Implicaciones para los programas de prevención


El ancestral dilema: prevenir o sancionar
El tema de la prevención del delito, y el debate en torno a sus ventajas relativas sobre las sanciones es confuso, y está cargado de ideología. Con frecuencia se consideran la prevención y la sanción como dos conceptos mutuamente excluyentes. En criminología, aunque existen diferentes escuelas que le asignan un distinto rol a las sanciones, esta dicotomía no es tan clara. Sherman et al (1996) proponen tomar el concepto de prevención como un resultado, al que se puede llegar mediante el uso de distintos medios o instrumentos, uno de los cuales serían las sanciones. Proponen como definición de prevención “cualquier política que implique que, en el futuro, ocurrirá un número inferior de crímenes al que hubiese ocurrido en ausencia de esa política” [1]. Así, ciertas sanciones pueden tener un efecto preventivo mientras que otras pueden no tenerlo o, por el contrario, ofrecer un estímulo para nuevos crímenes. Algo similar puede decirse de otras intervenciones.

Independientemente del punto de partida que se adopte es necesario reconocer que los jóvenes requieren una aproximación analítica peculiar. Desde siglos antes del establecimiento de la criminología, o de la sociología, o de la economía, como disciplinas se ha considerado que los jóvenes deben recibir un tratamiento especial. Ya en la época de los romanos, por ejemplo, el derecho reconocía la existencia de ciertas peculiaridades en la población joven que, a la hora de cometer infracciones, hacían necesario diferenciarlos de los adultos [2]. En particular, ha sido siempre tema de discusión la capacidad de los menores para prever o valorar las consecuencias de sus conductas. La falta de discernimiento es un argumento en contra de la eficacia de la disuasión para los jóvenes. La capacidad de calcular beneficios y costos de las acciones parece desarrollarse precisamente durante la adolescencia. En alguna medida, la adolescencia reflejaría el tránsito del ente puramente sociológico –aquel que hace lo que le dicta el entorno- al individuo racional que evalúa las alternativas de acción y actúa en consecuencia. La limitación más notoria, y progresivamente reconocida, de estos dos grandes paradigmas del comportamiento humano es el flagrante desconocimiento de la dimensión impulsiva e instintiva de las conductas, algo que no parece prudente ignorar cuando se trata de analizar la adolescencia, uno de los ciclos vitales más cargado de alteraciones físicas y hormonales que afectan de manera significativa las percepciones, las emociones, y las conductas. Sin pretender ignorar la importancia del entorno, o de la racionalidad, en las conductas de los jóvenes, vale la pena hacer énfasis en ese componente impulsivo, emotivo, que caracteriza el comportamiento juvenil.

De cualquier manera, son varias las razones por las cuales, en buen número de circunstancias es más convincente como explicación del comportamiento, sobre todo de los no trasgresores, la noción de normas de conducta internalizadas –o de reacciones emotivas, viscerales, y automáticas- que la alternativa de la evaluación exhaustiva de las consecuencias para un cálculo de beneficios y costos previo a la acción. En términos escuetos, más adecuada que la tradicional caricatura del individuo racional que, dependiendo de las circunstancias, decide si cumple o no la ley, parece aquella de dos grupos de individuos: el primero constituido por individuos que respetan las normas de convivencia, que le temen a la ley, y ni siquiera se detienen a hacer cálculos sobre los costos y beneficios de incumplirlas y el segundo, integrado por aquellos que ya infringieron una o varias normas, que le perdieron respeto a la ley, que la incumplen, y para los cuales sí podría se adecuado suponer cálculos racionales previos a la acción. Parece conveniente suponer que estos dos grupos se dan para distintos tipos de conductas y que la importancia relativa de cada grupo en el total de la población varía de acuerdo con la gravedad de la conducta.

Ante la observación, que en la mayoría de sociedades, incluso aquellas con muy altos niveles de violencia, es mucho mayor el porcentaje de individuos que cumplen las normas que el de aquellos que las infringen, y que ese porcentaje es directamente proporcional a la gravedad de la conducta que la norma pretende controlar vale la pena preguntarse por qué ocurre eso. Cuando se trata de responder a esta pregunta -por qué, por ejemplo, la casi totalidad de los individuos de una población no mata a otras personas- una explicación basada en el conocimiento del código penal por parte del individuo, o en la aún más precaria información sobre la efectividad del sistema judicial como un insumo para el cálculo de las consecuencias de la acción, no resiste un análisis serio. No es razonable suponer que el individuo está sujeto a incentivos, o que recibe estímulos, sobre los cuales se sabe que no tiene información.

En ese sentido, se puede plantear –y esto es algo que se puede contrastar con la evidencia- que el código penal no hace parte de los elementos que entran en la educación corriente de los jóvenes, como si lo hacen principios más generales como no hacer daño a otros, o preceptos religiosos, o la idea de que las normas se cumplen y que no matar es una de esas normas. Aún más inadecuado es el supuesto que los jóvenes, antes de ser infractores, tienen una idea clara sobre la probabilidad de ser capturados, que es una magnitud sobre la cual en la mayoría de sociedades nadie tiene conocimiento, tratándose en últimas de un parámetro que en la práctica no existe para quienes no infringen la ley. Aún para los infractores se puede pensar que, a nivel individual, es una variable dicótoma: o está razonablemente seguro de que para determinada acción no será capturado y procede o le asigna un valor alto a esa probabilidad y pospone la acción para otra oportunidad. La analogía con el sistema de precios, tal como proponen los economistas, es desafortunada en este caso, puesto que no existe un conocimiento socialmente compartido sobre la magnitud del parámetro. 

Es más razonable pensar que es por otras vías –moral, religiosa, cívica- que se inculca en la mayoría de los jóvenes la noción de que hay ciertas cosas que no se deben hacer. El conjunto de refuerzos susceptibles de ser utilizados a lo largo de la educación para hacer respetar las normas es amplio, puede incluso incluir argumentos racionales, pero es muy posible que esté basado tanto en el ejemplo como en un larga dosificación de pequeños premios y castigos que, en últimas, se pueden reducir a una manipulación del temor al castigo, por parte de la familia, del sistema escolar y del grupo social. Estos son precisamente los elementos que parecen cruciales en cómo se van configurando el sistema de preferencias del individuo y lo que se podría llamar el miedo condicionado.

Un punto decisivo de los hallazgos recientes sobre los efectos del miedo en el funcionamiento del cerebro es que debe haber una experiencia emocional previa para que quede registrado efectivamente un recuerdo. La memoria cognitiva es frágil mientras que, por el contrario, la emotiva puede ser indeleble. En otros términos, varios años de argumentos sobre las ventajas de no adoptar una conducta pueden ser menos eficaces que el recuerdo de una sola sensación desagradable como respuesta a esa conducta. “No se puede tener el sentimiento emocional consciente de estar asustado sin que haya aspectos de la experiencia emocional que estén representados en la memoria ... No se puede tener un sentimiento completo de miedo sin que se active la amígdala ... Los mecanismos cognitivos, como las secuencias del tipo “como-si” (as-if), pueden compensar en alguna medida, pero no pueden hacerlo del todo” [3]. Así, parecería más determinante, en la configuración de la actitud de los individuos ante las normas, y la ley, una serie de recuerdos emocionales negativos asociados con las conductas indeseables, que el conocimiento cognitivo detallado sobre  las consecuencias de incumplirla. En este sentido, lo que se puede denominar la biología del miedo puede ayudar a terciar en el debate acerca de la importancia de la educación en la prevención del crimen. La conclusión tendría dos elementos (1) sí es importante la educación y (2) no bastan los argumentos racionales y cognitivos, debe haber una educación emocional que involucre el miedo condicionado.

Un segundo punto tiene que ver con el reconocimiento que cualquier incidente violento, aún desde el punto de  vista del infractor, es una situación cargada de emociones, sobre todo cuando se trata del que se comete por primera vez. Es claro que el primer incidente grave que se comete, el inicio de un sendero, es el de mayor interés analítico: es lo que puede definir el ingreso definitivo al grupo de los infractores. Y es el paso que resultaría importante prevenir, o evitar a toda costa que se repita. Independientemente de la motivación del individuo para cometer su primer crimen serio, o para ingresar en una pandilla organizada, es más que razonable suponer que se trata de una acción con un enorme componente emotivo. La observación que los criminales reincidentes, y en particular los homicidas, recuerdan con particular claridad y precisión el primer crimen que cometieron, sugiere que este quedó bien registrado en la memoria -por ejemplo por efecto de la adrenalina liberada- y que por lo tanto se puede pensar que se trataba de una situación con una fuerte carga emocional. Distintos testimonios de ex-guerrilleros colombianos también sugieren que la decisión crítica de unirse a la guerrilla, que es un momento que también se recuerda con gran precisión, se tomó a raíz de un evento, como una manifestación política, con un fuerte componente de refuerzo emocional.

Es difícil de aceptar la idea de que el primer homicidio, o el paso crucial de unirse a una mara, es el resultado de una evaluación beneficio-costo hecha con cabeza fría por el sistema cognitivo. O, para irse al otro extremo de las ciencias sociales, que se trata de una especie de destino ineludible dictado por los antecedentes sociales o familiares del individuo. Existen razones para pensar que se trata de una decisión con un alto contenido emotivo. Lo que sugiere la biología de las emociones es que en tales circunstancias se limita el control de lo cognitivo sobre la acción. Así, aún suponiendo que el individuo conoce plenamente las sanciones asociadas con la conducta, o la probabilidad de ser arrestado, supuestos que como se argumentó resultan precarios, se puede suponer que la importancia de tales consideraciones cognitivas como determinantes de la conducta se ve disminuida por el control que cabe esperar asume el sistema automático del miedo sobre la acción. Si se tiene en cuenta que la memoria cognitiva es bastante más frágil que la emotiva se puede plantear que los eventuales mecanismos para disuadir ese tipo de conducta, cuando funcionan, es porque han sido registrados de alguna manera en la memoria emocional. Un corolario de esta observación sería que la idea de la disuasión marginal puede tener mayor efecto en aquellas conductas en las cuales es concebible un lapso de tiempo, y unas circunstancias no emotivas, suficientes para alterar la acción, como en el caso de secuestro y homicidio. Por el contrario, el supuesto que en el momento de un atraco el infractor, probablemente bajo control del piloto automático de la supervivencia, alcanza a recordar que el homicidio tiene una pena más alta que la conducta en la que ya está embarcado, es bastante más precario.

Puesto que con este trabajo se identificaron algunos factores explicativos de la violencia juvenil susceptibles de generalización a distintos lugares o países pero que, como quedó claro en las estimaciones hechas con los datos de cada país, un análisis más detallado revela siempre peculiaridades locales que deben tenerse en cuenta para el diagnóstico, las oles. eralizado y con efectos s para e nte en la influencia s, cuentar para nculados y sus controles. eralizado y con efectos s recomendaciones que se presentan a continuación tienen la característica básica de generalidad, y por esa misma razón resultan insuficientes para abordar el diseño de programas contra la violencia en localidades específicas. A pesar de la observación anterior, luego de dos recomendaciones más o menos precisas relacionadas con la calidad del diagnóstico,  y de unas sugerencias globales para la orientación general de los programas de prevención de la violencia juvenil, se presentan la justificación, la filosofía y los lineamientos básicos de un programa concreto, la Prevención Escolar Temprana (PET) de problemas juveniles que, con las indispensables adaptaciones a los contextos locales, se puede tomar como esquema de un proyecto piloto para ser aplicado en los lugares en los que se emprendan programas de prevención.

Despolitizar el diagnóstico
Es innegable que, como señala el novelista mexicano Rafael Ramírez Heredia, los sociólogos, los antropólogos, los economistas y en general todos los analistas interesados en la violencia juvenil en Centroamérica tenemos nuestra mirada perdida. En últimas, sí somos como las gitanas, que al bailar tratan de esconder lo que no les conviene que  se vea. Pero en esto de la mezcla de análisis con agenda política hay grados. El rigor del análisis, el contraste con los datos no constituyen una vacuna contra la manipulación ideológica. El sólo hecho de elegir cuales son los datos que se muestran y cuales los que se dejan de lado ya determina lo que se dice en materia de recomendaciones. Pero aquí también hay grados.

El meollo del debate político en torno a lo que deben hacer las sociedades frente a la violencia juvenil tiene que ver con el papel de la respuesta policiva y judicial. El hecho que la recomendación específica que se hará al final de este trabajo esté más del lado de la prevención no policial que de la represión ofrece un margen para abogar por la necesidad de complementar la una con la otra.

La razón básica para que tanto el análisis de los datos como las implicaciones se hayan centrado en las medidas preventivas es simple. Este trabajo surgió de una serie de diagnósticos realizados para el BID, entidad que, por restricciones estatutarias, debe guardar una prudente distancia ante la parte, oscura y compleja, de la represión. Una conclusión de este esfuerzo, la de tratar de mantenerse al margen de las situaciones de violencia explosiva para concentrarse en las zonas de riesgo en dónde aún es viable la prevención, es una recomendación para el BID, no para un Estado cualquiera en Centroamérica que no puede dejar de lado el tema de la represión y la justicia penal de menores.

Es alrededor de la represión que lo que se puede denominar la visión progresista o de izquierda padece una mayor mirada perdida y lleva a planteamientos inconsistentes. Por ejemplo, el tradicional guión de la continuidad de las violencias, desde la conquista de los españoles, a las dictaduras impuestas por el Tío Sam, pasando por las masacres campesinas y el genocidio indígena para llegar a la Mara Salvatrucha, que representaría una emancipación a esa cadena de opresión es algo que se ofrece para deslegitimar cualquier forma de represión pero que no alcanza a pasar el escrutinio de los datos ni de los testimonios.

Deslegitimar de manera sistemática -aportando como único argumento de soporte un marco conceptual e ideológico heredado de la guerra fría- la respuesta judicial que el Estado debe dar ante los crímenes graves, como de manera rutinaria y automática se hace en cualquier democracia desarrollada, contribuye poco a la solución de la violencia juvenil. La razón es simple. Ante un homicida, o un grupo de violadores, por jóvenes que puedan ser, si el Estado y las instituciones judiciales no dan una respuesta adecuada, léase acorde con la ley, es probable que la familia, la gente cercana a las víctimas o quienes se sientan vulnerables de serlo en el futuro, tomen algún tipo de medida privada, más represiva y sanguinaria que la contemplada en cualquier código penal contemporáneo.

De nuevo, la mirada literaria puede ser más útil para comprender este riesgo que el enfoque académico, poco sensible a un asunto tan ubicuo y ancestral como la venganza. “Añorve sabe que de aquí sólo podrá huir si su niña se lo lleva de la mano. Entre ola y ola, entre cuerda y cuerda, entre paso y paso, busca los ojos del que sabe le arrebató la voz de ella … Decidió vivir lejos de su antigua casa para no pisar de nuevo el suelo donde vio el cuerpo de su hija tumbado y los ojos buscando el recoveco que los alejara del miedo. La paz no llega ni siquiera en las horas en que regresa y se esconde en su casa lejos del pueblo … En su casa de carrizos las voces que lo desvelan le mantienen el odio. Pero no puede quedarse ahí sin salir porque en la orilla del río se suceden los palpitares que le exigen vengar la risa de la niña y su presencia. Pero no quiere que ese odio se le escape del alma. El temor y el odio que sintió al ver el cuerpo de Anamar y descubrió el terror de la niña antes de salir del mundo … No quiere ver dónde descargan las armas, ni la droga. No desea imaginarse, porque los siente parte de su tragedia, ni quiere suponer dónde se pudre el muerterío de ilusos que vienen del sur, después de ser hallados en las orillas de los canales de riego o en las apreturas de los árboles. Lo que a él le interesa son los vivos, aunque estén cojos porque perdieron la pierna bajo las ruedas del tren. Los mancos que vieron desaparecer su brazo en la tarascada del ferrocarril. Los que han sido castrados en la selva. Esos son a quienes puede unir a su causa … Él quiere estar cerca de esos cientos que viven y tienen algo que cobrarle a la Mara. Esos son los que le interesan. Los que podrán unirse a él … Busca con los ojos los ojos de ese otro al que le ha soñado el rostro que es igual al de los otros, los que odia y deben pagar por sus crímenes. La historia que existe bajo una de las lágrimas muertas de ese mismo semblante que él, con los ojos abiertos, mira en cada detalle … Sabe que, a la larga, cada uno de esos que ahora él no previene serán parte suya, y que no los previene porque es inútil hasta que los migrantes aprendan el dolor en su propia carne, y que Añorve posea la fuerza necesaria para destruir todo aquello que se parezca al espíritu maligno que se llevó a su niña” [4].

A nadie que haya sufrido de cerca la violencia de los mareros, como Añorve, se le pueden ofrecer por respuesta argumentos académicos como que se trataba de jóvenes marginados buscando construir su identidad. La adecuada respuesta judicial ante la violencia extrema es, paradójicamente, la única manera de defender a los victimarios, como Jovany y los demás mareros, de retaliaciones privadas, siempre más sanguinarias y sin control que las oficiales.

Una cosa es decir, como ya se acepta universalmente, que la respuesta judicial debe seguir procedimientos precisos y estrictos que respeten los derechos humanos de los agresores. Otra bien distinta es asegurar, deslegitimando esa respuesta, que la represión no sirve sino que hace parte del problema. Y otra aún más grave es hacer caso omiso de los afectados por la violencia de las pandillas quienes, como Añorve, pueden a partir de un doloroso suceso dedicar todas sus energías a la búsqueda de la venganza.

En materia de diagnóstico el síntoma más lamentable de esta aversión visceral de algunos analistas ante la justicia oficial es la manipulación de la evidencia sobre algunos hechos violentos para presentarlos de tal manera que aparezcan, en forma independiente de las circunstancias, como una conspiración de las autoridades contra las clases oprimidas.

Por ejemplo, el misterio en torno a la autoría de los incidentes de feminicidio se ofrece con frecuencia como indicio para involucrar a las autoridades. Son comunes, para sustentar tal tipo de sospechas, las analogías con los abusos cometidos por los militares guatemaltecos en medio del conflicto armado de los años ochenta. A pesar de que se señalan drásticas diferencias en cuanto a las características de las víctimas y de las circunstancias de los atentados, se repite la alusión a la continuidad de la violencia contra las mujeres. “La gran mayoría de las mujeres que fueron víctimas de violaciones a los derechos humanos durante las campañas de contra insurgencia lideradas por el ejército guatemalteco a principios de los años ochenta eran miembros de grupos indígenas Mayas que vivían en las áreas rurales, mientras que la mayor parte de las víctimas actuales son mujeres de tipo ladino que viven en centros urbanos. Sin embargo, la brutalidad de los asesinatos y las señas de violencia sexual en sus cuerpos mutilados muestran muchas de las huellas distintivas de las terribles atrocidades cometidas durante el conflicto que quedaron impunes y revelan que formas extremas de violencia sexual y discriminación prevalecen aún en la sociedad guatemalteca” [5].

En ciertos incidentes recientes, también con un componente de agresión sexual, se habrían visto involucrados miembros de la Policía Nacional Civil (PNC) de Guatemala. “La pronta captura del agente de la Policía Bartolomé Tení Cuc, sindicado del secuestro de dos estudiantes y muerte de una de ellas (Elizabeth Calel Gómez), fue exigida por aproximadamente cuatro mil alumnos de establecimientos de nivel medio quichelenses que recorrieron las principales calles de Santa Cruz del Quiché” [6]. La diferencia de este incidente con los que involucran a las maras es que se trató de un intento de violación individual y que, como es común en tales circunstancias, el agresor era conocido de las víctimas. Las había recogido a la salida del colegio ofreciéndoles acercarlas a su casa, para llevarlas a un lugar aislado donde las obligó a desvestirse. Una de ellas pudo escapar pero Elizabeth fue golpeada y asesinada. En otros dos casos en los que se vieron envueltos agentes de la PNC, las víctimas eran ex parejas.

Tampoco parecen convincentes los señalamientos que se hacen sobre los esfuerzos de conspiración de las autoridades y de los medios de comunicación por atribuir tales incidentes a las pandillas juveniles. “Es muy peculiar el intento de las fuerzas de seguridad y de los medios de comunicación del área de achacar a las maras todos los actos delictivos, incluida la totalidad de los asesinatos de mujeres, sin realizar las debidas investigaciones” [7].

El tratamiento que se le ha dado al feminicidio ilustra las limitaciones y los riegos de un diagnóstico politizado, ideológico y poco sensible a la evidencia. Es claro que cuando se trata de encajar uno de los incidentes que universalmente se pueden asociar a la actuación de bandas y pandillas juveniles, las violaciones colectivas, en un guión poco sexual y en exceso político, no es mucho lo que se puede avanzar en comprender la dinámica de la violencia juvenil, ni mucho menos en prevenirla.

Varios testimonios señalan que durante el conflicto armado guatemalteco, mujeres indígenas fueron objeto de violación y tortura, antes de ser asesinadas, con algo similar a un procedimiento de rutina. “El oficial tiene sus grupitos de asesinos y les dice cómo tienen que matar. Hoy van a degollar o guindar con alambres, hoy violan a todas las mujeres... las violaban, las ponían a cuatro patas, luego les disparaban … También mandaban a hacer percha con las mujeres... por una sola pasan 20 o 30 soldados. Si caía bien la mujer, la dejaban ir, a otras las mataba el último que pasaba con ella...” [8].

La supuesta continuidad entre este tipo de agresiones, por soldados contra mujeres indígenas en medio de un conflicto armado, y los feminicidios actuales, urbanos, en parte cometidos por mareros contra mujeres con escasa vinculación política es poco convincente. Uno de los eventuales vínculos entre las dos situaciones, la impunidad de los agresores, no es suficiente para sostener una visión conspirativa contra las clases populares que poco contribuye a buscarle una solución judicial a tales incidentes puesto que, de partida, elimina la noción de responsabilidad de actores tan violentos. “Se considera la posibilidad de que tanto el crimen organizado como el narcotráfico estén utilizando estos crímenes como cortina de humo, con el objetivo de desviar la atención. Algunos opinan que el crimen organizado se sirve de las maras. Otra posibilidad es que las maras estén siendo instrumentalizadas para mantener un clima de terror en zonas empobrecidas y distraer la atención sobre el agravamiento de la situación económica y social” [9].

La hipótesis según la cual las violaciones y asesinatos de mujeres son orquestadas por el crimen organizado tampoco admite un análisis detenido. No se entiende en primer lugar cómo incidentes que casi siempre ocupan titulares de primera plana en los medios de comunicación podrían ser utilizados “para desviar la atención”. Por otro lado, la evidencia internacional sugiere que lo que buscan las mafias con un nivel mínimo de organización es, precisamente, controlar en sus territorios los brotes de desorden, sobre todo sexuales, uno de los terrenos más susceptibles de generar reacciones de protesta de las comunidades. La afirmación ligera que se trata de una conspiración oficial es aún más endeble. Lo que sugieren los casos reportados que involucran a personas de los organismos de seguridad es que se trata de violaciones individuales, basadas en el conocimiento entre el agresor y las víctimas, y no de incidentes de naturaleza grupal o colectiva.

El otro argumento que se ofrece a favor de la continuidad de la violencia desde la época del conflicto contra insurgente hasta la mara Salvatrucha es el ánimo ejemplarizante, la voluntad de aterrorizar. Tal es el planteamiento del documento “Feminicidio en Guatemala” preparado por legisladores de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), en dónde se destaca  la crueldad con que estos asesinatos son perpetrados, "diferenciándose los patrones de ejecución por la saña y la vejación sexual que se aplica cuando las víctimas son de sexo femenino". En estos crímenes, de acuerdo con el mismo documento, se destacan la planificación, la capacidad operativa y dominio territorial de sus autores, no sólo para eliminar a la víctima sino también para dejar mensajes intimidatorios de repercusión social por el interés en mostrar el crimen y la crueldad con que es ejecutado. Por estas razones los autores consideran que tales incidentes tienen “una connotación política que los diferencia de los crímenes comunes … (tienen) similitud con las formas de violencia física y sexual que se aplicó en las operaciones contrainsurgentes contra mujeres" [10].

“Para entender la situación hay que remontarse a los años 50, cuando amplias zonas de Guatemala estaban en manos de la United Fruit Company. En 1954, el gobierno de izquierdas elegido democráticamente expropió terrenos de la multinacional en el marco de la reforma agraria, y la CIA, cuyo director estaba ligado a la compañía, orquestó un golpe militar. Se paralizó la redistribución de tierras, surgieron grupos guerrilleros y comenzó la campaña antiinsurgencia patrocinada por EE.UU. El ciclo de represión, recrudecido en los 80, durante la era Reagan, fue el más violento y desconocido de América Latina. Con la Guerra fría de fondo, los sucesivos gobiernos de Washington inyectaron ayuda militar a Guatemala y a grupos de ultraderecha para proteger sus intereses en la región. Se asolaron grandes extensiones de cultivos, masacrando a la población, indios mayas en su mayoría. Los habitantes de las zonas beligerantes eran llevados en manada a las iglesias y quemados vivos; se encerraba a familias enteras dentro de un pozo. Los oponentes políticos eran eliminados y las mujeres, violadas; mutiladas y asesinadas. A las embarazadas las abrían el útero y colgaban los fetos de un árbol” [11] .

Dando un paso adicional en las acusaciones sobre la responsabilidad de los organismos de seguridad en los incidentes de feminicidio y en la sugerencia de una total continuidad entre la violencia eventualmente atribuible a las maras y la del conflicto armado de los años ochenta, un cartel de una ONG muestra una caricatura con varias mujeres asesinadas, entre ellas una indígena, una de las cuales recibe un disparo de fusil a manos de un militar. Para complicar aún más el confuso panorama, el cartel se titula “las mujeres estamos hartas de los mano dura”.

Tomado de BBCMundo.com

Son muchos los argumentos –filosóficos, legales, sociológicos, psicológicos- que se pueden ofrecer en contra de las políticas de mano dura sin necesidad de recurrir a este tipo manipulaciones de la evidencia que en nada contribuyen a controlar la incidencia de estos casos.

Tampoco ayudan a la prevención los repetidos esfuerzos por hacer comprender, incluso excusar, los desmanes de los mareros. “Es importante remarcar que estos adolescentes y jóvenes, comprendidos  entre 14 y 25 años, pertenecen a la generación que vivió la última etapa de la guerra y la  etapa posterior a ella y son víctimas de las secuelas de violencia que el propio conflicto  armado dejó en Guatemala” [12].

O que, sin ofrecer mayor evidencia, se les escude detrás de supuestas manipulaciones. “Un argumento muy recurrente ha sido que detrás de los asesinatos de mujeres se encuentran las maras. Como CALDH creemos que si bien es cierto, detrás de las maras  podemos encontrar a grupos clandestinos, a quienes les interesa utilizar a adolescentes y  jóvenes involucrados en los mismos para que se les tome como actores materiales en el momento de algún tipo de captura, es importante hacer hincapié que no todos los adolescentes y jóvenes involucrados en pandillas han participado o participan en este  tipo de hechos y que en este sentido existe una tendencia a criminalizar a los jóvenes y a la pobreza” [13].

En términos de entorno, agresores y víctimas es clara la discontinuidad entre la violencia sexual del conflicto armado y la que puede ser atribuible a los mareros, que como se vio, tiene una lógica diferente a la que se da en las situaciones de guerra contra un enemigo externo. La supuesta persistencia de la violencia es un elemento que, no sólo enturbia el diagnóstico, sino que impide que se logre su control. “En primer lugar cabe destacar que esta barbarie está influida por el largo conflicto armado interno, que duró 36 años. Un conflicto durante el cual las violaciones y la violencia sexual eran parte de la estrategia de contrainsurgencia, sin que nadie haya respondido por ello. Además, la sociedad de Guatemala siempre se ha caracterizado por ser una sociedad patriarcal y machista, donde se criminaliza a la mujer y no se le reconocen derechos. Las mujeres además de asumir el sustento de la familia, trabajan fuera del hogar y se enfrentan solas a la proliferación de bandas de delincuencia organizada que actúan en zonas urbanas” [14].

A pesar de que la mayor parte de los asesinatos de mujeres mexicanas han ocurrido en Ciudad Juárez, un reconocido foco de pandillas juveniles, algunas de ellas muy violentas, con eventuales conexiones con la mara salvatrucha, en el extenso informe de amnistía internacional –cerca de un centenar de páginas- no se menciona ni una sola vez el término pandilla, ni el de mara. Tan sólo se emplea dos veces el vocablo banda para referirse a “Los Rebeldes” una grupo juvenil cuyos miembros fueron detenidos y una supuesta banda de choferes de autobús, que también fueron detenidos por la Fiscalía. En las descripciones de los incidentes, para referirse a los victimarios, se habla más de hombres que de jóvenes y, de manera explícita, se hace énfasis en el componente de género, entendido como la sumisión de la mujer débil por el macho patriarcal como principal característica de los incidentes, que de acuerdo con este informe parecerían no tener una dimensión sexual pertinente. “Todo parece indicar que estas jóvenes son seleccionada por sus victimarios por ser mujeres sin ningún poder en la sociedad” [15]. En forma consistente con esta orientación del diagnóstico, en el sentido que el victimario es un representante adulto del género masculino, una de las recomendaciones a las autoridades va orientada a proteger, en general, a las adolescentes.

Impulsar la criminología local [16]
Son comunes en el área de la violencia juvenil las recomendaciones de política que se hacen para una sociedad, o localidad, y que se basan en la evidencia recogida en otros contextos. En particular, y dada la precariedad de la evidencia empírica con que se cuenta en América Latina, no son escasas las propuestas para programas de prevención de la violencia basadas en lo que se sabe al respecto en los países desarrollados, y en particular en los Estados Unidos. Parece claro que este tipo de ejercicio de transferencia del conocimiento sobre la violencia debe hacerse con precaución. Sin llegar al extremo de sugerir que los diagnósticos disponibles para otros ámbitos son irrelevantes, lo que si se puede afirmar es que nunca resultará redundante el esfuerzo por contrastar las teorías e hipótesis en las que se inspiran los programas de prevención con la evidencia –estadística, testimonial, etnográfica .…- local. El corolario de esta reflexión es que tanto para el diagnóstico de la violencia, como para la formulación de los programas, como para su ejecución, debe buscarse el fortalecimiento de la capacidad de análisis local.

La criminología no ocupa aún un lugar destacado dentro de las alternativas profesionales o de estudio en los países de la región, y parece seguir confinada a ser una especialidad marginal del derecho penal. Algo que va en contra de la vocación fundamentalmente empírica que debe tener como disciplina. Por otra parte, el fenómeno de la globalización y la universalización del paradigma del mercado, con el fortalecimiento de la disciplina económica y su intromisión en distintas áreas de las ciencias sociales, han tendido a desvalorizar la importancia de los esfuerzos de análisis locales. Si, como empieza a ser evidente aún en materia económica, los esfuerzos por estandarizar las teorías y generalizar las recomendaciones de política pueden ser costosos, en el área de la seguridad, y de la prevención de la violencia podrían ser fatales, textualmente. A pesar de ciertas similitudes, de ciertos rasgos básicos comunes que se quisieron identificar en este trabajo, no son aún muchas las teorías, o incluso las hipótesis susceptibles de universalización. Consecuentemente, no parecen razonables los esfuerzos preventivos que no estén precedidos de un detallado y exhaustivo análisis de la situación local. No parece arriesgado proponer que cada país, cada región, cada municipio, en muchos casos incluso cada barrio, requiere de su propio diagnóstico de seguridad, del impacto de las pandillas sobre la delincuencia, de los mecanismos de reclutamiento, y de los eventuales vínculos con otras maras, pandillas u organizaciones criminales.

El diseño, la ejecución y la evaluación de los programas de prevención de la violencia requieren de personas con una formación mínima en temas de seguridad y criminología. Cualquier política o programa lleva normalmente implícitos toda una serie de supuestos e hipótesis, generalmente propuestos y contrastados en otras latitudes, que  resulta indispensable someter al escrutinio de la evidencia local. Se requiere, en otros términos, capacidad para aplicar técnicas o procedimientos, esos sí aceptados universalmente, a los datos locales.

En materia de diagnóstico, y dado el impulso que han tomado las historias sobre las redes internacionales de las maras y la noción de una verdadera amenaza a la seguridad interna de la región como justificación de algunas iniciativas de mano dura, resulta indispensable buscar la sistematización de todos los testimonios sobre migraciones de los mareros, dirección y organización de las maras desde el extranjero, reclutamiento y contratación de servicios con las pandillas locales. En síntesis, se requiere una verdadera historia de la mara. Parece necesario contrastar de manera sistemática ciertas hipótesis, como por ejemplo aquella según el cual la mara se dirige desde las cárceles, incluso las estadounidenses.  

“Generalmente, los jóvenes miembros de maras que son recluidos en los centros penales ocupan un nivel alto en la jerarquía del grupo o mara de donde provienen. Por eso encontramos recluidos a muchos jefes o big palabra o miembros de gran actividad y temeridad… Quizá por la cualificación de los miembros de las maras que están en las cárceles, éstos desde allí se encargan de transmitir a todos los grupos del El Progreso y otras ciudades los mensajes y decisiones importantes que ellos toman y que pretenden implementar . En algunas ocasiones, como en el caso de la mara 18, son órdenes que vienen directamente de su filial en Estados Unidos” [17].

A nivel local resulta apenas evidente que los ejercicios cuantitativos como los que se realizaron en este trabajo se deben enriquecer con historias y etnografías locales para comprender e interpretar mejor los resultados que arrojan los datos de encuestas.

Avanzar en la medición
Uno de los objetivos razonables para los programas de prevención de la violencia juvenil sería el de aumentar la sensación de seguridad de los jóvenes escolarizados en las calles de su barrio. Por varias razones. Por una parte, porque se trata de una variable que engloba en una única dimensión los efectos que pueden tener las distintas manifestaciones de la violencia, la delincuencia, las pandillas e incluso las llamadas “incivilidades” –vandalismo, consumo de droga- sobre los jóvenes y, se puede pensar, sobre la ciudadanía en general. Segundo, la ponderación de los distintos componentes de la inseguridad implícita en este índice, que incorpora una escala de prioridades en términos de factores de riesgo, no es un asunto fácil de lograr por vías alternativas. Tercero, una medida basada en la percepción de seguridad por parte de los jóvenes, que tienen un mayor contacto con la calle, tanto de día como de noche, es más exigente y puede tener mayor alcance y cubrimiento que una enfocada hacia los adultos. Además el índice basado en la percepción de inseguridad entre los jóvenes no presenta diferencias significativas por edades, con lo cual se puede suponer que se trata de una medida relevante para la población adulta, o por lo menos consistente con la misma. Por otra parte, puesto que el índice propuesto es univariado –pero se tiene idea tanto de los factores que contribuyen a su determinación como de los pesos relativos o ponderaciones de tales- se puede pensar en hacer comparaciones tanto entre localidades como entre municipios, regiones o países.

Una cosa debería quedar clara de este trabajo y es el enorme potencial de las encuestas de auto reporte. Este tipo de instrumento aplicado simplemente entre los estudiantes presenta varias ventajas. La primera es que, si se incluye en este tipo de encuesta un módulo de victimización, se trata de una manera de hacerle un seguimiento a la llamada criminalidad real de manera mucho menos onerosa que la alternativa tradicionalmente utilizada de las encuestas de hogares. La segunda es que puesto que abundan entre los estudiantes jóvenes que han establecido vínculos de amistad con pandilleros, que se puede sospechar son más frecuentes y estrechos que los que pueden tener los jefes de hogar, en este tipo de encuesta se pueden incluir ciertas preguntas muy básicas, pero fundamentales a la hora de realizar un diagnóstico, sobre la presencia, la estructura, la evolución, las técnicas de reclutamiento, la aceptación y el poder de las pandillas en los barrios.  La medición se puede focalizar tanto como se desee, aplicando la encuesta en los centros escolares a dónde acuden mayoritariamente los jóvenes de las localidades en dónde se realicen los programas.

En síntesis, se recomienda para elaborar el diagnóstico de la violencia juvenil y diseñar los respectivos programas de prevención, realizar de manera periódica y a nivel local, una encuesta entre jóvenes escolarizados de la cual se obtengan, como mínimo, indicadores sobre las siguientes variables (1) sensación de inseguridad en las calles, (2) distintos indicadores de influencia de las pandillas, tanto a nivel individual –amistad, simpatía, noviazgos- como de las localidades y (3) incidentes de victimización entre los jóvenes y (4) el auto reporte de infracciones. Adicionalmente, y de acuerdo con la evolución de los distintos componentes de la seguridad, se podrán incluir, con diferente periodicidad, módulos especializados en distintos temas.


Familia y formación de valores
Cuando se busca superar las explicaciones simples, materialistas, de la violencia juvenil, y se trata de entender qué es lo que hace que muchos adolescentes, en forma independiente de su nivel social o económico, acaten ciertas normas de convivencia y otros no lo hagan, se puede llegar a la conclusión que tanto o más pertinente que la productividad de los individuos, sus habilidades académicas o técnicas, en materia de prevención de la violencia son fundamentales ciertos elementos de la formación que, inculcados durante la infancia y la adolescencia, terminan jugando un papel definitivo en la aceptación y el respeto por las normas legales, religiosas, sociales, o de convivencia. Esta dimensión de la conducta individual, que para simplificar se podría denominar la moralidad, se puede entender como la mayor o menor disposición a acatar restricciones y patrones de comportamiento que, siendo socialmente deseables, pueden entrar en conflicto con los intereses individuales de las personas, o con sus instintos.

Como se mencionó. un importante y creciente volumen de literatura sobre delincuencia juvenil plantea como hipótesis global que toda trasgresión grave por parte de un individuo normalmente se ha visto precedida por un cúmulo de incumplimientos e infracciones leves por parte del mismo individuo. Así, el ejercicio de la violencia se iniciaría temprano en la vida de los jóvenes, muchas veces de manera progresiva, incluso difícil de percibir. Este esquema -que difiere sustancialmente tanto del paradigma de una sola decisión racional como del de los determinantes sociales de la acción, puesto que destaca la importancia de la historia individual o biografía-  ha llevado a plantear la existencia de los denominados senderos hacia la delincuencia. Aunque el acatamiento de las reglas morales no es siempre observable, y menos susceptible de medición, no parece arriesgado adoptar como supuesto de trabajo que las infracciones o los delitos repetidos son síntomas de fallas graves en la formación moral de los individuos y en su esquema de valores.

El análisis de las encuestas tiende a corroborar la hipótesis general de que los delitos graves en los adolescentes se ven precedidos por infracciones más leves que, a su vez, reflejarían fallas en su formación moral. Es esta la razón para tratar de entender como es que se lleva a cabo este complejo y sofisticado proceso.

El desarrollo mediante el cual, durante la niñez y la adolescencia, se va configurando las preferencias de los individuos, y su moralidad, es uno de los campos en dónde el conocimiento es en extremo precario. Lo anterior no necesariamente implica que cualquier teoría sea igualmente útil o pertinente, o convincente, ni mucho menos que se pueda reemplazar la teoría por supuestos burdos –como el de las preferencias estables y homogéneas de los economistas, o el de los determinantes sociales de los materialistas- poco razonables y contrarios al sentido común. Está claro que se trata de un área de estudio que en la actualidad traspasa las fronteras de varias ciencias y que el problema tiene aspectos biológicos, neurológicos, pedagógicos, psicológicos, económicos, sociológicos … Simultáneamente, parece  pertinente tener una visión, siquiera aproximada, del conjunto. En tales casos, una aproximación útil puede ser la de “echar un vistazo al modo en que esos mismos problemas eran abordados cuando aún no se había producido esta división del trabajo, este desgajamiento de la búsqueda del saber en diversas especialidades” [18].

En esas líneas, Fernando Savater (2001) recomienda establecer, conceptualmente, una división, primitiva y burda, entre educación e instrucción. En Grecia, cada una de estas funciones era ejercida por una figura específica: la del pedagogo y la del maestro. El primero era un criado que “pertenecía al ámbito interno del hogar y que convivía con los niños o adolescentes, instruyéndoles en los valores de la ciudad, formando su carácter y velando por el desarrollo de su integridad moral” [19]. El maestro, por el contrario, era un colaborador, ajeno a la familia, que transmitía conocimientos instrumentales, o en la terminología moderna, era el responsable de desarrollar el capital humano de los menores, y los  preparaba para su vida productiva. El pedagogo los preparaba para la vida activa, o sea la que llevaban los ciudadanos en la polis discutiendo los asuntos relativos a las leyes y a la vida política.

Por mucho tiempo la formación moral y el cultivo de los valores se consideró más importante que la instrucción orientada a la adquisición de habilidades técnicas o productivas. A partir del siglo XVIII, y como resultado de la consideración que la instrucción técnica y científica era indispensable para alcanzar la igualdad entre los individuos, se invirtió la importancia relativa. A eso contribuyó la convergencia en un modelo científico único, al lado del cual persistían los interminables debates morales. Así, se institucionalizó la enseñanza de lo seguro y lo práctico, en el sistema educativo, para dejar a las familias y otras instancias ideológicas la formación moral [20].

Esta distinción entre educación e instrucción, una simplificación bastante primaria, es sin embargo útil para entender las limitaciones del concepto de capital humano (i) como noción central de lo que produce el hogar y (ii) como factor determinante de las conductas violentas entre los jóvenes.  Por varias razones.

En primer lugar porque la tecnología de la cual disponen los hogares para ejercer la función de pedagogos y formar moralmente a los jóvenes está lejos de poderse considerar homogénea, o siquiera convergente hacia un conjunto único de principios. A diferencia de los conocimientos técnicos o científicos, para los cuales es claro el concepto de avance y acumulación y son viables las comparaciones entre sociedades, en el terreno moral la noción de acopio, o de progreso, o la calificación de calidad continúa siendo un asunto sujeto a debate. Además no siempre hay una asociación estrecha entre capital humano y capacidad de control. En Latinoamérica, es interesante observar, por ejemplo, cómo han sido varias de las comunidades indígenas, normalmente con altos niveles de pobreza y baja alfabetización, las que mejor han podido controlar la violencia, o la influencia de crimen organizado.

En segundo término porque, a diferencia de la enseñanza técnica, para la cual la idea de una función estructurada en la que entran como insumos ciertos recursos de mercado y el tiempo,  el aprendizaje moral que ocurre en la familia es más implícito. Como ilustra Savater (2001), “la enseñanza se apoya más en el contagio y la seducción que en lecciones objetivamente estructuradas”.

Esta observación de un proceso en buena medida tácito, inconsciente, muchas veces subliminal, basado en el ejemplo y en la sucesión cotidiana de simples gestos de aprobación o rechazo está refrendada por distintos experimentos de la psicología social y las neurociencias, de acuerdo con los cuales la transmisión de valores y de preferencias es más eficaz entre menos explícita sea. A partir del estudio de la llamada inconsciencia emocional, los neurólogos [21] plantean que los estímulos subliminales no sólo afectan las preferencias sino que lo hacen de manera más efectiva y duradera que los estímulos conscientes. Distintos experimentos de la psicología social tienden a confirmar la idea de que buena parte de las preferencias se forman sin necesidad de que exista un registro consciente del estímulo o aún bajo estímulos subliminales. Estas observaciones coinciden con las hechas por psiquiatras de principios del siglo XX en el sentido que la parte emocional del cerebro es particularmente sensible a los estímulos inconscientes.

Así, el aprendizaje moral en la familia, está más basado en la afectividad que en la discusión, la argumentación y la racionalización, y se apoya en “gestos, humores compartidos, hábitos del corazón, chantajes afectivos” y es precisamente esa la razón para que sea tan persuasivo. Su efecto  es tan fuerte, anota Savater, que no sólo se transmiten a través de él los principios morales sino que hace arraigar prejuicios difíciles de superar. En síntesis, parece copiosa la evidencia que el sólo estar en un entorno configura ciertas restricciones a las conductas y que, en forma consistente con la valoración implícita que existe en ese entorno, el individuo adhiere inconscientemente a ciertos principios en lugar de otros.

Con la incorporación masiva de las madres al mercado laboral, el papel de la familia en este sofisticado proceso de  formar y transmitir valores  a los jóvenes empezó a compartirse y delegarse, esencialmente en el sistema educativo. Pero es fácil plantear que, fuera de estas dos instituciones –la familia y la escuela- no son muchas más aquellas sobre las cuales pueda, o deba, recaer esta delicada responsabilidad.

No abundan los testimonios sobre cómo funciona este proceso de transmisión de valores cuando es exitoso, a pesar de tratarse de un escenario común, tal vez mayoritario, puesto que una gran cantidad de personas acaban acatando la ley y las normas sociales.  Es ilustrativo por lo tanto traer a colación la historia de cómo se trunca un sendero hacia problemas juveniles posteriores, ocurrida en un lugar y en una época, Medellín años sesenta, fértiles en consolidación de vías hacia la delincuencia juvenil.

“Muchas personas se quejan de sus padres. En mi ciudad circula una frase terrible: “Madre no hay sino una, pero mi padre es cualquier hijueputa”. Yo podría, quizá, estar de acuerdo con la primera parte de esa frase, copiada de los tangos … con la segunda parte de la frase, en cambio, no puedo estar de acuerdo. Al contrario, yo creo que tuve incluso, demasiado padre. Era, y en parte sigue siendo, una presencia constante en mi vida. Todavía hoy, aunque no siempre, le obedezco. Cuando tengo que juzgar algo que hice o algo que voy a hacer, trato de imaginarme la opinión que tendría mi papá sobre ese asunto. Muchos dilemas morales los he resuelto simplemente apelando a la memoria de su actitud vital, de su ejemplo, y de sus frases … Recuerdo muy bien una de sus furias, que fue una lección tan dura como inolvidable. Con un grupo de niños que vivían cerca de la casa (yo debía tener unos diez o doce años) me vi envuelto algunas veces, sin saber cómo, en una especie de expedición vandálica, en una “noche de los cristales” en miniatura. Diagonal a nuestra casa vivía una familia judía: los Manevich. Y el líder de la cuadra, un muchacho grandote al que ya le empezaba a salir el bozo, nos dijo que fuéramos al frente de la casa de los judíos a tirar piedras y gritar insultos. Yo me uní a la banda. Las piedras no eran muy grandes, más bien pedacitos de cascajo recogidos del borde de la calle, que apenas sonaban en los vidrios, sin romperlos, y mientras tanto gritábamos una frase que nunca he sabido de dónde salió: “¡Los hebreos comen pan! ¡Los hebreos comen pan!” Supongo que habrá sido una reivindicación cultural de la arepa. En esas estábamos un día cuando llegó mi papá de la oficina y alcanzó a ver y a oír lo que estábamos haciendo. Se bajó del carro iracundo, me cogió del brazo con una violencia desconocida para mí y me llevó hasta la puerta de los Manevich.
-¡Eso no se hace! ¡Nunca! Ahora vamos a llamar al señor Manevich y le vas a pedir perdón.
Timbró, abrió una muchacha mayor, lindísima, altiva, y al fin vino el señor César Manevich, hosco, distante.
- Mi hijo le va a pedir perdón y yo le aseguro que esto nunca se va a repetir aquí –dijo mi papá.
Me apretó el brazo y yo dije, mirando al suelo: “Perdón, señor Manevich” . “¡Más duro!”, insistió mi papá, y yo repetí más fuerte: “¡Perdón, señor Manevich!” El señor Manevich hizo un gesto con la cabeza, le dio la mano a mi papá y cerraron la puerta. Esa fue la única vez que me quedó una marca en el cuerpo, un rasguño en el brazo, por un castigo de mi papá, y es una señal que me merezco y que todavía me avergüenza, por todo lo que supe después sobre los judíos gracias a él, y también porque mi acto idiota y brutal no lo había cometido por decisión mía, ni por pensar nada bueno o malo sobre los judíos, sino por puro espíritu gregario, y quizá sea por eso que desde que crecí les rehúyo a los grupos, a los partidos, a las asociaciones y manifestaciones de masas, a todas la gavillas que puedan llevarme a pensar no como individuo sino como masa y a tomar decisiones, no por una reflexión y evaluación pesonal, sino por esa debilidad que proviene de las ganas de pertenecer a una manada o a una banda” [22].

Los actores relevantes para la prevención
Se ha planteado que en materia de prevención de violencia juegan un papel determinante varias instituciones. En América Latina se mencionan, por ejemplo, las instituciones gubernamentales –nacionales o locales- las judiciales, la sociedad civil, las comunidades y el sector privado. Estos son los actores estratégicos propuestos Sapoznikow (2003) como relevantes en el área de la prevención de la violencia. En esta sección se sugiere una ampliación mínima de esta lista para que, sin perder la característica de ser limitada y manejable, recoja los principales resultados  de la encuesta y tenga en cuenta algunas de las peculiaridades que muestran los datos y testimonios disponibles.

El papel primordial de la familia en la formación moral, implícita y subliminal, de los jóvenes sería suficiente para otorgarle una identidad propia, y separada, en materia de prevención. Hay además, para reforzar la propuesta de asignarle un papel más protagónico dentro de las políticas y programas de prevención, dos características fundamentales. Por un lado la transmisión, ya explícita, no sólo de los valores sino del conjunto de normas sociales, e incluso legales, que facilitan la vida en sociedad. Por otro lado, el papel fundamental en lo que se podría denominar la supervisión de los jóvenes.

¿Qué institución, diferente de la familia, está en mejor capacidad de detectar y eventualmente corregir un joven, o un niño, cuando se empieza a torcer? La supervisión  de los jóvenes abarca tres dimensiones [23] difícilmente delegables a  otras instancias: (i) el monitoreo, o sea la capacidad de observar de manera continua el comportamiento de los jóvenes, (ii) el oportuno reconocimiento de las conductas inapropiadas  y (iii) y la capacidad de aplicar sanciones, o de acudir a quien debe aplicarlas. Así, en principio, desde muy temprano, el niño o el adolescente, sabe cuando una de sus conductas fue inapropiada, conoce las sanciones previstas para esa conducta y por último, recibe la correspondiente sanción –proporcional a su conducta- de manera segura y rápida. La calidad de este control depende de su continuidad, de la buena comunicación y de los vínculos afectivos entre las partes.

Los ejercicios estadísticos realizados con las encuestas tienden a corroborar la importancia de la supervisión familiar, aún en un asunto tan complejo como la afiliación a las pandillas. Algo que tiende a corroborarse con la evidencia testimonial.

“Este último escenario (la casa del pandillero) fue el menos propicio para las entrevistas, mostrándose en él los entrevistados notoramiente inhibidos. La presencia de familiares entorpece la capacidad de desenvolvimiento del pandillero. Están atentos a la censura. En cambio, la calle y casas de amigos de confianza los hacen sentir a sus anchas” [24].

Bastante revelador de esa inagotable capacidad de supervisión sobre los jóvenes por parte de la familia, y en particular de la madre, es un testimonio del antropólogo pandillero:

“Cuando llegaba la Policía, todos los pandilleros salían gritando a su encuentro, tirando piedras y corriendo por todos lados. Las madres de los muchachos también salían, gritando y corriendo, pero no en contra de la Policía, sino tratando de detener a sus hijos pandilleros para encerrarlos dentro de sus casas” [25].

Son ya demasiado lejanas las épocas en las que eran las mismas familias las que llevaban a sus hijos problemáticos a los correccionales, y pagaban por su manutención. Algunas de las instituciones que antecedieron a los reformatorios, aunque concebidas inicialmente para albergar huérfanos y niños abandonados, eran más utilizadas por las mismas familias para internar allí a los que consideraban sus “jóvenes en riesgo”. Posteriormente, la función correccional y la preventiva, promovida por la misma familia, se confundían en una misma institución El principal impulso para que las familias adoptasen medidas preventivas extremas como la de internar a sus hijos, era que las faltas de estos afectaban el honor y la reputación de la familia [26].

Lo que no pierde actualidad es la idea que cualquier esfuerzo preventivo –bien sea basado en la promesa de premios, o en la amenaza de sanciones- debe tratar de canalizarse a través de la familia, y en particular de la madre, de los jóvenes. Por dos razones simples: es una instancia con la cual, a todas luces, es más viable el diálogo, la racionalización, la evaluación de los riesgos, las consecuencias de las conductas y los beneficios de los programas. Por otro lado, porque la familia, y en particular la madre no tiene un sustituto, ni siquiera cercano, en términos de capacidad de contacto con y supervisión de los jóvenes.

Fuera del tema de la supervisión de las actividades de los hijos que, como se argumentó, parece razonable que permanezca bajo la total tutela de los padres, es conveniente destacar otro vinculo más oscuro de la familia con la violencia juvenil, y es el de los antecedentes de conflicto en el hogar y de violencia doméstica.

Para la comprensión de la violencia juvenil, y para el diseño de políticas orientadas a prevenirla, es indispensable superar las explicaciones simplemente materialistas. La historia de la familia que expulsa al joven hacia la calle, hacia las malas compañías, los malos hábitos y la delincuencia requiere refinarse considerablemente. Los datos de la encuesta sugieren que algunos jóvenes efectivamente huyen de sus hogares pero no siempre porque faltan los recursos, sino porque han presenciado, y probablemente sufrido, maltratos físicos. Este resultado es fundamental en materia de política pública puesto que indica que una demanda fundamental de algunas familias es por protección, no siempre por recursos económicos.

Aunque a nivel de diagnóstico parecería haber acuerdo entre los analistas de distintos campos –desde el desarrollo económico a la salud de los adolescentes pasando por la delincuencia- sobre las bondades de la vinculación de los jóvenes al sistema educativo, en las prioridades implícitas en ciertas políticas públicas el tema parece tener menos relevancia. Sorprendentemente, en el área de prevención de la violencia, el sistema educativo no ha logrado adquirir una identidad propia en el diseño de los programas y ha quedado, por decirlo de alguna manera, sumergido en igualdad de condiciones entre otras instituciones gubernamentales, o entre la sociedad civil.

La circunstancia de que el sistema educativo no sea nunca 100% público, la importancia que en América Latina juega la iglesia en materia de educación, el hecho de que se trate de un sector peculiar, incluso privilegiado, en materia de cooperación internacional se suman para darle apoyo a la recomendación de asignarle al sistema educativo en su conjunto un papel más protagónico en el tema de la violencia, tanto como ente fundamental en materia de prevención, a través del control del abandono escolar, como eventual beneficiario, o ejecutor de los programas. Es probable que el papel limitado del sistema escolar en los esfuerzos preventivos tenga que ver con el sistema de elección de los beneficiarios de los programas, sesgado a favor de los jóvenes más problemáticos, que ya abandonaron la escuela. 

Un argumento no despreciable para darle mayor peso al sistema educativo en los programas de prevención tiene que ver con la facilidad con que se puede medir la que sería la principal variable objetivo de las políticas que lo involucran. En efecto, el abandono escolar –no el rendimiento, ni la calidad, simplemente el seguir o no vinculado- constituye una de esas variables de política para la cual es no sólo posible, sino muy simple, fijar metas, verificar su cumplimiento y por esta vía evaluar los programas. En el área de la prevención de la violencia, en dónde con frecuencia se proponen objetivos como “construir comunidad” o “fortalecer el tejido social” o “estimular la tolerancia” el tener disponible una variable objetivo de las políticas fácil de medir y para la cual es factible seguirle la evolución, o compararla con la de otros lugares, esta no es una característica despreciable para establecer prioridades de asignación de recursos siempre escasos.

Al hablar de la relevancia de un actor en el área de la prevención de la violencia no es prudente limitarse a aquellas instituciones u organizaciones susceptibles de hacer aportes a la solución del problema. También resulta conveniente tener en cuenta los actores sociales con capacidad para obstaculizar o empantanar eventuales soluciones.

En ese sentido, una de las fallas en el diagnóstico de las pandillas juveniles en Centroamérica, pero sobre todo de las políticas orientadas a controlarlas, es el hecho de no considerar de manera explícita las pandillas como organizaciones, y no como una simple suma de jóvenes. Este es un factor en el que hace bastante énfasis Rodgers (1997), el antropólogo pandillero.

Vale la pena para este tema establecer una analogía entre el ámbito de las pandillas y el modelo típico del mercado laboral. Nadie en la actualidad consideraría suficiente abordar el estudio del segundo limitándose al análisis de los factores que llevan al individuo a vincularse a una empresa. Esa sería una versión deficiente e incompleta de la realidad pues se concentra tan sólo en uno de los lados del mercado, el de la oferta. Tanto o más relevantes que los elementos demográficos, económicos o sociales que ayudan a explicar la decisión de un individuo de hacer parte de la población económicamente activa son los factores que juegan por el lado de la demanda por servicios de trabajo, que corre por cuenta de las empresas. Demanda que, con la excepción de ciertos factores, se rige por parámetros distintos de los que afectan el comportamiento de los trabajadores. Así, de la misma manera que en el ámbito laboral no tendría mayor sentido tratar de afectar la contratación de jóvenes por parte ciertas empresas sin abordar de manera explícita la demanda que ejercen esas empresas, no se puede seguir pensando en el pandillero como un individuo aislado para tratar de concentrar todas las medidas de prevención sobre  él.

Los ejercicios estadísticos muestran la importancia de las pandillas en los barrios tanto como factor de atracción y de reclutamiento de los nuevos pandilleros como de freno a su desvinculación. La experiencia colombiana muestra que tal vez el principal factor explicativo de la violencia juvenil en dicho país ha sido la presencia de organizaciones armadas. No es una simple casualidad que las ciudades con mayor incidencia de pandillas juveniles, como Medellín y Cali,  hayan sido aquellas en donde  operaban las organizaciones de narcotraficantes y en dónde, en distintos momentos, hubo presencia importante de grupos guerrilleros, y más recientemente de grupos paramilitares. Tampoco es una coincidencia que, dentro de esas ciudades, los barrios más problemáticos hayan sido aquellos con vínculos más estrechos con las organizaciones armadas. Es claro en la actualidad para las autoridades españolas que el problema de la “kale borroka”, el vandalismo aparentemente irracional de los jóvenes en el País Vasco es indisociable, e imposible de prevenir, sin desmantelar previamente sus estructuras organizativas, con múltiples conexiones con ETA.

Un punto crucial que no muestran los datos, o que apenas lo insinúan, es la necesidad de agrupación  y de adopción de unas normas básicas de coordinación con otros jóvenes como elemento que facilita su vinculación. Esto no se puede abordar de manera individual. Se deben ofrecer respuestas que tengan como característica la pertenencia a un grupo, identificado con ciertos objetivos y valores comunes. No son fáciles las propuestas en esas líneas en un ambiente tan adaptado ya al sistema individualista de la economía pero es indispensable avanzar en esa dirección.

“(Las pandillas) deben de ser consideradas como colectivos, como comunidades, y no solamente como agrupaciones yuxtapuestas sin orden ni concierto. Dentro de mi barrio, se puede afirmar que la pandilla es el único ejemplo de organización de solidaridad cooperativa, porque aun las familias están muy fragmentadas … Los pandilleros subrayan la importancia de la solidaridad dentro de la pandilla con la misma fuerza con la que lamentan la atomización de la comunidad. Señalan que un pandillero tiene responsabilidades” [27].

El papel de las comunidades
Es usual en los programas contra la violencia en Centroamérica, asignarle un papel central a las comunidades. A diferencia del sector educativo, cuya contribución a la prevención, a través de la deserción escolar y presumiblemente de la formación moral de los jóvenes, no sólo es comprensible a nivel conceptual sino que, además, tienden a corroborarlo casi todos los datos disponibles, el eventual papel preventivo de las comunidades es bastante menos claro a nivel teórico. Y la evidencia sobre su importancia es más débil. Vale la pena por lo tanto una breve reflexión sobre cual puede ser el papel de las comunidades en los programas de prevención de la violencia.

Si se piensa, de manera caricaturesca, en las dos grandes alternativas para enfrentar la violencia adolescente, prevenir -socializar, supervisar, formar a los jóvenes u ofrecerles proyectos de vida- o sancionarlos cuando se convierten en trasgresores, no es arriesgado argumentar que las comunidades –el barrio, el vecindario, la junta de acción comunal- no son entes particularmente idóneos ni para lo uno ni para lo otro.

Al asignar un papel protagónico a las comunidades en la tarea de prevención, parecería haberse dado por descontado que su capacidad de acción, insustituible en múltiples ámbitos –como la actividad política local o en asuntos como la construcción de acueductos o la pavimentación de vías- se puede extender automáticamente hacia terrenos que son o bien eminentemente privados, como la formación y supervisión de los menores, o fundamentalmente públicos, como el derecho a castigar. La precaria capacidad de las comunidades tanto para prevenir como para sancionar la violencia juvenil se hace palpable cuando se recurre a preguntas elementales y concretas. ¿Qué es lo que se puede esperar que haga un vecino, o un grupo de vecinos, ante la comisión de un crimen adolescente, fuera de denunciarlo a las autoridades? En el otro extremo, ¿qué se puede esperar que haga un vecino, o un grupo de vecinos, ante una infracción temprana de un joven o un niño, como faltar a clase, o comprar cosas robadas, o consumir sustancias ilegales, fuera de comunicarlo a la familia del infractor?

Con la reflexión que se hizo sobre la formación moral de los individuos y la transmisión de valores  a los jóvenes se buscaba ilustrar que, por mucho tiempo, esta dimensión de la socialización  fue un resorte exclusivo de la familia y sólo recientemente se ha transferido, en la cultura occidental, cierta responsabilidad al sistema educativo, nunca a las comunidades, al barrio, o a los vecinos.

Entre estos dos extremos -la formación de los jóvenes como una especie de inmunidad moral contra las infracciones o la aplicación de las sanciones socialmente previstas para los trasgresores- se puede anotar que el papel de las comunidades en términos de prevención de la violencia se debe circunscribir a tres dimensiones. Está en primer lugar su papel en la configuración de ciertas normas sociales en materia de violencia. Este rol sería cada vez más reducido, puesto que estas normas convergen progresivamente hacia patrones universales. Los avances que cabe esperar, y que se deben promover, tienen que ver con la adopción y generalización de niveles cada vez menos tolerantes con ciertas manifestaciones de violencia, entre vecinos, con los responsables de daños, dentro de las parejas, o con los hijos.

Estaría en segundo término un papel de colaboración con las instituciones responsables de la formación y supervisión de los jóvenes –la familia y subsidiariamente el sistema educativo- o de la aplicación de sanciones o medidas coercitivas por parte de las autoridades estatales. Por último, un papel no menos importante, también de colaboración con las autoridades, esta vez judiciales,  para informar sobre los posibles excesos de los organismos de seguridad del estado y las violaciones a los derechos humanos.

La abundante literatura, en su mayoría norteamericana, que destaca el papel de las comunidades en materia de prevención de la violencia muestra las grandes dificultades que se han dado en ese país, tanto para encontrar programas dirigidos a las comunidades que ataquen efectivamente las causas del problema como para evaluar sus resultados. “Las políticas federales, desde la renovación urbana hasta la vivienda pública probablemente han hecho más para incrementar el crimen urbano que para prevenirlo. A lo largo de este siglo los programas comunitarios de prevención de la violencia han fallado en identificar las políticas oficiales y las fuerzas de mercado que alimentan la violencia en las ciudades … Teniendo en cuenta la falta de conexión entre causas y remedios, no sorprende que los programas de impacto de evaluaciones suministran poca evidencia seria sobre cual es la prevención efectiva. Dejando de lado programas dirigidos a las familias, las escuelas, el mercado laboral o el sistema penal de justicia, las evaluaciones de programas comunitarios son escasas y no muy estimulantes” [28].

Además, se señala la paradójica situación que la capacidad de las comunidades para gestionar los programas de prevención parece ser inversamente proporcional a la necesidad que tienen de tales programas. “Irónicamente un punto central de los programas comunitarios de prevención de la violencia ha sido el empoderamiento de líderes comunales locales que diseñan y ponen en marcha sus propios programas. Esta filosofía equivale a lanzar a la gente al agua para luego decirles que diseñen su propio salvavidas. La literatura científica muestra que las políticas y fuerzas de mercado que estimulan el comunidades proclives al crimen están por fuera del control de los vecinos y que el empoderamiento no incluye el poder de cambiar esas políticas … Incluso la administración de programas modestos con soporte federal a veces están por fuera de la capacidad de las organizaciones comunitarias, especialmente cuando más se requiere. La evidencia muestra consistente de los programas de vigilancia de vecindarios (neighborhood watch programs) es que entre más crimen y factores de riesgo afectan a un barrio, menos probable es que se desarrolle cualquier capacidad organizada para combatir el crimen” [29]. Así, se reconoce que para las localidades con niveles de violencia críticos los programas de prevención deben verse precedidos de una labor de control y desmantelamiento, que no puede ser sino policial, de la violencia organizada. Son los denominados programas “desyerbar y sembrar” (weed and seed). “La estrategia implica un enfoque en dos etapas: las agencias policivas y judiciales cooperan para desyerbar, sacar a los criminales, y tratan de evitar que regresen a operar en esa área; y los servicios sociales llegan luego a sembrar, por medio de prevención, intervenciones, tratamiento, y revitalización del vecindario”  [30].

En las sociedades latinoamericanas, con un estado menos consolidado, que no siempre mantiene el monopolio de la coerción o del cobro de tributos, a las comunidades, antes de asignarles cierto protagonismo en los programas de prevención, parecería indispensable protegerlas de la violencia. En muchos de los vecindarios resultaría irónico buscar un liderazgo comunitario en materia de prevención cuando la prioridad es sin duda tratar de controlar o desmontar los verdaderos gobiernos de facto, pequeñas tiranías locales, que al parecer han establecido los jóvenes en algunos barrios.

¿Cómo se puede esperar que una comunidad de vecinos pueda quitarle el control político y militar de un barrio a una organización armada, aunque esta esté conformada por menores?  De lo que se puede estar razonablemente seguro es que cualquier medida orientada a mejorar o fortalecer el capital social de las comunidades tiene altas probabilidades de fracasar, o incluso será contraproducente, si antes no se resuelve el problema básico de mantener, o recobrar, el monopolio de la coerción y el cobro de tributos en cabeza del Estado.

A nivel más práctico, son varios los argumentos a favor de la recomendación de concentrar el papel de las comunidades en el valioso rol de (i) colaborar con los organismos de seguridad, denunciando los delitos o suministrando información y, (ii) simultáneamente, supervisar sus labores para que el trámite que se le de a esas denuncias se haga de manera acorde con los Derechos Humanos. Lograr avances en esa dirección no es tarea fácil. En la mayor parte de los países de la región las tasas de denuncia son bajas. Pero, como lo muestra el esfuerzo que se hizo en Nicaragua en materia de agresiones sexuales, eso es algo que se puede mejorar y que requiere un apoyo decidido de las  comunidades. El segundo punto es que se trata de un requisito para, en materia de seguridad, mejorar tanto  la capacidad de análisis local como la evaluación del desempeño de los organismos de seguridad. Por último, porque se trata de un objetivo de política para el cual es factible fijar metas, medir resultados y que, por lo tanto, es susceptible ser evaluado.

Fortalecimiento institucional
Una de las posibles adaptaciones locales a la propuesta general, e indiscutible, de fortalecer las instituciones como uno de los componentes esenciales de los programas de prevención de la violencia apunta en la dirección –que puede, por ejemplo, ser objeto de las estrategias de sensibilización a la comunidad- de apoyar y promover de manera definitiva la legitimidad del Estado en los distintos países de la región.

En las sociedades que enfrentan la amenaza de organizaciones armadas con clara vocación política con frecuencia se diluye la importancia de ciertos elementos básicos que atañen a  la esencia misma del Estado moderno, como el monopolio de la coerción y de las armas, el derecho a castigar, o la capacidad de cobrar tributos. Un síntoma claro de la necesidad de recordar ciertos principios elementales de teoría del Estado, e insistir en su validez,  cuando se enfrentan organizaciones políticas armadas es el eslogan promovido por el alcalde de Bogotá Antanas Mockus a raíz de un atentado hace unos años: “las armas son del Estado”.

La edad de los integrantes de unas organizaciones no puede ser el único elemento  que se deba tener en cuenta para analizarlas. El hecho que un porcentaje nada despreciable de los ciudadanos manifieste que son las pandillas las que mandan en ciertos barrios, que los mismos pandilleros reconozcan, con cierto cinismo, que así lo hacen, y que además cobren impuestos, que defiendan con un variado abanico de armamento determinados territorios y que impongan sus reglas con recurso a las amenazas hacen que sean, de hecho, actores políticos. Esta impresión se refuerza con la elaboración de un  precario pero significativo discurso que, parece innegable, pretende algo de legitimidad política.

“Los pandilleros de mi barrio afirman que esa solidaridad -con la que se ayudan entre ellos y con la que cuidan a su barrio- viene del sandinismo. Se ven a sí mismos como los herederos del sandinismo y de sus valores de solidaridad y de trabajo colectivo. Durante las elecciones de octubre de 1996, los pandilleros distribuyeron propaganda del FSLN por el barrio y colocaron banderas y afiches rojinegros por las calles cuando se anunció que Daniel Ortega, candidato presidencial del FSLN, iba a llegar.Un 100% de los pandilleros de mi barrio son sandinistas. Ciertamente, esto influye en su ideología solidaria. Sin embargo, los recuerdos que la mayoría de estos pandilleros conservan de la época sandinista son muy imprecisos, porque eran muy jóvenes en aquellos años. Es probable que su sandinismo lo hayan recibido en herencia de la primera generación de pandilleros, que hicieron el servicio militar” [31].

“Si muchos pandilleros adquirieron experiencia militar durante el servicio militar, no menos se pueden considerar herederos de las llamadas “turbas divinas” , una forma de agitación popular contra las clases pudientes opuestas al gobierno sandinista (los reaccionarios), es decir, una válvula de escape del descontento popular, legitimado y hábilmente manipulado por el FSLN. Las “turbas divinas” … estaban integradas por ciudadanos de los barrios marginales, en su mayoría jóvenes, y realmente tenían una estructura casi militar y una capacidad de convocatoria bien articulada” [32]

Hay en Centroamérica tres factores agravantes para los riesgos de debilitamiento institucional que conlleva el fenómeno pandillero. En primer lugar la alianza que sugieren los datos entre las pandillas juveniles y la delincuencia organizada. En segundo término, los testimonios sobre  utilización de las pandillas por parte de grupos políticos con fines proselitistas o de sabotaje  [33], algo que también se corrobora con algunas de las encuestas. En Nicaragua, por ejemplo, casi la tercera parte de los jefes de hogar que viven en barrios en dónde operan pandillas reporta que estas hacen trabajos para los grupos políticos. Están por último, las aparentes alianzas de las pandillas con algunas comunidades.

La mezcla de una visión bastante idealizada de los jóvenes pandilleros y la posibilidad de su utilización por parte de diversos actores para lograr fines políticos, o la satisfacción de demandas sociales, es demasiado riesgosa como para no ser tenida en cuenta. No sobra recordar lo perverso que puede ser un escenario bajo el cual las comunidades de vecinos, o los políticos inescrupulosos, empiecen a percibir que una manera expedita de obtener recursos públicos es teniendo acceso a los que se canalizan con el loable propósito de prevenir la violencia.

El otro aspecto relevante para el fortalecimiento institucional más básico tiene que ver con el refinamiento del diagnóstico sobre los determinantes de la violencia. Con frecuencia una extensión de la hipótesis de la violencia como resultado inevitable de la precariedad económica se da hacia un discurso que, en cierta medida, legitima la violencia como una vía idónea para obtener satisfacción de las necesidades económicas más básicas. Aún aceptando, algo no siempre consistente con los datos, que la pobreza es un factor que contribuye a la violencia juvenil, de lo anterior no se puede deducir que la primera justifique la segunda.


Limitaciones de los esquemas tradicionales de prevención
“Los holgazanes garabateadores de políticas escapan de una hernia mental proponiendo las sempiternas panaceas: deporte y empleo” [34].

No es arriesgado señalar que en la mayor parte de los países de la región parecería haber dos diagnósticos, separados e inconsistentes, sobre la violencia juvenil. El primero, que se puede denominar conservador o represivo, busca magnificar las conexiones de las pandillas con el crimen organizado transnacional, hace énfasis en la alta dosis de delitos en la actividad de las pandillas y propone las respuestas de tolerancia cero o de mano dura. El segundo, progresista y estructural, hace énfasis en los determinantes económicos y sociales de las pandillas y aboga por medidas de cambio social centradas en mejorar las perspectivas laborales y de inserción social de los jóvenes. Esta aproximación normalmente es crítica de las soluciones represivas, sugiriendo que contribuyen más a la perpetuación de los problemas que a su solución. En últimas, y de manera desafortunada, se ha ido progresivamente asimilando prevención a “no represión”.

Bajo este esquema, la prevención y las sanciones aparecen por lo general como acciones sustitutas, e incluso rivales. Por otra parte, lo que bajo este tipo de esquema se agrupa como programas preventivos constituye en realidad una mezcla de esfuerzos de prevención orientados a los jóvenes, por lo general los violentos, a través del manejo del tiempo libre, la recreación y el deporte; de reinserción de infractores y pandilleros, por ejemplo mediante capacitación y preparación para el mercado laboral, junto con medidas orientadas a la comunidad en general, como el apoyo a la construcción o mantenimiento de la infraestructura del barrio.

Un aspecto que conviene tratar es el relacionado con los procedimientos que normalmente se utilizan para escoger los beneficiarios de los programas preventivos, o de quienes sufren el rigor de los planes de mano dura. Paradójicamente, parecería que para la selección de unos y otros, la teoría subyacente parece ser la misma, y es la de la precariedad económica que empuja a la violencia. Los defensores de un enfoque sólo preventivo con frecuencia señalan que las autoridades de policía estigmatizan a los jóvenes de bajos ingresos que se agrupan en las calles de los barrios populares y que los hostigan o los detienen sin ningún cargo específico, simplemente por ser, o parecer, pandilleros. Los datos de las encuestas tienden a corroborar estos señalamientos. Sin embargo, un punto que no se aborda en estas críticas es que, en alguna medida, el soporte conceptual, o ideológico, para esta estigmatización es, precisamente, la noción de que la pobreza es la principal causa de la afiliación a las pandillas. Si el discurso predominante es que el ser pobre constituye un factor de riesgo determinante, no debería sorprender que los cuerpos de policía adopten esa misma visión.

Para la selección de los jóvenes beneficiarios de los programas de prevención y reinserción, parecería que los procedimientos utilizados son una extensión de los que se adoptan para estudiarlos: se centran en los infractores y pandilleros de los barrios más afectados por la violencia juvenil. Como se señaló, no son muchas las alternativas para estudiar a los jóvenes problemáticos, y el concentrarse en una muestra de los más violentos simplemente tiene consecuencias sobre la posibilidad de generalizar los resultados así obtenidos. Sin embargo, utilizar el mismo criterio de selección de la población objetivo para los programas de prevención parece ya más arriesgado. En primer lugar, porque se configura de esta manera una gran injusticia con los jóvenes pobres no infractores. Una población que, como se vio, es mayoritaria.

Una consecuencia de ignorar la gran masa de jóvenes pobres no violentos y, además, como se hace con frecuencia, minimizar o trivializar las acciones de los pandilleros hasta el punto de equipararlas con conductas que no pueden ser objeto de persecución penal o siquiera de amonestación legal, es la de darle una fachada de justicia a los recursos que en realidad están favoreciendo a los jóvenes más violentos, en detrimento de los y las demás adolescentes. Si bien es cierto que este tipo de programas, que se sabe son de alto costo, pueden no presentar importantes dilemas de política en sociedades desarrolladas en donde su puesta en marcha no compite ni pone en riesgo la ejecución de gastos e inversiones dirigidos hacia toda la población joven y hacia las niñas y niños que, a pesar de ser pobres, están haciendo las cosas bien, para sociedades en dónde los presupuestos de educación, recreación e inversión en infraestructura son precarios, y en dónde la lista de carencias de los jóvenes en los barrios populares es prácticamente infinita, el simple hecho de orientar recursos de manera exclusiva hacia los jóvenes que han hecho daño es, como mínimo, injusto. Y constituye un delicado dilema de política pública cuya discusión rara vez se plantea de manera explícita.

Si se aceptara sin salvedades la noción de que la pobreza es el caldo de cultivo más pertinente de la violencia, los recursos destinados a prevenirla deberían dirigirse hacia toda lo población pobre, que bajo este esquema está en alto nivel riesgo. Orientar los recursos de prevención, como por lo general se hace, de manera selectiva hacia las zonas conflictivas y, dentro de estas, hacia los jóvenes más problemáticos sólo tiene alguna lógica si se adopta la teoría, pobre, que la violencia proviene de jóvenes rebeldes que, se espera, con un tratamiento más favorable se apaciguarán.

No es complicado elaborar un argumento para sugerir que este tipo de asignación de recursos –que recuerda la parábola del hijo pródigo- puede tener consecuencias negativas, por ser de partida un sistema perverso de incentivos.  Es fácil imaginar que los grupos de jóvenes violentos en los barrios populares, y tal vez de manera directamente proporcional a su nivel de organización y sus contactos con mafias adultas, tienen siempre una lista larga de solicitudes: capacitación, mejores oportunidades de empleo, educación, salud, transporte, recreación, vivienda.  Pero también es claro que una lista igualmente larga de carencias la tienen los jóvenes pobres que no han agredido, o amenazado, o robado a sus vecinos, o a gente de otros barrios. Darle prioridad a las solicitudes de los violentos es una manera desacertada de prevenir la violencia. Por el contrario, se puede temer que llegue a estimularla. Si, como insinúan implícitamente los programas de prevención centrados en los más violentos de los barrios más problemáticos, para hacerse oír y atender como joven sin buenas expectativas se debe como mínimo abandonar la escuela y hacer algo de vandalismo, o jugar a la guerra por defender  un territorio,  ¿qué sentido tiene seguir estudiando?

Parece por lo tanto conveniente ampliar las instituciones relevantes para los programas de prevención, concretar sus funciones, hacer explícitas las posibles relaciones entre ellas, definir de manera más precisa el alcance de los programas y refinar los procedimientos de selección de la población objetivo de tales programas.

Propuesta de esquema alternativo
Un primer punto que vale la pena señalar es que bajo el esquema tradicional que ha servido de base para el diseño de los programas no se ha hecho énfasis especial en las dos instituciones que, de acuerdo con los resultados de las encuestas analizadas y toda la cultura acumulada en las sociedades desarrolladas, resultan claves para la prevención, por su papel determinante en la formación moral de los individuos: la familia y la escuela.


A nivel general se pueden hacer algunas anotaciones sobre las principales limitaciones del esquema tradicional de los programas de prevención. Vale la pena en primer lugar hacer un par de aclaraciones. La primera es que son tres las opciones que, universalmente, se pueden adoptar como respuesta a la violencia: (1) la aplicación de incentivos negativos, de castigos, disuasión o, en términos coloquiales, el garrote (G); (2) los incentivos positivos, el suministro de recursos, o zanahorias (Z) y (3) la indiferencia o huída (H). Por  razones institucionales, los programas de muchas ONGs y de agencias multilaterales como el BID no pueden orientarse a G y, por lo tanto, constituyen básicamente suministro de recursos, o sea Z.

La segunda aclaración, elemental pero frecuentemente ignorada, es que así como para prescribir o promover la adopción de conductas deseables los castigos (G) son ineficaces, para impedir o disminuir la incidencia de acciones no deseables, los incentivos positivos, o sea las zanahorias (Z), son ineficaces. Los castigos se han utilizado en todo tiempo y lugar como el mecanismo de respuesta ante las acciones no deseadas o prohibidas, mientras que las recompensas o zanahorias han sido la vía a la que se recurre para promover conductas o actitudes.

Con estas convenciones se puede resumir de manera caricaturesca la filosofía básica de los programas preventivos tradicionales.

Diagrama 13
El diagnóstico plantea que como la falta de recursos económicos es lo que causa la violencia (noZ implica V), entonces si se suple esta carencia se tendrá una disminución de la violencia (Z implica no V). De manera secundaria se plantea que como la represión oficial –el castigo- es también una causa de la violencia, se debe eliminar la represión para disminuir la violencia.

El esquema alternativo que se propone se puede también resumir en un diagrama:
Diagrama 14
La idea básica es que como un diagnóstico más consistente con los datos es que la violencia juvenil se asocia sobre todo con deficiencias en la capacidad de autocontrol de los adolescentes, los recursos se deben orientar a incrementar esta capacidad en el mayor número posible de jóvenes, y tan temprano en su vida como se pueda. Es fácil argumentar que se trata de una inversión menos riesgosa, que no presenta incentivos perversos, que es consistente con la restricción general que los incentivos positivos, las zanahorias, son eficaces para promover conductas.

Con respecto a la orientación de recursos hacia los beneficiarios tradicionales de los programas, o sea los pandilleros, se pueden hacer un par de adiciones a la propuesta. La primera es que se debe sistematizar la experiencia de los programas centrados en la rehabilitación y capacitación, para evaluar sus resultados y su efectividad. De cualquier manera, no resulta difícil sospechar, y falta información para contrastar esta intuición, que con los recursos que se dedican a tratar de reinsertar un joven pandillero se podrían atender varios, incluso muchos, pandilleros potenciales, o amigas y amigos de las pandillas para que, en un futuro cercano, no hagan daño a terceros. 

Un esfuerzo que de todas maneras parece justificado es el de orientar recursos para disminuir las violaciones a los derechos humanos y la estigmatización que sufren algunos pandilleros que, sin serlo, son tratados por las autoridades como delincuentes.

Con relación a los recursos que, también de manera tradicional, se dedican en los programas preventivos hacia la construcción y el mantenimiento de canchas e instalaciones deportivas, los datos analizados en las encuestas ofrecen una clara justificación para este tipo de acciones, con dos salvedades. La primera es que el impacto indiscutible de estas inversiones es sobre los indicadores de percepción de seguridad, y no sobre la incidencia de conductas problemáticas. La segunda es que la alternativa de inversión con mayor impacto sobre la seguridad es aquella que se orienta a mejorar la calidad de la infraestructura del barrio.

En el diagrama que sigue se resumen las organizaciones (y los actores) relevantes para los programas, y se hace una breve justificación de su importancia.

Diagrama 15

El papel primordial de la familia en la formación moral, implícita y subliminal, de los jóvenes sería suficiente para otorgarle una identidad propia, y separada, en materia de prevención. Se debe mencionar, en particular, el papel fundamental en lo que se podría denominar la supervisión de los jóvenes.

Fuera de ignorar la, como se vio, altísima proporción de jóvenes pobres no violentos, una de las consecuencia más lamentables de los esquemas que asocian pobreza con violencia es la de haber logrado desvirtuar y deformar la importancia y el papel de las víctimas: bajo el primer escenario, el del pandillero rebelde promovido desde la izquierda, la víctima sería la autoridad, el establecimiento, responsable de la injusticia social. Se supone implícitamente que, como inductora de la violencia, cualquier autoridad merece esa suerte. En el segundo escenario, se da por descontado que las travesuras de jóvenes tipo Gavroche  afectan por lo general a un comerciante, o a un burgués, a quien poco le perjudica lo que pueda perder con unos cuantos robos.

Parece claro que las conductas dignas de estudio para profundizar y refinar el diagnóstico no deben limitarse al reporte de infracciones y delitos o a la afiliación a las pandillas. 
Diagrama 16

Para la decisión que toman algunos jóvenes de fugarse de su casa los datos de las encuestas sugieren que los factores que atraen desde la calle tienen tanto o más relevancia que aquellos que empujan desde la casa. Probablemente el impacto de los primeros es más uniforme y generalizado que el de los segundos, que puede depender más de la situación específica de los jóvenes, como lo muestra el fenómeno del maltrato y el abuso. Parece recomendable por lo tanto abordar con políticas generales sólo los primeros –influencia de pandillas, control de alcohol y droga en la rumba, educación sexual- y, para los segundos, establecer los mecanismos para atenderlos y prevenirlos caso por caso.

Parece claro que cualquier programa que pretenda hacer prevención primaria de la violencia juvenil debe abordar el problema de las escapadas de la casa. Consecuentemente, cualquier sistema de alertas tempranas, o cualquier sistema de seguimiento de los programas de prevención, debe incluir un indicador muy simple de registro de la incidencia de este evento. No sólo porque se trata de uno de los factores de riesgo más fáciles de medir, sino uno de los más idóneos para predecir conductas problemáticas posteriores. Además, por esta misma vía, la del registro de incidentes de fuga de menores de su casa, se puede obtener información sobre otro tipo de problemas, como el abuso sexual, o el maltrato infantil, que resulta indispensable prevenir.

El conocimiento que se tiene en la actualidad sobre las causas del abandono escolar parece ser precario. Empieza a surgir cierto acuerdo, y así lo corroboran los ejercicios elementales realizados con la encuesta, para señalar que la explicación puramente económica del fenómeno es insuficiente. Las encuestas recientes a nivel latinoamericano señalan que la falta de recursos es una más entre otras múltiples causas, tan variadas como la falta de ganas de los jóvenes, o el embarazo adolescente.

No es casual que en la mayor parte de las democracias occidentales la educación básica, para ser universal, sea no sólo gratuita –con lo cual se aborda el problema económico- sino además obligatoria, con lo cual se reconoce que hay muchos otros elementos que pueden llevar al abandono escolar.

Los resultados de las encuestas sugieren que uno de los factores de riesgo importantes de la delincuencia juvenil –y no sólo de la afiliación a las pandillas- es el estar desvinculado del sistema educativo. Así, desde el punto de vista de la prevención de la violencia un lema básico es el de tratar de evitar, a toda costa, el abandono  escolar.

Con base en las consideraciones anteriores, se plantea una propuesta basada en los siguientes componentes de los programas BID de prevención.

Diagrama 17

Uno de los debates intelectuales más antiguos, que se remonta hasta los griegos, tiene que ver con el origen de los vicios y las virtudes. En la época moderna se puede colocar a la cabeza de cada uno de los campos enfrentados a dos pensadores muy influyentes, Hobbes y Rousseau. La visión del primero es francamente pesimista sobre la naturaleza humana que, dejada a su suerte, llevaría a un estado permanente de lucha y conflicto. En el otro extremo, Rousseau argumentaba que los seres humanos son naturalmente virtuosos pero que la civilización los corrompe.

Es fácil argumentar que la mayor parte de los sectores involucrados en el debate sobre los problemas juveniles en Centroamérica se inclinan más hacia Rosseau que hacia Hobbes. En el fondo, prevalece la creencia que como los vicios son el resultado de las circunstancias sociales, entonces cambiando el entorno social, y sólo de esa manera, se podrá alterar el comportamiento humano. Así, cualquier programa de investigación sobre un determinado fenómeno social, y las medidas que se proponen para superarlo, queda supeditado al objetivo, político, de cambiar la sociedad para solucionar los problemas asociados a ese fenómeno.

Los programas de prevención de la violencia juvenil no pueden confundirse con los planes generales de desarrollo ni con los programas de lucha contra la pobreza, prioridades siempre relevantes en casi cualquier país de América Latina. La prevención debe abordarse sobre la base de que se puede lograr avances en este objetivo incluso en una sociedad pobre y poco desarrollada. Sobran en la historia los ejemplos de sociedades muy pobres y no violentas.

A continuación se hace una propuesta específica, concreta, y concebida para sociedades pobres pues es en extremo modesta en cuanto a los recursos que se requieren para llevarla a cabo.


[1] Shermann et al (1996) página 2-2
[2] Blatier y Robin (2001)
[3] Ledoux (1998) página 298.
[4] Ramírez Heredia (2004) pp. 187 a 191
[5] AI (2005) p. 6
[6] Prensa Libre.com. Junio 5 de 2004
[7] Ibid.
[8] Testimonio de un soldado reportado en Carrera, Margarita (2005). “Persistencia del Feminicidio en Guatemala. Prensa Libre, Junio 17 de 2005
[9] Ibid.
[10] “Feminicidio en Guatemala”. Citado en Adital – Noticias de América Latina y Caribe, Mayo 10 de 2005
[11] Toomey (2006)
[12] “Algunas reflexiones sobre el feminicidio en Guatemala” – CALDH. http://www.fidh.org/IMG/pdf/gt_women2004e.pdf
[13] Ibid.
[14] “Contra el feminicidio en Guatemala”. Mujeres Universia, España. Noviembre 21 de 2005. http://mujeres.universia.es
[15] AI (2003) p. 15
[16] Ver una exposición más detallada de este argumento, y algunos ejemplos de programas exitosos basados en un minucioso diagnóstico local de la situación, en Llorente y Rubio (2003)
[17] Castro y Carranza (2000) p. 300
[18] Elías y Dunning (1992) página 99
[19] Savater (2001) página 45
[20] Savater (2001)
[21] Por ejemplo Ledoux (1998)
[22] Abad (2006) pp. 25 a 27
[23] GottfredsonM y Hirschi (1990)
[24] Sosa y Rocha (2001) página 349
[25] Rodgers (1997)
[26] Tikoff (2002)
[27] Rodgers (1997)
[28] Sherman et al (1996) página 3-2
[29] Sherman et al (1996) página 3-2
[30] http://www.weedandseeddatacenter.org/
[31] Rodgers (1997)
[32] Sosa y Rocha (2001)
[33] Sosa y Rocha (2001)
[34] Rocha (2006b)