Al igual que en otros países de América Latina, como Colombia, Guatemala, El Salvador, Brasil o Venezuela [1] la delincuencia en Honduras se ha convertido en uno de los problemas sociales percibidos como más apremiantes. Ya desde 1996, una encuesta de opinión realizada en Tegucigalpa mostraba que el 41% de los ciudadanos consideraban la delincuencia como el principal problema de Honduras, contra un 17.4% que señalaban el costo de vida y un 12.7% el desempleo [2]. Desde entonces, parece haber acuerdo en que el problema sigue siendo serio y que se ha venido agravando.
Vale la pena tratar de determinar el origen de esta percepción de inseguridad grave y aparentemente creciente. A nivel nacional, algunos registros disponibles de policía no son contundentes en cuanto a la tendencia al aumento de la violencia en estos últimos años. Los delitos contra la vida registrados por la Policía Preventiva entre 1996 y el año 2000 han descendido en cerca del 50% en términos per cápita mientras que las cifras de la Dirección General de Investigación Criminal (DGIC), aunque con un leve incremento en 1999, muestran niveles muy similares en 1996 y en el 2000 [3]. De acuerdo con cifras de otra fuente [4] el incremento de la criminalidad se habría dado básicamente durante la primera década de los noventa.
Por el contrario, los delitos contra la propiedad si habrían sufrido un considerable incremento a todo lo largo de la década pasada, pasando de una tasa de 150 incidentes por cien mil habitantes (pcmh) en el año 90 a poco menos de 450 en el último año, o sea que casi se habrían triplicado. De cualquier manera, y al igual que los delitos contra la vida, los registros más recientes no concuerdan con la idea de una criminalidad que hubiera aumentado drásticamente en los últimos cinco años. De hecho, un informe reciente del Foro Nacional de Convergencia reconoce que, de acuerdo con los datos de la Policía, la delincuencia contra el patrimonio muestra “un comportamiento moderadamente descendente” [5]. El cambio más importante en el número de denuncias por habitante se habría dado durante la primera mitad de la década pasada.
La tasa nacional de homicidios, aunque es demasiado alta y aumentó en el pasado quinquenio -pasando de 48 homicidios por cien mil habitantes (hpcmh) en 1996 a cerca de 60 hpcmh en el 2000- no muestra una tendencia explosiva en los últimos años. De hecho, un incremento importante se dio entre 1996 y 1997, año a partir del cual ha permanecido relativamente estable. Incluso, de acuerdo con una de las fuentes disponibles [6], a partir del aumento del año 97 se habría dado un descenso.
Gráfica 5.1
Los datos con que se cuenta para la primera mitad de la década pasada [7] sugieren, por el contrario, un continuo incremento de la tasa desde principios de los noventa. En conjunto, la información disponible sugiere un incremento importante en los niveles de violencia homicida que, en menos de una década, se habrían multiplicado por seis. Es conveniente anotar que, de acuerdo con las comparaciones entre las cifras de la DGIC, a partir de las cuales se calculan las tasas de homicidio, y las de Medicina Forense, parece razonable descartar la idea de un sub-registro importante en las primeras durante los últimos años [8]. No es fácil evaluar la confiabilidad de las cifras entre el 90 y el 94 puesto que el autor que las suministra no menciona la fuente. Aunque existe una gran discrepancia entre las cifras de dos fuentes para el año 94, el crecimiento observado entre el 95 y el 97 es consistente con la tendencia creciente anterior y, por otro lado, un trabajo del Banco Mundial [9] también sugiere para principios de los noventa una tasa situada dentro de esos rangos.
Para las lesiones personales la información disponible es confusa pues se observan grandes diferencias entre las diversas fuentes. En particular, hay una discrepancia importante, y creciente, entre los registros por lesiones de la DGIC y los de Medicina Forense. El sub-registro de los incidentes de lesiones en las estadísticas policiales es tanto más difícil de explicar si se tiene en cuenta que “el departamento de Medicina Forense .. depende del Ministerio Público y su misión es practicar las autopsias, exámenes físicos, clínicos o de otra naturaleza dentro del campo médico forense, a requerimiento de los fiscales o de cualquiera de las direcciones o departamentos de dicho Ministerio” [10]. O sea que, en principio, las cifras del Medicina Forense deberían ser inferiores a las de la DGIC. Además, en la actualidad las estadísticas de Medicina Forense se refieren únicamente a las actuaciones realizadas en Tegucigalpa y San Pedro Sula mientras que las de la DGIC registra incidentes de todo el país. De acuerdo con el Director de la DGIC en San Pedro Sula, una posible explicación para esta discrepancia es que las personas presentan denuncias por lesiones en diferentes lugares: (a.)Postas de Policía Preventiva (b) Oficinas de las Fiscalías Especiales o (c) Oficinas de la DGIC. Las tres reportan directamente a Medicina Forense, en dónde se suman todas estas denuncias.
Si bien es cierto que, como ocurre en cualquier sociedad, los registros policiales reflejan tan sólo una pequeña fracción de los incidentes delictivos que realmente ocurren, no existen razones de peso para plantear que la aparente estabilidad durante el último quinquenio en el número de delitos que se denuncian en Honduras corresponde a una criminalidad en aumento con un creciente sub-reporte de los incidentes. Por el contrario, hay varios argumentos a favor de la idea que la proporción entre la criminalidad denunciada y la real ha permanecido por lo menos estable. En primer lugar, la tendencia de los ciudadanos a poner en conocimiento de las autoridades los hechos delictivos no es un parámetro que se altera de manera significativa en el corto plazo. En segundo término, algunos de los factores que se han sugerido afectan esa decisión, como cambios importantes en los niveles de ingreso o educación [11] o, en el otro extremo, dinámicas explosivas de violencia [12] no se dieron en Honduras en los últimos cinco años. Tercero, se debe anotar que el ambiente institucional, y en particular las relaciones de la comunidad con los organismos de seguridad, no muestran señales de deterioro progresivo sino, por el contrario, síntomas de mejoría. Diversos analistas coinciden en la observación que la reducción y mayor control del gasto militar, y la creación de una Policía Preventiva bajo la autoridad civil, han conducido a una situación razonable en materia de Derechos Humanos y respeto de las garantías ciudadanas que permiten suponer un mayor acercamiento de la comunidad hacia las autoridades de Policía. A nivel más operativo, la apertura de sedes regionales de la DGIC también apunta en la dirección de una mayor proporción de delitos denunciados. Por último, el sostenido incremento en la cifra de “delitos varios” registrados por la DGIC, que se duplicó entre 1996 y el año 2000 [13], tiende a corroborar la idea de un escenario con creciente, o por lo menos constante, proporción de incidentes que se denuncian.
En síntesis, buena parte de los datos disponibles sobre la evolución reciente de la delincuencia en Honduras no sirven para corroborar la idea de un problema que, a nivel nacional, se haya venido agravando en los años más recientes. Los incrementos importantes, en casi todas las dimensiones de la violencia, se habrían dado durante la primera mitad de los noventa. Tan sólo las cifras de lesiones personales reportadas por Medicina Forense sugieren un importante aumento en un tipo específico de violencia, los ataques personales.
Comparaciones internacionales
Otra manera de evaluar la gravedad de la situación actual de inseguridad en Honduras es mediante un cotejo con lo que ocurre en otras sociedades con un nivel de desarrollo similar. La comparación internacional de las estadísticas policiales presenta inconvenientes de tal magnitud que la hacen impracticable. En primer lugar, porque reflejan las categorías penales de cada sociedad. En algunos países, por ejemplo, los ataques a la propiedad por debajo de determinados montos se consideran una falta, o infracción menor. En segundo término, porque se ha sugerido que la proporción de delitos que se denuncian es un parámetro con marcadas peculiaridades locales. Aún al interior de un país, bajo un mismo sistema legal y con cuerpos de Policía homogéneos se ha n encontrado importantes diferencias regionales en la propensión de los ciudadanos a poner denuncias [14]. Tercero, porque existen diferencias en cuanto a las prácticas estadísticas, las limitaciones institucionales o presupuestales, las presiones políticas o el desempeño del sistema judicial que alteran la calidad de tales datos. Aunque en la actualidad tanto Interpol como las Naciones Unidas están haciendo esfuerzos para hacer compatibles algunas categorías de los registros policiales la posibilidad de hacer comparaciones es aún bastante precaria.
Por las razones anteriores, la labor de poner en contexto los niveles de inseguridad hondureños hace indispensable recurrir a dos fuentes. La primera son los datos de algunas encuestas de victimización, que es el único mecanismo disponible para tener una idea sobre la llamada criminalidad real, y que de todas maneras no están libres de problemas, originados en la falta de homogeneidad de los formularios y procedimientos para realizar las encuestas y el cubrimiento parcial, y fundamentalmente urbano, de dichas encuestas. La segunda fuente está constituida por las cifras de homicidios, incidente para el cual, en principio, se puede obviar el problema de sub-registro o de diferencias muy serias en cuanto a su tipificación. Estas observaciones no eliminan del todo la necesidad de manejar con cautela las comparaciones internacionales de tasas de homicidio. Por una lado, porque la confianza en las cifras locales no dice nada sobre la calidad de las cifras de los países con los cuales se hace la comparación. Para América Latina, es copiosa la evidencia sobre los problemas de sub-registro en las cifras de homicidio de distintos países [15]. Por otra parte, no es claro que internacionalmente exista homogeneidad en cuanto a los criterios para tipificar un incidente como homicidio y distinguirlo de otro tipo de muerte. Se sabe que hay problemas en la clasificación de las muertes para ciertos accidentes de tráfico. Por otro lado en algunos países, como por ejemplo Holanda, se siguen incluyendo en las estadísticas las tentativas de homicidio [16].
Aunque desafortunadamente aún no se han extendido a Honduras los esfuerzos para realizar la misma investigación de reportes de víctimas promovida por Naciones Unidas en varios países de América Latina [17] se dispone del Barómetro Centroamericano realizado a finales de 1997 [18] y del Latinobarómetro, con encuestas hechas entre 1996 y 1998 que en conjunto cubren más de 50 mil hogares de América Latina.
De acuerdo con la primera de estas encuestas, Honduras ocuparía, en Centro América y compartido con Panamá, el lugar más favorable en materia de la proporción de hogares víctimas de un asalto o agresión durante el último año. Con un porcentaje de tan sólo el 16% de hogares víctimas de algún ataque criminal, la situación de seguridad ciudadana en Honduras se percibe bastante más favorable que la de Guatemala (41%), El Salvador (33%), Nicaragua (29%) y aún de la pacífica Costa Rica en dónde se reporta el 20%. Con unas tasas de incidencia mayores, que reflejan la sensibilidad de este tipo de instrumentos a la manera como se hacen las preguntas, los resultados del Latinobarómetro tienden a confirmar este ordenamiento de los países centroamericanos en materia de victimización y, en particular, corroboran la observación que la delincuencia común en Honduras no es ni atípica para la región, ni excepcionalmente alta.
Vale la pena destacar que ambas encuestas fueron realizadas alrededor de 1997, año que, de acuerdo con la información policial, se percibía en Honduras como particularmente crítico. Una encuesta de victimización realizada por la misma época en Choluteca muestra unas tasas de incidencia del 18.8%, similares a las obtenidas por el Barómetro Centroamericano [19].
La comparación internacional de las tasas de homicidio, permite menos optimismo respecto a la situación hondureña, y tiende a validar la idea de una sociedad particularmente violenta, aún en el contexto latinoamericano. De acuerdo con los datos del BID (1999) y de Leyva (2001), Honduras ocuparía un lugar destacado en materia de violencia homicida, con niveles similares a los de Guatemala y por debajo de los de países en extremo violentos como El Salvador, o Colombia. Como ya se señaló, estos cotejos deben hacerse con cautela puesto que no se trata de fuentes de información homogéneas [20]. En otro estudio [21], por ejemplo, la situación de Honduras en el contexto latinoamericano es menos digna de mención en cuanto a la violencia homicida, y se reportan para este país tasas por debajo del nivel promedio para la región. Lo que estas comparaciones pueden estar reflejando es un sub-registro que aún no se corrige para varios países de la región. El otro punto que puede estar reflejando la tasa de homicidios relativamente alta de Honduras es la gran participación de dos grandes ciudades –Tegucigalpa y San Pedro Sula- en el total nacional de la población [22].
De cualquier manera, la tasa de homicidios que se calcula actualmente a nivel nacional para Honduras, superior a los 60 hpcmh, es bastante alta y bien justifica la preocupación que ha despertado.
Distribución geográfica de la violencia
Con relación a los homicidios, las distintas fuentes de información disponibles no son completamente consistentes entre sí. Además, no se ha encontrado información desagregada por regiones para períodos anteriores a 1994. De esta manera, no es posible determinar si los niveles actuales de la tasa de homicidios se alcanzaron, al igual que la cifra nacional, con aumentos continuos desde el año 90 o si por el contrario es un problema que viene de más atrás. La otra dificultad con las cifras de homicidios locales es el traslapo regional en la manera de registrar los incidentes, lo cual hace particularmente difícil el cálculo de las tasas de homicidio, o la comparación entre las cifras de distintas fuentes.
Puesto que históricamente las dos instituciones hondureñas encargadas del registro de los homicidios, Policía y Medicina Forense, no han desagregado las cifras del municipio de San Pedro Sula de las de lugares aledaños [23] no es posible analizar la evolución reciente de la tasa de homicidios en esta ciudad, o aún en la ZMVS. Los datos de la DGIC para el Departamento de Cortés [24] sugieren, entre 1996 y el año 2000, un continuo incremento de las tasas de homicidio desde niveles ya altos, y similares al promedio nacional en la actualidad, hasta límites por encima de los 100 homicidios pcmh, que bajo cualquier criterio se pueden calificar de explosivos, y característicos de sociedades en guerra. De acuerdo con otra fuente [25], y también con base en información de la Policía, la tasa de homicidios muestra niveles explosivos pero con una tendencia ligeramente decreciente después de un pico superior a los 100 hpcmh en el año 95 .
En el contexto nacional, el departamento de Cortés sobresale por una tasa que no sólo dobla el promedio hondureño sino que supera en más del 50% la del segundo departamento más violento, Atlántida. Con menos de la quinta parte (18%) de la población, en Cortés ocurren en la actualidad más de la tercera parte (36%) de los homicidios del país. Los cinco departamentos más críticos, en donde viven cuatro de cada diez hondureños, dan cuenta de casi el 70% de las muertes violentas. En el otro extremo, en las cinco regiones más pacíficas, con cerca de la tercera parte de la población, ocurren apenas el 10% de los homicidios. Varios de estos departamentos –como Santa Bárbara, Ocotepeque y Colón- presentan tasas de homicidio equivalentes a casi la décima parte de la del departamento de Cortés. Así, la violencia homicida en Honduras aparece como un fenómeno con alta variabilidad entre regiones y una gran concentración geográfica [26].
El último punto que conviene destacar a partir de los datos departamentales de muertes violentas es el de la alta persistencia del fenómeno a nivel regional. La tasa de homicidios aparece como una variable no sólo con grandes diferencias entre departamentos sino con una marcada tendencia a mantener esas diferencias a lo largo del tiempo. Con alta probabilidad, los departamentos muy violentos en un año determinado lo serán en los períodos subsiguientes, mientras que los lugares más pacíficos también mantendrán su posición relativa. En otros términos, la tasa de homicidios para un departamento en un período es un buen elemento para predecir la tasa de homicidios en ese mismo lugar el año siguiente. Si entre 1996 y el 2000 se toman, para todos los departamentos, las tasas de homicidio en los distintos períodos se observa que la correlación entre las tasas de dos años consecutivos ha sido siempre cercana al 90%.
Para el año 2000, la regional de Medicina Forense ofrece información sobre “Lesiones Fatales por Barrios y Colonias” que permite calcular con algo más de precisión la tasa de homicidios tanto para San Pedro Sula como para los distintos municipios de la ZMVS. De acuerdo con esta información, la tasa de homicidios en San Pedro sería ligeramente inferior a los 86 homicidios pcmh. En el contexto urbano, para Latinoamérica, este nivel de violencia homicida coloca a San Pedro Sula en un lugar destacado, por encima de la mayor parte de las grandes ciudades, y superado tan sólo por sitios reconocidos por su extrema violencia, como Medellín, Cali o San Salvador [27].
En el ámbito local de la ZMVS, el municipio de San Pedro es el que presenta las mayores tasas de homicidio. Se destacan como particularmente violentos otros tres municipios –Choloma, Pimienta y La Lima- todos con tasas superiores a la cifra nacional. Al interior del Municipio de San Pedro Sula se observa una enorme disparidad en la tasa de muertes violentas entre los distintos barrios/colonias y una alta concentración de la violencia en unos cuantos sitios que sobrepasan, con creces, el promedio observado para la ciudad [28]. Se puede afirmar que en unos cuantos barrios -El Centro, Suncery, Rivera Hernández, Guamillito y Medina- se concentra el grueso de las muertes violentas registradas en el municipio de San Pedro Sula, con tasas de homicidio realmente exorbitantes. Es conveniente anotar que las tasas de homicidio de estos barrios críticos pueden estar sub-estimadas de manera importante, ya que cerca de la mitad (47%) de las muertes violentas acaecidas en el municipio se reportan como ocurridas en las clínicas y hospitales de la ciudad, cuando es más que razonable suponer que buena parte de los incidentes que condujeron a esas muertes también ocurrieron en aquellos barrios o colonias caracterizados por su altísima violencia. Si se supone que las muertes violentas reportadas como ocurridas en centros hospitalarios se distribuyen por barrios o colonias de manera similar a aquellas para las cuales se conoce el lugar en donde ocurrió el incidente, se tiene que tan sólo cinco barrios, en dónde vive cerca del 4% de la población del municipio dan cuenta de más de la tercera parte de las muertes violentas.
Gráfica 5.2
Explicaciones corrientes sobre la violencia en honduras
En esta sección se hace un resumen de las principales teorías que circulan en Honduras sobre las posibles causas de la violencia y, en la medida de lo posible, se tratan de contrastar algunas de las hipótesis que de ellas se derivan con la evidencia disponible. Se pueden distinguir tres grandes categorías de explicaciones. La primera, probablemente la más difundida, es la de los determinantes sociales y económicos de la violencia.. El segundo tipo de explicación hace énfasis en la violencia como expresión de comportamientos colectivos de jóvenes agrupados en bandas, denominadas maras. El tercero plantea la violencia como una extensión de las actividades del crimen organizado, que se han consolidado gracias a la impunidad e incluso con la complicidad del sector público. La tercera categoría, que no siempre se hace explícita pero que está presente de manera tácita en buena parte de las explicaciones y propuestas de política, es la de la violencia como manifestación de una cultura generalizada de intolerancia y mala capacidad de resolución de conflictos entre todos los ciudadanos.
De acuerdo con el Registro de Pandillas Juveniles en Honduras, las “formas de operar” de los mareros incluyen cuestiones tan variadas como el escándalo en la vía pública, los desórdenes, los daños materiales, la agresión, las riñas callejeras, el consumo y distribución de drogas, las violaciones, los robos, los asaltos, las amenazas de muerte y los homicidios. De cerca de 9000 jóvenes pertenecientes a las maras en la ZMVS, tan sólo el 10% podían, de acuerdo con la Policía, vincularse con problemas de amenazas serias y un poco más del 1% con las manifestaciones extremas de violencia, como el homicidio.
La revisión de cerca de 40 mil denuncias ante la Dirección General de Investigación Criminal (DGIC) [29] entre Enero de 1996 y Mayo de 1999 muestra que en sólo el 5.5% de los casos el agresor era menor de edad. Entre los casos con jóvenes acusados, tan sólo el 0.2% eran de homicidio. Las principales infracciones cometidas por adolescentes serían, de acuerdo con esta muestra de casos llevados ante la justicia, el robo y el hurto (55%), las lesiones 18%, amenazas (7%), daños a la propiedad (7%) y los delitos al pudor sexual 3%. Además, “del total de infracciones cometidas en el país por adolescentes pertenecientes a las maras estas constituyen el 3% del total de las infracciones cometidas por los adolescentes y si se comparan con el conjunto de delitos cometidos por personas menores y mayores de 18 años estas infracciones representarían el 0.17% del total de delitos realizados en el país” [30].
Sorprende bastante la baja participación de las maras en los delitos juveniles reportada en estas cifras, que no concuerda del todo con la mencionada por otras fuentes. La información agregada por departamentos sugiere una correlación positiva entre la presencia de maras y la tasa de homicidio. Con la posible excepción de Francisco Morazán, en dónde se da una fuerte presencia de maras y un bajo número de muertes violentas por habitante aparece una relación estrecha entre uno y otro fenómeno. Si se tienen en cuenta todos los departamentos el coeficiente de correlación es de 47%, pero la asociación no es estadísticamente significativa. Si se excluye de la muestra el departamento de Francisco Morazán la correlación sube al 75% y el coeficiente del efecto de las maras sobre la tasa de homicidios resulta ser estadísticamente significativo.
Un factor recurrente en las explicaciones sobre la violencia en América Latina, y en particular en aquellas sociedades que han sufrido dictaduras militares o un conflicto armado, es el de la violencia promovida por el mismo Estado bien como un mecanismo para reprimir la protesta social y favorecer los intereses del capital bien como resultado de su participación directa en actividades criminales. No son extrañas entre los analistas y los medios de comunicación Hondureños las referencias, directas o veladas, a la responsabilidad estatal en materia de violencia. Está en primer lugar el detallado recuento histórico de los crímenes oficiales. “Durante la dictadura del nacionalista Tiburcio Carías (1933-1948) hubo muertes a granel cuyos autores nunca fueron juzgados porque se trataba de gente del mismo gobierno que ``ponía en su sitio'' a todo aquél que se atrevía a cuestionar al régimen. El 6 de julio de 1944 en San Pedro Sula fueron ametralladas con lujo de sadismo por tropas gubernamentales alrededor de 100 personas, entre hombres, mujeres y niños, que participaban en una manifestación exigiendo amnistía para los presos políticos. Nadie fue juzgado por esta masacre que el escritor Alfonso Guillén Zelaya calificó como ``uno de los más sangrientos asesinatos colectivos de que pueblo alguno haya sido víctima''. El 6 de septiembre de 1961, mientras ejercía el poder el liberal Ramón Villeda Morales (1957-1963) se produjo el ``crimen de Los Laureles'' donde murieron once personas a manos de miembros de la Guardia Civil. Nadie fue juzgado. El ``soborno bananero'' fue un escándalo nacional e internacional que terminó con el gobierno de Oswaldo López Arellano (1972-1975). Su gobierno fue denunciado el 9 de abril de 1975 por el periódico ``The Wall Street Journal'' de haber recibido un soborno de 2.5 millones de dólares de la United Brands a cambio de rebajarle el impuesto por exportación de bananos. La justicia no castigó a nadie. En 1975, durante el gobierno de Juan Alberto Melgar Castro, ocurrió una matanza de campesinos en el Valle de Lepaguare, Olancho, conocida como ``la matanza de Santa Clara y Los Horcones'' donde muerion más de 10 campesinos, un sacerdote y dos señoritas. Una comisión dio con los responsables, entre los que había militares y terratenientes, que sólo estuvieron presos cinco años porque el juez les cambió el delito de asesinato a homicidio. El ``crimen de El Astillero'' es otro de los que pasó a la historia. Cinco campesinos, en su mayoría de la familia Huete, fueron brutalmente asesinados por un grupo de matones a sueldo en 1990, en la localidad de El Astillero, en Agua Caliente de Leán, departamento de Atlántida. El crimen quedó impune. En la actualidad varios militares siguen prófugos de la justicia que los persigue por haber participado en la desaparición de decenas de hondureños víctimas de la ``guerra fría'' [31].
También aparecen acusaciones directas. “Hay que contentarnos con una reorganización policial que elimine la criminalidad institucional de la DNI a la cual la sociedad hondureña teme más que a la delincuencia común” [32].
Otros señalamientos se hacen de forma más deductiva. “Descubrimos que los principales victimarios se mantienen en la oscuridad, protegidos por aquellos que tienen poder de hacerlo, sin que el Estado haya hecho algo significativo para hacer justicia y detener este flagelo social ... La gran mayoría de los autores (de homicidios de menores) se dan por desconocidos o las investigaciones no se continúan por falta de pruebas y testigos. Esto hace pensar que dentro de las instituciones del gobierno haya funcionarios en complicidad con algunos paramilitares e individuos poderosos de la sociedad civil, que están realizando la mayoría de éstas ejecuciones” [33]. Esta afirmación, que no puede calificarse sino de irresponsable, se hace en a pesar de que unas páginas atrás, en ese mismo trabajo, se ha afirmado que “al indagar sobre los autores de las ejecuciones encontramos como dato que un 54.9% de las mismas se desconoce el autor o autores, un 22.7% de estas ejecuciones son atribuidas ciudadanos, un 14.1% a las maras, un 4.2% a delincuentes comunes, un 2.4% a la policía nacional y un 1.8% a los agentes de la DGIC, un 0.6% comités de vigilancia, un 0.6% cometidos por mujeres y un 0.3% a escuadrones de la muerte” [34].
Ocasionalmente, la responsabilidad oficial en la violencia está envuelta en argumentos confusos. “El incremento de la criminalidad se inserta en un proceso de construcción de la democracia con sustanciales cambios institucionales que se traducen en una redefinición de las relaciones civiles-militares y, como consecuencia de ello, en el inicio y desarrollo de un proceso de transición policial del control militar al control civil” [35].
En la misma línea apuntan las lamentables manifestaciones estatales de impotencia. “Para las autoridades del país resultan incontrolables las acciones delictivas del narcotráfico y el crimen organizado, que cuentan con medios tecnológicos y económicos para penetrar y manipular cualquier sector de la sociedad hondureña, hasta la cúpula del Gobierno y cuerpos de seguridad, dijo el Fiscal General del Estado” [36].
Se pueden llegar a encontrar algunas auto inculpaciones oficiales de responsabilidad en las violencia. “Se consideran, entre otros como los principales elementos explicativos los siguientes ... el ejemplo de todos aquellos que delinquen y particularmente de las personas con poder económico, político y social que delinquen sin ser sancionados; la existencia de figuras comprometidas con el delito y el crimen en las esferas del sector público gubernamental” [37].
Es difícil en un área tan sensible y a veces sujeta a consideraciones ideológicas suministrar argumentos objetivos, o pretender corroborar o refutar afirmaciones con base en una evidencia que por definición es débil, cuando no inexistente. Desde el punto de vista de los elementos que se deben tener en cuenta para el diagnóstico de la situación de seguridad en Honduras, vale la pena simplemente transmitir algunas opiniones de acuerdo con las cuales se puede en principio considerar desactualizada la idea de un componente importante de la violencia promovida por el Estado hondureño.
“Los militares han sido relativamente moderados, y selectivos en el uso de la represión, evitando así la trampa (en la que sus homólogos de El Salvador, Guatemala y Nicaragua cayeron) de empujar grandes segmentos de la población en brazos de la izquierda extrema ... Aunque pueden comentarse las cosas más diversas acerca del comportamiento de los militares en el país, no se encontrará el salvajismo a veces masivo y a menudo indiscriminado que se encuentra en el comportamiento de sus homólogos en El Salvador, Guatemala y Nicaragua. Las violaciones a los derechos humanos eran comunes, y ocurrieron asesinatos y desapariciones, especialmente durante la era del General Alvarez. En Honduras se contaban los cadáveres por decenas (o las bajas centenas cuando mucho) y no en decenas de miles. La represión masiva no era considerada ni necesaria ni deseable” [38].
De acuerdo con Leticia Salomón, el proceso de construcción de la democracia hondureña, y el replanteamiento de las relaciones civiles-militares que se había iniciado con iniciativas aisladas del Congreso pero que tomó fuerza a raíz de varios casos de excesos de la FFAA “por implicaciones de militares en balaceras contra civiles indefensos; asesinato de campesinos en fincas de militares terratenientes; violación y asesinato de una joven estudiante que visitó uno de los batallones de la institución, etc.; y se reafirmó como tal con el sometimiento de los implicados al fuero civil; la inclusión del tema de la eliminación del servicio militar obligatorio .. la eliminación de la policía de investigación, bajo control militar desde 1963,y su sustitución por una policía de investigación criminal de naturaleza civil y subordinada al Ministerio Público; la restitución del control civil sobre instituciones del Estado acaparadas por los militares por supuestas razones de seguridad ... afirmación creciente del poder decisional del presidente de la República sobre la Fuerzas Armadas; modificación de los patrones de comportamiento castrense ... enjuiciamiento a militares por violación de los derechos humanos ... Todo esto nos arroja un balance positivo en materia de redefinición de las relaciones civiles-militares” [39] .
Así, para esta analista, a lo largo de la década de los noventa se habría dado una progresiva transformación de la inseguridad en Honduras desde un fenómeno provocado por el Estado, que se controlaba con la represión hacia un escenario dominado por la delincuencia en el cual el aspecto más destacado de la acción estatal es la insuficiencia.
Por su parte, en un trabajo más reciente sobre armamentismo y violencia en Honduras, Julieta Castellanos también plantea que en los últimos veinte años, la violencia institucional fue reemplazada por la violencia y delincuencia comunes que prevalecen actualmente [40].
En síntesis, parece razonable poner en duda, o por lo menos matizar, la idea de la represión oficial como elemento generador de violencia en Honduras, por cuatro razones: (i) aún en las épocas de la doctrina de la seguridad en el continente los excesos de las autoridades habrían sido menos críticos que en los países vecinos; (ii) al haberse evitado un conflicto armado no se dio la espiral represión-insurgencia-represión; (iii) la represión habría estado dirigida a favorecer el encubrimiento de actuaciones criminales y no a controlar la protesta social y (iv) se habrían adoptado a principios de los noventa los cambios legales e institucionales conducentes a un adecuado control de los organismos de seguridad por parte del poder civil.
Entre algunos sectores de la opinión publica, y dentro de los organismos de seguridad estatales, sobresale como explicación para la violencia actual en Honduras el limitado alcance del poder disuasivo y represivo del Estado. “En nuestro país los códigos y leyes son inaplicables para todo joven menor de 18 años, así es que la mayor parte de mareros son inimputables de sanción fuerte por sus faltas” [41].
“La ciudadanía tiene puestas su esperanza en el incremento del número de agente policiales, unos quince mil. Es preciso mucha mayor presencia policial en las calles, hoy ocupadas por la delincuencia. Pero además de la presencia de la policía, es preciso terminar, de una vez por todas, con la impunidad que cubre la mayoría de los crímenes. Este es el gran reto, el desafío para el nuevo cuerpo policial, puesto que son escasos los hechos criminales esclarecidos y sus autores entregados a la justicia. Aquí es donde radica el gran vacío, el fallo del sistema policial que es reforzado por la débil estructura de un sistema judicial que no da el ancho en estos momentos de acuerdo a las necesidades de la ciudadanía hondureña. Los delincuentes y criminales se atreven a ejercer su labor disociadora porque en la mayoría de los casos no son atrapados y cuando ésto raramente ocurre las pruebas presentas en los tribunales son desvanecidas con suma facilidad” [42].
“La Policía no cuenta con un verdadero cuerpo de inteligencia, ni con un sistema efectivo para que el público denuncie posibles actividades criminales. En cuanto a la vigilancia, no existe el número suficiente de agentes de policía. El país necesita triplicar el número actual de 7,000 agentes para poder cubrir todo el territorio nacional con una proporción adecuada de agentes por habitantes. Los policías no tienen el entrenamiento adecuado ni el equipo necesario ... Por el lado de la investigación nuestra policía necesita ser reforzada para que la mayoría de las veces descubra a los culpables. Nuestros tribunales deben ser más efectivos y más severos al juzgar a los delincuentes. Nuestras leyes penales más ágiles y duras. No te-nemos un sistema penitenciario. Las cárceles más parecen corrales que centros de detención y de rehabilitación de delincuentes” [43].
En otro sector de la opinión, y sobre todo entre los analistas académicos, se señala por el contrario el limitado o nulo alcance de las medidas represivas y se recomienda hacer énfasis en la prevención no penal de las conductas violentas.
“La tendencia natural es a estimular soluciones represivas en las que el rol de la Policía y los Juzgados es central, dejando de lado acciones preventivas que son más lentas y complicadas, pero de mayor efectividad que las represivas” [44].
No vale la pena tratar de rebatir o corroborar estas dos posiciones antagónicas sin la suficiente evidencia empírica. Se puede tratar de conciliar ambas posiciones argumentando que, por lo general, se refieren a dos manifestaciones distintas de la violencia. Por una parte parecería que la primera hace referencia a la violencia adulta y en particular a la que se asocia con el crimen organizado, mientras que la segunda se refiere fundamentalmente a la delincuencia juvenil. Por otro lado, es conveniente señalar que la opinión que demanda medidas judiciales y de policía parece estarse refiriendo a la violencia que ya sucedió –por ejemplo a los numerosos homicidios sin aclarar- mientras que quienes abogan por las medidas preventivas parecerían más preocupados por la violencia que podrá darse en el futuro. Esta distinción que rara vez se hace explícita, parece conveniente para matizar y complementar las opiniones: no queda claro por ejemplo, cómo se puede prevenir un homicidio ya ocurrido y ante el cual la única responsabilidad estatal es la de aclararlo y condenar a los responsables.
Sobre el tema general de la efectividad de las medidas disuasivas sobre los comportamientos criminales vale la pena señalar algunos puntos. El primero es que el grueso de los trabajos empíricos que permiten contrastar la hipótesis de la disuasión se han hecho para las sociedades desarrolladas, y en particular para los EEUU [45]. El segundo es que el interés de tales trabajos empíricos es más cuantificar una asociación entre la intensidad de las sanciones y/o la efectividad del sistema judicial y la incidencia de ciertas conductas, y no de dirimir opiniones sobre si las sanciones juegan o no algún papel. El tercero, relacionado con el anterior, es que la relevancia de tal tipo de ejercicio depende de manera crucial de la calidad del indicador que se utilice para medir el desempeño del sistema judicial. Esta limitación ha impedido, por ejemplo, el desarrollo de trabajo empírico en la mayor parte de los países de América Latina, así como el avance de estudios comparativos. El cuarto es que la función de las sanciones criminales en una sociedad van más allá de la esfera de la disuasión. El quinto es que, con la probable excepción de los países anglosajones en épocas recientes, en ninguna sociedad las decisiones críticas de política criminal se han tomado a partir de los resultados de estudios cuantitativos. De cualquier manera, en ninguna sociedad desarrollada se ha puesto en tela de juicio la responsabilidad estatal de aclarar y sancionar los delitos graves.
El tema de la efectividad de las sanciones penales como mecanismo de control de la delincuencia juvenil es todavía más complejo y está sujeto a un amplio debate aún en aquellas sociedades en donde se cuenta con la suficiente evidencia estadística para contrastar empíricamente la hipótesis de la disuasión. Levitt (1997) estima que los cambios en la severidad de la justicia juvenil en los EEUU, que según él en las dos últimas décadas se hizo más laxa, son responsables de cerca del 60% de los diferenciales del incremento entre delincuencia juvenil y crimen violento adulto. Por su parte Mendel (2000) habla por el contrario de una intensificación de las sanciones para los jóvenes en los EEUU y sugiere que no sólo no ha logrado reducir el crimen sino que serían incluso contraproducente, pues los jóvenes transferidos al ámbito penal de adultos reincidirían más, y con infracciones más serias que aquellos que se quedan en la jurisdicción de menores. En esta área, la evidencia disponible para Honduras es tan precaria que resulta difícil emitir cualquier opinión, en uno u otro sentido, acerca del efecto relativo de la disuasión sobre la prevención no penal para los infractores jóvenes. El tema de la posibilidad de rehabilitación de los jóvenes en sistemas carcelarios carentes de recursos es un aspecto crítico que invita a considerar alternativas a las sanciones.
En forma independientemente del efecto que se le atribuya a las medidas de control penal sobre la delincuencia, si parece haber acuerdo en la literatura para señalar una estrecha asociación, por distintas vías, entre la violencia y los mercados de la droga.
Desde un punto de vista teórico, la distribución de drogas se asocia con la violencia porque los participantes en tal actividad, ante la imposibilidad de proteger legalmente los derechos de propiedad y los contratos recurren a la violencia y a las amenazas. La ilegalidad de las drogas hace que formas tradicionales de competencia como la publicidad o las estrategias de precios sean más difíciles de utilizar. En su lugar, la violencia es uno de las principales medios utilizados para dominar los mercados y expulsar a los competidores. También se ha argumentado que la presencia continua de este sector ilegal erosiona el respeto por la ley en los territorios en dónde operan los traficantes.
Empíricamente, la información disponible a nivel internacional y para ciertos países sugiere un vínculo causal entre el tráfico ilegal y los altos índices de violencia. En un estudio econométrico para explicar las diferencias en los niveles de violencia en una amplia gama de países se encuentra una asociación positiva, y estadísticamente significativa, entre las tasas de homicidio y los indicadores disponibles sobre tráfico de drogas [46]. En el mismo trabajo, por el contrario, se desvirtúa la asociación que normalmente se postula entre el mercado de drogas ilícitas y los atentados contra la propiedad.
En el mismo sentido, la experiencia de los EEUU es bastante reveladora. Al analizar la serie de homicidios per cápita en los últimos 100 años se observan dos períodos durante los cuales se dieron niveles excepcionalmente altos: los años de la prohibición (entre 1920 y principios de los años 30) cuando la venta de alcohol se hizo ilegal y la década desde principios de los años 80 cuando la venta de cocaína y de “crack” florecieron en el mercado americano. Al acabarse la prohibición la tasa de homicidio descendió a sus niveles históricos. El reciente incremento en el comercio de “crack”, cuya distribución callejera estuvo dominada por jóvenes negros, también se dio asociado con una explosión de violencia. Entre 1985 y 1991, las tasas de homicidio para hombres negros entre 18 y 24 años se triplicó, de acuerdo con los datos de la oficina de Estadísticas Judiciales de los EEUU. Se ha sugerido que estos homicidios estuvieron bastante concentrados entre los distribuidores de droga, mientras casi todos los demás segmentos de la población norteamericana mostraron durante ese período tasas de homicidio decrecientes [47].
La experiencia colombiana también sugiere una estrecha relación entre el tráfico de drogas y la violencia extrema. El período de mayor incremento en la tasa de homicidios, a principios de los años ochenta, coincide con la época durante la cual la exportación de cocaína se estaba expandiendo y distintos grupos luchaban por el control de los mercados. Las dos regiones colombianas que recientemente han mostrado las mayores tasas de homicidios, Valle y Antioquia, han sido las sedes tradicionales de carteles de la droga [48]. El análisis detallado de la localización de la violencia al interior de las principales ciudades colombianas también sugiere una estrecha asociación entre la tasa de homicidios y la presencia de organizaciones criminales [49]. Para Medellín, por ejemplo, se ha estimado que cerca del 80% del incremento en la tasa de homicidios en los años ochenta puede ser atribuido al incremento de la actividad del narcotráfico [50]
Encuestas de victimización
En la encuesta de victimización realizada en el sector productivo de la ZMVS se encuesta que las tres cuartas partes de las empresas de la muestra consideran que la situación de inseguridad que enfrentan había empeorado en los dos últimos años. Más de la mitad (56.9%) de las empresas de la muestra sufrió algún tipo de ataque criminal en los doce meses anteriores a la encuesta. Con relación a la naturaleza de las preocupaciones, un poco más de la tercera parte de las empresas manifestaron que la principal era el robo o ataque a lo empleados. El segundo lugar lo ocupa el secuestro, con un impresionante 25% de las empresas que lo señalan como su principal temor.
Un nada despreciable 12.8% de las empresas de la muestra reporta haber sufrido, no en el último año sino “alguna vez”, un ataque muy serio –secuestro, agresión física grave, homicidio- en contra de alguien vinculado a la empresa.
Con respecto a los ataques criminales contra las familias, una segunda encuesta de victimización señala que en el año anterior a la encuesta el 28.2% de los hogares de la muestra fueron víctimas de algún tipo de ataque criminal. Esta cifra puede estar ligeramente subestimada teniendo en cuenta que los únicos atentados a las personas que se reportaban eran los sufridos por quienes respondieron la encuesta. Así, por ejemplo, un hogar que no hubiera sufrido robos a la casa, o a los vehículos de la familia, y en el cual la persona que respondió el cuestionario tampoco hubiera sufrido ningún ataque, pero alguien más del hogar sí hubiera sido víctima, no aparecería como tal en esta encuesta. El 21% de los hogares reportaron ataques al patrimonio del hogar –casa o vehículo de transporte-. Para los ataques a la propiedad el hogar, el 5% de los hogares se vio afectado por uno violento, mientras que el 19% sufrió un ataque no violento.
No deja de llamar la atención el hecho que, para todas las categorías de incidentes criminales consideradas en la encuesta la proporción de víctimas entre los hogares es sistemáticamente inferior a la que se observa entre las empresas. También se observa una marcada diferencia en términos del número de veces que se repiten los ataques. Esta comparación, por imprecisa que pueda ser, sugeriría cierto grado de sofisticación en la búsqueda de beneficios económicos por parte de los delincuentes.
La desagregación de los ataques criminales a los hogares muestra que el incidente más relevante parece ser el robo a la casa sin violencia, que afectó al 13% de las familias en el año anterior a la encuesta. Para otros ataques que permiten hacer algunas comparaciones con otros países, basadas en la International Crimen Victimization Survey (ICVS) [51], no resulta demasiado desfavorable la situación hondureña. Para el robo de vehículos, por ejemplo, aún tomando para la ZMVS la tasa observada en el quintil más alto de los ingresos se observa una incidencia inferior al promedio para América Latina y similar a la de Costa Rica. No es posible saber si los resultados publicados por la ICVS para estos países se refieren a la tasa para el total de la población, o para los dueños de automóviles, o para los estratos altos. La tasa de robo de vehículos para América Latina es muy similar a la que se observa en la ZMVS para el robo de bicicletas. Tampoco para los asaltos o atracos [52] se destaca la ZMVS por una ocurrencia alta para los estándares de otras sociedades. La tasa se sitúa casi en la mitad del promedio para América Latina, es muy inferior al de lugares como Colombia –la encuesta ICVS se hizo en Bogotá- o Brasil. Sorprendentemente, se observa una tasa inferior aún a la de Costa Rica.
En síntesis, ni por sus niveles, ni por sus características se destaca la ZMVS por una delincuencia común demasiado extendida o sofisticada. El hecho que el incidente que en mayor medida afecte a los hogares sea el robo a la casa sin violencia, o que se presente una tasa de asaltos a mano armada inferior a la de América Latina sugiere un panorama no muy crítico de seguridad.
Los escenarios de delincuencia contra los hogares y contra las empresas sugieren, ambos, una delincuencia instrumental que claramente busca un beneficio económico.
La violencia oficial según los hogares
Ante la pregunta “en cuantos de los delitos sufridos sospecha usted que las autoridades pudieron estar involucradas”, 28 hogares , o sea un 1.6% de los de la muestra y un 5.2% de los que fueron víctimas de algún delito respondieron con un número positivo a esa pregunta. Se reportaron un total de 71 delitos con sospecha de participación de las autoridades. Sin embargo, en 10 de los 28 hogares que reportan tales casos el número de delitos con autoridades involucradas supera la cifra total de ataques criminales sufridos. Es interesante observar cómo 7 de estos 10 casos que se pueden calificar de sesgados en contra de las autoridades pertenecen a los dos quintiles más altos de los ingresos.
Si se corrigen estos casos asignándole un 100% a la participación de las autoridades en los delitos que los afectaron se llega a 39 delitos o sea un 3.3% del total de incidentes. Si, alternativamente, se sacan de la muestra y se ignoran esos casos extraños, se reduce aún más la cifra de delitos con autoridades involucradas, hasta 21, o sea un 1.8% del total. En síntesis, el rango razonable para las sospechas de participación oficial en la delincuencia durante el último año está entre el 2% y el 3%.
Es interesante observar que la suspicacia de participación de las autoridades en los delitos aumenta con el nivel económico de las víctimas. Esta extraña asociación entre la conjetura de criminalidad oficial y el estrato económico se puede explicar de dos maneras, no necesariamente excluyentes. La primera es que la percepción negativa de las autoridades es más marcada entre las capas más favorecidas de la población, por ejemplo por efecto de una educación sesgada, o por la influencia de un discurso que tiende a deslegitimar la autoridad. La segunda es que los representantes abusivos de las autoridades se inclinan más por aquellos delitos que afectan a la población de mayores ingresos. Algunas preguntas adicionales de la encuesta sirven de apoyo parcial a cada una de estas posibles explicaciones y sugieren que la imagen negativa de las autoridades (i) se origina tanto o más en la corrupción que en los problemas de abuso de la fuerza o (ii) tiene algún componente educativo, cultural o de formación intelectual que se manifiesta más a medida que aumenta el ingreso. En efecto, si se comparan dos incidentes específicos, si alguien del hogar fue víctima de alguna agresión por parte de la policía o si han debido soportar algún incidente de corrupción, se observa que el primero es relativamente similar por niveles de ingreso mientras que el segundo, de manera similar a la sospecha de participación de las autoridades en los ataques criminales es mayor entre las capas más favorecidas económicamente.
Gráfica 5.3
De cualquier manera, parecería conveniente matizar, y constrastar con la evidencia, el tradicional guión de unos organismos de seguridad orientados a violar los derechos humanos de la población menos favorecida visión que, en últimas, tienden a deslegitimar la capacidad estatal de respuesta ante los ataques criminales.
Los crímenes graves
El 5.2% de las hogares de la muestra reportan haber sufrido, no en el último año sino alguna vez, un ataque criminal muy serio –secuestro, agresión física grave, abuso de las autoridades u homicidio- en contra de algún miembro de la familia. El número total de agresiones extremas reportadas -que podría estar ligeramente subestimado puesto que para cada hogar se registró sólo la última- es de 93, de las cuales 34 eran homicidios, 29 agresiones físicas graves, 20 abusos de las autoridades y 10 secuestros. En uno sólo de los hogares se reportó haber sufrido más de un ataque muy serio.
De todos los incidentes muy graves reportados se denunciaron un poco más de la mitad. La proporción de denuncias varía dependiendo de la naturaleza del crimen siendo mayor la de los secuestros (100%), seguida de los homicidios (65%), las agresiones graves (52%) y los abusos de las autoridades (40%). Al igual que lo señalado para las empresas, se debe anotar la significativa participación de los secuestros en este total. Si para Colombia, el líder mundial en la materia, la proporción entre homicidios y secuestros en los últimos años ha sido del orden de uno a diez, resulta preocupante este reporte con una relación cercana a uno a tres.
Casi la mitad de tales ataques extremos, 40 de ellos, ocurrieron durante el año 2001. A pesar de que, como ya se señaló, la manera como se hizo esta pregunta tiende a subestimar los incidentes más alejados en el tiempo, y por lo tanto a exagerar su crecimiento, no deja de ser preocupante esta tendencia a un marcado incremento de la criminalidad más seria. Sobre todo cuando el mismo escenario de deterioro se percibe en varias conductas y a través de distintas fuentes.
El otro aspecto que se debe señalar es que en forma paralela con el agravamiento de la inseguridad en sus manifestaciones más críticas se estaría dando una tendencia a acudir cada vez menos a las autoridades para denunciar este tipo de ataques. Así mientras para los incidentes muy graves reportados como ocurridos hasta mediados de los años noventa se daba una tasa de denuncias del 100%, a lo largo de la última década esta proporción ha venido disminuyendo paulatinamente para situarse, en los incidentes más recientes, alrededor del 50%.
Maras y crimen organizado
En la encuesta de victimización realizada en ZMVS se incluyeron dos preguntas para calificar la influencia de las maras y del crimen organizado en la comunidad. Para las maras la pregunta específica fue: ¿Qué tan grave es la amenaza de las maras en esta comunidad? Para el crimen organizado ¿Qué tanta es la influencia o presencia del crimen organizado en esta comunidad? [53]. Con relación a las maras, uno de cada cinco de los hogares (21%) manifestaron que no había ninguna amenaza y, en el otro extremo, un porcentaje similar (20%) opinó que la amenaza de las maras era alta. Un poco más de la tercera parte (34%) calificó esta influencia de baja y la cuarta parte restante (26%) consideró que era media. Tan sólo el 0.8% no dieron una calificación. Para el crimen organizado, las cifras respectivas fueron: ninguna (33%), baja (31%), media (23%) y alta (13%). A su vez, el 3.5% de los hogares no respondieron esta pregunta.
Para calcular promedios de estas calificaciones se les asignaron valores a partir de las calificaciones, esas si numéricas, que habían dado las empresas sobre la influencia de esos dos grupos [54]. Con esos valores numéricos, se llegó a una calificación promedio de 4.9 sobre 10 para las maras y de 3.9 para el crimen organizado. Para chequear la bondad de este índice promedio se comparó su promedio, por municipios, para las maras y el crimen organizado, tanto con la proporción de hogares que califican la influencia de alta como con la de aquellos que consideran que no existe tal tipo de presencia, con resultados bastante satisfactorios.
Del cálculo del valor promedio de estos indicadores, por municipios y por sectores geográficos en SPS, se desprenden algunos comentarios. El primero es el de las diferencias importantes que se presentan en la calificación de la influencia tanto de las maras como del crimen organizado. Mientras que, por ejemplo, en Potrerillos, El Progreso o varios sectores de SPS los hogares de la encuesta asignaron una calificación promedio superior a 6 a la influencia de las maras, en San Francisco de Yojoa la cifra respectiva es de 1.5. Para el crimen organizado la mayor puntuación promedio se obtuvo en varios sectores de SPS y la inferior en San Antonio de Cortés (2.6). Así estas calificaciones sugieren que tanto las maras como el crimen organizado no son fenómenos difusos y homogéneamente distribuidos en la ZMVS sino que presentan una alta concentración en ciertas zonas. Aún al interior de SPS, la calificación de la presencia varía considerablemente dependiendo del sector geográfico.
El segundo y sin duda más importante comentario es que las calificaciones promedio de influencia de uno y otro fenómeno –maras y crimen organizado- están positiva y estrechamente relacionadas. Los municipios o sectores geográficos en dónde los hogares le asignan una alta calificación a la presencia de uno de estos fenómenos se observa también una alta calificación para el otro. Además, esta relación positiva entre la presencia de maras y de crimen organizado no depende mucho del indicador que se utilice para medir la influencia de uno u otro tipo de actor. Tanto con el porcentaje de hogares que califican de alta la influencia de los grupos como con la fracción de quienes consideran que su comunidad está libre de la presencia de tales actores, se mantiene la asociación positiva entre uno otro.
Gráfica 5.4
Esta asociación positiva admite tres explicaciones no necesariamente excluyentes. La primera es que el crimen organizado es una de las causas de las maras: contrata ciertos servicios, las recluta y por esa vía estimula la asociación de los jóvenes a tales grupos. La segunda es que el crimen organizado es un resultado de las actividades de los mareros, que al madurar se hacen criminales profesionales. La tercera es que la existencia de ambos fenómenos se ve favorecida por factores subyacentes comunes, como por ejemplo la debilidad de los organismos de seguridad, o un ambiente social favorable. Es claro que con el tiempo las tres explicaciones se confunden pues los efectos tienden a reforzarse. De todas maneras, y si se piensa en la actividad criminal organizada más notoria, el tráfico de drogas, parece más pertinente como relación de causalidad la primera de ellas. La evidencia internacional tiende a corroborar esta observación: es mas común encontrar existencia de bandas juveniles sin crimen organizado que al revés lo cual constituye un argumento a favor del primer sentido de la causalidad. En efecto, pensando en la dinámica que se dio en las capitales colombianas de la droga, Medellín y Cali, parece razonable plantear que algunos grandes capos fueron el factor inicial exógeno: el crimen organizado, que venía de otras actividades, estimuló la formación de bandas juveniles. El hecho que de las bandas de sicarios empleados por el narcotráfico surgieran luego nuevos capos se vio favorecido por el hecho que ya estuviera consolidada la actividad. En Bogotá, por ejemplo, en donde también ha habido una larga tradición de pandillas juveniles no se dio esta transición de las bandas hacia el crimen organizado.
Los ajusticiamientos
Un 7.3% de quienes respondieron la encuesta de victimización aceptan que en los últimos doce meses hubo ajusticiamientos en su localidad. Acerca de las razones que motivaron esos ajusticiamientos, el 24% se refiere a la venganza, un 15.2% a los asaltos y la delincuencia, un 37.1% al robo de dinero o joyas, el 18% a las peleas entre maras y el saldo del 6% a otros motivos.
El perfil de tales acciones de justicia privada por estratos económico es peculiar en el sentido que se observa una participación muy inferior al promedio en el quintil más bajo de ingresos (3.8%), superior en el tercer tramo (9.4%), y en los demás niveles una incidencia más o menos constante (7.7%).
Gráfica 5.5
Por otra parte, el perfil de la incidencia de los ajusticiamientos de acuerdo a la calificación de influencia de las maras es positivo y estrecho. Tal como cabe esperar en cuanto se abandona la idea de las maras como una simple manifestación de violencia impulsiva y se abre la posibilidad de concebir un papel o una instrumentalización de tales grupos. Dada la estrecha asociación ya señalada entre el crimen organizado y las maras, no sorprende encontrar también una incidencia de la justicia privada que crece con la presencia de tales grupos. A pesar de lo anterior, no puede dejar de señalarse que el efecto de las maras sobre la existencia de ajusticiamientos es más continuo y progresivo que el del crimen organizado, que parece alterar la incidencia de la justicia privada tan sólo en las localidades en donde tiene una influencia muy alta.
Gráfica 5.6
Si se analiza el efecto conjunto de estos tres elementos sobre el reporte de ajusticiamientos se obtienen resultados interesantes. El que se trate de comunidades con los ingresos más bajos reduce a la mitad la probabilidad de tal tipo de incidentes. El pasar de un sitio sin maras a otro con presencia baja incrementa la probabilidad de ajusticiamientos en un 36%. Incrementar la influencia de maras a un nivel medio o alto casi que duplica esa probabilidad, tal como lo hace la presencia alta de crimen organizado. A diferencia de la presencia de las maras, que presentaba un perfil de riesgo relativamente variado a nivel regional, los ajusticiamientos parecen ser un factor predominante en el municipio de San Pedro Sula en dónde, aún después de tener en cuenta los efectos del ingreso, de las maras y del crimen organizado, se incrementa la probabilidad de tal tipo de acción en más del 100%.
Por último, no deja de causar preocupación el hecho de que la mitad de los hogares de la encuesta, y no sólo de aquellos que reportaron ajusticiamientos, exprese una opinión favorable o muy favorable ante tales acciones, y además, que esa manifestación de aprobación de los mecanismos extremos de justicia privada sea uniforme por nivel educativo y por estrato de ingreso. En otros términos, por el lado de la demanda y aceptación de los servicios de justicia privada, el camino parecería bastante abonado para la perpetuación de la violencia.
Los homicidios según las personas cercanas a las víctimas
La encuesta de victimización realizada en San Pedro Sula (SPS) contenía un módulo especial orientado a recabar información sobre las circunstancias y los agresores de algún homicidio cercano que hubiese afectado a los hogares y cuya víctima fuera alguien que conocían personalmente. La información referente a los homicidios está basada en el reporte sobre las circunstancias y los agresores por parte de quienes respondieron positivamente a la pregunta “¿Alguna vez alguien que Ud o sus familiares conocían personalmente fue muerto violentamente o asesinado?”. En principio, no hay por qué descartar el conocimiento que manifiestan en una encuesta personas cercanas a las víctimas. Es una extensión de la filosofía básica de las encuestas de victimización. Además, parece razonable suponer que el homicidio de alguien cercano es un incidente sobre el cual, en forma independiente de la evolución del respectivo proceso penal, se acaba recogiendo un volumen importante de información. Aunque sería deseable contar sobre los homicidios con datos más confiables y precisos, por ejemplo de los procesos penales, esta alternativa es preferible a la total falta de información.
EL 94% de las víctimas de homicidio eran hombres. A pesar de que su edad promedio es superior a los 30 años, y se presentan víctimas de edad avanzada, se observa una alta proporción de jóvenes. Más de la mitad de las víctimas tenía veinticinco años o menos en el momento del homicidio y las dos terceras partes de este grupo tenían entre 17 y 22 años de edad. Una alta proporción de quienes murieron violentamente (70%) estaban sobrios en el momento del incidente, un 17% había tomado unos cuantos tragos y tan sólo el 6.5% se encontraba totalmente ebrio.
Un porcentaje no despreciable (18.7%) de las víctimas de homicidio estaban armados en el momento del incidente, y una proporción aún mayor (27.6%) había recibido amenazas de muerte antes de que los mataran. Casi una de cada cinco (19.2%) de las víctimas tenía antecedentes penales o había estado detenida alguna vez.
Más de la tercera parte de los homicidios reportados ocurrieron en el año de la encuesta, o sea el 2001. Aunque el tipo de pregunta impone cautela a la hora de interpretar los resultados como una tendencia del total de muertes violentas en SPS, ya que normalmente tienden a estar sobre representados los casos ocurridos más recientemente, se sugiere una tendencia creciente en el número de homicidios a partir de 1995, con un primer pico en el año 99, un leve descenso en el 2000 y un nuevo y marcado incremento en el último año.
Con relación al lugar del incidente, predominan (67%) los ocurridos en la vía pública –calle, carretera o camino- seguidos de los acaecidos en el ámbito doméstico (19%) y en los lugares públicos dónde se vende licor (8%). Un poco más de la mitad (51%) del total de homicidios ocurrieron por la noche, y el resto se reparten casi por igual entre la tarde (22%) y la mañana (18%). Proporciones muy similares se observan para los incidentes de la vía pública. Tanto para los homicidios ocurridos al interior de la casa como aquellos que se dieron en algún sitio público donde se expende licor, aumenta la participación de las muertes nocturnas.
La repartición de los homicidios a lo largo de la semana es cercana al 50% para los días laborables y otro tanto para los fines de semana o festivos. Esta proporción se altera para los casos ocurridos en la casa, en dónde aumenta levemente la proporción de los homicidios entre semana. Para los muertos en los bares o tabernas también hay un cambio pero en sentido inverso, ya que se incrementa la participación de los incidentes de fin de semana.
Con relación al arma utilizada para cometer el homicidio, en casi las tres cuartas partes de los casos ocurridos en la vía pública se trataba de un arma de fuego. Le siguen en importancia las armas blancas, que fueron usadas en uno de cada cinco casos. Para las muertes violentas ocurridas al interior del lugar de habitación el uso de armas de fuego sigue siendo el predominante, con más de las dos terceras partes de los casos; el de armas blancas es muy similar y aumenta en 6 puntos el uso de otros métodos. En los incidentes ocurridos en bares o tabernas aumenta considerablemente la incidencia de armas blancas.
De acuerdo con quienes respondieron la encuesta, más de la tercera parte de los homicidas (36.9%) pertenecían a alguna organización, mientras que el resto fueron considerados “ciudadanos comunes”. Entre los primeros, según los conocidos de las víctimas, cerca de las tres cuartas partes (71.3%) pertenecían a las maras, el 12.5% al crimen organizado, y el 7.5% a la delincuencia común o a los organismos de seguridad estatales. De esta manera, un poco menos de la tercera parte de los homicidios reportados habrían sido cometidos por individuos vinculados a las maras.
Dado el papel que se asigna a las maras en las explicaciones corrientes sobre la violencia en San Pedro Sula vale la pena tratar de identificar las características de los homicidios cometidos por individuos que según las partes afectadas se pueden vincular a tales grupos.
El primer punto que se puede señalar es que la violencia extrema atribuible a las maras, es un fenómeno reciente pues no se reportan homicidios anteriores a 1985 y la mayoría de los casos están concentrados en los últimos años. Se observa una tendencia similar a la de la violencia que no se origina en tales grupos. Ni siquiera se percibe de manera clara una tendencia creciente de la participación de las maras en las muertes violentas reportadas. Al igual que los niveles globales, la violencia que los afectados atribuyen a los mareros muestra un pico en el año 99 seguido de un descenso en el 2000 y un repunte en el año 2001.
El lugar típico del homicidio no cambia de manera sustancial para aquellos atribuidos a los maras. De manera un tanto sorprendente, aumenta la proporción de los cometidos en el lugar de habitación (22.8% contra 17.2% en los casos desvinculados de las maras). En cuanto al momento del incidente, sube en más de 10 puntos el porcentaje de homicidios cometidos por la noche, reduciéndose la participación de los ocurridos en horas de la mañana. La repartición de las muertes durante la semana no se altera de manera significativa. Por el contrario, la distribución por edades de las víctimas se concentra aún más en la población joven. Mientras que para los homicidios atribuibles a los mareros la edad promedio de las víctimas es de 27 años, cuando no se reconoce el vínculo con esos grupos, la cifra sube a 31 años.
No aparece una diferencia importante en cuanto al estado de embriaguez de las víctimas. Por otra parte, la proporción de víctimas que se encontraban armadas es muy inferior en los casos vinculados a las maras (5.3% contra 23.6%). También se observa una diferencia, aunque más leve, en el porcentaje de víctimas previamente amenazadas de muerte, que es mayor en los casos con vínculos con las maras (31.6% contra 26.1%). No se percibe una diferencia sustancial en cuanto al arma utilizada para el homicidio: la proporción de casos con arma de fuego es levemente superior en aquellos cometidos por personas vinculadas a las maras (73.7% contra 70.7%).
La percepción de los afectados sobre el grado de responsabilidad individual en los incidentes o, en otros términos, la posibilidad de una separación entre los autores materiales e intelectuales del homicidio, se altera para los casos en que se señalan vínculos con las maras y, en particular, con el crimen organizado. Para el total de los homicidios de la muestra, en un poco más de las dos terceras partes, los afectados manifestaron que el homicida había actuado por su cuenta, en 14.5% de los casos sugirieron que el autor material “había sido contratado por alguien o cumplía órdenes de un superior” y un 17.8% de las veces aceptaron no tener una idea clara sobre la autoría intelectual del incidente. El escenario de un autor intelectual que ordena o contrata a quien ejecuta el homicidio es raro en aquellos casos en los que se califica al autor como un “ciudadano común”, sin nexos con organizaciones. Cuando se vincula al autor material con las maras la proporción de casos en los que se considera que el autor intelectual ordenó o contrató el homicidio aumenta al 25%. Para los casos que se consideran relacionados con el crimen organizado tal cifra alcanza el 38%.
Gráfica 5.7
Es interesante observar cómo para todos aquellos casos en los cuales se vincula al homicida con los organismos de seguridad estatales (6 de los 214 homicidios de la muestra) se considera que el autor material actuó por su propia cuenta. Aunque se trata de un número de casos poco representativo, lo que esta cifra sugiere en términos de la percepción de los afectados por la violencia oficial es que la consideran un asunto ajeno a la responsabilidad institucional.
Tan sólo en uno de cada cuatro de los casos en los cuales se sugiere la posibilidad de un autor intelectual que ordenara o contratara el homicidio se tiene algún conocimiento acerca de esa persona.
El otro aspecto en el cual aparece una diferencia sustancial entre los homicidios vinculados a las maras y los demás es en el número de agresores. Mientras que en el primer caso, en más de las tres cuartas partes de los casos (77%) “el homicida estaba en grupo con otras personas”, en los incidentes que no se relacionan con las maras tal proporción se reduce al 47.9%. Otra peculiaridad de los homicidios mareros es que se da una mayor proporción de casos (12.3% contra 5.7%) en los cuales había tanto hombres como mujeres entre los agresores.
Mientras que la proporción de homicidios cometidos bajo los efectos del alcohol es muy similar entre los homicidios mareros y el resto (29%), el porcentaje de homicidas que, según los afectados, estaban drogados es sustancialmente mayor entre los mareros (50.9% contra 15.9%).
El porcentaje de homicidios cometidos por jóvenes (entre 15 y 21 años) es superior entre los casos atribuidos a las maras, en donde se alcanza un poco menos de las tres cuartas partes (73%) contra un caso en cinco para los demás homicidios.
En casi la totalidad de los casos (95%) las personas afectadas por un homicidio manifestaron tener una idea acerca de las razones por las que mataron a la persona. Predomina como causal de la muerte violenta, con cerca de la tercera parte de los casos (31%) el robo o asalto, seguido por la “riña, pelea o discusión de tragos” que se señala como razón en uno de cada cinco de los homicidios. Con un nada despreciable porcentaje del 15% se hace alusión a la venganza. Si a esas cifras se suman las referencias a los “ajustes de cuentas” (7%) y a los “ajusticiamientos” (1%) se llega a que cerca de una cuarta parte de las muertes violentas se originaron en alguna variante de lo que se podrían denominar mecanismos de justicia privada.
Gráfica 5.8
Si se agrupan estas diversas razones en cuatro grandes categorías –delincuencia [55], justicia privada [56], intolerancia [57] y otros se tendría que los homicidios se dividen casi por terceras partes entre los problemas de delincuencia, la intolerancia, y la justicia privada y otros.
Un aspecto que vale la pena destacar de esta descomposición de las muertes violentas de acuerdo con sus causales es que una buena tajada de los homicidios, casi la cuarta parte, parecen relativamente alejados del diagnóstico corrientes sobre la violencia en Honduras. Se trata de aquellos que se originan en los mecanismos de justicia privada, y que por lo tanto se pueden considerar atribuibles a las deficiencias del sistema penal de justicia. Y no se trata aquí de las eventuales fallas en el efecto disuasión que puedan estar influenciando a los distintos tipos de agresores. Se trata concretamente de aquellos casos en los cuales, probablemente por deficiencias en los mecanismos de aplicación de las penas previstas en la legislación, se termina recurriendo a instancias de justicia privada. No parece demasiado arriesgado argumentar que cuando, en opinión de los afectados por alguna muerte violenta, se menciona como razón para que ocurriese esa muerte una venganza, o un ajuste de cuentas, o un “ajusticiamiento”, se está haciendo referencia a una indeseable sustitución de tareas que en principio debían ser responsabilidad exclusiva de las autoridades estatales.
La existencia de mecanismos de justicia privada como explicación de una proporción no despreciable de los homicidios, y su desafortunada ausencia de las principales teorías sobre la violencia en Honduras cobra mayor relevancia cuando se identifican en la muestra ciertos incidentes, como aquellos en los cuales se identificó un vínculo con las maras, o aquellos que los afectados consideran fueron cometidos por encargo. En primer lugar, la composición de los homicidios cometidos por mareros hace ver aún más notoria la falta de mención de las instancias de justicia privada en el diagnóstico corriente. En general, y salvo en ciertas interpretaciones ofrecidas por los organismos de seguridad, para la explicación de la existencia de maras en Honduras se hace énfasis en problemas como la falta de oportunidades, o las deficiencias en el sistema educativo, o los antecedentes familiares que, en principio, conducen a una violencia impulsiva o a manifestaciones de delincuencia común. Rara vez se ha descrito un escenario en el cual la violencia ejercida por las maras tenga otros objetivos, como por ejemplo el suministro de servicios de justicia privada. Los datos disponibles en la muestra de homicidios sugieren que esta puede ser una de las funciones ejercidas por las maras que aparecen así no sólo como simples manifestaciones de intolerancia o de pequeña delincuencia sino como un actor susceptible de ser instrumentalizado.
En efecto, mientras que para la muestra total solamente el 23% de las muertes violentas tienen que ver con mecanismos de justicia privada, para aquellas cuyo responsable, según los hogares cercanos a las víctimas, tiene vinculación con las maras, tal porcentaje sube al 30%. En los casos con nexos con el crimen organizado la proporción alcanza el 40%. Por otra parte, en aquellos homicidios que según los afectados fueron cometidos por encargo, o sea que el autor material actuaba por contrato o bajo las órdenes de otro, la proporción es aún mayor (45%). En los pocos casos disponibles en la muestra en los que se da la doble condición de haber sido cometidos por encargo y que existan nexos con las maras, la aplicación de mecanismos de justicia privada se torna la razón predominante, con cerca del 70% de los casos. Por el contrario, en aquellos incidentes que son ajenos tanto a las maras, como al crimen organizado, como a la muerte por encargo, la proporción de casos asimilables a acciones de justicia privada se reduce al 19%.
Uno de los aspectos más pertinentes para el diagnóstico de la violencia y la formulación de medidas de prevención y control, y paradójicamente uno de los más ignorados por las teorías disponibles, es el de la posibilidad de reincidencia de los homicidas. En cierta medida, es la dimensión que permite distinguir la violencia impulsiva, ocasional, o accidental, de la instrumental, sistemática o profesional. Aunque, en principio, la información sobre reincidencia se debería tomar de los registros judiciales o de policía, en sociedades en dónde el desempeño de la justicia penal es débil, y un alto porcentaje de los homicidios quedan sin resolver, se hace necesario recurrir a otras fuentes. Como ya se señaló, en la encuesta de victimización se hicieron varias preguntas sobre el conocimiento que las personas cercanas a las víctimas tenían sobre las circunstancias, y los agresores, del homicidio que los afectó. Una de estas preguntas permite aproximarse a la cuestión de la reincidencia [58].
Para la muestra total de homicidios, en un poco más del 60% de los casos las afectadas manifestaron tener conocimiento sobre ataques mortales anteriores cometidos por los agresores. A su vez, entre estos casos, se señaló una proporción de homicidas reincidentes del 43.2%. Alrededor de esta fracción se dan sin embargo diferencias sustanciales en la reincidencia, dependiendo de si se reporta que el homicida pertenece o no a alguna organización. Así, entre los homicidas que se consideran vinculados al crimen organizado o a las maras, el porcentaje de reincidentes es muy superior, casi tres veces mayor al que se observa entre los agresores ajenos a estas organizaciones.
Cuando, dentro del conjunto de agresores sobre los cuales los afectados manifestaron conocimiento sobre ataques mortales anteriores, se analizan los factores que ayudan a discriminar los homicidas reincidentes se observa que elementos como la vinculación con las maras, o con el crimen organizado, o como el actuar sólo o en grupo, contribuyen a la explicación. De hecho, el pertenecer a las maras multiplica por 4.5 la probabilidad de que el homicida en cuestión sea reincidente, mientras que la cifra respectiva para el crimen organizado es de 3.5. Por otra parte, la circunstancia que el homicida haya actuado sólo reduce en un 50% esa probabilidad.
Puesto que la vinculación del homicida con las maras, y sobre todo con el crimen organizado es algo que en principio sólo puede saberse una vez se ha aclarado el homicidio, un ejercicio que resulta de interés tiene que ver con la capacidad de algunas características del incidente para predecir si se trata de un ataque cometido por un homicida reincidente. En otros términos, parece útil saber cual es la información que se puede recoger en la escena del crimen, o con unos cuantos testimonios, que resulta más pertinente para hacer inferencias acerca de los agresores, y en particular sobre su nivel de reincidencia. Este ejercicio arroja los siguientes resultados [59]. Afectan negativamente la probabilidad de que se trate de un homicida reincidente:
· el hecho que se trate de una agresor que actuara sólo y no en grupo que reduce la probabilidad en un 70%
· que el homicidio se haya cometido en horas de la tarde o de la noche reduce la probabilidad en un 67%
· que el lugar del homicidio haya sido un sitio privado –la casa, el lugar de trabajo o la escuela- que también disminuye la probabilidad en un 67%
A su vez, afectan positivamente la probabilidad de que se trate de un homicida reincidente
· que el agresor estuviese tomado en el momento del homicidio que triplica la probabilidad de que se trate de una reincidencia
· que la víctima hubiese recibido amenazas de muerte antes del incidente que multiplica la probabilidad por un factor de 2.6.
· que se trate de un agresor joven –entre 15 y 21 años- lo cual multiplica la probabilidad por 2.5.
Es bastante peculiar este último resultado: si el agresor es joven aumenta la probabilidad de que se trate de una reincidencia. En principio, se esperaría que los homicidas mayores hayan tenido un período más largo de oportunidades para cometer ataques mortales. Esta aparente contradicción se aclara cuando se observa que la variable sobre la edad del homicida está correlacionada, como se anotó antes, con la afiliación a las maras. Mientras para el total de los casos de la muestra tan sólo una tercera parte de los agresores eran personas jóvenes, entre aquellos homicidas que se señalaron vinculados a las maras tal proporción aumenta a las dos terceras partes. En el otro sentido, mientras que sólo uno de cada cuatro de los homicidas fue calificado de joven, entre aquellos vinculados a las maras la proporción sube a más del 50%.
Como ya se señaló, el hecho de que se vincule al agresor con las maras, o con el crimen organizado, muestra un alto poder para discriminar si se trata de un homicida reincidente. A pesar de lo anterior, parecía conveniente no incluir esta variable –que se podría considerar un dato disponible sólo después de aclarar el homicidio- dentro de la información que, tomada en la escena del crimen o con base en unos cuantos testimonios, permitiría hacer algunas inferencias de interés sobre el agresor. Con todo, en el ejercicio realizado parece estar filtrándose en la explicación, a través de la edad del agresor, el efecto de las maras.
A diferencia del vínculo con el crimen organizado, sobre el cual es difícil disponer de señales distintivas, el nexo con las maras si es un elemento que, dadas las características de apariencia exterior de sus miembros, puede considerarse como una pieza de información susceptible de ser suministrada por cualquier testigo del hecho. Por estas dos razones –la estrecha asociación entre la edad del agresor y el lazo con las maras y la posibilidad de detectar ese vínculo por señales externas o símbolos fácilmente identificables- se puede estimar de nuevo la ecuación para discriminar los homicidas reincidentes, incluyendo dentro de las variables explicativas el nexo del agresor con las maras. Los resultados de este nuevo ejercicio tienden a corroborar los efectos ya comentados. Con una excepción, se conservan las magnitudes y la significancia estadística de los coeficientes estimados [60]. Con relación al efecto del vínculo del homicida con las maras sobre la posibilidad de que se trate de un homicida reincidente se confirma su considerable magnitud, ya que la multiplica por más de cuatro.
Vale la pena destacar cuales son los elementos, dentro del conjunto de variables disponibles, que no contribuyen a discriminar si se trata de un homicidio cometido por un agresor reincidente. En primer lugar el momento de la semana –día laborable o festivo- no aporta a la explicación, como tampoco lo hace el que la víctima estuviera armada, o que tuviera antecedentes penales
Como ya se dijo, el fenómeno de los homicidas reincidentes fue identificado en uno de cada cuatro de los casos de la muestra, y en un 43% de los homicidios en los cuales se tenía información sobre los antecedentes del agresor. Estas cifras, por sí solas preocupantes, lo son aún más cuando se analizan aquellos casos en los cuales los afectados no sólo señalaron que el homicida ya había matado a otros sino que suministraron información sobre el número de personas muertas anteriormente por el agresor en cuestión. A pesar del número relativamente reducido de casos en los cuales se dispone de esta información (34 de 214) se alcanza a tener una idea de la distribución de las acciones anteriores de los reincidentes, y esta distribución no puede calificarse sino de espeluznante. En efecto, tanto la moda como la mediana de esta variable se encuentran en tres muertes anteriores al homicidio reportado en la encuesta y alcanza a casi la tercera parte de los casos sobre los que se tiene información. En el 20% de estos casos se tienen dos muertes anteriores, en el 15% cuatro homicidios previos y para el 15% más activo de los agresores se tiene una impresionante cifra de siete o más muertos a sus espaldas. El promedio de esta variable es de cuatro muertes violentas [61] previas al homicidio que se reporta en la encuesta y no parece depender mucho de los vínculos con grupos como las maras o el crimen organizado.
Gráfica 5.9
Es realmente difícil, cuando se trata de sugerir medidas de política orientadas a tener un impacto perceptible sobre la violencia homicida, ignorar esta cifra tan protuberante, de acuerdo con la cual de un homicida reincidente cabe esperar que haya sido responsable tres o cuatro o hasta ocho muertes con anterioridad. Eso sin contar la alta probabilidad de un “ajusticiamiento” de ese mismo agresor como respuesta de alguna de sus, se sabe, múltiples víctimas. Resulta inoportuno como sugerencia de política proponer que la manera de impedir nuevos ataques por parte de esos agresores activos y reincidentes sea corrigiendo cuestiones pasadas como la educación, o las condiciones de vida, o matizando los efectos de la globalización, ignorando que la detención de uno cualquiera de estos homicidas implica un ahorro esperado de cuatro muertes violentas. Es claro que en este caso no se trata solamente de educar o disuadir al agresor, algo que se sabe que ya falló, sino simplemente de aislarlo del resto de la comunidad, de incapacitarlo [62], para que no pueda seguir atentando contra la vida de nuevas víctimas. Se trata, además, y como se discute en detalle más adelante, de impedir que las víctimas acudan a mecanismos alternativos de justicia privada, o de venganza.
Una lectura alternativa que se le puede dar al ejercicio que se presentó en la sección anterior, y que es probablemente más sugestiva en términos del diagnóstico de la violencia, y de evaluación de políticas preventivas, es considerar el complemento de la variable reincidencia. En los casos en que no se trata, de acuerdo con los afectados que manifiestan tener información sobre los antecedentes del agresor, de un homicida que “había matado a otras personas” se puede suponer que se trata del primer homicidio cometido por el agresor en cuestión.
De esta manera se pueden analizar los factores que permitan caracterizar el primer homicidio que comete un agresor. Es indispensable recordar que la encuesta disponible no es una de auto reporte respondida por los homicidas y que por lo tanto existe un margen de duda en las percepciones de los afectados sobre los antecedentes del agresor. El supuesto, que parece razonable, es que si los afectados respondieron negativamente a la pregunta sobre si el homicida “ya había matado a otras personas”, en lugar de “no sabe/no responde” es porque disponían de la información relevante, y que la respuesta negativa a esa pregunta se puede asimilar una opinión a favor de la idea que se trataba del primer homicidio.
El punto que más se debe destacar de este ejercicio es el del coeficiente negativo de la variable sobre el estado de ebriedad del homicida [63]. En cierta manera desafiando la idea generalizada de que el alcohol induce a la violencia, de acuerdo con este coeficiente el hecho de que el homicida esté embriagado disminuye, en cerca de un 70%, la probabilidad de que ese sea su primer homicidio. El estar bajo los efectos del alcohol aparece más como una característica de los homicidas reincidentes que como un rasgo distintivo de quienes dan por primera vez el paso de matar a alguien. Así, y aunque esta sea una evidencia muy tenue, los datos de la encuesta sugieren que es más plausible como escenario que los homicidas se embriagan porque van a matar que proponer que matan porque tomaron. En síntesis, y de acuerdo con los datos disponibles en esta muestra de homicidios, la caricatura más factible para el primer homicidio que se comete [64] sería la de una acción (i) que emprende alguien sin vínculos con las maras –dado un homicidio, el que su autor pertenezca a las maras disminuye en un 80% la probabilidad de que sea el primero-; (ii) que se ejecuta en la tarde o por la noche; (iii) en la cual el actor no está tomado; (iv) antes de la cual no ha habido amenazas de muerte a la víctima y (v) que se comete estando sólo y no en grupo.
Con la información disponible sobre las causas del homicidio, vale la pena tratar de identificar cual es, por decirlo de alguna manera, la puerta de entrada más factible al mundo de los homicidas. Para esto, se puede realizar el siguiente ejercicio: a partir de los factores ya analizados que ayudan a discriminar aquellos casos en los cuales se trataba, en opinión de los afectados, del primer homicidio cometido por el agresor, se adicionan a la ecuación las posibles razones señaladas para que ocurriera el incidente. Sobre los resultados de este ejercicio se pueden hacer algunos comentarios.
El primero es que las causales que aumentan la probabilidad de que, dado un ataque mortal, este sea el primero que comete el agresor son, en orden de magnitud del efecto, la venganza, el ajuste de cuentas, y el robo o asalto. La venganza aparece también, dentro del conjunto de causales, como aquella cuyo efecto estadístico es más significativo. Se puede señalar que la “riña, pelea o discusión de tragos” no muestra un efecto estadísticamente significativo sobre la variable dependiente.
Estos resultados van en contra vía de explicaciones bastante difundidas, no sólo en Honduras sino en toda América Latina, de acuerdo con las cuales el principal camino que lleva a la violencia homicida son los problemas de intolerancia entre los ciudadanos, que se agravan bajo el efecto del alcohol. Lo más paradójico es que la importancia de este tipo de explicación parece ser directamente proporcional a los niveles de violencia tornándose predominante en aquellas ciudades o países con gran influencia de crimen organizado, o con situaciones explosivas de conflicto armado, como Colombia, o El Salvador. “(En Colombia) la mayoría de los homicidios (cerca del 80%) hacen parte de una violencia cotidiana entre ciudadanos, no directamente relacionada con organizaciones criminales" [65]. Consecuentemente, se proponen medidas supuestamente preventivas como el control de los horarios nocturnos y las restricciones a la venta de alcohol.
Lo que sugieren los datos de la muestra de homicidios tomada en SPS es una historia no sólo distinta a la de la intolerancia, sino en buena medida ajena al escenario implícito en los diagnósticos más corrientes sobre la violencia en Honduras. Por un lado, y como ya se señaló, la embriaguez aparece como una característica de los homicidas reincidentes, no de quienes están iniciando su carrera de homicidas. Por otra parte, las riñas, las peleas y las discusiones de tragos no parecen mostrar la capacidad de inducción a la violencia que implícitamente se les atribuye en las explicaciones. Resulta claro que un homicida con tragos es un factor de alto riesgo, pero el principal problema no son los tragos, sino el homicida, que con alta probabilidad reincide en su conducta cuando bebe. O peor aún, que bebe cuando va a reincidir.
El punto más destacable del ejercicio anterior lo constituye la importancia de la venganza como, ahora sí, factor inductor a la violencia homicida. La magnitud del coeficiente estimado indica que, para un homicidio cualquiera, el que se trate de una retaliación –que con tranquilidad puede interpretarse como la respuesta privada a un ataque previo no resuelto oportuna y satisfactoriamente por la justicia oficial- multiplica por más de cinco la probabilidad de que se trate del primer paso en una carrera criminal. Precisamente el paso que sería de la mayor importancia prevenir.
En este contexto, una pregunta inevitable es la de cómo se puede prevenir una venganza. Aunque es copiosa la evidencia de que se pueden, desde la educación más temprana, inculcar en los jóvenes hábitos civilizados y no violentos de solución de conflictos, que de hecho hacen parte de la socialización que se da en la actualidad en la mayor parte de las democracias, no se puede dejar de señalar que este logro se dio en forma paralela, e incluso posterior, a la consolidación y legitimación del monopolio de la coerción en cabeza de los estados nacionales. El control de la venganza privada y el monopolio de la violencia en cabeza del Estado ya estaba consolidado en Inglaterra hacia el siglo XIII. El proceso de civilización de las costumbres descrito por Norbert Elías puede considerarse posterior.
En caso de ataques graves, numerosos en una comunidad con altos índices de violencia como SPS, la oportuna actuación de la justicia, en forma totalmente independiente de la opinión que se tenga sobre su capacidad de disuasión, es inseparable de la función preventiva. La justicia penal estatal, esos son sus orígenes, es ante todo un mecanismo para prevenir las interminables cadenas de venganzas privadas que, como muestran los datos, pueden ser la puerta de entrada al mundo de los homicidas. Vale la pena traer a colación una historia que encaja bien en este escenario de inducción a la violencia por efecto de la venganza. Y es el caso referido de Wendy, que fue violada colectivamente por unos mareros y luego ofrecida a los jóvenes del barrio por una tarifa.
En forma independiente de las razones que llevaron a los integrantes de la mara a esta acción, el punto que vale la pena abordar es cual será el escenario más probable para la reacción de los familiares de Wendy. No parece aventurado argumentar que de este caso se derivarán, con alta probabilidad, y por venganza, un número de muertes violentas probablemente igual al número de mareros que participaron en el ataque, que a su vez también serán vengados posteriormente. Con algo de confianza, se puede considerar que los antecedentes económicos, sociales, laborales, familiares o escolares de los familiares de la víctima jugarán un papel limitado en sus eventuales reacciones, que dependerán antes que nada de la respuesta estatal ante la agresión. No es razonable esperar de cualquier buen ciudadano que, ante una ataque como el descrito, actúe como si éste no hubiese ocurrido. En casos como el anterior resulta clara la confusión de quienes consideran la actuación de la justicia como un mero mecanismo de represión cuando, de hecho, constituye la única medida razonable de prevención de ciertas muertes violentas.
Más de la mitad de los homicidios (55%) fueron puestos en conocimiento de las autoridades mediante una denuncia formal. En la mitad de las denuncias puestas, los afectados identificaron en la denuncia a los posibles autores del homicidio.
La decisión de denunciar parece verse afectada por la naturaleza del incidente. Se destacan por la alta proporción de denuncias los pocos casos de la muestra asociados con la represión oficial. De los ocho casos reportados seis llegaron a conocimiento de las autoridades. También se observa una alta proporción de denuncias (cercana al 60%) en los casos de riñas, de venganzas y de robo o asalto. La fracción de homicidios puestos en conocimiento de las autoridades se reduce sustancialmente para los casos asociados con los enfrentamientos entre maras y para los ajustes de cuentas.
Casi ninguna de las variables disponibles en la muestra sobre las características del incidente parecen alterar de manera significativa la decisión de ponerlo en conocimiento de las autoridades. En contra de lo que con frecuencia se menciona como un factor de reticencia para denunciar los ataques criminales, que el agresor sea joven, la proporción de denuncias en ese caso es poco diferente, aunque ligeramente inferior.
La vinculación del agresor con las maras disminuye en cerca de 10 puntos porcentuales la fracción de casos denunciados. Sorprendentemente, la identificación de nexos con el crimen organizado no parece afectar esa decisión. Uno de los pocos elementos que parece afectar la decisión de acudir a las autoridades para reportar un homicidio es que la víctima tuviera antecedentes penales o hubiera estado preso. La otra variable que muestra tener un efecto perceptible sobre la decisión de denunciar es el año en que fue cometido el homicidio. De hecho, aparece una tendencia que se puede considerar preocupante y es que con el paso del tiempo se ha dado una reducción perceptible en la propensión de los afectados a denunciar los homicidios.
Gráfica 5.10
Mientras que la totalidad de los homicidios cometidos en la década del setenta fueron denunciados, para los sucedidos en los ochenta la proporción ya era del 70%, y a lo largo de los noventa parecería haber persistido la tendencia decreciente.
Dentro de las razones aducidas para no haber denunciado el homicidio, se destaca el “temor a las represalias” con más de la tercera parte (35%) de los casos no reportados a las autoridades, seguida de la percepción de que la Policía no mostraría interés en el caso y de la “falta de pruebas”, ambas con una participación del 15%.
Las encuestas de auto-reporte
En esta sección se resumen los principales resultados de las encuestas de auto reporte de trasgresiones en dos muestras de jóvenes entre 13 y 19 años aplicadas en dos regiones de Honduras, de manera independiente, a finales del año 2002. La primera se aplicó en los distintos municipios de la Zona Metropolitana del Valle del Sula (ZMVS) y la segunda en las ciudades de Tegucigalpa y Choluteca [66] .
Los datos de distintas encuestas de victimización sugieren que si bien, como parece lógico, los índices de criminalidad, la presencia de maras y las tasas de homicidio contribuyen a la sensación de inseguridad reportada por los ciudadanos estos no son los únicos determinantes. Parecería haber factores adicionales –cuestiones como el consumo de sustancias, la invasión o los ataques a los espacios públicos, el ruido etc ..- que se podrían agrupar bajo el término de infracciones, o incivilidades, y que contribuyen a la sensación de inseguridad en una localidad. Si, por otra parte, se tiene en cuenta que estos incidentes que alteran la sensación de seguridad y tranquilidad de los ciudadanos pueden, desde la perspectiva de algunos trasgresores, ser considerados como los pasos iniciales para la adopción posterior de conductas progresivamente más graves parece razonable investigarlas y analizarlas. Esta es una de las principales justificaciones para las encuestas de auto-reporte en forma complementaria a las de victimización: la mayor parte de las conductas llamadas aquí infracciones no aparecen ni en los registros oficiales de los organismos de seguridad ni en las encuestas de victimización.
Tal vez la principal dificultad de un proyecto de esta naturaleza en sociedades que, como Honduras, presentan altos índices de abandono escolar, es la garantizar de manera simultánea dos objetivos: la aleatoriedad de la muestra –sobre todo entre los jóvenes no escolarizados- y la privacidad y el anonimato de quienes responden la encuesta. En la mayor parte de los países en dónde se han hecho ejercicios de auto reporte entre jóvenes, estos se captan dentro, o a través, del sistema educativo. Entre los estudiantes, es relativamente fácil lograr, como se hizo en estas encuestas, tanto representatividad como anonimato: los colegios y los alumnos se escogen al azar y allí mismo en los planteles se auto administra el formulario, sin que los jóvenes puedan temer ser identificados por los responsables de las encuestas. Para el universo de los no escolarizados, por el contrario, dada su heterogeneidad –unos permanecen en sus hogares, otros trabajan, otros pertenecen a pandillas con algún tipo de contacto institucional, otros están evadiendo a las autoridades- es prácticamente imposible poder obtener una muestra totalmente aleatoria. El procedimiento tradicional de selección de las encuestas de hogares –una muestra geográfica de las viviendas- atenta contra el anonimato. Por el contrario, la capacidad de encontrarlos en grupos para que, de manera privada e incógnita, respondan un formulario puede implicar sesgos de selección, dado que los responsables de realizar las encuestas deben acceder a los jóvenes a través de ciertas instituciones que los conozcan y que les inspiren confianza.
Es probable que estos problemas –en la actualidad difíciles de resolver- para determinar una muestra verdaderamente aleatoria de jóvenes no escolarizados ayuden a explicar uno de los resultados más sorprendentes del ejercicio y es el de un reporte de conductas sistemáticamente más bajo en la ZMVS, e incluso en San Pedro Sula, que en la de Tegucigalpa y Choluteca. Otra circunstancia que puede dar cuenta parcial de este resultado es la coyuntura particularmente crítica para los jóvenes infractores y pandilleros de la ZMVS en el momento que se realizó la encuesta.
Infractores y delincuentes
La primera gran hipótesis sugerida por la literatura que vale la pena contrastar con los datos de las encuestas realizadas, es aquella que plantea la noción de una progresión, y un escalamiento en la adopción de conductas problemáticas. De acuerdo con esta idea, los desafíos tempranos a la autoridad familiar o escolar, los pequeños robos, las agresiones leves o el vandalismo antecederían a los ataques y agresiones más graves por parte de los jóvenes. Los términos infracción y delito utilizados en esta sección no necesariamente coinciden con su definición legal. Se usa la denominación infracción para las conductas leves o menos graves. Por el contrario, los ataques más serios o graves, también de manera poco convencional, y para evitar innovaciones en el lenguaje, se denominan delitos. Se considera infracción el reporte de cualquiera de los siguientes comportamientos: desafío a la autoridad leve (haber faltado a clase sin disculpa, haberse ido una noche de casa o haberse enfrentado a las autoridades escolares), atentado leve contra la propiedad (robar algo de un almacén, comprar cosas robadas), agresión leve (amenazas, participación en riñas, agresión a algún extraño o a algún familiar) y cualquier forma de vandalismo (graffiti, destrucción de propiedad pública o privada). Como conductas graves, o delitos, se definen el resto de los ataques a la propiedad, el resto de las agresiones y la venta de droga.
En términos generales, los resultados de la encuesta tienden a corroborar la idea de una progresividad en materia de infracciones. Por una parte, un poco menos de la cuarta parte (23.1%) de quienes en algún momento se han visto envueltos en una infracción también reportan haber cometido un ataque grave. Entre quienes no han cometido atentados leves tal porcentaje se reduce al 1.5%. Visto en el otro sentido, el 88.2% de quienes aceptan haber cometido un delito también manifiestan ser responsables de una infracción; entre quienes no han cometido delitos la proporción de infractores se reduce al 27%. Este patrón de una mucho más alta proporción de delitos reportados entre quienes han cometido infracciones se observa para las distintas categorías de comportamiento.
Aunque se podría argumentar que la causalidad entre las infracciones y los delitos es de doble vía, y que quienes delinquen no tienen mayores obstáculos para ser también infractores, un dato adicional de la encuesta permite plantear que las infracciones preceden en la mayoría de los casos a los comportamientos más graves. En efecto, si se compara la edad de la primera vez que se incurrió en una infracción con la de la primera vez que se cometió un delito se observa que tan sólo para el 16% de quienes reportan tales datos la comisión de un delito se dio antes de la de una infracción. En un 20% de los casos las edades en años de una y otra no difieren y en casi las dos terceras partes de los casos (64%) las infracciones anteceden a los delitos. En promedio, se observa que transcurre cerca de un año y medio entre el momento de la primera infracción y el del primer delito grave.
De esta manera, un buen elemento para predecir la comisión de delitos por parte de un joven son las infracciones en que incurrió él mismo antes. El ser responsable de cualquier tipo de contravención leve multiplica por más de 20 (veinte) la probabilidad de cometer un delito, y ese factor explica por sí solo más de la quinta parte de las variaciones en la comisión de delitos.
El haber cometido una infracción o un ataque grave en cualquiera de las categorías de comportamiento consideradas en la encuesta está positivamente asociado con la comisión de una infracción o delito en las demás categorías. Además, esta correlación es mayor entre las conductas graves que entre las leves. En otros términos, parecería que ni los infractores ni los delincuentes tienden a especializarse y que los segundos son aún más diversificados que los primeros.
El impacto de las infracciones, y de su variedad, sobre el reporte de delitos es tan importante que si, por ejemplo, se utiliza el simple artificio de sumar las categorías de comportamientos dentro de los cuales se reportan infracciones se llega casi a predecir la comisión de delitos. Mientras que entre quienes no mencionan ninguna infracción la proporción de delincuentes –jóvenes que reportan la comisión de algún ataque grave- es apenas del 1.5%, entre quienes han cometido al menos una infracción en cualquiera de las categorías consideradas tal porcentaje sube al 7.4%. Para dos categorías de infracciones se llega al 23.6%, para tres al 43% y entre quienes han cometido infracciones en todas las categorías la proporción alcanza el 86%. Así, lo que sugieren estos datos es que una buena vacuna contra la delincuencia la constituye no haber cometido ninguna infracción.
Planteando, de manera en extremo sencilla, que la comisión de un delito grave es una función del historial de infracciones, del género del joven, y del estar o no escolarizado se explica cerca del 40% de las variaciones en el reporte de comportamientos graves. En promedio, cada categoría adicional en la cual se han cometido infracciones multiplica por cerca de cuatro la probabilidad de que se reporte la comisión de un delito. El hecho de ser hombre multiplica por un poco más de dos dicha probabilidad y el estar vinculado al sistema escolar la reduce en un 33%.
La misma formulación se adecua razonablemente bien para explicar los delitos al interior de las distintas categorías de comportamientos consideradas. Tanto para el desafío a la autoridad, como para los ataques contra la propiedad, como para las agresiones, el reporte de conductas graves se explica por el número de infracciones en la misma categoría, el género y la vinculación al sistema educativo.
Si se tienen en cuenta los efectos “cruzados” entre categorías de comportamientos se observa (i) que los antecedentes de infracciones en cada categoría son los que mejor explican la aparición de comportamientos graves en esa misma categoría; (ii) que el mayor impacto de las infracciones sobre los delitos dentro de una misma categoría se da para los ataques a la propiedad –las primeras multiplican por más de cinco la probabilidad de los segundos- ; (iii) que el mayor efecto cruzado se obtiene para las agresiones; (iv) que el efecto más importante y significativo del género se observa para las agresiones, seguidas de los desafíos a la autoridad y de los ataques a la propiedad, cuando ya no aparecen diferencias significativas por género y (v) que el efecto de la escolaridad es muy similar en las tres categorías de comportamientos: el hecho de estudiar reduce en cerca de un 40% la probabilidad de reporte de delitos.
El tercer resultado tiende a corroborar lo sugerido por la literatura [67] en el sentido que de los diferentes caminos o senderos hacia la delincuencia el que presenta una mayor tendencia a la diversificación es el de las agresiones.
Teniendo en cuenta estos ejercicios preliminares, en donde se destaca la importancia de los antecedentes de infracciones sobre la posibilidad de comportamientos delictivos vale la pena analizar de manera separada los factores que ayudan a explicar que un joven se convierta en un infractor en cada una de las categorías de conductas consideradas. Este paso puede considerarse un primer nivel de riesgo de la delincuencia juvenil. Posteriormente se puede, también para cada categoría y dentro del grupo de infractores, estudiar cuales son los elementos que impulsan el paso hacia las conductas más serias.
El procedimiento adoptado para el análisis de los elementos que conducen a la delincuencia juvenil consiste en determinar, para las distintas categorías de comportamiento (i) aquellos factores que ayudan a discriminar a los jóvenes que no han cometido ninguna infracción –ni ningún delito- de aquellos que han cometido una o varias infracciones en la categoría considerada (Paso 1 del Diagrama 9) y (ii) los factores que, entre los jóvenes que cometieron infracciones, permiten caracterizar a aquellos que dieron el paso hacia los delitos (Paso 2 del Diagrama 9). No se utilizaron para el análisis aquellos casos, por lo general escasos, de jóvenes que reportan la comisión de delitos mas no de infracciones. Aunque la manera deseable de realizar este análisis sería mediante el seguimiento de la misma cohorte de jóvenes que primero presentan conductas poco graves y luego delinquen, la encuesta disponible hace necesario adoptar como supuesto que el corte transversal de las características de los jóvenes representa adecuadamente la evolución en el tiempo de esas características. Por otra parte, teniendo en cuenta el hecho que el reporte de infracciones o delitos en cualquier categoría hace altamente probable el reporte de conductas leves y graves en las demás categorías cabe esperar problemas tanto de simultaneidad como de multicolinearidad en la estimación. Para facilitar el análisis y la presentación de los resultados, se ignorará el efecto de las conductas de otras categorías y la estimación con procedimientos adecuados para el problema de simultaneidad.
Diagrama 9
Para la especificación y estimación de lo que se puede denominar la ecuación básica de las conductas leves en cada categoría se adoptaron los siguientes criterios de inclusión de variables (i) que la asociación entre cada elemento explicativo y la respectiva variable dependiente fuera estadísticamente significativa al 95% de confiabilidad (ii) que se pudiera suponer que las variables independientes observadas presentaban valores similares con anterioridad a la comisión de la infracción (iii) que se pudiera recurrir a alguna consideración conceptual para aducir causalidad o, en caso de una asociación muy fuerte en términos estadísticos, que se pudiera estar seguro de que la variable en cuestión no era una consecuencia de la infracción (iv) que la asociación observada fuera robusta, en el sentido de ser consistente tanto con los datos tanto a nivel nacional como para cada uno de los dos grupos de municipios en los que se realizó la encuesta. Puesto que la estimación de las ecuaciones para el paso de las conductas leves hacia las más graves se limitó al sub-conjunto de individuos que reporta una infracción, con lo cual se redujo considerablemente el tamaño de la muestra, este último criterio tuvo que ser relajado para algunas estimaciones.
Dentro de los elementos que permiten discriminar a los jóvenes que han cometido agresiones leves de aquellos que no lo han hecho muestran un efecto estadísticamente significativo los siguientes: (i) el ser hombre (+84%, 4.1), (ii) el haber perdido un año escolar (+67%, 3.9), (iii) el hacer deporte (+55%, 2.6), (iv) el haber sido víctima, alguna vez, de cualquier tipo de ataque criminal (+160%, 7.0), el hecho de conocer personalmente a alguien que haya delinquido (+188%, 7.6), o a un marero (+105%, 5.3).
Para los tres últimos factores mencionados es clara la posibilidad de una causalidad en ambas vías: el hecho de ser agresor leve hace bastante más factible convertirse en víctima de algún ataque o conocer jóvenes delincuentes, o mareros. Desafortunadamente, no existe en la encuesta información adicional que permita dilucidar cual es la secuencia más común de acontecimientos.
Un primer punto que vale la pena destacar es que, fuera del impacto de haber perdido un curso, la escolarización del joven no surge como un elemento determinante de los comportamientos violentos leves. El estar estudiando aparece como algo perfectamente compatible con la presencia de agresiones poco graves. El segundo punto digno de mención es que la práctica de algún deporte tiende a favorecer las conductas violentas, sobre todo dentro del grupo de jóvenes no escolarizados. En efecto, si se estima la ecuación de agresiones leves de manera separada para estudiantes y no estudiantes se observa que, entre los primeros, el hacer deporte no contribuye a discriminar a los jóvenes agresores de los demás. En el grupo de no escolarizados, por el contrario, la práctica deportiva aparece asociada positivamente, y de manera bastante significativa, con la incidencia de conductas violentas, puesto que casi duplica (98%, 2.9) la probabilidad de que se den. Este impacto potencialmente perverso del deporte, que se analiza en detalle más adelante, sugiere bastante cautela a la hora de la formulación de ciertas políticas de prevención de la violencia. No se puede dar por descontada una relación siempre armoniosa entre el deporte y los comportamientos deseables de los jóvenes. Lo que los datos de la encuesta sugieren es que las agresiones leves son fundamentalmente una conducta que se lleva a cabo con un grupo de amigos, y que el deporte es un mecanismo de refuerzo de la sociabilidad de los jóvenes, incluso de aquellos con tendencias agresivas.
El análisis de los factores que contribuyen a la transición desde las agresiones leves hacia las más graves se puede emprender limitando la muestra a los jóvenes que reportan haber cometido alguna ofensa ligera y señalar los elementos que, al interior de este conjunto de agresores leves, permiten discriminar a los responsables de los ataques más graves. Una primera hipótesis que vale la pena contrastar es si el mismo conjunto de variables que permiten explicar el primer paso, el de cometer una agresión leve, también contribuyen a la comprensión del segundo paso, el de entrar al mundo de los delincuentes serios.
Para esto, basta con estimar la misma ecuación que se especificó para las agresiones leves y constatar si las variables conservan sus signos originales y su mismo poder explicativo. Aunque en términos generales todas las variables que ayudan a explicar las infracciones mantienen un efecto con el mismo signo, la mayor parte de ellas resultan ser menos significativas. Únicamente dos de las variables también resultan relevantes, en términos estadísticos, para discernir a los agresores más serios de los infractores: el género y el hecho de conocer a un delincuente. El cambio más drástico en términos de poder explicativo se observa para la práctica de algún deporte. Aunque deja de insinuarse como un factor que contribuye a las agresiones, está lejos de poder considerarse como algo que las contrarresta.
A su vez, adquieren poder de discriminación otros factores que no resultaban ser determinantes para la explicación del paso inicial. Así, el primer resultado del análisis es que son diferentes los factores que impulsan a cometer una agresión leve de aquellos que, una vez dado este primer paso, contribuyen a la consolidación de las conductas delictivas.
Los elementos que mejor ayudan a explicar el paso desde las agresiones leves hasta las más serias son, en orden de su relevancia estadística: (i) el haber sido víctima de una amenaza o una herida (+167%, 3.4), (ii) el género del joven, siendo determinante el hecho de ser hombre (+250%, 3.2), (iii) el estar estudiando (-52%, -2.5), (iv) el conocer a un delincuente (+92%, 2.3), (v) el haber sido víctima, alguna vez, de abuso sexual (+145%, 2.1) y (vi) el vivir en un barrio en dónde operen maras (+88%, 2.2).
Tal vez el resultado más digno de mención del ejercicio anterior es la importancia que adquiere la educación como elemento inhibidor de las agresiones serias entre los jóvenes que ya han dado un paso inicial por ese sendero. Mientras que entre los no agresores y los agresores leves la diferencia esencial es el desempeño académico –haber perdido o no un curso- para el paso hacia los delitos más serios el factor crucial resulta ser el estar o no escolarizado. El segundo punto de interés está relacionado con la pérdida de importancia del deporte como elemento que permite explicar el agravamiento de las agresiones.
Con relación al efecto del género no puede dejar de destacarse el hecho que el ser hombre gana importancia como factor explicativo de las agresiones al subir en la escala de gravedad de las conductas. El riesgo que representa para la adopción de conductas agresivas el haber sido víctima de algún ataque se hace más restringido. En particular, pierde importancia el haber sufrido ataques poco graves, como una agresión, un robo, o un golpe por parte del novio y se consolida la importancia de lo que se podrían considerar ataques con consecuencias irreversibles: el haber sido herido o el haber sufrido alguna forma de abuso sexual. Por último, cobra importancia la cercanía territorial con las maras.
Los elementos que ayudan a discriminar a los jóvenes que han atentado de manera leve contra la propiedad ajena –básicamente hurtos en almacenes o mercados o compra de bienes robados- son: (i) el conocer un delincuente juvenil (296%, 8.6), o a alguien de una mara (168%, 6.3), (ii) que el padre tenga educación universitaria (+146%, 5.1), (iii) vivir en un barrio en donde haya un parque (+102%, 4.4), (iv) ser hombre (98%, 4.2) y (v) la práctica religiosa (-45%, 5.1).
El punto que más se debe destacar de esta ecuación es la irrelevancia de las variables relacionadas con la escolaridad para explicar el respeto de los jóvenes hacia la propiedad ajena. En el mismo sentido, aparece una asociación perversa con la educación del padre: el tener un progenitor con educación universitaria se asocia con una mayor tendencia a apropiarse de bienes de terceros.
El deporte aparece nuevamente como un elemento con escaso poder inhibitorio sobre los las inclinaciones de los jóvenes a atentar contra la propiedad. De hecho, para la muestra global el practicar algún deporte muestra una asociación positiva, y estadísticamente significativa, sobre la tendencia a atentar contra el patrimonio. Como el efecto no es robusto no se incluyó el deporte dentro del conjunto de factores explicativos. Cuando se restringe la muestra al grupo de los menores no escolarizados, el deporte aparece nuevamente como un elemento que estimula, y no que impide, los comportamientos indeseables, incrementando en cerca de un 80% la probabilidad de que se repote un ataque leve contra el patrimonio. En el mismo sentido, no puede ignorarse el resultado que vivir en un barrio que cuente con un parque incrementa la probabilidad de los atentados leves contra la propiedad.
Cuando se utiliza la ecuación que se acaba de presentar para explicar las agresiones graves contra la propiedad -restringiendo la muestra a los jóvenes que han reportado ataques leves- se observa que conservan su poder explicativo el género, el conocimiento de un marero y el vivir en un barrio con parque. La práctica de una religión, aunque conserva su sentido inhibitorio deja de ser un elemento estadísticamente significativo. Algo similar ocurre con el hecho de conocer a un delincuente juvenil. Por el contrario, la educación del padre ya no muestra el insólito efecto observado en la explicación de los atentados leves contra la propiedad.
Los factores que permiten explicar el paso a los delitos serios contra la propiedad son, en orden de la importancia estadística de su efecto, los siguientes : (i) el vivir en un barrio donde haya parques (+ 211%, 3.4), (ii) o donde operen maras (+167%, 2.9), (iii) que la madre tenga por lo menos educación primaria (-68%, -2.8), (iv) vivir con la madre sola, sin el padre ni otra pareja (-69%, -2.6), (v) estar escolarizado (-55%, -2.4), haber sido víctima de abuso sexual (+ 287%, 2.3), (vi) haber perdido un curso (+104%, 2.2), (vii) estar en el quintil más bajo de gastos personales mensuales (+157%, 2.2) y (viii) ser hombre (+111%, 1.9 )
No es arriesgado anotar que -con la salvedad del hecho de vivir sólo con la madre y de la disponibilidad de parques, factores que muestran un signo contrario al esperado- se trata de una ecuación que se podría considerar digna de un manual de delincuencia juvenil. La mayor parte de los coeficientes encajan bien dentro del diagnóstico más aceptado sobre las raíces de las conductas problemáticas entre los jóvenes. En primer lugar, las fallas en la educación se manifiestan por partida doble, no sólo a través del considerable impacto inhibidor de la escolarización sino, adicionalmente, por un efecto negativo, y similar en magnitud, del mal desempeño en el colegio. Segundo, es una de las pocas ecuaciones en dónde, en forma adicional al impacto del estudio, la situación económica desfavorable del joven –en particular el estar situado en el quintil más bajo en la escala de gastos mensuales- aparece como un factor que impulsa hacia la delincuencia. A pesar de que, como se expone en detalle más adelante, el nivel educativo de la madre es uno de los factores determinantes del abandono escolar, y que por lo tanto parte del efecto ya debería filtrarse al incluir la escolarización en la ecuación, se observa un efecto adicional de que la madre haya alcanzado por lo menos la instrucción primaria. En forma similar a lo que ocurre con el sendero hacia las agresiones graves, en dónde el impacto de haber sido víctima se hace más específico a medida que se avanza en la escala de gravedad, el haber sufrido abuso sexual aparece como un elemento que potencia la probabilidad de que un pequeño ladronzuelo pase a las ligas mayores en materia de ataques a la propiedad.
Por último, se trata de una dimensión de la delincuencia en dónde el efecto del género apenas resulta significativo.
Amigos, pre-maras, simpatizantes y maras
Para las relaciones de los jóvenes con las pandillas juveniles, las llamadas maras, resulta más difícil, conceptualmente, definir una secuencia de comportamientos que se adapte al patrón ya señalado de conductas problemáticas leves que antecedan a los comportamientos más graves. Aunque en la encuesta se hicieron varias preguntas sobre situaciones que se pueden considerar una antesala a la decisión crítica que toman algunos adolescentes de ingresar a una mara, no es fácil definir una secuencia única de conductas que lleve a un joven a afiliarse a tal tipo de grupo. Para complicar aún más las cosas, algunas de las etapas iniciales de los eventuales senderos hacia la afiliación a las maras ni siquiera pueden calificarse como comportamientos reprochables, como algo que se deba prevenir.
En principio, con los datos de la encuesta, se pueden considerar por lo menos dos eventuales senderos hacia las pandillas organizadas. El primero de ellos, que se puede denominar el sendero de facto, sería a través de la dinámica de la banda o grupo de amigos que conforman buena parte de los menores y adolescentes. Por distintas razones, algunos de estos grupos evolucionan hasta el punto que sus mismos integrantes señalan cierta similitud con una mara. A partir de este segundo peldaño el joven se plantea de manera explícita la posibilidad de ingresar a uno de estos grupos y le asigna una probabilidad positiva a tal evento.
Diagrama 10
El segundo sendero, que se podría denominar ideológico, sería a través del conocimiento personal de mareros y, posteriormente de la simpatía que generan sobre los jóvenes las mismas maras. También por esta vía el joven simpatizante se planteará en un momento la cuestión del ingreso a una mara ya establecida, asignándole un valor positivo a la probabilidad de una decisión favorable.
Diagrama 11
Un porcentaje importante de los jóvenes, el 59%, manifiesta tener, dentro de sus amigos cercanos, un grupo bien definido. El contar o no con una tropa, banda, o pandilla -en la acepción más ingenua de estos términos- depende del número total de amigos cercanos, del género del joven –siendo a este primer nivel mayor la tendencia a agruparse de las mujeres que la de los hombres- del estar o no escolarizado -es más fuerte la inclinación entre quienes estudian que entre quienes han salido del sistema educativo- y del hecho de practicar algún deporte, que también aparece como un elemento positivo de socialización de los jóvenes. En promedio, los deportistas reportan tener un 33% más de amigos que quienes no lo son (16 contra 12) y la probabilidad de que se organicen en una tropa es casi tres veces superior a la de los no deportistas. Además, casi todos los indicadores disponibles de nivel socioeconómico del joven –la educación de los padres, la calificación del estrato social, el monto mensual de los gastos e incluso la satisfacción con el nivel económico del hogar- están positivamente relacionados con su inclinación a establecer unas relaciones estrechas con un grupo bien definido de amigos.
Así, en un primer nivel, varias características indudablemente favorables de los jóvenes, y en particular dos de las actividades que se pueden considerar deseables, el estudio y la práctica deportiva, contribuyen de manera positiva, y estadísticamente significativa, a lo que también de manera incontrovertible se puede considerar un paso saludable: definir, dentro de sus relaciones, un círculo concreto y cerrado de amistades. A pesar de lo anterior, y ya desde esta primera etapa, se observa que ciertos incidentes problemáticos, como por ejemplo el tener antecedentes de violencia en el hogar, o el haber sido víctima alguna vez de amenazas o heridas, también aparecen como factores que estimulan la conformación de grupos de amigos. También a este primer nivel se empieza a percibir lo que se podría denominar un “efecto demostración” sobre la tendencia de los jóvenes a constituirse en núcleos más organizados: tanto el hecho de que existan maras en el barrio en dónde viven como, sobre todo, el conocer personalmente a un marero, aumentan -en un 36% y un 85% respectivamente- la probabilidad de que se reporte la vinculación a un círculo bien definido de amigos.
En síntesis, los datos disponibles sugieren que la tendencia positiva y deseable hacia la socialización de los jóvenes –entendida en la encuesta como el contar con un grupo bien definido dentro de sus amistades- emerge no siempre como una consecuencia de ciertas cualidades de los jóvenes sino que también puede ser la secuela de circunstancias claramente desfavorables -como la violencia en el hogar, o el haber sido víctima de ataques criminales- o de malas influencias –como la presencia de maras en el barrio-. Es apenas razonable pensar que si las causas de los que se podría denominar el capital social de los jóvenes pueden ser deseables o no, también lo pueden ser las consecuencias de este paso inicial hacia la agrupación.
El grado de organización o formalización de estos grupos de amigos varía considerablemente –unos tienen nombre, otros cuentan con un jefe aceptado por todos- como también cambia su tamaño, su actividad principal, el sitio preferido para reunirse o el lugar en dónde se hicieron la mayor parte de los amigos. Algunos de estos agrupaciones son desconocidas por la familia del joven.
Al final, una fracción de estos círculos estrechos de amigos, de acuerdo con la opinión expresada por los mismos adolescentes, termina siendo lo que de manera simplista podría denominarse una pre-mara, o sea un grupo al cual los mismos jóvenes le conceden alguna similitud con una mara. Un porcentaje no despreciable de los encuestados (6.3% del total y 10.8% de quienes cuentan con un grupo bien definido de amigos) reporta pertenecer a una pre-mara. El punto relevante de este subconjunto de jóvenes es que allí se concentran quienes, también subjetivamente, se consideran mareros en potencia. En efecto, mientras entre el total de jóvenes únicamente un 7.7% se ha planteado alguna vez la posibilidad de ingresar a una mara, dentro de los jóvenes vinculados a una pre-mara este porcentaje asciende al 33.5%. La calificación subjetiva de la posibilidad de ingresar a una mara es un 50% superior entre los jóvenes que hacen parte de una pre-mara que entre quienes no pertenecen a tal tipo de grupo.
Para efectos de prevención, vale la pena preguntarse por el perfil del joven cuyo grupo bien definido de amigos evoluciona hacia una pre-mara. El primer punto que vale la pena dilucidar es si el mismo conjunto de factores que impulsa a los jóvenes a agruparse contribuye a la explicación del tránsito de esos grupos hacia algo que se asemeja a una mara. La respuesta es claramente negativa: con la excepción de conocer personalmente a un marero, factor que contribuye positivamente tanto a la conformación de grupos entre los amigos como a que tales grupos se conviertan en pre-maras, todas las variables discutidas atrás pierden buena parte de su poder explicativo. Vale la pena anotar que dos de estas variables –el género del joven y su escolarización- cambian de signo. Si el ser mujer y el estar estudiando actúan, ambos, como factores que impulsan hacia la agrupación, también, muestran ser inhibidores –leves pues su impacto no es muy significativo- de la transformación de los grupos de amigos en una pre-mara.
A pesar de la observación anterior, el impacto predominante para el tránsito del simple grupo de amigos hacia una pre-mara proviene, como se anotó, (i) del hecho de conocer a un marero (+130%, 4.9) y de nuevos elementos impulsores: (ii) como el hecho de que el grupo de amigos cuente con un nombre y un jefe aceptado por todos (+84%, 2.9) o (iii) que dicho grupo sea desconocido por la familia (+55%, 1.9). A su vez, muestran un poder inhibitorio sobre ese tránsito (iv) los distintos indicadores de supervisión de las actividades de los hijos por parte de sus padres [68] (-54%, - 3.7) y (v) el hecho de haber conocido la mayor parte de los amigos en el colegio (-46%, -3.1) en lugar del barrio, o a través de la familia.
Un punto que se debe señalar es que, fuera del efecto indirecto del medio en donde se hicieron la mayor parte de los amigos, las variables relacionadas con el estudio o con el desempeño escolar no muestran tener un efecto estadísticamente significativo sobre la evolución de las bandas de amigos hacia una pre-mara. Además, ninguno de los indicadores disponibles sobre antecedentes familiares, o la situación económica del hogar, o la educación o situación laboral de los padres, parece afectar ese tránsito. El haber sido víctima de algún ataque tampoco ayuda a discriminar a los jóvenes que integran una pre-mara.
El segundo sendero, más idealista, a través del cual un joven puede llegar a plantearse la posibilidad de ingresar a una pandilla juvenil organizada es a través del conocimiento personal que tiene de las maras y de las simpatías que este tipo de agrupaciones le despiertan.
Un poco menos de la tercera parte de los jóvenes (27.6%) de la encuesta manifiestan conocer personalmente a un marero. Como se señaló en otra sección, este simple hecho contribuye a discriminar a los jóvenes agresores y a quienes han atentado contra la propiedad. Y aunque no es una condición suficiente, ni necesaria, para manifestar cierto grado de simpatía hacia las maras, si es un elemento que contribuye a que los jóvenes se sientan identificados con tales grupos: es tres veces más probable que un joven que conozca a un marero exprese algún grado de afinidad con las maras a que alguien completamente ajeno a estos grupos manifieste algo similar. Además, el hecho de conocer a un marero, y de simpatizar con estos grupos, son dos factores que incrementan considerablemente la probabilidad subjetiva de convertirse en marero: es dos veces más probable que quien conoce a un marero se plantee la eventualidad de ingresar a una mara, situación que, a su vez, es treinta veces más probable entre los simpatizantes de las maras que entre quienes no lo son.
Aunque en principio se podría pensar que el conocer personalmente a un marero es casi una cuestión fortuita, son varios los datos consignados en la encuesta que permiten discriminar a los jóvenes que han tenido este contacto elemental con las pandillas juveniles establecidas de aquellos que no lo han tenido. Hay dos factores relativamente obvios que aumentan la probabilidad de que un joven conozca a un marero: su edad (cada año +12%, 3.9) y el número total de sus amigos (cada compañero adicional 1.4%, 3.3). La situación familiar afecta la posibilidad de un primer acercamiento a las maras en dos dimensiones. Por una parte, los antecedentes de conflicto en el hogar hacen más factible que el joven conozca a un marero, bien porque las peleas son permanentes en el hogar (+ 50%, 2.6), bien porque la madre ha sido golpeada (+ 81%, 4.9). Por otro lado, los indicadores de vigilancia de los padres sobre los jóvenes muestran un poder inhibidor sobre este primer contacto con los mareros. En particular, el simple hecho de que los padres sepan “con quien” está el menor cuando sale de casa reduce la posibilidad de amistad con un marero (- 40%, -3.7). A su vez, la práctica de algún deporte incrementa, más que duplica (102%, 5.9) los chances de tener contacto con miembros de pandillas. Un efecto similar (+84%, 5.5) se da para quienes señalan tener un grupo bien definido de amigos. El haber sido víctima de algún ataque criminal tiene también un efecto positivo (+94%, 6.4). Aparece por último, lo que se podría denominar el efecto de oferta o disponibilidad de relaciones con las maras: el vivir en un barrio en donde operen tales grupos multiplica por cerca de cuatro (283%) la posibilidad de estar en contacto con un marero.
Un punto que se debe destacar es que, para este nivel primario de contacto con los mareros, el hecho de estar estudiando presenta un efecto que, aunque negativo, es leve y no es estadísticamente significativo. Algo similar puede decirse sobre los indicadores disponibles del nivel socio-económico del joven: el subir peldaños en la escala económica reduce ligeramente la probabilidad de conocer a un marero, pero el efecto no es estadísticamente significativo. Los indicadores de desempeño escolar, así como las distintas variables relacionadas con el capital social de la familia no sólo son poco significativos en términos estadísticos sino que no presentan un efecto consistente sobre la posibilidad de un contacto inicial con las maras.
Es conveniente hacer énfasis en el resultado, estadísticamente significativo, que la práctica de algún deporte parece estimular el primer eslabón de lo que eventualmente puede conducir a la manifestación de simpatía con los mareros por parte de los jóvenes. Un punto digno de mención es que este efecto, la práctica deportiva como una vía para la socialización con los mareros, es más importante, y más significativo, entre los jóvenes escolarizados que entre quienes ya han abandonado el sistema escolar. De nuevo, los datos de la encuesta sugieren una gran cautela a la hora de promover la práctica, o la infraestructura, deportiva como mecanismo inhibidor de la posibilidad de afiliarse a las maras y muestran una faceta bastante problematica del deporte y es la de facilitar la socialización de los estudiantes con quienes tienen mayor experiencia en la práctica de la violencia. En forma consecuente con el resultado anterior, la disponibilidad de canchas o de parques en los barrios no muestra ningún efecto preventivo sobre la posibilidad de establecer un primer contacto con las maras. Por el contrario, aunque de manera no significativa, el vivir en un barrio que cuente con canchas o con parques incrementa levemente la probabilidad de conocer a un marero. Aunque el tener contacto con un marero aumenta significativamente la probabilidad, manifiesta por los mismos jóvenes, de ingresar a una mara, puesto que casi la duplica, su efecto es pálido con respecto al que parece ser el factor de riesgo determinante, y es el de manifestar cierto grado de simpatía hacia las maras. Como ya se señaló, la probabilidad de haber considerado la posibilidad de ingresar a las maras es treinta veces superior entre quienes se declaran simpatizantes. Vale la pena por lo tanto analizar cuales con los elementos que, dentro del grupo de jóvenes que conocen a un marero, permiten discriminar a aquellos que terminan manifestando cierto grado de simpatía por estos grupos.
De nuevo, un aspecto que vale la pena dilucidar es si los mismos factores que contribuyen a la explicación del primer contacto con los mareros, también sirven para explicar el paso hacia el vínculo más estrecho de los simpatizantes. La respuesta a este interrogante es negativa. De los factores que permitían dar cuenta del paso inicial de aproximación hacia las maras sólo dos conservan tanto su signo como su importancia en términos estadísticos: el indicador de vigilancia de los padres sobre las salidas de los jóvenes y el hecho de vivir en un barrio en dónde operen maras. La edad, los antecedentes de conflictos familiares, o el número y características de los amigos, aunque conservan un signo positivo, pierden casi totalmente su poder discriminatorio. Sorprendentemente, el efecto del deporte cambia de signo, aunque de manera no muy significativa. El haber sido víctima de un ataque criminal sigue apareciendo como un factor impulsor, pero con menor poder explicativo; además, y en forma similar al efecto señalado anteriormente para las agresiones, se convierte en un factor más específico, y sólo resulta estadísticamente significativo para quienes han sido amenazados o heridos.
De manera bastante extraña, aparece un nuevo elemento que permite discriminar, dentro del conjunto de jóvenes que conocen a un marero, aquellos que manifiestan algún apego con las maras, y es la educación de los padres, que muestra un impacto positivo, y estadísticamente significativo. En efecto, cada nivel de escolaridad –primaria, secundaria o educación universitaria- alcanzado por el padre del joven incrementa en un 36% la probabilidad de que se exprese simpatía hacia las maras.
Un impacto casi idéntico se observa para la educación de la madre. No deja de sorprender este resultado que el nivel educativo de los padres se asocie positivamente con la simpatía expresada por los jóvenes hacia las maras. En líneas similares, también se observa un signo contrario al que se esperaría en principio para la educación del mismo joven: aunque de forma no tan significativa, cada año de escolaridad incrementa la probabilidad de que se manifieste, entre quienes conocen personalmente un marero, alguna simpatía hacia estos grupos.
La manifestación de simpatía con las pandillas juveniles no siempre requiere del conocimiento previo de algún marero. Casi la mitad (49.1%) de los simpatizantes de las maras está constituida por menores que no han tenido contacto alguno con las maras. A pesar de lo anterior, los factores que contribuyen a explicar la simpatía hacia las maras son casi los mismos entre los jóvenes que conocen a un marero que entre quienes no han tenido tal experiencia. Tanto el vivir en un barrio en dónde operen maras como el haber sido víctima de amenazas o heridas incrementan (en un poco más del 80% cada uno) la probabilidad de expresar simpatías hacia las maras. A su vez, el hecho que los padres sepan “con quien” está el menor al salir de casa reduce ese riesgo en un 60%.
Una segunda sorpresa relacionada con la educación de los padres es que, su efecto sobre la simpatía hacia las maras, cambia de signo dependiendo de que el joven en cuestión conozca o no a un marero. Así, entre quienes han tenido un contacto inicial con un integrante de tales grupos, la educación de los padres actúa como un aliciente para la simpatía hacia las maras, y el efecto es estadísticamente significativo. Por el contrario, entre los jóvenes que no conocen personalmente a un marero el nivel educativo familiar muestra un efecto inhibidor, y menos significativo, sobre el apego que se manifiesta hacia tales grupos. Esta inversión del efecto se observa tanto para la educación del padre como para la de la madre.
Una posible interpretación para este peculiar resultado es que se trata de la extensión de las inclinaciones positivas hacia la socialización y la tolerancia que al parecer induce el sistema educativo. Se puede pensar que mientras que el joven no haya establecido contacto personal con ningún pandillero, la cuestión de las maras ni siquiera se discute en el hogar, y que se mantiene cierta prevención hacia tales grupos en forma proporcional al nivel educativo de la familia. Sin embargo, una vez el joven ha dado el paso inicial de incluir a un marero dentro de su círculo de conocidos, e incluso de amigos, y posiblemente como resultado de discusiones al respecto en el hogar, se abriría paso cierto nivel de comprensión e incluso simpatía hacia tales grupos, siendo estos sentimientos positivos directamente proporcionales al nivel educativo de los padres.
Casi ocho de cada cien de los jóvenes (7.7%) que respondieron la encuesta manifiestan que la posibilidad de ingresar a una mara es superior a “ninguna”. La proporción de lo que de manera simplista se podrían denominar mareros potenciales es mayor tanto entre quienes conocen personalmente a un marero (14.9%), como entre los que se han venido denominando pre-mareros (33.5%) como, sobre todo, entre quienes se declaran simpatizantes de las maras (47.5%).
Analíticamente parece útil seguir considerando por lo menos dos posibles vías a través de los cuales los jóvenes pueden llegar a evaluar la posibilidad de su ingreso a una mara: la dinámica del grupo de amigos y la de los simpatizantes. Para el primero de estos senderos el paso inicial sería el contar con un grupo definido de amigos, el segundo paso sería la aceptación que el grupo en cuestión presenta cierta similitud con una mara para, desde allí, asignarle un valor positivo a la posibilidad de ingresar a una mara. Hasta este momento, se han analizado los elementos determinantes de la primera decisión, la de agruparse, y, como segundo paso, los que caracterizan a los jóvenes cuyos grupos se asemejan a una mara. Conviene entonces estudiar los factores que, dentro del conjunto de los llamados pre-mareros, afectan que se considere de manera explícita la posibilidad de ingresar a una mara. Siguiendo la misma lógica, vale la pena abordar la cuestión de hasta que punto los factores que ayudan a explicar los dos primeros peldaños del sendero contribuyen a la explicación de este tercer paso. La respuesta es que varios elementos –como el género, la educación, los antecedentes de violencia en el hogar, el haber hecho la mayor parte de los amigos en el colegio, el que el grupo de amigos tenga un nombre y un jefe aceptado por los miembros o un indicador de supervisión de los padres- pierden poder explicativo y sólo seis de ellos conservan capacidad discriminatoria: el conocer personalmente a un marero (+238%, 2.5), el que el grupo de amigos sea desconocido por la familia (+231%, 2.2), el haber sido víctima de una amenaza o una herida (+236%, 2.4), y, con un efecto inhibidor sobre esta última decisión, la educación del padre (cada nivel –39%, –2.2), el indicador de supervisión de los padres sobre las salidas de los jóvenes (-65%, -2.3) y, de manera menos significativa, la práctica de algún deporte (-55%, -1.6)
La segunda posible vía hacia las pandillas organizadas se iniciaría con el conocimiento personal de una marero, seguido por la expresión de simpatía hacia las maras, situación desde donde se pasaría a considerar la cuestión del ingreso a una de estas agrupaciones.
Nuevamente, dentro del conjunto de variables que ayudan a explicar los primeros peldaños de este sendero, son pocas las variables que mantienen un poder discriminatorio sobre los jóvenes que, al final, deciden plantearse de manera explícita la cuestión del ingreso a las maras. Ni la edad del joven, ni los antecedentes de conflicto o violencia en el hogar, ni la práctica de algún deporte, ni el número de amigos, ni el contar dentro de estos con un grupo bien definido, ni el haber sido víctima de un ataque criminal, ni siquiera el hecho de vivir en un barrio en dónde operen maras contribuyen a explicar que un simpatizante de las maras se plantee de manera explícita la posibilidad de hacer parte de tales grupos. Al final, son cuatro los factores que, por la vía de los simpatizantes, contribuyen a discriminar a quienes dan este último paso: (i) el haber sido víctima de una amenaza o herida (+405%, 3.3) y, con un efecto inhibidor, (ii) el nivel educativo del padre (-48%, -3.1) (iii) la auto percepción de estrato económico (cada estrato –38%, -2.5) y (iv) el indicador de supervisión de los padres sobre las salidas del joven (-61%, -2.1).
Hasta este punto, se han analizado dos senderos a través de los cuales un joven puede llegar al punto crítico de considerar de manera explícita la posibilidad de ingresar a una mara. El primero de ellos, el sendero de facto, se da través de la pandilla de compañeros que -dependiendo del origen de los lazos de amistad o de cuestiones en principio inocuas de organización del grupo, como ponerle un nombre o aceptar un jefe- termina pareciéndose a una mara. Los miembros de este tipo de grupos presentan un riesgo mayor que le promedio de cuestionarse si ingresan o no a una mara. El segundo sendero, que se denominó ideológico, se da a través de la simpatía que despiertan tales grupos entre aquellos jóvenes que previamente han conocido personalmente a un marero.
No hay manera de saber, con los datos de una encuesta de sección transversal, cual es para un joven específico la relación entre asignarle un valor positivo a la probabilidad de ingresar a la mara y el hecho de tomar efectivamente esa determinación. La única alternativa disponible para analizar los factores que afectan la decisión crucial de unirse o no a una mara es mediante una comparación del grupo de mareros potenciales con aquellos que reportan haber sido efectivamente mareros. Así, las variables que no ayuden a distinguir entre estos dos grupos se pueden considerar irrelevantes para dar ese último paso mientras que aquellas que contribuyen a discriminarlos se pueden tomar como elementos que afectan tan crítica decisión. Para una muestra de 189 mareros potenciales y 62 mareros efectivos se encuentra que los elementos que permiten discriminarlos, en orden de su relevancia estadística, son : (i) haber sido víctima de una amenaza o herida (+262%, 3.3), (ii) el haber perdido un año escolar (+212%, 3.0), (iii) ser hombre (+858%, 2.9), (iv) haber sufrido abuso sexual (+239%, 2.4), (iv) estar escolarizado (-59%, -2.2), y (v) practicar algún deporte (+196%, 2.1).
Varios puntos llaman la atención de este último ejercicio. El primero es el de la abismal diferencia que se da entre las intenciones, aún las manifiestas, y las decisiones efectivas de los jóvenes. Varios de los factores que en principio permiten explicar los pasos preliminares de los posibles senderos hacia las maras –como la educación de los padres, o los antecedentes de conflicto en el hogar- muestran tener poco efecto para distinguir entre quienes se consideran cerca de tomar la decisión crucial y quienes efectivamente ya la tomaron. Por el contrario, una cuestión básica y primaria, como puede ser el género, que no parecía afectar las decisiones preliminares en el sendero hacia las maras resulta, al final, con un efecto contundente. Si bien el hecho de ser mujer no parece ser un obstáculo para conocer a un marero, o para pertenecer a un pre-mara, o para ser simpatizante, e incluso para plantearse la inquietud de ingresar a una mara, en últimas, hay un claro sesgo de género en el paso definitivo de ingresar a una pandilla juvenil organizada. Tal vez el único elemento que tanto a lo largo de los senderos previos como en el momento crítico del ingreso muestra un poder explicativo es el de haber sido víctima de un ataque, y en particular de haber resultado herido.
El segundo punto que conviene señalar es que vivir en un barrio en dónde haya maras que lleven a cabo ajusticiamientos aumenta la probabilidad de vinculación a una mara. Si a este resultado se suma el impacto positivo, y significativo, que tiene sobre esta decisión el haber sido víctima de agresiones graves, y en cierta medida irreparables, resulta difícil evitar la tentación de elaborar una historia relacionada con la búsqueda de retribución como factor impulsor para vincularse a las maras. El tercer punto digno de mención es que los mismos elementos que ayudan a explicar lo que se puede denominar el último paso del sendero hacia las maras, ayudan a discriminar a los mareros del resto de jóvenes. Cuarto, y en las mismas líneas, se puede señalar que las variables son muy similares a las que explican el tránsito de las agresiones leves a las más graves. De hecho, parecerían ser los elementos que mejor explican la entrada a la delincuencia. Así, lo que en últimas distingue a los simpatizantes o a los mareros potenciales de los mareros efectivos es la comisión de delitos.
Analíticamente, resulta claro que la decisión definitiva de ingresar a una mara debe tener algún tipo de acciones, o sentimientos, previos que induzcan a ella. Como mínimo, se requiere que el joven haya entrado en contacto con las maras, que se sienta de alguna manera identificado con tales grupos y que, en algún momento, se plantee de manera explícita la posibilidad de ingresar. Desafortunadamente, y como se acaba de ver, la consideración de dos eventuales senderos hacia la afiliación a estos grupos no parece ofrecer muchas luces en términos de su capacidad para prever el paso crítico definitivo.
Para efectos de prevención, parecería en extremo útil poder detectar aquellos jóvenes que, sin ser todavía mareros, ya han hecho algún tipo de recorrido y tienen una alta probabilidad de convertirse en tales. Por esta razón, vale la pena insistir en la búsqueda de un sendero que permita identificar ciertos elementos que, de manera progresiva, vayan incrementando el riesgo de que un joven se convierta en marero
En este contexto, y dadas las disponibilidades de información de la encuesta, se puede definir un tercer sendero compuesto en cuyo peldaño de base estarían quienes no conocen un marero. Es más que razonable suponer que cualquiera que en algún momento decida ingresar a una mara deberá, por lo menos, ponerse en contacto con alguno de sus miembros. En el siguiente escalón, estarían aquellos jóvenes que, conociendo a un marero, cumplen la doble condición de (i) no contar con un grupo de amigos que se asemeje a una mara ni, por otra parte, (ii) expresar alguna simpatía hacia ese tipo de grupos o aquellos que, aún habiendo establecido un contacto con las maras, no son ni pre-mareros ni simpatizantes. También parece razonable considerar que quienes no están afiliados a un grupo que se asemeje a una mara, ni manifiesten algún tipo de simpatía hacia tales grupos están relativamente cubiertos del riesgo de ingresar. El tercer peldaño estaría integrado por los jóvenes que cumplen cualquiera de las dos condiciones: o son simpatizantes o son pre-mareros. Por último, estarían aquellos que, bien como simpatizantes, bien como integrantes de pre-maras, se han planteado la posibilidad de ingresar a una mara. Al final de este sendero estarían localizados los jóvenes que reportan haber sido mareros.
Diagrama 12
Una primera aproximación al análisis se puede realizar observando las relaciones simples entre las variables que han mostrado alguna capacidad de discriminación sobre quienes dieron los supuestos pasos iniciales en el sendero hacia las maras y la frecuencia de jóvenes situados en cada uno de los peldaños sucesivos de estos senderos. Para las características generales de los jóvenes se observa (i) que el género sólo muestra algún poder discriminatorio en la etapa final; (ii) la edad muestra una leve asociación positiva; (iii) los indicadores de desempeño y de abandono escolar aunque se diferencian de manera más nítida en el último tramo si parecen mostrar, a lo largo del sendero compuesto, un efecto persistente; (iv) también a lo largo el sendero compuesto la práctica de algún deporte se insinúa, de manera perversa, como una actividad cuya frecuencia se incrementa al avanzar en el camino hacia las maras. La observación de esta gráfica ratifica el comentario hecho repetidamente en el sentido que el efecto de las distintas variables sobre la probabilidad de ingresar a las maras está lejos de poder considerarse uniforme a lo largo del escalamiento en esa dirección.
El nivel educativo de los padres, y en particular el de la madre, ha sido reconocido en la literatura como uno de los principales elementos con capacidad para predecir los comportamientos agresivos de los jóvenes [69]. Aunque, en últimas, los datos de la encuesta tienden a darle apoyo a este resultado, puesto que el grupo de los mareros sí se distingue del resto por los menores logros educativos de los padres, al considerar el efecto de esta variable sobre las distintas etapas que eventualmente conducen hacia las maras se corrobora un extraño resultado de los ejercicios anteriores en el sentido que, en ciertos rangos, se observa un aparente efecto de respaldo del sistema educativo hacia el fenómeno de las maras.
Con respecto a los indicadores disponibles de conflicto en el hogar, los datos sí sugieren un efecto que se puede considerar progresivo y permanente, sobre todo cuando se considera el llamado sendero compuesto hacia las maras. Mientras que entre los jóvenes que no han tenido ningún contacto con tales grupos la proporción de quienes reportan peleas frecuentes en el hogar es del 8% y la de antecedentes de golpes a la madre del 16%, al avanzar en el sendero tales porcentajes suben progresivamente y alcanzan, entre los mareros, el 18% y 35% respectivamente.
Los indicadores que hacen referencia a la supervisión o vigilancia ejercida por los padres sobre los jóvenes al salir de casa muestran un efecto que bien puede considerarse continuo y persistente, y con un claro poder preventivo, en los distintos senderos hacia las maras. En efecto, el 92% de los jóvenes que ni siquiera conocen a un marero manifiestan que al salir de casa los padres saben “dónde están” y el 88% declaran que se sabe “con quien” está. Estos porcentajes, al avanzar en el denominado sendero compuesto hacia las maras se reducen paulatinamente hasta alcanzar cifras alrededor del 70% entre los mareros. Aún más significativa resulta la diferencia para el lugar en dónde se pasa la mayor parte del tiempo libre: entre los menores totalmente ajenos a las maras la proporción de quienes reportan estar en la casa en sus ratos de ocio es del 76%. Este guarismo desciende de manera constante para alcanzar el 37% entre los mareros. Al revés, el dato referente a quienes están principalmente en la calle sube de manera progresiva desde el 3% hasta el 15%. La información referente a quienes rondan permanentemente las canchas deportivas muestra una clara tendencia creciente inicial pero en el último tramo muestran un marcado quiebre.
Otro de los factores que muestra un efecto que se puede considerar continuo y persistente a través del sendero hacia las maras es el haber sido víctima, alguna vez, de ataques criminales en general, y de aquellos que causan heridas o de abuso sexual en particular. La tasa de victimización global entre los mareros es casi tres veces superior a la observada entre los jóvenes sin ningún contacto con tales grupos; para las amenazas o heridas la relación es casi de uno a diez y para el abuso sexual de uno a quince.
Como ya se señaló, no es razonable en este caso ignorar la posibilidad de una causalidad en el sentido que al aproximarse al estilo de vida de las maras -por ejemplo con mayor intensidad de salidas nocturnas, pasando más tiempo en la calle- se enfrentan mayores posibilidades de ser víctima. Los datos de la encuesta tienden a corroborar este escenario, pues en el sendero hacia las maras se da también un creciente reporte de victimización durante el año anterior a la encuesta. A pesar de lo anterior, tampoco parece razonable descartar del todo la eventual causalidad en el sentido que el acercamiento hacia las maras surja como una reacción al haber sufrido un ataque.
Lamentablemente no se dispone en la encuesta de datos referentes a vicitmización o abuso doméstico temprano, y este es un punto que sin lugar a dudas valdría la pena investigar. Aunque de manera imperfecta, la combinación de dos datos de la encuesta puede servir para contrastar que tan factible es el escenario de acercamiento a las maras como respuesta ante los ataques o abusos. Si se considera que los ataques sufridos durante el último año son los que dan cuenta del mayor riesgo que representa el tipo de vida orientado hacia la calle y la vida nocturna, se puede analizar la información de los menores que, habiendo sido víctimas alguna vez en la vida, no lo fueron durante el último año. Estas, por llamarlas de alguna manera, tasas de victimización pasadas –entendidas como las ocurridas únicamente en años anteriores al último- tienden a corroborar la impresión de un efecto que se puede considerar impulsor del sendero hacia las maras. Con base en este nuevo indicador, las diferencias en victimización global entre los mareros y los jóvenes alejados de las maras ya no son de uno a tres sino de uno a siete, la relación para las tasas de amenazas o heridas se acerca al uno a veinte, y para el abuso sexual se acerca al uno a cuarenta.
Existen dos maneras para profundizar el análisis gráfico -por lo tanto univariado- que se acaba de hacer, para poder apreciar el efecto relativo de las distintas variables al considerarlas de manera simultánea. Ambas se basan en la adopción de una escala de medición para los senderos hacia las maras. Entre los tres senderos considerados se tomará el llamado sendero compuesto, puesto que resume adecuadamente la información de las dos posibles vías de acercarse a las maras.
La primera aproximación, que se puede denominar progresiva, consiste en suponer que cada peldaño representa un “punto adicional” de gravedad, o de acercamiento, en el sendero hacia las maras. Así, una regresión simultánea de las distintas variables consideradas no sólo permite analizar su efecto conjunto sino, además, cuantificar el impacto relativo de cada una de ellas. Una característica, y restricción, de este método es que impone una relación regular y uniforme a todo lo largo de la escala. De acuerdo con este ejercicio, las variables que afectan el camino hacia las maras serían, en orden decreciente de su relevancia estadística [70] : (i) practicar algún deporte (+27%, 8.1), (ii) que la madre haya sido golpeada (+22%, 5.5), (iii) haber sido víctima –antes del último año- de amenazas o heridas (+60%, 5.2), (iv) haber sufrido –antes del último año- abuso sexual (88%, 4.9), (v) haber perdido un año escolar (+13%), (vi) cada año de edad (+2%, 3.2); (vii) que las peleas sean frecuentes en el hogar (+15%, 2.7).
Nótese como, en términos de su magnitud, los elementos con mayor impacto sobre el acercamiento progresivo de los jóvenes a las maras son aquellos relacionados con los ataques sufridos por los jóvenes. En principio, ya se eliminó el efecto de la vida más riesgosa asociada con el acercamiento a las maras puesto que se incluyó como variable el haber sufrido alguna vez, pero no durante el último año, algún ataque.
La segunda aproximación para analizar los determinantes de la vinculación a las maras es menos restrictiva en cuanto a la interpretación de la variable utilizada para el sendero, ya que la considera simplemente categórica. Con una metodología de modelo logit multinomial se pueden analizar los factores que afectan el paso de una categoría a otra, o para ser más precisos, el paso de una categoría de base hacia las demás. En términos generales los resultados con esta metodología tienden a corroborar los del ejercicio anterior con algunas observaciones adicionales. Uno, el impacto perverso del deporte se da en los dos extremos del sendero: contribuye a dar tanto el primer paso como el último hacia las maras. Dos, el efecto del desempeño escolar aumenta a medida que se avanza en la senda hacia las maras. Parece poco relevante para dar el primer paso pero resulta crítico a la hora del paso definitivo. Tres, los dos indicadores de conflicto en el hogar muestran un efecto constante y persistente a todo lo largo del sendero. Cuatro, la supervisión de los padres es muy poco relevante para inhibir la entrada al sendero, o la decisión clave de ingresar a las maras, pero resulta crítica para avanzar una vez se ha dado del primer paso. Cinco, el haber sido víctima de alguna amenaza o herida resulta determinante tanto para el inicio como para franquear el último peladño. A su vez, el haber sufrido abuso sexual resulta significativo tanto para el inicio del sendero, como para el paso definitivo y como para las etapas intermedias.
Consumo de sustancias
Para el consumo de sustancias el esquema propuesto de las conductas leves que anteceden a los comportamientos más problemáticos parece bastante directo si se considera como primer peldaño el consumo de sustancias legales –tabaco o alcohol- seguido del de sustancias ilegales –marihuana, cocaína y pastillas-. Son varios los argumentos que sugieren considerar el consumo de sustancias legales como una antesala del uso de productos ilegales. El primero es que la prevalencia de consumo de drogas es mucho mayor entre quienes han probado alguna vez tabaco o alcohol (18.9%) que entre el total de jóvenes (6.6%) y, sobre todo, que entre quienes no han consumido nunca ese tipo de sustancias (0.9%). El segundo es que el porcentaje de jóvenes que han probado las drogas ilegales sin haber consumido tabaco o alcohol es casi irrelevante dentro de la población total (0.6%) y muy bajo entre los consumidores de droga (8.7%). El tercero es que el reporte de la edad del primer consumo muestra que casi las dos terceras partes (62.2%) de quienes han recurrido a los dos tipos de sustancias consumieron primero las legales que las ilegales, un 21% lo hizo en el mismo año y sólo un 16% se inclinó primero por las ilegales. La diferencia promedio entre la edad del primer consumo de drogas y la de tabaco o alcohol es de 1.3 años.
Gráfica 5.11
Por otra parte, y teniendo en cuenta que las prevalencias de uso de sustancias tanto legales como ilegales son similares al interior de cada categoría, parece razonable analizar los determinantes del consumo agrupados de esta manera.
Como era fácil prever a partir de la simple observación de las prevalencias, el consumo de tabaco o alcohol es un buen elemento para predecir el de droga. Para ser más precisos, la abstinencia de los primeros es excelente para prever el no consumo de las segundas. Por sí solo, el uso de tabaco o alcohol explica casi la cuarta parte de las variaciones en el uso de droga, siendo casi treinta veces más probable que un usuario de sustancias legales llegue a consumir droga a que lo haga quien no ha probado ni tabaco ni alcohol. Vale la pena por lo tanto analizar primero los factores que inciden sobre el consumo de tabaco o alcohol para luego, dentro del conjunto de usuarios jóvenes de estas sustancias legales estudiar los factores que inciden en el paso al uso de drogas.
Son varios los factores que ayudan a discriminar a los jóvenes que fuman o beben de los que no lo hacen. Desafortunadamente, en la encuesta, no se cuenta con un dato clave y es el de los antecedentes de consumo de tabaco o alcohol en la familia, elemento que con alta probabilidad ayudaría a explicar tal tipo de comportamiento entre los jóvenes.
Los elementos de la encuesta que mejor permiten caracterizar a los jóvenes inclinados hacia el consumo de tabaco o alcohol son [71]: (i) La intensidad de la vida nocturna. En una escala de frecuencia de las salidas de noche entre semana : ninguna, 1 o 2, 3 a 6, 7 y más, cada etapa adicional incrementa el consumo (+47%, 8.6). Este resultado no sorprende: fumar y beber aparecen como algo estrechamente asociado con las salidas, la rumba y la socialización. (ii) Sorprendentemente, el practicar algún deporte se muestra como un factor positiva y significativamente asociado (+82%, 6.0) con el consumo de tabaco o alcohol. (iii) Los indicadores de supervisión de los padres sobre las salidas de los jóvenes, en particular el saber “con quien” salen (-54%, -6.0) y el tener horarios de entrada y salida (-33%, -4.2) aparecen como inhibidores eficaces del consumo de sustancias legales. Vale la pena destacar el hecho que su impacto es estadísticamente significativo aún después de tener en cuenta el efecto de la frecuencia de salidas nocturnas, variable que en alguna medida ya capta el efecto de la supervisión de los padres, que tienden a restringirlas. (iv) Los antecedentes de violencia familiar. El que la madre haya sido golpeada alguna vez incrementa en un 66% la probabilidad de consumo de tabaco o alcohol por parte del joven. (v) El haber perdido un curso (+71%, 5.7) ayuda a caracterizar a los jóvenes que fuman o beben. No es tan obvio en este caso el sentido de la causalidad y es más que razonable argumentar que el consumo, sobre todo el de alcohol, puede ser un factor determinante del desempeño escolar. Varios datos de la encuesta tienden a dar apoyo a esta idea. En primer lugar, quienes han consumido bebidas alcohólicas reportan trabajar menos tiempo en la casa en tareas escolares. La auto calificación del desempeño también se reduce con la frecuencia reportada del consumo de alcohol en el último año. Por último, la ayuda de los padres en las tareas escolares es menor entre quienes han bebido que entre quienes no lo han hecho. A pesar de lo anterior, no parece recomendable descartar del todo la posibilidad de una causalidad en el sentido inverso, por ejemplo por el desajuste y cambio en hábitos de trabajo, o en el grupo de amigos, que puede resultar de un evento relativamente traumático como puede ser la pérdida de un curso. Es conveniente destacar, sin embargo, que el estar vinculado o no al sistema educativo no ayuda a discriminar a los fumadores o bebedores del resto de jóvenes; el estudio aparece como algo no sólo compatible con este tipo de comportamientos sino algo que, incluso, se asocia positivamente con ellos. (vi) La capacidad económica del joven incide positivamente en el consumo y es lógico pensar que este efecto se da a través de una mayor capacidad adquisitiva. La elasticidad del consumo es importante: cada incremento de 20% en el monto total de gastos mensuales del joven –el paso de cualquier quintil al superior- implica un aumento del mismo orden (19%) en la probabilidad de consumo. Todos los indicadores disponibles de nivel económico y social del hogar, y en particular el nivel educativo de los padres, muestran una asociación positiva con el consumo de sustancias legales.
Hay dos características estrechamente asociadas con el consumo de tabaco y alcohol –el haber sido víctima de algún ataque criminal y el conocer o no a un marero- que no se incluyeron en la ecuación anterior por existir bastantes dudas acerca del verdadero sentido de la causalidad. Aunque se podría argüir que una posible reacción de los jóvenes ante una agresión o un robo es la de refugiarse en el consumo de sustancias, o, por otro lado, que los mareros son quienes en buena medida enseñan a fumar y beber, parece más razonable suponer que el consumo de estas sustancias caracteriza un estilo de vida más propenso a las salidas nocturnas, en la calle, algo que no sólo implica mayores riesgos de ser víctima de algún delito sino mayores posibilidades de entrar en contacto social con los mareros. Aunque en la ecuación discutida se incluyó un indicador de la frecuencia de salidas nocturnas entre semana, que ya filtraría este efecto, ambas variables muestran una asociación positiva, y muy estrecha, con el consumo de tabaco o alcohol.
Un último punto que vale la pena aclarar es el del aparente sesgo de género que se observa en el consumo tanto de tabaco como de alcohol. Mientras que sólo una cuarta parte de las mujeres reporta haber consumido alguna vez estas sustancias, la cifra correspondiente para los hombres es del 38%. Sin embargo, tres de las variables incluidas en la ecuación –la práctica deportiva, el indicador de rendimiento escolar y el de supervisión de las salidas de la casa- que presentan marcadas diferencias entre hombres y mujeres recogen por completo este efecto que inicialmente se podría adjudicar al género del joven.
Una vez discutidos los factores que ayudan a discriminar a los jóvenes fumadores o bebedores de los demás, vale la pena preguntarse si ese mismo conjunto de variables permite explicar el paso adicional hacia las drogas, algo que ocurre en un conjunto bastante más reducido de menores. La respuesta parece ser negativa. Al igual que ocurre con otras conductas, no todos los elementos que impulsan a recorrer el primer tramo de un sendero son los que permiten explicar la adopción posterior de comportamientos más problemáticos. En particular, pierden poder explicativo el indicador de desempeño escolar, la práctica deportiva, el tener horarios de entrada y salida de casa, así como el nivel de gastos del joven. De la ecuación original, conserva capacidad discriminatoria, con el mismo signo, el que los padres sepan “con quien” está el joven cuando sale, los antecedentes de violencia familiar y la frecuencia de salidas nocturnas. Aparecen además nuevos elementos explicativos.
En síntesis, los factores de la encuesta que mejor discriminan entre los consumidores de alcohol o tabaco y los de sustancias ilegales son. (i) El ser hombre (+103%, 3.3), (ii) el indicador de supervisión de los padres (-40%, -2.5), (iii) los antecedentes de violencia familiar, en particular que la madre haya sido golpeada (+65%, 2.5), (v) el estar en el quintil superior de gastos mensuales (+53%, 2.1) y (vi) dos indicadores, algo imperfectos, de acceso a las drogas: el vivir en un barrio donde haya un parque (+54%, 2.2) o en uno en dónde operen maras (+84%, 3.2).
Aunque esta ecuación se estimó para la sub-muestra de jóvenes que reportan haber consumido tabaco o alcohol, la magnitud y el signo de los coeficientes no cambian sustancialmente si la ecuación se estima para toda la muestra, claro está incluyendo como variable explicativa el consumo de sustancias legales. Esta variable sigue siendo, de lejos, el principal elemento para discriminar a los consumidores de droga del resto de los jóvenes. Luego de tener en cuenta todos los factores mencionados atrás, el ser fumador o bebedor multiplica por más de veinte la probabilidad de uso de drogas ilegales.
Se debe señalar que la práctica deportiva, aunque ya no aparece como un factor impulsor, tampoco actúa como elemento inhibidor del consumo de drogas. A su vez, el efecto del estudio, aunque negativo, no es de una magnitud importante (-23%) y, además, no es estadísticamente significativo.
Fuera del ya mencionado efecto de la violencia doméstica, ninguno de los indicadores disponibles sobre estructura familiar (vivir sólo con la madre, que la madre fuera adolescente en el momento de la concepción, o el nivel educativo de los padres educación) sirve para discriminar a los jóvenes que consumen drogas. El nivel socio económico del hogar tampoco parece ser determinante del consumo salvo por el efecto ya señalado sobre la capacidad adquisitiva.
El haber sido víctima de algún ataque criminal o el hecho de conocer a un marero parece aún más determinante del paso del consumo de sustancias legales al de droga que del uso de las primeras. Por las consideraciones anteriores sobre la dificultad de establecer el sentido de la causalidad se excluyeron de la ecuación. El análisis de lo que parecen ser varios comportamientos que se adoptan de manera simultánea se aborda en la siguiente sección.
Infractores, delincuentes y mareros
Vale la pena resumir los resultados de los ejercicios realizados para analizar los factores que contribuyen a la explicación de las infracciones y los delitos para tres categorías de comportamiento: el consumo de sustancias, los ataques a la propiedad y las agresiones físicas. Se destacan varios puntos:
i) A pesar de la gama relativamente amplia de indicadores con que se contaba en la encuesta, el poder explicativo de las ecuaciones es bajo. En particular, la capacidad para predecir el primer paso hacia las infracciones es siempre inferior al 20%.
ii) Los factores de riesgo parecen ser específicos para cada una de las categorías de comportamiento consideradas. Así mientras, por ejemplo, las características familiares parecen afectar menos la probabilidad de reporte de agresiones físicas que la de consumo de drogas o la de ataques a la propiedad. No parecería haber un conjunto uniforme de elementos que conduzcan a “problemas juveniles” de manera genérica.
iii) Por lo general, los factores que permiten explicar el primer paso a las infracciones son diferentes de los que ayudan a dar cuenta del paso definitivo hacia la delincuencia. Por ejemplo, las variables relacionadas con la escolaridad resultan irrelevantes para explicar los atentados leves a la propiedad pero parecen determinantes a la hora de discriminar a los jóvenes que dan el paso definitivo hacia la delincuencia económica. Consecuentemente, parece difícil pensar en intervenciones que sean relevantes a todo lo largo de la escala de gravedad de las conductas.
iv) Los elementos con capacidad inhibidora sobre las conductas que, simultáneamente, puedan ser objetivo de programas de intervención, parecerían estar limitados a la capacidad de supervisión familiar sobre las actividades de los jóvenes y, por otra parte, a la vinculación al sistema escolar.
v) Un elemento que en algunos países, como El Salvador, ha sido bastante favorecido como factor preventivo, la práctica del deporte en los barrios, muestra para Honduras no sólo ningún impacto sobre las infracciones o los delitos sino, en algunos casos, un efecto contrario al esperado.
vi) El indicador indirecto y muy precario con que se cuenta en la encuesta sobre abuso sexual sugiere que este puede ser un elemento importante a la hora de explicar el agravamiento de ciertas conductas.
vii) Se debe señalar el escaso o nulo aporte de los indicadores disponibles de capital social de las comunidades para dar cuenta de las infracciones o los delitos de los jóvenes. Por el contrario, las características comunitarias que sí afectan, negativamente, el comportamiento de los jóvenes tienen que ver con la presencia de elementos perturbadores en los barrios, como la presencia de pandillas o maras.
viii) También se destacan por su ausencia como factores con capacidad explicativa de las infracciones o los delitos juveniles aquellos relacionados con la capacidad económica de los hogares, en forma adicional al eventual efecto ingreso sobre el abandono escolar [72]. Vale la pena anotar que, de las conductas consideradas en este cuadro, la única que se adecua bien al diagnóstico tradicional es la de los ataques graves a la propiedad.
ix) Con relación al efecto del género no puede dejar de destacarse el hecho que el ser hombre aparece no sólo como la variable que más aparece en las ecuaciones sino que gana importancia como factor explicativo al subir en la escala de gravedad de las conductas.
De los resultados de los ejercicios realizados para analizar los factores que ayudan a explicar el acercamiento de los jóvenes hacia las maras, tanto para el llamado sendero de facto como para el denominado ideológico se destacan varios puntos.
i) Al igual que para las conductas infracciones y delitos analizados atrás el poder explicativo de las ecuaciones es bajo.
ii) Por el contrario, y a diferencia del ejercicio anterior, sí aparecen factores que muestran tener no sólo un efecto a todo lo largo del sendero sino una influencia creciente. En particular, se destaca el papel inhibidor, significativo y consistente, de la supervisión familiar sobre el acercamiento de los jóvenes hacia las maras.
iii) Llama la atención la influencia negativa de la cercanía real de la juventud con las maras. El hecho que un joven conozca a un marero constituye un riesgo por partida doble, puesto que no sólo constituye el primer peldaño de uno de los eventuales senderos hacia las maras sino que, además, es un elemento que parece contribuir a que los grupos de amigos del joven evolucionen hacia ese tipo de estructura. Por otra parte, el hecho que el joven viva en un barrio en dónde operen maras multiplica por cerca de un 300% la probabilidad de que conozca personalmente a un integrante de tales grupos.
iv) Sorprende bastante el efecto insignificante que tienen dos elementos que, como se vio, son relevantes a la hora de explicar tanto las infracciones como los delitos juveniles: el género del joven y su vinculación al sistema escolar. Ambos, sin embargo, resultan cruciales a la hora de discriminar a los mareros reales –quienes sí tomaron la decisión de ingresar a una mara- tanto de los mareros potenciales como del total de jóvenes. Una manera de interpretar este resultado es que tanto las mujeres jóvenes como quienes estudian parecen poder “jugar a las maras”, pero que, en definitiva, el ingreso a tales grupos está casi circunscrito a los hombres jóvenes desescolarizados
Sin lugar a dudas uno de los aspectos que más llama la atención de los datos de la encuesta, es el de la ocurrencia simultánea de las conductas problemáticas entre los jóvenes. Los reportes de infracciones en una categoría están fuertemente correlacionados entre sí, y con la comisión de delitos. Además, entre mayor sea la diversidad de las infracciones que se cometen, mayor es la probabilidad de reporte de delitos. Los infractores son poco especializados, bastante diversificados, y los delincuentes lo son aún más.
Como se discutió en detalle en una sección anterior, para la afiliación a las maras es más complicado definir con exactitud lo que constituyen conductas previas a la decisión crítica de ingresar a tales grupos. A pesar de las dificultades, se ha logrado identificar a partir de los datos de la encuesta un sendero que parece conducir, de manera progresiva, hacia tales grupos. El punto que vale la pena destacar es que, a lo largo de este sendero hacia las maras, se puede detectar una incidencia creciente de un buen número de conductas problemáticas: desde el consumo de sustancias legales hasta los delitos más graves, pasando por el uso de droga, los pequeños robos, el vandalismo, los desafíos a la autoridad y las agresiones leves.
En efecto, para la práctica totalidad de las conductas problemáticas consideradas en la encuesta se observa que la frecuencia de su reporte (i) es más baja entre los jóvenes totalmente ajenos de las maras, (ii) va aumentando progresivamente a lo largo del llamado sendero hacia las maras y (iii) es superior, a veces de manera cualitativa con relación al último peldaño del sendero, entre los mareros efectivos.
Otro aspecto interesante es que la variedad de los incidentes leves reportados –entendida como el número de categorías dentro de las cuales se han cometido infracciones- parece ser un buen elemento para predecir la afiliación a las maras. En efecto, mientras entre los jóvenes más distanciados de las maras, aquellos que ni siquiera conocen a uno de sus miembros, el promedio de categorías dentro de las cuales se reportan infracciones es de 0.4, para los mareros la cifra respectiva es de 3.2. Además, dentro del primer grupo tan sólo el 1% de los jóvenes han cometido infracciones en todas las categorías, mientras que entre quienes han sido mareros tal porcentaje llega al 56%.
Esta clara asociación que muestran los datos entre el acercamiento a las maras, la afiliación a tales grupos y la ocurrencia simultánea de varios comportamientos problemáticos puede interpretarse de dos maneras. La primera, más consistente con la noción ya expuesta del sendero, es la de una secuencia de eventos que se iniciaría de manera casi fortuita. Por distintas razones, la progresiva acumulación de conductas problemáticas va generando secuelas que refuerzan ese rumbo. Se puede pensar en varios mecanismos de apoyo: la racionalización o justificación ex-post de lo que se hizo, buscando minimizar sus repercusiones negativas. En este contexto es difícil no pensar en la metáfora del cerebro como un interpretador ex-post de las conductas que se van adoptando. O la sensación de que quebrantando una norma no pasa nada y que se pueden desafiar otras, cada vez más serias. O la satisfacción con los beneficios de distinto tipo que genera la infracción de normas de conducta. Incluso se puede pensar en la conveniencia de buscar y acercarse a jóvenes en situación similar, no sólo para fortalecer algunos de los efectos ya mencionados, como la auto justificación, o para compartir experiencias sino, por qué no, para buscar protección contra las eventuales respuestas ante las infracciones.
Los datos de la encuesta tienden a dar apoyo a esta interpretación de lo que coloquialmente se podría denominar el enredo progresivo con las maras. En particular, para las conductas menos serias, como el consumo de sustancias legales, o los pequeños robos, o los desafíos leves a la autoridad, es clara la idea de progresión por un sendero, sin mayores saltos cualitativos. Existe además cierta información que parece corroborar la noción de una creciente auto justificación de las infracciones: a medida que se avanza en el sendero hacia las maras, es mayor la tendencia a aceptar, o avalar, ciertas afirmaciones permisivas. De alguna manera, a lo largo del sendero se van debilitando lo que se podrían denominar obstáculos morales para ciertas conductas.
Desde el punto de vista del joven que se embarca en esa dirección, hay varias razones para calificar de fortuito, casi accidental, el inicio del sendero que lo lleva progresivamente hacia las maras. Uno, el tratarse de un paso que dan un alto porcentaje de jóvenes, muchos de los cuales no van mucho más allá, y que por lo tanto carece de las características de una señal que permita prever las dificultades ulteriores. Dos, varios de los factores que contribuyen a darlo –en particular los antecedentes de conflicto en el hogar y de victimización- están lejos de ser elementos sujetos a deliberación o que puedan ser tenidos en cuenta en un proceso de evaluación de consecuencias. Tres, algunos de los factores que también contribuyen al inicio, como el tener muchos amigos, o, dentro de estos, un grupo bien definido, o el practicar algún deporte, difícilmente pueden tomarse, ex-ante, como indicadores de problemas posteriores. Cuatro, la relevancia de varios de los motivos aducidos por quienes manifiestan conocer personalmente a un marero como principal razón para ingresar a una mara: “fue un impulso, algo emotivo o instintivo” (12%), “lo hizo para divertirse” (19%), tenía amigos, un hermano o un familiar en la mara (18%), “para conseguir droga con facilidad” (5%). En conjunto, estas motivaciones que podrían denominarse lúdicas caracterizan, según quienes conocen a un marero [73], más de la mitad de los casos consignados en la encuesta.
Si esas son las explicaciones que pueden ofrecer quienes los conocen para el paso definitivo de ingresar a una mara, ¿que se puede esperar como razones para establecer amistad con un marero, o para integrar un grupo de amigos, ponerle un nombre y nombrar un jefe, o para sentir cierta simpatía con las maras?
La segunda manera de interpretar la presencia simultánea de comportamientos problemáticos, y de estos con la afiliación a las maras, sería mas en las líneas de “una vez
adentro” de la mara “cualquier cosa está permitida”. Así, el ingreso a la mara se podría interpretar como un corte radical por parte de algunos jóvenes con las normas y las reglas del juego que buscan controlar su comportamiento. A favor de esta interpretación se puede señalar la diferencia tan grande que, para ciertas conductas y en particular para las más graves, se observa entre los mareros y el resto de los jóvenes, aún de aquellos que han recorrido buena parte del sendero hacia tales grupos. En efecto, comparando la frecuencia de reporte de ciertas conductas entre los mareros y, no ya el total de jóvenes, sino el reducido grupo de mareros potenciales –los que se han planteado de manera explícita la cuestión de su ingreso y le asignan un valor superior a cero a esa posibilidad- se observa que para el consumo de drogas y los atentados graves a la propiedad la relación es de dos a uno, para los atentados graves a la autoridad es ya de cuatro, para las agresiones graves –homicidios o secuestros- supera los cinco y para la venta de droga casi alcanza los veinte.
Vale la pena analizar, para algunas de las conductas consideradas, el sentido de la causalidad entre la afiliación a las maras y el reporte de infracciones o delitos. Resulta claro que no todos los mareros reportan haber cometido agresiones graves: la proporción es tres de cada cuatro. Entre quienes no lo han sido, el reporte de agresiones muy serias es del 3.2%. Por otra parte, menos del 1% (0.56%) de quienes no han cometido un homicidio, secuestro o ajusticiamiento manifiestan haber sido mareros, pero más de la tercera parte de quienes si reportan tales delitos también dicen haber estado afiliados a una mara.
Si se analiza la secuencia de eventos implícita en el reporte de la edad a la cual se cometió por primera vez una agresión grave, o se ingresó a la mara, se deduce que ambos sentidos de la causalidad son plausibles, con una muy leve proporción mayor de jóvenes que primero agredieron seriamente a alguien y luego ingresaron a la mara (37.5% contra 31.3%). Para el resto, un poco menos de la tercera parte de los jóvenes se trata de una decisión casi simultánea. Así, en promedio, el lapso entre volverse agresor y ser marero es apenas de tres meses.
Para la venta de droga, la información disponible sobre la primera vez que se cometió este tipo de delito y su comparación con la del ingreso a la mara, sugiere un mayor peso para la causalidad en el sentido de que las maras acogen vendedores de droga experimentados al sentido inverso, que en la mara se inician en esa actividad. En efecto, en casi la mitad de los casos (48.2%) los jóvenes que reportan tanto la venta de droga como la afiliación a las maras se dio antes la primera que la segunda, en el 33% ambos eventos sucedieron simultáneamente (en el mismo año) y en sólo el 18.5% de los casos se observa la secuencia ingreso a la mara y luego venta de droga.
La venta de droga también se insinúa como una actividad con capacidad para predecir las agresiones graves. Una ecuación muy simple basada en el genero, la escolarización, el reporte de desafío a la autoridad o de agresiones leves y el de venta de droga explica el 42% de las diferencias en la prevalencia de agresiones graves.
Entre la población total de jóvenes la proporción de quienes reportan agresiones graves es menor a uno de cada veinte (4.9%). Entre los hombres sube al 7.8% y si no están escolarizados al 9.2%. Si, además, han desafiado tempranamente a la autoridad, la fracción sube al 18.4%. Si a este inocuo historial se suma el reporte de una agresión leve la participación de los agresores muy serios ya llega al 42.2%. El verdadero salto se da si a las características anteriores se suma la venta de droga: en este caso la proporción de delitos serios –como el homicidio, el secuestro, o las violaciones- ya alcanza un impresionante 93.3%. Para la afiliación a las maras, aunque menos marcado, también se da un incremento progresivo desde el 2.2% a casi tres de cada cuatro. De nuevo, el paso definitivo parece ser la venta de droga.
Por otra parte, si bien no todos los mareros de la encuesta reportan agresiones serias -lo hacen tres de cada cuatro- entre aquellos miembros de las pandillas organizadas que también han vendido droga la proporción de ataques graves contra las personas es del 97%.
Agresiones y actividad sexual
Casi todas las variables relacionadas con la sexualidad de los jóvenes muestran una asociación positiva con los comportamientos problemáticos -leves o graves- así como con la cercanía a las maras. El haber tenido o no relaciones sexuales, el número de parejas -a lo largo de la vida, por año de actividad sexual o durante el último trimestre- el número de embarazos, las relaciones sexuales a cambio de dinero, el sexo sin ninguna prevención, el haber tenido la primera relación antes de los 13 años, el número de años de actividad sexual constituyen, todos, factores que muestran una asociación positiva y estrecha, sobre todo para los hombres, con el reporte de incidentes infracciones o delitos. Por ejemplo, entre quienes no reportan haber desafiado alguna autoridad, la proporción de jóvenes sexualmente activos es del 30%, y el número promedio de parejas durante el último trimestre es muy cercano a la unidad. Entre quienes se han rebelado en la familia o la escuela la proporción con experiencia sexual aumenta a más del 50% y para quienes se han enfrentado a las autoridades de policía la cifra supera el 80%, y el número promedio de parejas casi se duplica. Una progresión similar se observa para el consumo de sustancias, o para las agresiones, o los atentados a la propiedad. Para los hombres el patrón es siempre el mismo: a mayor reporte de conductas de progresiva gravedad mayor la probabilidad de ser sexualmente activo y, además, menor tendencia a las relaciones con pareja única. Incluso para los incidentes de embarazo adolescente se observa, para el género masculino, la incómoda situación que a mayor violencia, mayor la probabilidad de una gestación.
Por otra parte, el acercamiento hacia las maras –a lo largo de cualquiera de los senderos considerados- también se asocia positivamente con el reporte de actividad sexual. Casi la totalidad de los mareros (80% de los hombres [74]) reportan haber iniciado su vida sexual. En el otro extremo, entre quienes ni siquiera conocen a un miembro de las maras la proporción es de uno de cada tres para ellos y una de cada diez para ellas. En los hombres la asociación entre cercanía con las maras y actividad sexual es bastante regular y progresiva. De nuevo se observa, esta vez como una característica de los mareros, una mayor capacidad reproductiva.
Gráfica 5.12
Parece más que razonable el escepticismo ante la explicación para estas asociaciones positivas la noción de que el ejercicio del sexo induce a la violencia. Algo que aun en el siglo XXI se sigue planteando por parte de comentaristas católicos. “La sexualidad es un don de Dios, quien esculpió el cuerpo del varón y la mujer para que vivieran en común, en matrimonio indisoluble. No así cuando el hombre convierte la sexualidad sólo en sexo-placer: entonces, no conozco fiera más hambrienta e insaciable que el monstruo sexual. Antes se desbocaba en la juventud. Ahora arranca en la adolescencia y a veces 'prende motores' en la niñez. Ya se está apoderando de niños y niñas, les roba el encanto de aquellos limpios regalos del cielo y los convierte en niños-viejos, vacíos, cansados, propensos a todo mal, hasta el crimen y el suicidio” [75]. Más relevante y convincente resulta el planteamiento de que, por diversas razones, los jóvenes que son violentos tienen una actividad sexual más activa, más temprana, más variada -o promiscua- y más irresponsable, que los jóvenes calmados. Los datos incluso sugieren que el ser violento no surge como un obstáculo sino más bien como un elemento que facilita el acceso a la actividad sexual entre los jóvenes.
Sin pretender elaborar un estudio a profundidad de la conducta sexual de los jóvenes hondureños, algo que sobrepasa el alcance de este trabajo, vale la pena analizar algunos elementos básicos de las complejas relaciones que se observan entre esta dimensión clave del comportamiento adolescente y la violencia. El argumento que se pretende desarrollar tiene tres componentes. Uno, buena parte, sino el grueso, de los esfuerzos de vigilancia y supervisión de las actividades de los jóvenes, tanto por parte de los padres como, presumiblemente, del sistema educativo, parecen seguir orientados a contener su actividad sexual. Dos, en términos de la prevención de las conductas realmente problemáticas en la juventud este esfuerzo se insinúa ineficiente por dos razones. Por un lado, porque se concentra más en la mujeres cuando, como ya se ha visto, el foco de atención deberían ser los hombres. Además, porque parece ineficaz para evitar algunas de las repercusiones verdaderamente negativas de la actividad sexual. Tres, aunque ese sistema de supervisión sí logra alterar, con un claro sesgo de género, la entrada al mundo sexual de los jóvenes, parecería dejar intacto un sistema perverso de incentivos que se presenta en ese ámbito y que, en últimas, tiende a favorecer los comportamientos violentos.
Puesto que este sofisticado aparato de supervisión y vigilancia de las actividades juveniles ya está montado y, dado el enorme potencial que, como sugieren los datos, tendría en materia de prevención de la violencia, tiene sentido tratar de entender su mecánica para buscar la posibilidad de orientarlo de manera más explícita en esa dirección. A continuación se esbozan de manera muy elemental sus componentes, ofreciendo alguna evidencia preliminar a favor de las tres dimensiones del argumento esbozadas atrás.
El primer punto que sugieren los datos es que tanto los indicadores disponibles de supervisión de las actividades juveniles por parte de los padres como el simple hecho de estar escolarizado actúan como un potente freno a la actividad sexual de los jóvenes. Considerando de manera en extremo simplista que el ser sexualmente activo depende de la edad, del estar o no estudiando, de la frecuencia de las salidas nocturnas, y del nivel de control de los padres sobre esas salidas –saber con quien está- se encuentra que tanto la escolarización como la supervisión familiar reducen en un 50% la probabilidad de que un joven tenga o no relaciones sexuales. El sesgo de género en esta especificación básica de los determinantes de la entrada a la vida sexual es indudable. Mientras que para las mujeres la supervisión paterna reduce en un 60% la probabilidad de tener relaciones, en los hombres el efecto es tan sólo del 36%. Más impresionante aún, para ellas el estar vinculadas al sistema educativo tiene un efecto inhibidor del 82% mientras que para ellos la secuela es prácticamente irrelevante (-5%), y su efecto no significativo.
Fuera de este marcado desequilibrio entre hombres y mujeres, la supervisión familiar y lo que parece ser la escolar, muestran la peculiaridad de concentrar su atención en la puerta de entrada a la vida sexual, con escasas repercusiones sobre lo que pueda ocurrir una vez se ha franqueado el vigilado portal. En efecto, entre quienes reportan ser activos sexualmente, tanto el hecho de estar escolarizados como los indicadores de supervisión paterna pierden totalmente su efecto sobre varias características claves del comportamiento sexual. En particular, no muestran ningún efecto sobre el número de parejas con quien se han tenido relaciones [76], ni, más importante aún, sobre el tener o no relaciones irresponsables, en el sentido de no utilizar ningún método anticonceptivo. Tampoco muestran capacidad para prevenir la entrada precoz, antes de los 13 años, a la vida sexual, sobre todo cuando se trata de los hombres. Para las mujeres, la vigilancia familiar, mas no la escolarización, muestran un efecto inhibidor sobre el inicio temprano de la actividad sexual.
La única secuela negativa de la sexualidad sobre la cual el sistema educativo, pero no la supervisión de los padres, parece mostrar un efecto preventivo es sobre el embarazo adolescente, siendo un 75% menor la probabilidad de que un estudiante reporte la experiencia de un embarazo. Otra manera de interpretar este resultado es que el embarazo adolescente es una causa importante de abandono escolar para las jóvenes. A pesar de la observación anterior, la práctica irresponsable del sexo, que como se vio es algo que ni la escuela ni la familia contribuyen en la actualidad a erradicar, aparece como un factor determinante del embarazo precoz, multiplicando su riesgo por más de dos.
El análisis por géneros de los determinantes de la preñez en los menores muestra, en varias dimensiones, una marcada asimetría que vale la pena comentar. Por un lado, el efecto de la escolaridad es, de nuevo, mucho más importante y significativo sobre las mujeres (-92%, -4.0) que sobre los hombres (-48%, -2.1). Segundo, las secuelas de la práctica del sexo sin ningún tipo de prevención son mayores, y más significativas, para ellas (+119%, 2.0) que para ellos (+56%, 1.5). Tercero, algo que no sorprendería a ningún biólogo, el número de parejas tiene mayores consecuencias sobre la probabilidad de reproducción en los hombres que en las mujeres. Por último, algo verdaderamente sorprendente, el indicador de supervisión familiar aparece positivamente asociado con el reporte de embarazo precoz por parte de las jóvenes. Este resultado es independiente del indicador de supervisión que se utilice, y resulta particularmente significativo cuando se recurre a lo que constituye el mejor reflejo de supervisión por parte de los padres disponible en el encuesta: que el joven manifieste que pasa la mayor parte de su tiempo libre en la casa.
Tal vez la manera más razonable de dar cuenta de este insólito resultado es aduciendo un sentido inverso para la causalidad: una vez la joven ha quedado embarazada se tienden a reforzar los esfuerzos de vigilancia, ya tardíos, sobre sus actividades y sus salidas de casa. Vista en este sentido la asociación, cuando la supervisión y la restricción de salidas surgen como una respuesta, casi una sanción de la familia, al embarazo precoz, después de haber sido nimios los esfuerzos preventivos distintos de poner obstáculos al inicio de la vida sexual, vale la pena insistir en la cuestión de la asimetría al tratamiento que se les da a hombres y mujeres, ya que esta dinámica parece no tener nada que ver con el género masculino. Mientras que, para una mujer joven, la probabilidad de encierro familiar –entendido en la encuesta como el reporte de que se pasa la mayor parte del tiempo libre en casa- es tres veces superior si ha estado preñada, para el hombre el hecho de haber sido responsable de un embarazo no trae ninguna secuela perceptible. No parece ser este el sistema más idóneo para transmitir a los jóvenes el mensaje de que ciertas conductas traen a veces consecuencias no deseables que se deben afrontar.
Fuera de estos marcados sesgos de género, el sistema de supervisión de las actividades sexuales por parte de la familia y, aparentemente, la escuela, presenta como particularidad el no lograr alterar significativamente, dentro de ese ámbito, un sistema de incentivos con componentes claramente perversos: los datos muestran, como ya se vio, que una característica de los jóvenes que tienen más éxito a la hora de buscar parejas para tener relaciones sexuales son las diversas manifestaciones de conductas violentas. Este aspecto de la sexualidad, el hecho de que entre los jóvenes, y en particular entre los hombres, el ejercicio de la violencia, el ser duro, macho, sea sinónimo de una vida sexual más temprana, más activa, y más exitosa es uno de esos temas sobre el cual hay un silencio casi total en las ciencias sociales. En la biología, o en la psicología evolucionaria, por el contrario, se trata de un planteamiento bastante común [77].
El mutismo en los análisis para relacionar la violencia con la actividad sexual se da a pesar de que la evidencia testimonial al respecto es voluminosa. Si, por ejemplo, hay un rasgo característico de los grandes capos del narcotráfico en Colombia, y de los sicarios que los secundaban, es precisamente su intensa y variada actividad sexual. “Pablo Correa –un socio de Pablo Escobar- que vivía con varias de sus amadas bajo el mismo techo quedó tan entusiasmado –con una rumba faraónica que habían organizado en Río de Janeiro- que se importó una mulata para sumarla a su pequeño harén …Pero lo de Pablo (Escobar) no era un ejército, ni una guerrilla, sino un grupo de hombres con las vísceras blindadas que por encargo, y generalmente buen billete, cumplían su encargos. .. Consolidaron su fama en las calles y en las discotecas de la ciudad donde armaban tropeles “porque quiero su hembra” … A estos hombres, Claudia, los describe como los que besaban con los ojos abiertos, siempre alertas. Buscadores de intensidad en cuerpos jóvenes, a veces vírgenes, que pasaban de inmediato a propiedad exclusiva, que aunque abandonadas no podían tener nuevos amores …(Kiko Moncada) tenía varias mujeres, principal y suplentes, como Dios les manda a los traquetos” [78].
El mismo perfil parecería aplicable aún a los severos y aparentemente austeros guerrilleros. Al respecto, no podían ser más reveladoras las declaraciones del capo brasileño Fernandinho sobre la guerrilla colombiana con la que hacía negocios: “Las Farc son la guerrilla más rica y más poderosa del mundo. Sus jefes viven como cualquier millonario capitalista: buenas mujeres, buena comida y buen licor” [79]. Incluso se trataría, de acuerdo con algunos comentaristas, de algo que casi hace parte de la sabiduría popular. En ese sentido, vale la pena transcribir la tentativa de respuesta de un periodista colombiano a la pregunta de por qué los policías resultan tan atractivos en las zonas rurales. “Porque la fama de conquistadores, no de toda la población, sino de las niñas del pueblo, de corregimientos, fincas, ríos y cañadas, es vieja y bien ganada. Ellas, especialmente las niñas de adentro, no sé qué les ven a los policías, que las ponen verdes y por ellos sueltan la vajilla. Se supone que es por el sentido de seguridad, pues se ven protegidas. También puede ser por la imagen de valor. O a lo mejor por el bolillo. Ese palo de macana que da una imagen de mando, de macho. Y claro, por el chopo, mazo, boquifrío o más comúnmente llamado revólver. Sobre todo cuando lo desenfundan. Ahí las conquistan como un tiro” [80].
El peculiar sistema de recompensas que parece darse en la esfera de las relaciones sexuales entre los adolescentes, dentro de la cual el hecho de portarse mal actuaría como un componente importante del éxito y no como un obstáculo, se empezaría a configurar desde las aulas, cuando el mal desempeño académico emerge como algo que facilita el inicio de la vida sexual entre los jóvenes. Un segundo ingrediente para el éxito sexual entre los jóvenes sería la práctica deportiva. Así, entre los hombres -escolarizados o no- la combinación ganadora, tanto en términos del acceso a la vida sexual como del número de parejas, es haber perdido algún curso y ser deportista. La menor actividad sexual se observa entre quienes ni han perdido un curso ni hacen deporte.
Así, si se refina un poco el modelo de los determinantes de la actividad sexual de menores se encuentran tres elementos explicativos adicionales. Uno, el indicador de ingresos. Cada aumento de un quintil en la escala de gastos mensuales de los jóvenes aumenta en un 20% la probabilidad de tener relaciones sexuales. Al final, incluso la actividad sexual aparece como algo que requiere de insumos, y hasta de infraestructura. Dos, la práctica de algún deporte, que duplica la probabilidad de acceso a la vida sexual. Tres, el hecho de haber perdido un año escolar, que incrementa los chances en casi un 40%. Es en esta dimensión, la del sexo como parte del sistema de recompensas, y particularmente de ellos, en el entorno social de los adolescentes dónde en mayor medida se aprecia la posibilidad de una continuidad entre el ejercicio del deporte y las conductas reprochables de los jóvenes. Aunque el efecto del ingreso sobre la posibilidad de acceso al sexo no presenta ninguna asimetría entre hombres y mujeres el deporte, y el mal desempeño escolar, aparecen como elementos que facilitan la entrada a la vida sexual únicamente para los hombres. El primer resultado indicaría que en la actualidad para los gastos relacionados con el flirteo se impuso la modalidad de compartirlos. No sobra señalar que este resultado no concuerda con una de las predicciones básicas de las teorías evolutivas de acuerdo con la cual el ingreso facilita el acceso al sexo más en los hombres que en las mujeres, cuyos principales activos serían la juventud y la belleza. Una manera, rebuscada, de interpretar este resultado de manera consistente con estas teorías, sería que el nivel de gastos del adolescente es un mal elemento para predecir su posición social en el futuro.
El mismo patrón de (i) un comportamiento problemático que se asocia positivamente, y de manera estadísticamente significativa, con la actividad sexual y (ii) que este efecto se dé primordialmente para los hombres es algo que, al parecer, y como se acaba de señalar, se inicia con el mal desempeño escolar pero que continúa luego con los desafíos tempranos a la autoridad. Entre los hombres jóvenes, el haber faltado sin excusa al colegio, o el haberse ido de casa, o el haberse enfrentado a las autoridades escolares se asocia con un incremento del 237% en la probabilidad de tener relaciones sexuales, mientras que para las mujeres el efecto no sólo es menor (111%) sino bastante menos significativo. Y se trata casi del único comportamiento –junto con las agresiones leves- que en ellas se asocia con la actividad sexual.
Como ya se anotó, parece razonable para esta relación positiva aducir una causalidad en el sentido que a los jóvenes violentos se les facilita el acceso a la vida sexual. Es en esa misma dirección que apunta otro resultado de la encuesta y es el de una asociación positiva, y estadísticamente significativa, entre el reporte de conductas problemáticas y el número de parejas sexuales. De nuevo, este efecto es asimétrico, siendo característico de los hombres mas no de las mujeres. Conviene señalar que en estas estimaciones ya se filtró el efecto tanto de la edad del joven como del momento de la primera relación sexual puesto que se incluyó como variable explicativa el número de años de actividad sexual. También se debe destacar la mayor promiscuidad promedio de los hombres, para quienes cada año de actividad sexual representa, en promedio, una pareja adicional. Para las mujeres, el incremento en el número de parejas por año de actividad sexual es tan sólo de un tercio.
En cuanto al efecto de los comportamientos problemáticos sobre la promiscuidad, la asimetría es tan importante que para varias de estas conductas, en los hombres, el ejercicio de la violencia es sinónimo de acceso a un mayor número, mientras en las mujeres, por el contrario, se ve reducido el número de compañeros íntimos cuando reportan comportamientos problemáticos. En otros términos, ellas resultan sancionadas sexualmente por las conductas violentas mientras que los hombres, de manera perversa, se ven recompensados. La magnitud del efecto es importante: a título de ejemplo, para un joven el haber desafiado tempranamente a la autoridad le aporta, en término de parejas, el equivalente al paso de un año de espera. Un desafío grave a la autoridad, o una agresión le ahorran dos años en esa misma escala.
Es interesante observar que la conducta para la cual la asimetría entre los géneros es mayor es el porte de armas, y el conocimiento de su manejo. Mientras a los hombres les aporta el equivalente a dos años y medio en términos de número de parejas, para las mujeres equivale a una sanción de tres años.
Para la asociación entre las conductas violentas y la iniciación de la vida sexual es posible elaborar una explicación en el sentido inverso al que se ha planteado. Si se considera la actividad sexual entre los jóvenes como una especie de tabú, y su ejercicio como la trasgresión de una norma de comportamiento, puede plantearse la siguiente lógica: el joven que se lanza a tener relaciones sexuales queda definido, o aún marcado, como infractor lo que, probablemente, facilitaría la, ahora sí, trasgresión a las normas de convivencia. Esta argumentación resulta más limitada para dar cuenta de la asociación, también positiva, que se da entre las conductas violentas y el número de parejas sexuales.
Sea cual sea la explicación que se prefiera, lo que sí parece claro es que, si se acepta que el tener relaciones sexuales es algo apetecible y deseable entre los jóvenes, los más violentos no estarían teniendo mayores restricciones para el acceso a esas recompensas sino, por el contrario, estarían viéndose favorecidos. Es esa la razón para calificar de perverso el sistema de premios y recompensas que rige actualmente el comportamiento sexual de los jóvenes y para argumentar que el aparato de vigilancia y supervisión sobre ellos es ineficaz, pues parece estar dejando intacto un sistema de valoración de las parejas sexuales que contribuye poco a la prevención de la violencia.
Por otra parte, los datos de la encuesta sugieren que, para las adolescentes, embarcarse en aventuras sexuales con muchachos proclives a la violencia presenta varios riesgos. Por tratarse de individuos que han empezado más temprano su vida sexual, y que son más promiscuos, se puede pensar en mayores tendencias a la infidelidad. Ateniéndose a la sabiduría popular y a algunos testimonios -puesto que la literatura académica también es prácticamente muda al respecto- se puede incluso especular que se trata de individuos particularmente celosos. Refiriéndose a los sicarios de Medellín, Salazar (2001) comenta que “esta arbitrariedad de los guerreros, que ven en las mujeres sólo un objeto de poder, contrasta con la fidelidad que les exigían a sus parejas. “No se les puede traicionar ni con el pensamiento” dice Claudia” [81]. El mismo Kiko Moncada referido atrás, “una de sus (mujeres) suplentes lo traicionó y decidió matarla” [82].
Esos dos ingredientes, infidelidad y celos, son un claro antecedente de conflictos, e incluso violencia, entre las parejas. Sobre todo cuando, como sería el caso, ya existen antecedentes de agresiones en otros contextos. Si, además, se trata de individuos que son más reacios a utilizar métodos preventivos, aparecen los riesgos asociados con la transmisión de enfermedades sexuales y con el embarazo prematuro. Con la excepción de la vinculación a las maras, que parece favorecer el uso de algún método de prevención en las relaciones sexuales, el reporte de agresiones o ataques a la propiedad se asocia positivamente con el sexo irresponsable entre los hombres jóvenes. En el caso de las agresiones leves el resultado alcanza a ser estadísticamente significativo. Vale la pena destacar que, para los jóvenes que han cometido alguna agresión grave, es casi dos y media veces mayor el reporte de ser responsables de un embarazo.
Supervisión de los padres y uso del tiempo libre
A lo largo de los ejercicios que se han presentado, la supervisión de los menores por parte de la familia aparece de manera recurrente como un inhibidor de las conductas problemáticas y de la violencia. Es claro que los indicadores en extremo simples de vigilancia y supervisión utilizados en la encuesta ofrecen una visión limitada sobre el funcionamiento de ese complejo sistema informal de premios, castigos, y transmisión de valores entre generaciones. Aunque el análisis detallado de los determinantes de esa supervisión, o de qué es lo que permite que logre sus objetivos, sobrepasa los alcances de este trabajo, se pueden hacer ejercicios simples que arrojan algunos resultados interesantes.
Por ejemplo, aparece en los datos la insinuación de que, para ser eficaz en materia de alteración de las conductas, la supervisión debe graduarse y dosificarse, pues aplicada en exceso puede resultar contraproducente. En esencia, se encuentra que esta supervisión por parte de la familia: (i) presenta un marcado sesgo de género. El ser hombre disminuye de manera significativa la probabilidad (-63%, -6.8) de que los padres sepan con quien está el menor cuando sale de casa; (ii) la probabilidad de que exista este nivel mínimo de supervisión prácticamente se duplica cuando el joven manifiesta que se entiende bien con su madre (+110%, 5.0) o con su padre (+94%, 4.7); (iii) por el contrario, los antecedentes de violencia doméstica, el que la madre haya sido golpeada alguna vez hacen menos factible el ejercicio de esa vigilancia (-35%, -2.8) (iv) el hecho que el joven manifieste que siempre colabora con los quehaceres del hogar también facilita la supervisión (+58%, 3.4) (v) por último, se observa un efecto perverso con el desempeño escolar, en el sentido que los menores que han perdido un curso tiene una menor probabilidad de ser controlados por sus padres (-25%, -2.2).
En síntesis, la capacidad de supervisión sobre las actividades y relaciones juveniles fuera de casa aparece como algo estrechamente relacionado con lo que, globalmente, se puede denominar el buen ambiente que existe en el hogar entre padres e hijos. No parece muy arriesgado interpretar el innegable sesgo de género que se observa en el seguimiento de los menores como una manifestación de que uno de los objetivos de la vigilancia, tal vez el principal, es el de controlar la actividad sexual, sobre todo de las jóvenes. Algo bastante paradójico desde el punto de vista de la prevención de la violencia, ámbito dentro del cual lo obvio sería tratar de supervisar más las andanzas de ellos, que las de ellas.
Aunque alguna literatura señala que las condiciones económicas desfavorables repercuten negativamente sobre la capacidad de, o el interés por, hacerle seguimiento a las actividades de los hijos por fuera de la casa, los datos de la encuesta no corroboran esta hipótesis. En efecto, ni los indicadores directos de estrato económico, ni los niveles de educación de los padres muestran un efecto estadísticamente significativo sobre esta capacidad. Por otro lado, la estructura de la familia –el hecho de vivir sólo con la madre, o con esta y otra pareja- tampoco altera de manera significativa la capacidad de vigilancia familiar. Incluso, para los hogares en los cuales la cabeza de hogar es la madre, una vez se ha filtrado el efecto de la violencia doméstica, se alcanza a percibir un leve incremento de la capacidad de supervisión, aunque el efecto no estadísticamente significativo. Por el contrario, la situación asimilable a la de un padrastro si parece implicar una leve merma es la capacidad, aunque de nuevo el efecto no es significativo.
Fuera de las desenfocadas, o incompletas, consecuencias que parece tener la supervisión familiar sobre la actividad sexual de los jóvenes, y del efecto inhibidor sobre algunas conductas problemáticas vale la pena preguntarse si se observan otras secuelas de estos esfuerzos de vigilancia. Dos de los indicadores disponibles en la encuesta sobre el uso del tiempo libre por parte de los jóvenes se insinúan como buenos candidatos para recoger este efecto. El primero es el del lugar preferido para pasar la mayor parte del tiempo libre. El segundo es el de la frecuencia de las salidas nocturnas.
Los datos muestran que, como se podía esperar, los menores que están menos supervisados por los padres –en términos de saber dónde están, o con quien están al salir de casa- presentan dos características básicas. Por una lado, manifiestan pasar la mayor parte de su tiempo libre en la calle, en lugar de hacerlo en la casa. Por el otro, reportan una mayor frecuencia de salidas nocturnas. Con relación al primero de estos efectos se debe señalar, de nuevo, una significativa asimetría de género: entre los jóvenes, la calle aparece como un territorio fundamentalmente masculino. El ser hombre multiplica por más de tres la probabilidad (+220, 8.5) de que un adolescente declare ser callejero. Además, este riesgo (i) se incrementa con la edad (por cada año +6.2%, 2.1); (ii) es incompatible tanto con la condición de estudiante (-61%, -4.4) como (iii) con la supervisión familiar (-54%, -5.8) y (iv) es superior (+72%, 4.1) entre quienes practican algún deporte. Estos mismos factores contribuyen a explicar las diferencias en los hábitos de salidas nocturnas, sobre todo, cuando estas parecen ser excesivas.
El eventual resultado global de la vigilancia familiar -lograr que el joven termine siendo hogareño- muestra un efecto preventivo sobre la mayor parte de los comportamientos problemáticos: los desafíos tempranos a la autoridad, las agresiones leves, los ataques –leves y graves- a la propiedad, diversas etapas de los senderos hacia las maras y el consumo de droga. Por el contrario, la manifestación de que el lugar habitual para los ratos de ocio es la calle se asocia con el reporte de conductas dañinas o violentas. No se consideró conveniente incluir este indicador de, por llamarla de alguna manera, vocación por el hogar como un elemento explicativo de las infracciones o delitos por tratarse de una variable que puede ser tanto una consecuencia como una de las causas de los comportamientos problemáticos. A pesar de la observación anterior, no debe desconocerse el hecho de que si un joven termina pasando la mayor parte de su tiempo de ocio en casa, se pueda estar ante la señal de un sistema de supervisión eficaz por parte de la familia y, a su vez, de un buen antídoto contra las conductas violentas.
Más importante aún en términos de prevención resulta el hecho que la vida en la calle parece bastante incompatible no sólo, como ya se vio, con la escolaridad sino, entre los jóvenes que todavía estudian, con el buen desempeño escolar. En efecto, para los estudiantes, la probabilidad de perder un curso se multiplica por más de dos (+116%, 4.3) entre quienes manifiestan ser callejeros.
Estos resultados, que no son más que la expresión de un dato de la sabiduría convencional en materia de educación -que el hogar protege a los menores de los riesgos y peligros que abundan en la calle- en buena medida va en contravía de lo que se puede considerar una visión distorsionada sobre las virtudes de la vida de barrio en la formación de los jóvenes.
En últimas, se han aplicado a los jóvenes la misma lógica, y los mismos parámetros normativos, que a los adultos. Sin mayor justificación se supone con frecuencia que los elementos de interacción con la comunidad que contribuyen a la caracterización de un buen ciudadano se pueden extender sin salvedades a los jóvenes. Pasar tiempo en las calles, o en las canchas, del barrio para un adulto que llega de su trabajo, o para un pensionado, o para alguien dedicado a las tareas del hogar, puede resultar siempre benéfico. Puede serlo mucho menos para un joven que ha dejado de estudiar, sobre todo en las horas en que muchos jóvenes de su edad asisten a la escuela. En cierta medida, parte de los diagnósticos han idealizado la vida comunitaria como una vía idónea de formación de los jóvenes y un mecanismo eficaz de prevención de la violencia. Si algo se puede decir es que, tanto la teoría, como la evidencia al respecto, son bastante débiles. Casi por definición, los comportamientos violentos de los jóvenes es algo que las comunidades de vecinos no pueden enfrentar, ni controlar. Ni mucho menos prevenir. Los vecinos de barrio ni siquiera parecen estar interesados en hacer algo al respecto. En efecto, de acuerdo con los adolescentes que respondieron la encuesta [83], los vecinos son las personas mejor informadas sobre la comisión de delitos juveniles, incluso más que la familia y mucho más que los profesores.
Gráfica 5.13
A pesar de lo anterior, menos de la tercera parte de los vecinos enterados de algún delito parecen estar dispuestos a transmitir esa información a la familia del joven delincuente o a las autoridades. La reacción más típica (35%) es la de no hacer nada, y un 17% estimulan a los jóvenes o los aprueban.
Son numerosos los testimonios en el sentido que cuando los vecinos reaccionan ante la violencia de su barrio lo hacen no sólo de manera tardía sino imprevisible, y muchas veces violenta. Los linchamientos, los ajusticiamientos o la simple contratación de protectores privados no son otra cosa que la respuesta de comunidades supuestamente bien organizadas. La respuesta ex-post ante la violencia o la delincuencia es algo que en últimas requiere, cuando se presenta y no se pudo prevenir, algo de coerción. Es una tarea estatal. Las respuestas del vecindario que con frecuencia son convenientes y deseables en muchas dimensiones –participación en obras comunitarias, vínculos y redes de apoyo- no pueden extenderse de manera automática a la aplicación de castigos, al control de la venganza. Algo que tiene que ver con la naturaleza misma de la función pública
Lo que muestran los datos es que para los jóvenes el ambiente de barrio, el hacer amigos en la calle, el estar por fuera de la casa y del sistema escolar –aunque sea haciendo deporte- es muchas veces un estímulo para las conductas problemáticas. Desde el punto de vista de la prevención de la violencia, y sin que se pretendan valorar las repercusiones de esta observación en otras áreas de la vida social, resultan socialmente más deseables los jóvenes que pasan la mayor parte de su vida bajo la tutela del sistema educativo y de la familia. Los barrios, las comunidades, e incluso las actividades que se desarrollan alrededor de las canchas deportivas, no parecen haber sido diseñados para la delicada y sofisticada labor de formar a los jóvenes.
Factores que no ayudan a explicar la violencia juvenil en Honduras
Vale la pena detenerse a realizar un inventario, y un breve análisis, de la lista de factores que, de acuerdo con los resultados de la encuesta, no contribuyen a discriminar a los jóvenes delincuentes, agresores o mareros del resto de los menores y que por lo tanto no parecen ser objetivos prioritarios para los programas de prevención de la violencia. Conviene aclarar que estas observaciones se circunscriben a lo observado en Honduras a partir de los datos de la encuesta y que no se plantean como observaciones susceptibles de ser generalizadas a otros contextos. De hecho, para una encuesta similar realizada en Nicaragua aparecen, por una lado, algunas asociaciones entre la afiliación a pandillas y el nivel económico y, por otro lado, no se encuentra la extraña relación que se da en Honduras entre el ejercicio del deporte y ciertas conductas problemáticas.
Un punto que vale la pena destacar es la debilidad de las asociaciones entre las condiciones económicas de la familia consignadas en la encuesta y la violencia entre los jóvenes. En la Tabla 4.1.1 se resumen los resultados del ejercicio consistente en incluir, en cada una de las ecuaciones analizadas, los distintos indicadores disponibles sobre la situación económica del joven o de sus familiares [84].
Cuadro 5.1
Para el incidente que se puede considerar la anticipación más temprana de conductas problemáticas posteriores, los desafíos a la autoridad familiar o de la escuela, ninguno de los indicadores de estrato o de ingreso muestra tener algún efecto significativo. El que más se acerca a mostrar alguna capacidad de predicción, pertenecer al estrato bajo, lo hace con un signo contrario al esperado: los jóvenes provenientes de las familias más pobres son menos propensos a la rebeldía. Algo que un observador sin prejuicios materialistas podría muy bien esperar. En el mismo sentido, se observa que la educación de la madre, o el que tenga un empleo tiende a favorecer, y no a inhibir, los enfrentamientos tempranos con la autoridad [85].
Para las agresiones leves, de nuevo, ni la auto percepción del estrato económico por parte del joven, ni el monto mensual de sus gastos personales, ni la calificación de satisfacción con la situación económica de la familia, ni el nivel educativo o la vinculación de la madre al mercado laboral, ni la educación del padre contribuyen a diferenciar a los jóvenes agresores de los demás. El único elemento que se podría pensar muestra alguna relación, que el padre tenga un empleo, no sólo es poco significativo a nivel global sino que su efecto es nulo cuando la muestra se restringe a una de las encuestas. Para las agresiones graves, la incapacidad de las variables relacionadas con la situación económica de la familia para discriminar a los delincuentes de los simples infractores es aún más marcada.
El ser un pequeño ladronzuelo, o el comprar objetos robados, tampoco es algo que se explique adecuadamente a partir de las condiciones económicas del hogar. Por el contrario, y aunque de manera no significativa, se observa un signo perverso del estrato sobre la probabilidad de reportar atentados menores contra los bienes de terceros. Como se señaló atrás, una de las pocas conductas para la cual se alcanza a percibir un efecto impulsor de las adversidades económicas es la de los ataques serios contra la propiedad –atracos, robos a viviendas o locales o de vehículos-. El estar en el quintil de gastos personales más bajo aumenta la posibilidad de pasar de ser un pequeño ladrón a un profesional del robo. Este resultado tiene bastante sentido. Si, como se plantea con frecuencia, la pobreza es algo que empuja hacia la delincuencia, se esperaría en principio que el tipo de delitos que surgen con las dificultades económicas estén orientados a la obtención de recursos.
La otra categoría de comportamiento para la cual se observa un impacto de la adversidad económica -con el signo previsto en las explicaciones tradicionales- es en el tránsito de simpatizante de las maras a marero potencial [86]. En efecto, cuando se analizan los distintos posibles senderos hacia las maras, se observa que el único peldaño para el cual la situación económica –en forma casi independiente del indicador que se utilice- parece jugar un papel determinante es el penúltimo cuando se hace el recorrido por la vía de los simpatizantes. En otros términos, lo que los datos sugieren es que, dentro de aquellos jóvenes que manifiestan una simpatía hacia las maras, la situación económica favorable juega un efecto inhibidor para dar el paso adicional de cuestionarse si vale la pena ingresar a tales grupos. No resulta fácil racionalizar este resultado, sobre todo si se tiene en cuenta que el nivel económico no juega un papel relevante ni para los pasos previos, ni para el paso definitivo posterior. En efecto, los indicadores de estrato ya no sirven para discriminar a los mareros efectivos de los mareros potenciales, o del total de jóvenes.
Otro ejercicio de interés consiste en comparar, entre distintos sub-grupos de jóvenes, la percepción de su estrato económico. Al respecto, un primer punto que llama la atención es que la distribución de esta percepción es prácticamente la misma entre los infractores, los delincuentes y la población total de jóvenes. Con relación a las maras se observan varias cosas. La percepción de su estrato por parte de los mismos mareros difiere de la del total de jóvenes en una mayor participación del estrato bajo (19.4% contra 12.7%), un menor peso del estrato medio (27.4% contra 39.8%) y, sorprendentemente, una fracción superior, entre los mareros, de quienes se consideran de estrato alto (11.3% contra 6.9%). Por otra parte, entre los jóvenes que conocen personalmente a un marero, la percepción del estrato de ese marero es la que mejor se ajusta a la visión tradicional que le asigna una participación que es mayor en los estratos bajos (34.2%) y decrece progresivamente al aumentar el estrato (hasta 10.1% en el más alto). En cualquier caso, sea desde el punto de vista de los propios mareros, o de terceros que los conocen, el punto que vale la pena destacar es que la proporción asignada a los miembros de maras de “clase alta” es superior a la que se observa en la población total de jóvenes de la encuesta. En otros términos, lo que estos datos señalan, en contra de la visión más generalizada, es que también en las clases más favorecidas existen jóvenes pandilleros y que por lo tanto no es esta una actividad que se deba considerar patrimonio exclusivo de las clases populares.
Estos resultados no sorprenden, dado el escaso desarrollo de una teoría, a nivel de comportamiento individual, que permita relacionar las privaciones económicas con los comportamientos agresivos. Fuera de las visiones idealizadas, y sobre las cuales es escasa la evidencia empírica, que asocian la pobreza con cierto espíritu de rebelión que conduce a las manifestaciones de violencia dirigidas contra un sistema social y económico excluyente, son dos las vías que se han sugerido recientemente en la literatura para asociar, de manera indirecta, la precariedad económica de las familias y las conductas agresivas de los jóvenes. La primera es a través de la violencia doméstica, cuya incidencia parece mayor entre las familias más desfavorecidas, y que dejaría como secuela entre los jóvenes ciertas tendencias hacia la agresión. La segunda tendría que ver con las deficiencias en la supervisión sobre los jóvenes derivadas de la precariedad económica: los hogares pobres tendrían menos recursos, o voluntad, o ánimo, disponibles para ejercer unos niveles mínimos de vigilancia sobre las actividades y comportamientos de los jóvenes. Aunque de manera no robusta –en el sentido de que los resultados se alteran con los cambios de muestra- los datos de la encuesta tienden a dar algún apoyo a estas dos versiones de asociación indirecta entre condiciones económicas y conductas agresivas. Por un lado, como ya se vio, se encuentra un efecto positivo de los antecedentes de violencia doméstica, en particular del hecho que la madre haya sido golpeada alguna vez, sobre el reporte de conductas agresivas por parte del joven. Por otra parte, también de manera indirecta, se observa que el haber sido víctima de abuso sexual, alguna vez, contribuye a explicar ciertas agresiones. En este caso, lo que parece menos evidente es la asociación negativa entre abuso sexual y estrato económico de lo jóvenes. Por último, aunque sí se observa un efecto negativo de distintos indicadores de supervisión por parte de los padres sobre la prevalencia de comportamientos agresivos, los datos de la encuesta sugieren que la capacidad de supervisión de los padres sobre los hijos es algo bastante más complejo que una simple consecuencia de la situación económica de los hogares.
Atenuando la validez de percepciones relativamente arraigadas, la estructura de la familia –si el joven vive sólo con la madre, o si vive con esta y otra pareja o si la madre del joven era adolescente cuando lo tuvo- no aparece en la encuesta como un elemento determinante del reporte de comportamientos agresivos leves por parte de los jóvenes. Por una parte, el provenir de un hogar monoparental, y en particular el vivir sólo con la madre, no contribuye de manera significativa a discriminar a los jóvenes que reportan desafío temprano a la autoridad, ataques leves a la propiedad, o agresiones. Algo similar puede decirse sobre la edad de la madre del joven al tenerlo.
Cuadro 5.2
Bastante más problemática parecería ser la situación en la cual el joven vive con su madre y con otra pareja que no es su padre. Esta atmósfera desfavorable del padrastro, que no ha sido señalada como relevante por las explicaciones centradas en las condiciones económicas del hogar, ha recibido por el contrario bastante atención tanto en la literatura infantil tradicional como en las teorías evolucionistas, que la destacan como factor explicativo de la violencia doméstica [87]. De cualquier manera, los resultados de la encuesta no son del todo robustos en cuanto a la relevancia de esta característica de los hogares.
Uno de los resultados más inesperados de la encuesta realizada entre los jóvenes hondureños tiene que ver con la compleja relación que se observa entre el ejercicio de algún deporte, el desempeño escolar y los comportamientos problemáticos. En términos generales, los datos de la encuesta sugieren que no siempre se puede afirmar que el deporte tiene un efecto preventivo sobre la violencia.
Un primer aspecto que conviene abordar es el de la caracterización de los jóvenes que practican algún deporte. Al respecto, sobresale el hecho de que se trata de una actividad en la cual es impactante el sesgo de género: el ser hombre multiplica por más de cinco la probabilidad de ser deportista, siendo esta, de lejos, la característica que mejor los distingue. Se trata, por otra parte, de una actividad para la cual el estar escolarizado aparece como un estímulo (+65%, 5.1) y un hábito con un componente hereditario importante: que los padres sean deportistas casi duplica, y de manera muy significativa, (+83%, 5.2) la probabilidad de que los hijos también lo sean. Los distintos indicadores de la situación económica de la familia favorecen la práctica deportiva: cada escalón adicional en la percepción de estrato social incrementa en un 15% los chances de práctica deportiva, y cada nivel educativo de la madre le suma un 12%. Por último, la disponibilidad de canchas en el barrio tiene un efecto importante y significativo (+254%, 10.2) sobre la probabilidad de que un joven haga deporte. Desafortunadamente, no se dispone en la encuesta de información acerca del efecto que tiene sobre el ejercicio físico regular la disponibilidad de canchas en las instalaciones escolares.
Una segunda consecuencia de la disponibilidad de instalaciones deportivas en los barrios es la de aumentar de manera significativa (+70%, 3.4) la proporción de jóvenes que reportan pasar la mayor parte de su tiempo libre en las canchas. Por otra parte, y a pesar de que el estudio, como se vio, favorece la práctica deportiva, la vinculación al sistema educativo disminuye (-34%, -2.8) la probabilidad de uso habitual de las canchas como sitio para pasar el tiempo libre. Así, a pesar de las repercusiones indudablemente positivas de la disponibilidad de canchas sobre los hábitos deportivos de los jóvenes en general, no debe pasarse por alto el hecho que estas las tienden a utilizar sobre todo los hombres y, entre estos, los que no estudian.
Tanto el deporte como los indicadores de nivel socio económico de la familia muestran una gran capacidad para contener la decisión crucial de abandonar el sistema escolar. Así, es 70% más probable que un joven deportista continúe vinculado a la escuela a que lo haga quien no practica un deporte.Sin embargo, entre quienes ya han abandonado el sistema escolar, el deporte aparece como un elemento que no inhibe -y en algunos casos está asociado positivamente- con los comportamientos problemáticos.
La lógica de esta extraña e inesperada asociación entre el deporte y algunas de las conductas problemáticas podría ser la siguiente: aunque el deporte parece favorecer la escolarización, para quienes salen del sistema escolar se trataría a su vez el mecanismo crucial de socialización entre hombres jóvenes. Así, el sitio más adecuado para reunirse, para hacer amigos –e incluso para conocer delincuentes- serían las instalaciones deportivas. Se plantea entonces un dilema para el diseño de programas de prevención basados en el estímulo a la práctica deportiva y es el de evitar que tales programas se puedan convertir en un estímulo, o premio, o subsidio, para los jóvenes que han dejado de estudiar. Una posibilidad sería la de focalizar el apoyo al deporte entre los jóvenes escolarizados puesto que, como se vio, esto disminuye la probabilidad de abandono escolar.
En materia de políticas, uno de los corolarios del planteamiento tradicional que el deporte siempre disuade a los agresores es que la construcción de infraestructura deportiva o de ocio constituye un mecanismo idóneos de prevención de la violencia juvenil. Los datos de la encuesta no corroboran para Honduras la efectividad de tales medidas preventivas. Por un lado, son escasos las asociaciones negativas entre los indicadores de disponibilidad o calidad de infraestructura en los barrios y el reporte de comportamientos problemáticos. Para la disponibilidad de parques, por ejemplo, se observan asociaciones inversas a las esperadas. La relación positiva entre la posibilidad de acceso a espacios de recreación y la violencia juvenil es sobre todo relevante entre los jóvenes no escolarizados. La falta de una relación clara entre la disponibilidad de espacios público, o de su calidad, y la violencia juvenil se observa también en los datos de victimización de los mismos jóvenes de la encuesta.
Uno de los pocos indicios de relación negativa entre la disponibilidad o calidad del espacio público y alguna variable relacionada con la violencia juvenil se observa para la valoración que hacen los jóvenes de la sensación de seguridad en el barrio. En esta dimensión se observa que el contar con canchas deportivas inhibe el paso de sentirse “algo seguro” a “muy inseguro” en las calles del barrio. Si se considera no sólo la disponibilidad sino la percepción de la calidad de la infraestructura lo que se observa es que el efecto es mayor y más significativo para la calificación de las condiciones generales del espacio público en el barrio.
[1] Rubio (1999), Gaviria y Pagés (2000)
[2] Estudio de Opinión, Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, citado por Leyva (2001) página 17.
[3] Datos suministrados por Leyva (2001) a partir de los Informes Estadísticos Anuales de la Policía Preventiva y la DGIC.
[4] Citadas por Urbina (1997) sin mencionar el origen de las cifras.
[5] FONAC (2000) página 19.
[6] Espitia (1999)
[7] Suministrados por Urbina (1997) en donde tampoco se menciona la fuente.
[8] Tal es la opinión de Leyva (2001). Tanto Espitia (1999) como Leyva (2001) citan como fuente de sus cálculos las estadísticas de la Policía y por lo tanto no es fácil determinar el origen de la discrepancia entre una y otra fuente. De cualquier manera, Espitia (1999) también encuentra que las cifras de Medicina Forense son inferiores a las reportadas por la Policía.
[9] Fajnzylber Pablo, Daniel Lederman and Norman Loayza (1998). Determinants of Crime Rates in Latin America and the World. An Empirical Assesment. Washington: World Bank Latin America and Caribbean Studies.
[10] Ley del Ministerio Público citada por Leyva (2001) página 24. Subrayado propio
[11] Soares (1999) muestra cómo la aparente relación positiva entre niveles de desarrollo y criminalidad se explica relativamente bien con la observación que los niveles generales de desarrollo de una sociedad se asocian con un aumento en la proporción de delitos que se denuncian.
[12] Como habría ocurrido en Colombia a lo largo de los años 80. Ver Rubio (1999)
[13] Leyva (2001) basado en Informes Estadísticos Anuales.
[14] Ver Rubio (1999) – “La Justicia en los Municipios Colombianos. Informe final de Investigación”. Bogotá: Corporación Excelencia en la Justicia.
[15] Ver Rubio (1999)
[16] Reuter y Roman (2000).
[17] Que, en la actualidad, se ha hecho en Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica y Paraguay en un esfuerzo coordinado por United Nations Interregional Crime and Justice Research Institute (UNICRI). Ver Alvazzi del Frati (1998)
[18] Como parte del Proyecto de Gobernabilidad Democrática
[19] Rico (2000) página 193
[20] De hecho en BID (1999) no se incluye información sobre Honduras.
[21] Fajnzylber et al (1998)
[22] Medellín y Cali sumadas, por ejemplo, representan tan sólo el 5% de la población colombiana.
[23] Esto ocurre tanto para las cifras de la DGIC en dónde no se separan los homicidios de San Pedro Sula de los del resto del Departamento de Cortés, como para las estadísticas de Medicina Forense, cuya oficina regional de San Pedro Sula incluye datos de algunos municipios que ni siquiera pertenecen al departamento de Cortés, como Copán, Gracias Lempira, La Ceiba, Roatán o Tela.
[24] Reportados por Leyva (2001) anexo B
[25] Espitia (1999) Tabla 1, página 10. Aunque en este trabajo no se hace explícito que los datos de la Policía reportados para San Pedro Sula cubren todo el departamento de Cortés se supone, de acuerdo con Leyva (2001) que tal es el cubrimiento regional. Por otra parte, al dato de 1999 que incluía información tan sólo hasta Septiembre se le aplicó un ajuste por los tres meses restantes.
[26] Con la excepción de Choluteca y Copán, departamentos en los cuales la tasa de homicidios aumentó en más del 100% entre 1996 y el 2000, Cortés es una de las regiones que mayor incremento mostró durante el último quinquenio. Solamente dos departamentos -Francisco Morazán y Ocotepeque- presentan disminuciones significativas de la violencia homicida, ambas concentradas en el último período, y en otros dos –Olancho y El Paraíso- se observa una relativa estabilidad. Así, la violencia en Honduras aparece no sólo como un fenómeno con altas disparidades regionales sino, además con bastante heterogeneidad en términos de su dinámica.
[27] La cifra sugerida por la fuente tomada para la elaboración de esta Gráfico para Ciudad de Guatemala ha sido sujeta a un intenso debate y todo parece indicar que está altamente sobre estimada. Ver BID-CIEN (2001).
[28] En forma muy similar a lo que se ha encontrado para las grandes ciudades colombianas. Ver por ejemplo Llorente et al (2001)
[29] En donde, de acuerdo con Botero (1999) también se reciben las denuncias tanto de la Policía Preventiva (antes FSP) como de las Fiscalías y los Juzgados de la Niñez.
[30] Botero (1999) página 36
[31] Faustino Ordoñez Baca y Nelson Lanza (2000) “De casos insólitos está llena la Penitenciaría Central” - La Prensa 4 de mayo del 2000
[32] Editorial del diario Tiempo citado por Salomón (1993) página 29. Subrayado en la cita.
[33] Avila et al (2001) página 6. Subrayado en el original.
[34] Ibid. p. 32
[35] Rico (2000) página 182
[37] FONAC (1998) Página 10.
[38] Schulz (1993) páginas 11 y 20
[39] Salomón (1999) páginas 56 y 57
[40] Citada por Leyva (2001) página 19
[41] UPM(sf) página 29
[42] Editorial La Prensa Mayo 18 de 1998
[43] Violencia y seguridad ciudadana La Prensa 04 de agosto de 1999
[44] Salomón et al (1999) página 6
[45] Una revisión reciente de la literatura empírica se encuentra en Fajnzylber et al (2000)
[46] Fajnzylber et al (2000). En este trabajo se utilizaron dos indicadores del mercado ilegal de drogas para cada país: el número de casos (por cien mil habitantes) de posesión por encima de los niveles legalmente permitidos y, por otro lado, el hecho el país en cuestión aparezca o no en la lista de productores de cualquier droga ilegal que publica anualmente el INCSR (International Narcotics Control Strategy Report) del departamento de Estado.
[48] Levitt y Rubio (2001)
[49] Llorente el al (2001)
[50] Ver Sánchez y Núñez. “Determinantes del crimen violento en un país altamente violento”. Bogotá: CEDE-Universidad de los Andes.
[51] Las cifras para las comparaciones internacionales se toman de Alvazzi del Frate, Anna (1998). Victims of Crime in the Developping World. UNICRI. Roma: Publication No 57. También se puede consultar los datos en Internet.
[52] Se comparó con la tasa de “robbery” del ICVS.
[53] En ambos casos se ofrecían como posibilidad de respuesta Alta Media Baja Ninguna y NS/NR
[54] En concreto, a la calificación de ninguno se le asignó el valor 0. Para los demás valores se tomó la distribución de las respuestas que, entre 1 y 10, habían dado las empresas y se calculó el promedio del primer 33% más bajo de las respuestas a la calificación Bajo, el del segundo 33% a la de medio y el del tercero al valor alto. Con este procedimiento, los valores asignados fueron: para las maras bajo=3.2, medio = 7.5 y alto =9.8. Para el crimen organizado bajo=4.0, medio=6.5 y alto=9.
[55] En la que se incluye simplemente la razón “robo o asalto” de la encuesta.
[56] En la cual se incluyen las siguientes razones: venganza, ajuste de cuentas, ajusticiamiento y un caso de muerte a un “asesino violador” de la categoría otros
[57] Constituida por las riñas, el maltrato familiar y las siguientes razones de la categoría otros: “sólo por matarlo”, “por equivocación”, “por celos”, “por envidia” y “por juegos de azar”.
[58] La pregunta que se hacía era: “¿El homicida ya había matado a otras personas?” y las alternativas de respuesta eran SI, NO y ns/nr (no sabe o no responde). La opción SI se tomó como indicador de un homicida reincidente, la opción NO como indicador de que se trataba del primer homicidio cometido.
[59] Se estima un modelo logit restringiendo la muestra a aquellos casos en los cuales los afectados manifestaron saber si el homicida era reincidente o no. Entre paréntesis se indica el nombre de variable utilizado en la ecuación y se recuerda con un signo (+) si el efecto es positivo sobre la variable dependiente, en este caso que se trate de un homicida reincidente y (-) en caso de un impacto negativo. Todas las variables mencionadas son estadísticamente significativas al 95%
[60] Disminuye ligeramente la significancia estadística de la variable sobre si el homicida actuaba sólo o en grupo, lo cual tiene bastante sentido pues dicha variable no es totalmente independiente de la relativa al nexo con las maras, cuyos miembros por lo general actúan en grupo. Por otra parte, pierde significancia estadística la variable relacionada con el lugar del homicidio. Este efecto también puede estar relacionado con el hecho de las peculiaridades de las maras en cuanto a sus escenarios de actuación.
[61] Desviación estándar de 2.5 n=34.
[62] El término incapacitar se utiliza aquí como un anglicismo para incapacitation que es lo que en el derecho penal se conoce como prevención especial y que consiste básicamente en impedir -físicamente, por ejemplo mediante el encarcelamiento – que el agresor cometa nuevos atentados. No se empleo el término prevención especial por considerar que presenta confusiones con las medidas no penales.
[63] Al estimar la ecuación en términos de “odds-ratio” el efecto negativo se traduce en un coeficiente inferior a la unidad. El signo del z en la ecuación sí aparece negativo en el reporte de la ecuación.
[64] No sobra recordar que estas son las características que diferencian el primer homicidio de los subsiguientes.
[65] Presidencia de la República (1993) "Seguridad para la gente - Segunda fase de la Estrategia Nacional contra la Violencia", Bogotá pag 15. Para El Salvador explicaciones muy similares fueron ofrecidas por las autoridades en la apertura del foro “Juntos por la Paz Social” realizado en Septiembre de 2000.
[66] La ficha técnica de la encuesta, los formularios aplicados, el listado de frecuencias simples de todas las variables, los cruces más relevantes, así como una breve memoria descriptiva se encuentran en Rubio e INE (2003b) y Rubio y DIEM (2003)
[67] En particular Loeber (1996)
[68] En la ecuación se incluyó el que los padres sepan “con quien” están los jóvenes cuando salen de casa, pero también muestran tener un efecto inhibitorio, y estadísticamente significativo, el que los padres sepan “dónde” están los jóvenes, o el que hayan establecido horarios de entrada y salida de casa.
[69] Ver Tremblay (2000a)
[70] Teniendo en cuenta la manera como se construyó la variable dependiente de esta ecuación los coeficientes se pueden interpretar como el efecto de cada (unidad de) variable independiente sobre la probabilidad de escalar un peldaño adicional en la vía hacia las maras. Entre paréntesis se reporta esta magnitud, en porcentajes, y el valor de la estadística t del respectivo coeficiente.
[71] Todas las variables incluidas en la ecuación muestran un efecto robusto, en el sentido que son significativas tanto para la muestra total como para cada una de las encuesta realizadas de manera separada
[72] Fenómeno para la cual los mismos resultados de esta encuesta sugieren que la explicación “materialista” –se abandona la escuela porque se es pobre- es claramente insuficiente.
[73] Aunque menos de la mitad (44.9%) de los jóvenes que conocen personalmente a un marero dicen haber discutido con él las razones que lo llevaron a tomar esa decisión , entre quienes expresan una opinión sobre tales razones el porcentaje que han discutido con el marero es cercano al 100%.
[74] No se incluyeron en las gráficas las cifras correspondientes a las mujeres de las maras puesto que sólo había tres de ellas en la muestra, una de las cuales no respondió las preguntas sobre actividad sexual.
[75] Escobar, Alonso “Don dinero y don sexo, dos amos poderosos” El Tiempo, Febrero 2 de 2003
[76] Para filtrar tanto el efecto de la edad del joven como la edad a la que tuvo su primera relación se incluyó como variable explicativa del número de parejas reportadas el número de años de actividad sexual.
[77] Ver por ejemplo Ghiglieri (2000) o Wrangham y Peterson (1996)
[78] Salazar (2001) páginas 90, 173 y 175.
[79] “La confesión de Fernandino” Revista Semana Abril 30 de 2001.
[80] Que no nos quiten el ‘chopo’ Ochoa, Luis Noé Bogotá, EL TIEMPO Sábado 25 de enero de 2003.
[81] Salazar (2001) p. 174
[82] Salazar (2001) p. 175
[83] Los porcentajes que se reportan en la parte superior de la Gráfica 3.2.2 corresponden a la proporción de respuestas afirmativas a la pregunta: “En caso que conozcas a un joven que haya cometido delitos. Sabes tú cuales de las siguientes personas están enteradas del comportamiento de ese joven que ha cometido delitos graves?”
[84] En la tabla se reporta el valor z del coeficiente de cada variable. Se considera estadísticamente significativo un valor superior a dos.
[85] Como se señaló atrás, aunque el coeficiente es estadísticamente significativo a nivel global, el efecto no es robusto y por esa razón no se incluyó en la ecuación.
[86] Entendido como el joven que se ha planteado la inquietud de ingresar a una mara.
[87] Ver por ejemplo Daly, Martin and Margo Wilson (1988). Homicide. Aldine de Gruyter.