César, un pandillero nicaragüense, afirma sin disimulado orgullo: “Nosotros gobernamos el barrio sin que nadie nos diga nada. Si alguien dice algo lo palmamos. Se acalambran porque somos muchos. Los jóvenes mandamos’’ [1].
Este testimonio -que fue posteriormente utilizado en las encuestas de auto reporte para tratar de medir el poder de las maras y pandillas en los barrios- resume adecuadamente la esencia de la violencia juvenil, y del escenario de seguridad en Nicaragua, o por lo menos en su capital. En una situación con bajas tasas de homicidio, una delincuencia que se puede considerar primitiva y poco sofisticada de la cual los jóvenes son actores primordiales, con baja incidencia de las mafias, las pandillas juveniles se destacan como el principal factor perturbador de la seguridad ciudadana en Managua, y se puede temer que como un obstáculo a la consolidación de la democracia en ciertas localidades.
Con frecuencia se señala a Nicaragua como uno de los países más seguros de Centroamérica. A pesar de lo anterior, se señala que los indicadores de seguridad se deterioraron a lo largo de los años noventa [2]. El aumento se califica a veces de alarmante [3] y se alcanza a mencionar "un ritmo galopante en la actividad delictiva" [4]. Se anota que entre 1990 y 1994 el total de denuncias se incrementó en un 68% [5] mientras que entre 1997 y 2001 lo habrían hecho en un 43% [6]. En el mismo período el número de detenidos aumentó en un 13% [7].
Como peculiaridad Nicaragüense se menciona a veces la violencia sexual [8] cuya participación en el total de delitos denunciados es del orden del 4%, con un aumento superior al 250% entre 1990 y 1994 [9].
También a lo largo de los noventa se habría dado un significativo aumento en la participación de los adolescentes en la comisión de delitos [10]. Entre 1993 y 1999, los delitos denunciados cometidos por adolescentes habrían aumentado en un 133% [11]. La creciente participación de los jóvenes entre los detenidos tendería a corroborar esta impresión [12]. Entre 1995 y 2000 el 27% de los reos eran menores de 18 años. Para 2001 tal porcentaje ya habría alcanzado el 40% [13]. Los principales delitos cometidos por menores serían los robos y hurtos, las lesiones y los daños a la propiedad [14]. Los jóvenes (13 a 25 años) serían responsables de más de la mitad de los delitos de violación [15].
Las explicaciones corrientes
Como es usual en América Latina, una de las explicaciones más usuales para el incremento de la delincuencia está relacionada con el deterioro de la situación social y económica.
"El incremento acelerado de la delincuencia experimentado en los últimos años se ha caracterizado por el consistente deterioro de las condiciones económicas y sociales, la agudización de la pobreza extrema, la insatisfacción de las necesidades básicas de amplias capas de la población, el desempleo, la marginación del acceso de las oportunidades de educación y servicios de salud y la batalla por la sobrevivencia (sis) y el logro de un mejor nivel de vida" [16]
“Diversas fuentes, oficiales y privadas, coinciden en las altas cifras pobreza de la población nicaragüense. En estas cifras, los jóvenes tienen un peso considerable. Muchos de ellos han buscado soluciones en el ámbito delincuencial” [17]
“Estos delitos (contra el patrimonio) tienen una correlación directa con la variable desempleo, al verificarse que, de los delincuentes capturados por la policía en el período 1991-1995, 30% no tenía ningún trabajo y 48% estaba subempleado” [18]
También es usual explicar la situación actual de inseguridad como una herencia del conflicto armado. Esta repercusión se habría dado por varias vías complementarias. La primera sería a través de las armas que habrían quedado en poder de los ex-militares del ejército popular sandinista y del Ministerio del Interior, y del efecto que la tenencia de armas de fuego tiene sobre los delitos contra la vida e integridad de las personas [19].
La segunda sería por la formación de bandas armadas por parte de los desmovilizados [20]. También se menciona el desempleo producido por la reducción de los aparatos policiales y de seguridad que se dio con el fin de la guerra [21] y, por último, la destrucción del aparato productivo ocasionada por la guerra, con el consecuente deterioro de la inversión social [22].
En algunos trabajos se señala la creciente utilización del territorio nicaragüense por parte de las organizaciones del narcotráfico [23]. Los delitos relacionados con drogas habrían aumentado más del 20% entre 1997 y 2001.
Se reconoce la conexión del narcotráfico con la violencia. También se señala el efecto nocivo derivado de la localización de Nicaragua como lugar de tránsito sobre el consumo de droga. “Nicaragua es un lugar de transito de la droga que va de los países del sur (Colombia, Perú, Bolivia) al norte (principalmente Estados Unidos), quedando una parte para la comercialización y consumo local. Este efecto “derrame” se produce principalmente porque el crimen organizado paga a los traficantes locales con drogas, quienes, a su vez, le buscan venta en el mercado interno. También, invade aquella que botan los narcotraficantes en el océano y, es recogida por los habitantes de la costa, fenómeno que se experimenta más que todo en el Caribe. La producción local es de marihuana, concentrada en la zona norte del país.” [24]
De acuerdo con la información de la Policía nicaragüense en 1999 se contabilizaban 110 pandillas en este país. [25]. Para 2001 la cifra ya habría subido a 174 [26], o sea un incremento superior al 25% anual. Más de la mitad (58%) de las pandillas estaría concentrada en Managua [27].
Como aspecto novedoso en Centroamérica Sosa y Rocha (2001) señalan la intervención de las pandillas juveniles en actividades políticas. “Las pandillas intervienen en las protestas de gremios –como la huelga de los transportistas en abril de 1999- definen su duración y, con ello, inclinan la balanza de la correlación de fuerzas y la solución de conflictos” [28]. Aunque reconocen que este tipo de intervención con frecuencia se hace a cambio de un pago, y por lo tanto cabría interpretarla como utilización, incluso manipulación, de tales pandillas, los mismos autores alcanzan a sugerir que se trata de una expresión de la protesta social. “Las pandillas) son más expresión del descontento popular que dirección del mismo. No constituyen una respuesta articulada aunque sí un síntoma de malestar popular por la situación socioeconómica. Son expresión de un malestar imposible de ser convertido en movimiento social …” [29].
Como factores que afectan la afiliación de los jóvenes a las pandillas se mencionan la desescolarización, la socialización en la calle, la estructura familiar –siendo los hogares monoparentales los de mayor riesgo- el grupo de amigos, el acceso a la droga, la diversión, la venganza y la protección y defensa del barrio [30]
Tasas de homicidio
Parece ser que la calificación de Nicaragua como el país más seguro de Centroamérica surge de la comparación de las tasas de homicidio de la región dentro de las cuales, en efecto, la nicaragüense sería la menor. “Aunque la tasa de homicidios en Nicaragua sea relativamente baja en el contexto centroamericano, el aumento de las denuncias por delitos contra la propiedad, por lesiones y sexuales refuerza este sentimiento de amenaza, reflejado en varias encuestas” [31]. Según algunas fuentes esta tasa sería del orden de cinco homicidios por cada cien mil habitantes (hpcmh). Esta magnitud es cerca de veinte veces inferior a la de El Salvador, un poco más de la décima parte de la de Honduras e incluso inferior a la de Costa Rica .
De acuerdo con las estadísticas de la Policía Nacional, puede pensarse que la tasa de 5 homicidios pcmh corresponde tan sólo a la categoría de “asesinatos” y no tiene en cuenta los “homicidios dolosos” cuyo número parece haber sido siempre ligeramente superior al de los asesinatos. De acuerdo con Cuadra (2000) “En Nicaragua el Código Penal vigente establece una diferencia entre el asesinato y los homicidios; estos últimos se refieren a las circunstancias en las cuales se priva de la vida a una persona; por ejemplo, cuando en una riña o pelea una persona resulta muerta por otra. Los homicidios se clasifican en tres categorías dependiendo de las circunstancias en que ocurran. Mientras tanto, los asesinatos se refieren a los casos en los cuales median la alevosía, remuneración, premeditación, ensañamiento o la intención del robo”. Así, la tasa de homicidios a partir de la información de la Policía sería en la actualidad cercana a los 10 homicidios pcmh, cifra que sigue siendo baja para la región. La cifra para el departamento de Managua, en donde ocurren un poco menos de la mitad de los homicidios pero el 5% de los asesinatos [32] también sería del orden de 10 hpcmh.
De acuerdo con los mismos datos de la Policía Nacional, la tasa de homicidios total (asesinatos más homicidios dolosos) habría descendido continuamente desde 1992, cuando se habría observado un pico de 18 hpcmh hasta un mínimo de 8 hpcmh en el año 2000, con un leve repunte en el año siguiente .
Gráfica 6.1
En las fuentes consultadas no se ha detectado ninguna alusión a lo que se podría denominar una continua y progresiva pacificación del país a lo largo de los años noventa, por lo menos en términos de la manifestación extremo de la violencia, las muertes violentas. No abundan las explicaciones para este sostenido descenso en la tasa de homicidios, que no parece consistente con el escenario de una inseguridad creciente al que con frecuencia se alude.
Como excepción al comentario anterior, el análisis de la evolución de la violencia política a lo largo de los noventa realizado por Cuadra (2000) se podría tomar como una sugerencia, implícita, de que el grueso de la caída en los homicidios estaría relacionado con los de naturaleza política. De hecho, algunos de los indicadores de violencia política reportados por Cuadra (2000) –actividad armada, toma de tierras y de instituciones- muestran un comportamiento muy similar al de la tasa de homicidios.
Tampoco se encontraron discusiones acerca de la fiabilidad de la cifra de muertes violentas de la Policía, ni análisis o comparaciones entre la información de distintas fuentes. No se han encontrado, por ejemplo, referencias a las estadísticas de procesos por homicidio del sistema judicial. La creación del Instituto de Medicina Legal, inaugurado oficialmente en 1999, es demasiado reciente como para contar con estadísticas que se puedan cotejar con las de la Policía [33]. De cualquier manera, los homicidios no parecen ocupar un lugar destacado en la agenda actual de seguridad en Nicaragua, ni en las estadísticas oficiales. En los datos del Anuario Estadístico de la Policía Nacional reportados por Valle y Argüello (2002) y por Cuadra (2000), por ejemplo, no se desagregan los homicidios dolosos y los culposos, que normalmente no se incluyen en el cálculo de la tasa de homicidios.
Los datos de una encuesta de victimización realizada en Managua, cuyos principales resultados se resumen más adelante, parecerían mostrar cierta discrepancia con las estadísticas policiales en materia de violencia homicida. En efecto, en esta encuesta, el 2.8% de los hogares respondió afirmativamente a la pregunta sobre si alguna vez un miembro de la familia fue victima de un homicidio o asesinato. A título de comparación, para la ciudad de San Pedro Sula, en Honduras, y cuya tasa de homicidios se calcula en cerca de 90 hpcmh –unas diez veces la cifra oficial para Nicaragua- el porcentaje de respuestas afirmativas a la misma pregunta fue inferior, del 1.9% [34].
Por otra parte, y en la misma encuesta, ante la pregunta sobre si alguna vez “usted o sus familiares” conocían personalmente a alguien que hubiera muerto de manera violenta o hubiese sido asesinado, el porcentaje de respuestas positivas fue del 13%, cifra también superior a la obtenida para la misma pregunta en San Pedro Sula (11.6%).
Dada la manera como se hizo la pregunta, haciendo referencia a “alguna vez en la vida”, se podría pensar que los homicidios reportados en la encuesta de Managua tuvieron lugar en épocas pasadas, por ejemplo durante el conflicto armado. Sin embargo, el perfil temporal de los incidentes reportados en la encuesta –para los cuales se preguntaba la fecha de ocurrencia- tiende a desvirtuar este tipo de objeción. Como también tiende a mostrar una tendencia contraria a la de las estadísticas de la Policía. En efecto, para Managua, de acuerdo con las personas cercanas a las víctimas de homicidio, se habría dado una alta concentración de incidentes en los años más recientes y, por lo tanto, una tendencia creciente en el número de muertes violentas a lo largo de los años noventa. De hecho, casi las dos terceras partes (65%) de los homicidios de personas conocidas reportados en la encuesta ocurrieron entre el 2000 y el 2002. Una tendencia similar se observa para las muertes violentas consignadas en la encuesta realizada en San Pedro Sula, lugar en dónde hay acuerdo en señalar tasas crecientes durante los últimos años.
En ningún momento se pretende sugerir que la correcta medición de los homicidios es la que se obtiene a partir de este tipo de pregunta en una encuesta de victimización. Sin embargo, el hecho de que en una muestra aleatoria de más de 1000 hogares, como la realizada en Managua, casi el 5% de ellos manifiesten haber conocido personalmente a alguien asesinado en el último año aparece como una cifra, no sólo monumental, sino inconsistente con una tasa de homicidios nacional decreciente, y de tan sólo 10 hpcmh.
Se podría pensar que, tal como ocurre en otros países de América Latina, las cifras de homicidios reportadas por la Policía corresponden no al total de incidentes ocurridos sino a aquellos para los cuales se han logrado avances en términos de la respectiva investigación criminal. El excelente desempeño que, en materia de investigación de los homicidios, reflejan implícitamente las estadísticas de la Policía apuntaría en esa dirección: una cifra de homicidios aclarados muy similar a la del total de incidentes ocurridos puede tomarse como una deficiencia en el reporte de los últimos. De hecho, las tasas de esclarecimiento –la proporción de los casos aclarados por las autoridades- de los homicidios reportadas por la Policía nicaragüense, del 78% para los asesinatos y del 85% para los homicidios dolosos, corresponden más a los niveles observados en países desarrollados que a los de una sociedad con organismos de seguridad en proceso de consolidación [35]. A pesar de la observación anterior, los datos de la encuesta de victimización ya mencionada tienden a corroborar estos niveles, realmente sorprendentes por lo altos, de desempeño de los organismos de seguridad nicaragüenses. En efecto, para los homicidios en los cuales los ciudadanos que respondieron la encuesta conocían personalmente a la víctima se observan, entre los cometidos en el 2001, unas tasas de esclarecimiento muy similares a las reportadas por la Policía: únicamente en el 13% de los casos quienes responden la encuesta consideran que las autoridades no lograron identificar a los autores del homicidio en cuestión.
Tasas de victimización
Dos de las encuestas disponibles de victimización global para América Latina, el latinobarómetro y el barómetro centroamericano, colocan a Nicaragua en el tercer lugar, después de Guatemala y El Salvador y con mayores índices que Costa Rica, Honduras y Panamá [36].
No es posible tener una idea, siquiera aproximada, sobre la evolución reciente de estas cifras. No es recomendable tomar los cambios en el número de delitos denunciados como un indicador confiable de las tendencias de la criminalidad. Sobre todo en una sociedad con tantos y tan recientes cambios institucionales en el sistema judicial y los organismos de seguridad estatales. El aumento en el número de denuncias, dato alrededor del cual parece haber acuerdo entre los analistas, podría estar reflejando una progresiva consolidación de la institución policial, y una mayor confianza de la ciudadanía para acudir a dichas instancias para poner sus denuncias.
La idea de que más delitos denunciados no necesariamente reflejan mayor número de delitos cometidos sino que pueden ser un indicador de creciente confianza en las autoridades, o de cambios en los hábitos, o reacciones, ante los ataques parece bastante clara para Nicaragua en el caso de las agresiones sexuales. “En los delitos sexuales hay que considerar el efecto que tiene, en nuestro país, la beligerante acción de los grupos de mujeres organizadas, que se han preocupado por sensibilizar a la sociedad acerca de estos delitos y por estimular a las víctimas para que denuncien su caso a las autoridades” [37].
Sobre la posible evolución reciente de la criminalidad, en Managua se puede tener una idea a través de la ya mencionada encuesta de victimización. Más de la mitad de los hogares (56%) consideran que, en los últimos años, la delincuencia ha aumentado. Menos de la cuarta parte (23%) opinan que ha disminuido.
Con relación a la supuesta particularidad Nicaragüense en materia de violencia sexual, la información disponible de las encuestas a hogares no permite avalar tal observación. La incidencia de este tipo de ataque que se obtiene para Managua en la encuesta de victimización a los hogares (0,3%) es inferior al promedio que se observa para América Latina (5.0%) [38], muy inferior al guarismo para Brasil (8.0%), inferior a lo que se observa en Argentina (5.8%) o Colombia (5.0%) y aún a la cifra disponible para Costa Rica (4.3%).
Gráfica 6.2
Se podría pensar que la información basada en las encuestas de victimización a los hogares, que por lo general responden los jefes de familia, en alguna manera sub-estima la magnitud de los ataques que sufren los jóvenes, y en particular los relacionados con las agresiones sexuales. Sin embargo, la escasa información disponible sobre agresiones a la población joven tampoco sirve para corroborar la idea de una sociedad nicaragüense particularmente inclinada hacia la violencia sexual. En efecto, si se compraran las cifras de reporte de relaciones sexuales forzadas que se obtienen para Managua con las disponibles para algunas localidades hondureñas –Tegucigalpa, Choluteca, San Pedro Sula y el resto de municipios de la Zona Metropolitana del Valle del Sula (ZMVS)- tampoco se llega a un escenario bajo el cual se destaque la violencia sexual nicaragüense. Mientras en Managua un 2.6% de los jóvenes reportan haber sido sometidos, alguna vez, a tener relaciones sexuales contra su voluntad, la cifra respectiva para Tegucigalpa es del doble (5.2%), y la de San Pedro Sula de 3.7%.
En síntesis, los pocos y dispersos datos disponibles no avalan la idea, relativamente difundida, de una sociedad nicaragüense caracterizada por la violencia sexual.
El crimen organizado
Es común en Centroamérica que, internamente, se consideren los distintos países como importantes lugares de tránsito en las rutas internacionales de tráfico de drogas. Tal es el caso, como se anotó atrás, para Nicaragua. Los diagnósticos que se hacen desde el exterior, sin embargo, no siempre coinciden con la visión doméstica sobre la relevancia del respectivo país en el mercado internacional de la droga.
Así, es conveniente anotar que para las entidades extranjeras e internacionales dedicadas a analizar el panorama global de la droga, Nicaragua no aparece como un país particularmente relevante en ese contexto. El Observatoire Géopolitique des Drogues francés, por ejemplo, en su Atlas Mundial de las drogas [39] tan sólo menciona a Nicaragua a raíz del incidente, denominado por ellos el contragate, de apoyo de la CIA a la contra nicaragüense en la década de los ochenta.
Más recientemente, la Oficina de Naciones de Fiscalización de Drogas y de Prevención del Delito tampoco considera pertinente la mención de Nicaragua en las descripciones de los distintos indicadores del mercado de cocaína, heroína o marihuana. De acuerdo con esta oficina, los lugares de tránsito dignos de mención en Centroamérica serían básicamente Guatemala y Honduras.
Del informe de la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas, tampoco se puede colegir un escenario particularmente crítico en materia de tráfico de sustancias [40]. Se señalan para Nicaragua deficiencias en los sistemas de información, y de ahí la imposibilidad de tener un panorama preciso sobre la situación, pero el reporte de las cantidades incautadas de producto –un indicador usual de importancia del tráfico- parecen reducidas, sobre todo para la marihuana. En el año 1999, por ejemplo, se incautó en Nicaragua un poco más de una tonelada. A título de comparación, en España, un lugar de tránsito importante para ese producto las incautaciones son más de cien veces esa magnitud. Para la cocaína, cuyas incautaciones fueron también del orden de una tonelada, la relación es ya del orden de uno a diez con España. La cantidad de cocaína incautada en el sólo aeropuerto de Barajas, en Madrid, los transportes por “mulas”, es del orden de una tonelada y media.
En el mismo sentido de una situación poco extraordinaria en el ámbito de la droga, y en particular de la cocaína, apunta la información relativa al consumo entre jóvenes escolarizados [41]. Si se comparan los datos de prevalencia de consumo en Managua con información similar obtenida en las ciudades de Honduras en las encuestas ya mencionadas lo que se observa es que si bien el consumo de marihuana entre los adolescentes nicaragüenses es alto -mas no excepcional pues es muy similar al de Tegucigalpa- el de cocaína lo es bastante menos. En efecto, la proporción de jóvenes escolarizados que reporta haber consumido cocaína alguna vez en su vida (1.6%) es menos de la tercera parte de la de Tegucigalpa, la mitad de la de Choluteca (3.3%) y es incluso inferior a la de pequeños municipios pequeños en el área de San Pedro Sula.
Las observaciones anteriores en ningún momento se deben tomar como afirmaciones de que Nicaragua se encuentra totalmente aislada de los flujos internacionales de droga y que existe algo así como una inmunidad con respecto a las secuelas de esta actividad. Lo que se sugiere es que no parece ser esta la dimensión de la criminalidad que en mayor medida contribuye a caracterizar la situación de inseguridad en el país. Un dato anecdótico respecto a la baja influencia del crimen organizado en Nicaragua tiene que ver con las discusiones que se dieron con el equipo encargado de realizar el trabajo de campo, en el sentido que se hacía necesario explicar con mayor precisión el significado del término “crimen organizado” que, aparentemente, no hace parte del vocabulario corriente en Nicaragua.
Mayor protagonismo de Nicaragua en los comentarios y medios de información internacionales se observa en el ámbito del tráfico ilegal de armas. Recientemente, por ejemplo, fueron recurrentes los comentarios a raíz del informe que presentó la Organización de Estados Americanos (OEA), sobre las investigaciones del desvío de las armas supuestamente vendidas a la policía de Panamá, y desviadas a grupos armados colombianos [42]. Esta situación es consistente con el acervo de armamento acumulado en el país a lo largo del conflicto así como con los vacíos legales en materia de posesión de armas.
Las pandillas juveniles
Como ya se señaló, de acuerdo con los datos de la Policía Nacional [43], existirían en la actualidad en Nicaragua unas 174 pandillas, de las cuales tan sólo en Managua operarían cerca de un centenar. Con los estimativos del número de integrantes por pandilla sugeridos por Sosa y Rocha (2001) esto equivaldría, para la capital, a un poco más de 7500 jóvenes pandilleros [44]. En otros términos, se tendría que la ciudad de Managua, con un poco más de un millón de habitantes, cuenta en la actualidad con un número de pandilleros del mismo orden de magnitud del que se ha estimado para algunos países de Centroamérica. Sapoznikow (2003), por ejemplo, menciona entre 5 y 10 mil mareros para El Salvador y Honduras y entre 2.4 y 10 mil para Guatemala.
La impresión de las pandillas como problema prioritario coincide con algunas encuestas de percepción de inseguridad hechas entre los ciudadanos nicaragüenses [45]. Varios de los datos disponibles en las encuestas de auto reporte realizadas en Managua, y su comparación con encuestas similares realizadas en otros países centroamericanos, tienden a confirmar la idea de una alta incidencia de pandillas juveniles como la característica más sobresaliente del panorama de seguridad de Nicaragua, o por lo menos de su capital.
Está en primer lugar el auto reporte de haber estado vinculado alguna vez en la vida a una pandilla juvenil, entre los jóvenes que aún estudian. En esa dimensión, como se vio, sobresale Managua, cuya incidencia de pandilleros estudiantes es más del doble de la de Tegucigalpa y cerca de tres veces la de San Pedro Sula. En el mismo sentido apunta el resultado de la pregunta hecha a los jóvenes sobre si conocen o no personalmente a un pandillero. En Managua, casi uno de cada dos jóvenes reporta tal tipo de experiencia, contra uno de cada tres en Tegucigalpa y uno en cuatro en San Pedro Sula.
No menos notoria resulta la frecuente manifestación de simpatía hacia las pandillas [46], o la mayor incidencia de pandilleros potenciales, entendidos como aquellos jóvenes que han considerado alguna vez la posibilidad de ingresar a tales grupos [47].
El escenario de alta influencia de pandillas se confirma cuando se indaga sobre la operación de pandillas en el barrio en dónde viven los adolescentes. Mientras que en Tegucigalpa un poco más de la mitad (52.2%) de los jóvenes de la encuesta reportaron la existencia de pandillas (maras) en su barrio, y en San Pedro Sula tal proporción no alcanza el 40% para Managua la cifra equivalente es superior al 80%.
Las pandillas juveniles en Managua presentan no sólo una gran ubicuidad geográfica sino, además, parecen tener una gran capacidad para reclutar jóvenes en los barrios. Más de cuatro de cada diez de quienes respondieron la encuesta considera que en su barrio “muchos” o la “mayor parte” de los jóvenes están vinculados a las pandillas.
Gráfica 6.3
Se podría pensar que la simple diferencia en la denominación de las pandillas juveniles en distintos lugares de Centroamérica esté de hecho reflejando fenómenos que no son del todo comparables. Que, por ejemplo, lo que en Managua se conoce como una pandilla juvenil no corresponde a lo que en Honduras, o El Salvador o Guatemala, se designa como una mara y que el primer término tiene una connotación menos grave o más inocua que el segundo. Dadas las enormes diferencias que se observan entre Nicaragua y Honduras para uno u otro fenómeno es fácil la tentación de sugerir que las pandillas serían algo menos estructurado, organizado, o menos violento, o delictivo, que las maras. Los datos disponibles no avalan del todo este tipo de apreciación, aunque si sugieren ciertas diferencias básicas en la naturaleza de los grupos.
En términos generales, lo que parece darse -en cierta medida confirmando observaciones anteriores sobre la baja importancia relativa de las mafias en Nicaragua- es una menor vinculación de las pandillas juveniles con el delito adulto, profesional y organizado, y por otra parte, una mayor vocación política. A pesar de lo anterior, el reporte sobre las distintas actividades desarrolladas por las pandillas en los barrios de Managua no deja mayores dudas acerca de su naturaleza violenta, y delictiva.
En síntesis, esta breve y necesariamente limitada comparación de algunos de los indicadores de inseguridad disponibles para Nicaragua con los de otros lugares de la región sugiere varios puntos. Uno, el lugar privilegiado que se le asigna a Nicaragua en el panorama de seguridad centroamericano, que estaría basado en la comparación de las tasas de homicidio, podría estar relacionado con la inadecuada medición del número de muertes violentas. Dos, a nivel de la llamada criminalidad global Nicaragua ocuparía un lugar intermedio en Centroamérica, y la delincuencia sí parecería haberse incrementado en los últimos años. Tres, ninguno de los datos disponibles corrobora el escenario de Nicaragua como una sociedad particularmente proclive hacia la violencia sexual. Cuatro, los observadores externos del mercado de drogas no le asignan a Nicaragua un papel preponderante en el tráfico internacional de sustancias; más relevante parece ser el tráfico ilegal de armas. Cinco, todos los datos disponibles apuntan hacia una situación particularmente aguda en el ámbito de las pandillas juveniles.
Cuadro 6.1
El escenario que se plantea, en el cual la violencia, muchas veces letal, de las pandillas juveniles aparece como la característica más sobresaliente del panorama de seguridad en Managua concuerda bien con el que se puede elaborar a partir de la información de los medios de comunicación.
“En las inmediaciones de la terminal de la ruta 165, a eso de una de la madrugada, vecinos de este barrio llamaron al 118 denunciando que en el sector dos pandillas tenían una batalla a balazos y pedradas. A xxx (18), xxx (19), xxx (19) y xxx (19) alias Colita y presunto jefe de la pandilla de Las Praderas, loa patrulleros les incautaron 10 proyectiles, un fusil AK y una pistola, ambas armas innovadas” [48].
“La pandilla “El Candil”, liderada por “Los Tres Yasir”, penetró al Barrio Los Laureles Norte a eso de las once de la noche del sábado, y con fuego de escopetas recortadas, atacó a un grupo de jóvenes que tomaban licor en la esquina de la pulpería San Antonio, matando a uno e hiriendo a unos ocho más” [49].
“El jovencito xxx de 16 años, resultó lesionado en la espalda al ser alcanzado por la pólvora de un mortero que una pandilla identificada como “Los Frijoles” le lanzó cuando jugaba en la vía pública, informó la Policía Nacional [50].
Batallas campales a cualquier hora del día o de la noche protagonizan miembros de las pandillas “Los del Valle” y “Los del Sol”, formadas por jóvenes de los Anexos a Villa Libertad. Los mas de 150 integrantes que suman ambos grupos, armados de piedras, machetes y pistolas caseras, agreden a sus rivales e intimidan a la población que nada tiene que ver con las rencillas que tienen los pandilleros [51].
Estas escalofriantes descripciones no sólo avalan la noción de un escenario verdaderamente crítico en materia de violencia juvenil sino que, indirectamente, tienden a reforzar la idea de un desfase en la cifra oficial de homicidios en Nicaragua, por dos razones. Uno, porque reflejan la disponibilidad de un vasto y variado armamento en manos de las pandillas que sería arriesgado no tomar como indicativo de alta letalidad.
“Las armas que utilizan los pandilleros van desde sus propias manos desnudas y listas para el ataque hasta fusiles AK-47 y granadas de fragmentación. Generalmente, utilizan piedras, palos, tubos, puñales y morteros. Las armas de fuego -ametralladoras o pistolas- no son las más usuales en los pleitos entre pandillas y las utilizan sobre todo para asaltos o robos, a menos de que se trate de un pleito prolongado en el que cada enfrentamiento requiera de una escalada en el armamento que emplean ambos bandos, hasta que llegan al uso de armas de máxima potencialidad” [52].
Dos, por el hecho de que el reporte en los medios de comunicación de incidentes de este calibre no es común ni siquiera en ciudades caracterizadas por sus altas tasas de homicidio. Esta es una impresión estrictamente subjetiva basada en el seguimiento diario de la prensa colombiana. Incidentes como los que se acaban de citar resultarían sorprendentes aún para una ciudad como Bogotá, con una tasa de homicidios del orden de los 40 hpcmh, o sea cuatro veces la tasa que se puede calcular para Managua con las estadísticas de la Policía, y, subjetivamente, parecen más acordes con lugares como Medellín o Cali, con tasas varias veces superiores.
Es por lo tanto razonable concentrar los esfuerzos de diagnóstico de la seguridad en Managua en el fenómeno de las pandillas juveniles. Previamente, se hará una breve síntesis de los resultados más pertinentes de la encuesta de victimización a los hogares realizada en Managua [53] ejercicio que también sirve para mostrar el lugar primordial que ocupan las pandillas juveniles en el panorama de la inseguridad.
Encuesta de victimización en Managua
En el año anterior a la encuesta el 46.8% de los hogares de la muestra fueron víctimas de algún tipo de ataque criminal. El 33.1% de los hogares reportaron ataques al patrimonio del hogar –casa o vehículo de transporte-, el 20.2% reportan ataques contra la propiedad de las personas en la calle –robos o asaltos- y el 8.7% ataques contra las personas. Aunque estas cifras globales parecen altas, están afectadas por un alto porcentaje de intento de robo a la casa (11.8%).
La desagregación de los ataques criminales a los hogares muestra que el incidente más relevante parece ser el robo a la casa sin violencia, que afectó al 18% de las familias en el año anterior a la encuesta, seguido del ya mencionado intento de robo, del robo de bicicleta, también sin violencia, del cual fueron víctimas el 3.1% de los hogares.
Gráfica 6.4
Aunque para el ataque con mayor incidencia, el robo sin violencia en la casa, Managua resulta bastante desfavorecida en una comparación internacional, no se debe ignorar que las características locales, con una alta proporción de casas individuales, son diferentes a las del lugar típico donde se han hecho las demás encuestas, aún las de América Latina, más urbanizado y con una mayor proporción de apartamentos y viviendas multifamiliares.
Para los otros ataques que permiten hacer comparaciones internacionales, no resulta demasiado desfavorable la situación de Managua. Para el robo de vehículos, por ejemplo, aún tomando la tasa observada en el quintil más alto de los ingresos se observa una incidencia muy inferior al promedio para América Latina e incluso a la de Costa Rica. De hecho, la tasa de robo de vehículos para América Latina es superior aún a la que se observa en Managua para el robo de bicicletas. En principio esta comparación debería calcularse con relación al parque automotor de cada país, pero no se dispone de esa información. De cualquier manera, puede suponerse que el parque disponible para el quintil más bajo de ingresos es muy bajo y en alguna medida comparable entre países.
En cuanto a los ataques por fuera de la casa, sobresalen los robos sin violencia, de dinero u objetos personales, que afectaron al 13.9% de los jefes de hogar, seguidos de los atracos o asaltos a mano armada, para los cuales la proporción de víctimas en la muestra es del 7.9%. Para las agresiones se observa una incidencia del 5.9%, y para los ataques sexuales menos del 1%.
En materia de asaltos o atracos la incidencia en Managua es similar al promedio latinoamericano. Es ligeramente superior a la de Costa Rica, y muy inferior a la de lugares como Colombia –la encuesta ICVS se hizo en Bogotá- o Brasil.
Casi las tres cuartas partes de los ataques sufridos por los hogares ocurrieron en el barrio en dónde viven. Para los atentados a la propiedad en la calle, la proporción de los acaecidos en el barrio es del 43%, porcentaje muy similar al de los ataques contra las personas.
La tasa global de denuncias –proporción de todos los ataques que llegan a conocimiento de las autoridades- es ligeramente superior al 25%, pero presenta importantes diferencias de acuerdo con el tipo de incidente. Los que menos se denuncian son los que ocurren en la calle –robos son violencia contra las personas, asaltos o agresiones- y los que más se denuncian son el robo de carro con violencia y los ataques sexuales. De acuerdo con las víctimas o sus familiares un altísimo porcentaje de los ataques criminales (86%) fueron cometidos por jóvenes, en forma más o menos independiente del tipo de incidente.
Aunque la incidencia de ataques criminales contra el patrimonio de los hogares no parece demasiado alta, el daño económico causado por eso ataques, cuando se dan, si es considerable. El incidente que implica mayores pérdidas es el robo de vehículo con violencia (en promedio 5 mil Córdobas), seguido del mismo tipo de robo sin violencia (2400 Córdobas ) y de los robos de moto (2500 Córdobas). Cada uno de los incidentes más frecuentes, los robos a la casa sin violencia, implican una pérdida considerable, (2100 Córdobas).
Sorprendentemente, las pérdidas totales –sumando los distintos ataques- están solo levemente asociadas con el nivel de ingreso. Entre las víctimas del quintil más bajo de los ingresos el promedio de las pérdidas fue cercano a los 1100 Córdobas, en el tramo más alto alcanzaron un 60% más de esa suma, o sea 1660 en promedio. Si se miran las pérdidas como un porcentaje del ingreso, parece evidentes que son los hogares más pobres los que sufren una carga proporcionalmente mayor por efecto de la delincuencia.
En síntesis, por la naturaleza de los ataques –orientada al robo a las casas, muy localizada en los barrios, sin que se perciban siquiera desplazamientos para atacar los barrios más pudientes- Managua no se caracteriza por una delincuencia común demasiado sofisticada. El hecho que el incidente que más afecte a los hogares sea el robo a la casa sin violencia, o que se presente una tasa de asaltos a mano armada inferior a la de América Latina sugiere un panorama no muy crítico de seguridad. A pesar de lo anterior, la carga económica que impone el delito sobre las familias es bastante importante.
Cuadro 5.3
En este contexto, no sorprende que el mayor factor de inseguridad para los ciudadanos de Managua no esté relacionado con los atentados a la propiedad –en la casa o en la calle- ni con las agresiones. El elemento que en mayor medida afecta la sensación de inseguridad es, de lejos, la presencia de pandillas en los barrios.
Varias de las preguntas hechas en la encuesta sirven para corroborar esta información. En primer lugar, se cuenta con una calificación – desde 0 “muy inseguro” hasta 3 “muy seguro”- de la sensación de inseguridad en el barrio [54]. Para el total de la muestra, la calificación promedio es de 1.0 . Entre quienes durante el último año fueron víctimas este promedio baja un 7% y para los no víctimas se incrementa en un 20%. La presencia de pandillas, por su parte, reduce esta calificación en un 21% y para quienes viven en un barrio libre de tales grupos el incremento en el indicador de seguridad es del 60%.
Visto en el otro sentido, entre quienes manifiestan sentirse muy inseguros en su barrio, un 62.5% reportan haber sido victimas de algún ataque criminal y un 84% manifiestan que en el barrio en dónde viven operan pandillas. En el otro extremo, entre quienes consideran estar muy seguros en el barrio la tasa de victimización es del 44% y la proporción de reporte de pandillas en el vecindario es del 41%.
Otra manera de corroborar esta observación –que las pandillas son el principal factor de inseguridad ciudadana en Managua- consiste en estimar una regresión para explicar, como variable dependiente, la calificación de la sensación de inseguridad en función de (i) haber sido víctima de un ataque a la propiedad del hogar –casa o vehículo- (ii) haber sido robado o asaltado (iii) haber sido agredido o atacado sexualmente y (iv) vivir en un barrio en donde operen pandillas. Los resultados de este ejercicio muestran que mientras el haber sufrido un ataque a la propiedad del hogar, o un ataque personal reduce la sensación de seguridad en cerca de un quinto de punto, el vivir en un barrio dónde operen pandillas tiene un efecto casi cuatro veces mayor, siendo además mucho más significativo en términos estadísticos.
Puesto que este ejercicio ofrece una manera de ponderar los distintos factores que afectan, en conjunto, la sensación de inseguridad de los ciudadanos, puede eventualmente ser utilizado como un mecanismo para establecer prioridades de acción pública, siempre que lo que se busque sea incrementar la sensación de seguridad ciudadana. Así, lo que los coeficientes estimados sugieren es que en una ciudad como Managua los recursos dedicados a la seguridad deberían invertirse asignando una mayor prioridad al problema de las pandillas que al resto a las demás manifestaciones de la delincuencia. El hecho de que sea la simple presencia de pandillas el factor que más afecte la sensación de inseguridad hace particularmente difícil de estimar los denominados “costos de la violencia” y por lo tanto limita las posibilidades de evaluación beneficio/costo de los esfuerzos de prevención, para quien pretenda hacerlo en unidades monetarias.
Se puede objetar que el impacto de los distintos incidentes de victimización o de la cercanía de las pandillas puede no ser uniforme a lo largo de la escala de la inseguridad. Una alternativa para medir este eventual efecto diferencial consiste en analizar cuales con los factores que permiten discriminar a los ciudadanos que se sienten muy seguros –o muy inseguros- de los demás. Para esto se puede recurrir a un ejercicio de análisis discriminante cuyos resultados muestran que el efecto no es uniforme. Por otro lado, se tiende a confirmar que las pandillas son el mayor determinante de la sensación de inseguridad en Managua. Se observa que mientras el haber sido víctima de cualquiera de los ataques incrementa en cerca de un 40% la probabilidad de sentirse muy inseguro en el barrio, el efecto respectivo de la presencia de pandillas es del orden del 260%, o sea más de seis veces superior. Si, por otra parte, se analiza cual es el impacto sobre el sentirse muy seguro en el barrio, se observa que haber sido víctima de robo a la casa o al vehículo reduce en un 50% la probabilidad de sentirse muy seguro, el ser robado o atacado en la calle no tiene un efecto muy significativo y el vivir en un barrio dónde operen pandillas tiene un efecto negativo del 73%.
No vale la pena en este punto hacer un análisis a profundidad de los determinantes de la sensación de seguridad de los ciudadanos. Sin embargo, vale la pena contrastar una hipótesis relacionada con una de las posibles interpretaciones de la teoría de las “ventanas rotas” –broken windows- de acuerdo con la cual uno de los determinantes de la sensación de inseguridad de los ciudadanos tiene que ver con la calidad del entorno urbanístico en el que viven. La información de la encuesta tiende a darle apoyo a esta noción puesto que, fuera de lo que se podrían denominar las condiciones objetivas de inseguridad –como el haber sido víctima de algún ataque, o el vivir en un barrio en dónde operen pandillas- la calificación de la calidad del espacio urbano tiene un impacto positivo, y estadísticamente significativo, sobre la percepción de seguridad de los ciudadanos. En efecto, cada punto en la escala de calificación, entre 1 y 5, reduce en cerca de 30% la probabilidad de sentirse muy inseguro en el barrio. El impacto no sólo es estadísticamente significativo sino que persiste casi sin alterarse aún después de filtrar por el efecto ingreso, que por su parte no es significativo. Aunque otros de los indicadores disponibles de infraestructura urbana, en particular la disponibilidad y estado de conservación de las canchas muestran también un impacto significativo, y con el signo esperado, sobre la sensación de inseguridad, su efecto es menos importante que el de la calificación global de la calidad del espacio público.
Estos efectos se dan a pesar de que, como se verá más adelante, el entorno urbanístico no tiene capacidad para alterar de manera perceptible el indicador de presencia de pandillas en los barrios.
Las pandillas juveniles en Managua
En Nicaragua parece haber acuerdo en señalar el inicio del fenómeno de las pandillas juveniles entre finales de la década de los ochenta y principios de la de los noventa [55]. A diferencia de otros países centroamericanos, en donde se señala la importante influencia en el fenómeno marero de los jóvenes repatriados de los EEUU, en particular de la ciudad de Los Angeles en donde ya se habrían configurado como pandillas juveniles, para Nicaragua se hace énfasis en el carácter autóctono de los grupos y del vínculo de sus orígenes con el conflicto armado. “Los primeros pandilleros de los años 90, jóvenes que habían conocido la guerra, el peligro, la muerte y tantas otras formas de violencia, dicen que, después de las dramáticas experiencias que vivieron en las montañas, querían repetirlas de nuevo. Y sobre todo, querían readquirir el estatus social que les dio el ser militares aguerridos que, llenos de orgullo, estaban sirviendo a la patria [56].
El segundo punto, con el cual hay una mayor similitud con las maras de otros países es el del marcado carácter territorial de estos grupos. Se señala el barrio de origen de las pandillas como un factor determinante de su accionar, y su defensa la razón de ser de muchos de sus enfrentamientos.
La falta de oportunidades de estudio, el desempleo y la carencia de proyectos de vida llamativos se consideran factores determinantes en la decisión individual de vincularse a tales grupos. Dennis Rodgers, el llamado antropólogo pandillero, considera sin embargo que los determinantes sociales y económicos son insuficientes como explicación. Por un lado, porque al centrarse en estos factores se está ignorando la pandilla como una organización que muchas veces adquiere una autonomía propia, y en la cual el conocimiento –por ejemplo militar- se va transmitiendo, reforzando y sofisticando. Por otra parte, porque parece limitado centrar el análisis de sus motivaciones en la búsqueda de alternativas al estudio o al trabajo.
Sosa y Rocha (2001) hacen énfasis en el trabajo infantil –que se puede asimilar al abandono escolar- y la consecuente “socialización primaria” en la calle como uno de los elementos característicos de los jóvenes pandilleros entrevistados por ellos. También aluden al problema de la desintegración y la violencia familiar y a aspectos como el grupo de amigos, el fácil acceso a la droga, la búsqueda de diversión, la influencia de los medios y la venganza, búsqueda de protección o defensa del barrio como elementos que ayudan a explicar la vinculación a las pandillas.
Vale la pena, a partir de algunos de los datos disponibles en la encuesta de auto-reporte realizada en Managua tratar de detectar cuales son, dentro de los múltiples factores ya señalados en los que se pueden denominar trabajos etnográficos, aquellos más susceptibles de generalización estadística.
Lo que diferencia al pandillero del resto de jóvenes
La manera más directa de abordar el análisis de los factores que contribuyen a explicar el paso individual que dan algunos jóvenes al afiliarse a una pandilla consiste en buscar las características de los jóvenes que permiten discriminar, o distinguir en términos estadísticos, los que han ingresado a una pandilla de aquellos que no lo han hecho. Así, por ejemplo, si se encuentra que entre los jóvenes pandilleros el nivel educativo de la madre es, en promedio, diferente del de las madres de los jóvenes no vinculados a las pandillas, y que esta diferencia es significativa en términos estadísticos, se adoptará esa variable como elemento “explicativo” del ingreso a las pandillas. La técnica usual para este tipo de análisis son los métodos de regresión por categorías, o logit, que no son otra cosa que los procedimientos de regresión que se aplican cuando la variable dependiente no es continua sino categórica, o discreta.
Conviene anotar que la adopción que se hace aquí de la caricatura de una decisión crítica por parte del joven es en extremo limitada. En Rubio (2003) se plantea la conveniencia de tener en cuenta el conjunto de pequeños incidentes sucesivos que, al acumularse, conducen a cierto resultado, que no siempre fue el inicialmente previsto. El análisis detallado de esta secuencia de pequeñas acciones requeriría sin embargo de información de la cual no se dispone, por ejemplo, historias de vida detalladas, o estudios longitudinales.
Dentro de las variables disponibles en la encuesta aquellas que contribuyen a discriminar a los jóvenes pandilleros de aquellos que no han estado afiliados a tales grupos se pueden mencionar, en orden descendente de la relevancia estadística de su efecto. Entre paréntesis, después de la mención de cada variable se incluye el signo del efecto, su magnitud –se reporta el llamado odds-ratio- y el valor z.
o El estar o no escolarizado (-92%, -7.1) aparece como la variable con mayor poder para establecer diferencias entre los pandilleros y el resto de jóvenes. La magnitud del efecto es considerable: la vinculación al sistema educativo reduce en un 92% la probabilidad de afiliación a las pandillas. Es conveniente advertir que la magnitud de este coeficiente debe tomarse con cautela, puesto que se sabe que la muestra de jóvenes no escolarizados que se tomó para la encuesta no es aleatoria, y se puede pensar que en ella están sub-representados quienes abandonaron el sistema escolar para trabajar o simplemente quedarse en sus casas.
o El haber sido víctima de una agresión grave (+370%, +5.8). Aunque este coeficiente puede reflejar una consecuencia de ser pandillero, antes que una posible causa, vale la pena señalarlo. Este puede ser uno de los mecanismos a través de los cuales se refuerza y perpetúa la vinculación a las pandillas: la búsqueda de retaliaciones y venganzas.
o El género del joven (+578%, +4.4). El ser hombre multiplica por cerca de seis la probabilidad de ser pandillero
o Que operen pandillas en le barrio donde vive el joven (+328%, +3.5). La circunstancia de contar con un grupo ya organizado en el barrio multiplica por más de cuatro la probabilidad de que un joven decida vincularse a tales grupos
o Un indicador de “buen entendimiento” con el padre (-31%, -3.4). Los jóvenes que mantienen unas relaciones cordiales con sus padres –la respectiva variable con la madre también es relevante- serían menos propensos a ingresar a las pandillas.
o El número de amigos (+2%, +3.0). Este coeficiente puede interpretarse de dos maneras, o bien los jóvenes más sociables muestran mayor tendencia a buscar una pandilla o, al revés, a través de estos grupos conocen un mayor número de amigos. En cualquier caso, el resultado sugiere que las pandillas son un escenario fértil para la socialización de los jóvenes
o El que la madre haya sido golpeada (fgolpem, +90%, +2.26). La violencia en el hogar aparece como un factor que estimula la vinculación a las pandillas
o Un indicador de supervisión por parte de los padres –que sepan dónde está el joven cuando sale de la casa- (-49%, -2.2) muestra una asociación negativa con el hecho de ser pandillero. El coeficiente admite una interpretación en ambas vías.
Vale la pena también destacar algunos factores que mostraron no tener mayor capacidad para discriminar a los jóvenes pandilleros. En primer lugar, fuera del efecto que se da a través del abandono escolar –que como se verá más adelante si está relacionado con la capacidad económica de la familia- ninguno de los indicadores sociales y económicos disponibles para el hogar -propiedad de la vivienda, educación de los padres, empleo de la madre o del padre, percepción de la clase económica por parte del joven, nivel mensual de sus gastos personales- contribuye a explicar la afiliación a las pandillas juveniles.
Por otra parte, la estructura familiar -número de hermanos, el haber sido hijo de madre adolescente, el vivir en un hogar monoparental- tampoco sirve para discriminar a los jóvenes pandilleros. Ni siquiera la manifestación de conflictos y peleas en el hogar, siempre que estos no hayan conducido al extremo de violencia física contra la madre, parece tener un efecto perceptible sobre la probabilidad de que un joven ingrese a una pandilla
Por último, ninguno de los indicadores del llamado capital social visto desde la perspectiva del hogar –que los padres pertenezcan a diversas asociaciones, o que hayan participado en obras comunitarias, o que estén bien informados sobre la vida del barrio- muestra un efecto significativo sobre la vinculación de los menores a las pandillas.
El abandono escolar
Aunque no se trata de hacer un análisis detallado del problema, que parece grave, de la desvinculación del sistema educativo en Nicaragua –algo que sobrepasa el alcance de este trabajo- si vale la pena un ejercicio muy simple para, con base en la información de la encuesta, tratar de entender sus determinantes básicos. No sólo porque se trata de uno de los factores más relevante de vinculación a las pandillas sino, además, para tratar de refinar el diagnóstico que con frecuencia se hace sobre los determinantes sociales y económicos de la delincuencia juvenil.
El primer punto que vale la pena señalar es que varios de los indicadores disponibles en la encuesta sobre la capacidad económica de la familia sí muestran tener un poder para distinguir a los estudiantes de quienes han abandonado el sistema educativo. En particular, tienen un efecto estadísticamente significativo: la percepción por parte del joven de la clase económica a la que pertenece; la educación de los padres, y el hecho de que los padres, y en particular el padre, cuente con un empleo.
A pesar de la observación anterior, la condición económica del hogar parecería estar mostrando solo una parte de la historia del abandono escolar, por varias razones. Uno, porque los factores económicos, por sí solos, explican solamente una fracción pequeña, menos del 10%, de las variaciones en la escolaridad de los jóvenes. Dos, porque el abandono escolar está lejos de poder ser considerado como un problema que sólo atañe a las clases menos favorecidas. Si bien entre el estrato más bajo –de acuerdo con la clasificación hecha por los mismos jóvenes- la proporción de no escolarizados alcanza un impresionante 80%, en el estrato más alto la cifra correspondiente es un no menos preocupante 52%. Tres, porque más de las tres cuartas partes de los jóvenes no escolarizados manifiestan no estar trabajando, mientras que, por el otro lado, más del 10% de los escolarizados reportan trabajar en forma paralela con sus estudios. Cuatro, porque factores que difícilmente podrían asociarse con la capacidad económica de los hogares, como por ejemplo el género del joven, contribuyen a explicar la vinculación al sistema educativo.
Las anotaciones anteriores no implican desconocer la importancia que las limitaciones económicas imponen a la escolaridad de ciertos jóvenes. Solo se pretende llamar la atención sobre el hecho de que constituyen una explicación insuficiente del abandono escolar, y que por lo tanto eventuales medidas orientadas simplemente a la dimensión económica –como por ejemplo un programa de becas- podrían resultar limitadas para afrontar eficazmente el problema.
La presencia de pandillas en los barrios
Puesto que fuera del abandono escolar uno de los factores que en mayor medida ayuda a discriminar a los pandilleros del resto de adolescentes es la cercanía de pandillas en los barrios en dónde viven, vale la pena un esfuerzo por caracterizar aquellos lugares en los cuales se reporta la existencia de grupos juveniles. Para tal efecto, se pueden utilizar algunas de las variables de la encuesta de victimización hecha a los hogares, en la cual también se consigna la percepción sobre presencia de pandillas en los barrios y se cuenta con la referencia a algunas características de los barrios.
Aunque en la encuesta de victimización la unidad básica de análisis es el hogar, teniendo en cuenta que se realizaron 24 encuestas en 50 barrios de Managua, para un total de 1200 observaciones, es posible calcular, para cada uno de los barrios, el promedio de algunas de las variables y realizar un análisis basado en las 50 observaciones que se generan con esta agrupación.
Una de las preguntas de la encuesta hacía referencia a la percepción del jefe del hogar sobre la operación de pandillas en el vecindario. La pregunta específica era “¿en la actualidad, en este barrio, existen pandillas?”, y la respuesta era dicótoma, sí existen o no. Así, al agregar por barrios las respuestas a esta pregunta se tiene el porcentaje de hogares que consideran que en su barrio operan pandillas. Esta variable puede interpretarse como una aproximación a la probabilidad de presencia de pandillas en los barrios. Si todos los hogares de un barrio responden de manera afirmativa a la pregunta se puede estar razonablemente seguro de que en el barrio operan pandillas. En el otro extremo, si todos los hogares consideran que en el barrio en cuestión no existen pandillas se puede tener certeza de que se trata de un barrio libre de tal influencia. Entre estos dos límites, la proporción de hogares que reportan existencia de pandillas se puede considerar como un “grado de certeza” , o probabilidad, de presencia de pandillas. Así, en el texto y las gráficas de esta sección por probabilidad de presencia de pandillas debe entenderse como la proporción de hogares que, en cada barrio, respondieron afirmativamente a la pregunta sobre existencia de pandillas.
Conviene anotar que la presencia de pandillas en los barrios de Managua está lejos de poderse considerar como un fenómeno uniformemente distribuido. Mientras en un poco más de la cuarta parte (26%) de los barrios existe consenso entre los vecinos sobre la presencia efectiva de pandillas, en el otro extremo, en cerca de uno de cada diez barrios hay acuerdo para señalar que se encuentran libres de esa presencia. De todas maneras, son mayoritarios los barrios (76% del total) en los que se puede considerar que existe presencia importante de pandillas (en los cuales la mitad o más de los vecinos reportan que en el barrio existen pandillas).
Vale la pena dilucidar la cuestión de la asociación entre la presencia de pandillas y el nivel económico promedio de los barrios. Para esto se cuenta en la encuesta con dos posibles indicadores: los ingresos totales reportados por el jefe de hogar: al final de la encuesta a los hogares se preguntaba “¿Cómo cuanto dinero ganan al mes en esta casa?”. Está, por otro lado, la percepción del mismo jefe sobre la posición de la familia en una escala de estrato o clase socioeconómica. La pregunta que se hacía era “En términos de sus ingresos y su nivel de vida, la gente se describe a si misma como perteneciente a cierta clase social: alta, media, baja. Usted se describiría como perteneciente a la clase:” y se contemplaban 5 posibilidades alta, media Alta, media media, media baja, baja. Teniendo en cuenta la escasa frecuencia de hogares que se consideraron de clase alta se agruparon las dos últimas categorías.
Al comparar los datos, por barrios, de probabilidad de presencia de pandillas con el promedio de los ingresos mensuales por hogar se observa que, en Managua, sí existe una relación negativa entre una y otra variable. A medida que aumenta el ingreso promedio de los barrios, disminuye la probabilidad de influencia de jóvenes pandilleros.
Esta relación, sin embargo, no es uniforme. Lo que se observa es que si bien en los barrios más ricos es casi seguro encontrar una incidencia reducida de pandillas, en los barrios con un nivel bajo de ingresos se observa una gama relativamente amplia para la intensidad de esa influencia. En otros términos, se puede decir que, a lo largo de la escala de ingresos, existe una zona con cierta insensibilidad de la presencia de pandillas a variaciones en el ingreso. Si se hacen ejercicios mentales simples acerca de la posibilidad de alterar la influencia de las pandillas mediante programas dirigidos a elevar el nivel económico de los hogares, lo que se observa es que, de acuerdo con estos datos, en un rango importante de los ingresos –los inferiores a 5000 Córdobas al mes- los aumentos no necesariamente repercutirían en una reducción de la influencia de pandillas. Para lograr algún efecto significativo habría que continuar el esfuerzo hasta niveles relativamente altos, algo como 15 mil Córdobas al mes.
Esta relativa insensibilidad –o falta de elasticidad- del fenómeno de las pandillas en los niveles económicos medios y bajos se aprecia mejor al analizar su presencia por quintiles de ingreso promedio de los barrios. Mientras en los tres primeros quintiles –hasta 3500 Córdobas al mes- la influencia promedio de las pandillas es muy similar, en niveles del orden del 80%, a partir del cuarto quintil se observa un leve descenso, de 80% a 70%, pero es sólo en el quintil superior –ingresos familiares superiores a 5000 Córdobas al mes- cuando se alcanza una reducción significativa en el indicador de presencia de pandillas, de 0.7% a 0.3%.
Gráfica 6.5
Lo que esta gráfica sugiere es que si se buscara controlar la influencia de pandillas en los barrios con base en políticas orientadas a elevar la capacidad económica de los jóvenes –por ejemplo con programas de empleo- habría que buscar elevar el ingreso promedio hasta un nivel equivalente al que se observa en la actualidad para el tramo más alto de los ingresos. Habría, por ejemplo, que lograr un incremento del 130% en el ingreso promedio por hogar en los barrios más pobres, del 80% en los del segundo quintil y del 50% y 20% en los quintiles tres y cuatro respectivamente.
La segunda manera de abordar la cuestión de la influencia de las condiciones sociales y económicas de los barrios sobre la presencia de pandillas es a través de la comparación de esta última variable con la auto calificación de los hogares sobre la clase social a la que pertenecen. Como se podía esperar, la relación que se observa es similar a la que se da con los ingresos. A medida que aumenta la clase social a la que perciben pertenecer los hogares se observa una menor incidencia de las pandillas juveniles en sus respectivos barrios.
Se puede anotar que la relación entre el riesgo de pandillas en los barrios y esta percepción subjetiva de la posición social de los hogares es un poco más estrecha que la que se observa con el indicador de ingresos. De hecho, al tratar de explicar la presencia de pandillas a partir de estas dos variables se observa que, a pesar de que una y otra están correlacionadas, predomina el efecto de la percepción de clase social sobre el del ingreso promedio en unidades monetarias. Una manera de interpretar este resultado sería sugiriendo que más relevantes que las consideraciones estrictamente económicas, basadas en la capacidad adquisitiva de los hogares, parece ser el papel de la percepción subjetiva del lugar que se ocupa en la escala social.
La tercera vía para analizar la relación entre la situación de los barrios y la presencia de pandillas es a través del indicador del nivel educativo del jefe del hogar. De nuevo, se observa una asociación negativa con la presencia de pandillas: a medida que aumenta la educación promedio de los barrios se observa una menor incidencia de pandillas juveniles.
Un aspecto que vale la pena destacar es que, de los tres indicadores de condiciones sociales de los barrios, el basado en la educación de los jefes del hogar es el que presenta una relación más estrecha y significativa con la presencia de pandillas. Por sí sólo el nivel educativo promedio explica cerca del 50% de las variaciones en probabilidad de presencia de pandillas. El respectivo porcentaje para la variable estrato o clase social es del 45% y para el ingreso monetario es el 38%.
Pensando en políticas o programas para controlar las pandillas, más relevante resulta la observación que, desde los niveles más bajos de la variable educación se podría lograr un efecto perceptible sobre la presencia de pandillas, algo que como se vio, no ocurre con el ingreso. En efecto, el perfil de la presencia de pandillas por grandes grados educativos es tal que mientras en los barrios en dónde el nivel educativo promedio apenas supera la primaria, la probabilidad de presencia de pandillas es del 81%, para aquellos barrios en dónde la media ya supera el nivel de la secundaria esta cifra ha descendido al 55% y para las localidades en las cuales el promedio educativo es superior el porcentaje es del 12%.
Estos resultados que muestran la importancia de la educación de los jefes de hogar –más que sus ingresos- sobre la posibilidad de presencia de pandillas en los barrios, no hacen más que corroborar el resultado que, en las mismas líneas, se obtuvo a partir de los factores que, individualmente, permiten discriminar a los pandilleros del resto de jóvenes. El elemento inhibidor importante, más que la capacidad económica del hogar, tendría que ver con la escolaridad.
En este contexto, se llegaría a un objetivo de política más concreto y realista. Para la prevención de la violencia juvenil, en su manifestación de vinculación a las pandillas, no parece necesario tratar de lograr incrementos que sin lugar a dudas son inalcanzables en la capacidad económica de los hogares. Más pertinente resulta tratar de hacer avances en la dimensión educativa para los cuales cabe esperar algún tipo de respuesta desde los niveles más reducidos.
Fuera de este indicador de las condiciones económicas y sociales de los hogares, se encuentra que, para los datos agregados, otras cuatro de las variables disponibles de la encuesta ayudan a explicar las diferencias en la presencia de pandillas en los barrios :
o Un indicador de capital social de la comunidad -la calificación de la posibilidad de que en el barrio en cuestión se puedan desarrollar obras comunitarias – que , sorprendentemente, aparece con un efecto perverso, contrario al esperado: a mayor capital social mayor la probabilidad de pandillas. El respectivo coeficiente es estadísticamente significativo ( +.21, +3.6)
o La percepción sobre la presencia de crimen organizado en el barrio ( +0.19, +3.3), con el efecto positivo esperado.
o La calificación de calidad de las relaciones de la comunidad con la Policía Nacional (-0.05, -2.9), con un efecto negativo: a mayor calidad de las relaciones, menor probabilidad de pandillas
o La proporción de hogares que reportan haber conocido personalmente alguna víctima de homicidio (+0.52, +2.3), con un impacto positivo.
Estos cuatro elementos, junto con el indicador de escolaridad del jefe de hogar, explican cerca del 75% de las diferencias en la influencia de pandillas en los barrios de Managua. Vale la pena analizar en mayor detalle estos resultados.
Como se señaló atrás, de acuerdo con los analistas externos, el problema del tráfico de narcóticos parece ser un tema menos relevante para la seguridad ciudadana en Nicaragua que en otros países de la región. Los datos de la encuesta en cierta medida corroboran esta observación, puesto que en más de la mitad de los barrios la calificación promedio sobre la presencia de delincuencia organizada se sitúa entre “ninguna” y “poca” y sólo en cuatro de los cincuenta barrios la calificación promedio se sitúa más cerca de “mucha” que de “poca”. A pesar de lo anterior, el problema de los delincuentes organizados no es completamente ajeno a la realidad de Managua, ni al fenómeno de las pandillas.
El perfil de la asociación que se observa entre estas dos manifestaciones de la violencia –las pandillas juveniles (PJ) y la delincuencia organizada (DO)- es interesante de analizar por varias razones.
En primer lugar porque muestra que, si bien las pandillas juveniles pueden muy bien existir en los barrios en dónde los ciudadanos consideran prácticamente irrelevante el problema de la DO, a medida que esta influencia aumenta es casi seguro que habrá alta presencia de pandillas juveniles. O, visto de otra manera, la falta de presencia de pandillas parece siempre implicar baja influencia de la DO. Este es un argumento sólido a favor de la idea de la DO como una posible causa, y no una consecuencia, de la presencia de pandillas [57].
En una de las preguntas de la encuesta se buscaba indagar sobre la percepción de los jefes de hogar acerca de qué tan estrechos eran, en su barrio, los vínculos entre uno y otro fenómeno. Es interesante observar que, a medida que aumenta la presencia de la DO, mayor es la calificación que se le asigna a la colaboración entre esta y las pandillas juveniles. Así, en los barrios con leve presencia de delincuentes adultos pueden operar pandillas juveniles independientes de este fenómeno, pero en aquellos lugares en los cuales la presencia de crimen organizado es más importante, casi inevitablemente se da una asociación entre las pandillas juveniles y la DO.
Por otro lado, se observa una asociación negativa, y estadísticamente significativa, que entre la probabilidad de presencia de pandillas y la calificación que le asignan los ciudadanos a la calidad de las relaciones de su comunidad con la Policía Nacional. Esta relación tiene como característica digna de mención que la segunda variable parecería ser una condición necesaria, mas no suficiente, para que se de una baja incidencia de la primera. En efecto, mientras que en los barrios en los que se le da una alta calificación promedio a las relaciones con la Policía se observa un rango relativamente amplio para la probabilidad de presencia de las pandillas, aquellos lugares en los que la calificación es muy baja parecen abocados a una alta presencia de grupos juveniles.
No menos interesante de analizar resulta la asociación entre la influencia de las pandillas en los barrios y el reporte en la encuesta de conocimiento personal de alguna víctima de homicidio. Un aspecto digno de mención de esta característica de un hogar –conocer o no personalmente a una víctima de homicidio- es que se trata de algo que no está distribuido de manera uniforme entre la población. Si bien en casi la mitad de los barrios se trata de algo relativamente extraño, pues menos del 10% de los hogares reportan tal tipo de contacto previo con la violencia, en más de la quinta parte de los barrios este porcentaje supera el 20% y en 3 de los 50 barrios de la muestra más del 40% de los hogares manifiestan haber conocido personalmente a una víctima de homicidio.
Hay dos maneras de interpretar esta singular tendencia a agruparse que muestran los hogares cercanos a las víctimas de homicidio. Por un lado, se puede pensar en una importante concentración geográfica de las muertes violentas, un fenómeno recurrente en la mayor parte de los lugares en dónde las tasas de homicidio son altas. Si, por ejemplo, en un barrio son asesinadas, proporcionalmente, muchas más personas que en otros lugares de la ciudad, cabe esperar este tipo de reporte, también concentrado, de conocimiento de las víctimas. Si esta es la interpretación correcta, se estarían dando en Managua diferencias en las tasas de homicidio del orden de uno a diez. Y el diagnóstico de una ciudad sin problemas apremiantes de violencia homicida debería revisarse para ciertos barrios críticos.
Otra posible interpretación sería que las personas en algún momento desplazadas por la violencia en distintos lugares del país emigraron a Managua y tendieron a localizarse en los barrios de acuerdo con su lugar de origen. Un dato de la encuesta –el reporte de haber tenido que cambiar de residencia por razones de violencia- serviría de apoyo a esta interpretación, puesto que se presenta bastante heterogeneidad entre barrios en términos de la proporción de hogares que manifiestan ser desplazados. En contra de esta interpretación se puede mencionar la alta participación de los incidentes recientes –después del año 2000- entre quienes conocían personalmente una víctima.
La interpretación para la relación que se observa en los datos de la encuesta entre el conocimiento de víctimas de homicidio y la influencia de pandillas depende de cual de los dos escenarios descritos se considere más pertinente. Si se acepta la idea de una alta concentración de los homicidios en Managua, se tendría entonces que la variable en cuestión –proporción de hogares que conocían una víctima- es un resultado de la presencia de pandillas. Si, por el contrario, se piensa que hay una concentración de personas que han sufrido de cerca la violencia se puede plantear cierta causalidad en el otro sentido, por ejemplo pensando que se genera, por distintas razones, un mayor nivel de aceptación de las pandillas juveniles.
En alguna medida, el perfil de la relación entre pandillas y conocimiento de víctimas de homicidio tiende a ser más consistente con el segundo escenario que con el primero, ya que los bajos niveles de contacto previo con la violencia se asocian tanto con baja como con alta presencia de pandillas. Por el contrario, los niveles altos de experiencia anterior con homicidios, con la excepción de uno de los cincuenta barrios de la muestra, se asocian con altos niveles de influencia de pandillas.
De acuerdo con las corrientes que postulan que el fortalecimiento del llamado capital social -la capacidad de asociación de las comunidades- como un mecanismo idóneo para controlar la violencia juvenil, no es fácil dar cuenta del resultado obtenido con los datos de la encuesta, de acuerdo con el cual la mayor integración entre los ciudadanos de los barrios para emprender obras comunitarias se asocia positivamente con la presencia de pandillas. Además, no se trata del único indicador del capital social que muestra un efecto perverso sobre la probabilidad de influencia de los grupos juveniles. Por ejemplo, la frecuencia con que los hogares reportan haber asistido en el último año a un evento social en el barrio también aparece positivamente asociada, y de manera significativa, con la probabilidad de presencia de pandillas. Aunque el efecto no alcanza a ser estadísticamente significativo, el haber asistido como espectador a eventos deportivos en el barrio también muestra un efecto con el signo perverso.
En general, lo que muestran los datos de la encuesta acerca de la relación entre el capital social de los barrios y el fenómeno de las pandillas en Managua es que el primero no tiene mayor capacidad para alterar la presencia de las segundas. Entre los indicadores disponibles, el único con el efecto negativo esperado, aunque no alcanza a ser muy significativo, es el “haber asistido en el último año a una reunión en el colegio de los hijos”.
Lo que estos resultados sugieren es que el fortalecimiento de los vínculos comunitarios, el estímulo a la capacidad de asociación entre los vecinos, la promoción del llamado tejido social de los barrios, muestran en Managua una escasa capacidad para disminuir la presencia de pandillas juveniles. Incluso, como lo sugieren un par de resultados de esta encuesta, puede darse cierta compatibilidad entre el capital social de las comunidades y la violencia juvenil.
Son varios los mecanismos a través de los cuales son concebibles este tipo de apoyos, o alianzas, entre los vecinos que se agrupan o asocian y las pandillas juveniles. Se puede pensar, por ejemplo, en coaliciones para la tarea vital de defender el barrio de los ataques de otras pandillas, o de protegerlo de los delincuentes.
“Los pandilleros no sólo se ayudan mutuamente, sino que confían mucho unos en otros, confianza que es un valor, por ser cada vez más escasa en el contexto de crisis de la Nicaragua de hoy. En parte, esta confianza y esta lealtad son una reacción a la estigmatización social que sufre el pandillero. Aunque en mi barrio, este estigma es ambiguo, porque los habitantes del barrio aunque critican a los pandilleros, no dejan de reconocer que son ellos quienes protegen y cuidan al barrio” [58].
“De hecho la pandilla es un dispositivo de integración social del barrio: En muchos barrios marginales de Managua, la mayoría de los jóvenes son pandilleros. Las familias que no tienen relación con los pandilleros permanecen relativamente aisladas. Existe una especie de presión social, un impuesto social que devenga la pandilla por la protección que brinda al barrio. “Nosotros gobernamos el barrio” nos dijo un joven pandillero. Los activos intangibles de quien no paga ese impuesto social se deterioran notablemente. El impuesto va desde dar recursos humanos a la pandilla y encubrir a un pandillero hasta regalarles pequeñas sumas de dinero. Esas contribuciones monetarias son ofrecidas voluntariamente por los vecinos o “sugeridas” como aporte a los simples transeúntes” [59].
Aparece con claridad en estos testimonios la figura del pandillero como un verdadero protector del barrio, que lo defiende de los ataques externos, o de la delincuencia. Y que cobra a cambio de ello un tributo. En términos escuetos, de alguien con capacidad para gobernar el barrio.
Corroborando los testimonios anteriores, de acuerdo con los datos de la encuesta, un impresionante 23% de los hogares en la encuesta manifestó estar de acuerdo con que la afirmación “las pandillas gobiernan” describe muy bien lo que ocurre en su barrio [60] y tan sólo un 20% opina que esa afirmación no tiene nada que ver con su vecindario. En el 40% de los barrios de la encuesta la calificación promedio del acuerdo con esta afirmación, en una escala de 1 a 5 es superior a la media.
Gráfica 6.6
También reforzando las muestras del poder real de las pandillas sobre las comunidades descritas en los testimonios mencionados, y en forma bastante alejada de cualquier ideal democrático, entre los hogares que reportan la existencia de pandillas en su barrio un no menos impresionante 75% reporta que el “cobro de impuestos” es una de las actividades desarrolladas por las pandillas. Por otra parte, casi uno de cada cuatro (23%) de los jefes de hogar de la encuesta manifiesta haber tenido que pagar, alguna vez, un impuesto a una pandilla.
Los datos de la encuesta muestran dos aspectos interesantes sobre la asociación entre la infraestructura urbana y la influencia de los grupos juveniles. El primero es que la calidad de los espacios públicos parece ser más determinante que la disponibilidad de cierta infraestructura específica, como las canchas o los parques. El segundo es que una parte del efecto preventivo de la violencia que con frecuencia se atribuye a la disponibilidad de cierta infraestructura en los barrios, y aún de su calidad, podría estar reflejando un mero efecto ingreso.
Con relación a la disponibilidad de canchas deportivas y parques en los barrios, un punto que llama la atención de los datos de la encuesta es la falta de acuerdo entre quienes, en un mismo barrio, responden una pregunta tan básica como “existen canchas para practicar deporte en el barrio” o “existe en el barrio algún parque”. Solamente en 12 de los cincuenta barrios hubo unanimidad de los encuestados para señalar que no había canchas y en 8 para reportar que sí las había. La distribución de las respuestas, aunque concentrada en los extremos, está lejos de ser binaria.
Tomando como indicador de la existencia de canchas la proporción de respuestas positivas a la respectiva pregunta, se observa que dicha variable es bastante independiente de la presencia de pandillas. La disponibilidad actual de canchas en los barrios de Managua es un mal elemento para predecir la existencia de pandillas. La correlación simple entre ambas variables es inferior al 10%.
La calidad de las canchas, cuando estas existen, sí muestra en principio una asociación negativa con la influencia de los grupos juveniles. Así, si contar o no con este tipo de infraestructura no ayuda a diferenciar los barrios en los que operan pandillas, entre aquellos que sí la tienen, a primera vista, la calidad de las canchas sí tendría un efecto, y con el signo que se espera en principio: las instalaciones deportivas en mal estado aparecen como algo que favorece la presencia de pandillas. Obviamente, para esta asociación cabe una interpretación en el sentido que en aquellos barrios en dónde operan grupos de pandilleros se da, por distintos factores, un deterioro de las instalaciones deportivas.
De cualquier manera, y sin tener en cuenta los demás elementos explicativos de la presencia de pandillas que, como se verá más adelante, tienden a neutralizar este efecto, la relación no es uniforme. Los datos de la encuesta tampoco avalan la idea que ciertas reglas para el uso de las canchas, como por ejemplo el establecimiento de horarios ayudan a explicar la presencia de pandillas juveniles.
Algo similar parece ocurrir con la disponibilidad de parques, que no muestra un impacto muy importante –ligeramente negativo- sobre la probabilidad de presencia de pandillas en los barrios. La correlación simple entre ambas variables es también baja, -0.17 siendo de todas maneras más relevante que la encontrada para los parques. En forma análoga a lo que ocurre con las canchas, el escenario más desfavorable en materia de parques, peor aún que el de no contar con ellos, parece ser el de tenerlos en mal estado. Nuevamente, el efecto de la calidad sobre la presencia de pandillas no es muy nítido ni uniforme.
Por último, la calificación global de la calidad de los espacios públicos muestra, a primera vista, un efecto negativo más significativo, uniforme y consistente sobre la influencia de grupos de pandilleros. La correlación simple entre los dos indicadores es de –50%. Y parece claro que en todos los barrios en dónde la calificación de la calidad es la más baja –entre 1.0 y 1.5 en una escala de 1 a 5- hay casi con certeza presencia de pandillas.
Si se agrupan los datos, se observa que mientras en los barrios situados en la parte inferior de la escala de calidad del entorno urbano se observa, en promedio, un nivel cercano al 90% en la presencia de pandillas para aquellos lugares en los que los vecinos perciben alta calidad de la planta física del barrio la proporción es apenas del 47%.
En síntesis, si se analiza la correlación simple entre los distintos indicadores de infraestructura física de los barrios y la influencia de pandilleros, aparece con claridad la mayor relevancia de la calidad de canchas y parques sobre la simple disponibilidad. Además, se observa que el indicador que se asocia más estrechamente con la presencia de pandillas, con el signo negativo esperado, es el de la calificación de la calidad del espacio público en general.
Es indispensable anotar que los ejercicios que se acaban de realizar muestran una visión incompleta de la eventual asociación entre los indicadores de infraestructura en el barrio y la probabilidad de presencia de pandillas. Como en cualquier análisis basado en la comparación simple entre dos variables, lo que en principio se puede tomar como el impacto de una sobre la otra puede estar reflejando el efecto de una tercera variable sobre ambas. En este caso, la pregunta pertinente es si, por ejemplo, la buena calidad del espacio público no está en realidad incorporando información de un tercer elemento que es el que, en últimas, afecta la presencia de pandillas. Un candidato para esa tercera variable que está afectando la presencia de pandillas de manera indirecta a través de los indicadores de infraestructura urbana es el del nivel de ingreso de los hogares.
Es más que razonable suponer que la calificación de la calidad de los espacios públicos de un barrio es, un últimas, una señal adicional de la capacidad económica de quienes viven en ese barrio. Los datos de la encuesta así lo confirman, pues los tres indicadores utilizados para reflejar las condiciones de vida en los barrios está altamente correlacionados con la puntuación que se asigna al estado del espacio público.
Así, una vez se filtra el impacto de las variables de infraestructura sobre la presencia de pandillas por un efecto ingreso, el poder explicativo de estas se reduce sustancialmente, y lo hace aún más cuando se tienen en cuenta los demás factores mencionados atrás y que contribuyen a identificar los barrios con mayor incidencia de violencia juvenil. Dicho en otros términos, los indicadores relativos a la disponibilidad y calidad de la infraestructura en los barrios no aportan poder explicativo adicional al de las variables ya analizadas.
Dejar de ser pandillero
Quienes han estudiado de cerca a los pandilleros en Nicaragua mencionan varias vías a través de las cuales puede darse un proceso de desvinculación de los jóvenes de las pandillas. De acuerdo con Sosa y Rocha (2001) los mecanismos más frecuentemente mencionados por los jóvenes entrevistados por ellos para dejar las pandillas son (i) “hacerse evangélico”, (ii) tener hijos y conseguir un trabajo, (iii) envejecer, (iv) rehabilitarse luego de estar detenido y (v) con ayuda institucional.
Rodgers (1997) se muestra de acuerdo con la importancia de la segunda razón, la de fundar, casi siempre de manera accidental, una familia. Por otra parte, e implícitamente anota el motivo envejecimiento, y agrega come tercera alternativa de salida una vinculación más sólida con la delincuencia. “En mi barrio, cuando los pandilleros llegan a los 22-24 años, tienen dos alternativas. La primera es muy frecuente: "por accidente" fundan una familia y, para demostrar que son responsables, dejan de ser pandilleros. A partir de entonces, la mayoría de ellos viven habitualmente como desempleados. La segunda es entrar al mundo de la criminalidad "dura". La mayoría de los pandilleros sigue la primera ruta, pero un porcentaje significativo elige la segunda. En mi barrio, un 15-20% pasan a ser delincuentes de profesión” [61].
La encuesta realizada entre jóvenes en Managua tiene información útil para analizar los factores que afectan la decisión de abandonar las pandillas. La metodología utilizada para estudiar este paso crítico consiste nuevamente en comparar las características de los dos grupos relevantes de jóvenes. Así, dentro del conjunto de menores (un total de 131) que manifiestan alguna vez en la vida haber sido pandilleros se trataron de identificar aquellos factores que contribuyen a discriminar, o separar de manera estadísticamente significativa, los jóvenes que ya se salieron de las pandillas (74 o sea el 56.5%) de aquellos que continúan vinculados a ellas (57 o sea 43.5%).
El primer punto que vale la pena investigar es si el mismo conjunto de factores que ayudan a explicar el ingreso a la pandilla también es útil para explicar, en principio con un signo opuesto, el abandono de la pandilla. O sea si existen mecanismos con capacidad para revertir el paso anterior. La respuesta a este primer interrogante es negativa. No sólo porque varios de los factores que aparecen como determinantes del ingreso a las bandas juveniles –en particular los antecedentes familiares, la supervisión de los padres, o el buen entendimiento con ellos, o los antecedentes de violencia contra la madre- no conservan un efecto estadísticamente significativo sino porque algunos de los elementos que afectan la entrada también parecen afectar la salida pero, extrañamente, con el mismo signo.
Sorprende, por ejemplo, que el ser hombre, un elemento definitivo a la hora de afiliarse también juegue un papel importante para la salida, reforzando su probabilidad. Así si el ser mujer inhibe la entrada a las pandillas, para las pocas jóvenes que superan este obstáculo y se vinculan, el género aparece como un elemento no que refuerza sino que también inhibe su salida. Así, de las ocho mujeres que reportan haber pertenecido alguna vez a una pandilla, tan sólo una manifiesta haberla abandonado, o sea una tasa de deserción de tan sólo 12.5%. Entre los hombres, por el contrario, el porcentaje es cercano al 60%. Difícil no hacer alusión a la posibilidad de organizaciones que cuiden con particular esmero su recurso más escaso. En el mismo sentido, también se encuentra que el tener muchos amigos es un factor que contribuye tanto al ingreso a las pandillas como a su posterior abandono.
De los factores que, en forma consistente, contribuyen tanto a la afiliación como luego, a reforzar el vínculo e inhibir el abandono de la pandilla se pueden mencionar dos: el haber abandonado el sistema educativo, y el haber sido víctima de un ataque criminal serio.
En últimas, el conjunto de factores que facilitan la entrada a las pandillas parece distinto del que impulsa la salida. Dentro de las variables para las cuales se dispone de información en la encuesta, se encuentra que las que afectan el abandono de las pandillas son, en orden de la relevancia estadística de su efecto:
o El haber participado en enfrentamientos con la policía (-83%, -3.5). Quienes, entre los pandilleros, han desafiado de manera abierta, y física, a las autoridades, ven reducidas significativamente sus posibilidades de desvincularse de tales grupos.
o El vivir en un barrio en dónde mandan las pandillas (-36%, -2.9). Cada punto en la calificación que le dan los jóvenes al nivel de control político que tiene una pandilla sobre su barrio –expresado en términos del acuerdo con la afirmación que son las pandillas las que mandan- reduce en un 35% la probabilidad de abandono de las pandillas
o El género del joven. (+2100%, 2.6). El ser hombre se traduce en una probabilidad cerca de veinte veces superior a la que tienen las mujeres de abandonar las pandillas.
o El ser estudiante (+1100%, +2.6), que multiplica por más de doce los chances de deserción
o Un factor de acostumbramiento, o afianzamiento, (-24%,-2.2) Cada año que se pasa en la pandilla disminuye en cerca del 25% la probabilidad de poderse desvincular.
o El número de amigos (+2%, +2.1). Cada amigo adicional incrementa en 2% la posibilidad de salida
o El ser responsable de un embarazo (+276%, +2.0) que casi triplica los chances de salirse de la pandilla
Son varios los comentarios que surgen del ejercicio que se acaba de resumir. Uno, no parece rebuscado argumentar que el principal elemento aglutinador de los jóvenes pandilleros es una especie de poder político real. Es difícil considerar como una simple coincidencia el hecho que, dentro de las variables disponibles, la capacidad de mandar en los barrios -de cobrar impuestos e imponer sus propias reglas del juego- junto con el desafío explícito y el enfrentamiento con los organismos de seguridad estatales sean las dos más significativas. Es impresionante la regularidad y solidez de la relación entre la calificación del poder de la pandilla en el barrio con las tasas de deserción reportadas por los jóvenes pandilleros. Mientras que entre los jóvenes que viven en barrios en los que no operan pandillas la proporción de ex-pandilleros (entre quienes alguna vez lo fueron) es cercana al 80%, en aquellos barrios en dónde se expresa acuerdo con la afirmación que quienes mandan son los pandilleros tal cifra se reduce al 40%.
Gráfica 6.7
Dos, vuelve a destacarse la importancia del sector educativo en esta dimensión clave de la prevención como es la de lograr desvincular a los jóvenes de las pandillas. El otro recurso que con frecuenta se menciona como elemento fundamental de reinserción, la posibilidad de encontrar un empleo, no se corrobora con los datos. La incorporación a la fuerza laboral no aparece como algo que ayude a discriminar a los ex-pandilleros de quienes continúan siéndolo. Los otros dos indicadores de capacidad económica de los jóvenes, la auto calificación de la clase social y los gastos mensuales, tampoco contribuyen a explicar el abandono de las pandillas. En forma similar a lo señalado para los determinantes del ingreso a las pandillas, se corrobora la observación que, fuera del efecto que se da a través de la educación, la posición económica de los jóvenes contribuye poco a la explicación del fenómeno de las pandillas a nivel individual.
Tres, en buena medida se corroboran las observaciones hechas por los estudiosos de las pandillas nicaragüenses sobre las principales vías de salida. En particular, aparece que la paternidad, posiblemente accidental, es un factor favorable para la reinserción. La circunstancia, frecuentemente citada, de la vinculación a grupos religiosos como una de las pocas vías de salida aceptadas por las pandillas se corrobora parcialmente, puesto que el indicador más cercano que se tiene –el reporte de practicar alguna religión- muestra un efecto positivo sobre la probabilidad de abandono, aunque no muy significativo. El rango de edades de los jóvenes de la encuesta –entre 13 y 19 años- no permite contrastar la hipótesis del umbral crítico de salida alrededor de los 25 años.
[1] Sosa y Rocha (2001) página 400
[2] Cordero (1997), Valle y Argüello (2002)
[3] Rosales (1997)
[4] Zapata y Sánchez (1997) pág 415
[5] Cordero (1997)
[6] Valle y Argüello (2002) hablan de este incremento en el número de víctimas
[7] Valle y Argüello (2002)
[8] Cordero (1997), Sapoznikow (2003)
[9] Cordero (1997)
[10] Sosa y Rocha (2001)
[11] Aguirre (2001)
[12] Valle y Argüello (2002)
[13] Valle y Argüello (2002) página 27
[14] Aguirre (2001).
[15] Datos citados por Sosa y Rocha (2001)
[16] Cordero (1997) pp 435 y 438. Es conveniente anotar que se trata del entonces Subdirector de la Policía Nacional
[17] Sosa y Rocha (2001) página 338
[18] Zapata y Sánchez (1997) página 416
[19] Zapata y Sánchez (1997)
[20] Cordero (1997) página 438
[21] Rosales (1997) página 449
[22] Sosa y Rocha (2001) página 338
[23] Rosales (1997) página 449
[24] Valle y Argüello (2002) página 23
[25] Citados por Sosa y Rocha (2001) página 339
[26] Datos citados por Valle y Argüello (2002) página 26
[27] Valle y Argüello (2002) página 26
[28] Sosa y Rocha (2001) página 339
[29] Sosa y Rocha (2001) página 339
[30] Sosa y Rocha (2001) pp 368 a 371
[31] UNDP (2000)
[32] Policía Nacional (2001)
[33] Ver “Apoyo al mejoramiento y tecnificación de la medicina forense” Proyecto PNUD NIC/96/L13/C/7L/99
[34] Rubio (2002)
[35] A título de comparación, se puede mencionar que, en Colombia, en los años 90 se aclaraban menos del 10% de los homicidios que se cometían.
[36] Ver Gaviria y Pagés (1999) y BID-CIEN (2001)
[37] Cordero (1997) página 438
[38] El promedio se refiere a aquellos sitios, por lo general centros urbanos, en los que se han realizado encuestas que adoptan el formato del “International Crime Victimization Survey” ver Alvazzi del Frate (1998)
[39] OGD (1996)
[40] OEA-CICAD (2000)
[41] La razón para analizar la prevalencia de consumo únicamente para los jóvenes escolarizados tiene que ver con el hecho que es esta la población para la cual se tiene la certeza de una buena representatividad y que por lo tanto se presta mejor para las comparaciones.
[44] Estos autores no mencionan la fuente de su estimativo de 75 jóvenes por pandilla que, de acuerdo con otras fuentes, resulta bastante alto.
[45] Informe “Consulta Ciudadana, Seguridad Ciudadana y Policía ¿Qué opina el pueblo?”. Grupo Cívico citado por Aguirre (2001) y UNDP (2000).
[46] Se consideran simpatizantes a quienes respondieron con una calificación superior a 1 a la pregunta “en una escala de 1 a 5 en dónde “1” significa que no te gustan nada las pandillas y “5” que te identificas y simpatizas mucho con las pandillas, como calificarías la simpatía que tienes con las pandillas”.
[47] Se consideran pandilleros potenciales a quienes respondieron con una calificación superior a 1 a la pregunta “¿En una escala de 1 a 5 en dónde “1” significa que no lo harías por ninguna razón y “5” que has considerado ser pandillero como calificarías la posibilidad de ingresar o meterte a una pandilla?”
[49] La Prensa Oct 29/2001
[50] La Prensa Agosto 22/2001
[51] La Prensa Julio 24/2001
[52] Rodgers (1997)
[53] Una presentación más detallada de los resultados de la encuesta se hace en Rubio-INEC(2003).
[54] Corresponde a la respuesta a la pregunta “¿Qué tan seguro se siente Usted en las calles de su barrio?” con cuatro niveles como alternativa para la respuesta (i) muy inseguro (ii) poco inseguro (iii) Algo seguro (iv) muy seguro.
[56] Rodgers (1997)
[57] Puesto que si “no PJ” implica “no DO”, tal como sugiere la gráfica, entonces DO implica PJ. Por el contrario, también de acuerdo con la gráfica, la afirmación lógica “no DO” no necesariamente implica “no PJ”, lo que equivale a descartar que PJ implique DO.
[58] Rodgers (1997). Subrayado propio
[59] Sosa y Rocha (2001) página 401
[60] En el formulario se incluía, textualmente, la cita que se incluye en la gráfica y que fue tomada de Sosa y Rocha (2001) página 400.
[61] Rodgers (1997)