DERECHO PENAL, CRIMINOLOGIA Y ECONOMIA DEL CRIMEN



CAPITULO VI

Alrededor de las infracciones voluntarias  a la ley la economía ha buscado ofrecer una teoría positiva -explicaciones acerca de por qué ocurren tales conductas- como también una teoría normativa, es decir sugerencias de acción pública para evitarlas. A diferencia de otras áreas del derecho, exclusivamente normativas, en el área penal los juristas han desarrollado distintas teorías, que incluyen supuestos sobre el comportamiento humano y, por otro lado, han considerado a la criminología como una disciplina anexa y complementaria entre cuyos objetivos está no sólo la explicación del fenómeno delictivo sino la discusión de las alternativas de política para enfrentarlo. En este sentido, son desacertadas, y no aplicables al derecho continental, las afirmaciones de algunos economistas en el sentido que el derecho “no ofrece ningún modelo que pueda predecir el comportamiento penal ni propone una meta clara para el derecho penal” este capítulo se presentan los principales puntos de acuerdo y discrepancia entre, por un lado, el derecho penal de raíz hispana y la criminología y, por otra parte, la llamada economía del crimen [1].


En una primera parte se hace una breve síntesis de los antecedentes históricos del derecho penal hispano contemporáneo. En la segunda parte se presenta un resumen de la actual orientación metodológica de la criminología. La tercera sección está dedicada al resumen de la economía del crimen tanto a nivel de la teoría de los comportamientos criminales, como de las propuestas de política criminal. Se hace un esfuerzo por dilucidar los factores en los que coinciden y aquellos que presentan mayores discrepancias y fallas en la comunicación entre economistas y juristas. En particular, se tratan de analizar las razones por las cuales, a pesar de ser la economía del crimen una de las áreas del AED de mayor desarrollo tanto teórico como empírico, tiene tan escasa aceptación entre juristas, criminólogos y operadores del sistema penal en el ámbito hispano.

1 - EVOLUCION DEL DERECHO PENAL [2]
1.1 – Hasta el Antiguo Régimen
El derecho penal griego conservó siempre un carácter religioso. El homicida, por ejemplo, era considerado un ser impuro, un enfermo del alma al que ciertos remedios podían curar. La respuesta fue en principio una venganza colectiva impuesta sobre la familia ofendida para calmar la ira del difunto. Posteriormente la venganza se arregló con el pago de una composición pecuniaria, la poinê (de donde proviene el término pena) que equivalía a una reparación material y a un pago a cambio de la vida del culpable.

El derecho romano, por el contrario, se apartó de los orígenes religiosos. Una distinción que domina el derecho romano es aquella entre los delitos privados y los públicos. Sólo los segundos -el homicidio, el parricidio, los atentados a las costumbres, los crímenes políticos, el peculado, la corrupción electoral- afectan el interés general. Los delitos privados pertenecen a la jurisdicción civil y conllevan por lo general a condenas en especie, a multas que se pagan a la víctima. Las penas se dividían en capitales y no capitales. Las primeras corresponden a la muerte, física o civil, e implicaban la confiscación de los bienes. Las segundas incluían la relegación, los trabajos forzados, la reclusión o las golpizas. Las multas (mulctae) son sustituidas por penas corporales para los insolventes. Como se verá más adelante, este sistema es similar a una de las propuestas supuestamente novedosas de política criminal de la economía del crimen. Un rasgo característico del derecho romano es la inequidad de los castigos, más duros para la gente de baja condición (humiliores) que para los ciudadanos de clase superior (honestiores).

Las invasiones germánicas tuvieron como principal consecuencia un debilitamiento de la idea de Estado. En el ámbito penal esto llevó a una reaparición de los procedimientos acusatorios y del sistema de compensaciones pecuniarias, que se fijaban de manera minuciosa, dependiendo, además del daño causado por la infracción,  de factores como la raza, el sexo, la edad o la ocupación. El wergild (dinero de la sangre o precio del hombre) era la composición que debía pagar el homicida a la familia de la víctima para comprar el derecho a la venganza. Se preveía en el derecho germánico la solidaridad de la familia en el pago de la composición que, de no reconocerse, implicaba la muerte o esclavitud del agresor. Al lado de la composición, algunas leyes preveían castigos corporales y mutilaciones, sobre todo cuando la infracción afectaba los intereses del Estado, del rey o de la Iglesia. Un tercio de la composición, el fredhum, o dinero de la paz, se pagaba al rey. Se llegó a un catálogo en extremo preciso de infracciones y penas cuya intensidad fue progresivamente reduciéndose con el tiempo [3].

Un factor definitivo en el estricta regulación de las penas fue el tratar de evitar las arbitrariedades del soberano. Hacia finales del s XVII se tenían varias categorías de penas: la pena capital, las penas corporales, las puramente aflictivas –sólo afectan la libertad del cuerpo sin causar dolor-, las penas difamatorias y las penas pecuniarias. Las corporales eran las que “sin atentar directamente contra la vida, tienden a hacer sangrar, o a la amputación de algún miembro; o que causan dolor al cuerpo” [4]. Este riguroso sistema estuvo vigente en la mayor parte de Europa. Sólo fue en la mitad del siglo XVIII cuando la doctrina se empezó a interesar realmente por la corrección de los culpables y, por ende, en la prisión.

Desde la Edad Media, el derecho penal estuvo ante todo orientado a la violencia voluntaria y dolosa, a los crímenes de sangre, o sea a aquellos más susceptibles de despertar el ánimo de venganza. Las otras infracciones, la pequeña delincuencia, se sancionaban de manera bastante arbitraria.

Con relación a la idea de responsabilidad, excepción hecha del derecho germánico bajo el cual las composiciones pecuniarias  tenían en cuenta los resultados del acto criminal, el antiguo derecho penal le asignaba una importancia fundamental a la intención, a la voluntad culpable que los autores denominan dolo, para diferenciarlo de la falta no intencional (la culpa) y del caso fortuito. Varios textos romanos serán verdaderos adagios: “la voluntad y la intención son la medida de las infracciones” o “en materia de crimen, se debe tener en cuenta la intención, no las consecuencias del acto” [5]. El paralelismo entre delito y pecado es evidente. El derecho penal clásico, del cual se derivarían las nociones modernas relativas a la responsabilidad, se concentraba en las infracciones dolosas. Las faltas involuntarias o de poca gravedad raramente llevaban a un proceso criminal. El asunto se “civilizaba” cuando la pena no podía ser corporal, algo que ocurría cuando la falta de dolo era evidente.

Las faltas era imputables únicamente para los individuos que podían ser declarados responsables. La demencia, la edad o la ignorancia podían llevar a la inimputabilidad. Una larga tradición desde el derecho romano planteaba una teoría de las edades de la vida. El menor superaba año a año los grados de una escala que lo conducían a la mayoría de edad penal, entre los veinte y los veinticinco años.  Esta causa de inimputabilidad se aplicaba también a los ancianos. Dos nociones de los romanos matizaban este sistema: la “capacidad de dolo” y la “malicia que suple la edad”.

Con relación a las organizaciones –las personas morales o jurídicas-  el principio general era el de aplicarles la responsabilidad penal y aplicar penas a las “comunidades, las ciudades, los burgos, los pueblos, los cuerpos y las compañías”. En principio, para que la infracción pudiera atribuirse a una comunidad debía estar precedida de deliberación.

1.2 – La Ilustración
Hay relativo acuerdo en reconocer que las figuras que más contribuyeron a transformar la visión del derecho penal en Europa fueron Montesquieu, Beccaria y, en menor medida, Bentham, aunque  la reacción contra el legado romanista se remonta a figuras como Groccio, Diderot, Hobbes, Locke y Puffendorf. La preocupación de Montesquieu por los asuntos penales no fue la parte central de su obra, pero sí ofreció un conjunto de críticas a la situación vigente y de principios generales para la reforma penal. Según Tomás y Valiente (1992) es precisamente la generalidad y la moderación de las propuestas penales de Montesquieu contenidas en L’esprit del Lois lo que ayuda a explicar que hubiese sido menos criticado que por ejemplo Beccaria y, en últimas, más influyente. A esto se suma el enorme ascendiente que tuvo sobre la obra de este último.

El primer punto que se debe destacar es la enorme importancia que asigna Montesquieu a la esfera penal. Si la libertad es uno de los derechos primordiales del ciudadano, ésta depende de manera crucial de no ser víctima de los excesos del soberano, o de las falsas acusaciones. “Es entonces de la bondad de las leyes penales que depende principalmente la libertad del ciudadano”.  Así, el rigor de las leyes penales es directamente proporcional al despotismo de los gobiernos. “La severidad de las penas conviene mejor a un gobierno despótico, cuyo principio es el terror, que no a la Monarquía o a la República, que tienen por objetivo la protección del honor y de la virtud. En estos Estados un buen legislador se preocupará menos de castigar los crímenes que de prevenirlos” [6]. Los Estados moderados establecen penas moderadas y buscan más la prevención que la sanción de los delitos. Enuncia como principios básicos la legalidad de las penas y su proporcionalidad tanto con la gravedad del delito como con su naturaleza.

Con Beccaria, quien además de Montesquieu habría estado influenciado por la publicación del Contrato Social de Rousseau y por algunos escritos penales de Voltaire, el daño a la sociedad se transformaría en el criterio determinante de las actividades que el legislador debía reprimir. El derecho a castigar sería una consecuencia del contrato social. Para evitar los atentados a la libertad se renuncia parcialmente a ella al hacer un contrato social. Se cede el mínimo suficiente para garantizar el orden social. Estas pequeñas renuncias individuales están en la base de la delegación del derecho a castigar. Como la injusticia y crueldad del régimen se hace evidente ante todo en el momento en que se aplican los castigos, se debe buscar que estos estén estrictamente regulados. Así, la pena debe ser “esencialmente pública, pronta, necesaria, las más pequeña de las posibles en las circunstancias actuales, proporcionada a los delitos, dictada por las leyes”. Tomando principios del utilitarismo plantea que el daño a la nación debe ser el criterio para establecer la gravedad de los delitos. Defiende de manera clara el principio enunciado por Montesquieu que es mejor evitar los delitos que castigarlos.

Así, aunque la distinción entre las penas que responden al pasado y aquellas preocupadas por el porvenir es antigua, fue retomada por el derecho canónico –penas vindicativas y penas medicinales- se puede considerar que las funciones utilitaristas de las penas (multas, disuasión, prevención) adquieren importancia sólo a partir de la Ilustración.

Algunos pensadores marxistas y, posteriormente, Michel Foucault han sugerido restarle importancia a la influencia de las ideas en las reformas penales del siglo XVIII para asignarle un mayor papel al cambio en los modos de producción, al ascenso de la burguesía, al cambio consecuente de la naturaleza del crimen –de la violencia al robo- y al reemplazo del castigo por un sistema más elaborado de vigilancia y supervisión de los hábitos en los distintos ámbitos [7].

1.3 – Peculiaridades Hispanas
Una de las peculiaridades del derecho penal hispano por varios siglos fue la de su estrecha vinculación con el ámbito religioso. Al plantearse la fe católica como uno de los principales fines del Estado “la alianza entre los reyes, los teólogos y la jerarquía eclesiástica era lógica y fue profunda y estrecha” [8]. Aunque la señal más evidente de este vínculo fue la Inquisición, la influencia de los teólogos en el derecho penal de Castilla fue más allá del ámbito jurisdiccional, y de acuerdo con Tomás y Valiente (1992) se dio en dos ámbitos. Por un lado, en la teoría de la ley penal. Por otro, en la similitud –tanto en metodología como áreas de interés- entre el derecho penal y la teología moral. Con relación al primer ámbito, se destaca la doctrina, general entre los teólogos castellanos, de la obligatoriedad en conciencia de la ley penal justa. Con esta idea se legitimaba y fortalecía el poder real, cuyas leyes justas obligaban en conciencia. Por la misma vía se defendía la exclusiva atribución al rey y su justicia del ius puniendi y se negaba a los particulares el derecho a vengarse por las ofensas sufridas. Aunque Tomás y Valiente  no hace referencia explícita de este aspecto, es razonable pensar que los teólogos influyeron en la no aceptación del wergild, que sería prohibido primero por Alfonso XI y luego por los Reyes Católicos con un claro rechazo moral, al calificarlo de extorsión y corruptela. Por su parte, los teólogos morales compartían con los penalistas no sólo varios temas de interés –culpa, delito, expiación, libre albedrío, responsabilidad- sino la casuística como técnica analítica. Un problema recurrente para los penalistas era la adaptación de distintos ordenamientos jurídicos, no siempre consistentes, para resolver un problema jurídico específico, un caso. El método era el típico de la escolástica. Tanto juristas como teólogos disponían de unos textos básicos –las escrituras y los textos romanos- cuya aclaración y la opinión acerca de cómo habrían de aplicarse a un caso concreto se hacía de acuerdo con rígidos preceptos formales y pasos lógicos preestablecidos. Esta técnica condujo a la exageración del argumento de autoridad y al abuso del pragmatismo. Los estrechos vínculos entre la teología y el derecho penal no impedían, que se dieran discrepancias, o abiertos conflictos, entre jurisdicciones a la hora de aplicar la ley. Al respecto se puede señalar la figura del derecho de asilo que ofrecía la Iglesia para proteger a quienes huían de la justicia local o real.

Una segunda característica del ámbito penal hispano era la falta de vínculos entre el derecho del rey con lo que se enseñaba en las universidades. “Se desconfía de la Universidad y de los “latines” que en ella se enseñan. Además, muchos de los escribanos, alguaciles y jueces reales, no son togados ni han pasado por la Universidad; y los tales menosprecian ese derecho que en ellas se explica y que no coincide con el del Rey ni en muchas ocasiones tiene nada que ver con la práctica”.  [9] También había discrepancias por otro lado, con lo que se aplicaba en las sentencias de los casos concretos. Estas eran, en efecto, breves, lacónicas y “casi nunca están expresamente fundadas en hechos que se reconocen probados ni en textos concretos de Derecho vigente” [10]. Esta indeterminación, sumada a la noción de arbitrio judicial, impidió el desarrollo de una jurisprudencia y de una doctrina que retroalimentara el derecho . “No hubo en Castilla ni colecciones de sentencias penales de los altos Tribunales, ni comentarios a las mismas … La jurisprudencia de los Tribunales castellanos carecía de valor científico y no podía servir de guía ni de apoyo a los jueces inferiores” [11].

Aunque para el siglo XVII en España había claridad que ni la teología ni los textos romanos ayudaban a resolver los problemas penales y que la razón era esencial para buscar soluciones, el reformismo ilustrado tardó en consolidarse en España simplemente porque “era incompatible en el fondo con un sistema político monárquico absolutista y con una sociedad estamental … Los filósofos impulsores e incitadores de la reforma respetan sin embargo, como buenos tecnócratas, el poder absoluto de la Monarquía, bajo cuyo amparo quieren ellos llevar a cabo las refomas legislativas” [12]. Se planteaba una contradicción básica pues los tecnócratas colaboradores de la Monarquía consideraban que unas reformas, surgidas ante todo para limitar el poder del soberano, debían ser impuestas desde arriba [13].

En España, el primer código penal se aprobó en 1822. Para esa fecha Bentham era ya más accesible y conocido que Beccaria. Este código tuvo repercusiones muy dispares en América Latina, en dónde confluyeron también algunas ideas del código francés, del brasilero de 1830, del bávaro de 1823 y del preparado por Livingston para Louisiana [14]. En las discusiones previas a la adopción del código español para Bolivia apareció el debate entre las ventajas y las limitaciones de la importación conocimiento penal. Varios miembros de la Comisión nombrada para elaborar adaptaciones consideraban que “este Código era el fruto de la Filosofía y de las luces del siglo tomadas de los mejores criminalistas y conformes a los principios de Ventam, Veccaria y otros autores”. Otros opinaban que aunque este código “fuera enteramente perfecto había sido formado para los españoles y no para los bolivianos, siendo notablemente diferentes sus costumbres y habiendo una distancia inmensa entre la ferocidad de aquellos y la dulzura y amabilidad de estos últimos” [15].

2 – LA CRIMINOLOGIA EN EL AMBITO HISPANO [16]
En esta sección no se pretende ofrecer una síntesis de las distintas escuelas de la criminología, ni siquiera las de mayor influencia en el ámbito hispano. Tal objetivo sobrepasaría un alcance razonable para el capítulo. Se busca, con énfasis en algunas consideraciones metodológicas, enmarcar la economía del crimen dentro del conjunto de saberes que sirven de soporte al derecho penal y a la política criminal en los países hispanos. Se tratarán de detectar los factores que han impedido la adecuada comunicación entre juristas y economistas en la tarea de explicar la criminalidad.

2.1 - OBJETO Y METODO
El estudio sistemático y científico del crimen se puede considerar un desarrollo reciente con relación a las reflexiones, milenarias, del derecho sobre las infracciones y los delitos. Su desarrollo ha seguido de cerca, y ha estado limitado, por los avances de las diversas disciplinas, naturales y sociales, interesadas en su estudio desde el siglo XIX.  Aunque los debates en torno al objeto de estudio, y al método, de la criminología siguen vigentes, parece haber creciente consenso en señalar que se trata de una rama del conocimiento que deber ser ante todo empírica, interdisciplinaria y aplicada. El énfasis en lo empírico surge de la conveniencia de dotar de unas bases sólidas al derecho penal, de complementar su esencia normativa y, por otro lado, de adoptar un enfoque basado más en la observación y la inducción que en el formalismo y la deducción. De hecho, se considera que la criminología como disciplina autónoma surgió a raíz de los debates, a finales del siglo XIX, entre los juristas clásicos, partidarios del método abstracto, formal y deductivo, y los positivistas que proponían una aproximación empírica e inductiva.

La consideración de la criminología como interdisciplinaria, o sea de “convergencia de varias disciplinas sobre un objeto común, con cierto grado de integración” [17], surge de reconocer la importancia, para la comprensión del fenómeno criminal, de los aportes de disciplinas numerosas y de diverso origen como la biología, la medicina, la psiquiatría, la psicología o la sociología. No es fácil encontrar en los textos hispanos una referencia a la economía como disciplina complementaria de la criminología. La naturaleza interdisciplinaria de la criminología lleva explícito el reconocimiento de una estructura no piramidal, ni jerarquizada, en cuanto a la importancia de estos aportes al conocimiento. Estrechamente vinculado con el punto anterior, de no rechazar ningún aporte empírico con tal que contribuya a entender los asuntos criminales, está el progresivo reconocimiento de la enorme complejidad del problema y lo lejana que se encuentra aún la posibilidad de considerar satisfactorio el nivel de comprensión del fenómeno. No hay mayor inconveniente por parte de la criminología moderna en reconocer  que se está aún en un punto de profunda ignorancia con relación al crimen. Se consideran superadas las épocas en que se pretendió contar con explicaciones causales simples y con una razonable capacidad de predicción.

El interés de la criminología se centró inicialmente en el estudio del delincuente como individuo. En este contexto se han postulado dos visiones generales del comportamiento humano, que se asocian con el viejo debate entre los clásicos y los positivistas, y que son básicamente las posiciones extremas del debate entre la sociología clásica y el enfoque de la elección racional. Para la escuela clásica, lo relevante es la figura idealizada de un ser humano con control total sobre sus actos. Se destaca la igualdad de todas las personas, su capacidad para decidir y, derivada de allí, la responsabilidad  por sus actuaciones. El delito es la consecuencia de haber optado por incumplir la ley, pudiendo haber hecho lo contrario. Desde los inicios de la criminología, la llamada Scuola Positiva, y en particular Ferri, criticaron lo que se percibía como una renuncia a la teoría de la génesis de la criminalidad. Se promovió, en su lugar, avanzar en la etiología de los comportamientos criminales, tratando de determinar sus causas. Así, el positivismo coloca al individuo en la cadena de causas y efectos que rigen el mundo natural y el entorno social. Se rechaza la ilusión subjetiva del libre albedrío. Al considerar los determinantes internos (biológicos y psicológicos) y externos (sociales) se plantea el comportamiento como una consecuencia inevitable de este conjunto de estímulos.  La conducta criminal aparece así, para el positivismo,  como el resultado inexorable del entorno externo y las condiciones internas sobre las cuales el individuo no tiene control. Una versión extrema del determinismo de las conductas, y del planteamiento de la virtual incapacidad del individuo para tomar decisiones, la ofrece el marxismo que centra la explicación de la criminalidad en la estructura económica y el conflicto de clases. 

En la criminología actual, el interés por el comportamiento del infractor ha ido cediendo terreno a otros problemas también pertinentes para el derecho penal. Dentro de estos últimos, se destaca el papel cada vez más importante que se asigna a las víctimas. En primer lugar, se plantea la conveniencia de recuperar una figura virtualmente ignorada por el derecho penal. Esta tendencia que se busca revertir se habría originado con la progresiva concentración del derecho a castigar en cabeza del Estado: para el sistema legal habría sido necesario neutralizar el papel de la víctima en los conflictos penales por estar contaminado por las pasiones, las represalias y el afán de venganza privada. En la búsqueda de comprensión de las expectativas de las víctimas sobre el sistema penal se rechaza por excesivamente simplificadora la tendencia a centrar la discusión en las pretensiones monetarias planteando “que lo que la víctima espera y exige es justicia y no una compensación económica” [18].

Se destaca la importancia del papel de la víctima dentro del sistema penal en varias dimensiones. En primer término, como un elemento adicional de explicación del fenómeno criminal: las actitudes y conductas de las víctimas constituyen también factores de riesgo de los incidentes criminales. Por esta vía, las medidas preventivas no deben limitarse a las que se puedan tomar en el ámbito del infractor. En segundo término, se reconoce el papel que pueden jugar las víctimas como fuente de información sobre los incidentes criminales, sobre todo cuando se reconocen las deficiencias en los sistemas oficiales de  información sobre el crimen y la falta de correspondencia entre la ocurrencia real de incidentes, la llamada criminalidad real, y lo que, a través de denuncias, llega a conocimiento de las autoridades. Por último se señala la importancia de distinguir entre la incidencia de los delitos y la sensación de inseguridad de los ciudadanos, que no siempre coinciden, siendo tan importante para las políticas la segunda como la primera.

Un punto sobre el cual aún no parece haber consenso es la consideración del crimen como una conducta desviada, atípica o, en el otro extremo, como un comportamiento normal y susceptible de ser adoptado por cualquier individuo dentro de la sociedad.

2.2 – CRIMINOLOGIA EN AMERICA LATINA [19]
Son varias las características de lo que se podría denominar la criminología latinoamericana que se derivan de las discusiones de un seminario realizado en Venezuela a finales de 1985 sobre el balance y las perspectivas de la disciplina en la región.

La primera es que, al menos inicialmente, se siguió de cerca la evolución del pensamiento penal y criminológico europeo. La segunda es la de su escaso desarrollo, su relativo aislamiento y su falta de identidad como disciplina, habiendo sido hasta hace poco un apéndice del derecho penal. Para el caso colombiano se ha anotado que “la criminología es un asunto de penalistas aficionados. No hay criminólogos profesionales”. Estrechamente vinculada con estas deficiencias, a las cuales se suma la precariedad de la información, se tiene como característica esencial la de su poca vocación empírica. Esta es en efecto una de las principales observaciones en los trabajos hechos para describir la situación de la disciplina en países como Argentina, Venezuela, Perú, México y Colombia [20]. La tercera característica es la de haber tenido un efecto real sobre la redacción y reformas de los códigos penales. En distintos países varios penalistas-criminólogos fueron muy influyentes en las reformas legales, en la formulación de la política criminal y en la creación de instituciones penales. José Ingenieros, considerado a principios del siglo XX como uno de los argentinos con mayor prestigio mundial, fue influyente no sólo en su país sino en Chile y Brasil. Miguel Macedo, estudioso de la criminalidad mexicana a finales del XIX fue muy cercano al General Porfirio Díaz. Más tarde José Almaraz, positivista ortodoxo, inspira y redacta el Código Penal. En el otro extremo, algunos críticos de la orientación penal de ciertos regímenes han sido perseguidos y forzados al exilio. Tal es el caso de Roberto Bergalli perseguido por la dictadura Argentina y de un grupo importante de criminólogos españoles exilados del régimen franquista, que acabaron teniendo gran influencia en el pensamiento penal latinoamericano. Así, se tiene una disciplina sujeta a los vaivenes del poder, altamente politizada y, por estas razones, bastante más normativa e ideológica que positiva o descriptiva. Por último se debe señalar la importante influencia que ha tenido en los criminólogos de la región el pensamiento marxista, la criminología crítica  y, por otra parte, la obra de Michel Foucault. La manera más directa de explicar este ascendiente sería por la persistencia de los problemas de pobreza y desigualdad de la región, que se consideran no sólo como factores generadores de conflicto y violencia sino inconsistentes con la doctrina penal. “El gran hallazgo de la Nueva Criminología consiste en haber demostrado la contradicción existente entre un Derecho penal presuntamente igualitario y una sociedad profundamente desigual” [21].  

Birkbeck (1992) [22] sugiere cinco razones a favor del desarrollo de una teoría criminológica latinoamericana: (i) América Latina (AL) constituye una unidad social relativamente homogénea; (ii) a la vez se trata de una unidad social distinta al resto del mundo desarrollado; (iii) en AL se ha observado la importación (o imposición) de teorías criminológicas elaboradas en y para otras sociedades; (iv) las teorías importadas no serían siempre válidas en AL y (v) es necesario formular teorías criminológicas contrastables y válidas para la realidad latinoamericana. También ofrece algunas críticas al planteamiento de una teoría autóctona: (i) no se define con precisión la relación entre lo teórico y lo empírico; (ii) poca discusión sobre el concepto de AL; (iii) no se establece con precisión qué es lo distintivo de AL ni por qué las teorías criminológicas no serían aplicables; (iv) la nueva teoría criminológica o alternativa también es importada..

En la década de los noventa empezaron a realizarse más estudios empíricos, tanto descriptivos como estadísticos, cuyo volumen y variedad, en países como Colombia, es ya considerable. Sin embargo, esta nueva vertiente de trabajos no parece aún bien integrada dentro de las ciencias penales. Ni sus autores, provenientes de las más diversas disciplinas –antropología, medicina, economía- se consideran criminólogos ni los penalistas criminólogos tradicionales parecen aceptarlos dentro de sus filas. Además, su influencia sobre las reformas penales parece ser aún bastante limitada. El desconocimiento, o desinterés, por parte de la doctrina penal de los nuevos trabajos empíricos sobre crimen y violencia se puede explicar parcialmente por la persistencia de un debate, esencialmente ideológico, cuyos principales elementos se tratan de dilucidar más adelante.



 3 – ECONOMIA DEL CRIMEN [23]
Aunque la aproximación económica para el análisis de los asuntos criminales se remonta a finales del siglo XVIII, con los trabajos de pensadores como Jeremías Bentham  o Cesare Beccaria, su verdadero impulso, y su adopción como un área corriente de estudio por parte de la economía, se dio a raíz de la publicación de un influyente trabajo de Gary Becker a finales de los años sesenta [24].  Desde sus inicios, las reflexiones económicas alrededor del delito han girado alrededor de dos grandes temas. El primero de ellos es la formulación de una teoría positiva de los comportamientos criminales centrada, en particular, en las respuestas individuales ante la actuación del sistema penal.  El segundo tema lo constituye la especificación de criterios normativos para el diseño de las medidas de acción pública contra el delito [25]. Para la rama positiva de la economía del crimen se pueden a su vez distinguir dos grandes áreas de desarrollo: una teórica, deductiva, basada principalmente en ejercicios de estática comparativa o de teoría de juegos y una segunda con vocación fundamentalmente empírica. Dentro del AED, la economía del crimen sería tal vez el área con una mayor proporción de trabajos empíricos.

A continuación se exponen los principales elementos de la dimensión positiva de la economía del crimen. No se ha considerado conveniente incluir una sección dedicada a resumir los principales resultados empíricos no sólo porque, de nuevo, sobrepasa el alcance de este capítulo sino también por el hecho que la mayor parte del trabajo empírico ha sido desarrollado para los Estados Unidos en donde, como se argumenta más adelante, las características del crimen son sustancialmente distintas de las que se observan en América Latina.

3.1 – TEORIA ECONOMICA DE LOS COMPORTAMIENTOS CRIMINALES
3.1.1 – EL MODELO BASICO
El esquema adoptado por la economía para analizar las conductas delictivas constituye una extensión del modelo de elección racional que se utiliza para explicar el comportamiento de los agentes en diferentes contextos. A diferencia de algunas escuelas de la criminología, que consideran el delito como una desviación  de las conductas normalmente adoptadas por los individuos, o como una consecuencia predeterminada, y en cierto sentido inevitable, de las condiciones sociales, la economía del crimen postula que tales actuaciones no son más que un caso particular del esquema general de individuos racionales que toman decisiones y que basan esas decisiones -en este caso la de delinquir- en un cálculo de los costos y los beneficios subjetivos asociados con  ellas.  Así, como una aplicación particular del modelo general según el cual el individuo racional se decide por una acción si los beneficios esperados resultantes son superiores a los respectivos costos, la teoría económica del crimen plantea que los criminales también responden a los incentivos, actúan racionalmente y, por lo tanto, basan la decisión de delinquir en un análisis de lo que perciben como ventajas y desventajas de dicha actuación.

Puesto que los resultados de cometer un delito son generalmente inciertos, el modelo económico utiliza el supuesto tradicional que los individuos actúan como si estuvieran buscando maximizar una función de utilidad esperada [26].  Se plantea que el  individuo decide delinquir si la utilidad esperada de tal acción supera la utilidad que obtendría usando su tiempo y demás recursos en otras actividades alternativas. En este punto vale la pena hacer énfasis en que la teoría económica del crimen constituye un análisis de comportamiento ex-ante, que se concentra en los factores que afectan un comportamiento antes de que ocurra. Se ocupa de los planes que hacen los delincuentes, y en general los infractores, y analiza las alternativas para alterar, mediante incentivos, esos planes. 

Con relación a las eventuales consecuencias de cometer un crimen, la teoría económica le ha prestado mayor atención a los costos que a los beneficios derivados de este tipo de conducta. Para estos últimos, aunque normalmente se hace una división entre los beneficios monetarios y los no pecuniarios, el planteamiento básico considera que su valoración, y la posibilidad de comparar unos y otros, es en últimas un asunto subjetivo, personal e individual, de cada delincuente.

En términos de los costos de delinquir, y todavía a nivel individual, se pueden distinguir tres grandes categorías. Estarían en primer lugar aquellos costos asociados con la tecnología para cometer el crimen. El supuesto tradicional es que este componente de los costos puede considerarse irrelevante, o que es muy similar para todos los delincuentes, y que por lo tanto puede no ser tenido en cuenta para la explicación. El segundo elemento de los costos tiene que ver con las oportunidades perdidas: con las cosas que el delincuente deja de hacer, con los beneficios que deja de recibir, por el hecho de dedicar tiempo y esfuerzo a la comisión de un determinado crimen. Por lo general, estos costos se asocian con las condiciones de los mercados en los cuales se desarrollan las actividades legales, como el trabajo o el estudio, que se sacrifican. El tercer elemento de los costos tiene que ver con la respuesta que el delincuente espera por parte del sistema penal de justicia ante la comisión del crimen. Al respecto, y desde la época clásica, la economía ha considerado que son dos los componentes dignos de análisis en esta respuesta: la probabilidad de que se arreste/condene al delincuente  y, por otro lado, la magnitud de la pena eventualmente impuesta. Al multiplicar el primero de estos elementos por el segundo se obtiene una pena esperada  que es justamente la magnitud que se considera hace parte de los factores que afectan la decisión individual de delinquir.

Resumiendo, si se denominan BD los beneficios esperados, monetarios y no monetarios, de delinquir; BA los beneficios que se obtendrían en actividades alternativas, o sea los costos de las oportunidades perdidas; p la probabilidad de que el delincuente sea capturado y PI la pena eventualmente impuesta al delincuente, la decisión individual de delinquir se daría cuando:
BD – BA – p.PI > 0 (1)
o, lo que es lo mismo, cuando
BD – p.PI > BA (1´)

Expresada en esta forma, la decisión de delinquir depende de la comparación entre  lo que el individuo espera obtener del crimen y lo que podría obtener ejerciendo otras actividades. En el modelo básico individual del crimen se tiene una ecuación como (1) para cada tipo de conducta criminal. De hecho, Becker considera que tanto la probabilidad de arresto como la condena, puede diferir entre distintos tipos de delitos. Tampoco excluye la posibilidad de que el delincuente tenga una gama de alternativas ilegales diferentes a la considerada en la ecuación.

Así, son tres las vías por las que se pueden, en principio, diseñar incentivos para alterar esta decisión y disminuir la incidencia de las conductas delictivas. La primera es mediante la reducción de los beneficios esperados del crimen. La segunda tiene que ver con la modificación de las expectativas que el delincuente tiene acerca de su desempeño en el ámbito legal. La tercera vía, que es la que ha recibido mayor atención por parte de la economía,  tiene que ver con la actuación del sistema penal de justicia, o en general, del sistema de sanciones.

Como ya se mencionó, en términos de las respuestas del sistema penal, el modelo económico plantea que se deben analizar dos parámetros: la probabilidad de arresto de los delincuentes y la magnitud o intensidad de las sanciones. La conveniencia de optar por una u otra alternativa ha sido tema de una extensa literatura. Por mucho tiempo, la experiencia judicial ha sugerido que tienen un mayor impacto sobre el crimen los aumentos en la probabilidad de captura de los delincuentes que los incrementos en la intensidad de las condenas. Esta era, de hecho, la intuición  de Beccaria. "La certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más temible unido con la esperanza de la impunidad; porque los males, aunque pequeños, cuando son ciertos amedrentan siempre los ánimos de los hombres" [27]. Para dar cuenta de esta observación, en el trabajo original de Becker, se plantea que los criminales no son neutros ante el riesgo.

Es conveniente anotar que, en el modelo individual de comportamiento expuesto hasta aquí, no se hace necesario transformar a valores monetarios los componentes no pecuniarios de los beneficios o de los costos derivados de las conductas criminales.

3.1.2 – EXTENSIONES AL MODELO BASICO [28]
A la versión original del modelo de Becker se le han introducido algunas variantes que, en últimas, no han modificado de manera sustancial el modelo original. Una de estas [29] ha considerado pertinente separar la riqueza inicial del delincuente de los ingresos obtenidos con el crimen. Con esta variante desaparece la necesidad de suponer que los criminales son amantes del riesgo para dar cuenta de la mayor respuesta del crimen ante la probabilidad de arresto que ante la intensificación de las penas.

La segunda extensión, o interpretación, del modelo básico la constituye su asimilación a la teoría sobre elección de cartera –portafolio- que analiza la forma en que los individuos reparten su riqueza entre diferentes proyectos con mayor o menor nivel de retorno y de riesgo. En este contexto, la incertidumbre acerca de los beneficios del crimen y, sobre todo, acerca del castigo esperado, justifica el tratamiento del crimen como un proyecto de alto riesgo. Sobre estas premisas se han construido modelos de evasión fiscal, en los cuales la decisión que enfrentan los infractores tiene que ver con la proporción de la riqueza y de los ingresos que declaran ante las autoridades tributarias.  A diferencia del modelo original, en el que los beneficios monetarios del crimen son un parámetro exógeno, en esta extensión el ingreso ilegal depende de la proporción de los ingresos que se reporta a las autoridades.

Una tercera versión del modelo,  propuesta inicialmente por Ehrlich (1973), asimila la decisión de delinquir a un problema laboral de selección de ocupación en el cual el individuo decide la asignación de su tiempo entre actividades legales e ilegales. A diferencia del modelo original, en el cual el crimen y las demás actividades son mutuamente excluyentes, el modelo de Ehrlich contempla la posibilidad de combinarlas, asignando más o menos tiempo a cada una de ellas.  El esquema propuesto se refiere, de nuevo, a una sola actividad ilegal, homogénea, que compite en la asignación del tiempo con las actividades legales de un mismo individuo. De manera poco destacada, Ehrlich adiciona en este trabajo un supuesto que ha sido posteriormente objeto de múltiples críticas: la transformación a valores monetarios de los beneficios y los costos  no pecuniarios del crimen. Considera que uno de los argumentos que entra en la función de utilidad es el “acervo de una canasta de bienes de mercado (que incluye activos, ganancias durante el período considerado y el equivalente real de los retornos no pecuniarios de las actividades  legales y las ilegales)” [30]. Posteriormente, y con mayor énfasis, Ehrlich insistirá en la adopción de dicho supuesto: “por conveniencia metodológica (…) todos los costes y beneficios psíquicos pueden ser definidos en términos de sus equivalentes monetarios” [31].

Son varios los resultados de este modelo que vale la pena mencionar. En primer lugar, se encuentra una asociación negativa entre la aversión al riesgo y la proporción del tiempo que se dedica a las actividades ilegales. En segundo término, el modelo permite, según su autor, dar cuenta del fenómeno de la reincidencia, entendido como la comisión de múltiples crímenes en un mismo período. Es interesante observar cómo en este trabajo, Ehrlich admite la posibilidad de una especie de adicción al crimen, en el sentido que las “preferencias por el crimen” aumenten entre dos períodos consecutivos [32]. Este supuesto de preferencias no estables en el tiempo, una verdadera herejía económica, será rechazado posteriormente por el mismo autor. Por último, se encuentra nuevamente que la ventaja relativa de los dos parámetros básicos del sistema penal, la probabilidad de arresto y la magnitud de la pena, depende de los supuestos que se adopten sobre la aversión al riesgo de los criminales. El modelo va más allá y plantea la posibilidad de que para un criminal amante del riesgo y con una fracción de su tiempo dedicada a las actividades legales el efecto de un aumento en las penas pueda ser contraproducente.

La cuarta extensión del modelo de Becker [33]  descompone la actuación de la justicia en etapas sucesivas a las cuales se asigna diferente probabilidad de ocurrencia, condicional a la etapa anterior. En estos modelos las conclusiones acerca del efecto relativo de las distintas opciones de política contra el crimen, incluyendo las no penales, se torna más ambiguo que en las versiones anteriores. Una ambigüedad similar  se obtiene cuando se rechaza el supuesto sobre la posibilidad de monetizar los beneficios y los costos no pecuniarios y se introducen unos y otros de forma directa en la función de utilidad individual [34].

En síntesis de los ejercicios teóricos de estática comparativa realizados con las distintas versiones del modelo económico de comportamiento criminal se deduce que un aumento en la probabilidad de captura, o arresto, de los delincuentes tiene un efecto negativo sobre la oferta individual de crimen, en forma independiente de las actitudes hacia el riesgo de los individuos. En este sentido coinciden con la intuición, o la experiencia, de las personas vinculadas al sistema penal. El efecto de los aumentos en la intensidad de las condenas, dado un nivel de arrestos, es indeterminado cuando no se introducen supuestos adicionales sobre actitud hacia el riesgo [35]. De manera similar, para poder determinar a priori el efecto de los cambios en el entorno económico sobre el crimen se requiere de supuestos adicionales no sólo sobre la actitud hacia el riesgo sino sobre la posibilidad de convertir a valores monetarios los efectos psíquicos o no pecuniarios.

3.1.3 – DE LO MICRO A LO MACRO
Como en diversas áreas de la economía, la transición de la esfera micro, del comportamiento individual, a la esfera agregada, del crimen como un fenómeno social, es un aspecto complejo a nivel teórico. La teoría microeconómica, por ejemplo, basada en el estudio de los consumidores y las empresas aún no está del todo integrada con la teoría macroeconómica cuyas preocupaciones y categorías analíticas son esencialmente diferentes de las de la micro [36].  Esta dificultad normalmente ha  llevado a la necesidad de adoptar un conjunto de supuestos restrictivos adicionales acerca de las funciones de comportamiento individual. En los trabajos teóricos más influyentes en economía del crimen, por ejemplo, se ha dado el paso de agregar las funciones individuales en una función global de oferta criminal en la que se relaciona esa magnitud macro con otros indicadores, también agregados, de condiciones económicas y desempeño del sistema penal. Este paso ha implicado la adopción de una serie de supuestos adicionales al de racionalidad individual [37].

La agregación de las distintas conductas delictivas en una oferta global de crimen y, por otro lado, la monetización de los costos y beneficios no pecuniarios se han ido consolidando dentro de la vertiente teórica de la economía del delito. En 1996, Ehrlich resume el estado del modelo económico del crimen planteando que está basado en cinco supuestos básicos :
(a)   Los actores envueltos en los incidentes criminales -infractores, víctimas, testigos, autoridades- actúan de acuerdo con reglas de optimización de comportamiento.
(b)  Estos actores construyen expectativas acerca de los rendimientos relativos de las actividades legales e ilegales. Como las expectativas se basan en la información disponible, se puede establecer un vínculo entre estas, que son subjetivas, y las oportunidades objetivas.
(c)   Hay una distribución estable de las preferencias por infringir la ley, y por seguridad, entre la población. 
(d)  Como la seguridad es un bien público y el crimen una actividad que genera externalidades negativas -un mal público- el objetivo de la ley  es maximizar el bienestar social.
(e)   A nivel agregado existe un equilibrio en el mercado de las  actividades ilegales. O sea que, dada una demanda por seguridad por parte de los ciudadanos y una "oferta" de servicios delictivos existe una política criminal "óptima" que equilibra la primera con la segunda. 

Con estos supuestos no sólo se ha ratificado la propuesta original de agregar las distintas conductas en una oferta agregada de crimen sino que, también en las líneas del trabajo de Becker, se ha hecho claro que el propósito de la economía del crimen es no sólo positivo sino normativo:   sugerir objetivos para la política criminal.

3.2 – INCENTIVOS PARA EL DELINCUENTE POTENCIAL
Como ya se mencionó, desde el punto de vista individual, el modelo económico se ha concentrado en el estudio de los factores que afectan, ex-ante, el comportamiento del delincuente y en el análisis de los mecanismos disponibles para disminuir la probabilidad de que cometa un crimen. En este contexto, las cuestiones más analizadas han sido cuatro. La primera tiene que ver la sanción esperada necesaria para disuadir al delincuente y, por otro lado, con  la combinación óptima de los dos parámetros que afectan este costo esperado: la probabilidad de detección/arresto y la sanción. Vinculada con el punto anterior, la segunda sugerencia ha sido la de buscar la llamada disuasión marginal, o escalonada, que permita dosificar los incentivos en los incidentes criminales en los cuales el daño puede ser cada vez más grave. La tercera tiene que ver con la naturaleza de la sanción que se impone y en particular con la posible sustitución entre multas y castigos. Por último se ha discutido a quien corresponde –en términos del ámbito público y el privado- el manejo de estos dos elementos de la disuasión. A continuación se discuten brevemente los primeros dos elementos, que son los que han recibido la mayor atención [38].

3.2.1 – MAGNITUD DE LA SANCION ESPERADA
En la misma línea de los pensadores clásicos la economía del crimen sugiere que la sanción esperada por el delincuente debe guardar una relación con el beneficio que este obtiene y que, además, debe superar esa magnitud. Bentham, en efecto, proponía que “el daño del castigo debe ser tal que exceda las ventajas de la ofensa” [39]. Beccaria, aparentemente, defendía el mismo principio. “Así pues, más fuertes deben ser los motivos que retraigan a los hombres de los delitos a medida que son contrarios al bien público, y a medida de los estímulos que los inducen a cometerlos. Debe por esto haber una proporción entre los delitos y las penas” [40].

Puesto que en muchos casos resulta difícil valorar los beneficios esperados por el delincuente, una primera aproximación sería la de asimilarlos a los costos impuestos sobre la víctima del crimen. Si se consideran los delitos como una extensión de los accidentes, la sanción imponible debería ser igual a la suma de las adjudicaciones por daños más un excedente que normalmente se racionaliza como el monto necesario para cubrir los costos de detección, que son más altos en el caso de los crímenes que en el de los accidentes.

Otra racionalización que se ha dado para este excedente sobre lo que sería la compensación por el daño causado a la víctima tiene que ver con la consideración que los costos sociales del crimen exceden los costos privados en la medida que se atenta contra el régimen legal, los derechos de propiedad y la estructura jurídica más allá del ámbito de las víctimas [41]. Si, como ocurre para ciertas infracciones, la sanción contemplada en la legislación es exclusivamente pecuniaria, ha sido común la recomendación que la multa se establezca tan alta como sea posible y que la probabilidad de capturar a los infractores se reduzca a un mínimo. La racionalización de esta sugerencia, que aparece desde el trabajo original de Becker, es que la captura de los infractores es una acción costosa, mientras la fijación y recolección de multas lo es mucho menos. En este contexto, el único límite que aparece para la multa -que como ya se dijo, se recomienda sea la máxima- es el patrimonio del infractor.

3.2.2 – LA DISUASION MARGINAL
Se entiende por disuasión marginal una extensión del principio general de proporcionalidad entre la gravedad de las conductas criminales y la intensidad de las sanciones que se deben aplicar. En particular, si se tiene en cuenta que una conducta criminal leve puede conducir, en un mismo escenario, a otras acciones más graves por parte del mismo actor, las respectivas penas deben estar graduadas de tal manera que en cada momento exista una amenaza de pena adicional –marginal- si se opta por una conducta más grave. En particular se debe evitar una situación en la que conductas de distinta gravedad se sancionen con penas iguales o peor aún con penas de intensidad inversamente proporcional al daño que ocasionan las conductas. El ejemplo típico es el del robo sin violencia que debe ser sancionado con una pena inferior al robo violento que a su vez debe ser sancionado con penas más leves que el homicidio. De no ser así, un delincuente que, en medio de un robo, enfrente la decisión de recurrir o no la violencia no tendría ninguna razón para no usarla si desde la conducta menos grave se viera enfrentado a la sanción más alta. Otro caso más pertinente es el del secuestro –amenaza de muerte si no se paga determinada suma de dinero- cuya pena no debe ser nunca, de acuerdo con esta recomendación, superior a la del homicidio. En caso contrario el secuestrador no tendría ningún incentivo para no matar a la víctima de un secuestro.

En realidad, la idea de la disuasión marginal, como tantas otras de la economía del crimen, es una reformulación de ideas expuestas hace dos siglos por uno de los precursores de la disciplina, Cesare Beccaria: “No sólo es de interés común que no se cometan delitos sino que sean menos frecuentes proporcionalmente al daño que causan a la sociedad. Así pues, más fuertes deben ser los motivos que retraigan a los hombres de los delitos a medida que son contrarios al bien público, y a medida de los estímulos que los inducen a cometerlos ... Si se destina una pena igual a los delitos que ofenden desigualmente a la sociedad, los hombres no encontrarán un estorbo muy fuerte para cometer el mayor, cuando hallen en él unida mayor ventaja” [42].

3.3  – LOS COSTOS DEL CRIMEN
Aunque el cálculo de los costos es una de las principales vocaciones de la disciplina, el objetivo propuesto por Becker para la política criminal ha contribuido al interés de los economistas por los costos del crimen. Una de las contribuciones importantes de la disciplina económica a la comprensión de los fenómenos sociales ha sido precisamente la preocupación por los costos, entendidos como la consideración sistemática de todas las oportunidades alternativas. El concepto de costo de oportunidad, típico de la economía, presenta dos dimensiones. La primera  tiene que ver con ir más allá de los pagos, o costos contables, como factores determinantes de las decisiones, públicas o privadas. La segunda, la consideración de todas las alternativas, hace énfasis en la conveniencia de adoptar una visión global del fenómeno para analizar sus posibles repercusiones en otras esferas.

En términos de la metodología para evaluar estos costos se pueden señalar dos aproximaciones. La primera y más simple consiste en hacer un inventario de las posibles consecuencias de las conductas criminales, evaluar sus costos y sumarlos [43]. En este contexto, tal vez el componente más fácil de medir es el relacionado con el gasto público en seguridad, justicia y sistema carcelario. Las mayores dificultades se presentan al tratar de valorar la vida humana y ciertos intangibles como el miedo, la intranquilidad o un ambiente desfavorable para las actividades productivas. Por otro lado, esta aproximación deja por fuera los costos asociados con quienes no han sido víctimas del crimen pero que, aún así, se ven afectados por su incidencia.

La segunda alternativa para medir los costos, que apenas se empieza a usar en algunos campos, consiste en tratar de evaluar la llamada disponibilidad a pagar (DAP) de los individuos por evitar un entorno con alta criminalidad. Una vía para medir esta DAP es mediante el examen de los comportamientos de mercado. En áreas similares, un enfoque que se ha utilizado con frecuencia es, por ejemplo, el premio salarial que exigen los trabajadores para aceptar empleos de alto riesgo. Tales excedentes sobre el salario de mercado reflejan en principio el precio de la posibilidad de accidentes. Otra posibilidad consiste en examinar el mercado de la propiedad inmobiliaria. La llamada estimación hedónica sirve para determinar cual es la incidencia de la alta criminalidad sobre el precio de los inmuebles en ciertas áreas. El enfoque usual consiste  en tomar una muestra de precios, o alquileres, de vivienda en diferentes localidades en forma conjunta con ciertas características de tales comunidades, entre ellas los niveles de criminalidad. Con procedimientos estadísticos se pueden determinar los efectos sobre los precios de las distintas características de las comunidades. La ventaja de estos enfoques es que incorporan todos los costos privados del crimen, incluyendo los intangibles como el miedo y la inseguridad. La desventaja estriba en la generalmente débil calidad de los estimativos hedónicos y, por otro lado, en la posible existencia de factores no observables que estén correlacionados tanto con los precios como con los riesgos.

Cuando no existe la opción de estimar la DAP a partir del análisis de los mercados se puede, de manera alternativa, recurrir a algunos métodos que están siendo utilizados en el área de la economía ambiental. Aunque la criminalidad no ha hecho parte de las preocupaciones de la economía ambiental, esta disciplina ha estado orientada a analizar problemas de naturaleza similar. Para medir los costos y evaluar los beneficios de las políticas se han desarrollado modelos y procedimientos estadísticos que eventualmente podrían adaptarse a la problemática de estimar algunos de los costos de la criminalidad, o los beneficios de controlarla.

4      – JURISTAS Y ECONOMISTAS ANTE EL CRIMEN
Una vez expuestas las reflexiones sobre el crimen, y las eventuales alternativas para enfrentarlo, que ofrece la economía vale la pena un esfuerzo por compararla con la visión del derecho penal, y la criminología, para identificar sus puntos de acuerdo y dilucidar aquellos factores en los cuales se presentan mayores discrepancias.

4.1 –  OBJETO DE ESTUDIO, METODOLOGIA, Y ESTILO
4.1.1 – ACCIDENTES O CRIMENES
El primer punto que vale la pena destacar es la tendencia, dentro del sector teórico de la economía del crimen, a considerar los comportamientos delictivos como una extensión de los accidentes. De hecho, el instrumental que se utiliza para racionalizar las sugerencias normativas en uno y otro campo es cada vez más difícil de distinguir. En algunos textos esta continuidad entre los accidentes y los crímenes se plantea de manera explícita  [44].

No sobra anotar lo diferente que pueden ser, tanto para el derecho como para cualquier teoría del comportamiento individual, un accidente y un crimen. Si bien es cierto que distintos ordenamientos penales contemplan una sanción para algunas conductas negligentes, todo el aparato conceptual desarrollado por la economía para explicar la decisión de delinquir está basado en el cálculo consciente y racional de una acción, la de delinquir. Este elemento de intencionalidad previa a la acción es algo que, precisamente,  no se da en el caso de los accidentes. Mirando la analogía en el otro sentido, no hay nada equiparable, en el área del delito, a las decisiones o hábitos de comportamiento conducentes a la precaución y otras medidas para prevenir los accidentes [45].

Un análisis cuidadoso de las acciones, que es lo que en principio se busca regular con el derecho, indica que existe una diferencia sustancial entre un delito y un acto accidental y es que sólo en el primer caso resulta razonable suponer que hay unos beneficios, para el actor, asociados con la acción. El enfoque económico de los accidentes, que se analiza en detalle en otro capítulo, introduce de manera bastante forzada la idea de que los beneficios de la acción están representados por los esfuerzos de prevención, los costos de precaución, que se dejaron de hacer en el pasado y que facilitaron, indujeron o causaron la acción. Esta propuesta es confusa analíticamente pues se tratan las acciones u omisiones pasadas como equivalentes a consideraciones previas a una acción, algo que en los accidentes sencillamente no se da. Un recurso similar en el área del crimen llevaría a la necesidad de considerar como beneficios de una acción criminal los ahorros de costos pasados –como por ejemplo en educación, o en formación moral- algo que la misma economía recomienda no hacer. Para los delitos es concebible el momento, antes de la acción,  durante el cual el actor, a partir de consideraciones sobre los beneficios y costos esperados, ignorando los costos ya incurridos, evalúa la relación entre unos y otros y elige en consecuencia. Para los accidentes ese momento es bastante más difuso, si es que existe. Lo más razonable es suponer que se trata de una acción, como se sabe, accidental, que no sólo no se vio precedida por un cálculo específico y sino que no reporta ningún beneficio. No parece razonable suponer, incluso para el más negligente de los causantes de accidentes, que exista un beneficio derivado de la acción y que pudiese haber sido tenido en cuenta como una consideración ex-ante de la elección. Para el crimen, por el contrario, tal tipo de elemento en la decisión tiene sentido. 

Esta desafortunada mezcla de conductas es peculiar a la economía y totalmente ajena al derecho que conceptualmente separa uno y otro tipo de acción. El hecho que en la práctica ciertas conductas, como por ejemplo un homicidio, puedan ser tanto un crimen como un accidente no implica que en el derecho se plantee esta confusión. Si se considera, como parece razonable muchas veces, que un accidente es el resultado de un caso fortuito, la diferencia entre delito y accidente es clara: el actor no pudo, por definición, prever ningún beneficio. Aún la distinción entre acciones con culpa o con dolo se puede eventualmente interpretar como resultante de las consideraciones, por parte del actor, sobre posibles beneficios de la acción. Para el dolo, el derecho plantea como requisito que el actor no sólo conozca el hecho sino que busque su realización. Habría entonces, por el principio económico básico de acción, la consideración previa de un beneficio. Para la noción de culpa, por el contrario, lo que se exige es falta de previsión, o la omisión de diligencia para prever o prevenir, o sea algo equivalente a una falta de consideración de los beneficios. Se puede incluso anotar que, precisamente, la existencia o no de beneficios para el actor contribuiría a discriminar un accidente de un crimen. [46].

Otra diferencia fundamental entre crímenes y accidentes tiene que ver con la naturaleza, prescriptiva o prohibitiva, de las normas orientadas a prevenir legalmente unos y otros. Mientras que el derecho penal esta constituido por un conjunto de normas que prohiben ciertas conductas, cuidadosamente tipificadas, para las cuales están previstas unas sanciones, las penas, en caso de incumplimiento, el derecho de accidentes –y así lo reconoce aún la economía- está más orientado a las normas que prescriben conductas –como la precaución, los hábitos de seguridad- para las cuales, se puede argumentar que son bastante ineficaces las sanciones y parecen ser más adecuadas las recompensas, o los incentivos positivos.


4.1.2 – INFRACCIONES O CRIMENES
Existe otra discrepancia relacionada con el objeto de estudio de cada disciplina. Mientras que el derecho penal y la criminología se preocupan exclusivamente de las conductas, las más graves, para las cuales la sociedad ha considerado pertinente imponer una pena, un castigo, la economía del crimen -nuevamente en su vertiente teórica- parece preocupada con el problema más general de las infracciones intencionales a la ley. 

La tendencia a dar el mismo tratamiento teórico a cualquier tipo de transgresión legal, mezclando en una misma categoría ciertas conductas no penales, como las infracciones de tráfico o el no pago de una multa, con ataques criminales graves tales como el secuestro o el asesinato, parece haberse dado desde los orígenes de la economía del crimen. Puede ser útil recordar aquí el escenario, relatado por el mismo Gary Becker, bajo el cual surgió su idea de aplicar las herramientas económicas al análisis de la decisión de infringir o no la ley. En los años sesenta Becker se dirigía, con algo de retraso, al examen de un alumno en la Universidad de Columbia y al no encontrar un sitio en dónde aparcar su vehículo sin infringir las normas de tráfico procedió, como economista racional, a calcular la probabilidad de recibir un ticket por dejarlo en un lugar prohibido, el valor de la multa y el costo de llevar el auto a un aparcamiento [47]. Al final, decidió infringir la ley dejando el auto en el sitio prohibido y sin recibir ninguna multa. Así, la situación que inspiró el resurgimiento de la economía del crimen fue una leve transgresión de tráfico tras un detallado cálculo de los costos asociados con tal conducta.  En su trabajo  publicado poco después, Becker señala que la palabra crimen la adopta porque así minimiza innovaciones en el léxico pero que espera que el análisis sea lo suficientemente general para cubrir todo tipo de infracciones.

No parece necesario extenderse demasiado en argumentos para anotar cuan distinto es  ese escenario de una infracción menor, sancionada con multas, cometida por un profesor universitario, sin víctimas directas, sin riesgo de venganzas posteriores, a las situaciones que preocupan al derecho penal, de ataques graves a los valores fundamentales de una sociedad. O al tipo de incidentes que, históricamente, condujeron a los soberanos a establecer castigos. Esta también desafortunada confusión de la economía entre las infracciones menores y los crímenes incorpora varias discrepancias sustanciales con el derecho que vale la pena analizar detalladamente para delimitar las áreas de interés de cada disciplina. 

Para orientar la discusión se puede recurrir a la representación,  sobre un eje arbitrario de gravedad creciente, de distintas conductas ilegales instrumentales [48], desde las más inocuas, como la infracción de tráfico de Gary Becker, hasta las que presentan una mayor amenaza a los valores básicos de una sociedad, como un atentado terrorista. Sobre este eje se pueden  analizar distintas dimensiones de las conductas susceptibles de ser controladas por el derecho penal [49]. El análisis se centra en aquellas conducatas con las que se busca la satisfacción de un fin personal  en detrimento de los derechos de otros.  Se dejan  de lado tanto las que se pueden considerar impulsivas, o pasionales –violencia doméstica, violaciones, lesiones- como aquellas conductas a veces criminalizadas que no tienen una víctima directa, como la prostitución, el juego, o el consumo de droga .

La primera dimensión que se puede mencionar es la del número de posibles infractores. Es claro que a medida que aumenta la gravedad de las conductas disminuye el número de individuos susceptibles de adoptarla. De hecho, la evidencia disponible sugiere que en cualquier sociedad moderna hay muchas más infracciones de tráfico que, en su orden,  robos, atracos, secuestros, o asesinatos políticos. Si se adopta el supuesto, conservador, que a cada infracción corresponde un infractor se tiene ya esta relación decreciente entre gravedad de la acción y número de eventuales transgresores [50]. Si se tiene en cuenta, además, el fenómeno de la reincidencia la relación inversa es aún más marcada. La diferencia de órdenes de magnitud en el número de personas susceptibles de incumplir la ley en un extremo y otro de esta escala no es despreciable: para las infracciones de tráfico se puede decir que los agresores potenciales son del orden de uno de cada dos ciudadanos. En el otro extremo, los eventuales autores de atentados terroristas serían, aún en las sociedades más afectadas por este tipo de conducta, menos de uno por cada millón de habitantes. Esta sola diferencia se puede considerar equivalente, por el número de participantes en cada “mercado”, a la que existe, por decir algo, entre la oferta laboral y la de proveedores de autopistas, o centrales nucleares. Es claro que la figura de la competencia es aplicable sólo a la izquierda de la escala de la gravedad de las conductas; hacia la derecha la metáfora adecuada sería más la de un juego estratégico entre pocos actores. Conceptualmente, y así lo corrobora la evidencia, sólo para las infracciones es razonable el supuesto de que se trata de una conducta susceptible de ser adoptada por cualquier individuo. Para asuntos como un robo tal supuesto es menos procedente y para un homicidio o un secuestro es algo inaceptable como punto de partida del análisis. El supuesto estándar de la economía del crimen, que las preferencias son homogéneas entre la población, no es aplicable a todas las conductas contra la ley y su pertinencia es inversamente proporcional a la gravedad de la conducta. Los mismos ejercicios teóricos de la economía muestran la necesidad, si se quieren hacer predicciones con el modelo básico del crimen, de establecer diferencias entre los individuos en términos de sus actitudes hacia el riesgo. El hecho que dentro de la criminología se haya promovido por tanto tiempo la idea de comportamientos desviados, atípicos, anormales; el fenómeno cada vez mejor reconocido de la reincidencia de los delincuentes; las marcadas diferencias por género en los comportamientos violentos; la alta concentración geográfica de las actividades criminales; son elementos que van en contra del escenario de homogeneidad en las actitudes hacia el crimen. Esto para no hablar de diversos resultados de la psicología, la neurología, o la genética que tampoco dan apoyo a la idea económica básica de individuos idénticos, homogéneos en su disposición interna hacia el delito . Esta idea de homogeneidad ha sido criticada al interior mismo de la economía y para comportamientos menos atípicos, como los que se dan en los mercados: la idea, planteada hace ya varios años por Arrow  es que sin diferencias entre individuos no habría motivos para el intercambio.

La segunda dimensión pertinente es la de los eventuales beneficios económicos de la conducta, entendidos como la posibilidad de que para el resultado de la acción, el botín, exista un mercado en el cual se pueda intercambiar, o monetizar, lo que se obtuvo con el delito. Aquí aparece una clara discontinuidad en la escala siendo posible señalar que es precisamente en las conductas consideradas más graves por el derecho en dónde el supuesto de que existen unos beneficios económicos para el actor se torna precario. Este quiebre, que se puede decir se da en el homicidio, marcaría el límite al campo de aplicación del modelo económico del crimen tanto en términos de diagnóstico como de sugerencias de política criminal. Aunque puede darse el caso de homicidios que se hagan con móviles pecuniarios, es fácil argumentar que, de hecho, no existe en este caso un mercado en el cual el autor pueda “vender” ex-post, el resultado de su acción. De hecho, esta peculiaridad del homicidio es lo que permite que sea una conducta fácil de delegar y sub-contratar. A nivel positivo, parece cada vez más común en los trabajos empíricos en economía del crimen, reconocer las limitaciones del modelo para explicar las conductas violentas. Desafortunadamente, las limitaciones del modelo no se hacen explícitas a la hora de las recomendaciones.

Reconocer que para el resultado de ciertas conductas criminales no existe un mercado no implica plantear que tales acciones no representan beneficios, extra económicos, para el actor. Tal supuesto llevaría a considerarlas fortuitas. Lo que se debe reiterar es que estos otros beneficios intangibles –como eliminar un rival por celos o el poder político- no son monetizables y que el supuesto, explícito de la economía del crimen de que sí lo son, no es útil para el derecho penal ni como explicación ni mucho menos como base para las recomendaciones. Sería suficiente con plantear que puede existir una organización terrorista cuyo objetivo manifiesto sea acabar con el sistema capitalista, y en particular  con la costumbre de establecerle un precio a todas las conductas, para hacer inocua la sugerencia de que una manera de disuadir esa organización sería la negociación económica, o la amenaza de una multa “tan alta como sea posible”.

Para el derecho –no sólo penal- las conductas situadas en el extremo de este eje de gravedad representan atentados contra bienes jurídicos esenciales y no son susceptibles de una valoración económica. La seguridad nacional es, por ejemplo, uno de esos pocos recursos que pueden tener productividad marginal infinita y para los cuales no es posible establecer una tasa a la cual se podrían intercambiar con otros bienes y servicios.

Otra dimensión relevante de análisis para la diferenciación entre las contravenciones y los crímenes graves tiene que ver con la naturaleza y el número de las víctimas. Mientras que para las infracciones la víctima directa por lo general es una, el Estado, en la mitad del eje son numerosas las víctimas, individuos u organizaciones privadas, y en la parte derecha los directamente afectados vuelven a ser muy pocos. La principal característica de las conductas a medida que se hacen más graves es que aumenta su efecto indirecto sobre una mayor proporción de los ciudadanos. Así, mientras que una infracción de tráfico no afecta a casi nadie y un atraco tiene un impacto negativo bastante limitado sobre personas distintas al individuo atracado, probablemente sus familiares o vecinos, un secuestro, o un asesinato político  tienen repercusiones bastante más allá del escenario en donde se dio la acción.

El último punto que se puede señalar como diferencia entre las transgresiones menores y los crímenes, y que tiende a corroborar el planteamiento que la economía ha estado más preocupada por las primeras, es que sólo para las infracciones y los delitos de menor cuantía, sin recurso a la violencia, parece razonable ignorar por completo uno de los temas centrales para el derecho penal: la respuesta ante los ataques violentos por parte de las víctimas y, más específicamente, la búsqueda de retribución, de venganza. Este tema ha sido fundamental en la configuración de los sistemas penales modernos que, precisamente, se desarrollaron alrededor del interés estatal por controlar y regular la venganza privada.

Estas consideraciones permiten señalar que la economía del crimen, por un lado, y el derecho penal y la criminología, por el otro, son más complementarios que sustitutos en términos de su foco de atención. La economía del crimen parece haberse concentrado en las conductas ilegales poco graves, con repercusiones económicas, con muchos infractores, con escaso recurso a la violencia, poca irradiación de efectos indirectos, con un interés inversamente proporcional a la gravedad de la conducta. El derecho penal, por su parte, ha tendido a concentrarse precisamente en las conductas escasas, con pocos infractores, con recurso a la violencia, no siempre con repercusiones económicas, con alta capacidad de impacto indirecto y con un interés directamente proporcional a la gravedad de la conducta. De hecho, para evitar malentendidos entre economistas y juristas, valdría la pena hablar de teoría económica de las infracciones y no del crimen. Ese es en realidad el espíritu tanto del artículo inicial de Gary Becker como de algunos de los trabajos pioneros de Cesar Beccaria sobre el contrabando a finales del siglo XVIII.

El interés de la economía del crimen por ciertas conductas en detrimento de otras está asociado con la relevancia y capacidad de predicción del modelo económico en los distintos contextos. En efecto, tanto para las infracciones como para una parte de los delitos económicos la metáfora del mercado al cual acuden actores racionales parece adecuada. El supuesto de racionalidad económica es pertinente, como lo reconoce la misma disciplina, para las situaciones repetidas, en las que ya se superó una etapa inicial de aprendizaje. Es en estos casos donde se puede plantear que se da un cálculo detallado de costos y beneficios monetizables antes de la decisión de infringir la ley, que se puede pensar se hace de manera repetida y hasta rutinaria, en forma independiente de las acciones anteriores -que tal vez sólo afectan la facilidad con que se hace el cálculo- sin consideraciones morales, éticas o estratégicas. El supuesto de racionalidad económica, sin embargo, es bastante menos pertinentes a la hora de querer explicar la decisión crucial de cometer un crimen de cierta gravedad por primera vez. Por lo tanto, parece sensato limitar la aplicación del modelo económico al análisis del comportamiento de los infractores ya iniciados. Sobre este punto se volverá más adelante.

A partir de los elementos que se acaban de discutir -y recordando que se han excluido del análisis las conductas que de manera amplia se pueden denominar pasionales, como las agresiones personales o los delitos sexuales y para las cuales tampoco parece recomendable la utilización del modelo económico simple- se puede proponer una clasificación de las conductas ilegales en tres grandes categorías -la de la infracción, la del delito común y la del delito político [51]- cuyas principales características se pueden resumir en un diagrama.
 


4.1.3 – ENFOQUE EMPIRICO O TEORICO
Desde un punto de vista metodológico se pueden señalar algunas divergencias entre la aproximación de los juristas y los economistas hacia el crimen. Se debe destacar la distinta valoración que cada una de las disciplinas le concede en la actualidad al trabajo exclusivamente teórico. Parece claro que, por parte de los juristas, la receptividad con la rama empírica de la economía del crimen es potencialmente mucho mayor que la que se puede esperar con la vertiente deductiva. Por varias razones. La primera tiene que ver con algo tan elemental como el lenguaje que se utiliza para expresar y comunicar las ideas. No es necesario profundizar en argumentos acerca de la escasa aceptación que pueden tener entre los profesionales del derecho los modelos económicos crecientemente complejos e intensivos en herramientas matemáticas. Aunque el sentido común, la consideración del auditorio al cual se pretende llegar y un conocimiento de las instituciones encargadas de diseñar y ejecutar la política criminal, sugerirían que corresponde a los economistas replantear el lenguaje que utilizan, o traducir a textos comprensibles los sofisticados modelos para que lleguen a un lector no necesariamente técnico, no parece ser esa una opinión unánimemente aceptada. Por el contrario los economistas teóricos parecen otorgarle un valor agregado a lo críptico y difícil de entender.

No habría dificultades para superar los obstáculos si la falta de aceptación de los trabajos teóricos de la economía por parte de los juristas se pudiera reducir a un problema de lenguaje. Bastaría, por ejemplo, con traducir los planteamientos de los modelos y redactarlos de manera que se facilitara la comunicación. De hecho esta es la filosofía que inspira una institución francesa, el Institut des Hautes Etudes de la Sécurité Intérieure (IHESI) cuya función consiste precisamente en traducir los trabajos académicos para que queden al alcance de los operadores de las agencias de seguridad.

Lamentablemente las trabas son mayores. Tienen que ver con el claro escepticismo, por parte del derecho, con las disquisiciones puramente teóricas que no se contrastan con la evidencia y que, en últimas, no han permitido ir mucho más allá de las intuiciones elementales de los pensadores clásicos. Hace ya más de un siglo que en el área de los saberes sobre el crimen surgió una reorientación hacia las cuestiones prácticas como respuesta a un período poco fértil caracterizado por reflexiones exclusivamente dogmáticas que al final aportaron muy poco a la explicación y comprensión del fenómeno delictivo. "Para nosotros, el método experimental (inductivo) es la llave de todo conocimiento; para ellos, los hechos deben ceder su sitio al silogismo; para nosotros, los hechos mandan…; para ellos, la ciencia sólo necesita papel, pluma y lápiz, y el resto sale de un cerebro relleno de lecturas de libros, más o menos abundantes… Para nosotros, la ciencia requiere un gasto de mucho tiempo, examinando uno a uno los hechos, evaluándolos, reduciéndolos a un denominador común y extrayendo de ellos la idea nuclear"  [52].

4.1.4 – DE NUEVO EL IMPERIALISMO ECONOMICO
En la misma dimensión de una experiencia pasada poco provechosa para el avance del conocimiento se pueden situar los esfuerzos, que los juristas también consideran infructuosos y ya superados, por buscar una gran teoría, única y general, que permitiera explicar satisfactoriamente el fenómeno criminal. La tendencia en la criminología actual, pragmática y ecléctica, es la de abrir campo a los más variados enfoques teóricos siempre que, debidamente soportados por los datos, tengan algo que aportar para la comprensión de las conductas delictivas. Dentro de esta nueva aproximación, en la que de manera explícita se promueven los enfoques interdisciplinarios, la economía ha mostrado serias dificultades para encajar. Lo que diversos autores denominan el imperialismo económico, el afán por ampliar el marco de aplicación del modelo de elección racional, es un elemento que ha hecho difícil la aceptación del enfoque económico en el ámbito del estudio crimen.

En síntesis, parece claro que en su etapa actual tanto el derecho penal como la criminología reconocen la necesidad de reforzar el trabajo empírico. No parece haber mayor disposición para entrar en debates teóricos y mucho menos para reemplazar varios siglos de reflexiones por esquemas importados de otras áreas que pretendan monopolizar el conocimiento. El nombre del juego parece ser más la cooperación, el pluralismo, que la competencia, y la aceptación  del trabajo interdisciplinario.

4.2 – TEORIA POSITIVA
4.2.1 – LA RACIONALIDAD DEL INFRACTOR
Uno de los puntos de debate entre la aproximación de los juristas ante el crimen y el enfoque económico tiene que ver con el modelo básico de comportamiento que cada una de las disciplinas reconoce como relevante. Mientras que para la economía la elección racional es algo unánimemente aceptado, la criminología continental, y en particular la latinoamericana, provienen de otra tradición intelectual, con influencia tanto de la sociología, como de la antropología, como del marxismo, dentro de la cual este enfoque apenas empieza a ganar algún espacio pero de todas maneras está lejos de ser la aproximación predominante. 

¿Hasta que punto es relevante para comprender el crimen el ancestral debate entre la libertad de elegir de los individuos y, en el otro extremo, las acciones determinadas por factores ajenos a su control, como lo social, o las normas (o los instintos naturales)? En realidad bastante poco, por dos razones. La primera es que la pertinencia de uno u otro modelo depende de manera crucial no sólo del entorno social en el que actúan los delincuentes sino del momento de su carrera criminal y, no menos importante, de su grado de vinculación con las organizaciones criminales. Además, en ciertas instancias, ambos paradigmas deben complementarse con elementos naturales o biológicos del comportamiento. En segundo término, porque dadas las características de la mayor parte de la información disponible en la actualidad, datos agregados, cualquier resultado empírico sobre las relaciones entre la incidencia del crimen y un conjunto de variables puede interpretarse como consistente con una teoría derivada de uno u otro paradigma. De hecho en buena parte de los trabajos empíricos de economía del crimen, la especificación preliminar del modelo de actor racional es prácticamente un ritual puesto que el trabajo empírico que se hace, en el que se establecen relaciones entre variables agregadas, no sólo es perfectamente consistente con un enfoque sociológico sino que a veces incluye variables (como la estructura de edades, o la distribución del ingreso) que van en contra de los supuestos del modelo económico básico.

A continuación se analiza en mayor detalle la relevancia de estos dos modelos del comportamiento para la explicación de  las distintas etapas de una carrera criminal.

4.2.1.1 – LA GENESIS DEL CRIMEN
Es claro que, para cualquier actividad -incluso la más típica de la economía, la de comprar un bien en un mercado- el supuesto de racionalidad, incluso en su acepción más general –por ejemplo la de los individuos “con la suficiente persistencia, visión y capacidad analítica como para estar siempre en condiciones de elegir la mejor alternativa posible” [53]- es pertinente una vez se ha superado una etapa inicial de aprendizaje, el mínimo necesario para conocer la calidad de los productos, interpretar las señales de precios, aprender las reglas del juego y conocer los participantes del mercado en cuestión. Si bien para la economía no ha sido de gran interés el estudio de los individuos cuando hacen su primera transacción en un mercado, en el área del crimen esta es, precisamente, una de las decisiones cuyo análisis resulta fundamental. Una de las cuestiones claves, tanto del derecho penal como de la criminología, ha sido precisamente esa, la de la génesis del delito: cuales son las condiciones que determinan que un individuo decida convertirse en ladrón, atracador u homicida, mientras que otros individuos, la mayoría, nunca toman esa decisión o incluso ni se la plantean.

Si lo que se quiere es explicar la elección por iniciar una carrera criminal, el postulado de racionalidad parece insuficiente, con una capacidad explicativa inversamente proporcional a la gravedad de la conducta. Los argumentos y la evidencia a favor de esta observación son varios. Uno, existe entre los individuos un sesgo definitivo a favor de no tomar la decisión de cometer un crimen, y en todas las sociedades, y en todas las épocas, se observa que son pocos los individuos que optan por delinquir, entendiendo por delito las conductas que en cada cultura, y en cada época, están prohibidas y para las cuales están previstas penas o castigos [54]. Dos, existen ambientes culturales, morales o religiosos que logran alterar la proporción de criminales dentro de la población. Para corroborar esta afirmación basta con señalar como en un mismo país, aún en una misma ciudad, bajo unas condiciones económicas, sociales y legales más o menos homogéneas, los distintos indicadores de crimen pueden presentar no sólo importantes variaciones en el tiempo sino, por otro lado, sustanciales diferencias regionales  [55]. Tres, es creciente y cada vez más difícil de ignorar la evidencia a favor de la idea de predisposiciones biológicas, genéticas, de las conductas criminales [56]. Cuatro, en particular, y fuera de eventuales predisposiciones individuales, son dos las características que parecen universales para el grupo de los agresores: se trata de hombres, y jóvenes [57].

La primera, tercera y cuarta observación van en contra de la noción, adoptada frecuentemente en economía, que las preferencias, en este caso las inclinaciones individuales hacia el crimen, son similares, o están normalmente distribuidas entre la población. La primera y la segunda observación señalan la pertinencia del modelo de seguimiento de reglas, por lo menos para entender el grupo complementario, el de los no criminales. Parece mucho más pertinente como explicación de la acción de los no homicidas algo como “me enseñaron, o inculcaron, que no debo matar, y por eso ni siquiera considero la posibilidad de hacerlo” en lugar de “soy libre de elegir, hice detenidamente mis cálculos, encontré que me conviene no matar, y por eso no mato”.. La tercera y cuarta observación muestran que puede haber cuestiones naturales, distintas a la capacidad de elegir, que afectan el comportamiento. En síntesis, sin negar la posibilidad de que para la decisión de delinquir se puedan dar consideraciones de beneficio costo, existen restricciones internas al individuo –provenientes de su naturaleza, de su biografía o de su entorno normativo-  que afectan esa decisión. Por otro lado, para explicar algún día de manera satisfactoria esa decisión, será indispensable meterse en el terreno, hasta ahora vetado por la economía, de la formación de preferencias y, en particular de cómo los instintos naturales, o las peculiaridades genéticas del individuo, se mezclan con su historia individual, con su entorno y, en particular, con los sistemas normativos a los que está expuesto para configurar su sistema de preferencias.

Con relación a los factores determinantes de esta primera decisión, dado el estado actual del conocimiento sobre el crimen, lo único que se puede señalar es que se trata de algo más variado y complejo que un simple cálculo informado y sistemático de beneficios y costos. A nivel individual se pueden señalar varios motivos distintos a la racionalidad, como una venganza, presión de los amigos, buscar novia, resentimiento, una pasión como la rabia, o los celos, simple curiosidad, ganas de jugar, factores hereditarios, falta de educación, deficiencias en el capital social, problemas familiares, ejemplo del padre ... Lo más general que puede decirse es que se trata de una decisión cuyos determinantes se localizan en cualquier punto de un espacio definido por un trípode de elementos racionales, normativos y biológicos del comportamiento.
La economía del crimen no sólo se ha concentrado en la dimensión racional sino que, en su vertiente teórica, y a diferencia del derecho, no ha considerado pertinente establecer una diferenciación entre los inicios de la carrera criminal y las etapas posteriores. Otras disciplinas han mostrado mayor interés por tratar de explicar los factores determinantes de la llamada delincuencia juvenil.

Por ejemplo, las teorías biológicas ofrecen una explicación a la composición por género,  por edades y por clases sociales, de los agresores y las víctimas. En el otro extremo, algunos analistas atribuyen a las deficiencias en el capital social  la progresiva incidencia de problemas juveniles como el abandono escolar, la violencia, la delincuencia, el embarazo prematuro y la dependencia de la droga.

La relevancia de uno u otro paradigma del comportamiento, el de factores externos y seguimiento de reglas del capital social o el racional de la economía del crimen, o la necesidad de tener en cuenta elementos sugeridos por las ciencias de la evolución,  es más una cuestión empírica que teórica. Conviene destacar dos puntos. Uno, puesto que la economía no ofrece una teoría para esa delincuencia temprana y aplica el mismo modelo para los criminales jóvenes y los veteranos, el derecho, que reconoce y plantea un tratamiento diferenciado, acude a las teorías disponibles, de orientación más sociológica. Dos, parece claro que en lugar de seguir defendiendo que se debe aplicar uno u otro paradigma de manera exclusiva resulta más sensato considerar la posibilidad de una mezcla, en la que se incluyan como factores explicativos no sólo los costos y beneficios monetizables sino variables del entorno cultural y normativo y, además, complementar la aproximación con los aportes de las teorías biológicas del comportamiento [58], que sugieren que la edad, el género, la disponibilidad de pareja o la posición relativa en la escala social pueden ayudar a explicar la inclinación inicial hacia las conductas criminales.

4.2.1.2 – EL CRIMINAL COMO INDIVIDUO, O COMO PARTE DE UN GRUPO
Se puede plantear que con la decisión de cometer el primer crimen serio lo que el individuo está dando en realidad es el paso de ingresar a un grupo, a una organización criminal. En este sentido, se puede considerar serio el primer crimen con recurso a la violencia. De todas maneras, el bajo mundo está bastante más organizado y sujeto a reglas de comportamiento de lo que la economía supone. Aún para otras conductas ilegales más leves -como vender productos de contrabando en las calles, o transportar droga, o distribuirla al detal- e incluso para actividades legales, como por ejemplo cuidar vehículos en una determinada zona, reciclar basuras o ejercer la prostitución es común encontrar que se requiere la autorización de un protector lo que de hecho hace que ejercer tal actividad equivalga a ingresar en una organización. Hay cada vez más acuerdo en señalar que las actividades criminales en cualquier sociedad están bastante más organizadas y reglamentadas de lo que en principio se piensa. La tradicional visión de la economía de un individuo que se enfrenta sólo a las circunstancias y decide delinquir parece hoy tan arcaica como los relatos de Dostoievsky o Victor Hugo, y tan idealizada como la visión de Adam Smith del panadero y el carnicero como motores de la economía capitalista. La visión explícitamente propuesta por algunos economistas, como por ejemplo Isaac Ehrlich, que el grupo de los criminales es una especie de club al cual se entra y del cual se sale con facilidad es tan ingenua como poco consistente con lo que se observa.

Parece útil representar esta primera decisión del individuo con la metáfora no simplemente de la acción tomada de manera aislada sino de la adhesión a un nuevo grupo, el de los criminales. Como cualquier grupo de individuos, los criminales enfrentan problemas de acción colectiva que los llevan con frecuencia a institucionalizarse como una organización, con unas reglas del juego, y un protector.
Este elemento, una organización criminal en la que se acoge y protege al nuevo miembro desde el momento de su ingreso, hace aún más variada la gama de posibles explicaciones tanto para el paso inicial del ingreso como para las acciones posteriores del delincuente. En forma adicional a los diversos motivos que pueden llevar a un individuo joven a cometer su primer crimen se debe tener en cuenta el efecto de atracción que ejercen las organizaciones criminales sobre esa decisión y que puede tomar varias formas.

La primera, equivalente al contrato de trabajo temporal entre una empresa establecida y un asalariado, consiste en la delegación de la tarea de cometer un crimen a cambio de una suma de dinero o una fracción del producido. Tal sería por ejemplo el caso de las llamadas mulas del narcotráfico que acuerdan, a cambio de un pago, llevar droga de un país productor a los centros de consumo. Aún para los casos en que se acuerda una vinculación transitoria queda siempre un lastre que hace duradera esa relación y es el compromiso de mutua complicidad, que puede ser utilizado posteriormente por la organización como mecanismo de chantaje para futuras colaboraciones. Así, incluso si se dan nuevas condiciones de mutuo beneficio para el intercambio, que permitirían pensar en acuerdos sucesivos siempre contractuales, queda y se acumula un elemento irreversible de sumisión –la amenaza de delatar las acciones anteriores- que no permite descartar del todo la noción de que el individuo, en alguna medida, se ve forzado por parte del protector a continuar dentro de la organización. Aunque este tipo de amenaza entraría como un componente adicional del cálculo de los beneficios y costos de delinquir es claro que no se trata de un incentivo objetivo “del mercado” sino de un vínculo particular del actor con la organización que no sólo depende de acciones pasadas, algo no reconocido por el enfoque económico, sino que en la práctica, puesto que se trata de un incentivo positivo, (“si cometes otro crimen tampoco te delato”) es un poderoso modificador de costumbres, o hábitos.

Este tipo de vinculación forzada es más que una sutileza conceptual pues se trata de un mecanismo corriente para retener miembros jóvenes en organizaciones criminales, o actividades informales como la prostitución, e incluso para inducir su unión mediante la manipulación de una primera infracción a la que el actor puede llegar por engaño. En Colombia, por ejemplo han sido corrientes como primer vínculo de los políticos con el narcotráfico las contribuciones económicas de los segundos a las campañas de los primeros. Otro caso posible, en el campo de la corrupción administrativa, es el de un subalterno inducido por su superior a una primera conducta ilegal involuntaria que posteriormente es utilizada como chantaje bien sea para garantizar complicidad bien sea para exigir nuevas acciones ilegales. La manipulación también puede ser utilizada por la organización para lograr un escalamiento en la gravedad de las acciones que emprende el actor. Tal es el caso de los crímenes cometidos por miembros de los organismos de seguridad al interior de los cuales las organizaciones mafiosas funcionan como sofisticados head hunters que van abriendo oportunidades de delitos sucesivos y de gravedad creciente utilizando como incentivos no sólo los beneficios asociados con la acción, o la garantía de impunidad, sino también la permanente amenaza de chantaje sobre las acciones pasadas. O el entrenamiento de jóvenes en acciones de gravedad creciente con las cuales no sólo se logra esta complicidad forzada por el chantaje sino una virtual inducción hacia el crimen, como ocurre, por ejemplo, con las acciones de violencia callejera promovidas y protegidas por la ETA y que sirven como semillero de reclutamiento.

Está en segundo lugar el reclutamiento directo a la organización criminal a cambio de un salario o de una expectativa de alcanzar objetivos comunes. En forma adicional a los ya señalados vínculos progresivos asociados con el chantaje y el aprendizaje, y que constituyen verdaderas inversiones específicas que hace el actor en la organización se da con frecuencia la situación que la salida de la organización pueda no ser una opción voluntaria para el individuo. Está por último la posibilidad de un reclutamiento forzoso de los individuos jóvenes en las áreas de influencia de ciertas organizaciones criminales. Aunque este tipo de reclutamiento forzado es típico de organizaciones como la guerrilla, o los grupos de auto defensa, que quieren establecer el control militar y político en un territorio, también existe evidencia de reclutamiento que se puede considerar forzoso por parte de narcotraficantes que lograban la adhesión de jóvenes sicarios mediante rituales de iniciación en los cuales se ejercía fuerte presión para cometer un primer crimen grave, como un homicidio de alguien cercano, sin beneficios distintos a la adhesión al grupo. Para el reclutamiento de niños mediante adoctrinamiento temprano o, textualmente, jugando a la guerra, es difícil establecer límites nítidos entre una adhesión voluntaria o forzada. 

En cualquier caso, de la vinculación a una organización criminal el actor individual obtiene un servicio peculiar, tal vez el más relevante, y es la protección posterior contra la actuación policial y judicial de las autoridades. Dependiendo del poder de la organización, la salvaguardia que se logra puede llegar a ser un verdadero blindaje que permite alcanzar la inmunidad contra las actuaciones oficiales. A su vez, las organizaciones que actúan dentro del Estado conforman algunas veces los territorios mejor protegidos.

En síntesis, cuando se considera que cometer un delito es más que una simple acción bilateral entre el delincuente y la víctima y puede ser, simultáneamente, el inicio de una relación con una organización criminal cambia de manera sustancial la explicación del crimen en una sociedad. Para hacer claridad sobre las consecuencias de este elemento de atracción hacia el crimen en la explicación del problema del crimen entre los jóvenes se puede hacer una analogía imaginando el escenario de una comunidad pobre, con alto desempleo, a donde llega una empresa multinacional a ofrecer  puestos de trabajo con una remuneración difícil de superar en las actividades locales. Si se quisiera, en esa comunidad, explicar la conducta de los jóvenes únicamente a partir de consideraciones sobre la situación familiar, o la pobreza de la comunidad, o la falta de lazos sociales se tendría siempre una explicación no sólo débil sino que ignora el factor determinante, la empresa multinacional, que es lo más cercano a la idea de causa del nuevo comportamiento entre los jóvenes. La situación en el área criminal es precisamente esa, con la diferencia que la organización es menos visible, es ilegal y sobre ella, por definición, no hay información disponible como para una empresa multinacional. Pero el efecto es similar. El problema pertinente es la demanda por trabajadores por parte de las organizaciones criminales y no la oferta laboral de pequeños criminales. Además, las teorías disponibles son insuficientes para entender por qué este mercado laboral se concentra siempre en los hombres jóvenes. Si, como ocurre con frecuencia, el poder de estas organizaciones es suficiente para alterar las reglas del juego, las formales y las informales, e incluso para desplazar el límite de lo que se consideran conductas moralmente reprochables [59] se puede prever una mayor inclinación de los jóvenes hacia tal tipo de actividades. En Colombia, por ejemplo, uno de los mayores logros de la guerrilla fue el de lograr por varios años descriminalizar y casi legitimar ciertas conductas, como el secuestro, que se percibía entre los jóvenes campesinos como el equivalente de un simple y sacrificado cobrador de impuestos. Para este escenario, cuando existe cambio en las reglas del juego, y aún en los parámetros morales, la decisión de un joven de volverse criminal es consistente tanto con un esquema de elección racional, pues aumentan los beneficios del acción y bajan todos los costos, los legales y los morales, como con uno de seguimiento de reglas, pues la acción se puede ver como el resultado de un cambio en la percepción de lo que se debe hacer.

La evidencia disponible para distintas sociedades tiende a corroborar que es este el escenario más razonable para dar cuenta de lo que ocurre en materia de vinculación de los jóvenes a las actividades criminales [60].

4.2.1.4 - EL CRIMEN ORGANIZADO
El tema de la adecuada definición de lo que se reconoce como el problema criminal más relevante en la actualidad es algo todavía sujeto a debate tanto en los círculos académicos como entre los operadores del sistema penal en distintos países. Como cabe esperar, cada analista/operador es más sensible al tipo de crimen organizado que afecta a su sociedad. Así, mientras los norteamericanos han hecho énfasis en la noción del suministro de bienes ilegales con demanda espontánea –drogas, juegos, prostitución- en Europa la preocupación incluye temas como las redes de robo de vehículos hacia el este y la inmigración ilegal. España ha tenido problemas con la Comunidad Europea para que se incluya en esta categoría el terrorismo y en Colombia, el tema incluye no sólo narcotráfico sino guerrilla y grupos paramilitares. 

De cualquier forma se trata de un conjunto de actividades que aún no están bien definidas y mucho menos tipificadas. Desde principios de los años setenta, Thomas Schelling  argumentó que la diferencia crucial entre crimen ordinario y organizado es que el segundo busca el gobierno y control de la totalidad de la estructura económica del bajo mundo. Básicamente Schelling criticaba el desconocimiento del elemento central del uso de la violencia y la amenaza de coerción en la definición de una comisión presidencial de 1967 en los EEUU sobre crimen organizado de acuerdo con la cual “el núcleo de la actividad del crimen organizado es el suministro de bienes y servicios ilegales a un número grande de ciudadanos consumidores”  [61]. Sólo en el crimen organizado se busca en un área, geográfica o económica, recoger tributos e imponer regulaciones sobre los negocios, ilegales o legales. De acuerdo con lo anterior, el núcleo de actividades del crimen organizado está relacionado con los mercados ilegales no porque se busque control sobre la producción y la distribución en esos mercados sino porque en las actividades ilegales no existe la posibilidad de acudir al Estado para proteger derechos, hacer cumplir acuerdos o resolver conflictos. En ese sentido, la idea de crimen organizado de Schelling es la de un gobierno, o protector, del mundo ilegal que establece sus propias reglas del juego. La misma idea de un control centralizado estuvo implícita en los juicios realizados en Italia en contra de los grandes líderes de la Mafia. En pequeña escala, es básicamente esta la propuesta de Diego Gambetta quien ofrece una visión a nivel micro del mafioso como el individuo que supervisa los intercambios y protege los acuerdos.

Sobre las características esenciales de las mafias, y en particular sobre su naturaleza de sustitutos del Estado en el mundo ilegal se hará un análisis detallado en el capítulo de justicia penal. Por el momento se puede limitar la discusión a tres dimensiones del crimen organizado relevantes para el derecho penal. La primera está relacionada con la eventual necesidad de ampliar el conjunto herramientas conceptuales, por ejemplo hacia la teoría de las organizaciones, o si es suficiente con una teoría del comportamiento individual como la que ha servido de base al derecho penal.  La segunda tiene que ver con el problema de la tipificación de las conductas criminales de estas organizaciones, cuya variedad y continua mutación han sido reconocidas como una de sus características, y una de las mayores dificultades para entender el fenómeno. La tercera es la de la relación de dos vías entre las decisiones legales y las actividades del crimen organizado.

Con relación al primer punto existe actualmente entre los economistas interesados por el crimen organizado un debate en torno a la conveniencia de analizarlo, en las líneas de la propuesta original de Schelling, como una especie de estado paralelo que busca centralizar la imposición y protección de reglas  o, por el contrario, como un conjunto de empresas dispersas que compiten por el suministro de ciertos bienes y servicios ilegales. Como argumentos a favor de la tendencia hacia la  centralización se han sugerido: (a) las economías de escala en la prestación de ciertos servicios, (b) la explotación de precios monopolísticos en ciertos mercados (c) la internalización de externalidades negativas derivadas del excesivo suministro de violencia (d) la mayor efectividad de las actividades de lobbying y corrupción (e) mejor manejo del portafolio de actividades riesgosas y (f) acceso más fácil a los mercados internacionales. A favor de las fuerzas que empujan las organizaciones criminales hacia la descentralización se han mencionado (a) el riesgo envuelto en las transacciones ilegales, que aumenta más que proporcionalmente con su tamaño y hace imposible hacer cumplir los contratos (b) los derechos de propiedad sobre los bienes no están bien definidos y estos pueden estar sujetos a expropiación por las autoridades (c) al aumentar el número de miembros aumenta el riesgo de deserción lo que aumanta el riesgo de que la organización sea delatada (d) hay problemas para mantener la eficiencia de las transacciones financieras. La diferencia entre los enfoques es importante tanto en términos positivos, de diagnóstico del fenómeno, como normativos, las herramientas legales útiles para controlarlo.

La relevancia de uno u otro escenario depende por supuesto de las características básicas del crimen organizado en cada sociedad, o comunidad. Un primer punto que se debe destacar como ausente del análisis de los economistas es la falta de consideración de objetivos no económicos de las organizaciones criminales. Parece sensato tener en cuenta que si una organización delictiva –como una guerrilla, o un grupo terrorista, o unos fanáticos religiosos o nacionalistas- plantea, y manifiesta explícitamente, que sus objetivos son tomarse el poder, o eliminar una etnia, o lograr la independencia de un territorio, o convertir creyentes, la estructura de la organización, y su relación con las autoridades oficiales, también dependerá del objetivo que se busque, y no simplemente de la estructura de los mercados ilegales. Es bastante restrictiva la consideración típica de la economía que todas las organizaciones criminales actúan como empresas del mundo ilegal y no es prudente confundir los objetivos políticos, militares, religiosos o nacionalistas, con el problema, siempre económico, de obtener los recursos necesarios  para alcanzar los fines.

Para las organizaciones criminales con vocación empresarial, que por lo general establecen con los actores individuales relaciones temporales por mutuo acuerdo el esquema de la elección racional es bastante pertinente, sobre todo cuando la proliferación de actividades criminales ha permitido llegar al establecimiento de un verdadero mercado de los distintos servicios y aún unas tarifas que resultan de la interacción de la oferta y la demanda por tales servicios. En este sentido, por ejemplo, los testimonios de los sicarios, los jóvenes asesinos a sueldo contratados por el narcotráfico en Colombia, son bastante reveladores y, de hecho, reflejan que en forma previa a la comisión de un atentado se da un detallado cálculo de beneficios y costos, y hasta se considera una escala de tarifas diferenciales dependiendo del riesgo del trabajo e incluso de la disponibilidad a pagar del contratante. "El cliente que nos contrate, yo analizo que sea serio, bien con el pago. Cobramos dependiendo de la persona que sea, si es un duro se pide por lo alto. Es que uno está arriesgando la vida, la libertad y el fierro. Si toca salir de la ciudad a darle a un pesado, cobramos por ahí tres millones. Aquí en la ciudad lo menos es medio millón"  [62].

Para otro tipo de organizaciones criminales, la relevancia del modelo de elección racional se torna más precaria. Están en particular las que se podrían denominar fanáticas y que se podrían definir de la manera más general como aquellas que no persiguen, como objetivo final, la acumulación de riqueza, como las empresas, sino algún tipo de transformación de la sociedad. Para el actor individual de base de tal organización, el que no es un líder, es razonable adoptar, con una confianza proporcional al nivel de fanatismo, el paradigma de seguimiento de reglas y suponer que los incentivos legales o económicos tradicionales tendrán un escaso poder de disuasión. En la literatura sobre delito político se ha destacado el hecho que para quien se opone a un soberano la amenaza de las penas es irrelevante y que, aún la prisión puede convertirse en un estímulo positivo que refuerza sus convicciones y lo convierte en un héroe. 

A nivel de los líderes de las organizaciones criminales, incluso las económicas, el asunto es más complejo por la simple razón que se trata de individuos que no enfrentan ciertas restricciones normativas básicas, no están sometidos sino a su propia autoridad, no necesariamente adhieren a valores considerados universales, como la democracia o la no utilización instrumental de la violencia, y pueden no compartir ciertas creencias sobre las relaciones entre medios y fines. Para la guerrilla colombiana, por ejemplo, se ha señalado que buena parte de su poder de negociación con los distintos gobiernos se deriva de una percepción totalmente distinta del tiempo. La creencia occidental de que “el tiempo es oro”  y que más rápido es siempre preferible a más despacio no parece ser algo que los guerrilleros comparten.

Aún para la noción más básica de racionalidad, que los individuos responden a incentivos, pueden darse dificultades al nivel de la definición de lo que es un incentivo positivo o negativo que, salvo para el daño físico, depende siempre de un entorno cultural compartido. Un caso que se puede señalar en ese sentido es el de las multitudinarias manifestaciones que, desde hace unos años, se dan en España como respuesta ante los atentados de la ETA y que plantean la duda de si constituyen para los miembros de la organización un incentivo positivo o negativo. No sorprende por lo tanto que ante las acciones de ciertas organizaciones criminales sean comunes, entre analistas y funcionarios públicos, las alusiones a la irracionalidad  de los actores, o la frecuente alusión a los errores que se cometen, que pueden entenderse como la imposibilidad de establecer un marco de referencia para explicar y predecir sus conductas. En ese sentido se puede señalar el desconcierto de los estrategas de la OTAN ante la reacción de Milosevic al iniciarse los bombardeos. Las declaraciones del portavoz de la Alianza, Jamie Shea, reflejan muy bien la confusión que producen en los analistas los actores que no tienen cabida en los esquemas predominantes: "es muy difícil para una persona racional prever qué es lo que va a hacer la gente irracional" [63]

La relevancia del escenario del crimen organizado como un conjunto de empresas que compiten por los mercados ilegales, y por lo tanto la aplicación de los modelos económicos de comportamiento y de la teoría de la firma para el diagnóstico de la situación criminal, depende de qué tanto ha sido mermado el monopolio de la coerción en cabeza del Estado  y, como ya se señaló, de la existencia, dentro de las organizaciones criminales, de objetivos distintos a la acumulación de riqueza ilegal. Se puede pensar que la importancia que le asignan los economistas norteamericanos al crimen organizado como un cartel de empresas se deriva del hecho que en ese país nunca alcanzó a ser desafiado el poder coercitivo del Estado a nivel federal. Al Capone, por ejemplo, fue capturado y condenado por problemas de impuestos, lo que muestra que su poder era más local que nacional.  Por otra parte, se debe anotar que la percepción de concentración o competencia depende de la especificación del territorio sobre el cual se realiza el análisis.

De cualquier manera, para abrir la posibilidad de objetivos diversos, o cuando interese el análisis en un espacio local bien definido, parece más pertinente para la comprensión del crimen organizado la metáfora de un pequeño gobierno, un protector, que dentro de su territorio, cobra tributos, impone normas, regula actividades y resuelve conflictos con base en el monopolio, dentro del territorio, del poder coercitivo. 

Esta observación permite abordar otro aspecto de interés para el derecho penal y es el relacionado con la tipificación de las conductas susceptibles de ser adoptadas por los miembros de organizaciones criminales, las mafias. Vale la pena recordar que el control que logran las mafias sobre un territorio, o un mercado, se alcanza mediante el uso sistemático de la fuerza. Es la violencia, y posteriormente la amenaza y la intimidación, lo que permite controlar militarmente una zona, solucionar conflictos, ampliar mercados, capturar rentas, imponer tributos y, sobre todo, modificar las reglas del juego imperantes. Así, una de las principales características de la violencia asociada con agentes armados organizados, es su capacidad para generar condiciones favorables a su reproducción.

Aunque la definición del crimen organizado propuesta por Schelling es casi tan antigua como el modelo de Becker, el análisis sistemático de las mafias, de como operan,  de sus interacciones con el sector público, y en particular con los aparatos de seguridad y justicia es relativamente reciente. Es interesante observar como esta dimensión de las mafias, sus relaciones con el sector público no ha despertado la atención de los economistas, ni siquiera de aquellos interesados por el fenómeno. Algunos sociólogos, por el contrario, han considerado central el análisis de las relaciones de colusión entre las mafias, por un lado, y los políticos y burócratas por el otro.

Hay tres puntos de esta literatura que vale la pena rescatar para el análisis  del crimen organizado.  El primero, que ya se mencionó, tiene que ver con la tendencia de estas organizaciones a controlar territorios, geográficos o funcionales, y reemplazar parcialmente al estado, como administrador de justicia, en sus labores coercitivas y de resolución de conflictos. El segundo punto está relacionado con el hecho que las mafias se especializan en ofrecer servicios de protección -contra terceros, contra ellas mismas o contra las consecuencias de incumplir las leyes-. Se ha señalado que esta protección se lleva a cabo mediante la coordinación y la centralización de las actividades de corrupción. El último punto tiene que ver con el reconocimiento que los principales insumos del negocio de la venta privada de protección son la violencia y la manipulación de la información.

Después de cerca de un siglo de debates entre los analistas italianos en torno a la adecuada caracterización de la mafia se ha planteado que si se la define como una organización específica, “que produce, promueve y vende servicios privados de protección” [64] se logra comprender de manera adecuada este fenómeno. Lo que parece claro es que cualquier organización criminal, en forma independiente de sus objetivos iniciales, termina constituyendo, al igual que un Estado, un departamento económico de manejo de los recursos provenientes de la venta de servicios de protección. Un punto que vale la pena destacar es que, a diferencia de varias aproximaciones anteriores, se renuncia a tratar la mafia como la simple industria de la violencia. Bajo esta nueva definición la violencia es un medio, no un fin. Es un recurso, un insumo, y no el producto final. El servicio que en realidad se ofrece es la protección.

Un aspecto relevante de este planteamiento es la estrecha relación que existe entre el mafioso y el criminal que, aunque parezca paradójico, es uno de los actores sociales que en mayor medida requiere de protección privada pues, por definición, no puede acudir al sistema penal de justicia. Aunque muchas veces el criminal y el mafioso se funden en un mismo individuo real, que se auto protege –y eso es lo que ha llevado a la confusión en la caracterización del mafioso- el principal aporte de la literatura reciente ha sido justamente la sugerencia de separar estas dos funciones. Así, por ejemplo,  se explica la gran facilidad con que los mafiosos cambian de actividad criminal, observación que iría en contra de la noción de las ventajas de la especialización. Aquí la especialidad es la protección privada, que se puede aplicar a distintas actividades, criminales o legales. El último punto es que un servicio que frecuentemente termina prestando el mafioso es el de la protección contra sus propios ataques, o sea el secuestro y la extorsión. La existencia de distintas variantes de este contrato privado de seguridad está profusamente documentada en Colombia. Cambia la naturaleza del protector, cambia el enemigo del cual se defiende al protegido, cambian  las formas de pago, cambia el territorio, pero la esencia del contrato sigue siendo la misma: el mafioso brinda protección, y eventualmente justicia, a cambio de  un tributo.. El conjunto de actores que prestan este servicio en Colombia podría incluir, entre otros, a la guerrilla, los grupos paramilitares, los capos del narcotráfico, los patrones esmeralderos, las milicias de barrio e incluso ciertos individuos de los organismos de seguridad del Estado. El enemigo del cual se protege  puede ir desde la delincuencia, hasta la policía, los militares o los fiscales pasando por la posibilidad de secuestro por otros grupos armados o por parte del mismo protector. Los pagos pueden ser forzosos y preventivos como en el caso del llamado boleteo o impuesto revolucionario; voluntarios, como las contribuciones a los grupos de autodefensa;  ex-post como en los casos de secuestro, que por lo general constituyen una garantía contra futuros plagios; e incluso pagos en especie que pueden ser en últimas, la aceptación social y el ofrecimiento de un refugio para las conductas criminales cometidas por los protectores en otros territorios.

El hecho que la característica de la mafia sea no la actividad criminal en si misma, ni necesariamente el uso efectivo de la violencia, que puede convertirse en simple amenaza, sino la protección, o la justicia, y que además ese servicio se pueda prestar aún para actividades legales plantea un desafío importante para el derecho penal puesto que no se cuenta con la suficiente tradición de reflexión sobre varias de estas actividades, o para ser más precisos, sobre la manera de establecer los límites de la legalidad en esas áreas. El escenario que vale la pena destacar, para ilustrar las dificultades inherentes a la labor de tipificar las acciones que son peculiares a las mafias, es el siguiente: una localidad en la cual el mafioso ya ha establecido una reputación suficiente para no tener que hacer uso efectivo de la violencia y en donde presta protección privada a ciertas actividades legales –como la construcción, o las licitaciones públicas- y esa protección toma la forma de barreras a la entrada a los competidores, o de influencia sobre las decisiones de adjudicación. Para ese escenario, de indudable interés para el derecho penal, parece indispensable sofisticar los criterios de identificación de dos conductas: la amenaza y la extorsión. Sobre todo si se tiene en cuenta que, bajos ciertas condiciones, tales conductas pueden parecer contractuales para los protegidos. ¿Como distinguir, por ejemplo, un mafioso que extorsiona una empresa productiva de un socio legítimo de la misma que simplemente hace uso de su reputación?

El último punto relacionado con el crimen organizado que es relevante para el derecho tiene que ver con el hecho que los territorios más favorables a la aparición de protectores espontáneos en forma de mafias son precisamente aquellos dentro de los cuales es débil, o inexistente,  la presencia del Estado. Para la concepción geográfica del territorio esta observación no presenta mayores problemas de diagnóstico y la previsión obvia es que en las regiones, como las zonas de colonización, alejadas de los centros administrativos y con escasa presencia estatal, existe una alta posibilidad que surja una organización que entre a suplir el suministro de los servicios estatales primarios, la seguridad y la justicia. Un problema más complejo se presenta cuando el desinterés o la incapacidad de protección del Estado surge no por la dificultad de acceso a una región sino por la decisión estatal de declarar ilegal una actividad económica para la cual existe una demanda. En términos positivos, la predicción es simple: cualquier actividad que el Estado decida declarar ilegal, y prohibida, es un terreno propicio para que surjan organizaciones encargadas del suministro del bien o servicio ilegal, y mafias para proteger esas organizaciones. Además, la definición de ilegalidad de un bien o servicio es precisamente lo que torna atractivo el negocio de su suministro [65] pues hay, por definición, barreras legales a la entrada de proveedores y solamente las organizaciones que de alguna manera estén protegidas contra la acción del Estado, por ejemplo por mafias, estarán en capacidad de suministrarlo. Este es otro aspecto que también fue señalado por Beccaria quien con relación al contrabando considera que “este delito nace de la ley misma, porque creciendo la gabela crece siempre la utilidad y con esta la tentación de hacer el contrabando, y la facilidad de cometerlo con la circunferencia que es necesario custodiar, y con la disminución del volumen de la mercadería misma. La pena de perder el género prohibido y la hacienda que la acompaña es justísima; pero será tanto más eficaz cunato más corta fuere la gabela; porque los hombres no se arriesgan sino a proporción de la utilidad que el éxito feliz de la empresa les puede producir”.

En un mundo globalizado, y de mafias transnacionales, el asunto es aún más complejo puesto que las actividades ilegales de ciertos países servirán de incentivo para que surjan organizaciones criminales dispuestas a ofrecerlas desde otros sitios en donde no son ilegales o en donde están establecidos territorios de inmunidad de las mafias.

4.2.2 – EL MERCADO DEL CRIMEN
En la teoría económica del crimen son frecuentes ciertos postulados que no son relevantes para la calidad, ni para la interpretación, del trabajo empírico sino para las recomendaciones de política.  Entre estos se pueden señalar los supuestos que se adoptan para la visión de un mercado de las actividades criminales, que son problemáticos por dos razones. Uno, por las enormes dificultades, conceptuales y prácticas, para la agregación de los resultados de las conductas ilegales. Dos, por el hecho que son supuestos no susceptibles de verificación, que aportan poco a la explicación y que hacen difícil el diálogo con otras disciplinas  -y en particular con el derecho- para las cuales la asimilación de cualquier tipo de intercambio jurídico a un mercado es difícil de digerir.

Las preferencias uniformes entre individuos es tal vez uno de los supuestos, usuales en economía del crimen, sobre el que cabría esperar oposición por parte del derecho penal y la criminología, dónde se persiste en la idea de comportamientos desviados, atípicos, graves y por fuera de lo común. Si algún criminólogo no economista se pusiera en la tarea de rebatirlo. El interés por discutir el conjunto de supuestos expuestos, por ejemplo, en Ehrlich (1996) es prácticamente inexistente más allá del ámbito económico.  Tal tipo de supuestos, por ejemplo, valdría la pena adoptarlos únicamente cuando para la conducta que se analiza parece algo razonable. Como sería el caso de las infracciones menores, que no siempre interesan al derecho penal. 

La noción de un mercado de actividades ilegales promovida por los economistas presenta dificultades conceptuales que vale la pena discutir pues no facilitan la aceptación del enfoque económico por parte de los juristas. En el trabajo original de Becker, las funciones individuales de oferta de crimen se agregan, tanto entre individuos como entre conductas, para plantear la existencia de una oferta global de cada crimen, definida como la suma, entre todos los infractores, de las ofertas individuales de crimen, o sea el número de delitos que, para cada nivel de penas, el individuo está dispuesto a cometer. En esta oferta global entran como argumentos los mismos parámetros considerados en la función individual. Teniendo en cuenta que la definición de oferta individual es la tradicional de una curva ex-ante -los planes acerca del número de infracciones que cada delincuente potencial cometería ante los distintos valores de la probabilidad de captura o del monto de las penas- la agregación entre individuos, para cada conducta criminal, cuya lógica se resume en la gráfica, no plantea problemas conceptuales ni requiere la adopción de supuestos adicionales. Es análoga a la agregación horizontal que, tradicionalmente y para un mismo producto, se hace de las curvas de oferta o demanda individual en ese mercado.
El eje vertical de esta oferta agregada es el mismo de las ofertas individuales y en el eje horizontal se presenta la suma de los valores de las curvas individuales.  Es una aproximación compatible con la del derecho penal o la criminología, que, a nivel social, se interesan por el número total de infracciones de cierto tipo que se pueden cometer. Coincide también con los sistemas de recolección de información sobre actividades ilegales por parte de los organismos de seguridad y la rama judicial en los cuales es universal la práctica de agregar, por períodos, los incidentes de naturaleza similar en una cifra  global para cada conducta.

Sin embargo, la agregación de las distintas ofertas de crimen de cada tipo conducta en una sola función global total si presenta dificultades, tanto conceptuales como prácticas, e impone la necesidad de adoptar supuestos adicionales que no sólo disminuyen la calidad del diagnóstico sino que, en principio, no se puede esperar que tengan una buena acogida en el ámbito jurídico.

De la misma forma que, en el mundo de los bienes y servicios económicos,  la transformación de las curvas de oferta de los distintos mercados en una oferta agregada requiere de un sistema de precios relativos que permita superar el viejo problema de sumar peras con manzanas o kilos de mantequilla con cañones, la consolidación de una oferta agregada de crimen requeriría de un vector de ponderaciones que permitiese sumar con algún sentido los atracos, los secuestros, las violaciones y toda la gama de conductas penalizadas en una sociedad. La alternativa adoptada por Becker es la de darle el mismo peso relativo a las distintas conductas. En efecto, tal es el supuesto implícito en la definición de la oferta global como la suma de todas las ofertas individuales para cada una de las conductas, como también en la  sugerencia de calcular la probabilidad global de arresto como un promedio de las probabilidades individuales ponderado por el número de crímenes. Otra propuesta que se hace con frecuencia es la de convertir todo a unidades monetarias.
Para esta agrupación de incidentes criminales de diferente naturaleza en una sola mezcla de delitos, la criminalidad total, es imposible encontrar referentes en el derecho penal que, por el contrario, se preocupa por los diferentes bienes jurídicos que son amenazados por las distintas conductas consideradas criminales sin proponer nunca algo que siquiera se aproxime a la noción de una magnitud global, y menos aún un mercado, del crimen. A nivel más operativo, aún en aquellas sociedades que cuentan con sistemas de información precarios, se puede considerar superada la tendencia a agrupar en una misma cifra global las distintas manifestaciones de las conductas delictivas. En su lugar, se considera el número de homicidios, robos, atracos, agresiones etc.

Desde el trabajo original de Becker se hace alusión a la idea de un mercado del crimen que, de manera explícita, se supone de naturaleza competitiva, al menos por el lado de los infractores. Los trabajos ya señalados sobre crimen organizado sugieren por el contrario que las actividades ilegales presentan una alta concentración, cuando no una clara tendencia a la monopolización. Las disciplinas con orientación menos individualistas, sobre todo en aquellas sociedades más sometidas a la amenaza de las organizaciones criminales, han abandonado claramente la visión relativamente ingenua del universo criminal implícita en la economía del crimen tradicional y han buscado reconocer, por lo menos, la diferencia crucial entre los líderes de tales organizaciones y sus trabajadores de base. El derecho penal moderno, a pesar de su naturaleza individualista ha dado pasos en la dirección de dar un tratamiento distinto a los pequeños infractores y a las organizaciones criminales.

4.3  – TEORIA NORMATIVA
4.3.1      – CASTIGOS O  MULTAS
Una de las características de la economía del crimen, que confirma su vocación por las infracciones menores, es la suponer la perfecta convertibilidad de las penas y las multas. En el trasfondo de este planteamiento está un supuesto, peculiar a la economía, con el cual se pretende solucionar uno de los dilemas más antiguos del derecho y es el de la posibilidad de intercambiar castigos, coacción física o daños corporales, por dinero. A su vez, este problema fundamental está relacionado con el de la valoración de la vida humana. En los capítulos sobre accidentes y justicia penal se analiza en detalle esta preocupación milenaria del derecho. Por el momento se puede señalar que se trata de un supuesto crucial de la economía para el cual no existe actualmente la menor posibilidad de que sea aceptado por los juristas de sociedades con tradición e influencia cristiana y en las cuales la jurisprudencia aún no ha dado pasos en la dirección de sugerir tarifas administrativas para tales intercambios. Para el análisis del derecho hispano parece por lo tanto conveniente no adoptar ese supuesto y seguir dando un tratamiento diferenciado a las multas y a las penas.

En esta sección se muestra cómo el planteamiento básico de la economía del crimen, la minimización del costo social de las infracciones, tiene sentido, tanto positivo como normativo, sólo para aquellas conductas con repercusiones económicas (sobre todo para el Estado) y que se pueden disuadir, como también recomienda la economía, con multas en lugar de penas. También se analiza por qué, en contra de la recomendación de la economía del crimen, en ninguna sociedad se observa que se impongan multas “tan altas como sea posible”.

Para las conductas más graves, cuyos costos directos e indirectos no se pueden monetizar, se muestra la lógica de lo que parece ser una tendencia general: la reducción progresiva de las penas y el aumento en los gastos destinados a hacer cumplir las leyes penales. La primera tendencia ya había sido señalada por Durkheim hace poco más de un siglo, en una de sus leyes penales, la de variación cuantitativa: “la intensidad del castigo es mayor en la medida que la sociedad pertenece a un tipo menos desarrollado, y en la medida en que el poder central tiene un carácter más absoluto”  [66].

4.3.2 - INFRACCIONES Y MULTAS
Para facilitar la discusión sobre la disuasión de las infracciones con multas, puede ser útil adoptar todos los supuestos del modelo económico del crimen y recurrir a una gráfica.
Se puede considerar una infracción menor, por ejemplo no pagar la tarifa t establecida para aparcar un vehículo en la vía pública. El número de infracciones I se representa en una gráfica sobre el eje horizontal. Por efecto de las infracciones, la respectiva agencia estatal deja de percibir unos ingresos. Para disuadir tal conducta se establece una multa, cuyo valor esperado m, se representa en el eje vertical de la misma gráfica.

Existe una relación inversa de disuasión (curva aa´) entre el número de infracciones y  la multa esperada. Se supone además que no existe una multa, por alta que sea, capaz de erradicar todas las infracciones. El valor esperado corresponde a una multa nominal M por la probabilidad p de que esta se aplique en caso de infracción. Para una misma multa esperada existen distintas combinaciones de eficacia y multas nominales (curva bb’). Se puede, por ejemplo, escoger un monto muy alto para la multa con una baja probabilidad de que se aplique, o viceversa. Los infractores efectivamente multados generan unos ingresos a la agencia. Si se desea aumentar la certeza de la multa, se debe incurrir en mayores gastos G de vigilancia (curva cc’). Es fácil mostrar, a partir de esta gráfica, que existe una combinación de los parámetros de decisión (el gasto en vigilancia y una dosificación de multa nominal y certeza de aplicación) que iguale los beneficios (representados por los ingresos de multas, y lo que se deja de perder por infracciones) y los costos de imponer las multas.

Un punto digno de destacar de este diagrama es que a pesar de ser simple, y arbitrario, se puede imaginar que tiene una contraparte en la realidad. No es difícil concebir una agencia estatal, cuyos objetivos y capacidad de acción estén adecuadamente representados por los parámetros de esta gráfica  y que esta pueda servirle de guía para la acción. Es claro que para las infracciones económicas contra el Estado, la figura de un soberano único –una agencia de tráfico o de aduanas- que se ve afectado directamente por las infracciones, que decide qué tanto gasto se dedica a la vigilancia y que se beneficia con las multas, es bastante más razonable y acorde con las agencias estatales reales. Además, la gráfica sugiere las distintas labores empíricas que habría que emprender para encontrar un punto de equilibrio: estimar con datos históricos una curva de disuasión, estimar las posibles combinaciones entre gasto, detección de infractores y monto de las multas, sumar costos y calcular beneficios. La comparación entre unos y otros no requiere de ningún supuesto heroico: se trata de unidades monetarias corrientes.

Vale la pena ahora analizar cual es la razón por la cual las agencias estatales enfrentadas al problema de disuadir infracciones monetarias con multas se alejan de la recomendación de la disuasión óptima sugerida por la economía, que consiste en considerar que, como la vigilancia es costosa, es eficiente fijar una multa tan alta como sea posible y destinar pocos recursos a descubrir a los infractores, optando por una baja probabilidad de detección.

¿Por qué ninguna agencia estatal, en ninguna sociedad moderna, establece una multa de un millón de dólares para una infracción menor dedicando tan sólo un inspector por cada millón de potenciales infractores a vigilarlos ? Por varias razones: la primera y más importante es que nadie, en ningún sistema legal, está dispuesto a proponer tal esperpento. Un precepto básico que ha determinado la evolución del derecho penal occidental es el de cierta equivalencia entre las infracciones y las sanciones. Incluso principios legales primitivos, como la ley del talión, o el ojo por ojo, estuvieron orientados a establecer unos límites máximos para las sanciones que legítimamente se podían imponer. Así, para cualquier sanción, siempre se deben encontrar argumentos para mostrar que la multa que se impone es equivalente al daño causado por la infracción (en los parámetros considerados en la Gráfica, M no puede ser demasiado diferente de t). Este elemental principio de proporcionalidad hace descartar, de partida, la idea de una multa excesivamente alta como sanción para una infracción baladí. La segunda razón es que las multas “tan altas como sea posible” estarán por fuera de la capacidad de pago de un grupo de los ciudadanos, los más pobres. La propuesta de algunos economistas para superar esta dificultad, es que en caso de que un infractor no pueda pagar toda la multa se le mande a la cárcel: “el castigo óptimo incluye la multa máxima que el delincuente puede pagar. En general, la eficiencia requiere que se agote la capacidad de castigar a los delincuentes en forma barata, con multas, antes de recurrir al costoso castigo de la prisión”. [67], Esta propuesta es tan absurda y desatinada que ni siquiera vale la pena detenerse para comentarla, simplemente baste señalar que es el tipo de propuesta que pone obstáculos “tan altos como es posible” imaginar para la comunicación entre la economía y el derecho.

Estos dos elementos llevan a un movimiento a lo largo de la curva bb’ hacia menores niveles de multas nominales y mayores gastos en vigilancia. Incluso dentro del AED se han empezado a señalar las limitaciones de la disuasión óptima: cuando se introducen, para la política criminal, criterios adicionales a la eficiencia económica y se considera, por ejemplo, que unas multas excesivamente altas pueden ser consideradas injustas por la sociedad se concluye que la multa máxima no conduce a una situación óptima socialmente [68].

Una tercera razón es que una multa alta con muy baja probabilidad de ser impuesta es factible que se asimile a una multa que en realidad no se aplica, lo cual permite prever un cambio en la credibilidad que los infractores le asignan a la agencia en su capacidad de establecer y cobrar multas. Este cambio se puede concebir como resultado de dos factores. El primero sería el de las limitaciones cognitivas que hacen que normalmente los individuos asimilen una probabilidad muy baja a una igual a cero. Este sería un efecto que se puede dar en todos los eventuales infractores. El otro efecto, diferente, es el de aquellos infractores reales a los que no les fue impuesta la multa y que tendrán ya una experiencia de no aplicación sobre la cual es arriesgado suponer que no alterará su curva de disuasión.


En la gráfica anterior esta menor credibilidad se puede traducir, para períodos subsiguientes, en un desplazamiento de la curva de disuasión aa’, hacia la derecha. Para un mismo nivel de multas esperadas, en períodos posteriores, habrá un mayor número de infracciones. Si, como se puede suponer, el objetivo es que las infracciones se reduzcan se requerirá entonces un incremento en los gastos de vigilancia, y una reducción del monto de la multa, que no podrá ser tan alta como sea posible por un período largo de tiempo. Algo que, de nuevo, ya había intuido Beccaria. “Los hombres se regulan por la repetida acción de los males que conocen y no por la de aquellos que ignoran ... No es lo intenso de la pena lo que hace el mayor efecto sobre el ánimo de los hombres, sino su extensión; porque a nuestra sensibilidad mueven con más facilidad y permanencia las continuas, aunque pequeñas impresiones que una u otra pasajera, y poco durable, aunque fuerte” [69].

Un fenómeno que con frecuencia se observa es el de ciclos sucesivos de aumento y reducción en la certeza de aplicación de las multas, para cuya explicación parece necesario recurrir a argumentos no aceptados por la economía como son los de los “buenos hábitos” que se crean con niveles altos de vigilancia. Si se acepta el principio que bajo ciertas condiciones los individuos adoptan, aunque no sea de manera permanente, reglas de comportamiento  es concebible que una campaña inicialmente costosa orientada a consolidar la idea de alta certeza de las multas pueda luego relajarse si se logra que, por efecto de multas efectivamente impuestas, los infractores alteren de manera significativa sus rutinas y dejen de infringir la ley por un período de tiempo. Esta idea de campañas orientadas no sólo a incrementar los recaudos y aplicar sanciones sino a cambiar hábitos de comportamiento se refuerza con la noción que tales esfuerzos esporádicos de las agencias se dan de manera simultánea con acciones publicitarias y de educación orientadas a aumentar los costos morales de las infracciones. 

4.3.3  - CRIMENES Y PENAS
Aún con relación a una conducta criminal específica, como por ejemplo un atraco, cuyo producto o botín puede ser vendido en un mercado y es susceptible de valoración económica, el análisis de la eficiencia de la disuasión de los crímenes con penas de prisión cambia sustancialmente con relación al de las infracciones sancionadas con multas, por varias razones.
En primer lugar porque son varios, y diversos, los actores o instituciones, formales o informales, cuyos intereses afectan tanto la especificación nominal de las penas como el desarrollo del proceso desde el momento en que ocurre el incidente hasta cuando se sanciona. En particular, en este caso no se puede adoptar el supuesto de una misma agencia gubernamental que se vea afectada por las infracciones, imponga las sanciones, las dosifique, decida sobre el gasto, se beneficie de la aplicación de las penas y compare las distintas magnitudes. No parece prudente suponer que existe en este caso una mano, visible o invisible, que guía y coordina esas acciones. No hay nada que se acerque siquiera al mecanismo de precios que cumple esa función en los mercados de bienes.

La situación criminal en el pasado, y el poder político de las víctimas para promover cambios legislativos, son dos de los factores que pueden determinar las penas nominales que, actualmente, están sujetas a restricciones adicionales tales como lo que se consideran niveles normales en un contexto internacional. Hay actualmente, por ejemplo, una clara tendencia a abolir la pena de muerte. Existe otro tipo de límite relacionado con la viabilidad política de las penas muy altas. Este es un aspecto que está claro desde Beccaria. “Los hombres están reclusos entre ciertos límites, tanto en el bien como en el mal; y un espectáculo muy atroz para la humanidad podrá ser un furor pasajero, pero nunca un sistema constante” [70].

Michel Foucault también ha señalado la existencia, en cada sociedad y en cada época, de un umbral en la intensidad de las penas por encima del cual un soberano puede enfrentar problemas de protesta social y rebelión. Si a esto se suma la noción de la disuasión marginal, bastante aceptada en la actualidad, se llega a una situación en la cual ni siquiera para penas tan fácilmente dosificables como los años de prisión [71]  existe un rango muy amplio de discrecionalidad. Según algunos autores la privación de la libertad se consolidó como la pena más común justamente por la posibilidad que ofrecía, con relación a los castigos físicos, de ser una variable bastante flexible en cuanto a su intensidad. La medida anterior que cumplía ese mismo propósito, el destierro de cierta área y por cierto número de años, resultó progresivamente difícil de aplicar.

Por último, y como ya se señaló, en materia de política criminal, lo más razonable es tomar la intensidad de las penas como algo no susceptible de variación en el corto plazo.

Son varios los elementos que, de acuerdo con la economía del crimen, se deben tener en cuenta para ejecutar de manera óptima la política criminal. Están primero los costos directos, privados, del crimen sobre las víctimas que, cuando ha habido recurso a la violencia no son siempre fáciles de calcular y, sobre todo, no son comparables entre diferentes víctimas. Aunque así lo fueran, y se pudiera, por ejemplo, determinar cual es el costo monetario privado de un atraco en el cual la probabilidad de morir es del 10%, no es clara la relación entre este costo privado y el costo social de los atracos. Ni siquiera se puede saber si este costo es uniforme, creciente o decreciente con el número de atracos, o si al menos esta relación es monótona. Puede pensarse que el primer atraco en una zona hasta ese momento tranquila representa un costo social muy superior al privado; que en cierto rango haya una adaptación tal que los costos sociales sean similares a la suma de los costos privados, pero que exista algo como un punto de saturación en el número de atracos a partir del cual la gente considera no soportable la inseguridad. Por otro lado, es claro que las reacciones de las víctimas, y por lo tanto el costo social,  depende también de la respuesta de las autoridades. A partir de ciertos niveles de atracos impunes se pueden empezar a presentar mecanismos de justicia privada. El punto pertinente es que no hay razón para suponer que, en cada mercado sectorial del crimen, existen fuerzas que lleven el número de incidentes a un punto de equilibrio, o que en caso de que existiera, este equilibrio sea único, o que los distintos mercados se equilibran.

Fuera de todas estas dificultades para medir los costos sociales, otro supuesto económico demasiado fuerte es el de plantear que existe, dentro de las agencias involucradas en los procesos penales, alguna encargada de, o por lo menos interesada en, realizar esa medición. En América latina, por ejemplo, los esfuerzos que se han emprendido en esa dirección provienen por lo general de organizaciones ajenas al sistema penal. Es razonable suponer que el otro elemento de la eficiencia, los gastos en prevención y control, se determina exógenamente y de manera asimétrica en cuanto a su relación con la situación criminal: la percepción de alta criminalidad se acepta como un criterio para girar más recursos pero no es usual, con contadas excepciones -como por ejemplo las drásticas reducciones que se dieron en los presupuestos militares de algunos países centroamericanos a raíz de la firma de los acuerdos de paz- que se den reducciones de presupuesto como resultado de una caída en la incidencia del crimen. Como se señaló, ni siquiera esta información tan básica y elemental, si el número de crímenes de cierto tipo ha aumentado o disminuido es algo con lo que se puede contar en todas las sociedades.

El último elemento , tradicionalmente ignorado por la economía para el cálculo de la eficiencia social de las penas sería el de los beneficios de la aplicación de las sanciones, que de  manera general se puede suponer que recaen sobre las víctimas, y están asociados con la retribución. Tampoco parece prudente en este caso buscar un equivalente monetario de este beneficio que, no sólo existe, sino que constituye un elemento importante de las exigencias que se le hacen al sistema penal y cuya satisfacción implica gasto de recursos.

Así, en este caso, la recomendación de eficiencia requiere no sólo de capacidades de cálculo de beneficios y costos por fuera del alcance de las metodologías  disponibles sino de la comparación de unidades –costos sociales en dinero y en daños corporales o miedo, años de prisión a los infractores, satisfacción del ánimo de retribución de las víctimas y gastos monetarios de operación del sistema- que no todas las culturas, o disciplinas, aceptan como comparables. Con relación a la divergencia de opiniones alrededor de este punto vale la pena comparar dos de ellas, la del juez Posner y la de Beccaria. De acuerdo con Posner “puesto que las multas y el encarcelamiento son simplemente dos maneras diferentes de imponer desutilidad en los transgresores, la Suprema Corte comete un error al considerar que una sentencia que impone una multa pero contempla la cárcel si el acusado no puede o no va a pagarla como discriminatoria en contra de los pobres. Una tasa de cambio se puede encontrar para igualar, para un individuo, un número de dólares con un número de días en prisión” [72]. Para Beccaria, por el contrario “unos atentados son contra la persona, otros contra la hacienda. Los primeros deben ser castigados infaliblemente con penas corporales. Ni el grande ni el rico deben satisfacer por precio los atentados contra el flaco y el pobre; de otra manera las riquezas, que bajo la tutela de las leyes son el premio de la industria, se vuelven alimento de la tiranía” [73].

Por argumentos similares a los expuestos para las infracciones y las multas, se podría pensar que en todas las sociedades, dada la tendencia universal a la fijación de unos límites máximos para las penas de prisión, se observaría una tendencia hacia la reducción de penas y hacia el aumento de la certeza en su aplicación. Tal sería el caso si se pudiera suponer que existe una tecnología uniforme en materia de investigación criminal. Lo que en realidad parece darse en algunos países es una reducción progresiva de las penas acompañada de un mayor gasto en el sistema penal que, por distintas razones, no se traduce en un incremento de la eficacia. Una razón, derivada de las dificultades de medición de las tasas de criminalidad, tiene que ver con la  imposibilidad de calcular la proporción de delitos que se sancionan,  que depende de conocer el total de delitos que se cometen. En Colombia por ejemplo, en los últimos cinco años ha habido un intenso debate en torno al cálculo del parámetro de impunidad –el porcentaje de delitos que no se sancionan- con estimativos que varían entre el 60% y más del 98%.

4.3.4 –  PREVENIR O SANCIONAR

El debate sobre las ventajas relativas de la prevención o las sanciones ante las infracciones es, en últimas, la mayor fuente de discrepancia entre la economía del crimen, por un lado, y el derecho penal y la criminología por el otro. Mientras que para los primeros el poder del soberano de aplicar castigos es simplemente un dato, para los segundos ha sido un fuente recurrente de preocupación, sobre su legitimidad, sobre la posibilidad de excesos, sobre su eficacia. Por esta razón, y en eso es explícito el derecho penal, la aplicación de castigos, la privación de la libertad, deben ser la última instancia de control social, cuando ya todos los esfuerzos en otras áreas han fallado. Para los economistas, por el contrario, es uno de los puntos de partida del análisis: se da por descontado que existe un soberano con derecho a imponer sanciones, que mantiene el monopolio de la coerción, que no hay riesgo de excesos en el ejercicio de esa prerrogativa y, bajo este idílico entorno, se procede, simplemente, a darle recomendaciones de adecuada y eficiente dosificación. 

La relevancia del dilema entre prevenciones y sanciones aparece con particular claridad ante el fenómeno de la delincuencia juvenil. Un área que, no sorprende, ha permanecido totalmente al margen de las discusiones tanto teóricas, positivas, como normativas de los economistas. Más adelante se propone una explicación para este marcado desinterés de los economistas por las conductas delictivas de los jóvenes, y la posibilidad de afectarlas mediante incentivos distintos a las sanciones, o al mercado laboral.

Desde un punto de vista conceptual, el debate normativo entre prevención y sanción no es arbitrario pues responde a dos visiones antagónicas del ser humano dentro de las ciencias sociales. No es mera coincidencia que sean los trabajos de los sociólogos los que por lo general abogan por la necesidad de cambiar las estructuras sociales como la vía para prevenir la violencia mientras que, en el otro extremo, sean los economistas los principales impulsores de las medidas relacionadas con la disuasión.

Simplificando, el debate es asimilable al que existe entre la visión del mundo de la sociología clásica y el esquema de la elección racional adoptado por el AED. Bajo la primera visión, el papel de la intervención pública ante el delito debe hacer énfasis en la alteración de las condiciones económicas y sociales que empujaron a ciertos actores sociales a la delincuencia. Para quienes adhieren al esquema de la elección racional, por el contrario, la respuesta ante el delito debe ante todo enviar un mensaje disuasivo, mediante la aplicación de las sanciones, a quien ha decidido delinquir, para alterar los elementos que afectan esa elección.

Estas visiones opuestas, a veces extremas, han tenido como consecuencia en el área de la delincuencia juvenil una reducción del abanico de acciones susceptibles de ser adoptadas para prevenirla.

4.3.4.1 - LAS PECULIARIDADES DE LOS JOVENES
A pesar del persistente y sospechoso silencio de la economía al respecto, es indispensable reconocer que los jóvenes requieren una aproximación analítica peculiar. Siglos antes del desarrollo de la criminología, la sociología, o la economía, se ha considerado que los jóvenes deben recibir un tratamiento legal especial. Ya en la época de los romanos, por ejemplo, el derecho reconocía la existencia de ciertas peculiaridades en la población joven que, a la hora de cometer infracciones, hacían necesario diferenciarlos de los adultos [74]. En particular, ha sido siempre tema de discusión la capacidad de los menores para prever o valorar las consecuencias de sus conductas. La idea de falta de discernimiento implicaría un limitado alcance de la disuasión entre los jóvenes. La capacidad para calcular beneficios y costos de las acciones parece desarrollarse precisamente durante la adolescencia. En alguna medida, la adolescencia reflejaría el tránsito del ente puramente sociológico –aquel que hace lo que le dicta el entorno- o impulsivo, al individuo racional que evalúa las alternativas de acción y actúa en consecuencia. La limitación más notoria de los modelos corrientes de comportamiento humano es el flagrante desconocimiento de la dimensión emocional de las conductas, algo que no parece prudente ignorar cuando se trata de analizar la adolescencia, uno de los ciclos vitales más cargado de alteraciones físicas y hormonales que afectan las percepciones, las emociones, y las decisiones. Sin pretender ignorar la importancia del entorno, o de la racionalidad, en los comportamientos juveniles, vale la pena hacer énfasis en ese componente impulsivo y emotivo que los caracteriza.  En otro capítulo se discutieron en detalle los elementos positivos de este enfoque. En esta sección vale la pena plantear, de manera muy general, las consecuencias normativas que resultan de asignarle una naturaleza peculiar a los comportamientos juveniles.

4.3.4.2 – LAS INSTITUCIONES RELEVANTES PARA LA PREVENCION
A diferencia del entorno institucional de las sanciones –los organismos de seguridad, el sistema judicial y carcelario- en el que se ha centrado la atención de la economía del crimen y del derecho penal, en materia de prevención de violencia juegan un papel determinante otras instituciones. Conviene aclarar que el derecho penal se reconoce como el eslabón de última instancia de toda una cadena de instancias preventivas. En la economía del crimen, por el contrario, son prácticamente inexistentes los esfuerzos por ampliar el abanico de instituciones relevantes, que siguen girando alrededor de unas cuantas agencias cercanas al soberano.

Vale la pena hacer referencia a otras instituciones tanto o más relevantes en el campo de la violencia juvenil, como son la familia, el sistema educativo, las comunidades y las organizaciones criminales.

El papel primordial de la familia en la formación moral, implícita y subliminal, de los jóvenes sería suficiente para otorgarle una identidad propia en materia de prevención. Presenta además dos características fundamentales. Está por un lado la transmisión, ya explícita, del conjunto de normas sociales, e incluso legales, que facilitan la vida en sociedad. Por otro lado, el papel fundamental en lo que se ha denominado la supervisión de los jóvenes, que abarca tres dimensiones  difícilmente delegables a  otras instancias: (i) el monitoreo, o sea la capacidad de observar de manera continua el comportamiento de los jóvenes, (ii) el oportuno reconocimiento de las conductas inapropiadas y (iii) la capacidad de aplicar sanciones, o de acudir a quien debe aplicarlas [75]. La calidad de este control depende de su continuidad, de la buena comunicación y de los vínculos afectivos entre las partes.

Distintos trabajos sobre pandillas, delincuencia juvenil e incluso reclutamiento por parte de la guerrilla o los grupos paramilitares [76] muestran la importancia de la supervisión familiar en las decisiones sobre carreras criminales que, normalmente, no las toma el adulto perfectamente informado típico de la economía del crimen sino un adolescente impulsivo. Parece claro que cualquier esfuerzo preventivo debe tratar de canalizarse a través de la familia, y en particular de las madres. Por dos razones simples. Uno, por ser una instancia con la cual, a todas luces, es más viable la argumentación, la racionalización, la evaluación de los riesgos y las consecuencias de las conductas. Dos, porque la familia, y en particular la madre, no tiene un sustituto, ni siquiera cercano, en términos de capacidad de supervisión sobre las conductas de los jóvenes. Bastante revelador de esa inagotable capacidad de supervisión sobre los jóvenes por parte de la familia, y en particular de la madre, resulta un testimonio del llamado antropólogo pandillero de Nicaragua, Dennis Rodgers quien realizó el trabajo de campo para su tesis doctoral ingresando a una pandillas en un barrio de Managua. “Cuando llegaba la Policía, todos los pandilleros salían gritando a su encuentro, tirando piedras y corriendo por todos lados. Las madres de los muchachos también salían, gritando y corriendo, pero no en contra de la Policía, sino tratando de detener a sus hijos pandilleros para encerrarlos dentro de sus casas”   [77].

Así, en lugar de un contexto centralizado de toma de decisiones de relacionadas con la aplicación de las leyes penales, en el ámbito juvenil parece más obvio un esquema descentralizado, más eficaz y sin duda más eficiente, basado en las madres.

Fuera del tema de la supervisión de las actividades de los hijos, que parece razonable que permanezca bajo la total tutela de los padres, es conveniente destacar otro vinculo más oscuro de la familia con la violencia juvenil, y es el de los antecedentes de conflicto en el hogar, violencia doméstica y abuso sexual de menores. En este sentido la evidencia internacional también es abundante. El maltrato infantil es un asunto que empuja a los jóvenes hacia la calle, y a la pandilla [78].

Aunque a nivel de diagnóstico parecería haber acuerdo entre los analistas de distintos campos sobre las bondades de la educación de los jóvenes, en las prioridades implícitas en ciertas políticas públicas el sistema educativo como institución parece no tener tanta relevancia. En América Latina, sorprendentemente, en el área de prevención de la violencia, el sistema educativo no ha logrado siquiera adquirir una identidad propia en el diseño de los programas y ha quedado, por decirlo de alguna manera, sumergido en igualdad de condiciones entre otras instituciones gubernamentales, o entre la sociedad civil.

Un argumento no despreciable para darle mayor peso al sistema educativo en los programas de prevención tiene que ver con la facilidad con que se puede medir la que sería la principal variable objetivo de las políticas que lo involucran. En efecto, el abandono escolar –no el rendimiento, ni la calidad, sino simplemente la vinculación- constituye una de esas variables de política para la cual es muy simple fijar metas, verificar su cumplimiento y por esta vía evaluar los programas. En el área de la prevención de la violencia, en dónde con frecuencia se proponen objetivos tan vagos como “construir comunidad” o “fortalecer el tejido social” o “estimular la tolerancia” el tener disponible una variable objetivo de las políticas fácil de medir y para la cual es factible seguirle la evolución, o compararla con la de otros lugares, esta no es una característica despreciable para establecer prioridades de asignación de recursos siempre escasos.

Al hablar de la relevancia de un actor en el área de la prevención de la violencia no sería prudente limitarse a aquellas instituciones u organizaciones susceptibles de hacer aportes a la solución del problema. También resulta conveniente tener en cuenta las organizaciones con capacidad para obstaculizar o empantanar eventuales soluciones. En ese sentido, tal vez la falla más protuberante en el diagnóstico del crimen tanto del AED como el implícito en lo que se puede denominar derecho penal de menores es el hecho de no considerar de manera explícita las bandas juveniles, las pandillas, las maras, o la gran variedad de mafias y grupos armados como organizaciones, y no como una simple suma de jóvenes.

Distintos trabajos muestran la importancia de las organizaciones como maras o pandillas en los barrios como elemento de atracción de los jóvenes. O de la guerrilla en las comunidades rurales.

Es usual en los programas contra la violencia en América Latina, asignarle un papel central a las comunidades. A diferencia del sector educativo, cuya contribución a la prevención, a través de la deserción escolar y presumiblemente de la formación moral de los jóvenes, no sólo es relevante a nivel conceptual sino que, además, tienden a corroborarlo casi todos los datos disponibles, el eventual papel preventivo de las comunidades es bastante menos claro a nivel teórico. Y la evidencia sobre su importancia es más débil. Alguna de la abundante literatura, en su mayoría norteamericana, que destaca el papel de las comunidades en materia de prevención de la violencia señala las grandes dificultades que se han dado en ese país tanto para encontrar programas dirigidos a las comunidades que ataquen efectivamente las causas del problema como para evaluar sus resultados. Además, se anota la paradójica situación que la capacidad de las comunidades para gestionar los programas de prevención parece ser inversamente proporcional a la necesidad que tienen de tales programas [79]. Así, se reconoce que para las localidades con niveles de violencia críticos los programas de prevención deben verse precedidos de una labor de control y desmantelamiento, que no puede ser sino policial, de la violencia organizada [80].

4.4 – REFLEXIONES FINALES
Uno de los mayores desaciertos de la teoría económica del crimen, y en general del AED es el de suponer que, a lo largo de la historia, las leyes penales han sido formuladas sin una teoría, o explicación sobre el comportamiento, que las respalde. Las leyes nunca se formulan de manera aleatoria y el hecho que una explicación, o una teoría, o una visión del mundo, no esté formalmente especificada en lenguaje matemático no debe confundirse con que no existe. De hecho, cualquier ley, política o programa orientado a controlar una conducta ha tenido siempre, así sea de manera implícita, una teoría sobre los factores que determinan dicha conducta. Así, la primera labor de un analista que pretenda proponer cambios legislativos es la de hacer explícita esa teoría y, en la medida de lo posible, contrastarla con los datos disponibles.

El segundo gran prejuicio de la economía del crimen que no facilita el diálogo con el derecho, ni con otras disciplinas, es la pretensión de aplicar un mismo modelo de comportamiento, el de la elección racional, ajeno a los condicionantes sociales o culturales, a cualquier entorno, en cualquier época, a cualquier infracción o crimen, y a una variada gama tanto de individuos como de organizaciones. Paradójicamente, el modelo que se pretende universalizar no se ha interesado por analizar a fondo dos de las pocas características que parecen ser generalizables a cualquier sociedad y a cualquier época histórica: la edad (jóvenes) y el género (hombres) de los infractores.

El tema de las infracciones cometidas por los jóvenes y de la relevancia de la prevención no penal de las conductas no es un asunto marginal para la economía. Ni debe pensarse que el descuido de estos dos temas cruciales por parte de la disciplina sea un simple descuido. El abandono por parte de la economía del análisis de las decisiones adolescentes, o de los incentivos y normas necesarios para afectarlas se explica bien  cuando se piensa que está muy mezclado con uno de los supuestos más sensibles y vulnerables de la disciplina, y es el de la homogeneidad y estabilidad de las preferencias. El análisis económico del crimen padece, como gran falla para entender la dinámica del bajo mundo y las carreras delictivas, la creencia que el individuo, incluso cuando joven, se enfrenta a “una gama exhaustiva de deseos, que claman por su satisfacción simultánea” [81] y decide cometer un delito. La literatura reciente sobre delincuencia juvenil lo que sugiere que se da es una cadena de pequeñas decisiones infantiles y juveniles pasadas que van configurando, por ensayo y error, un sendero hacia las conductas adultas. Vale la pena señalar que esta visión del comportamiento progresiva,  evolutiva  y dependiente de la biografía del individuo ya había sido planteada hace más de dos décadas como alternativa más pertinente al modelo tradicional por un economista poco ortodoxo. “Las personas piensan que quieren una cosa y, después de alcanzarla, encuentran que no la quieren tanto como pensaban o no la quieren del todo y que otra cosa, de la cual no estaban conscientes es lo que realmente quieren. Nunca operamos en términos de una jerarquía exhaustiva de deseos … en cualquier momento de nuestra existencia real perseguimos ciertos fines, que luego son reemplazados por otros” [82].

Para complicar aún más las cosas en materia de estabilidad de preferencias, se agrega la capacidad, también ignorada por la economía, que tienen ciertas organizaciones que operan alrededor de los jóvenes, y de manera proporcional a su voracidad, para configurar, moldear o imponer ciertas preferencias. Es irrelevante, y poco apropiado como explicación, afirmar que una persona criada bajo una cultura o religión que prohíbe ciertos alimentos decidió no consumirlos. Esa decisión se pudo tomar hace varios siglos. De la misma manera, es inocuo sugerir que, por ejemplo, un guerrillero decidió participar en un secuestro, cuando lo que se requiere es descomponer ese comportamiento, como mínimo, en sus dos componentes: (1) la decisión de ingresar al grupo, que probablemente resultó de un impulso emotivo, o de un engaño, o de la coerción, o de una inocua cadena de eventos que se inició con un familiar que pertenece a la guerrilla y (2) la decisión, también pasada, del grupo guerrillero, de optar por el secuestro como una manera de financiar sus actividades.

Al supuesto de estabilidad de las preferencias en los individuos se agrega el de la homogeneidad, no sólo de las preferencias sino, implícitamente, de las instituciones. Son comunes en economía del crimen las recomendaciones de política que se hacen para el universo y que, por lo general, se sustentan en evidencia recogida en unos contextos muy peculiares. En particular, y dada la precariedad de la evidencia empírica con que se cuenta en América Latina, no son escasas las propuestas basadas en lo que se sabe al respecto en los países desarrollados, y en particular en los Estados Unidos. No sobra hacer énfasis en que este tipo de ejercicio de transferencia del conocimiento sobre el crimen debe hacerse con bastante cautela. Sin llegar al extremo de sugerir que los diagnósticos disponibles para otros ámbitos son irrelevantes, lo que si se puede afirmar es que nunca resultará redundante el esfuerzo por contrastar las teorías e hipótesis con la evidencia –estadística, testimonial, etnográfica …- local. El corolario de esta reflexión es que tanto para el diagnóstico del crimen, como para la formulación de la política criminal, como para su ejecución, debe buscarse el fortalecimiento de la capacidad de análisis local.


La criminología no ocupa aún un lugar destacado dentro de las alternativas profesionales o de estudio en los países de la región, y parece seguir confinada a ser una especialidad del derecho penal. Algo que va en contra de la vocación fundamentalmente empírica que debe tener como disciplina. Por otra parte, el fenómeno de la globalización y la universalización del paradigma del mercado, con el fortalecimiento de la disciplina económica y su intromisión en distintas áreas de las ciencias sociales, han tendido a desvalorizar la importancia de los esfuerzos de análisis locales. Si, como empieza a ser evidente aún en materia económica, los esfuerzos por estandarizar las teorías y generalizar las recomendaciones de política pueden ser costosos, en de la prevención del crimen podrían ser fatales, textualmente.



[1] Cooter y Ullen (1998)  página 549.
[2] Esta sección está basada en Langui (1993) y Tomás y Valiente (1992)
[3]  Esta es en esencia una de la leyes penales de Durkheim.
[4]  Cita de Muyart de Vouglans en Langui (1985) p. 72. Traducción propia
[5] In malediciis voluntas spectatur, non exitus D 48, 8,1,3. Citado por Langui (1985) p. 88
[6]  En L´esprit des lois (Libro VI, Capítulo IX) traducción de Tomás y Valiente (1981) p. 493
[7] Ver por ejemplo Garland (1993)
[8] Tomás y Valiente (1992) p. 85
[9] Tomás y Valiente (1992) p. 139
[10] Tomás y Valiente (1992) p. 181.
[11] Tomás y Valiente (1992) p. 182.
[12] Tomás y Valiente (1992) p. 111
[13] Tomás y Valiente (1992) p. 105
[14] Se sabe que el código español de 1822 fue sancionado en El Salvador en 1826 y que inspiró código Boliviano de 1830. Pero también en 1830 se promulgó el Código penal Brasileño, que sirvió como principal modelo al código español de 1848 que, reformado en 1850 y 1870, sirvió de inspiración a numerosos países latinoamericanos. Se apartaron de esta influencia Argentina y Paraguay que tomaron el modelo bávaro de 1813; Ecuador que siguió a Bélgica y Haití y República Dominicana que tomaron el modelo francés. Nicaragua sancionó el proyecto de Livinsgton par Louisiana en 1837. Posteriormente el código de Zanardelli tuvo influencia en Venezuela, el positivismo en Cuba y Colombia y el proyecto suizo en Perú y Argentina. Rivacoba y Zaffaroni (1980) pp 13 a 15.
[15] Rivacoba y Zaffaroni (1980) pp. 19 y 21.
[16] La sección está basada en López-Rey (1985), García-Pablos (1996, 1999) y Elbert (1996)
[17] Elbert (1996) página 142.
[18] García-Pablos (1996) página 41
[19] Esta sección está basada en Birkbeck y Martínez (1992)
[20] Ver Birkbeck y Jiménez (1992).
[21] Cita de Francisco Muñoz Conde en Rosa del Olmo “Reencuentro con América Latina y su Criminología”. Birkbeck y Jiménez (1992) p. 47.
[22] “La criminología comparada y las perspectivas para el desarrollo de una teoría latinoamericana” en Bikbeck y Jiménez (1992) pp 121 a 150.
[23] En esta sección se resume la tendencia dominante de la economía del crimen y es la relacionada con el comportamiento individual de los agentes. El problema de las organizaciones criminales se discute más adelante y en otros capítulos.
[24] Becker, Gary (1968). "Crime and Punishment: An Economic Approach",  Journal of Political Economy  76, no. 2: 169-217.
[25] Esta dimensión se discute en detalle en el capítulo sobre justicia penal.
[26] En el sentido de von Neumann-Morgensten.
[27] Beccaria, Cesar. De los delitos y las penas.
[28] Una discusión detallada de estas extensiones se encuentra en Eide (1997) o en Montero y Torres (1998)
[29] Brown y Reynolds (1973)
[30] Pag 525. Traducción propia.
[31] Para un resumen de las críticas a este supuesto ver Montero y Torres (1998), de donde está tomada esta última cita de Ehrlich.
[32] Pag 529.
[33] propuesta por Schmidt  y Witte (1984)
[34] El ejercicio de hacer explícitos en la función de utilidad los costos y los beneficios no pecuniarios fue realizado por Block y Heineke(1975)
[35] Eide (1997)
[36] Para una discusión general de este problema de la transición de la escala micro a la macro ver por ejemplo Coleman (1990)
[37] El problema de agregación entre distintos tipos de crimen no se presenta en el trabajo de Ehrlich (1973) pues considera de manera separada los curvas de oferta para las diferentes conductas delictivas analizadas. Esta, por lo general, parece ser la vía implícitamente adoptada por la mayor parte de los trabajos empíricos.
[38] Una presentación detallada y actualizada de estos y otros aspectos de la llamada teoría del “public law enforcement” se encuentra en Garoupa (1997) o Polinsky y Shavell (1998)
[39] Citado por Becker (1968)
[40] Beccaria. De los delitos y las penas. Pag 35
[41] Calabresi y Melaned (1972)
[42] Beccaria (1994) página 37.
[43] Con este tipo de metodología ver para Estados Unidos, Anderson (1999), para Francia Godefroy Thierry y Lafargue Bernard (1982) "Les couts de crime en France en 1978 et 1979" Service d´Etudes Penales et Criminologiques – CNRS. Para América Latina los trabajos sobre Magnitud y Costos de la Violencia coordinados por la Red de Centros de Investigación del BID en 1997 y resumidos en Londoño y Guerrero (1998).  Una síntesis para EEUU se encuentra en Glaeser, Levitt y Scheinkman (1998). “The Economic Effects of Crime: An Overview”. Mimeo. Río de Janeiro
[44]  Ver por ejemplo Cooter y Ulen
[45] Salvo las medidas preventivas no penales, como la educación, la inversión en capital social, o las inclinaciones morales que son precisamente las que destacan como determinantes los enfoques no racionales del crimen que la economía pretende reemplazar. 
[46] Ver Alfonso Reyes (1998). Derecho Penal. Bogotá: Temis

[47] Este recuento se encuentra en Becker (1996a) o en su discurso al recibir el premio Nobel en 1992.
[49] Para simplificar la discusión se dejan de lado por el momento conductas como las agresiones personales o sexuales. El problema de las drogas se podría considerar representado en ese eje dentro de la categoría de contrabando.
[50] Se puede incluso plantear la existencia de quiebres cualitativos, por ejemplo al pasar de evasión a corrupción, o de robo a atraco.
[51] Entendido en el sentido más general como una acción cuyo objetivo es la solución de un conflicto entre dos actores por una vía distinta al intercambio económico de recursos.
[52] Ferri, E, Polémica in defesa dellla Scuola Criminale Positiva, 1886. Citado por García-Pablos (1996) página 22.
[53] Kornhauser, L (2000) “El Nuevo Análisis Económico del Derecho: Las Normas Jurídicas como Incentivos” en Roemer (2000). Derecho y Economía: Una revisión de la Literatura. México: Itam, FCE
[54] Ver por ejemplo Wilson, James (1997). The Moral Sense. New York: Free Press Paperpbacks
[55] Para evidencia sobre Colombia y algunos datos disponible para América Latina ver Levitt y Rubio (2000) “Crime and crime prevention in Colombia” Working Papers Series Nº 20. Bogotá: Fedesarrollo.
[56] Ver al respecto cualquier texto contemporáneo de criminología o, por ejemplo, Masters Roger D and Michael T McGuire Eds (1994). The Neurotransmitter Revolution. Serotonin, Social Behavior, and the Law. Southern Illinois University Press
[57] Daly, Martin and Margo Wilson (1988). Homicide. Aldine de Gruyter. Para referencias en Colombia y América Latina ver Rubio (1999).
[58] Una discusión de las implicaciones legales de las teorías biológicas se encuentra en Jeffery, Ray (1994) “The Brain, the law, and the Medicalization of Crime” en Masters y McGuire (1994) op cit..
[60] Una revisión de trabajos recientes sobre delincuencia juvenil en América Latina se puede encontrar en Llorente y Rubio (2003)
[61] Schelling, T (1971) “What is the Business of Organized Crime” reproducido en Schelling (1984) Choice and Consequence. Cmabridge: Harvard University Pres.
[62] Somos los Reyes del Mundo - en Salazar (1994)
[63] “La Alianza dice que no calculó la irracionalidad de Milosevic”. El País Abril 6 de 1999, página 3.
[64]  Gambetta, (1993).
[65] Beccaria (1998) página 93. 
[66] Traducción propia de la versión en inglés de Durkheim, Emile (1972) Selected Writings. Editado e introducido por Anthony Giddens. Cambridge University Press. 
[67] Cooter y Ulen (1994) página 573.
[68] Polinsky y Shavell (1998). “The fairness of Sanctions: Some implications for Optimal Enforcement Policy”. Harvard Law School, Olin Center for Law, Economics and Business Working Paper no 247. SSRN ElectronicLibrary
[69] Beccaria (1998) página 75.
[70] Beccaria (1998) página 73.
[71] Ver Laingui (1993)
[72] Posner (1992) página 227.
[73] Beccaria (1998) página 62.
[74] Blatier y Robin (2001)
[75] GottfredsonM y Hirschi (1990). A general theory of Crime. Stanford: Stanford University Press. Citados por Mucchielli (2001)
[76] Ver por ejemplo Llorente et al. (2004) o Rubio (2003, 2003a, 2003b)
[77]  Rodgers (1997)
[78] Ver referencias en Llorente y Rubio (2004)
[79] Sherman et al  (1996) página 3-2
[80] Ver al respecto la base de datos de los programas “weed and seed” en Norteamérica. http://www.weedandseeddatacenter.org/
[81] Hirschman (2002) p. 20. Traducción propia.
[82] Hirschman (2002) p. 21. Traducción propia