente a quedarse con los feligreses convertidos como único auditorio. Por otro lado, en numerosas áreas de las relaciones sociales los objetivos del respectivo derecho ya están bien definidos, de manera sencilla y explícita y con un relativo consenso alrededor de tales objetivos. En los campos en dónde no están completamente claros esos objetivos, porque se presentan notorias discrepancias en cuanto a los valores prioritarios, un papel modesto pero relevante del analista económico del derecho podría consistir, simplemente, en aportar elementos al debate para buscar salidas legales razonables, más que soluciones óptimas racionales.
4.2 – EL IMPERIALISMO ECONÓMICO
Con algo de ligereza, algunos economistas plantean que la percepción del efecto de las normas sobre el comportamiento individual por parte de los juristas tan sólo refleja falta de una buena teoría sobre el comportamiento humano.
“Antes del surgimiento del nuevo AED, los supuestos acerca de los efectos de las normas jurídicas sobre el comportamiento social eran implícitos más que explícitos, elaborados frecuentemente de manera ad hoc, ocasionalmente inconsistentes y casi siempre ingenuos. De acuerdo con la tácita e ingenua teoría que ha venido sustentando la mayor parte del análisis jurídico tradicional, los individuos ajustan su comportamiento al patrón establecido por la norma jurídica” [57].
Plantear que los individuos aceptan las normas y adecuan su comportamiento para seguirlas no es un asunto de carencia de teoría, sino de adhesión a una teoría distinta a la elección racional, la del seguimiento de reglas, por internalización de las mismas, algo que ha defendido la sociología clásica por más de un siglo. Hasta qué punto es relevante uno u otro paradigma del comportamiento es una cuestión bastante más empírica que de opinión y depende, fundamentalmente, del contexto en el que se pretende aplicar la norma. No parece discutible la noción, expresada por el derecho, que una norma tendrá mayor posibilidad de ser acatada, y cumplida, si es legítima y consistente con el conjunto de principios aceptados y compartidos por un grupo social. Parece, por el contrario, más peregrina la idea, implícita en el AED, que cualquier cambio legislativo, en forma independiente de cómo encaje en las normas sociales y la moral de una sociedad, provocará entre todos los destinatarios, o la mayoría, un exhaustivo cálculo de costos y beneficios previos al cumplimiento. Ni siquiera en sociedades con alta proporción de infractores parece siempre adecuado el supuesto que “rara vez los agentes ajustan su comportamiento al patrón previsto por tales normas” [58].
Este ejemplo sobre la falta de consideración de una posible alternativa al enfoque de la elección racional sirve para ilustrar una tendencia preocupante de la economía y es la de pretender contar con la única buena teoría. Con poca modestia y de manera desacertada, sobre todo cuando se pretende participar en debates por fuera de la disciplina, los economistas, en una de las extensiones más lamentables de su función de predicadores de una verdad que sólo a ellos les fue develada, pretenden, al ampliar el horizonte de sus intereses colonizar esos nuevos territorios tratando de imponer sus verdades.
Con la posible excepción de la física, a la que según los conocedores supera con creces, es difícil encontrar una disciplina con tanta hubris como la economía contemporánea. Un físico, Richard Palmer afirmaba, luego de asistir a una reunión de economistas, “yo pensaba que los físicos eran la gente más arrogante del mundo. Los economistas lo son aún más” [59].
En su Retórica, Aristóteles precisa el término. “Hubris consiste en hacer o decir cosas que pueden producir vergüenza en otros… por la simple gratificación. Hubris no es una compensación por el pasado, eso es la venganza. En cuanto al placer en hubris, su causa es esta: los hombres piensan que tratando mal a los demás será mayor su superioridad” [60].
Las historias sobre lo sanguinarios que pueden ser en ciertos departamentos de economía los seminarios son legendarias. Connotados economistas han adquirido fama de verdaderos guerreros en la defensa de sus ideas por cualquier medio.
“(Milton Friedman) tiene mucho talento para herir a sus oponentes intelectuales que, consecuentemente, han dedicado mucha energía y esfuerzo intelectual a hacer publicidad de su obra. Su único defecto como polemista es, en mi opinión, que con frecuencia sus victorias son temporales” [61].
Estos elementos han contribuido a hacer de la economía un terreno fértil para los chistes, que internamente se interpretan como una muestra más de las debilidades de los otros.
“Todos los chistes fáciles sobre las diferencias de opinión de los economistas o sobre su pasión por el pensamiento abstracto son sólo producto de la envidia. La denuncia a Norteamérica es casi lo único que une a los intelectuales europeos y la crítica a la ciencia económica es el principal lazo de unión de las demás ciencias sociales. ¡Cuánto más dulce es la envidia que la compasión!” [62].
Estas muestras de intolerancia con las ideas disidentes pueden considerarse un asunto menor al lado de la pretensión reciente de la economía, de que las ciencias sociales o son como la economía, o simplemente no son. O piensan como nosotros, o no existen, parece ser el lema de varios economistas que lo expresan sin el más mínimo rubor.
“Mientras la economía de manera imperialista aplica sus herramientas a una amplia gama de asuntos sociales, se transformará en sociología, antropología y ciencia política. Paralelamente, mientras estas disciplinas se hacen cada vez más rigurosas no simplemente se asemejarán sino que serán economía” [63].
Incluso entre los escasos economistas que empiezan a aventurar en campos cruciales de las relaciones humanas que habían sido ignorados por la disciplina como la guerra, la apropiación de recursos por la coerción, persiste la actitud que esa faceta oscura de la naturaleza humana aún no se comprende bien porque faltaban economistas para iluminarla. Jack Hirshleifer, un economista experto en conflicto es transparente al respecto.
“Crimen, guerra, y política han merecido cierta atención de los economistas, es verdad, pero en el pasado solamente como asuntos especializados y algo esotéricos… La lucha por la apropiación puede también adoptar formas más enérgicas, por ejemplo huelgas y cierres, robo de bancos, guerra revolucionaria y confrontaciones internacionales. En resumen, el lado oscuro no es una península periférica sino todo un continente intelectual en el mapa de la actividad económica… Mientras exploramos este continente, los economistas encontraremos un número de tribus nativas - historiadores, sociólogos, psicólogos, filósofos, etc. – que, en sus diversas y primitivas maneras intelectuales, nos han precedido en reconocer el lado oscuro de la actividad humana. Una vez que los economistas consigamos implicarnos, por supuesto que barreremos estos a-teóricos aborígenes… Una nota marginal para mis buenos amigos y honorables colegas de otras disciplinas ¿Cómo reconcilio estos comentarios con el indudablemente fino trabajo, en análisis del conflicto y otras áreas, que ha sido producido por antropólogos, politólogos, psicólogos y demás? La respuesta es sencilla. Cuando estos investigadores hacen un buen trabajo ¡Están haciendo Economía!” [64].
Hirshleifer no limita el imperialismo a las ciencias sociales sino que lo extiende a las ciencias naturales. Según él, los principios económicos enmarcarán incluso la biología, pues todos los aspectos de la vida están determinados por la escasez de recursos.
“El enfoque evolucionista sugiere que el propio interés es en últimas el principal motivador de los seres humanos y todas las formas de vida” [65].
La progresiva unanimidad que se ha logrado imponer dentro de la economía es, según algunos autores, un saludable síntoma de una disciplina que logra imponerse. De manera insólita, la misma profesión que pregona las ventajas de la diversidad, el intercambio y la competencia en los mercados plantea que, internamente, el temible monopolio y la uniformidad intelectual son cualidades deseables.
“El enfoque económico proporcionará un marco uniforme en el que se basarán las ciencias sociales… Que el análisis sea más complejo matemáticamente y que se usen más los métodos cuantitativos son rasgos característicos de una campo cuando un enfoque uniforme empieza a ser dominante… El enfoque económico fue capaz de explicar más de los hechos que confrontó que las demás ciencias sociales y los otros campos carecían de paradigmas… Los historiadores y los politólogos nunca han sostenido que comparten una teoría general que podría utilizarse para explicar todos los acontecimientos históricos o políticos… Los demógrafos nunca han afirmado contar con un enfoque general que pueda explicar cambios en la fertilidad, en las tasas de mortalidad o en los patrones de matrimonio… Los sociólogos reconocen que su disciplina carece de paradigma… La falta de este en los estudios jurídicos es también evidente…Supongamos que es fácil dominar el enfoque económico y que todos los científicos sociales abandonan sus teorías y adoptan este enfoque. Entonces todas las ciencias sociales se definirían como el campo que explora el ajuste del comportamiento humano a cambios en las circunstancias, asumiendo la maximización racional, y todos los científicos sociales serían economista” [66].
Resulta sintomático de que algo anda mal el que Ronald Coase, uno de los economistas más influyentes en el AED, sea tan escéptico sobre la verdadera motivación detrás del imperialismo económico. Por otro lado, es más modesto y realista sobre las condiciones para que esta ambiciosa empresa avance de manera satisfactoria.
“La razón para este movimiento de los economistas hacia campos aledaños no es que hayan resuelto los problemas del sistema económico; tal vez es más plausible argumentar que los economistas están a la búsqueda de áreas en las cuales puedan tener algo de éxito… No hay por qué pensar que el enfoque desarrollado para explicar el comportamiento en el sistema económico será igual de exitoso en las demás ciencias sociales. En estas otras áreas, los propósitos que los individuos buscan alcanzar no son los mismos y, en particular, el marco institucional bajo el cual se toman las decisiones es bastante diferente. Me parece probable que la habilidad para discernir y entender esos propósitos y el carácter del marco institucional requerirán conocimiento especializado que no será fácil de adquirir por parte de otra disciplina… La teoría de la utilidad aparece más como una desventaja que como una ayuda para los economistas que trabajen en otras áreas” [67].
Una manifestación sutil pero no menos reveladora del hubris de los economistas es el planteamiento que lo que no ha sido estudiado internamente por la disciplina, se puede considerar irrelevante, o más aún, invariante. No importa si se trata de un aspecto crucial de la teoría. Por ejemplo, el supuesto de estabilidad de las preferencias es, en palabras de Gary Becker, el resultado de la falta de interés de los economistas por estudiarlas. Lo que no ha sido estudiado por los economistas, o bien es irrelevante, o bien se puede suponer que no cambia.
“Puesto que los economistas no han hecho contribuciones importantes, especialmente en épocas recientes, a la comprensión de cómo se forman las preferencias, se supone que estas no cambian sustancialmente en el tiempo, ni que son muy diferentes entre personas ricas y pobres, o aún entre personas de distintas sociedades y culturas” [68].
Es apenas evidente que el imperialismo y la búsqueda de unanimidad, en una disciplina que, paradójicamente, destaca las ventajas de la variedad, la competencia y el intercambio en todos los demás mercados, es una manifestación adicional del carácter casi religioso con que el economista asume su búsqueda de la verdad.
“Frank Knight transmitía, hasta un grado que raramente he visto igualado, una sensación de compromiso sin reservas con la verdad. Esta, dueña exigente, tenía que ser servida aun cuando el servicio fuera peligroso o doloroso. Ninguna autoridad era demasiado augusta para su desafío … [69]”.
Uprimmy (2001) señala con algo de sorpresa cómo un destacado economista, en un debate en los medios sobre los alcances económicos de los fallos constitucionales, se exasperaba de la ignorancia extrema de los magistrados hasta el punto de llamarlos “burrisconsultos”. Otro prestigioso economista colombiano, relatando como columnista la fascinación que le produjo la lectura de Nozick anota:
“hay que ambientar las cosas partiendo de otro gran profesor de Harvard, John Rawls, y lo que podríamos llamar el “espíritu de la época” que enfrenta Nozick. Así como resucitan espantos de los años setenta en materia de moda -la bota campana, para no ir más lejos - también se asoma por ahí el tufillo de aquel triunfalismo socialistoide que, hacia finales de los años sesenta, había invadido ampliamente las aulas de las universidades y los despachos públicos. Al amparo del entonces reinante keynesianismo de computador y solución estatal, era “cosa sabida” que el Estado era el remedio para tanto desbarajuste económico que supuestamente produce la gente cuando es libre. Fue haciendo carrera la idea, aún más ambiciosa, de que el Estado -no el individuo - era la institución llamada para trazar el derrotero que habría de llevar a la “justicia social” . Y la joya de la corona, a nivel intelectual, era el trabajo de Rawls Teoría de la justicia (1971). Y, valga la verdad, la cosa suena chusca. Rawls propone que una sociedad justa está tipificada por el conjunto de instituciones que los diferentes grupos escogerían voluntariamente si ninguno de ellos supiera ex ante sus respectivos talentos, pertenencias, herencias, etc. Resulta posible deducir algunos principios básicos de lo que sería un sistema ideal de justicia los cuales, vaya sorpresa, tienen un eje fundamental en la intervención, la redistribución de la riqueza y la búsqueda desesperada de la “igualdad” . Por si alguien piensa que esto es muy abstracto, recomiendo echarle una miradita a la Constitución colombiana, bota campana venteada, o seguirle la pita a Mockus, portador insignia de la bota campana conceptual “ [70].
Si el debate constitucional, o las diferencias entre Nozcik y Rawls, se reducen a una mezcolanza poco chévere de ideas socialistoides y moda hippy no es mucho lo que se puede agregar, salvo que por esa vía, incluso en el ambiente informal de una columna de opinión en la prensa, no es significativo el auditorio marginal que se podrá ganar.
Una de las consecuencias más palpables de la arrogancia, fuera de infundir un temor reverencial entre los economistas jóvenes por desafiar las verdades aprendidas, es la incomprensión, y la falta de credibilidad, por fuera del reducido auditorio del salón de clases. No es coincidencia que una característica de la hubris sea acarrear un castigo divino.
Luego de asistir a un foro sobre las perspectivas de la economía colombiana, con presentaciones de la crema y nata del gremio María Isabel Rueda, periodista y abogada, manifiesta su desconsuelo.
“No sabemos qué pasará con el dólar. Ni idea de cuál será la tendencia de las tasas de interés. En Babia qué les espera a las finanzas públicas. ¿Alguien puede asegurar que no subirá la inflación? ¿Se atrevería alguien a anticipar las perspectivas de la balanza de pagos? … Cada día se parecen más a los abogados, que eran los dueños de la interpretación flotante. Y por eso en el mundo de ellos toda teoría, por buena que parezca, tiene su 'contrafómeque'. Para poner sólo un ejemplo, con un año de diferencia, le dieron el premio Nobel de Economía a un antineoliberal y ahora a dos neoliberales. Y uno de los últimos, que como es sabido es más sicólogo que economista, tiene el mérito de que descubrió la "transferencia asimétrica de los mercados", que consiste en que alguien que vende un carro usado tiene la información suficiente para tumbarlo a uno. Por eso es por lo que los economistas nos tienen mamados. Porque no se ponen de acuerdo en si el Estado colombiano tiene que emitir o no, para salvar la economía. Nos tienen mamados porque mientras unos dicen que el principal problema del país es el déficit fiscal, otros aseguran que es el déficit social. Y mientras los primeros aseguran que la solución de la crisis comienza por aliviar el déficit fiscal, los otros juran que comenzar por ahí agudizará profundamente la pobreza del país, porque dizque el déficit no es la causa de la crisis sino su consecuencia. Los primeros amenazan con subir los impuestos. Los segundos acusan a los primeros de ser unos desalmados, por tener como prioridad tapar el hueco del Estado. Nos tienen mamados porque se suponía que el actual gobierno recibía un país económicamente complicado, pero en cifras reales. Una semana después de posesionado el nuevo Presidente, el déficit fiscal se encaramó en cinco dígitos y nos vinieron a contar que la situación era cinco veces peor de lo que creíamos... Nos tienen mamados porque mientras el dólar está subiendo, unos lo consideran requetealarmante, mientras otros dicen que una devaluación de 300 pesos en los últimos cuatro meses es absolutamente insignificante. Unos dicen que lo ocurrido les ayuda fuertemente a los exportadores, de quienes por cuenta del Atpa va a depender fuertemente el país. Otros aseguran que se "tira" a aquella industria nacional que depende fundamentalmente de las importaciones de materia prima…. Nos tienen mamados porque tampoco se ponen de acuerdo sobre el FMI. Unos lo adoran, otros lo soportan, y otros recuerdan las equivocaciones del FMI en el Asia como ejemplo del pandemonio. Y ambos bandos pretenden que les creamos” [71].
Héctor Abad, lúcido columnista y escritor, también se muestra poco convencido con el evangelio económico.
“Vivimos en la dictadura de los economistas y de los administradores de empresas… A los economistas se los escucha y reverencia como si fueran los brujos de la tribu. Sus intervenciones suelen empezar siempre con la misma frase, que es como el anuncio de que a continuación se expondrán algunos versículos del Evangelio: "Según los últimos hallazgos de la teoría económica…", y en seguida el 'pontífice' expone los dogmas inexpugnables del neoliberalismo” [72].
4.3 – LA DISCIPLINA AUTISTA [73]
Una de las características más lamentables de la economía contemporánea es, como bien la han calificado unos estudiantes rebeldes en Francia, la de su autismo. Su permanente, incluso creciente, incapacidad para comunicarse de manera fructífera con las demás disciplinas.
Una anécdota relatada por Deirdre McCloskey (2000), ocurrida en la Universidad de Chicago, capta bien esa extraña mezcla de soberbia e imposibilidad de diálogo de la economía. Un economista que hacía parte del comité para elegir la mejor tesis doctoral de la Facultad de Artes y Ciencias entró a una reunión afirmando que, sin la menor duda, el premio debería ser para un trabajo de su departamento. Sus colegas antropólogos y sociólogos, también del comité, le pidieron que justificara mejor su propuesta y que les resumiera en que consistía el destacado estudio. “Ustedes no podrían juzgar esa tesis, puesto que ustedes no son expertos en economía. Simplemente acepten lo que digo”. Cortésmente el comité rechazó la propuesta, el economista renunció y el departamento de economía dejó de participar en ese concurso [74].
“Queremos escapar de los mundos imaginarios…no queremos que se nos siga imponiendo una disciplina autista”. Tal era el principal mensaje de la solicitud que, en Junio de 2000, un grupo de estudiantes de economía franceses hacía pidiendo un cambio en el currículo de enseñanza.
“La mayor parte de nosotros decidió estudiar economía para adquirir una comprensión profunda de los fenómenos económicos con los que los ciudadanos de hoy se enfrentan. Pero la enseñanza que se ofrece, la teoría neoclásica, no cumple esta expectativa. De hecho, incluso cuando la teoría se desprende legítimamente de las contingencias de primera instancia, rara vez vuelve a los hechos. El lado Emp.rico (hechos históricos, funcionamiento de las instituciones, estudio de los comportamientos y estrategias de los agentes…) es casi inexistente. Además, este desprecio por las realidades concretas plantea un enorme problema para aquellos que quieren representar su papel de actores económicos y sociales” [75].
El término autismo utilizado por este movimiento apunta a una de las mayores debilidades de la economía neoclásica, que es particularmente crítica para el debate jurídico. La Real Academia Española define el autismo como el síndrome “caracterizado por la incapacidad congénita de establecer contacto verbal y afectivo con las personas y por la necesidad de mantener absolutamente estable su entorno”. Así, la peculiaridad de la disciplina autista sería la de aferrarse a sus prejuicios, incluso cuando un análisis serio y sistemático de los mismos muestra que son insostenibles. De hecho, estas son las características que surgen una y otra vez en los chistes y caricaturas sobre economistas.
Una cosa es un supuesto que se hace para simplificar el análisis y otra bien distinta es un supuesto contra evidente. En economía con frecuencia se confunden unos y otros. La crítica central del movimiento post autista a la economía, su falta de realismo, está estrechamente ligada a su metodología.
El clásico chiste sobre cuantos economistas se necesitan para cambiar un bombillo: dos, uno para quitarlo/ponerlo y otro para suponer que existe una escalera, u ocho, uno para quitarlo/ponerlo y siete para mantener todo lo demás constante muestra bien la clase de acrobacias mentales que son parte del ejercicio cotidiano del analista económico para mantener el vínculo entre la teoría y la realidad. Es precisamente esta extraña conexión entre la teoría y la realidad la que hace que la economía parezca tan remota para los no economistas. Los métodos de análisis casi nunca son transparentes puesto que buscan ante todo acomodar la realidad a la teoría en lugar de ofrecer intuiciones o pistas acerca de por qué las cosas son así.
Así, el punto crítico es el de la inteligibilidad, sobre todo cuando se pretende participar en el debate jurídico con abogados y otras disciplinas. La Economía Jurídica, si pretende embarcarse en el análisis de problemas reales y relevantes, debe hacerse inteligible para cualquier persona educada, y no limitarse a quienes tienen formación matemática o econométrica o están formateados para la estática comparativa. Si se pretende que la reforma legal se haga de manera razonable, y se debata en un entorno democrático y pluralista, es indispensable que los aportes económicos puedan ser entendidos y comprendidos por todos los interesados y afectados por ese debate. El mantener todo lo demás constante, uno de los principales reflejos del economista, en lugar de enfrentar los cambios permanentes de los problemas económicos y jurídicos reales es uno de los principales obstáculos que habrá para la comunicación con los no economistas.
5 –ECONOMÍA JURÍDICA: ANÁLISIS Y EVALUACIÓN DE LAS LEYES
5.1 – EL ANÁLISIS DEL COMPORTAMIENTO ANTE LA LEY
Si hubiera que resumir de la manera más concisa la propuesta de la Economía Jurídica para participar en el debate jurídico y poder hacer algunos aportes en el análisis y evaluación de las leyes se podría decir que el principal desafío consiste en superar el autismo del análisis económico ortodoxo. Para moverse en esa dirección, las propuestas específicas no son demasiado complejas ni originales. De hecho, se puede adherir a los puntos señalados en Agosto de 2001 por un grupo de estudiantes de 17 países en una Carta Internacional Abierta, el llamado Kansas City Proposal, para la reforma de la educación y la investigación económica. Aunque la pertinencia de varias de estas propuestas ya se discutió en el capítulo sobre modelos de comportamiento, vale la pena transcribirlas, adaptarlas y adoptarlas en su totalidad puesto que captan bien la esencia del enfoque que se propone debe tener la Economía Jurídica para analizar el efecto de las leyes sobre el comportamiento.
Luego de hacer un llamado a los departamentos de economía para que se incluya en el currículo una reflexión a fondo sobre los supuestos de base de la disciplina, se plantea que el análisis económico debe ampliarse para tener en cuenta aspectos como los siguientes [76]:
1 – Una concepción más amplia del comportamiento humano. La definición del homo economicus como un optimizador racional autónomo es demasiado reducida y no considera el papel de otros determinantes como los instintos, la formación de hábitos y el género, la clase y otros factores sociales que configuran la psicología económica y jurídica de los agentes sociales.
2 – Reconocimiento de la cultura. Las actividades económicas y jurídicas, como cualquier fenómeno social, están necesariamente inmersas en la cultura, que incluye todas los tipos de sistemas de valores, sociales, políticos y morales, así como las instituciones. Estos sistemas moldean profundamente y guían el comportamiento humano imponiendo obligaciones, permitiendo o rechazando ciertas decisiones particulares, y creando identidades sociales o comunitarias que pueden tener un impacto sobre el comportamiento económico y ante la ley.
3- Consideración de la historia. La realidad económica y jurídica es dinámica y no estática y por lo tanto el analista debe investigar como y por qué las cosas cambian en el tiempo y el espacio. La investigación económica y jurídica realista debe centrarse en los procesos en lugar de limitarse a los fines.
4 – Una nueva teoría del conocimiento. La dicotomía positivo versus normativo que se ha utilizado tradicionalmente en las ciencias sociales es problemática. La distinción entre hechos y valores puede trascenderse reconociendo que los valores del investigador están inevitablemente ligados en la investigación científica y en la formulación de afirmaciones científicas, de manera consciente o no. Este reconocimiento permite una evaluación más sofisticada de las pretensiones del conocimiento.
5 – Base empírica. Se deben hacer más esfuerzos para sustentar las propuestas teóricas con evidencia empírica. La tendencia a privilegiar postulados teóricos en la enseñanza de la economía sin mayor referencia a la observación empírica engendra dudas sobre el realismo de tales explicaciones.
6 – Expandir los métodos. Procedimientos como la observación participativa, los estudios de caso y análisis discursivo deben reconocerse como medios legítimos para adquirir y analizar datos en forma complementaria a la econometría y los modelos formales. La observación de los fenómenos desde varias perspectivas, usando distintas técnicas de acopio de información puede ofrecer nuevas intuiciones sobre los fenómenos y mejorar la comprensión sobre ellos.
7 – Diálogo interdisciplinario. Los economistas deben ser conscientes de las diversas escuelas de pensamiento dentro de la economía, así como de los desarrollos en otras disciplinas, en particular las demás ciencias sociales.
En síntesis, a diferencia del AED tradicional, para el análisis del comportamiento ante la ley, un planetamiento básico de la Economía Jurídica es renunciar a la pretensión de aplicar la misma herramienta analítica a todos los individuos y en todas las circunstancias. En su lugar se propone la adopción de una caja de herramientas para aplicar de manera especializada dependiendo del área del derecho que se pretenda estudiar, e incluso de forma específica a cada contexto que parezca relevante dentro de una misma área del derecho.
“Considero que esas tres motivaciones (lo racional, lo emotivo y las normas sociales) pueden dar cuenta de la mayoría de las conductas humanas. Es más: para cualquier conducta dada, por lo general es útil examinar sucesivamente las hipótesis que se generaron por la racionalidad centrada en el resultado, por las normas sociales o por una emoción” [77].
Es conveniente reiterar la importancia del trabajo empírico y en particular, abandonar la práctica, común en el AED, de ofrecer recomendaciones de reforma legal sin estar precedidas de un análisis debidamente soportado por la evidencia. Son varias las razones que se pueden ofrecer para respaldar esta posición metodológica.
La primera es que renunciar a la idea de otorgarle valor per se a la capacidad de explicar las interacciones humanas, en distintos contextos, con un modelo único y general como el de la elección racional no sólo parece razonable desde el punto de vista de la capacidad explicativa, sino que es una posición con mayor posibilidad de ser acogida por los juristas, bastante escépticos a los modelos generales, y multipropósito, del comportamiento. Si bien es cierto que una base compartida, una integración del conocimiento en un paradigma único, con un lenguaje común, ha podido ser útil para el desarrollo de una disciplina -como lo ha sido para la economía en el análisis de los mercados de bienes y servicios- no parece una estrategia adecuada pretender empezar por el conocimiento general de arriba hacia abajo, de manera aislada e inconsistente con las otras ramas interesadas en el comportamiento humano y sobre la base de supuestos no sólo no verificables, sino criticados por otras disciplinas y, además, en donde se mezclan elementos positivos y normativos.
La segunda justificación para la orientación metodológica adoptada es que, si se trata de acercarse a un paradigma del comportamiento humano, compartido y aceptado por las demás disciplinas sociales, por las ciencias naturales, por la filosofía, por la historia y por el derecho, parece más prudente adoptar los planteamientos de Charles Darwin que los de, por ejemplo, Gary Becker. No es arbitrario localizar en este reputado economista la reorientación del AED, y en general de la economía, hacia otras áreas del conocimiento. El éxito de esta ambiciosa empresa, hasta el momento, es bastante discutible.
Acercarse a Darwin, por el contrario, es la vía más segura para abrirle paso a los aportes de las ciencias de la evolución en la comprensión de ciertas conductas que interesan al derecho, para tener criterios un poco más sólidos de separación entre lo positivo y lo normativo y para, sobre todo, para evitar las tentaciones teológicas en la explicación de los fenómenos sociales, tan comunes en la economía ortodoxa.
La tercera razón para proponer que el análisis se haga con un conjunto de herramientas específicas a cada situación proviene de la sugerencia de la psicología evolucionaria, soportada por la neurología, que en los intercambios sociales el proceso de toma de decisiones del individuo se da de manera altamente especializada, que depende del contexto y que es sensible al contenido del intercambio. No es adecuado plantear, como lo hace la economía, que la relación entre incentivos y acción es siempre racional, y que esa racionalidad es uniforme. No es razonable la sugerencia que el modelo para analizar un contrato laboral sea el mismo que se use para estudiar una relación de pareja o el de un individuo negociando el secuestro de un familiar. Más importante que el logro intelectual de tener un modelo general que se aplique a diversas situaciones sociales parece ser la contribución a la comprensión de por qué se dan esas situaciones, y cómo se podrían alterar con las leyes.
Una consecuencia práctica de esta observación de intercambios altamente especializados es la necesidad de analizar a fondo las circunstancias que rodean los hechos sociales específicos, y utilizar todo el conocimiento disponible de las demás disciplinas sobre ese entorno, incluso cuando vaya en contra de alguno de los supuestos básicos de la economía de los mercados. Un analista del derecho de familia, por ejemplo, no puede limitarse a la teoría económica sin analizar los planteamientos básicos de los psicólogos o los antropólogos o los sociólogos de la familia. No es razonable proponer una teoría de los accidentes que no tenga en cuenta lo que dicen los expertos en seguridad vial o siniestros laborales. Un analista del crimen simplemente no puede ignorar, como corrientemente hacen muchos economistas que de manera ocasional incursionan en el tema, lo que ha dicho la criminología, o sugerir recomendaciones de política sin estudiar el derecho penal del respectivo país ni conocer los problemas reales que enfrentan los organismos de seguridad en una sociedad, como también se hace comúnmente entre los economistas.
El diálogo de la economía con otras profesiones es indispensable cuando se abordan temas que no hacen parte de la tradición de la disciplina. Sobre formación de preferencias, por ejemplo, ya son claros los aportes de la neurofisiología y los analistas de las emociones. No parece adecuada, ni viable como soporte de un programa de investigación, la insistencia en adoptar supuestos con los cuales otras disciplinas ya ofrecen argumentos y evidencia en contra. Así, un economista interesado en el comportamiento ante la ley no puede seguir haciendo supuestos sobre las emociones o las adicciones que no sean consistentes con lo que ya dicen los neurofisiólogos al respecto, como se continúa haciendo de una manera que no se puede calificar sino de arrogante, pues algunos de los planteamientos van en contra vía de lo que se sabe por otras disciplinas.
“Postulamos que las adicciones, aún las más fuertes, son usualmente racionales en el sentido que envuelven maximización hacia adelante con preferencias estables” [78].
“La gente actúa racionalmente anticipando sus propias reacciones emocionales a las provocaciones y otros estímulos; también actúan racionalmente bajo la influencia de las emociones” [79]
Además, para varias de las disfunciones ya aceptadas dentro de la economía para el modelo de elección racional –limitaciones cognitivas, sesgo del statu-quo, importancia del contexto en las decisiones- las ciencias naturales ofrecen explicaciones. En el mismo sentido, algunas sugerencias permiten desafiar ciertos supuestos adoptados, a veces de manera implícita, por la economía.
Son varias las consecuencias de una aproximación más abierta a los aportes de las disciplinas que estudian el comportamiento humano en el contexto de la evolución natural. El analista del derecho enfrenta dos restricciones similares a las de los etólogos, los antropólogos o quienes estudian el cerebro. Uno, la magnitud y complejidad de la tarea de comprender el objeto de estudio, el comportamiento humano y, consecuentemente, la cautela y humildad con que se debe abordar esa tarea, sobre todo cuando se busca, eventualmente, modificar las conductas con una herramienta igualmente compleja, el derecho. Parece conveniente superar la aproximación, más ideológica que científica, de los pensadores de la Ilustración que, basados en ciertas intuiciones no contrastables, y algunos intereses no explícitos, proponían cambios institucionales radicales. Dos, a diferencia de un ingeniero cuyo punto de partida es una función para la cual diseña, en la mesa de dibujo, una máquina que la lleve a cabo, es claro que las organizaciones sociales complejas, o sus sistemas legales, no se pueden diseñar desde cero con planes meticulosamente elaborados sino que evolucionan a partir de lo que ya existe. Se trata, de alguna manera, de hacer ingeniería al revés: se tiene el objeto de estudio y se debe entender como funciona, para eventualmente, y sólo cuando se conoce bien la arquitectura de lo que se estudia, sugerir pequeñas alteraciones a lo que hay, y no tratar de diseñar algo desde el principio. Algo tan obvio en el contexto de la biología, o de la neurología se opone a la orientación general del AED en donde se proponen ambiciosos cambios institucionales, novedosos y radicales experimentos sociales [80], muchas veces sin tener un mínimo conocimiento previo del marco legal que se propone alterar, ni de los escenarios en los que se dan las conductas que se busca modificar, y haciendo predicciones ligeras sobre las consecuencias de los cambios propuestos, más basadas en las intuiciones y los deseos que en la evidencia. Sugerencias como la de aplicar multas infinitas y mandar a la cárcel a quienes no puedan pagarlas, o privatizar las labores de investigación criminal, o armar a la población para disuadir criminales, entran bien en esta categoría de experimentos de ingeniería social que no sólo tienen ya poca cabida en una democracia sino que dificultan el diálogo con otras disciplinas más conscientes del proceso a través del cual en la civilización occidental se forjaron ciertas instituciones.
Es sorprendente que una disciplina que, como el AED, reconoce abiertamente la precariedad del trabajo empírico que la soporta sea tan activa y fecunda en propuestas explícitas de reforma legal. Esta desafortunada tendencia parece haberse dado desde Jeremías Bentham quien basado simplemente en el principio utilitarista llegó a proponer la abolición de la monarquía y de la Cámara de los Lores, la desintitucionalización de la Iglesia de Inglaterra, y la renovación anual del Parlamento [81].
Casi por definición, el AED es una disciplina del comportamiento. La preocupación por la manera como los individuos sujetos a un marco normativo o legal responden a cambios en ese marco y alteran sus conductas requiere de una teoría, o de un conjunto de herramientas, que sean, ante todo, manejables y útiles para hacer predicciones. Hasta que punto esta mayor capacidad de predicción se obtendrá con una teoría única, universalmente aplicable, o con un conjunto de pequeñas teorías útiles para el análisis de ciertos problemas legales específicos es algo que no se puede prever. Ya se puede sugerir, sin embargo, que si lo que se desea es plantear un modelo general de comportamiento, este no puede ser inconsistente con el paradigma de la evolución natural de las especies. Y si se adhiere a este paradigma, no se puede hacerlo de manera parcial, postulando un extraño animal orientado exclusivamente a buscar recursos escasos en un escenario tan poco natural como un mercado. Se debe reconocer, como lo hacen las demás disciplinas, que se trata de un ser ante todo social, cuyos objetivos básicos son la supervivencia y la reproducción, que para ambos objetivos es indispensable resolver el problema de alcanzar los recursos suficientes, pero, por otro lado, que tanto la manera como se transforman esos objetivos en acción, como la configuración de las preferencias, son sensibles al entorno, no sólo físico sino cultural.
Uno de los campos más activos de estudio en la actualidad tanto en economía, como en AED, es el relacionado con las normas. Las normas sociales -que aún dentro de la disciplina económica se empieza a reconocer que operan por fuera del control consciente, o sea que estarían internalizadas como proponía la sociología desde Parsons- juegan un papel fundamental en la solución de los problemas de acción colectiva y de cooperación. Es común entre los economistas explicar este tipo de conductas, aún cuando no existen sanciones, como un caso particular de la racionalidad. Se plantea por ejemplo, que los individuos no sólo valoran las cualidades de las acciones sino que pueden buscar la estima social, la apreciación de los demás lo cual implicaría que “en términos económicos, las normas sociales se pueden ver como algo que provee un subsidio (en la forma de estima) para algunos comportamientos e impone un impuesto (en la forma de rechazo social) para otras” [82]. Esta instancia de adopción racional de normas y patrones de comportamiento es, como ya se vio, una de las tres posibles alternativas que se han sugerido para la adopción de normas, adicional a una tendencia biológica y otra cultural inconsciente [83].
Hay un punto que vale la pena mencionar y es el de los obstáculos que se ha auto impuesto la economía, y en particular el AED, para intercambiar conocimiento con otras disciplinas y lograr una adecuada división del trabajo y especialización entre las ramas del conocimiento. La caricatura de la situación sería la siguiente: dado el precario desarrollo del conocimiento en ciertas áreas aledañas, hace varias décadas los economistas hicieron una serie de supuestos sobre asuntos que no hacían parte de su ámbito, o no consideraban su principal interés, como la utilidad, las preferencias, la capacidad de cálculo del individuo o el efecto de las normas. Se acumuló conocimiento sobre la base de esos supuestos, se encontró que la teoría se desempeñaba bien en los contextos de mercado, se entrenaron varias generaciones de economistas que dejaron de cuestionarlos y los integraron a sus creencias. Motivados por el éxito de la teoría en la esfera de los mercados, dónde los supuestos no resultaban críticos, se empezó a trasladar la teoría, con el mismo conjunto de supuestos, a otros ámbitos en dónde a nadie se le hubiera ocurrido, en principio, construir una teoría razonable sobre esas bases. Simultáneamente, las demás disciplinas han venido desarrollando conocimiento que ya permite rechazar, o modificar para mejorarlos, esos supuestos. Los economistas, confiados por sus éxitos iniciales, insisten en replantearlos, internamente, y sólo teniendo en cuenta la evidencia aportada por la misma disciplina. Se llega entonces a la situación actual que, vista desde fuera, parece demencial: economistas desmontando pieza por pieza toda un andamiaje que, para ciertos ámbitos específicos, como las situaciones de no mercado, tiene serios problemas desde las bases, tratando de salvar la esencia de la construcción y, lo más desconcertante, sin recurrir a los especialistas en esos campos, que ya existen. Es difícil imaginar una aventura de algún empresario capitalista que hubiese resistido tal terquedad. Una especie de máquina de vapor con innumerables adaptaciones para tratar de hacerle frente al motor de combustión.
Las peripecias intelectuales que se hacen actualmente, por ejemplo, para tratar de salvar la noción de maximización de la utilidad esperada dejarían perplejo a cualquier observador externo a la disciplina. Se están descubriendo, a partir de hallazgos de la economía experimental –que, junto con un número reducido de psicólogos cercanos a los economistas, parece ser la única evidencia digna de confianza- cuestiones que cualquiera de nuestros antepasados sabía con meridiana claridad. Como, por ejemplo, que en ciertas circunstancias el individuo no conoce el resultado de sus decisiones, o que a veces se enfrenta ambigüedad en cuanto al contenido de las alternativas disponibles, o que la gente se ve influenciada en sus decisiones por cierta información que quedó registrada en su memoria por circunstancias ajenas a la decisión, o que el contexto en el que se toman las decisiones importan.
Parece más realista y eficiente como estrategia, al proponer un conjunto de supuestos de comportamiento, establecer criterios previos y rechazar aquellos que se sabe no son razonables, o adoptar otros que lo son, incluso asumiendo el costo de atentar contra el modelo útil para analizar los individuos en un mercado. No parece procedente como estrategia, por ejemplo, esperar a que la economía experimental constate algún día que en las relaciones de pareja el sexo y la maternidad importan; o que en materia de violencia, o de justicia penal, la gente siente miedo, que para ese miedo no existe un mercado y que la manipulación de ese miedo es un enorme factor de poder del protector. O que un accidente es casi siempre nada más que eso, un accidente, que los actores relevantes no pudieron prever.
Por otra parte, es claro que el desarrollo actual de las disciplinas aledañas a la economía, impone como estrategia la división del trabajo, y sugiere acudir a los especialistas, como la psicología, o la neurología en materia de preferencias y toma de decisiones, o la sociología y la antropología en términos del efecto del entorno cultural sobre el comportamiento. También es evidente que algunos de esos especialistas están ya avanzados y coordinados, de manera consistente con un paradigma ampliamente aceptado por la comunidad científica, el de la evolución natural, y los elementos que ya se pueden derivar para una teoría del comportamiento no son necesariamente inconsistentes con la elección racional, pero indican que esa es una teoría que no es adecuada para todas las situaciones.
La insistencia en resolverlo todo internamente por parte de los economistas lleva no sólo a una gran ineficiencia, sino incluso a cierta falta de reconocimiento de las ideas ajenas, algo que, aunque parezca racional, se sabe que no debe hacerse en la comunidad científica. Cuando, por ejemplo, por fin se acepta dentro de la profesión la posibilidad de que la gente obedece normas sociales incluso contrarias a sus intereses, porque los actores las internalizan, abriendo por lo tanto el camino para la aceptación de los postulados de otras ciencias sociales es lamentable que se omita por completo la referencia a más de un siglo de reflexiones de la antropología y la sociología y se transmita la impresión de que se están transitando terrenos novedosos, también abiertos por la economía. Es revelador que en Korobkin y Ulen (2000) se cite como principal referencia de la vieja noción que las normas se cumplen por que se internalizan un trabajo de otro economista del año 1998 sin siquiera hacer mención de las reflexiones centenarias hechas al respecto por la sociología clásica. En el mismo sentido, todo el capítulo inicial de Becker (1996), sobre “Valores y preferencias”, que no es otra cosa que el reconocimiento de la importancia de postulados básicos de la sociología y la antropología, se presenta como un aporte de la economía, y como una simple extensión del enfoque económico precedente, que negaba de plano esos mismos principios.
5.2 – LA EVALUACIÓN: EL PAPEL DEL ANALISTA DEL DERECHO
Una de las primeras observaciones que surgen al comparar la aproximación de los juristas y economistas ante la tarea general de evaluación del derecho es el mayor reconocimiento, por parte de los primeros, de la necesidad de una especialización del trabajo. En términos de los tres grandes criterios que contempla el derecho para la valoración de las normas –la justicia, la validez y la eficacia- que se reconocen tan amplios que han llevado a la definición de respectivas áreas de especialización entre los juristas, el AED aparece como una aproximación generalista, que pretende hacer aportes en los tres niveles, sugiriendo objetivos globales para la ley, como hace la filosofía del derecho, analizando el efecto de la legislación sobre las conductas, como la sociología jurídica, e incluso, como la teoría del derecho, proponiendo de manera implícita mecanismos para la consistencia interna de las normas, a través de un criterio uniforme de valoración. Es apenas evidente que un propósito tan ambicioso, que además se emprende con poco reconocimiento por las reflexiones y aportes de otras áreas del conocimiento, y de los mismos juristas, despierte poco entusiasmo, cuando no un marcado escepticismo.
Resulta paradójico que la disciplina que en mayor medida ha difundido la noción de las ventajas de la división del trabajo, y el intercambio, pretenda aportar conocimiento no especializado en campos del conocimiento tan disímiles como la filosofía moral y la economía aplicada. Si una tarea de esta envergadura pudo tener sentido en la época de los primeros utilitaristas, como Bentham, que además dirigían sus recomendaciones a los cuerpos colegiados que empezaban a diseñar el sistema legal de los nacientes Estados nacionales, es claro que el avance en las distintas ciencias sociales, y la mayor complejidad del aparato estatal, imponen un nuevo enfoque, menos ambicioso y más especializado, para el objetivo de entender el sistema legal y de sugerir modificaciones. En este contexto, parece conveniente definir con mayor claridad cual es el papel que, en un mundo diversificado y especializado, puede asumir de forma razonable el analista del derecho tanto con relación a las demás disciplinas interesadas en hacer aportes –positivos y normativos- para la reforma legal como ante un aparato estatal complejo, y también especializado.
El AED ortodoxo es un buen ejemplo de lo que Bobbio (1992) denomina reduccionismo en la tarea de valoración de las normas al mezclar y confundir los criterios de valoración, que son distintos. La eficiencia se propone tanto como un objetivo del derecho, algo que tiene que ver con la justicia de las normas, como con un mecanismo para evaluar sus consecuencias, o sea su eficacia. En la terminología propuesta por Max Weber, el AED tradicional confunde la racionalidad instrumental –cuales son los medios efectivos para alcanzar cierto objetivo- con la racionalidad sustantiva –cómo se adecua la acción a ciertos fines últimos-. Una acción, o una norma, puede ser instrumentalmente racional, eficiente, pero irracional desde el punto de vista sustantivo: como por ejemplo una acción bien planeada y ejecutada de invasión de un país vecino, o de eliminación de un grupo social. Resulta fácil reconocer que la economía, y las ciencias sociales, o el sentido común, pueden aclarar si una acción es racional, o eficiente, desde una perspectiva instrumental. Pero la propuesta de la economía, y del AED, que el análisis científico puede dar sugerencias objetivas acerca de los valores que se deben acoger está lejos de ser aceptada por el derecho, o por las ciencias sociales, o aún por todos los sectores de la economía.
En este contexto, parece conveniente separar el papel del analista económico del derecho en dos grandes áreas, la de la racionalidad sustantiva, o sea los criterios normativos sobre la justicia de las normas y la de la racionalidad instrumental que tiene que ver con los elementos, positivos, para evaluar el efecto de las normas. En la primera de estas áreas la discusión debe darse con la ética, la filosofía del derecho y con la filosofía moral, que preocupó a los economistas clásicos. En la segunda área, el trabajo es paralelo al que se hace en la sociología jurídica, o en las múltiples disciplinas involucradas en el estudio de los fenómenos sociales de interés para el derecho. En el área de los accidentes, por ejemplo, son varias las disciplinas, como la salud publica, o la ingeniería vial, que no sólo están interesadas en el objetivo de reducirlos sino que, además, le llevan una considerable ventaja a la economía de los accidentes en términos de propuestas de medición del impacto del fenómeno, y del trabajo empírico necesario para su diagnóstico. En el área del crimen y la violencia, también son innumerables las disciplinas interesadas tanto en su estudio como en las propuestas de política para su control.
A lo largo del último siglo, los más diversos pensadores, y precisamente en defensa de los derechos individuales, han rechazado la propuesta utilitarista de Bentham y, por el contrario, reconocen la imposibilidad de establecer comparaciones entre ciertos valores. Isaiah Berlin, por ejemplo, insistió que los valores o los fines son plurales y que no se puede pretender hacer un ordenamiento de estos múltiples principios. Aún más, Berlin mantenía que muchas veces perseguir un fin implicaba necesariamente sacrificar otros. En el mismo sentido, para Fernado Savater, “el conflicto, el choque de intereses entre los individuos, es algo inseparable de la vida en compañía de otros. Y cuanto más seamos, más conflictos pueden llegar a plantearse ... los más peligrosos enemigos de lo social son los que se creen lo social más que nadie, los que convierten los afanes sociales (el dinero, por ejemplo, o la admiración de los demás, o la influencia sobre los otros) en pasiones feroces de su alma” [84].
Aún desde una perspectiva materialista, como la de Max Weber, se acepta que el conflicto ante distintos “objetivos últimos” es irreconciliable. Bajo el convencimiento de que la razón no puede suministrar verdades absolutas y que, muerto dios, no se puede esperar que esas verdades sean reveladas Weber propone, para las ciencias sociales, algunas tareas de soporte en la definición de prioridades entre los distintos valores [85], una tarea que es indispensablemente política, no técnica. Se puede, en primer lugar, ofrecer evidencia empírica para desacreditar algunos juicios de valor, como por ejemplo postulados racistas para justificar ciertas normas; o, en segundo término, mostrar las consecuencias negativas que trae la adopción de ciertos valores -como el incremento en el número de muertes por efecto de prácticas ilegales de aborto- o, tercero, examinar los objetivos escogidos para señalar los medios necesarios para alcanzar tales valores y, por último, evaluar la consistencia entre distintos valores escogidos.
De cualquier manera, no son muchos los aportes que cabe esperar de la disciplina económica a las grandes discusiones globales y filosóficas sobre los objetivos generales del derecho, por varias razones. La primera es, como se señaló, la terca insistencia en el criterio de la eficiencia. La segunda es que, como se verá a lo largo del libro, parece cada vez menos pertinente hablar de algo como los objetivos generales del derecho, puesto que en la infinidad de especializaciones, y aún sub especializaciones, del derecho existe una amplia gama de objetivos, concretos y específicos, de fácil medición, que no sólo no requieren ser transformados y mezclados en una unidad común sino que la claridad de su especificación se puede ver comprometida si se tratan de encajar en categorías más globales, como la utilidad, la eficiencia o la riqueza. En el área del crimen, por ejemplo, es no sólo inocuo, y técnicamente imposible, sino que puede ser perturbador tratar de mezclar peras con manzanas –homicidios, atracos, secuestros y violaciones- para tratar de establecer un objetivo último para el derecho penal. Más parsimoniosa y eficaz puede ser una aproximación desagregada, concreta y focalizada, mediante la cual se busque, por ejemplo, disminuir la incidencia de unas conductas específicas, teniendo en cuenta unas restricciones constitucionales, presupuestales y de procedimiento. La tercera razón es que, a juzgar por el contenido actual de los programas de las facultades de economía, esta disciplina parece cada vez menos interesada en, y preparada para, la discusión y el debate democrático y plural con otros enfoques y otras maneras de ver el mundo, tal como debe hacerse en los terrenos cuya naturaleza es más filosófica y política que técnica.
Más concretos y factibles pueden ser algunos aportes modestos en el terreno de la eficacia de las normas en igualdad de condiciones con la sociología o la antropología jurídicas. Es esta la razón principal para la denominación de Economía Jurídica propuesta en este libro. En otro capítulo se analiza en detalle por qué puede ser fructífera la ampliación del enfoque tradicional de la sociología para analizar una amplia gama de conductas que interesan al derecho.
5.3 – DE LO RACIONAL A LO RAZONABLE [86]
“Supongamos que alguien intente abolir la pena capital diciendo que está mal que el Estado mate, y en el estudio económico resulta que si la pena capital es abolida, aumentaría significativamente la tasa de asesinatos… Cuando (el economista) demuestra que el costo de su abolición (mayor tasa de asesinatos) está contribuyendo al debate ético al advertir una consecuencia” [87].
Cuesta trabajo imaginar un escenario –diferente de algún mal curso de introducción a la econometría, o de AED, o el foro de seguidores de un astrólogo- en el cual alguien que pretenda suministrar la prueba, la demostración, de que si la pena capital es abolida bajarán los asesinatos será tomado en serio. Esta frase del juez Richard Posner ilustra bien una de las peculiaridades de los economistas que hace difícil su comunicación con el derecho y las demás disciplinas sociales. La economía, obsesionada por la idea de que existen ciertas leyes universales, inmutables e incontrovertibles, y que la labor del analista consiste simplemente en descubrirlas y revelarlas ha perdido progresivamente cualquier capacidad para argumentar, para discutir, para polemizar, para convencer. La economía contemporánea, por el contrario, pretende deducir y demostrar.
Es indispensable reconocer que para una discusión política seria sobre asuntos complejos, como todas las que alimentan el debate legal contemporáneo, una herramienta más útil que las demostraciones deductivas será la argumentación, el diálogo, la persuasión, la retórica.
La retórica, el “arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover” [88], se diferencia la dialéctica, “método de razonamiento desarrollado a partir de principios, serie ordenada de verdades o teoremas que se desarrolla en la ciencia o en la sucesión y encadenamiento de los hechos” [89] no sólo porque puede llegar a ser más persuasiva, sino por tener una mayor afinidad con el universo jurídico. De hecho, se trata de un arte que surgió en defensa de los derechos de un grupo de ciudadanos de Siracusa que fueron expropiados de sus tierras por dos tiranos sicilianos y quisieron recuperarlas. Al verse enfrentados a innumerables procesos legales surgió la necesidad de personajes con capacidad para presentar discursos convincentes ante los jueces. Quienes mejor desarrollaron inicialmente ese arte lo escribieron, divulgaron y pronto se convirtió en objeto de enseñanza que se transmitió a distintos lugares en Grecia. Posteriormente la retórica demostró su utilidad como herramienta para el ejercicio de la política en la democracia griega. Platón, muy crítico de la retórica sofista, que no buscaba la verdad sino simplemente convencer, defendía la dialéctica, que entendía como el descubrimiento de grandes verdades por medio de la razón y la discusión. Su modo fundamental de discurso es el diálogo entre el maestro y el alumno.
El uso de la razón puede tomar dos formas diferentes e incluso opuestas: la racional y la razonable. La primera, la racionalidad económica típica del AED, consiste en calcular consecuencias a partir de una evaluación cuantitativa. La segunda, que se aproxima más a la vía tradicional de discusión política o jurídica, consiste en deliberar a partir de argumentos a favor y en contra.
“Existen dos campos diferentes dentro de los cuales se puede ejercer la razón: el de lo demostrable y el de lo opinable… En la primera dimensión la razón puede elaborar demostraciones y expresar verdades en sentido estricto. En la segunda, la misma razón no puede elaborar más allá de los argumentos y expresar lo verosímil o lo probable. La desaparición de la métis, la astucia, de la razón occidental es reveladora del triunfo de la racionalidad calculadora… Lo razonable, la phrronésis implica cierta dosis de astucia que cede su puesto a la rivalidad (el agon) puesto que el debate y el conflicto la alimentan mientras que la racionalidad pretende imponerse sin discusión. La prudencia es sin lugar a dudas mediterránea de Aristóteles a Cicerón; supone a la vez una conciencia aguda de la condición trágica del ser humano y un sentido siempre alerta de los límites de la situación” [90]. Aunque en la mayor parte de las culturas han recurrido desde siempre más a lo razonable que a lo racional para resolver sus problemas sociales, en el occidente ilustrado se ha tratado de imponer la vía de lo racional. La prudencia se ve con frecuencia como contraria a los valores de audacia y toma de riesgo que el capitalismo requiere para su desarrollo. Así, “el arte de otorgarle un papel a lo razonable, la retórica, ha corrido la misma suerte y ha sido condenado al papel de servidor indelicado. El triunfo a veces arrogante de la ciencia lo ha asimilado a una charlatanería propensa al sofisma” [91].
Así, la rehabilitación de lo razonable va de la mano de una recuperación del arte de la retórica, “que puede verse como una problemática… No es el arte de resolver los problemas, sino el de plantearlos adecuadamente” [92]. Es sólo en este contexto que la vocación de los economistas para caricaturizar, o modelar, cualquier aspecto de la realidad social puede hacerse compatible con el afán de los juristas por problematizarlos: considerar lo primero como un paso que permita aclarar, orientar, o desmenuzar, lo segundo, para alimentar la discusión, no para calcular una solución óptima. Mientras se insista en mantener un modelo como la herramienta final y exclusiva para demostrar, develar la verdad, y no como un elemento intermedio y complementario para facilitar la argumentación y el diálogo, como una pieza más de un esfuerzo retórico, el esquema económico basado en la simplificación no tendrá mayores repercusiones en el debate jurídico.
Aunque la retórica continúa siendo bastante despreciada en el discurso técnico o científico, y se considera una simple aptitud literaria, en distintas áreas científicas, sobre todo en aquellas que requieren del concurso de varias visiones, algunos analistas señalan las limitaciones de los argumentos puramente deductivos o inductivos, y resaltan las ventajas de un tipo de razonamiento, la abducción, que bien puede considerarse paralelo a la retórica.
“La abducción es la operación lógica por la que surgen hipótesis novedosas. Se trata de las conjeturas espontáneas de la razón. Para que esas hipótesis surjan se requiere el concurso de la imaginación y del instinto. La abducción es como un destello de comprensión, un saltar por encima de lo que ya tenemos, y en ella reside la fuerza creativa. Para que se produzca la abducción es preciso dejar libre a la mente. Charles Sanders Peirce habla en ese sentido del musement, un momento más instintivo que racional en el que hay un flujo de ideas, hasta que de pronto se ilumina la sugerencia” [93].
En forma contraria al planteamiento simple de la falsificación de hipótesis, Peirce señalaba que no es siempre razonable abandonar una hipótesis cuando esta no concuerda con resultados empíricos, ni mucho menos tomar como verdad revelada una idea respaldada con algunos datos, puesto que las buenas teorías casi siempre están rodeadas de una “penumbra de hechos contradictorios”. La abducción sería la única vía de generar nuevas ideas.
“La sugerencia abductiva viene como un destello. Es un acto de intuición, de intuición extremadamente débil. Es cierto que los distintos elementos de una hipótesis estaban en nuestras mentes desde antes, pero es la idea de ensamblar lo que nunca antes habíamos considerado posible ensamblar que ilumina la nueva sugerencia” [94].
Para Peirce, una fuente fundamental de creatividad en la ciencia ha sido la posibilidad, mediante la abducción, de transferir metáforas de un discurso científico hacia otro.
En el estudio del comportamiento humano, y en especial siguiendo el esquema de análisis propuesto por la economía neoclásica -la antítesis de la abducción- el AED ha sido particularmente adverso a la noción de importar hipótesis sugeridas por otras áreas del conocimiento, despreciando el trabajo de minuciosos observadores como los antropólogos, los sociólogos, hasta hace poco los psicólogos, los etólogos, los zoólogos e incluso los novelistas o poetas, para tratar de imponer un método axiomático y deductivo.
La conciencia sobre las limitaciones para entender la naturaleza humana con base en un enfoque puramente deductivo no son recientes. En sus Pensamientos, Blaise Pascal, por ejemplo, distinguía claramente entre el espíritu de finura y el espíritu de geometría y señalaba lo inadecuado que era el segundo para analizar a las personas.
“Lo que hace que los geómetras no sean finos es que no ven lo que tienen delante, y que acostumbrados a los principios perfilados y globales de la geometría, y a no razonar sino después de haber visto bien y manejado sus principios, se pierden en las cosas de finura, en que los principios no se dejan manejar de esta suerte. No se ven apenas, se sienten más que se ven; cuesta infinitos trabajos hacerlos sentir a quienes no los sienten por sí mismos; son cosas tan delicadas y numerosas, que es menester un sentido muy delicado y agudo para sentirlas, y juzgar derecha y justamente de acuerdo con este sentimiento, sin que las más de las veces sea posible demostrarlas por orden como en geometría, porque no es así como se poseen los principios de ella, y sería una faena infinita el intentarlo. Es preciso ver súbitamente la cosa en un solo golpe de vista, y no con un razonamiento progresivo, por lo menos en una cierta medida. Y acontece raramente, por esto, que los geómetras sean finos debido a que los geómetras quieren tratar geométricamente estas cosas finas, y resultan ridículos intentando comenzar con definiciones siguiendo por los principios, cosa improcedente en esta suerte de razonamientos. No es que el espíritu no lo haga; sino que lo hace tácitamente, naturalmente, y sin reglas, porque su expresión excede a todos los hombres y su sentimiento no pertenece sino a pocos” [95].
El método del AED puede asimilarse a la dialéctica en dos dimensiones. La primera, que ya se señaló, es la tendencia a deducir, a demostrar leyes y verdades naturales que el analista va descubriendo y revelando. La segunda, más sutil, es que esas revelaciones parecen siempre extensiones de una relación maestro alumno, dentro de la cual el analista, fungiendo de maestro, le enseña al auditorio las complejas verdades del mundo económico.
No hace falta demasiada retórica para señalar que en un foro diferente de un salón de clase, como por ejemplo una cámara legislativa, o una audiencia en una corte, en dónde se estén discutiendo asuntos complejos -como si se debe despenalizar la dosis personal de droga, si se debe regular o abolir la prostitución, qué se puede hacer con los agresores sexuales reincidentes, o cómo reintegrar guerreros a la sociedad- tendrá mayores posibilidades de captar la atención una persona que plantea interrogantes, argumenta y persuade que otra que pretende revelar y demostrar verdades. Y el poco recibo que tendrían allí argumentos deductivos centrados en la maximización de la riqueza.
La búsqueda de lo razonable, en lugar de los óptimos racionales deducidos, requiere el diálogo y el pluralismo. Algo para lo cual, desafortunadamente, la economía neoclásica parece no sólo mal equipada sino decidida a moverse en la dirección opuesta.
[1] Bobbio (1992) página 34. La justicia de la norma es lo que se conoce como el problema deontológico del derecho.
[2] La evolución del utilitarismo y su influencia en el pensamiento económico está basada en Coplestone (1996) y Gamel (1992)
[3] Esta rama positiva del análisis se ha presentado como el “nuevo AED” o como “behavioral Law & Economics”. Ver Kornhauser, Lewis (2000) “El nuevo Análisis Económico del Derecho: Las normas jurídicas como incentivos” en Roemer A (2000) Ed Derecho y Economía: una revisión de la literatura. México: Itam, FCE
[4] Copleston (1996) página 21
[5] Ver Atienza (2000)
[6] Sidgwick, H (1907). The Method of Ethics citado por Gamel (1992)
[7] Pareto, W (1916). Traité de Sociologie Génerale. citado por Gamel (1992) página 44 traducción propia.
[8] Citado por Gamel (1992).
[9] Citado por Copleston (1996) página 32.
[10] Ver Atienza (2000)
[11] Citado del Espíritu de las Leyes por Boesche (1996). Traducción propia.
[12] Uprimmy (2001) p. 48
[13] Bobbio (1992) página 45.
[14] Citado por Bobbio (1992) página 45.
[15] Frison, Danièle (1993). Droit Anglais, institutions britanniques. Paris: Ellipses.
[16] Atienza (2001) página 138
[17] Jacquemin, Alex y Guy Schrans (1974). Le Droit Economique. Paris: PUF página 30
[18] Doral García et al (1990) páginas 30 y 31
[19] Leca (1998) pp. 64 y 236.
[20] Citado por Boesche (1996) página 40, traducción propia.
[21] Gómez Camacho, Francisco (1998). Economía y Filosofía Moral: la formación del pensamiento económico europeo en la escolástica española. Madrid: Síntesis
[22] Citado por Boesche (1996) página 192.
[23] En el Espíritu de las Leyes, 20.4
[24] En Democracia en América, 2:149
[25] Arendt, Hannah (1976). The Origins of Totalitarianism. San Diego, N.Y.: Harvest Book. Página 313. Traducción propia
[26] Citado por Gamel (1992) página 19. Traducción propia.
[27]. Boesche (1996) página 147.
[28] “La carta de la traición” Paul Krugman, El Espectador, Julio 16 de 2006
[29] “La tiranía del miedo”. El Espectador, Agosto 27 de 2006
[30] “El idealista que derrotó a Bush”, El País, Julio 16 de 2006
[31] El Tiempo, Septiembre 3 de 2006
[32] Tony Judt “On the Strange Death of Liberal America”, London Review of Books, Vol. 28 No. 18, dated Sep 21, 2006. En http://www.lrb.co.uk/v28/n18/judt01_.html
[33] Leca (1998) página 33.
[34] Citado por Leca (1998) página 33. Traducción propia.
[35] James (1997) p. 59. Traducción propia
[36] Stigler (2001) p. 157
[37] Gottesman et. al. (2005) p. 98
[38] Ibid.
[39] Citad por Nelson (2001) p. 53 de la primera edición de Economics.
[40] Mankiw (2006) p. 18
[41] Ibid.
[42] Nelson (2001) p. 39
[43] Citado por Nelson (2001) p. 42
[44] Nelson (2001) p. 42
[45] Coase (1994) p. 120
[46] The economist as preacher, and other essays. Chicago University Press
[47] Dezalay y Garth (2002) p. 29
[48] Josep Fontana. “La caza del maestro”, El País Agosto 10 de 2006 
[49] Tomado de http://www.robertmundell.net/NobelLecture/Nobel.asp. Traducción propia
[50] Fleck, Robert & Andrew Hanssen (2006) . “The Origins of Democracy: A Model with Application to Ancient Greece”. The Journal of Law and Economics, vol. XLIX (April)
[52] Citado por Nelson (2201) p. 48
[53] Citado por Latouche (2001) p. 165
[54] Helvetius citado por Latouche (2001) p. 165
[55] Cooter y Ulen (1998) página 83.
[56] Stigler (1992) p. 184-187. Subrayados propios
[57] Kornhauser (2000) op cit página 20.
[58] ibid.
[59] Citado por McCloskey (2000) p. 215
[60] Retórica 1378b versión en Inglés del Perseus Project. Tufts University. Traducción propia
[61] p. 140
[62] Ibid p. 86
[63] Hirshleifer (1997), pp. 3-4
[64] Hirshleifer (1993)
[65] Hirshleifer (1997), p.52
[66] Brenner (2000) p. 91 a 97
[67] Coase (1994) pp. 37 y 43
[68] Becker (1976) p. 5
[69] Stigler (1992) p. 29
[70] El Tiempo, Enero 30 de 2002
[71] María Isabel Rueda, Revista Semana, Octubre 19 de 2002
[72] Héctor Abad, Revista Semana, Agosto 3 de 2006
[73] Esta sección está basada en Alcorn & Solarz (2006) y en varios números del post-autistic economics review, http://www.paecon.net/
[74] McCloskey (2000) pp. 155 y 156
[75] http://www.paecon.net/HistoryPAE.htm
[76] http://www.paecon.net/PAEtexts/KansasCity.htm
[77] Elster (1997), página 33.
[78] Becker, Gary (1996) página 50.
[79] Posner, Eric (2000). “Law and the emotions” U of Chicago Law&economics, Olin Working paper No 103. En http://papers.ssrn.com.
[81] Copleston (1996).
[82] Korobin, Russell y Thomas Ulen (2000) “Law and Behavioral Science: Removing the Rationality Assumption from Law and Economics”. Law and Economics Research Papers Series. Research Paper No 00-01, SeptemberUniversity of Illinois College of Law
[83] Vanberg (1994)
[84] Fernado Savater (2000), Política para Amador. Ariel
[85] En The Methodology of the Social Sciences. Citado por Boesche (1996) página 336.
[86] Esta sección está basada en Latouche (2005).
[87] Posner (2000) p. 164. Subrayados propios.
[88] Diccionario de la Real Academia Española, http://www.rae.es/
[89] Ibid.
[90] Latouche (2001) pp. 58 y 59
[91] Ibid p. 67
[92] Ibid. p. 159
[93] http://es.wikipedia.org
[94] Peirce citado por Hodgson (1996) p. 17
[95] Pensamientos de Pascal, versión de la Biblioteca Virtual Cervantes, www.cervantesvirtual.com.